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ArribaAbajoCapítulo V

Opinión de Ventura de la Vega.- Adiós a Madrid.- Hasta Granada.- Tembleque y Bailén.- Manzanares.- Valdepeñas.- La Mancha.- Jaén.- Granada.- Córdoba.- Sevilla.- Costo de mis viajes.- El Guadalquivir.- Cádiz.- Un ecuatoriano.- Las bodegas de Jerez.- El estrecho de Gibraltar.- Málaga.- Vuelvo a Valencia.- El general Belzu.- La Prensa y el revólver.- Don Benjamín Vicuña Mackenna.- Dos antagonistas.- Escritores hispanoamericanos.- Las historias de Belzu.- Barcelona.- Perpiñán.- Montpellier.- Nimes, Avignon.- París


El otoño avanzaba rápidamente hacia su fin y ya se columbraba la linda estación de Madrid, el invierno, en que habiendo vuelto las familias a sus hogares, comienza la vida de salón. Ventura de la Vega halagaba singularmente mis ilusiones literarias con la perspectiva de los círculos y tertulias de esta especie a que me llevaría, como el del Marqués de Molins y el del Duque de Rivas, que él frecuentaba con asiduidad.

Nada habría sido más provechoso para mí; desgraciadamente estaba en la edad de errar y de la vagabundería; y el ir a corretear por Andalucía me pareció preferible a todo. Al despedirme de mi ilustre vecino me devolvió dos poesías escritas por mí en esos días y que había sometido al juicio del autor del Hombre de Mundo y la Muerte de César. Eran las tituladas «En la diligencia, de Valladolid a Madrid» y «Las dos Almas», que figuran en las páginas 156 y 165 del tomo de Ensayos Poéticos que bajo el epígrafe de «Ruinas» publiqué en París en 1863.

-La primera es juguetona, traviesa -me dijo Vega-; la segunda, muy delicada, muy bonita... y nueva -añadió después de una breve pausa.

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El 18 de octubre a las seis de la mañana daba mi adiós a Madrid y partía para Granada, adonde llegué el 20 entre once y doce de la noche después de un viaje muy pesado. Hasta Tembleque, que son quince leguas de Madrid, nuestra diligencia fue montada en un carro del ferrocarril. Allí la apearon, y las tardías mulas sucedieron a la veloz locomotora, mientras el tren continuaba su viaje a Alicante. Se encuentran muchos pueblos, de los que el más notable, por sus recuerdos históricos solamente, es Bailén. Salimos de Tembleque a las once del día, y entre siete y ocho de la noche, cuando aún no nos habíamos apartado dos pasos de un pueblo de la Mancha, que se llama Manzanares, se rompió una rueda del coche y casi volcamos. Nos consolamos viendo que nos sucedía este percance en un pueblo, y no de los peores, y no en un despoblado, lo que habría sido muy crítico, porque la noche era oscurísima, llovía, el camino estaba lleno de lodo y nuestros estómagos vacíos. Aun para volver a la población no sabíamos dónde poner pie, porque todo era un barrizal. Nos encaminamos al mesón (las fondas expiran a esas alturas) y a mí con tres ingleses y un español que venían en el cupé, nos colocaron en una grande y desmantelada sala, cenamos una gran sopa de ajos o gazpacho, sentados alrededor de una mesita de dos palmos de alto, sirviendo los dedos de cubierto y como en Segovia, tuve el regalo de dormir tirado en el suelo. Reinó la mejor armonía entre nosotros, y no salimos de Manzanares hasta el día siguiente a las once en que quedó compuesta la rueda. Comimos en Valdepeñas, célebre por su vino que tomamos allí mismo, y como Manzanares, pueblo también de la Mancha; provincia que atravesé tres veces, y que es la más horrible del mundo y atrozmente miserable; es verdad que sólo en la apariencia, que es de una gran desolación. Sus rasgos característicos son los molinos de viento en el despoblado; y en las poblaciones los enjambres de mendigos que asaltan la diligencia no bien se para, aún cuando esto es general en toda España.

Seguimos andando. A la madrugada del día siguiente tomamos chocolate en Bailén; pasamos por Jaén y otros muchos pueblos, y llegamos a Granada a la hora que llevo dicho.

Esta ciudad es deliciosísima por su situación y paseos. La ciudad en sí misma es un tanto fea, y hasta dos tantos no muy aseada, con un no sé qué de lóbrego. Sus calles son muy angostas, y algunas   —72→   en tal extremo, que casi pudieran ir dos amigos de bracero, uno por cada acera. Cuando pasa por ellas un coche particular, parece visto a la distancia un helado compacto o una gelatina que se va desprendiendo del molde suavemente.

Los encantos del Generalife y la Alhambra, y otras bellezas pintorescas de Granada, junto con las exquisitas atenciones de la culta familia a quien fui recomendado, me detuvieron sin embargo por varios días. Bajo mis ventanas en la fonda de Minerva, corría el Darro, pobre en aguas, rico en barro, al menos en esos días otoñales que eran los últimos de octubre. Cada vez que me asomaba a ellas, y aún hallándome a mucha altura sobre el suelo, una multitud de mendigos, plaga abundante y enojosa de toda España, comenzaba a gritarme desde la calle: «¡Señorito!» Bajaba la vista sorprendido, y tenía que tirarles alguna moneda o que retirarme de ellos. Llevan como instrumento de apoyo o báculo, aunque yo creo que es por lo que potest contingere, un largo y grueso garrote en la mano.

Los andaluces, viejos, jóvenes y niños, aristócratas y plebeyos, andan todos siempre con capa. Muchas de los plebeyos podrán ser muy honrados; pero embozados en estas capas, con vueltas rojas de grana generalmente, parecen todos unos bandidos.

El caballero a quien iba yo recomendado, don Joaquín Fernández de Prada y Praga, vivía en la calle de Mano de Hierro, número 12. Hallándose ausente de la ciudad, sus hermanas le hicieron venir del campo adonde estaba, y desde el día siguiente a su llegada se constituyó en mi perpetuo Cicerone. Todas las mañanas venía a la fonda en su cupé, y me llevaba a visitar las varias curiosidades de Granada. De noche volvía y pasábamos al teatro, al palco de otra hermana suya, casada, y con dos niñas muy lindas y un varón, que como una de las hermanas solteras, había nacido en Lima.

Mientras estuve en Granada, no viví sino en el Perú, porque la conversación constante era Lima, la hacienda de Larán (valle de Chincha) y finalmente, o más bien dicho y principalmente, su administrador el simpático caballero don Antonio Fernández Prada, que veinte años después debía perecer bárbaramente asesinado por sus propios negros en los horrores de diciembre del año 79. Todos los Pradas de Granada estaban muy enterados de nuestras costumbres y modo de hablar.

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Vi cuanto había que ver en esa ciudad y sus cercanías, hasta un palacio arzobispal, que como la mayor parte de los llamados palacios de Europa, no era más que una de nuestras casas grandes. Estaba situado en un pueblecillo a una legua de Granada, y si algo tuvo para mí de interesante, fue el ser obra y mansión de un arequipeño, Obispo de Arequipa, después del Cuzco, y posteriormente de Granada. Apellidose Moscoso y Peralta.

El 31 de octubre (1859) a la una del día salí de Granada, acompañándome hasta el coche don Joaquín, un sobrino suyo, Pepe Vasco, y un señor Deiste o Beiste gran amigo de la casa y a quien debí muchas atenciones.

Como el camino recto de Granada a Sevilla es casi intransitable, tomé pasaje hasta Bailén en la diligencia que parte para Madrid,y llegué a la histórica ciudad a las cuatro de la mañana. Esperé una de las diligencias que pasan por allí para Sevilla procedentes de Madrid, y a la una de ese mismo día 19 de noviembre, volví a ponerme en marcha llegando a Córdoba a las cuatro de la madrugada también. Me acosté, a las seis me levanté: tomé asiento en el tren, y a las once del día llegué a la ciudad del Betis, yendo a hospedarme al Hotel de Madrid, en la calle del Naranjo.

Sevilla es infinitamente superior a Granada, por ser una verdadera ciudad. Sus calles que me habían ponderado de muy angostas, lo son menos que las de Valencia y Granada, y tiene muchas tan anchas como las de Lima. Son limpias y bien empedradas, y las aceras, aunque no sean muy anchas, llenan su objeto y no parecen meros rebordes o ribetes de los edificios como en Granada. Las paredes y frontis están muy bien blanqueados, y las casas dispuestas como las de Lima, con puerta de calle grande y de dos hojas, y zaguán y patio, aunque mucho más pequeños que los de por acá.

La población está alumbrada con gas, y con los varios carruajes, particulares y de alquiler que cruzan por sus calles, resulta una ciudad muy alegre y muy bonita. En todos los patios tienen jardines, y son cuadrados; y en el de la fonda en que me hospedé, que era muy hermoso, había hasta platanares. En el verano, aunque el calor es terrible, se siente menos que en Madrid, porque se bajan al piso del suelo, rez de chausée de los franceses, y simplemente los bajos entre nosotros, y allí viven: el patio, cubierto con un toldo como el velarium   —74→   de los romanos, y adornado de espejos, cuadros, muebles y flores, se convierte en un elegante y fresco salón.

En la fonda de Madrid, el día de mi llegada, me dieron un cuarto en los bajos; mas me había acostumbrado ya de tal manera a vivir a la europea, escaleras arriba, que aunque el que me habían dado casi reproducía una pieza de reja de Lima, extrañé, y me pasé al piso principal, o sea, a lo que por acá llamamos los altos.

Las casas de Sevilla sólo tienen tres pisos contados con el del suelo o rez de chaussée.

Como traía el cuerpo hecho al frío que dejé en Madrid a mi salida y aun al de Granada, no me agradó hallar en Sevilla un clima sumamente templado, porque aunque llovía no hacía frío. El agua estaba fresca, mas no helada como en los puntos de donde yo venía, y me sentía ávido de frío y repulsivo al calor por lo mucho y muy de veras que me había achicharrado en Madrid.

Las sevillanas son muy bonitas y graciosas, y la calle principal se llama de las Sierpes.

Al conmemorar el primer semestre de mi salida de la patria, advertí que exceptuando el costo del pasaje de Lima a Southampton, llevaba gastados desde el 12 de abril hasta el de noviembre un mil pesos fuertes. Con ellos había recorrido todo lo que queda en las páginas anteriores hasta la presente, y vivido como habrá podido observar el lector, con decencia y bien. Desciendo a esta nimiedad, porque hay viajeros que muy juiciosamente averiguan esta parte de un viaje antes que cualquiera otra.

De Sevilla a Cádiz pasé por el Guadalquivir, río abajo, deliciosa navegación de ocho horas. Cádiz es una población lindísima, muy aseada y alegre, y junto con Sevilla constituye lo mejor de Andalucía, así como Andalucía misma fue lo que más me agradó de cuanto vi de España, siendo la gente andaluza muy amable y muy franca.

Presencié el embarque de las tropas que iban a la guerra de África, con O'Donnell a la cabeza. De las iniciales reunidas de los generales expedicionarios salía la palabra PROEZA. Los generales eran: Prim, Ros de Olano, O'Donnell, Echagüe, Zavala y Alcalá Galiano.

Por vecino en el hotel en Cádiz, tuve a un joven quiteño con quien inmediatamente me hice amigo. Podía ser unos cinco o seis   —75→   años mayor que yo, así es que estaba completamente desarrollado. Poseía una altísima estatura y toda su barba, siendo su color trigueño amarillo, y la dulzura, afabilidad e insinuación de sus traviesos ojos, las de un arequipeño. Era sumamente truhán o mozón como decimos en Lima; no nada extraño a la gaya ciencia, que era la más seria preocupación mía en esos días; y en Cádiz, como en Jerez y otros lugares de España, y en París mismo más tarde, debíamos pasar muy agradables ratos.

Se llamaba Francisco Javier León, y en los últimos años lo he visto figurar mucho en el Ecuador como Vicepresidente del célebre García Moreno.

Un día recorríamos las calles de Cádiz ideando cómo haríamos para poder visitar las bodegas de Jerez. En esto necesitamos unas señas: se las pedimos al primero que pasó, el cual no sólo nos las dio con la mayor buena voluntad, sino que aun nos acompañó por algunas cuadras. Como le manifestáramos nuestra congoja, nos dijo con la más completa naturalidad que él nos daría cartas de recomendación para algunos bodegueros de Jerez y sin más ni más se entró en una botica en cuya Rebotica las puso.

En Jerez, que es una población sumamente triste, pasamos una noche, charlando agradablemente tirados en dos catres de tijera en un cuarto muy modesto. En las bodegas fuimos muy atendidos; nos hacían recorrer las dilatadas hileras de pipas escanciándonos de cada una de ellas una copita, casi un traguito, y viendo el Jerez en todos sus matices, desde el casi blanco hasta el casi negro; y todo esto por grados, insensiblemente, que era como iba tiñéndose a nuestra vista el exquisito vino. La tarea era entretenida y gustosa... mas al dirigirnos al tren para volver a Cádiz, casi nos caíamos. Durante el trayecto, en que por fortuna nos tocó un vagón solo, mi compañero se incorporaba de vez en cuando para manifestarme que no se conformaba con verme más entero, cuando juntos y por igual habíamos corrido el mismo temporal.

Pocos días después nos embarcábamos para Málaga en el vapor «Balear», viniendo además entre los pasajeros un matrimonio de Cuba a quien conocí en Sevilla en el Hotel, y dos abates franceses compañeros de viaje del ecuatoriano, de Sevilla a Cádiz.

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Zarpamos a las ocho de la mañana; pasamos el estrecho de Gibraltar, viendo a un lado costa de África y al otro de España, y al día siguiente a la misma hora saltábamos a tierra en la ciudad ilustrada por las pasas.

Dos compadres reñían en el muelle, y al pasar yo por entre el apiñado corrillo, uno de los contendientes amenazaba a otro en voz alta, con abrirle tamaño postigo en la barriga, siendo ésta la primera y la única andaluzada de que tengo conocimiento práctico, entre las muchas que refiere la leyenda.

Málaga no tiene nada de particular o notable, ni en conjunto ni en detalle, viniendo a ser como segunda edición de Granada. Aquí determiné seguir mi viaje hasta París por tierra y no por mar, tanto por el mal tiempo general que entonces reinaba, cuanto porque una larga serie de navegaciones no me había dado aún la propensión a preferir esta vía a cualquiera otra en un viaje medianamente largo. Mi plan primitivo fue pasar de Cádiz a Lisboa por mar, y de allí seguir a Francia de la misma manera. Con todo; el viaje por tierra a París era bastante largo y sobre todo penoso, porque no habiendo línea recta, había que ir dando rodeos y cambiando de coche y de forma de viaje a cada instante.

Toda la gente del «Balear», los dos abates franceses, el matrimonio cubano y mi compañero de excursión a las bodegas de Jerez, siguió para Granada esa misma noche. Yo lo hice a la siguiente, tomando pasaje hasta Granada, por no haber otro camino, y saliendo para dicho punto en la diligencia a las nueve de la noche. El 21 de noviembre a las dos de la tarde me hallaba por segunda vez en Granada.

El 22 a las cinco de la mañana salí para Tembleque, siempre en diligencia. Mis compañeros de berlina fueron dos jóvenes mexicanos que conocí en Sexilla, miembros de la Legación de México en Roma y que respondían a los nombres de don Ulibarri y Daniel Vallarta. En el interior venían los dos abates franceses. Los cubanos y el ecuatoriano se quedaron en Granada.

El 23 a las once de la noche nos apeamos en Tembleque y allí dormimos. Al otro día a las once de la mañana tomamos el tren para Valencia con los abates solamente, porque los mexicanos siguieron para Madrid. Al entrar al coche, un librito, uno de esos vocabularios   —77→   políglotos cuya presencia indica un viajero, tirado en un rincón del asiento nos anunció que teníamos un nuevo compañero. Y en efecto, a poco se presentó un hombre alto, fuerte, grave y macizo de rostro, y singularmente moreno, aunque rojo al mismo tiempo. Desde sus primeras palabras observé que tenía una gran dificultad para expresarse.

-¿De dónde son ustedes? -preguntó a los abates.

-Franceses.

-¿Y yo? ¿A que no adivina usted de adónde soy? -dije a nuestro interlocutor.

-O español o sudamericano.

-¿Y usted?

-Lo segundo.

Cambiamos tarjetas y resultó ser el General Belzu, hombre de historia en Bolivia y su presidente dos o tres veces. Al llegar al primer buffet en que correspondía la comida, ésta, como de costumbre, esperaba a los pasajeros del tren a mesa puesta. Escogimos asientos juntos en la larga mesa y nos sentamos los cuatro heterogéneos compañeros de viaje: dos abates franceses, un General Belzu, y un turista como con la mayor alegría me llamaba siempre uno de aquellos por haberle caído singularmente en gracia este calificativo que yo mismo me daba.

Belzu, que había despertado ya la atención de ambos reverendos con las innumerables alhajas y piedras preciosas que cubrían su chaleco, pechera y manos, puso el colmo a su estupefacción cuando haciendo una seña al mozo le previno que las cuatro comidas corrían de su cuenta y que trajera champán. Estas larguezas tan comunes en Hispanoamérica, y que pueden verse en España e Inglaterra, son un fenómeno en Francia, donde por lo general reina una mezquindad abrumadora. «Yo soy muy carnicero (carnívoro)», decía Belzu, arremetiendo de preferencia a los platos de carne, y haciendo tal vez y sin darse cuenta un terrible calembourg para un Presidente de Bolivia.

Trece horas después de nuestra salida de Tembleque, o sea, a las once y media de la noche, llegamos a Valencia y fuimos a hospedarnos a la fonda de París.

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Había charlado largamente con Belzu, y nos habíamos intimado y nos atendíamos mucho mutuamente, a pesar de la gran diferencia de nuestras edades. Todo el día siguiente lo pasamos rodando por Valencia, la ciudad de los melones redondos y verrugosos (no son oblongos y lisos como los de Lima) y tan peloteados allí en calles y plazas, como las sandías en las de Santiago de Chile. ¡Aun nos permitimos faire la noce en casa de Teresa Llobat, calle de Mallorquines número 8!

Debo especificar que Belzu se dejaba acariciar y sacar el dinero del bolsillo por las muchachas, impasible como un profeta e irreprochable como un José.

Al entrar por la tarde a la mesa redonda del hotel vi en el fondo de la sala, de pie y vuelto de espaldas, a un hombre corto y rechoncho, de cabeza gorda y redonda, y de un pelo muy cortito y gris. Estaba con los brazos abiertos en cruz, en adoración... de una gran hoja de papel que tenía desdoblada; de una de esas grandes sábanas entintadas cuya lectura suele ser una doble crucifixión, por el modo como hay que tomarlas y por el fastidio que a veces causa su lectura árida y petulante.

El lector ha comprendido que se trata de uno de esos productos diarios de la prensa periódica, sabia institución que, como el invento del revólver, ha puesto la fuerza moral y material al alcance de todos. Ya no hay desvalidos, ya no hay desamparados; todos estamos nivelados; pero también se ha arrebatado el cetro del mundo de manos de los valientes y de los sabios, para ponerlo en las de los cobardes y los charlatanes.

-¡Vaya! -me dije-; ya tenemos algún gabacho en el hotel -(porque nuestro hombre leía un periódico francés) y avancé a ocupar mi asiento junto a Belzu. Al inclinarme para sentarme, se inclinaban también al frente nuestro para hacer lo propio en los suyos, mi hombre y un su compañero; y ¡mirable visu! me hallé al frente del escritor chileno don Benjamín Vicuña Mackenna, en cuya patria había pasado yo todo el año anterior, viviendo nada menos que en casa de una de sus hermanas, lo que me había hecho contraer con todos los miembros de su familia, y aún con él mismo, una cariñosa amistad.

Nos reconocimos, nos abrazamos, al mismo tiempo que una mirada, semejante a un relámpago de indignación se cruzaba entre el   —79→   proscrito chileno (tal era su condición) y Belzu. Ya el resto de la comida fue dificultosa, y apenas concluyó ésta, cada uno de los dos antagonistas quiso llevarme por su lado para prevenirme a su favor y en contra del otro. Mackenna, como el recién llegado y como el más antiguo en la amistad me obtuvo el primero, y no bien nos vimos en su cuarto cuando me lanzó esta interpelación.

-¿Cómo andas con ese miserable? Ya no te voy a llamar sino el edecán de Belzu.

Raro es el escritor hispanoamericano de alguna celebridad, que no la ha buscado y que no la debe exclusivamente a la propalación de lo que ellos han llamado «los principios liberales, el culto de la democracia y el odio a los tiranos»; propaganda que no ha sido sino el más villano azuzamiento y la más baja adulación a una de las peores canallas o plebes que ha tenido la humanidad: adulación que ha sobrepujado a la que los poetas de Luis XIV podían desplegar en torno de su real persona. Estos por lo menos adulaban a una persona decente y educada, y se reconocían francamente siervos y cortesanos. No así los cortesanos del establo del buey Apis, que rebajándose ante la plebe multicolora, ociosa e ignorante que ha representado al Pueblo Soberano en la América republicana, se han creído sin embargo libres de todo yugo. ¡Libres! ¡qué escarnio! ¡Los cortesanos del populacho! Los tiranos Rosas, Francia, Belzu, Monagas, etc. han sido el caballo de batalla de los escritores de que hablamos. La América ha creído discernirles coronas, y lo que es más chusco, ellos han creído merecerlas y hasta recibirlas. Y no será extraño que escudriñando la posteridad encuentre más tendencia prácticas al progreso en las arbitrariedades de esos tiranos, que en las ampulosas lucubraciones de estos escritores que han viciado a las masas estérilmente.

Vicuña pues, debía haber jurado un odio de teatro, teórico y práctico, a todos los tiranos de la virgen América, primero para darse a conocer, y segundo para conservarse en el favor del buey Apis. Su misma presencia actualmente en Europa era la obra de un tirano: el señor don Manuel Montt Presidente de la República de Chile, lo había desterrado.

He aquí el porqué del antagonismo entre Vicuña y Belzu, y del espeluznamiento de ambos al encontrarse cara a cara.

El ex presidente de Bolivia me esperaba al pie de la escalera,   —80→   y con anhelo febril me invitó a dar un paseo, que se prolongó por las más lejanas calles, y casi por los extramuros de Valencia, y casi en la oscuridad.

-¿Éste no es Vicuña Mackenna? fue su primera pregunta.

-Sí.

-Éste ha escrito mucho contra mí; éste es mi enemigo; añadió. Y en seguida Belzu comenzó a contarme a grandes rasgos las peripecias e incidentes de su vida política hasta llegar a los célebres balazos del prado de Sucre, donde cayó medio muerto a manos del coronel Morales.

-Toque usted -me decía Belzu llevando mi mano a la altura de su nuca y a la ternilla de su nariz-. Toque usted estas balas que no han querido o podido extraerme y que son las que me han quitado la memoria. Las palabras se me olvidan al hablar, como habrá usted notado.

Creo que el célebre boliviano calumniaba a Morales, no en lo de la incrustración de las balas, que realmente sentí moverse bajo la yema de mi dedo, sino en lo de la pérdida de la memoria, que parecía orgánico, y superior aun al tratamiento del vocabulario portátil.

La bifurcación natural de nuestros itinerarios determinó la conducta que me correspondía observar, Belzu pasaba a Andalucía. Vicuña seguía a París por tierra, no dirigiéndose por mar sino a Barcelona. Seguí pues a éste, y en unión suya y de su compañero y paisano don Pedro Valdez, nos embarcamos el 26 de noviembre de 1859 a las dos de la tarde, a bordo del vapor «Monserrat»; y al día siguiente, domingo, poco más o menos a la misma hora, estábamos ya instalados en el hotel de las Cuatro Naciones en Barcelona.

Barcelona es una ciudad muy activa, muy hermosa, muy progresista; pero mucho menos simpática que las otras capitales de España. La gente es áspera y no parece vivir sino para el negocio. Las mujeres no son bellas y choca la tosquedad de sus pies. Aun la más favorecida por la naturaleza no pasa de buena mozota por sus formas abultadas, y por su voz desapacible y bronca, porque aunque hablan castellano, cosa que hacen pocas veces, conservan siempre el dejo catalán; y por otras mil peculiaridades más propias del sexo fuerte, que de la «mitad preciosa del linaje humano».

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La planta de la ciudad es ancha, grandiosa, teniendo más de Manchester que de España. Así como en las calles de Madrid llama la atención la importancia y el lujo de las Horchaterías, en Barcelona sorprende el de las Confiterías.

Nuestros amigos y guías de esta ciudad fueron los señores catalaneses don Pedro Yuste y don Francisco Llausás.

De Barcelona a Perpiñán nos llevó la diligencia, pasando por las estaciones de Gerona, la Junquera etc.

En Perpiñán estaba ya en Francia. Había salido de España después de haberla recorrido por seis meses, y después de haber hecho cosa de cuatrocientas leguas en diligencia. Ya aquí me esperaban los ferrocarriles.

Nos fuimos deteniendo en Montpellier, célebre por sus escuelas de medicina; en Nimes, donde visitamos varias antigüedades romanas entre ellas el circo de los gladiadores conocido con el nombre de Las Areims y en Avignon, un tiempo residencia provisional de los Papas. Llegamos por último a París en la primera semana de diciembre, cuando ya eran inminentes las primeras nevazones, y cuando las rojas bayas del acebo (houx) comenzaban a resaltar entre las puntiagudas y amarfiladas hojas de ese interesante arbusto de los Campos Elíseos.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Nueva era en París.- Instalación provisional.- Mi nuevo casero.- Su familia.- El tiempo en Europa y el ¿qué hay de nuevo? en Lima.- Las estaciones.- El Gimnasio Triat.- El novelista Paul Féval.- Un porrazo


Mis viajes, desde diciembre de 1859 hasta setiembre de 1861, son aéreos, mentales. Por dos años permanezco en París, y en ellos se desarrolla en mí un extraordinario ardor por aprender. El estudio y la meditación, los libros y la naturaleza es lo único que me interesa. La bibliofilia, placer desconocido para mí hasta entonces, que leía, mas sin hacer caso del libro, viene asimismo a ofrecerme sus absorbentes encantos.

Emprendo verdaderas excursiones por las librerías de los bulevares; por las de los Pasajes; por las del «Barrio latino», por las de los «Quais» o malecones a lo largo del Sena, y hasta por los remates públicos de libros.

Sigo curso de humanidades en la «Sorbona», de Derecho en el «Colegio de Francia», y de historia natural en el «Jardín de Plantas», siguiendo a profesores como Saint Marc Girardin, Egger, Demogeot, Berger, Patin, Hase, Frank y Geoffroy Saint Hilaire no sólo con el oído, sino con el lápiz en la mano, apuntando en los «carnets d'étudiant» apuntes preciosos, que algún día traduciré y publicaré, y que constituirán una obrita didáctica, de recóndita erudición, por incompleta que sea.

Vicuña, con una solicitud verdaderamente paterna, condujo mi inexperiencia por todos esos lugares; me puso en buen camino, y aun me presentó a algunas celebridades en los poquísimos días que permaneció en París.

Mi primer cuidado fue pensar en acomodarme y después de recorrer la ciudad por varios días visitando departamentos, fui a dar   —83→   en uno a la entrada de la rue «Poissoniere», y en un hotel que tenía por nombre «De Calai et Boulogne». Era grande, espacioso, bastante bien amueblado, primer piso, con cinco grandes ventanas a la calle, lo que me proporcionaba un ruido estrepitoso, y pagaba por el ciento sesenta francos mensuales. Había local y comodidad para dos y aún para tres. El hotel nos daba el servicio, la ropa de cama y las toallas. Las velas, la leña para la chimenea, todo lo demás se pagaba aparte. La comida salíamos a buscarla a la calle (porque eramos dos con mi hermano estudiante). En los «Restaurants» de París se come a precio fijo y por lista. El recién llegado debe irse a ojos cerrados a los primeros. Los hay desde dos hasta cuatro o cinco francos por persona, siendo un buen término medio, para un estudiante al menos, aquellos donde se da de almorzar por un franco y medio, y de comer por tres.

Como para realizar este imposible tiene el cocinero que hacer algunos milagros, una vez familiarizado con las primeras salsas y condimentos, comienza el parroquiano a descubrir la hilaza y a cansarse de la sazón. De allí pasa a los de a cuatro francos por cubierto, y por último se decide por el diner a la carte, que aunque costosito, es excelente y el mejor de todos.

El hotel de la rue Poissoniere era lóbrego y muy desaseado; y por esta y otras razones comprendí que esa no podía ni debía ser mi instalación definitiva. Casi tres meses necesité para lograrla, al cabo de los cuales se me proporcionó un departamentito amueblado en la calle d'Eughien, número 28, en cuya casa viví cerca de cuatro años, todo el tiempo de mi mansión en Europa. La calle era muy tranquila, aunque estaba a un paso del centro, y lo mismo la casa. Ocupaba yo un piso tercero con cuatro ventanas, una al patio, las otras tres a un patio interior vecino poblado de grandes árboles. Mi escritorio estaba junto a una de ellas, y todo el día gozaba de una música grata y no interrumpida que me daban mil pajaritos que andaban revoloteando por el jardín, y algunos de los cuales tenían la amabilidad de venir a saltar o a gorjear en el mismo alféizar de la ventana.

Mi casero era un aragonés ausente de España desde muchos anos atrás. Se llamaba el señor C. y había olvidado el español sin aprender bien el francés. Cuando se veía apurado en el primero   —84→   (lo que le pasaba con frecuencia) apelaba al segundo. Cuando se atoraba en el francés (lo que le acontecía a menudo) ocurría a la lengua patria; y cuando no acertaba a expresarse en ninguno de los dos idiomas (lo que le sucedía siempre) echaba mano de un tercer idioma inventado por él, y que no era ni francés ni español, aunque participaba de ambos.

Modesto como el que más, sin embargo, ejercía la profesión que rezaba la planchita de metal estampada en su puerta: «Profesor de Lenguas» y enseñaba el español y el francés. Jamás se comprometía a nada sin ir a consultar, (a tomar órdenes debía haber dicho) a Madame C. su mujer, a quien siempre llamaba de este modo. La señora de C., que era inglesa, hablaba el francés mejor que el marido, aunque con un acentazo que transpiraba a Islas Británicas por todos sus poros. Era el hombre y la mujer de la casa.

Este ilustre matrimonio vivía con sus vástagos en el primer piso, y tenía alquilado cuartos que a su vez realquilaba, en el tercero y quinto. La casa no era ni de huéspedes ni mucho menos fonda: con todo, se prestaban a servirnos el almuerzo en nuestro cuarto mediante una módica retribución. Las señoritas C., eran dos, una alta, esbelta, distinguida, casi buena moza, no obstante la rubicundez albina y ultrabritánica de su tipo; la otra, una niñita de cabos negros y húmedos ojos y tez mate, representaba a España.

Aquella señorita era sin embargo la que todas las mañanas, armada de un estropajo subía a arreglarnos el cuarto como se usa en Europa, removiendo los catres y colchones, tendiendo bien la cama, fregando y bruñendo el tablero del lavatorio, cebando y trasvasando sus vasijas, etc., todo en un santiamén y sin hacer fieros. ¡Oh! ¡qué diferencia con las martagonas del servicio de Lima!

Siendo París una ciudad tan grande, tan distinta de las demás que yo había visto, tan vasta en su civilización, necesitaba por lo menos un par de meses solo para orientarme. Esta civilización es tan perfecta y anula tan por completo todo lo que es natural, que acostumbrado yo a la larga a vivir en una atmósfera de artificio, creía despertar de un sueño y me sorprendía agradablemente cuando por excepción oía el ladrido de un perro o el canto de un gallo; y sin embargo, el lector ha visto más arriba que los pajaritos venían a cantar a mi ventana en lo más central de la vida urbana. En la virgen   —85→   América no se goza de la naturaleza sino corriendo el albur de los ladrones, los mosquitos y otras plagas en medio de los despoblados.

Parece que una de las condiciones de la civilización fuera el hermanarse con la naturaleza. En los centros populares de París y Londres, por ejemplo, es más fácil vivir entre árboles y pájaros, que en los mismos arrabales de Lima, que no participan del campo sino porque participan de los muladares.

Mas por tanto estudiar la comodidad del hombre, esta civilización acaba por privarlo de todas sus facultades convirtiéndolo en un autómata que lo espera todo de la mecánica. Si hace un viaje, lo encajan en un coche como un fardo numerado y registrado, y se siente arrebatado por una legión de demonios, abdicando por completo de su autonomía individual. Llega a una estación: lo lanzan a un buffet a que coma, se le espía reloj en mano: «¡Dix minutes d'arrét!, otro empellón ¡y a otro coche!» «¡Anda! ¡Anda!» dando botes y rebotes que la vida es sueño.

Si va al teatro, este mismo autómata del siglo XIX se siente peloteado de pasadizo en pasadizo, de hombre en hombre, de mujer en mujer, de mano en mano, interesada y especuladora por supuesto. Éste le toma o arrebata el sobretodo, aquel el paraguas o bastón, el de más allá lo acomoda: ha de llegar día en que alguien le ponga la cucharada de sopa en la boca.

¿Qué dirían los Teseo, los Hércules y Ulises, y demás personajes simbólicos, que todo lo fiaban de su aptitud muscular o de los ingénitos recursos de su espíritu?

La civilización parisiense se halla tan difundida, que parece que alcanza a los mismos animales. Rara vez se oye de una bestia de tiro que se salga de las varas o del centro de la calzada con el pretexto de que sintió tal o cual detonación subitánea. ¡Quién sabe si aún los pájaros de las sementeras no se encaraman familiarmente en los brazos y sombrero del espantapájaros, y si de repente no se lanza sobre la escopeta de los cazadores!

El frío invernal daba sus treguas. A fines de enero era soportable. En diciembre llegó a ser tan horroroso, que nevaba con frecuencia; el Sena se heló; y por las mañanas tenía yo que romper a viva fuerza el agua de mi garrafa, que se congelaba no obstante dormir en un cuarto cerrado. Los bordes de mis balcones estaban guarnecidos   —86→   de blanco por la nieve. Salía a almorzar, y aunque tomaba precauciones, andando ligero (algunos hasta corren como unos locos para entrar en calor) no podía huir del frío que me perseguía. Sentía dolor atroz en las orejas, en los oídos y en los pies. Me aturdía el frío de tal manera, que arrastraba mis pies como si fueran ajenos; mis manos perdían por completo el tacto; y abrumado corría a mi casa, encendía la chimenea y no me apartaba de ella en todo el día.

¡Pasaba el noviciado!

Febrero y marzo fueron quizá los peores meses porque en ellos no cesó de nevar, de llover, de hacer frío. En las ciudades de Europa lo constante es el frío, como en Lima el calor, siendo el verano de esos climas tan rápido y tan ilusorio como el invierno para nosotros. Lo que ha dicho alguien de Londres y de Madrid, que hay en ellos nueve meses de invierno y tres de mal tiempo, podría aplicarse a toda Europa. He aquí por qué en esas poblaciones se dedica más tiempo, esto es, se gasta más tiempo en hablar del tiempo que entre nosotros.

La cuestión tiempo para los europeos es lo que el «¿qué hay de nuevo?» para nosotros. En Lima no se puede vivir sin esta engorrosa pregunta, ligeramente variada a veces con «¿qué tenemos de nuevo?» «¿qué se sabe?» «¿qué se dice?». Y es que en ambas regiones la cuestión es vital. Se trata del clima físico y del clima político, envueltos por los cuales vivimos, a los que tenemos que subordinar nuestras acciones y determinaciones, de lo que depende nuestro bienestar, nuestra felicidad. En Lima el «¿qué hay de nuevo?» puede ser hasta cuestión de vida, materialmente hablando.

Los ingleses de Londres en su entusiasmo y arrobamiento por uno de esos hermosos días, de que nadie se ocupa en Lima, después de calificarlos con todos los adjetivos rectos, de nice weather, fine delighful, beautiful, se pasan a los metafóricos, y así como en la Letanía después de decir a la Virgen todo lo que en realidad puede ser, Reina de los ángeles, Refugio de pecadores, la llaman Torre de marfil y Casa de oro; así los londinenses en uno de esos días que en Lima llamaríamos de sol bravo, se desatan en estas expresiones: «glorious weather, lovely weather».

Por la misma razón las estaciones que entre nosotros no constan sino por el almanaque, son aquí grandes acontecimientos que ponen   —87→   en movimiento a la sociedad entera, a todo el pueblo. Se les espera con impaciencia, se les recibe con ceremonias. Al primer día despejado y con buen sol, se desparrama la muchedumbre por esas calles, y en el rostro y los ademanes de todos resaltan la animación y la alegría. Después de tantos días de sombra, de tristeza, de frío y de fango, se experimenta un bienestar general a la llegada del primer día vivificante.

Este rigor en el clima, en la sociedad, en las leyes y hasta en la etiqueta es lo que determina el encanto de la vida europea y su bienestar y prosperidad. Allí todo el mundo sabe a qué atenerse en todo orden y sentido. Entre nosotros el malestar, la sempiterna quejumbre y hasta la maledicencia tan frecuente, obedecen a una causa oculta, enfermedad de todos sin que nadie lo sospeche: la relajación.

Al mismo tiempo que mi espíritu en la Sorbone, Colegio de Francia y Jardín de Plantas, ejercitaba mis músculos trisemanalmente en el Gimnasio de Triat. Estaba situado en los Campos Elíseos y sobre su fachada se leía en tamañas letras: «Regeneración del hombre». Allí concurrían hombres maduros y aun viejos, siendo el más joven yo, que contaba veinte años; y también señoras y señoritas en los días respectivos. Estas recibían sus lecciones de la señora Triat, nosotros del marido.

La gente de Lima que no ha visto más gimnasia que los palos y sogas deslucidos de los traspatios de las escuelas, ni más gimnastas que los muchachos de ellas, tendría dificultad en figurarse un grande y espléndido salón, con una bóveda trasparente, toda de vidrios de colores, y galerías altas pintadas de verde que comunican entre sí y con el suelo por elegantes escaleritas de caracol. Entre la bóveda y el suelo, cubierto de una capa de aserrín, se veían caer escaleras de cuerda tesa como la jarcia de un navío; sogas, trapecios, argollas, etc.

Por sus dimensiones y reglamento el Gimnasio Triat recordaba los famosísimos de la antigüedad a que tanta importancia daban los griegos. Las doce lecciones importaban al mes 26 francos. Se daban además al entrar, cuarenta francos para el traje gímnico, por decirlo así, que consistía en un calzoncillo de punto de lana colorado, una camiseta de lo mismo; azul, una paja también de lana colorada y unos borceguíes de gamuza amarilla sin tacón y cerrados sobre el empeine por cordones y pasadores.

  —88→  

Una parte del ejercicio se hacía en formación como el de una tropa de línea. Monsieur Triat armado de un gran bastón daba las voces de mando y nos dirigía militarmente, a tambor batiente. En uno de los ejercicios que se practicaban de dos en dos, me tocaba siempre por compañero fronterizo, un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años; todo caído de un lado del cuerpo como caballo lunanco, la pupila endurecida y fija como una cuenta de cuerno, al aire cansado, fatigado, todo un crétin.

Le pregunté al fin quién era. ¡Lectores de novelas, que casi sois los únicos en Lima, prosternaos! Ese crétin era Paul Féval.

Concluida la lección propiamente dicha, se iba cada cual a lo que quería: a las argollas, al trapecio, a las escaleras, a las paralelas, a las palanquetas (halteres) o a saltar sobre el caballo relleno de aserrín, semejante al que se suele ver en algunas Talabarterías de Lima.

Cubiertos de sudor nos dirigíamos cuando queríamos retirarnos, a la primera galería en donde nos habíamos desnudado. Allí nos inclinábamos apoyados en las manos, sobre una mesa de lavatorios corrida. El mozo llegaba; nos sacaba del cuerpo la camiseta; empapaba un guante de áspera cerda en el agua helada por diciembre en el fondo de la cuvette, y comenzaba a frotarnos rudamente y a lavarnos de la cintura arriba.

Para enjugarnos, extendía sobre nuestras encorvadas espaldas una toalla de hilo y comenzaba a palmotear estrepitosamente: tal vez había algo de juego de su parte; degeneración natural, como la de los regadores de manguera en las calles de Lima, que, regando, se están divirtiendo, y más de una vez a costa de los transeúntes. Al volver a nuestro asiento por nuestra ropa, un balde de agua igualmente helada nos esperaba, para que nos laváramos de las rodillas abajo.

¿Qué efecto producirían estas glaciales abluciones en un limeño criado en la santa máxima de que con el cuerpo caliente no es bueno mojarse?

Una de mis pruebas favoritas consistía en lanzarme a escape sobre tres barras horizontales de palo que estaban fijas a cierta altura, formando caballe, me cogía de las más bajas, y lanzando todo el cuerpo por debajo, pasaba por encima de la más alta e iba a caer al otro lado. Un día después de haberme lanzado tuve la insigne torpeza de   —89→   no soltarme; el cuerpo retrocedió contra la barra, me sentí partido por el eje; mis compañeros me recogieron casi doblado en dos, y a fuerza de fricciones con agua helada me curaron.

Un viejo capitán francés, también gimnasta, que se complacía en darme consejos, me dijo:

-En gimnasia y en política la menor hesitación lo pierde a usted.

He aquí otra de sus máximas:

-No le importe a usted hacer un disparate; pero... hágalo usted en regla (carrément).



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ArribaAbajoCapítulo VII

Los recién llegados.- Un manuscrito del «Clima de Lima».- Mr. Ferdinand Denis.- Don Hipólito Unanue.- Segundo invierno en París.- La primavera y los poetas.- Los días de fiesta en París.- Los teatros.- Los calembourgs.- Luis Felipe y el vino de Macon.- Los dramones.- La muerte de Scribe y la Geoffroy Saint Hilaire.- Don José de Echegaray.- Domingos primaverales.- Excursiones a Bruselas, a Cherburgo y a Londres


Un recién llegado a París, sobre todo cuando va a estar poco tiempo lo distribuye de modo que no esté un cuarto de hora sin alguna distracción, haciendo del placer su más seria y principal ocupación, y lanzándose al mismo tiempo a toda clase de gastos como si ansiara llevarse a París en el bolsillo al salir de París.

Los que ya llevamos algunos meses de vida parisiense, porque ya estamos avezados a la tentación, parte porque sabemos las consecuencias, pesamos largamente nuestros antojos antes de satisfacerlos. Los recién llegados se horrorizan a la idea de andar más de seis cuadras a pie, y toman coche seis o diez veces al día, lo que en una semana hace una suma respetable.

Los ya habituados a París nos soplamos las millas insensiblemente y si el tiempo nos viene escaso o está borrascoso nos metemos en un ómnibus modesto democrático, barato, dejando al coche para las grandes ocasiones. Todo el que llega a París por primera vez se siente poseído de un vértigo y anda y corre y gasta sin darse cuenta de lo que hace y sin pararse en pelillos. Yo mismo, so pretexto de acompañante o cicerone de algunos recién llegados que me venían recomendados o que había conocido antes solía sacar los pies del plato; y abandonando mis libros y vida taciturna pasaba muy buenos ratos en los Cafés, el bosque, los teatros, en casa de Tortoni, gran heladero de la época, en la de Prevost el gran chocolatero; fuera de   —91→   otras libertades menos honestas que asimismo me tomaba. En el seno de la molicie me asaltaban crueles remordimientos; pensaba con espanto en el origen de la decadencia de Sibaris, y volvía a mis estudios.

Sabiendo que en esos días el bibliófilo chileno don Diego Barros Arana que transitoriamente se hallaba instalado en París, poseía un manuscrito del «Clima de Lima», una de las obras más célebres del doctor don Hipólito Unanue, mi abuelo materno que tanto ilustró las letras peruanas, la política y la ciencia en el último cuarto de siglo pasado y primer tercio del presente, me encaminé a su casa.

El cuarto del bibliófilo estaba rodeado de una estantería provisional que contenía también un surtido también provisional de libracos y mamotretos comprados sin discernimiento, y al caso, por pura manía, a la manera de mi ex compañero de viaje Vicuña Mackenna que en el trayecto de Perpignán a París, se nos perdía a cada paso para presentarse luego seguido de un cargador: este hombre traía a cuestas un viejo baúl acabado de comprar ad hoc para llenarlo ipso facto con los vieux bouquins comprados a granel por las calles de Montpellier, Nimes o Avignon.

El manuscrito que poseía Barros Arana era realmente un manuscrito... pero de calígrafo: sólo en las correcciones que eran de letra distinta y en una rúbrica que a guisa de visto bueno traía la última página, podía verse la mano del autor.

Probablemente esta copia se sacó en Lima o en Madrid mismo en 1812, cuando su autor pasó a la Metrópoli como diputado a Cortes. La primera edición del Clima de Lima, se hizo en esta ciudad en el primer quinquenio del siglo presente, la segunda considerablemente aumentada, en Madrid en 1814.

A un sabio francés americanista, miembro del Instituto y no menos entendido bibliógrafo que los dos chilenos citados, Mr. Ferdinand Denis, debí asimismo durante los cuatro años de mi residencia en París, innumerables datos sobre mi abuelo, cuyas obras proyectaba yo publicar entonces.

Este viejecito, muy erudito y versado en bibliografía y materia americana y que había estado en nuestro continente me mostró un tomo del «Mercurio Peruano» en cuya última hoja había escrito él una nota como indicando que uno de los artículos del volumen, que   —92→   venía anónimo era de la pluma de don Hipólito Unanue. Verbalmente me dijo Denis que esto y algunos datos biográficos lo sabía por un señor (don Vicente) amigo que fue del autor del «Clima de Lima».

En la citada nota manuscrita, además de lo referente al artículo, se leía que «Unanue fue un sujeto amable que vivió en la holgura y aun en la opulencia: que nunca usó del título de conde, aunque pudo haberlo hecho, y que dejó una fabricación de azúcar a uno de sus hijos que se había educado en Londres».

Este hijo, Germán Unanue educado realmente en Londres, no alcanzó a heredar a su padre, porque falleció en 1828 seis años antes que aquél y a poco de haber regresado de Europa.

La fabricación de azúcar era la Hacienda de San Juan de Arona, en el valle de Cañete, administrada por Unanue desde fines del siglo pasado y de la que tomó posesión en 1817 por compra en remate público. El nombre de la hacienda data de la repartición del valle entre colonos españoles a mediados del siglo XIV siendo Virrey el marqués de Cañete, que sustituyó su nombre al primitivo del valle que era el del Huarco; y aún hoy mismo una de las suertes de caña más antigua a la casa es llamada por tradición popular entre los jornaleros, la Arona. A fines del siglo pasado, uno de los últimos dueños del fundo don Juan Belzunce, lo hizo bautizar bajo la advocación de San Juan y de ahí la combinación del nombre hoy existente. El primer propietario español cuando la repartición se llamó Lorenzo de Arona.

El segundo invierno que pasaba yo en París corría tan desigual como todos esos climas: ya con cielo limpio y azul, un sol brillante, un piso seco y frío y recio capaz de apretar y helar el agua más destilada y sutil; ya con un cielo encapotado y una niebla tan densa, qué no se distinguían los objetos a veinte metros de distancia; un piso sumamente sucio y una humedad penetrante capaz de ablandar y disolver una piedra. De estas dos temperaturas diversas, la primera es cien veces preferible, porque la luz del sol alegra, prolonga el día; porque la sequedad y limpieza del piso incitan a andar, lo cual provechoso en todo tiempo, lo es mucho más en estos días en que se sacude admirablemente el frío que es intenso y se entra en una agradable   —93→   agitación, en un estado de suave calor, que unido al sutilísimo ambiente que se respira, contribuye a abrir un apetito maravilloso.

No pasa lo mismo en esos días pesados en que la lobreguez de la atmósfera y lo sucio de las calles retraen de andar e impelen (sobre todo si hay tendencias naturales que sólo esperan un pretexto) a la vida sedentaria, a la vida de aposento, sentado junto al fuego con un libro en la mano, o sumergido con profundo sopor o reverié. O bien a lo menos silenciosa, pero más bien abrigada aún de los Cafés, a causa de los caloríficos, de la concurrencia, de los fumadores y donde retirado en un rincón y sentado en un mueble sofá, se entrega uno a los profundos diálogos con un vaso de cerveza. En estos días además oscurece muy temprano, por no decir que es de noche todo el día.

El cambio de las estaciones como ya lo hemos observado, tiene en Europa un encanto y una influencia indefinibles. Cuando la primavera se insinúa parece materialmente que París resucita, que se levanta de un sepulcro sacudiendo el sudario de la nieve, y entonces se comprende de que no eran exagerados ni inverosímiles o puramente poéticos las descripciones que leímos en América, de poetas y novelistas europeos, y sobre las cuales se echan como galgos los nuestros, creyendo, que esa es la poesía cuando eso no es más que la verdad, y para nosotros lo falso; encajando aquí muy bien el célebre dicho le Platón «que la belleza no es sino el esplendor de la verdad».

Las impresiones invernales, primaverales, estivales y otoñales que saturan nuestros versos nacionales, no se deben a ninguna realidad, no han sido ni podrán ser jamás sentidos mientras no sobrevenga un cataclismo; no hay tal hogar, ni tal invierno cano, ni tales hojas que caen, ni menos salones que se abren y se cierran periódicamente, cuando ni siquiera se esteran o se desesteran como en Madrid. Aquí lo único cierto es: en invierno garúa o llovizna; en verano sol, polvo y zancudos. El otoño y la primavera no se conocen más que por el almanaque. Lo único verdaderamente cano es el verano, porque todo está blanquizco de puro polvo.

Baste decir que en los días del renacimiento de la naturaleza en París no se esperaban de mis labios esos versos del más lírico de los cantos de Espronceda:

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Gorjeaban los dulces ruiseñores
el bosque mansamente respondía
las fuentes murmuraban sus amores.



Los árboles de los Campos Elíseos y de los jardines de Luxemburgo, que ofrecen una imagen más triste y más visible del invierno, habiendo perdido hasta la última de sus hojas, conservan hasta la última de sus ramitas, lo que les da un aspecto muy extraño, como si dijéramos el campamento de un gigante Briareo después de haber clavado de punta en el suelo sus cien escobas o el de una colección de arterias, como poéticamente decía Vicuña Mackenna; los árboles esos al acercarse la primavera comienzan a enseñar una que otra hojita despuntando tímidamente aquí y allá y, poco a poco, se van cubriendo de frondosidad y el suelo de césped, hasta ostentar aquellos y éste un vasto, espeso y verde ropaje, que en los primeros es verde cabellera y manto en el segundo puesto que,


Comienza a producir yerbas y flores.
De diferentes formas y colores
los pájaros que cantan hacen recordar
los versos de Malfilatre y Saint Lambert:
Je ne vois plus l'oiseau dont j'econte le chant
y los árboles y el campo los de Horacio:
Diffugere nives, red de unt jam gramina campis
   Arboribusque comae



La explosión de frondosidad es precedida o más bien anunciada por una dichosa y fecunda erupción arbórea que no vacilo en calificar así como si se tratara de un accidente cutáneo, por lo que más tarde será larga verde y frondosa cabellera, principia por un brote general tan menudito que todo lo que se ve son puntos (las yemas) a manera de un salpullido copioso.

A principios de marzo en cuyo mes la primera (el 22) hay unos días terribles como de despedida del invierno. En ellos la naturaleza parece entregarse a una revolución desordenada agotándose en un solo día cuantos malos elementos tiene en sus fraguas: se levanta un gran viento, llueve, nieva, graniza, y todo casi en un tiempo en algunas ocasiones.

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Estos son los cuadros que fecundan la imaginación de los poetas y novelistas del Sena. De esas emociones nacen tal vez tantos cantos extraordinarios que en América nos llenan de admiración. Las negras nubes que empujadas por el viento acuden precipitadas y en montón de todos los puntos del horizonte y oscurecen súbito el día, el sol: que rasgándose nuevamente muestra sus cabellos de oro como empapados todavía en el rocío que acababa de sacudir; las últimas gotas de agua que una vez la tempestad pasada, caen con ruido lento y uniforme desprendidas de los tejados y de las copas de los árboles; la multitud gozosa y alborotada que en los primeros días de la primavera se derrama por las calles de la ciudad, el aspecto de desolación que presentan estas mismas en algunas de las primeras noches de invierno, cuando una nevazón copiosa y repentina las ha desfigurado y casi metamorfoseado; cuando embotado con la nieve el ruido de los pocos vehículos que las recorren hace casi total el silencio, y cuando el insólito ladrido de un perro, que se atreve a perturbar la civilización de París, viene a completar las apariencias de páramo que ya presentaba la ciudad; estos ruidos, estos espectáculos diversos de la naturaleza y del mundo, sin inspirarle nada precisamente en el momento hieren vivamente la imaginación del poeta que recibe, recoge, absorbe, deposita y fortifica en el seno de todos los sonidos devolviéndolos más tarde repercutidos, en un solo mágico y grandioso como que es el eco de todos los sonidos de la naturaleza, amalgamados con sus propios íntimos dolores.

Los verdaderos días de fiesta en París no son los populares de Año Nuevo y carnaval a pesar de su fama y su barullo; los verdaderos días de fiesta, de gozo, de entusiasmo, no son estos, ni están marcados en el almanaque ni designados por la autoridad ni nadie sabe cuándo llegarán porque estos días son: «Quand il fait beau».

A los que no han salido de Lima les parecerá admirable y aún exagerado que un cielo limpiecito y azul de un cabo a otro y un sol brillante, cosas bellas no hay duda, pero comunes y monótonas entre nosotros, pueden ejercer poderosa influencia en estos pueblos. Es, sin embargo cierto y muy cierto, y yo mismo que me preciaba de aficionado a los días oscuros y que me creía en mi elemento cuando nadaba en un piélago de nieblas, me sentía transformado a pesar mío en esos glorious days, verdaderos días gloriosos; y ágil y con tan   —96→   poca disposición a estar quieto, que cual si les hubieran dado cuerda a mis piernas me echaba yo también por las calles.

Gruesas y turbulentas oleadas de bípedos humanos rodaban al azar llevando estampada en la fisonomía la alegría y la expansión; una alegría espontánea, incontenible, del alma, donde había brotado a la sola influencia de un aire tibio y delicado, y al aspecto de una luz viva. ¡Qué reconocida es la humanidad a la buena temperatura!

Uno de los grandes encantos de París son los teatros. Las primeras funciones dramáticas a que asistí no tuvieron más mérito para mí ni más razón para atraerme, que el evocarme sus títulos recuerdos de mis primeros años. Eran la «Pata de Cabra» (Le pied de mouton) y la «Dama de Monsoreau» cuya novela había yo leído en mi niñez. Ambas piezas se representaban en el Ambigú cómico y en la Puerta de San Martín.

A estos teatros, particularmente al último, era adonde iban a parar las obras de Dumas padre; no las del hijo que ya merecían los honores del Gimnasio, en donde vi representarse el Demi Monde (la clase media) el hijo «natural» el «padre pródigo» y no sé cuáles otras. Entiendo que muy pocas palabras del padre de Las Colegialas de Saint Cyr entre ellas, y quizá ninguna del hijo en esa remota fecha, habían llegado al Teatro francés, que por su carácter, por su institución no admite sino piezas de un mérito depurado y que puedan llamarse clásicas. Es el teatro de la alta comedia y el mismo se llama La comedie française. Ese género no fue el de Dumas padre, y es el favorito de su hijo, que aún en el más lírico de sus dramas, «La dama de las Camelias», no ha hecho sino una alta comedia.

En el teatro francés y también el Odeón situado dentro del Barrio latino, al lado del Sena, y que viene a ser como el teatro clásico de los estudiantes, es donde se dan semanalmente o de dos en tres semanas las obras de Corneille, Racine, Molière y los más posteriores de Casimiro de Delavigne y Beaumarchais.

En esa culta capital siguen siendo contemporáneas los grandes dramáticos del siglo XVII. En Madrid para representar comedias de Calderón, de Pope, Rojas Zorrilla y aun de Moratín, hay que arrastrar al público a lazo. Y eso que las primeras han sido refundidas,   —97→   esto es, arregladas a la trivialidad moderna. El más conspicuo de estos refundidores o arregladores ha sido Ventura de la Vega.

En Lima... el día que don José Valero (o Leopoldo Burón) hizo la hombrada de poner en escena «La vida es sueño», el público creyó que soñaba, y a los más avisados les pareció una función de «Moros y Cristianos».

He allí la temperatura de tres civilizaciones.

El repertorio de Scribe, a quien por la ingeniosidad de sus tramas podríamos llamar el Calderón moderno, era el que de ordinario hacía el gasto del francés; y daban y repetían en su escena, sobretodo «El vaso de agua», «Bertrand y Ratón», etc. Este teatro es el primero de Francia, y sus actores se llamaban «Los comediantes del Emperador». Allí no va sino la gente del buen tono o que está por la literatura seria y de buen gusto.

Las personas frívolas y que sólo quieren reírse como ellas mismas dicen, asisten a otros muchos teatros de segundo orden diseminados por París, en los que se suelen representar piezas sin pies ni cabeza; así es que uno de ellos, el de Sans Variedades, acertó al título «Sans queue ni tet»2 una de sus revistas del año. Es a verdad que en estas piecesitas anuales no podría procederse sin extravagancias desde que se trata de encerrar personificados dentro del círculo de una representación, todos los sucesos del año políticos, literarios, etc.

Estos abortos están basados en el juego de palabras o calembourgs que es el alma de ellos y que divierte con la agradable sorpresa que produce. Así en la «Revista del Año» que hemos aludido, teníamos un «Miguel, el esclavo» drama de Bouchardy que había sido una de las novedades del año, «que era un esclavo de frente atrevida, de ojo atrevido, de nariz atrevida, y por último de boca atrevida, el de bouche hardie, que era en lo que consistía el calembourg.

Se parodiaba el paso de Blondin sobre el Niágara en una cuerda, acompañado de su mujer y debiendo detenerse en el medio a confeccionar una tortilla. Con este motivo se dice: «La femme est effrayée; l'homme l'esi aussi, l'omelette aussi» «la mujer está asustada, el hombre lo está también ¡la tortilla también»!»

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En otra pieza se decía que los chinos renunciaban a la guerra porque las guerras «font des dettes aux nations (font des detonations)» (traen deudas a las naciones -detonaciones).

Se dice que el idioma francés es el que más se presta a los calembourg; no es tanto el idioma cuanto la nación al decir Boileau:


Le française ne malin crea le vaudeville



Pudo mejor haber dicho: crea le calembourg. Aún el teatro clásico de Molière contiene algunos tan delicados como este: un personaje creo yo que en el Misántropo, a quién celebran el carruaje de su querida, hecho de madera de amaranto, (amaranthe) replica con sarcasmo: oui, a ma rente: (sí, con mi renta).

El español podría ser sí quisiera un semillero latente de calembourgs pero la gravedad española se opone en lo general; porque en lo particular ahí está Quevedo y toda la actual pléyade gacetillera de Madrid que no hace otra cosa que calemburear.

Fuera del teatro, ningún calembourg retruécano más feliz recuerdo que el que se atribuía nada menos que al rey Luis Felipe contra Lamartine. Este poeta era muy admirado y respetado en París mismo, de tal manera, que aún los catedráticos de la Sorbona al pronunciar incidentalmente su nombre en el transcurso de alguna lección parecían inclinarse involuntariamente. Se hablaba mucho asimismo de su vanidad: decían que se adoraba como un Narciso; y que esta presunción era la que había sugerido al algo grave monarca un calembourg, tan mordaz como lleno de naturalidad; llamaba al poeta, que era natural de Macon, «le vin de Macon»3, el vino de Macon es uno de los Burdeos más conocidos y estimados.

Los que buscan en el teatro impresiones terribles y quieren sacudir sus nervios, corren al Ambigú y a la Puerta de San Martín, en donde se menudean el veneno, la pistola, los síncopes y los duelos. Yo que de preferencia concurría al Francés, me creía en teatro de provincia cuando de tarde en tarde y por variar, asistía a algunos de esos en donde ni la concurrencia ni los actores son muy clásicos.

En la «Pata de Cabra» la tramoya y las decoraciones son excelentes; en «La dama de Monsereau» casi nada se había sacrificado   —99→   de la novela, salvo el bufón Chicot que es el que a la postre resalta ser la víctima, no el galán Bussy como en la novela.

En esos mismos días murió repentinamente, creo que de enfermedad al corazón y sin haber cumplido sesenta años, el célebre Scribe. Iba en coche a casa de su colaborador Maquet, y la muerte lo sorprendió en el trayecto con tal violencia, que no tuvo tiempo ni para tirar el cordón que correspondía al brazo del cochero.

De igual manera y por la misma época falleció otra celebridad, el naturalista Isidoro Geoffroy Saint Hilaire, cuyos cursos en el Jardín de Plantas había tenido el honor de seguir yo; pudiendo admirar su palabra didáctica, una de las más lúcidas y nítidas que espero oír de labios de un profesor.

Durante mi permanencia en la capital de Francia, conocí también a una celebridad española, que no lo sería sino muchos años más tarde: el ingeniero don José de Echegaray, que pasaba en comisión del gobierno español a estudiar los trabajos de perforación del Monte Crais. Le acompañaba su esposa Anita, su secretario don Manuel Pardo y Salvador, que fue quien me introdujo a su amistad, y un agregado, el joven cordobés don Luis Vasconi. Desde el primer momento me constituí en cicerone del interesante grupo. Por la tarde nos íbamos a comer al restaurante de Francia e Inglaterra, sino estoy trascordado, de que yo era entonces comensal y en donde se servía a precio fijo cuatro francos-cubiertos.

Ocupábamos una misma mesa. El faro luminoso de ella era la señora Anita. Ana en hebreo quiere decir gracia; y la señora de Echegaray, aunque nacida bajo el cielo de Galicia, se había sorbido, en efecto, «toda la sal de Jesús», recibiendo al nacer ese baño de hechizos que impregna a las andaluzas. Era de hermoso talante, de formas estatuarias, parecía una cariátide y hermanaba excepcionalmente la hermosura de las grandes diosas con los atractivos de las Gracias.

Sus ojos grandes, negros y rasgados, sonreían entornando los párpados con amorosa dulzura, su boca era un gracioso dibujo, de esas bocas que sonríen cerradas, y a su tez morena transpiraba fuego.

Pardo y Salvador era un ardiente sectario de Apolo, Vasconi no le iba a la zaga, yo, no se diga, toda la comida no era más que un   —100→   cambio de versos. Anita nos miraba con tácita benevolencia; don José manifestando estoica indiferencia, engullía en silencio, picando como, se dice, de cada plato.

El ingeniero en quien tan embrionaria y confusamente incubaba un futuro poeta dramático, podría tener entonces de veintiocho a treinta años. Era de mediana, quizá de pequeña estatura, ancho y cargado de espaldas, de cráneo calvo y reluciente, de piel amarilla y lustrosa como la de un malayo, de pómulos salientes, y de unos ojos cuya vista hincaba detrás de los espejuelos de oro.

Cuando nos afervorábamos demasiado en el cambio de versos, Echegaray levantaba la cabeza de su plato, nos hincaba con una de sus miradas como con la punta de un alfiler, y volvía a su abstracción con un gesto que parecía decir... ¡qué tontos!

En París no se siente la Semana Santa, como no se sienten otras muchas cosas, porque todo pasa casi desapercibido en el perpetuo torbellino de esa ciudad. El día domingo o de fiesta en general, ese sí que se siente muy bien, demasiado bien, a causa del exceso de gente que se encuentra en todas partes, y que es mayor cuando a lo feriado se une la bondad de la temperatura; y mucho mayor aún cuando el buen tiempo vuelve después de una larga ausencia; como sucede en marzo y principalmente en abril, en cuyos meses la emoción sentida por el cambio de temperatura es grande, y todo el mundo anda con cara de novedad.

La porción humana rueda por todas las calles en pelotones, como ya lo hemos visto más arriba, y París presenta el aspecto de una gran feria; y ya sea porque la buena estación atrae al centro de los placeres a los extranjeros y provincianos, ya porque transforma a los mismos parisienses, ello es que todas las caras parecen nuevas.

El cielo se mantiene limpio y azul de día y de noche, con sol y con luna, con fresco de día, con frescor de noche. Aun los amantes del invierno no podíamos permanecer indiferentes ante esta gloriosa revolución de la naturaleza y del hombre. Al ver el brillo, la lucidez, el movimiento, la animación que cada ser y objeto demuestra a su manera, después de haber yacido tanto tiempo muerto, inanimado, casi se figura uno que está asistiendo al espectáculo de una segunda creación. Como las hojas de los árboles y como el   —101→   césped del suelo, así parece brotar la gente de las calles en esos primeros días primaverales.

Durante estos dos años hice una excursión a Bruselas, otra a Cherburgo y dos a Londres a pasar allí los veranos. El viaje de ida a la capital de Bélgica lo verifiqué en doce horas por tren ordinario y a la vuelta por el expreso en seis. Bruselas, una bonita ciudad y poco ruidosa, y acaso sin la comparación inmediata, viniendo directamente de Lima, me habría parecido un pequeño París, como la suelen llamar; pero no siendo así y con la intolerancia absoluta que da la permanencia en París, Bruselas no podía producirme otro efecto en la primera ojeada al menos que el de una aldea.

Después de Londres y París nada me satisface por completo.

El rasgo sobresaliente de Bruselas para el que sólo la ve de paso, es el farró, cerveza pesada y espesa como el carácter local, y que se toma allí a todo pasto como la chicha en Arequipa

Sin dificultad ninguna me hice del mismo círculo que frecuentaban algunos peruanos allí residentes, que estaban muy bien vistos, dejándome complacido el tanto y las maneras de las familias que visité.

A Cherburgo no me llevaba ninguna mira militar relacionada con las fortificaciones célebres de su puerto, sino una curiosidad de circunstancias. En sus aguas se mecía flamante entonces como un lindo anacronismo, la trireme o galera romana que el emperador Napoleón acababa de hacer construir para tener una idea viva de las embarcaciones que Julio César cuya historia describía entonces S. M. I., verificó la primera invasión de las costas de Britania, en cuyo trono quedaba sentado ya su padre «El Conquistador».

Me hallaba pues al frente de dos recuerdos: el de la primera invasión y el de la última y definitiva, mediando entre ambas la bagatela de mil años. El recuerdo de la primera se había ofrecido a mis ojos con una vera efigie, el de la segunda con un simulacro.

El trayecto de París a Cherburgo es de doce horas por tren ordinario y de diez por el expreso. La ciudad tiene 40.000 almas. Me hospedé en el «Hotel de Francia», muy sucio y pobre, aunque pasaba por lo mejor de la villa. Tampoco revelaba mano de maestro una estatua ecuestre de Napoleón I que se veía por ahí.

Mi género de vida en Londres era muy diverso del de París:   —102→   vivíamos con una familia inglesa tan respetable como honorable, compuesta de un anciano matrimonio y dos hijos jóvenes, Will y Dick, siendo nuestras distantes señas Londidale Square, Barnsbury Park Islington número 26. Almorzábamos o más bien nos desayunábamos a las ocho de la mañana con los platos de ordenanza, «fried ham and eggs» (huevos y jamón fritos) y té. Comíamos a la una y media un abundante y excelente bistek o rosbif, que es lo mejor de Inglaterra, las carnes, porque lo demás se reduce a pasteles de masa cruda con fruta verde cocida dentro, y con nombres admirablemente onomatopéyicos «¡plum! ¡pudding!», esto es el ruido que debe producir una bala de 86 al caer arrastrando un cadáver al fondo del océano.

A las seis de la tarde tomábamos té, y a las nueve cenábamos jamón, ostras, y otro alimento tan liviano como éstos. En la noche, ya sea por lo lejos que estábamos del centro, ya porque el tiempo pasara agradablemente conversando con los ancianos dueños de la casa y su distinguida familia, ello es que no me acordaba de salir a la calle. La vida aquí es mucho menos risueña que en París; pero todo está compenetrado: en Londres vivíamos en familia, y entre conversación y lectura se nos van las noches insensiblemente, sin que tengamos necesidad ni aun nos acordemos de salir. El bienestar está allí de puertas adentro, en París de puertas afuera.

Los rasgos típicos del home inglés, del «parlour, drawing o dinningrooms» son la chimenea y el gatazo, a quien se llama Puzzy. Al amor de la lumbre y bajo el morro o ronquido del michi, el jefe de la casa se agarraba a conversar conmigo especialmente de literatura conociendo mi lado flaco; y acabó por obsequiarme con toda solemnidad una obra inglesa de dos tomos sacada de su propia biblioteca: las «cartas sobre el estudio de la historia» de Lord Bolingbroke. La señora Mrs. Seed, notando mis frecuentes observaciones y distracciones me solía lanzar este reproche; 'Always thinsleing'.

La ciudad de Londres es tan vasta, que más bien que una ciudad sola parece una provincia entera con su capital y sus pueblos y sus distritos, todo en una pieza. Con muy poca frecuencia se le ve la cara al sol y casi perennemente se vive envuelto en la niebla.

Mis regresos a París a fines de otoño solía realizarlos en una noche con una luna hermosísima, con el mar muy sosegado y casi sin mareo.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

De París a Estrasburgo.- Un empedrado curioso y aplicable a Lima.- El reloj de Estrasburgo.- Un libro barato.- Francfort, Hanover.- Inauguración de la estatua de un rey.- Escote femenino.- Hamburgo.- La Bolsa.- El Alster.- Un recuerdo de las mil y una noches.- Un pariente de Fernán Caballero.- Berlín.- Sus monumentos.- El Museo.- El maíz.- Leipzig.- Su feria.- Desengaños bibliográficos


El 19 de setiembre de 1861 y a la hora del medio día, salí de París con dirección a Alemania.

Prima noche era por decirlo cuando llegaba yo a Estrasburgo, hospedándome en el hotel de la «Ville de París», que me pareció bastante bueno.

La ciudad es muy aseada y bonita, y recorriendo sus calles al siguiente día tuve ocasión de ver un nuevo sistema de empedrado, muy sencillo y cómodo, y muy aplicable a Lima.

Una serie de picapedreros, sentados en banquitos portátiles y armados de un martillo, iban descabezando por sus dos puntas y de un solo martillazo, las innumerables piedras de empedrar que cubrían el suelo, y que eran las mismas que nosotros usamos; piedras de río, que nosotros usamos; llamadas por los franceses galets.

Estos adoquines rudos se entierran en el suelo, que presenta entonces una superficie mucho menos puntiaguda que la del el empedrado corriente de Lima y de algunas poblaciones de España, y un poco más escabrosa que la del verdadero adoquín.

La cara o superficie de una calle así adoquinada recuerda la cara o superficie de un turrón de almendras. Este sistema de empedrado, aun no conocido entonces en Lima, se ha propagado después con regular éxito en varias de nuestras calles.

  —104→  

Visto el exterior de la ciudad, me encaminé a su catedral, cuyo monumental y simbólico reloj es una de las curiosidades el mundo, y cuya descripción es la siguiente: es un aparato inmenso, emblemático y casi alambicado; y aunque la esfera es del tamaño y apariencia de cualquier otra de las comunes, el reloj completo se extiende hasta el techo, merced a las innumerables figuras alegóricas de que está decorado.

Prescindiendo del simbolismo astronómico, describamos solamente el que podemos llamar filosófico. Inmediatamente debajo de la esfera hay un pequeño semicírculo volado a manera de balconcillo, su dos aberturas en sus extremidades, que figuran como la entrada y salida de una lóbrega caverna o cueva.

Por ellas deben entrar y salir desfilando lentamente siete carros, conducido el uno por la Luna, cuyo nombre se lee en la parte superior de la rueda, así como en la inferior, el del día que esta Divinidad preside, que es el Lunes: Marte con su Martes al pie, y Mercurio con su Miércoles, conducen el segundo tercero, etc.

Cada uno de estos carros va desapareciendo insensiblemente de la vista conforme declina el día, hasta que con la noche se pierde enteramente; y es reemplazado por el carro que le sigue, anuncio del nuevo día.

A un lado del semicírculo hay sentado un angelito que da sobre un timbal cuatro golpes de alerta cuando la hora se colma, y al otro, otra figura que corresponde mudamente volteando una ampolleta que tiene en la mano.

Sigue otro semicírculo superior o de segundo piso, en el cual la Muerte, puesta de pie en el centro, golpea en un címbalo que tiene inmediato la hora que se ha cumplido, tan pronto como el angelito mencionado más arriba, da los golpes de prevención. Varias figuras alegóricas desfilan por delante de la Muerte.

En la semigalería del tercer piso, que es la última, preside en pie Jesucristo, que va bendiciendo a cada uno de los doce apóstoles que pasan delante de él haciéndole una reverencia.

En la parte más alta y a un lado de toda esta gran máquina hay un gallo que canta y aletea tres veces al golpe de las doce, que es la mejor hora para ver y admirar las curiosidades de este reloj, porque en ella todo funciona; y como los circunstantes, que son numerosos,   —105→   guardan un profundo silencio para que nada se les escape, y tienen la vista clavada en el aparato central que es donde ha de dar la hora, la figura de la Muerte adquiere cierta solemnidad, se anima por decirlo así, parece que tiene conciencia de lo que hace, y el ánimo se espanta.

Antes de dejar Estrasburgo fui a echar un vistazo por los puestos de libros viejos, preciosa costumbre que había adquirido en París, visitando casi cotidianamente las librerías ambulantes de los Quais o malecones del Sena; y tuve la suerte de comprar con ocho centavos la célebre Historia de Chile del abate Molina, traducida al inglés con muchas notas, y publicada en 1808 en dos tomos. El ejemplar estaba usado pero no malo; y por la misma obra en un solo tomo me habían pedido en Londres seis chelines.

El puesto en que hice esa adquisición, se hallaba situado en el suelo, en plena calle.

Salí de Estrasburgo a poco más de la una, y a eso de las diez de la noche llegué a Francfort, bonita ciudad donde no hice más que pernoctar. Un día más de viaje ferrocarrilero me condujo a Hanover, población que encontré entregada al regocijo, y con sus calles engalanadas de cintas y guirnaldas. Se festejaba el natalicio de un rey, y se inauguraba la estatua del rey su padre, Ernesto Augusto, muerto en 1851.

Las hannoverianas que encontré al paso iban todas escoltadas, aun las de aire más puro y honesto, luciendo los rollizos brazos y el magnífico seno y dando a toda la fiesta un aire de frescura y de lozanía, que están muy lejos de tener las nuestras.

No muchas horas de Hanover está Harburg, adonde llegamos por la noche. Allí tomamos un ómnibus, o más bien entrarnos en el primero que encontramos; el cual, ya andando sobre sus ruedas, y dentro de un bote, que con pasajeros, caballos y todo lo hacía vadear algunos brazos del Elba, nos condujo a Hamburgo en cosa de hora y media.

La noche era de luna y el paseo fue de los más románticos. En Hamburgo, lugar aparente para cuartel general, determiné tomar algún reposo en la gran Steeplechase que venía dando desde París. Allí hospedado a orillas del Alster, que en unión del Elba baña esa ciudad disfruté de algunas horas tranquilas.

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En esas preciosas orillas están situados casi todos los hoteles de Hamburgo; y aún cuando así no fuera, sería cosa de ir a acampar en ellas, por la deliciosa vista que se goza desde esas márgenes, en las que no hay temor de tercianas.

Es como un gran lago rodeado de árboles y edificios, y surcado a cada paso por diferentes vaporcitos y en cuya superficie dibuja la luna una ancha estela en las noches claras.

Lo más notable de Hamburgo es el edificio de la Bolsa. Allí acuden entre doce y dos de la tarde todos los comerciantes de la ciudad, y se reúnen en la gran sala destinada a este objeto.

Los ociosos y curiosos se pasean por las galerías altas que la circundan, y desde las cuales sólo se perciben cabezas humanas mas ni un solo palmo de suelo; de tal modo está invadida y llena la sala.

El murmullo que sube es un zumbido confuso en el que no se distingue nada que recuerde la voz humana; así es que si un individuo fuera llevado hasta aquel sitio con los ojos vendados, creería, o que se hallaba a orillas de un río caudaloso o en la inmediación del mar, porque el ruido que sube es


Confuso, atronador, sordo, estridente;
como aquel que se siente
del mar en las orillas
al recular sus olas arrastrando
guijarros y menudas piedrecillas.



Otra de las curiosidades de Hamburgo, diametralmente opuesta a la que precede, es el barrio o más bien barrios de las mujeres públicas. Si la idea de separar a estas criaturas perniciosas y repugnantes del vecindario común, y confinarlas a calles especiales no acreditara perentoriamente fines de alta policía y moralidad, la primera ocurrencia del viajero sería calificarla de cómica; porque es cómico y muy cómico el cuadro que presentan esas furias amotinadas o poco menos, día y noche en un solo barrio.

Al atravesar una de esas calles, por el centro de la vía y no por la acera para no ser comido por una de las muchachas zarpas que salen de las ventanas, oyendo un guirigay endemoniado, cree el transeúnte recorrer las calles de una Ménagerie o Jardín de Fieras, o casa de locos; o que trepa aquella montaña de las Mil y una Noches,   —107→   a cuya cima no se podía llegar sino permaneciendo insensible a las vociferaciones y provocaciones de las piedras del camino, hombres en un tiempo y petrificados allí por no haber salido airosos de la prueba, por haber vuelto la cabeza a las constantes insinuaciones.

Muchas veces pasé por la calle de Dammthorwall, que así se llama, y por la contigua al teatro, cuyo nombre no recuerdo en este instante; y puedo asegurar a UU. que no fui convertido en piedra, como aquel héroe del cuento a que he aludido, que llegó incólume a la cima no obstante los mil obstáculos del camino.

De igual peligro debía triunfar más tarde en los vericuetos o callejas del Cairo, oyendo salir Favoriscas desesperadas de las celosías árabes.

Favorisca que en italiano quiere decir haga usted el favor de pasar adelante, es la única palabra europea que saben decir las mujeres públicas del Cairo, y es su palabra favorita.

Tuve el gusto de conocer en Hamburgo a un simpático joven alemán, el señor Böhl, pariente de uno de igual apellido que era jefe de una de las principales casas comerciales de Lima. Este joven me dijo que era primo de la célebre escritora española Fernán Caballero y en efecto todo el mundo sabe que bajo este seudónimo masculino se ocultó la señora doña Cecilia Böhl, que fue hija de alemán y descendiente nada menos que del ilustre erudito filohispano o hispanófilo, Böhl de Faber, muy dado a las letras españolas, a las que ambos han prestado servicios. Del primero queda una Floresta de Rimas Españolas que se puede ver en las librerías de Lima.

La próxima feria de libros de Leipzig me traía inquieto: ya creía llegar tarde. En mis sueños bibliográficos de París había soñado más de una vez con el gran mercado de libros curiosos y baratos que parecía ofrecer Leipzig.


Otras veces en Mantua me veía
cabe el pie de la estatua Virgiliana.



Ardía pues por ver estas dos pequeñas poblaciones, alemana la una, italiana la otra, y sin más importancia ambas para que la que dan a la primera sus libros y a la segunda el Mantua me genuit de Virgilio; para acelerar mi viaje no tardé en salir vía de Berlín.

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El viaje duró unas doce horas escasas, pues habiendo partido de Hamburgo a las ocho de la noche, llegué a la capital de Prusia el día siguiente al amanecer.

Lo primero que salió a mi encuentro fueron graciosos grupos de acacias o robíneas, con su copa redonda y arrepollada como las faldas de una muchacha talludita, como el cuerpo de una pollita o perdiz.

El maíz, la indica zara, parece también tener gran importancia por estas regiones, y con singular gusto mío no había cesado de ver maizales más o menos dilatados desde que salí de Estrasburgo.

Lo que es aquí, los tallos no son ya endebles raquíticos, sino gigantes y dignos de competir con los nuestros.

Parece que en Berlín se tiene en mucho honor a esta planta, pues no sólo la he visto adornar la entrada del antiguo Museo, en un pequeño plantel al lado de otros arbustos europeos; sino que también figura la mazorca en los grupos de frutas entalladas o bodegones que en Berlín, como en todas partes, adornan los comedores.

En esta ciudad parece reinar un gusto decidido por la arquitectura, casas, hoteles, vulgares establecimientos, todo huele a monumento; y al edificio más insignificante se le echan fachadas de templos y palacios y sobre estas fachadas se colocan estatuas más o menos bellas. Y cuando en ciertas calles anchas y largas ve uno un monumento terciado, allá otro de frente, más allá otro presentando la espalda o testa, cree el viajero hallarse no ya en una ciudad, sino en un vasto teatro donde hubiera concurrido a una entrevista o competencia general o concurso, todos los monumentos del mundo. ¿Hasta qué hora no llego a la ciudad de los hombres? es la pregunta que se hace el viajero.

Igual pregunta se hace uno en ciertas poblaciones de España, de Italia y de la misma Alemania; con la diferencia que si al recorrer sus lóbregas y malsanas callejas se pregunta el viajero ¿dónde está la ciudad de los hombres? no es porque crea hallarse en el lado de los monumentos sino muy por el contrario, porque cree hallarse en... la pocilga de los marranos.

Los almacenes de tabaco o cigarrillos, estancos, como dicen los españoles, están aquí en su apogeo, y parecen templos o lugares regios. Bien se conoce que hemos llegado al clásico país de la pipa.   —109→   El delicioso tabaco turco, esas hebras rubias y delgadas como los cabellitos de ángel, de que tanto uso debía hacer más tarde en Constantinopla, comienza a aparecer aquí y tiene mucho expendio.

La calle principal se llama Unter den Linden, que literalmente quiere decir «bajo de los tilos» (ojo a los limeños que tanto se horripilan apenas se trataba de plantar media docena de árboles en algunas de nuestras plazuelas).

La ciudad de Berlín cuenta cerca de 1.500.000 habitantes, y su importancia data desde el reinado de Federico I que murió en 1718.

El Museo antiguo construido en 1828 es vasto y monumental, ¡cómo no lo sería en donde hasta los hoteles lo son! Hacer su descripción y la de los tesoros que contiene, me quitaría mucho tiempo y fatigaría a mis lectores. Solo diré, que si la Galería de pinturas, por ejemplo, es menos rica que la de Dresden y de Munich, la Galería egipcia, compuesta de cinco o seis salas, es la colección más valiosa de Europa, y ha sido clasificada y enriquecida por el célebre egiptógrafo alemán, Lepsius, autor entre otras obras, de unas «Cartas de Egipto», etc.

Recorriendo esta galería se penetra en lo más íntimo de la vida egipcia de ese pueblo, acaso el más interesante de la antigüedad, sin excluir Grecia y Roma. Para un peruano, al menos dudo que haya otra parte del mundo clásico más digna de amor.

La analogía de su suelo y de su clima con el nuestro, la de los jeroglíficos con el antiguo sistema de escritura de los peruanos y mexicanos, la de sus momias con la de nuestras huacas, la de sus monumentales construcciones y forma de Gobierno con las incaicas o de los Incas, todo debe hacer que miremos ese país y cuanto con el se relacione, con un cariño entrañable; con el amor que se mira a los mayores y al único eslabón por el cual podemos engarzar nosotros también, en la gran cadena de la civilización clásica.

Grandes estatuas de reyes, sarcófagos, momias de hombres y de animales; armas, vestidos, piedras de sacrificio, inscripciones, rollos de papiros escritos, utensilios, momias de animales sagrados, de gatos, de pescados, de célebres pájaros acuátiles o garzas, llamados Ibis, (que más tarde había yo de ver desenterrar de la arena a los beduinos con sólo introducir un poco el brazo), todos se encuentra reunido con profusión y sabiduría en esa parte del museo.

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El que haya visitado éste y el British Museum de Londres, casi, casi no necesita visitar el Oriente.

En sus frescas y bien ventiladas salas paseará por la Asiria, verá Menfis, Tebas y Lúxor, Babilonia y Nínive; Palmira y Balbek; Efeso, Atenas y Egina, sin insolaciones, sin tabardillos, sin fatigas de cuerpo y de espíritu, sin gastos y con mucho más orden.

Yo que tuve la felicidad y la precaución de estudiar estos dos Museos, y en seguida los de Roma y Nápoles, y por último las ruinas vivas por decirlo así de Pompeya, puedo decir que cuando finalmente me encontré en Oriente, ya me había orientado con creces.

La obra del doctor Lepsius, de que he hablado, está traducida al inglés bajo el siguiente título: Letters from Egypt, Ethiopia and the Peninsula of Sinai, by doctor Rich. Lepsius. Translated by Leonora and Joanna B. Horner, London: Bohn,1858.

La carta 36 está dirigida al Director General del Real Museo Prusiano, y lo instruye cómo ha de construir y decorar las salas egipcias, y cómo ha de colocar y distribuir las antigüedades.

La obra contiene además mapas, láminas iluminadas y uno que otro jeroglífico de las pirámides de Gizeh.

El 29 de setiembre de 1861 salí de Berlín para Leipzig, a gozar de una de sus dos ferias anuales, que en esta ocasión era la de San Miguel. Hice el viaje entre ocho y doce de la noche, apeándome en el hotel Stadt-Rom (Ciudad de Roma). El cuarto que me tocó fue un mezquino chiribitil, y mi cama un sofacito corto y angosto, en el cual ya acostado, parecía yo un gran pavo servido en un plato pequeño; es decir que rebosaba y me derramaba por todos lados.

Para mayor regalía, un enorme péndulo o reloj de péndulo, sin caja, en esqueleto, pendía sobre mi cabeza con todas sus pesas, cuerdas y completo aparato. El seco y enfadoso tictac no me dejaba conciliar el sueño; hasta que después de mil vueltas y revueltas en mi estrecho sofá se me ocurrió lo más natural, que fue estirar el brazo, coger la péndola y detenerla.

Con esto todo quedó en el mayor silencio, y yo me dormí arrullado con la grata perspectiva de cerros, montes y valles de libros que debían llenar las calles al día siguiente, y por los que yo discurría poniendo paz, como si se verificara allí la Battle of the Brooks cantada por el humorista Dean Swift.

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Amaneció y anocheció el día siguiente, y ¡oh dolor! después de haber corrido todo el día en todo sentido por la ciudad en busca de maravillas y tesoros bibliográficos, nada de extraordinario había descubierto.

En casa del herrero asador de palo, dice el refrán, y Leipzig, el gran centro de la librería alemana, no quería ser excepción a esta regia. Si cada uno habla de la feria como le va en ella, ¿qué diré yo de la de Leipzig?

Dicha feria dura como cuatro semanas; una de las últimas es la de los libros; yo había llegado en la de los paños; ¡vean ustedes si tendría tela de qué cortar para maldecir! En la «Revue de l'Instruction publique» había leído en París, meses antes, una lisonjera descripción de Leipzig y sus importantes ferias; y desde entonces databa mi alboroto de bibliómano con esta ciudad.

Pero la tal feria, lo repito, nada de interesante tenía a mis ojos bajo el punto de vista bibliográfico.

Por lo demás, las calles presentaban el aspecto de los Boulevares de París en los días de año nuevo, o de la plaza de Lima en noche buena, aunque mucho más grande: baste decir que circulaban por ellas judíos, polacos, armenios, persas, griegos, turcos, atraídos desde el remoto Oriente por el incentivo de la feria.

Leipzig es una bonita y limpia ciudad de unos ochenta mil habitantes, y con algunos edificios notables, entre ellos el Rathaus o Ayuntamiento en la plaza del mercado; el magnífico Augusteum o Universidad situado en la plaza llamada Augusta, un Museo, etc.

Las tabernas de Leipzig, como todas las de Alemania, son poco menos que subterráneas; se entra o se desciende a ellas por una escalera que da a la acera pública, y se halla uno en unos cuartos bajos, oscuros, llenos de humo y de vapores.

Una de ellas, la fronteriza al Rathaus, es notable por las deterioradas pinturas al fresco de sus muros, que representan nada menos que escenas de la vida del célebre Fausto; y no como quiera del de Goethe, que esto nada tendría de curioso, sino del Fausto de la tradición, encontrándose allí esos frescos desde el siglo XVI.

Las librerías, ya que este era mi tema, como tiene que serlo el de todo el que visite Leipzig, llegan nada menos que a ciento cincuenta, siendo la más grande y la de más nombre la de Brockhaus.

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Para obtener en Lima esta prodigiosa cifra, sería menester echarse a contar boticas o peluquerías, es decir «la farmacia» del cuerpo o la del tocador, que en cuanto a la del alma, como llamaba un sabio a su biblioteca, esa poco o nada nos importa por acá.

He aquí ahora la pobre y vergonzosa lista de mis curiosidades bibliográficas de Leipzig: Bibliotheque Americaine; catalogue raisonne d'une collection des livres precieux sur l'Amérique, parus depuis sa découver te jusqu'à l'an 1700. Rédigé par Paul Trommel, Leipzig, Brockhaus, l86l.

Un Glossaire des mots espagnols et portugais dervés de l'ara be par le Dr. W. H. Engelmann, publicado en Leide, 1861, y del que posteriormente se ha hecho una edición aumentada al doble.

Y finalmente un guía ilustrado del viajero en Leipzig. Lo único curioso de este libro, era que estaba en alemán y en caracteres góticos, y yo por entonces, no conocía mucho de esta preciosa lengua, pero en mi rabioso despecho deseaba a todo trance sacar alguna curiosidad bibliográfica de Leipzig, y creí conseguirlo plenamente con la compra de semejante libro.



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ArribaAbajoCapítulo IX

De Leipzig a Praga.- Dresde visto desde el tren.- Budenbach.- Ingenuidad inglesa.- Praga.- Anchura de sus calles.- El puente de Carlos.- Fervor religioso.- Brun.- La prisión de Silvio Pellico.- El valle de Adán


Aún no hacía tres horas que había salido de Leipzig (era el medio día del dos de octubre de 1861) cuando el tren, que por corta providencia debía llevarme hasta la capital de Bohemia, o sea hasta Praga... «¿fracasó? ¿precipitose?» me preguntarán ustedes temblando ya por mi preciosa existencia y preparándose a saborear una emocioncilla a costa de mi pellejo.

Ni uno ni otro. Detúvose pacíficamente como una acémila cualquiera al frente de Dresde, que para mí fue desde, porque sólo desde la estación del tren vi esa linda ciudad, acariciada por el Elba y orgullosa de su célebre galería de pinturas.

Intenté almorzar en el buffet de la estación; pero de estas intentonas o intenciones están llenas las valijas y los viajeros; y viendo que el tren amenazaba dejarme corrí al mostrador, pertrecheme de un par de panes embutidos de jamón y de un vaso de cerveza, que pagué, vaso y todo, y volé a mi nuevo coche, porque habíamos cambiado de tren.

Cerrose o cerraron la portezuela, partimos y me preparé a despachar mi almuerzo, solo, enteramente solo, en el coche.

Esta situación feliz es tan rara para un pobre viajero solitario, que en mi regocijo habría acariciado el coche, si un coche no fuera lo menos acariciable.

Dura es la condición de un viajero solitario. Jamás se tiene en cuenta para nada el insignificante número uno. El camarote del vapor, el cuarto de la fonda, la mesa del restaurant, los asientos del coche, todo está calculado cuando menos para dos, con dos camas,   —114→   con dos cubiertos y con dos asientos; y hay que aguantar, velis nolis, la compañía de un desconocido para la emparejadura, a menos que no se quiera pagar por dos.

¡Cuántos malos ratos he pasado por no poder duplicarme o duplicar mis entradas! ¡cuántas veces he tenido que comer con un comensal más odioso para mí que el Convidado de Piedra! Felizmente los pocos años son una fuente inagotable y fecunda de que se extraen fuerzas aun para los trances más duros, y en la que hay recursos para todo.

Aun no existía en mí sino en germen, don Crispulo Mor-Diente, a pesar de que ya había cantado los Días Turbios, y, lo que es más extraño, bajo el privilegiado cielo de Sevilla y a los 20 años.

Almorcé, poco menos que sobre el pulgar como dicen los franceses, remojé con cerveza lo almorzado, lancé el jarro por la ventanilla y me di a cantar; pasatiempo a que tuve que renunciar pronto, porque, aun cuando sea cierto que quien canta sus males espanta, cuando yo canto, a mí propio me espanto, porque es tal mi voz, que puedo decir con Villergas


Canta tan bien mi moza,
que cuando canta
los ángeles a oírla
del cielo bajan;
como yo cante,
se irán a los infiernos
por no escucharme.



Sólo cuatro cosas he envidiado en esta vida; saber cantar con entonación, silbar con habilidad, dibujar una caricatura y pintar un paisaje.

¡Qué bien me habría venido lo último en el trayecto de Dresde a Praga! ¡Qué sitios tan pintorescos y caprichosos! ¡Qué perspectivas tan dignas de ser copiadas por el pincel!

El Elba, abriéndose paso sinuosamente por las dilatadas campiñas, era en gran parte el autor de estos encantos; Deus nobis haec otia fecit, podrían decir sus agradecidas márgenes divinizando al río.

  —115→  

¡Con qué pena recordaba entonces la grotesca felicidad del chacarero peruano! Figúrese usted (me decía a mí mismo: esto de hablar así, como si fuera con otro, es costumbre que adquiere el viajero solitario). Figúrese usted una pampa de tierra, un laberinto de tapias, también de tierra, un jinete empolvado hasta las pestañas y embozado en una enorme bufanda de lana, que a manera de collarón, lo resguarda del sol; con una cara desollada por sesenta erisipelas al hilo; sobre una bestia que lo soporta impasible, aunque izando con frecuencia la cola para librarse de los tábanos que la pican, y por término del cuadro, media docena de escuálidos hijos de Confucio trabajando alrededor suyo y meditando qué día le quitarían la vida al patalón. Aquí es de deplorar el no saber dibujar caricaturas, pues podría hacerse un croquis bajo este lema: «Felicidad del rustiquear peruano».

A las tres de la tarde llegamos a Budenbach, frontera de Bohemia y límite de la Suiza Sajona que dejábamos atrás.

Nos detuvimos una hora, nos registraron el equipaje, y cambiamos de tren. Un inglés andaba desolado de empleado en empleado solicitando que no se exigiera el boleto a su compañero, pues lo había perdido sin saber cómo; pero era seguro que había pagado su pasaje hasta Praga.

Después de hablar inútilmente en mal francés al empleado, que también chapurreaba este idioma, no hubo más remedio que tomar nuevo pasaje.

Pero he aquí que verificado esto, y emprendido la marcha el tren, saca nuevamente el inglés su candorosa cabeza por la ventanilla, y dando voces inútiles al conductor le decía:

«Eh! Mosié ecoté, moá Il á trové son premier billet dans son poche».

Llegamos a Praga (en bohemio Praha) a las ocho de la noche, y después de haber cenado solitario en el hotel Inglaterra, me eché a vagabundear por esas calles a la buena de Dios, aunque con la mira de hallar el famoso Carlsbrucke o puente de Carlos, una de las curiosidades del lugar, y al que llegué después de muchísimas vueltas.

El puente de Carlos es un tesoro de recuerdos históricos y tradicionales. Consta de 16 arcos y fue concluido en 1502. Un bohemio con quien me había hecho amigo pocas calles antes, y con el   —116→   cual me entendía, medio por señas, medio en alemán, medio en francés, se encargaba de hacerme la descripción de las estatuas, grupos e inscripciones que ornan el puente y que yo no veía bien por no permitirlo la hora.

Entre los grupos figuran San Ignacio, San Francisco Javier, San Norberto, etc.

San Juan Nepomuceno, patrón de la Bohemia, tiene su estatua en bronce, y no lejos vese una lápida de mármol que designa el sitio en que el santo fue arrojado al río por orden del emperador Wenceslao, por no haber querido revelar la confesión de la reina. El cuerpo, se mantuvo a flote algún tiempo rodeada su cabeza de cinco brillantes estrellas...

-Pero, ¿no es usted cristiano? -me preguntó mi improvisado cicerone notando la distracción con que le oía.

-Sí -le repliqué; ¡pero hace tanto tiempo que leí el Año Cristiano!

Todos los años, el 16 de mayo que es el día del santo patrón, concurren al Carlsbrucke millares de peregrinos bohemios, moravos, húngaros, etc.

También ha sido teatro de sangrientas batallas este puente, como si la historia quisiera disputar a la tradición el honor de enaltecerlo. Allí fueron rechazados los prusianos en 1744, y allí alzaron las principales barricadas los estudiantes en la insurrección de 1818.

Las calles que atravesé eran las más largas, anchas y rectas que había visto en Europa; por lo que parecían mayores el silencio y la soledad que reinaban en ellas. Al acercarme al puente el silencio era tan formidable, que nuestros pasos producían eco, siendo el buen bohemio y yo, los únicos desvelados transeúntes por allí a tales horas.

No podré decir más acerca de esta obra ingente, ni de Praga en general, porque solo permanecí una noche.

En una de las calles que atravesé al regresar a mi posada, vi un altar colocado en plena calle, no arrimado a la pared siquiera, como se puede ver en Lima en ciertas procesiones, sino en esqueleto.

Estaba alumbrado con muchos vasitos de colores y custodiado por un centinela cuya garita se veía al lado: lo que me hizo comprender que era un monumento estable, y no puesto allí excepcionalmente   —117→   con motivo de alguna fiesta, que fue lo primero que supe al divisarlo.

¿O sería la columna de la Virgen de que hablaban algunos de mis libros, mandada erigir por el emperador Fernando III después del sitio de la ciudad por los suecos?

Delante del altar había algunos fieles orando, con cuyo cuadro se completó el gozo que venía sintiendo yo después de que entré en Bohemia, en donde las grandes cruces y crucifijos que abren sus brazos en medio de todos los caminos y campiñas ya al raso, ya bajo de un árbol, refocilan el alma inspirándole ideas de recogimiento y suscitando en ellas esas tradiciones infantiles que se adormecen en la vida artificiosa de las grandes ciudades; y a cuyas tradiciones somos más sensibles los que hemos nacido en América y estado en España donde las costumbres religiosas se sostienen todavía a pesar de la civilización que tiende a atenuarlas.

Dos años había vivido en París, sin que ni en él ni en sus inmediaciones viera nunca semejantes cuadros, ni aun en las iglesias, que si bajo el punto de vista arquitectónico son monumentales, no se hallan impregnadas de la embriaguez mística de las nuestras.

No se comprende en ellas el éxtasis; y su desmantelamiento y frialdad tienen algo de la Bolsa y de las Cámaras Legislativas.

Es decir, que en ellas al ir a orar no se diferencia mucho de del ir a perorar o a una transacción bursátil.

Los arrabales de Viena presentaban igualmente dispersos santos colocados en nichos en la pared o en columnitas ad hoc.

Praga situada sobre el Moldau y con 150.000 habitantes es célebre en el mundo, a más de la historia, por su rica cristalería de Bohemia. De allí salen esos vasos, copas y pomitos de esencias para el seno; ya de color sanguíneo, ya de color caña, y ornados de paisajes de un blanco mate en que aparecen grabados en primer término los seres animales y vegetales del mundo alpino, como son la gamuza y el alerce.

Los vasos, particularmente, de forma ochavada y muy lindos, se venden a precios bastantes bajos.

Durante todo el día después de mi salida de Praga (de donde allí a las 9 de la mañana) estuve disfrutando de perspectivas tan bellas   —118→   como las del día anterior, gracias al curso tortuoso que se abre el Elba por una serie de montañas.

Poco antes de Brunn, ciudad de 50.000 almas, segunda capital de la Moravia, célebre por sus grandes manufacturas, telas y cueros, y estación principal entre Praga y Viena, se encuentra la estación de Adamsthal, Valle de Adán, llamada así tal vez por exceder en belleza esa comarca, a las que se han dejado atrás, que sin embargo pueden rivalizar con ella.

Desde la estación de Brunn se divisan las altas y humeantes chimeneas de esa especie de Manchester, y el oeste sobre un montecillo el Spielberg, está situada la ciudadela de igual nombre, prisión de estado un tiempo, e inmortalizada por Le mie Prigione del conde Silvio Pellico que estuvo encerrado en ella desde 1822 hasta 1830, en cuyo largo cautiverio escribió su obra: Brunn es patria del célebre violinista Ernst (1814-65).

A las ocho de la noche entré a Viena.



  —119→  

ArribaAbajoCapítulo X

Viena.- El Danubio.- Palabra de Tácito.- Calles.- Ruido asordante.- Tiendas.- Maravillas del ámbar.- Princesa de la hermosura.- Orejas horadadas.- Profusión de anillos.- Lenguas.- La Biblioteca.- Pesth, capital de Hungría.- Algo de aldea.- Hermosura célebre de sus mujeres.- El húngaro


Viena, capital del imperio de Austria, ciudad de un millón de habitantes (incluyendo los arrabales) está situada sobre el canal del Danubio, brazo sur de este río que, molli et clementer, edito montis Abnsbae (montaña del nemus martianus, hoy la selva negra a espaldas de Baden-Baden) jugo effusus, pluxes populos adit, donec in Ponticum mare, hoy Mar Negro, sex meatibus erumpit: septimum enim os paludibus hauritur (Tácito, De Mor. Ger. I.).

Como se ve, el curso de este histórico río es glorioso, y después de atravesar tantas regiones, va a precipitarse al Mar Negro por seis bocas, perdiéndose la séptima en los pantanos que la absorben, esto es, en el Palus Meotis, hoy mar de Azof, al norte del Mar Negro.

La descripción de la Geografía moderna no discrepa mucho de ésta de Tácito, siendo la mayor discrepancia reducir las bocas a cinco. ¡Quién pudiera reducir a ninguna las de ciertos habladores!

Al este de la ciudad, el Danubio recibe el tributo del riachuelo Wien, que es el que ha dado nombre a la ciudad (en alemán Wien).

Al entrar a Viena vi que era lo primero que hallaba, desde mi salida de París, digno de competir con él; a pesar de lo cual las calles comerciales ante todo, están poco menos que solitarias desde las diez de la noche.

De día ya sea por su estrechez, ya que por su empedrado es más tosco y saliente que los que llevo vistos, ello es que un solo e   —120→   insignificante carruaje mete más ruido que diez o doce en París o Londres y alborota toda la calle.

Otro de sus graves inconvenientes es que las aceras están al mismo nivel del empedrado, sin diferenciarse de éste más que por la diferente colocación de las piedras, por lo que con mayor facilidad pueden deslizarse el cuadrúpedo y el carruaje en el dominio del pedestre y atropellarlo.

Las tiendas y almacenes de las calles centrales están atestadas de objetos de ámbar y espuma de mar, y es por consiguiente demás decir que por todas partes se ven ricas colecciones de pipas, del deslumbrante amarillo caña peculiar al ámbar, y que provocan a aprender a fumar.

Según Tácito, en la misma obra que ya he citado (De moribus Germanorum, XV), el ámbar abundaba mucho en las orillas del Báltico, de donde lo recogían los naturales, y también de los árboles (que lo resudaban a modo de resina, llamándolo glessum).

En alemán moderno y en inglés, glas significa vaso y todo lo transparente.

Tres nombres tiene el ámbar en latín: glesum, electrum y succinum. El último se aplica especialmente al que destilan los árboles.

Viajando más tarde en Oriente (del Cairo a Damasco) con un joven príncipe alemán, el Príncipe de Pulbus, señor de la Isla de Rugen en el mar Báltico, y hablándose no sé con qué motivo del ámbar y de lo que abundaba en esas orillas, nos contó el príncipe maravillas.

Díjonos, que viendo apedrearse un día a dos muchachos con unos trozos amarillos se acercó, a ver lo que era, y al examinarlos, notó que tenía entre las manos nada menos que ámbar en bruto, y tan hermoso, que lo recogió e hizo convertir en adornos para su esposa la princesa de Pulbus.

La princesa, que se hallaba presente, y que era una delicadísima e interesante rubia, con unos pies y unas manos de limeña, y a quien hasta por galantería se le podía llamar princesa, asintió a lo que decía su marido con una sonrisa.

Las cigarrerías, las zapaterías y los guanterías, son tan buenas como las de París y Londres; pero mucho menos lucidas y no sobresalen   —121→   entre las demás tiendas; son puramente clásicas, contienen tabaco, calzado, guantes y nada más; nada de esas superfluidades que aunque superfluidades, constituyen el chic, que atrae al comprador.

Las mujeres bellas abundan, y estoy por decir que todas lo son, mucho más para el que viene de París, donde la belleza natural, verdadera, legítima, no existe, dígase lo que se quiera, sino para los ilusos que no han acabado de comprender que lo que le parece belleza, no es más que arte y estudio; «El artificial amor que se vendía en Chipre», como decía Lope de Vega.

El tipo francés salvo nobles excepciones no es bello como el inglés que a falta de gracia y vida, es siempre distinguido, y cualquier hombre parece gentleman, y cualquiera inglesa una lady.

Además, esa frialdad que tanto se achaca a los ingleses, es una felicidad para nosotros los viajeros que no podemos rozarnos casi siempre con lo mejor; porque esa frialdad nos produce el efecto de la castidad y el pudor en otra parte.

En nuestros climas meridionales sucede lo contrario. La mujer antes de bajar a la tierra, recibe, por decirlo así, de manos del Hacedor un baño de voluptuosidad que no da a las hijas del septentrión; de donde resulta que la meridional más casta, más inocente y más sana de ideas, tiene a pesar suyo y sin sospecharlo, en sus ojos, en su boca, en el timbre de su voz, en la dejadez de su andar, en los movimientos de cintura y en todo su exterior un no se qué de comprometedor para ellas, pues produce el efecto de la desenvoltura en otra parte.

Por la misma razón que las inglesas, me gustaban las austriacas y alemanas, porque a la par que son princesas de la hermosura (puramente estatuaria o escultural, parecen todas ellas una casta Diva y al acercarnos al precipicio, desconocemos sus bordes y hay más lugar a la ilusión).

Raro en el austríaco que no lleva cuando menos un par de anillos sea en un solo dedo, sea repartidos en dos dedos o en las dos manos.

Es también muy común verlos, sobre todo a los militares, con las orejas horadadas y en ellas metidas unas tachuelitas o pajitas de oro, como adorno, o como para conservar la señal cuando llegue el caso de ponerse pendientes (?). Al menos con tal objeto se atraviesan   —122→   una pajita en la abertura de la oreja las mujeres del pueblo de Lima.

Los hombres suelen ser buenos mozos, y tienen los pies pequeños y bien formados.

El francés y el inglés son las dos lenguas que más se hablan aquí como todo el mundo; pero no obstante esto habría deseado saber algo más de alemán, porque generalizada que esté una lengua extranjera en un país nunca entra hasta las ínfimas clases que es con las que más tiene que hacer el pobre viajero solitario, y en las que están depositadas las verdaderas tradiciones del lugar.

No todo el día ha de estar uno con el banquero a quien ha venido recomendado, ni en el gran establecimiento del cosmopolita señor X ni con el land lord del hotel del «Archiduque Carlos». Hay, que rozarse con otras personas, y entonces se echa de menos el idioma del país.

Así pues recomiendo al viajero solitario que me lea, que huya de los pueblecitos sosegados, cuyo mérito consiste en los huertos o montañas, o en las excelentes aguas medicinales, o en la excelente leche, etc., mientras no conozca y hable muy bien el idioma del lugar a menos que tenga en ellos uno o más amigos de allí que lo saquen airoso.

De otro modo hará una triste figura, gastará mucho, no tendrá ni quién lo entienda ni a quién entender; no podrá salir a la calle sin que los lugareños le claven los ojos con tal insistencia, que si tuvieran garfios en ellos, de seguro que lo enganchaban y lo alzaban en alto como un pescante.

También tiene más cuenta, al dirigirse a un alemán por ejemplo, hablarle en mal francés que en mal alemán, porque con esto último no se le incita a nada y se fastidia y se va al paso que a un: Vouz parlez français ¿n'est ce pas? hay que contestar oui para no quedar ridículo, que así lo quiere aquí y en todas partes, la triste pobrehombría humana.

El que ha contestado oui, o está estudiando el francés, o lo ha estudiado; y en cualquiera de los dos casos es para él una fortuna practicarlo o recordarlo.

Es verdad que apurados por su amor propio echan afuera cuantas   —123→   palabras saben, aunque no vengan al caso y aunque digan lo contrario de lo que ellos quisieran.

Otra de las ventajas del francés es que obliga a ser cortés a todo el mundo. Es imposible no serlo en un idioma, donde hay que tropezar a cada paso con el merci, con el pardo, con el si vous plait vous etés, bien, bon, y otras halagüeñas frases de que abusan los extranjeros, no porque sean más políticos que los franceses, sino porque son los que más saben; pero mientras tanto al usarlas, y al abusar de ellas son atentos aunque no quieran.

El italiano me ha servido alguna que otra rara vez, y finalmente hasta una lengua muerta, el latín, bien que para pocas palabras, al visitar la Biblioteca de Viena.

El empleado que me conducía viendo que no nos entendíamos, fue el primero en apelar a este medio. Los libros que pedí fueron dos obras del doctor Tschudi, que visitó al Perú hace muchísimos años y cuyo viaje conocía por la traducción inglesa de Josefina Ross, así como las Antigüedades Peruanas que llevó a cabo en unión de Rivero.

Me hice traer la Fauna Peruana y la gramática y diccionario sobre la lengua quechua, obras que es extraño no hayan sido traducidas al castellano.

El doctor Tschudi, tenía un hermano sacerdote célebre en la Suiza alemana y en toda la Europa sabía por su gran obra sobre los Alpes de la que se ha hecho una buena traducción francesa. En ella escribe el pastor Tschudi, científica y minuciosamente aunque con mucha amenidad, la vida animal y vegetal de los Alpes.

En cuanto al hermano Juan Diego, que fue el que nos visitó, residía entonces en el campo a corta distancia de Viena, sus señas eran más o menos éstas: Jacobshof bei Edlitz.

La Biblioteca Imperial de Viena contiene, (contenía) 300.000 volúmenes y 16.000 manuscritos.

El 16 de octubre de 1861 a las siete de la mañana salí de Viena para Pesth por el Danubio. La celebérrima belleza de las mujeres de Pesth y el deseo de navegar por el corpulento Danubio me llevaron a hacer esa excursioncita que me ha confirmado en mi idea de que el viajero solitario no debe aportar por las recomendables poblacioncitas ni apartarse de los grandes centros.


Por notables que sean y bonitas
—124→
líbrame Dios de las poblacioncitas;
y con todos sus vicios y maldades
dame, dame señor, grandes ciudades.



El polvo y la gente ociosa, los carromatos y los bueyes suelen abundar en las calles de semejantes lugares y llenarlas.

Las calles suelen no tener nombre escrito, ni las casas números ni las tiendas rótulo, estando todo encomendado a la memoria o al uso de que no puede disponer un recién llegado.

Vestidos además los húngaros, todos con un riguroso y especial traje, yo vestido de otro modo era en esas calles un lamentable lunar.

La capital de Hungría situada al mismo borde del Danubio y al frente de la importante Buda, que ocupa la otra orilla, comunicándose ambas por un buen puente techado, la capital de Hungría, o sea, Pesth, data apenas de 100 años a esta parte; a pesar de la cual y haberla llamado yo poblacioncita, cuenta muy cerca de 100.000 almas, siendo Magiares la mayor parte de sus habitantes.

Cuando desembarqué a las diez de la noche, las calles estaban solas y enteramente entregadas al brazo secular de las mozas de la vida airada. Oyéndome llamar Milord, por todos lados, y entre tosecitas expresivas y aun tironcitos de levita, avancé impasible hasta el hotel Konigin von England (de la Reina de Inglaterra) donde me alojé.

Al día siguiente tomé un cicerone o valet de place, que por cinco francos debía acompañarme todo el día, como guía, como intérprete y como lacayo.

Mi hombre vestía riguroso traje Magiar, cuya descripción viene bien aquí. Pantalón corto de casimir oscuro (negro) muy ceñido que sólo llega hasta la rodilla, en donde se pierde y abisma en la caña de una elegante bota granadera muy parecida a las que han dado en usar nuestros valientes y bravos limeños, cuando, en su marcial traje de montar, emprenden la peligrosa y magna jornada de la Alameda de la Exposición, expuestos a todos los rigores de nuestro tempestuoso clima; y cuyo marcial traje, como es sabido, suele empezar por unas botas muy marciales y concluir por unas carillas muy insustanciales.

  —125→  

La bota del húngaro tiene en su parte más alta una motita negra muy mona. Sigue un chaleco abotonado, no hasta el cuello, que esto sería poco; sino hasta la nuez o manzana de Adán, con una serie de botoncitos de metal blanco o amarillos redondos, tan juntos, que no los separará un centímetro de distancia.

La boca de los bolsillos está exornada con grecas del mismo color del traje, figurando arabescos o dibujos caprichosos. Levita sin cuello ni solapas, todo lo cual va reemplazado por la misma grequita formando las mismas labores y haciéndose extensiva a las bocamangas.

Corona este esbelto edificio un sombrerito calañés, hongo o de torero; es decir, uno de esos sombreritos que parecen dos quesitos superpuestos, uno más grande, y otro más chico en progresiva disminución.

Tal es el húngaro: digamos algo de las márgenes del Danubio por lo cual debí haber empezado. El bonito de ellas está, muy lejos de ser el de las del Rin, o él de las del Guadalquivir. Es un bonito o más bien es un hermoso turbio, explayado, lodoso, falto de viveza en el colorido. Por las dehesas no distantes, se ven pastar carneros, vacadas, etc., y por, la playa misma, andan tiros de caballos frisones arrastrando penosamente ¿un carro? no; un lanchón que viene por el agua.

Otras veces los tripulantes embarcados en él, lo impelen río abajo apoyándose en unas largas varas o pértigas que hacen veces de remos.

¡Cuánta distancia de éstos al que usan los caiqueros de Constantinopla! ¿Han visto ustedes esas mazas de madera que esgrimen los luchadores de circo, o los que se ejercitan en la gimnástica, y cuya forma es la de una larga botella?

Pues ese es el remo con que se impele el caiq por las aguas del Bósforo.

Hasta la mitad de su curso entre Viena y Pesth, el Danubio lo trae muy irregular, y por todas partes se abre en brazos y se desborda. Después los reúne todos en una gran mesa de agua y continúa hasta Buda y Pesth.

Las orillas en lo general son chatas, muy chatas, animándolas   —126→   de trecho en trecho las escenas que he descrito, y los interminables molinos.

El río en su curso forma diversas islas, más o menos selvosas, entre ellas la de Santa Margarita que posee un parque y jardines: y es surcado por balsas, vaporcitos, molinos flotantes, etc., que se suceden con bastante frecuencia.

Mi húngaro me llevó a Buda, agrupada en una pintoresca colina que coronan la fortaleza y el castillo real. Buda produce un excelente vino que me sirvieron en la mesa del hotel Konigin von England.

Él mismo me llevó a casa de sus relaciones femeninas, y me convencí de que la hermosura de las pestinas era real y efectiva.

No es la hermosura, más gracia y atractivo de belleza, de las muchachas de Sevilla, Cádiz, Venecia o Nápoles, sino una hermosura marmórea, blanca, dura y rolliza, y al mismo tiempo sonrosada por el vino de Buda.

Antes de dejar a Pesth, fui al correo a echar mis cartas para Lima. ¿Si llegarán estas cartas? ¿Si será hoy el día de echarlas? preguntaba yo en francés.

¡Oh! oui, certainement; ¡oh! oui; certainement, repetía el empleado.

Luciendo y estropeando todo lo que sabía de francés.

Maliciando yo que el hombre no estaba seguro de lo que decía, y que las palabras lo llevaban donde no quería, señalé el sobre escrito que rezaba Lima-Perú, y le pregunté si sabía qué lugares eran esos.

-¿No están por España? -me contestó con admirable pachorra.

Echando pestes contra las poblacioncitas, y muy lejos de aceptar este verso:


¡Oh corte!, ¡oh! ¡corrupción! ¡quién te desea!



Ganoso de corte y de vida cortesana, volvime a Viena por el ferrocarril, que ya el río me era conocido y el remontarlo no presentaba alicientes.

Lié los bártulos en Viena, despedime del banquero italiano José Bossi a quien había recomendado, recibiendo de él muchas atenciones y una carta de recomendación para sus parientes de Milán, que debía serme muy útil, y me dispuse a partir.

  —127→  

Presentose en esto un carpintero de la ciudad a quien adeudaba yo la hechura de un cajón, y le alargué un franco creyendo que esto bastaría. El hombre no se contentó: dile entonces un florín o sea poco más de dos francos, y acto continuo el blondo discípulo de San José se quitó la gorra, dobló la rodilla en tierra y me besó la mano.

¡Oh negros cargadores de Lima! pensé yo; ¡cómo no vienen a ver esto!



  —128→  

ArribaAbajoCapítulo XI

El camino de Viena a Trieste.- Paso del Semmering.- Trieste Venecia.- Holgazanes


Lo más notable en el ferrocarril de Viena a Trieste es el Paso del Semmering, curiosidad del mundo. El Semmering es una cadena de montañas comprendida entre dos provincias de Austria, la Carintia y la Estiria. El ferrocarril que lo atraviesa importó quince millones de florines, más de 30 millones de francos, y pasa por 15 túneles y por 15 viaductos.

Las vistas (colocándose a la izquierda al salir de Viena) son caprichosas y sumamente variadas. El paso del Semmering propiamente dicho empieza en Glognitz y termina en la estación del Semmering, punto culminante de la vía, en un trayecto como de dos horas.

El trayecto total es muy largo, pues habiendo salido de Viena al amanecer, no llegué a Trieste hasta las once de la noche.

Asomándose por la ventanilla del coche ve uno perfectamente la ardua, tortuosa y angosta cuesta que viene trepando al vapor, admirando cómo un tren, que no parece llamado a reinar más que en el llano, se ha metido en esta empresa, buena para una diligencia o mula de carga.

El convoy marchaba grave y pausadamente y como indeciso, y como pareciendo decirse ¿en qué te has metido?

Al precipitarse en uno de sus quince túneles, más largo y oscuro que los anteriores, soltó un silbido prolongado como el grito de desesperación del que va a arriesgarlo todo arrojándose a un abismo.

Volvió a salir triunfante, y no tardamos en llegar al punto supremo de la ruta en el cual se plantó el convoy como la bestia cansada   —129→   después de una larga jornada, y resolló largamente y a su placer arrojando bocanadas de humo por todos sus lados.

En una de las muchas vueltas o giros que dio el tren, divisamos un pueblecito situado en el fondo de un barranco tan profundo, tan angosto, y con sus paredes o laderas tan perpendiculares, que parecía abierto de un solo tajo al descomunal sablazo de algún gigantesco Briareo.

Las casas se divisaban en el fondo extendidas en una sola hilera por no haber bastante suelo o planta para dos hileras.

¡Válgame Dios, me decía yo, cómo debe rasparse y rozarse los hombros el ventilante Dios Eolo al pasar por entre estas gigantescas paredes!

Esta afortunada población que parece caída allí del cielo como un aerolito, porque de otra manera ¿por dónde entró? creo que tiene la dicha de llamarse Shotwien, nombre que desafío a ustedes a que pronuncien.

El panorama cambia, y comienzan a presentarse las suaves praderas y risueños valles, precursores no ya muy remotos de la naturaleza meridional a que nos vamos acercando.

Se pasa por Gratz, capital de la Estiria, con 50.000 almas, por Gilli, antigua población fundada por el emperador Claudio bajo el nombre de Claudia Celleía y que aun conserva reliquias romanas en sus murallas, hasta llegarse a Adelsberg, célebre en toda Europa por sus vastas grutas de estalactitas, cuya curiosidad, conocida desde la Edad Media, estuvo perdida muchos siglos, hasta que reapareció por casualidad en 1816. El que tenga tiempo hará bien en irlas a visitar, y verá una de las mayores maravillas de la naturaleza.

La última estación antes de Trieste en Grignano; ya para entonces hemos venido disfrutando de la vista del azul Adriático. En el cabo llamado Punta Grignano se eleva un castillo de recreo o casaquinta; es el castillo de Miramare mandado construir por el archiduque Fernando Max.

-¡Sursum corda! -grité a mi acuitado corazón-. Vas a entrar al país del blando, del suave, del humano idioma italiano. No más grotescos Silbergroschen; no más escuálidos Kreutzers (nombres de inmunda moneda menuda); no más endemoniados Gefrorne: «¿Qué es Gefrorne?» me dirán ustedes. He aquí lo que tampoco supe yo   —130→   por mucho tiempo; pero tanto me encocoró esta palabra que veía escritas sobre casi todas las mamparas de los cafés, que al fin pregunté qué era, «Helados», me dijeron.


¡Oh alemán, oh alemán de feroz tripa,
que entregado a quimeras
y a la contemplación, fumas en pipa
y bebes la cerveza de pistoleras!
¡Oh alemán, oh alemán, no me abochornes
helados convirtiéndome en gefrornes;
En gefrornes que, en ciernes,
parece un Holofernes!



Y variando de idioma y de metro y como divisara Trieste, «Salve, magna parens frugum, magna verum», exclamé pisando tierra italiana, y encaminándome al «Hotel de la Ville».


Hacía como unas veinte horas que bocado caliente no pasaba por mi esófago; fiambre y más fiambre; cerveza y más cerveza, habían compuesto mi almuerzo, mi comida y mi cena en ese 17 de octubre de 1861. Calculen ustedes cómo estaría de estragado ese pobre estómago. Los vapores que en la noche debían levantarse de él en dirección del cerebro, tenían que ser opacos. Así es que las seis horas que dormí fueron una lucha penosa y no interrumpida con ensueños de abrumadora melancolía.

¡Qué de románticas figuras, qué de sentimientos delicados amortecidos en mi alma tiempo hacía, por la grosera vida que llevaba, surgieron y se levantaron esa noche, hijos del fiambre, como tranquilos gases!

Al día siguiente, Trieste quedaba grabada en mi memoria como todas aquellas poblaciones en que se ha sufrido o gozado con intensidad, es decir, como todos aquellos lugares en que el alma ha trabajado.

Bajé al café, también «de la Ville», porque han de saber ustedes que cuando un hotel es el principal de una ciudad, es una gala   —131→   que se anexe un café dependiente que por fuerza tiene que ser también el mejor de la ciudad.

Siendo pues el «Hotel de la Ville» uno de los mejores de Trieste, el Café, su hijo, tenía que hallarse en igual caso. Nada le faltaba, ni el ilustrador gabinete de lectura en cuya mesa se hallan los principales periódicos, costumbre bastante común en esta clase de establecimientos, y de que apenas pueden dar una débil idea en Lima las cervecerías modernas.

Cuando nuestros Cafeteros y Hoteleros sean menos indolentes, o más bien, cuando nuestro pueblo se desasne un poco y exija ese requisito, veremos propagarse estas mesas de lectura tan propias en tales establecimientos.

En la del café de Trieste figuraba un gran diario en griego. «¡Eureka! ¡eureka!», exclamé, pues griego moderno venía buscando yo desde París para someterlo a mi griego antiguo o clásico.

No podré decir a ustedes, porque no lo recuerdo en este instante, cual era el título de ese órgano de la colonia levantina. Creo que hasta le arranqué un pedazo a hurtadillas y me lo eché al bolsillo, como quien se roba una astilla de un monumento y se le guarda para reliquia. (Y así de astilla en astilla llevaron a dejar casi en un hilo un secular y tradicional ciprés de la Alhambra de Granada llamado de la Sultana).

El diario de Trieste me parece que no correrá tanto riesgo; pero vamos a lo más halagüeño para todo el que hable o crea hablar el idioma de Cervantes: ¿Saben ustedes cuál era el folletín? Don Quijote traducido al griego.

Confieso que el ver en una lengua extranjera como esa, los clásicos nombres propios del Quijote, me produjo placer por la primera vez, porque en todas las otras traducciones dichos nombres, empezando por el del protagonista, me habían siempre disonado más o menos.

Aquí no; desde luego el título estaba traducido de este modo: «Don Quixotes o mankegos», Don Quijote el Manchego; y leyendo el folletín por encima se tropezaba con los nombres de don Fernandos, Kardenios, Lukinda, etc.

Más tarde debía ver en el teatro de Atenas la representación   —132→   de una pieza basada también en el episodio de Cardenio, bajo el título de O Maniothis, el loco.

Eran las nueve de la noche, y a las doce iba yo a zarpar para Venecia; por lo que renuncié a indagar el paradero del traductor; pero de esta última ciudad le escribí una carta en francés felicitándolo por su traducción y manifestándole mi deseo de poseerla completa.

El galante griego me contestó inmediatamente asegurándome que tan pronto como concluyera de publicarse el folletín, tendría un vivo placer en remitírmelo encuadernado.

Las peripecias de mi largo viaje impidieron que esta promesa se cumpliera.

A las doce de la noche zarpé para Venecia, con una mar muy gruesa y un viento terrible, anclando en ella a las ocho de la mañana siguiente.

Dirigí mis pasos al Hotel Luna que, aunque barato, era de lo más sucio que he visto, y en el que me tocó un cuarto, chiribitil solo comparable al que había ocupado en Leipzig.

Está visto que en los hoteles de Venecia como en las categorías del Parnaso, según el severo Boileau:


Il n'est point de degré du mediocre au pire.



Regular y pésimo son aquí un axioma tan grande, hablando de hoteles, como el de Boileau respecto a poetas, en poesía no cabe medianía.

El hotel que aquí se titulaba pomposamente de segunda clase, no habría sido en París ni de cuarta. Lo primero que llamó mi atención al recorrer las callejuelas y vericuetos de Venecia fue la cantidad de holgazanes, porque no veía fachada de iglesia, arco de portal o pie de puente que no estuviera con un competente racimo de lazaronis tendidos a la bartola, durmiendo o bostezando con tal estrépito, que llaman la atención del transeúnte.

-¿Si estaremos en Lima? -me preguntaba yo.

Lo más lúcido en la población lo componían los extranjeros y los oficiales austriacos, señores y dueños del país y objeto tal vez de mayores consideraciones que podían serlo los españoles en el Perú siglos atrás.

La aristocracia, la célebre aristocracia veneciana, o se ha extinguido,   —133→   como todo en esta pobre ciudad tan decaída, o anda rustiqueando, porque en las calles no se ve otra cosa que lazaronis, o gente decente de fuera, en lo general ingleses con su libro guía bajo el brazo, y a veces con familia.

La población es endeble, pálida y raquítica; las mujeres venecianas me recordaban a las valencianas (no se crea que quiero hacer un retruécano) y los hombres a los sevillanos.

Las más de las veces la antigua ciudad de los Dux, captada por tantos poetas, antiguos y modernos, nacionales y extranjeros, me ofrecía el aspecto de un gran cuartel o fortaleza.

¡Qué circular de soldados y oficiales austríacos, haciendo resonar los últimos sus botas y espolines! «¿Hasta cuándo no desocupan la plaza estos invasores?», se preguntaba uno instintivamente, y con el alma oprimida.

En toda la Italia austriaca el pobre italiano no es nada; no vive, no respira, no se le ve, no se conoce la expansión, y el pueblo autóctono o indígena, arrastra una vida excepcional y extraña.

La mayor parte de los palacios y aun de los templos ha sido convertida en cuarteles, profanando el arte y la religión. Otros han venido a parar ¡asómbrense ustedes! en pajares y caballerizas para la tropa; y al degradar así los templos han procedido con tan poco respeto por las cosas divinas, que una vez desmantelados los altares y quitados los santos ornamentos, no se han curado de demoler la torre o por lo menos de apearle la cruz.

El devoto que traspasa los sagrados dinteles no tarda en descubrir su engaño, pues un fuerte olor a heno viene inmediatamente a acariciar su olfato, que esperaba el del incienso.

Por todas partes se ven uniformes y bayonetas, y se oyen redobles de tambores y toques de cornetas. En los señores oficiales se piensa antes que en nada; y los convites de teatro se apresuran a advertir que las primeras bancas quedan reservadas para los señores oficiales.

Como el emperador de Austria es al mismo tiempo rey de Hungría, siempre que se nombra a sus oficiales se anteponen las dos letras iniciales que recuerdan este doble título de imperial y real (K. K. Kaiserlich Königlich) iniciales que, como lo recordaban, me tenían igualmente encocorado.

Los pobres venecianos, como es natural, gimen y trinan con tan   —134→   dura ocupación, y apenas se les toca semejante tecla, comienzan a derramar abundantemente el veneno de que rebosan.

¡Cuán grande y general debe ser aquí el despotismo para que el independiente viajero lo vea y aún lo sienta en su corta permanencia!

Mis lectores que me han seguido en este rápido vistazo por las calles de Venecia y sus habituales ocupantes, arden ya en deseos, estoy seguro, de detenerse a contemplar esas monumentales fachadas de templos y palacios, esos grandes edificios históricos, y de penetrar en los ricos museos a admirar al Tintoreto, al Ticiano, al Veronese, a toda la pléyade que compone la escuela Veneciana.

Mi capricho, mi humor no tiene fuerzas para tanto. Venecia, Roma, Florencia, Nápoles, todas las grandes ciudades de Italia, más que ciudades ordinarias son grandes y variados museos cuya descripción exigiría una obra aparte, obra que además tendría mucho de manual o guía, y que soy incapaz de hacer, vean para esto a Viardot «Museés d'Italie» y a Stendahl, «Promenades dans Rome».

No consignaré pues sino aquellas pocas observaciones generales que no se hallen en todos los libros o que sean indispensables para formarse una idea un poco clara de la ex reina del Adriático.

Venecia, excepcionalmente situada en medio del agua sobre los especiales postes llamados por los franceses des pilotis, que parecen equivaler a lo que los españoles llaman zampas, tiene que ser excepcional y especial en sus calles, que en una vista a vuelo de pájaro presentarían un verdadero dédalo de callecitas angostas, tortuosas, cortas, más callejones o pasadizos que vías públicas, sólo cruzadas por gente de a pie; con puentes de un arco a cada paso sobre un nuevo canal, y enlosadas en un canto al otro de un modo uniforme, por ser innecesario el empedrado e innecesaria la acera desde que no transitan las ruedas, ni bestias (a no ser que queramos ofender a una parte de la población bípeda).

La única calle larga, ancha, recta y hermosa, que equivale a los bulevares de París y al Corso de Roma es... la calle del agua, o sea, el gran canal, que no puede recorrer sino en el carruaje peculiar de la ciudad que es la góndola.

La principal estación de las góndolas está en la Piazetta, que es la parte de la plaza de San Marcos que da al agua.

La góndola es en Venecia exactamente lo que es el caiq en Constantinopla,   —135→   el burro en el Cairo, y lo que los coches de plaza en todas las ciudades de Europa.

Cuando se ve la hilera de góndolas en la estación acuátil todas pintadas de riguroso negro, no lustroso y brillante, sino aquel negro que en Lima llamamos agallinazado, cree uno divisar un convoy fúnebre, una serie de carrozas de entierro, parece que este luctuoso color es de ordenanza.

Antes de llegar al gran puente conocido con el nombre de puente de Rialto, va el gondolista repasando (y atracando en ellos si gusta) una multitud de palacios, más o menos célebres por su arquitectura, por su historia, o por las pinturas que contienen; entre ellos el de los célebres Foscari, que se mira en esas aguas desde el siglo XV, y que desmantelado hoy, sin más gloria que sus recuerdos, ha sido convertido... ¡pues! ¿no lo adivinan ustedes? en cuartel austriaco. El palacio Mocenigo, ennoblecido por la residencia y escándalos de Lord Byron y su querida.

Entre las varias ciudades de Italia y Oriente hechas más célebres si cabe, por Lord Byron, se cuenta Venecia y Atenas, que están llenas de recuerdos de este singular personaje. En la última hay una calle de las principales sobre cuya esquina se lee Odos Byronos (Odos Vironos en la pronunciación, calle de Byron).

Visité las varias islas que rodean a Venecia, Murano, célebre por su fábrica de cristales y vidrios, donde ve hilar, torcer, amelcochar, fundir, colorear el vidrio; ¡y donde finalmente, asombraos y envidiadme limeños! vi soplar y hacer limetas, operación tan breve como la frase.

Las islas de San Lázaro de los Armenios, que torna su nombre del convento Armenio que en ella se encuentra. Visité la biblioteca, la imprenta donde los buenos monjes hacen tirar obras en armenio, y otras lenguas orientales; me enseñaron por último la celda donde Lord Byron venía todos los días... ¿a que no sabían ustedes a qué? Mis limeños poetas, que una vez que han descubierto su genio, lo que suele acaecerles mucho más temprano de lo preciso, no piensan sino en el goce, la orgía, la crápula (teórica o práctica) y que sólo por este lado conocen, admiran e imitan a Lord Byron, o a su copia española Espronceda; creerán que el Lord calavera se dirigía a la misteriosa celda de los Armenios a soltar la rienda a la fantasía   —136→   como acostumbran a hacerlo ellos con el caballo desbocado de su genio.

Pues no, señor: ¡el poeta romántico reconocido como el más grande de los tiempos modernos, el que tanto fascina a los frívolos cómo a los pensadores, y a los muchachos como a los hombres, el opulento Milord que viajaba como un gran señor arrastrando lacayos, caballos y queridas, iba a la celda de San Lázaro!... ¡a recibir lecciones de lengua armenia!

«Ese poeta tan impetuoso, como dice un viajero, estudiaba literatura grave, fría, histórica, de traducciones y controversias»; y eso que ya poseía, como todo inglés bien educado, el griego y el latín.

Nuestros poetitas, que creen lastimar, helar y entrabar su genio aun con el estudio del latín ¿qué dicen a esto?

Ellos que de Europa no van sino a París; de París a los Bulevares, de los Bulevares a los cafés, teatros y casas de gricetitas; que de las lenguas no estudian sino el francés, y del francés el moderno, y del moderno el de Alfred de Musset, ¿qué dicen ellos ahora? ¡Qué han de decir! Hablarnos con énfasis, y en incesantes coplas chabacanas.

-¿De qué? ¡De sus tristezas Byronianas!

Ocho días pasé en Venecia, en los cuales no dejé por visitar, museo, iglesia, palacio ni monumento alguno notable.

Comía alegremente en las fonditas nacionales llamadas trattorie, no en mucho superiores a nuestras picanterías, paladeando el vino de Chipre, que abunda en Venecia, y tomando a pastos los otros vinos de mesa, que se dividen en Nostrani y Navegades, Nostranes y Navigati, que es como si dijéramos en Lima nacionales y extranjeros.

Esta denominación me ponía siempre de buen humor; aparte del egoísmo cómico que creía ver en lo de Nostrani, pues los venecianos olvidaban que alguna había de pedirlos un extranjero que en rigor no podía llamarlo nostrani. No, no; vestrano, vestrano, aparte de esto, repito, el nostrani y el navigati me traían a la mente dos entidades peregrinas.

En el primero veía al limeño mazamorrero criollo puro, al Goyito que nunca salió de las faldas de su mamá enteramente nostrano; y, el navigato, al que ha viajado por la costa y ha ido hasta Guayaquil, y habla de sus viajes y es todo un hombre de provecho.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Padua.- Tito Livio y su patavinidad.- El café Pedrochi.- El Pralo de la Valle.- Verona.- El restaurant de Bauer.- El museo lapidario.- La Arena o Anfiteatro.- La tumba de Julieta


El 27 de octubre de 1861, salí de Venecia por la strada ferrata, y en una hora llegué a Padua, callada y melancólica ciudad, y antiquísima pues su fundación se pierde en los tiempos fabulosos, como que según la Eneida de Virgilio, Patavium fue fundada por el troyano Antenor, uno de los compañeros de Eneas.


Hic tamen ille urbem Patavi, sedesque locavit.


En. 1243.                


¡Refocilante poblacioncita!, me decía yo, reconciliándome casi con las poblacioncitas, mientras recorría las calles de Padua, que las más son portales, ventaja que debe ser inapreciable «en los días de Cancro abrasador».

Padua tiene cerca de 50.000 almas; sus calles son silenciosas, y entre las grietas de uno que otro muro suelen verse adheridas grupos de hierbas pintorescos, pintorescos son también todos los sitios que baña el río que son varios por el giro tortuoso con que atraviesa la ciudad a manera de culebra.

La antigüedad de Padua, su silencio, lo opaco del día, el ser este festivo, tal vez el estado de mi ánimo, todo contribuyó a que allí creyese disfrutar de una paz y de una soledad cristianas pareciéndome la ciudad un gran claustro.

Vi la catedral de San Antonio, santo que como es sabido nació en Portugal y murió en Padua por los años de 1231, a los 36 de su edad, y por el que hay fanatismo en la ciudad de Antenor. El palacio della Regione, en cuya enorme sala hay un caballo de madera hueco hecho por Donatello a imitación del famoso de Troya.

Detrás de él, entre lápidas, se lee una que reza lo siguiente: M. livius Halis, que es según dice la losa sepulcral, de un libreto de la   —138→   familia de Tito Livio. El mismo Tito Livio tiene por allí un monumento moderno, y aun se asegura que contiene sus cenizas.

Lo que es indudable es que el gran historiador nació en Padua, y que sus contemporáneos se burlaban mucho de la patavinidad de su estilo, que los más eximios latinistas modernos no habían sido capaces de descubrir por sí solos; hasta que se ha convenido que el defecto de la pativinidad era probablemente lo que hoy llamamos provincialismo.

El café Pedrochi es lo más monumental y grandioso que en su género he visto. Figúrense ustedes un templete o un palacio, o un teatro, todo menos un café, enteramente de mármol, pues paredes pisos y columnas son de mármoles varios, cuya diversidad de colores halaga sobremanera los sentidos. La triple fachada está adornada de grandes columnas y las mesas del interior son igualmente de mármol.

El café de Florián que es una joya en Venecia, y que también tiene mucha fama, no pasa de bonito o lindo y de ningún modo puede sostener la comparación con éste.

Además el café Florián como edificio, no tiene nada de particular.

El paseo de Padua se llama il Prato della Valle, y es una gran plaza, en cuyo centro hay árboles y calles formando un conjunto oval. Un riachuelo circunda el grupo de árboles separándolo del resto de la plaza y dejándolo aislado como una isla; aunque reuniéndolo en ella por diversos puentecitos.

En ambas riberas, pujando el contorno del paseo, se ven diversas estatuas de grandes hombres hechas de yesos.

Al principio se pensó no poner sino los grandes hombres del lugar; pero ¡ay! Padua aun remontándose a Antenor el Troyano, no pudo sacar de su seno el número suficiente para cubrir el paseo, y tuvo que extender la concesión a los demás grandes hombres de Italia.

Cercano está el Jardín Botánico, pintoresco, ameno, y silencioso como todo lo que había en Padua. Es el más antiguo jardín botánico de Europa, pues fue fundado en 1545.

Un viejísimo plátano oriental, de aquellos plátanos tradicionales con quienes ruego a mis lectores que se familiaricen, pues tenemos que encontrar muchos muy majestuosos y muy venerables, conforme   —139→   nos aproximemos al oriente, guarda la entrada, y ha reconocido su tronco y sus ramas, como reconcentrando todas sus fuerzas para resistir mejor el peso de tantos siglos.

Al oscurecer salí de Padua, y una hora después me hallaba en Verona. Al pasar por las puertas de la ciudad me quitaron mi pasaporte que recobré al día siguiente por medio del mozo del hotel en que me había hospedado, que era el de la Gran Czara di Moscovia, a dos pasos de la Porta Borsari y por consiguiente del Corso Vechio.

Siendo hora de cenar, dirigime al restaurante de Bauer, recomendado por mi guía, y que se halla en una esquina de la Piazza Bra. El salón o restaurante propiamente dicho no estaba situado al fondo de un patio grande, oscuro y silencioso, y poblado de varios árboles que semejaban fantasmas; todo lo cual puso algún recelo a mi corazón de recién llegado, que se acrecentó con los ladridos hostiles del guardián de la casa, que al divisarme se había cuadrado delante de la mampara.

Seguí avanzando impertérrito pensando que un perro de hostería, y de la tan afamada de Bauer, debía tener, por el incesante roce, mucho don de gentes y ser político.

Y así fue; pues no bien hube salvado la última fila de árboles y puesto de pie en los ladrillos del comedor, cuando mi hombre; satisfecho de la salva de ladridos, con que me había recibido, se vino a mí a hacerme con la cola los honores de la casa, previo con el reconocimiento aduanero que con el olfato hizo de mi trashumante persona.

Al día siguiente visité el «Museo Lapidario» de antigüedades, bastante rico en bajorrelieves e inscripciones. Se entra a él atravesando por completo el «Teatro Filarmónico» que pronto se inaugurará y cuyas puertas me abrió el portero mediante la propina que esperaba.

El teatro que es lo moderno, me pareció muy lindo. En cuanto a lo antiguo, que es el Museo, hállase situado en un patio que más tarde será el vestíbulo del teatro, así es que el dilettante futuro podrá hacer de una vía dos mandados.

Por el suelo cubierto de yerbas y no apisonado, vense esparcidos fragmentos de columnas, capiteles y que esperan colocación,   —140→   por lo que éste lugar, lejos de parecer un Museo, asemeja más bien un templo o cualquier otro monumento en cuyas ruinas se hallara uno; a cuya idea contribuye no poco el enjambre de lagartijas que se desparraman en todo sentido, asustadas por el pie del viajero.

Inútilmente busqué por el pequeño Museo algún vestigio, que, aunque apócrifamente como los de Tito Livio en Padua, me recordara al poeta Catulo, el precursor de Virgilio y natural de Verona del cual dice Marcial: «que ha honrado tanto a Verona, cuanto Virgilio a Mantua».

Del Museo Lapidario pasé a la Arena o Anfiteatro, uno de los más hermosos y mejor restaurados o refaccionados que se conocen; por lo que al verlo pensé en otros dos monumentos que se conocen; por lo que al verlo pensé en otros dos monumentos que se conocen, aun cuando de otras artes. La última Cena de Leonardo Da Vinci, que se encuentra en Milán, y el manuscrito del mismo Catulo, porque si de esta obra tan estupenda, pero estropeada por el tiempo y los copistas, cuanto la que antecede por el mismo tiempo, y los mamarrachistas, vamos a deducir lo que corresponde a los restauradores, ¡ay! quedará a Leonardo y a Catulo tanta parte de su obra, cuanto en la primitiva de Diocleciano (280 de J. C.) debe quedar en la actualidad el anfiteatro de Verona.

¡Qué gesto harían Diocleciano, Leonardo y Catulo si vinieran a ver las obras que corren con su nombre!

Desde luego, las cuarenta y tantas filas de gradas marmóreas del anfiteatro han vuelto a ser acomodadas modernamente, aunque con sus mismas piezas, sin contar otras muchas reparaciones más o menos posteriores. Dichas gradas, destinadas a asientos, tienen 18 pulgadas de alto y 26 de ancho; y podían contener cómodamente más de 50.000 espectadores.

Florecitas amarillas y musgo marchito cubren hoy la antigua arena, creciendo adheridos a las losas donde asentó su planta el atleta; y un silencio funerario ha reemplazado el rugir de las antiguas fieras.

Vense los calabozos o cárceres en que las fieras esperaban el momento de ser arrojadas a la arena, a apacentarse de carne humana; y también, en número de 24, aquellos en que los reos de muerte estaban en capilla, por decirlo así, preparando el «Ave César imperator;   —141→   morituri te salutant», que debían lanzar antes de emprender las luchas con las fieras, en presencia y para regocijo de sus prójimos, de sus hermanos que aplaudían, como si un alma idéntica a la de ellos hubiera estado desprendiéndose del cuerpo cuya agonía festejaban.

Ya en 1859, en unión de mi querido amigo don Benjamín Vicuña Mackenna, había yo visitado otra curiosidad análoga: las célebres arenas de Nimes en Francia.

De la Arena de Verona, donde permanecí más de una hora, en cuyo espacio entraron, la vieron y salieron dos o tres grupos de viajeros, pasé por el ponte delle Navi, el malecón de la derecha, y la «Porta Vittoria», al cementerio que me contenté con ver de lejos.

Por el mismo camino y puente pasé a la orilla opuesta del río, que es el Adigé, y me encaminé en otro tiempo, «convento» o cementerio de «Franciscanos», y hoy residencia de soldados, adonde me llevaba la curiosidad de ver el sepulcro vulgarmente llamado de «Julieta».

Entré en un gran huerto, que nada tiene de artístico, que nada debe al arte, en cuyo centro se ve una capilla convertida en almacén militar. A su izquierda hay una especie de sacristía u oratorio desmantelado convertido en pajar, donde el muchacho que me guiaba me enseñó el sarcófago de piedra que se llama la «tumba de Julieta», haciéndome notar en el fondo del ataúd el sitio donde la heroína de Shakespeare debió colocar la cabeza, y los agujeros abiertos a derecha e izquierda para que pudiera respirar mientras durara su sopor.

Un gran crucifijo y una virgen fronteriza pintados en la pared, prueban que por lo menos el pajar fue realmente sitio destinado a la oración alguna vez.

-«Vamos ahora -me dijo mi guía-, a ver el sitio en que estaba colocado el sarcófago, y de donde fue necesario trasladarlo acá, para evitar su total destrucción, porque los viajeros románticos no se iban sin llevarse como reliquia algún trocito del ataúd».

«Aquí -continuó el veronés-, dormía Julieta narcotizada, cuando Romeo salvaba aquella pared», y me mostró la del frente, alta y groseramente fabricada.

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Volví la cara en seguida para ver el sitio donde dormía Julieta narcotizada, y vi un pozuelo de aguas turbias y sucias, en la que una lavandera, al frente de la zurcidora, esgrimía la mugre de unos trapos viejos.

Pasando el Ponte della Pietra (pues son cuatro o cinco los que hay sobre el Adigé) subí al Castello San Pietro, a cuya cima no me fue posible llegar, porque el centinela apostado en la portena de la fortaleza que corona la colina, me dijo que no era permitido el acceso.

Volví la espalda y empecé a bajar lentamente por las escaleras, hasta que hallé el sitio que a falta de cima, me pareció el menos malo para echar un vistazo por la ciudad y sus alrededores.

Desde allí divisé Gargagnano, sitio solitario y agreste enaltecido por el recuerdo de Dante que residió algún tiempo y compuso allí su Purgatorio; Inficaffi, situada al pie de Montebaldo, donde vivió Fracastor, hombre eminente de la Edad Media.

Fracastor fue al mismo tiempo poeta, médico y astrónomo, probando una vez más, como dice un viajero, «la especie de semejanza que parece existir entre la inspiración del poeta y el golpe de vista médico».

Tan numerosos han sido en la historia los médicos-poetas o poetas-médicos, que un erudito escritor francés, Etienne Ste. Marie, publicó en París en 1835 todo un opúsculo histórico titulado Les Medecins Poetes.

La obra casi inmortalizó o Fracastor como poeta, fue un curiosísimo poema latino sobre la Syphilis dedicado a Bembo, hombre tan corrompido, que según el mismo escritor cuyas palabras he citado «merecía más el asunto del poema que sus versos».

Satisfecho mi panorámico deseo, volví al hotel, comí y encaminé a la estación de la «Porta Vescova», que es por donde se sale para Mantua, adonde llegué cosa de una hora después.