Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo LIV

Última salida a la frontera de nuestro héroe. Toma de Íllora, y conquista de Jaén, dejando tributario al rey de Granada

     No descansó mucho tiempo el Rey en Córdoba, porque como había dado palabra de ocuparse todo en la guerra contra moros, no juzgó partido ni de caballero ni de santo que la reina doña Berenguela trabajase en el gobierno en su tan venerable ancianidad, y el Rey se parase en las delicias de la corte; y así a mediado de Agosto de 1245 ejecutó su última salida a la frontera, y última, porque nunca volvió a Castilla, y siempre estuvo ganando tierra, o gobernando la conquistada (12). Acompañole a esta jornada la Reina, que también siguió todas las restantes campañas. Fue la primera idea castigar el orgullo del rey de Granada. Para esto se encaminó el ejército a Jaen talando y destruyendo cuanto encontraba. En Alcalá de Benzayde, que hoy llamamos la Real, destruida la tierra se cautivó gran número de moros. No estaban estos prevenidos, y así no se ocupó el guarismo en contarlos pues fueron tantos que causó pesadumbre al ejército cristiano. Íllora se gloriaba de estar segura, pero el ardor que se tuvo por atrevimiento, le apagó el fuego con que se redujo a cenizas, después de haber sido presa de los cristianos los muchos haberes y riquezas que tenía el arrabal; bien es verdad que el fuego con que se peleaba era tal, que ni la codicia pudo detener a los cristianos para que no diesen a las llamas la villa antes de saquearla. Batallaban por Dios, y por su ley; y no les bastaba a los enemigos tener que dar para comprar sus vidas. Poco cegaba la codicia, porque obraba mucho el celo.

     De Íllora partió el ejército a la vega de Granada quemándola y destruyéndola sin oposición, porque el rey de Granada, que conocía muy bien que estando con el ejército don Fernando no podía probar sus fuerzas, jugaba de prudente, y permitía sus estragos con el motivo de debilitar las del nuestro, y lograr la ocasión de salir descansado para vencer de seguro a los que imaginaba ya rendidos de trabajar. Estas máximas de la prudencia no siempre son firmes, porque de cierto se padece el daño, y muchas veces no llega la ocasión de vengarle y rara vez tropiezan las ideas, que cada capitán pretende que sean contrarias. Así sucedió, pues fatigado el Rey y el ejército en vencer sin contrario, asolado el país, ni tenía en qué ocuparse, ni había menester detenerse; por lo cual se retiró a Martos, donde con seguridad podía conceder el descanso.

     Aquí llegó al campo don Pelayo Pérez Correa, gran maestre de Santiago. Había este acompañado al infante don Alonso en el viaje de Murcia. Sobraba allí conquistado todo el reino. Era muy diestro en la milicia, capaz, experimentado, y de cuyo consejo se podía fiar el Rey con el seguro de la lealtad. Le consultó lo obrado en la jornada, y su fin de castigar el orgullo del de Granada. Alabó don Pelayo la determinación, pero no tanto los medios. El castigar no escarmentando, dijo don Pelayo, sirve de poco, y estos bárbaros no se rinden a la hostilidad, antes faltos de razón y consejo, tascan el freno en vez de dejarse gobernar. Si les deseamos reprimir, hemos menester ganarles plazas, y no dejarles el dominio. Por esto juzgara yo que no debilitásemos la gente con el trabajo en destruir, y con la codicia en el saqueo. Yo, señor, si V. A. me fiara el ejército, me pusiera sobre Jaén, pues esta plaza cubre más terreno que el que podemos destruir en todo un año (13).

     Oyole el Rey el consejo. Era bueno, pero la empresa arriesgada. Jaén era fuerte; el rey de Granada la tenía bien presidiada y abastecida; había conocido que corría peligro, y había con tiempo procurado remediar la pérdida. El año antecedente se había visto que el empeño era grande, y sentía el Rey tener que gastar mucho tiempo con claro peligro de no lograr el fruto. Pero fueron tales las razones del Maestre, y tan viva su eficacia, que se determinó a emprender la conquista. Púsose el sitio, y la experiencia calificó cuan prudentemente temía el Rey. Empezó a fin de Agosto, y duró ocho meses. Todo un invierno tuvo el ejército que pelear contra la fría inclemencia del tiempo sin el menor consuelo de lograr una ventaja. Los sitiados por el contrario vivían con abundancia; con la menor descomodidad que lleva de suyo tener defensas contra el temporal; con gran confianza en su multitud; con el ánimo que les infundía no haber perdido en ocho meses ni un palmo de tierra, y con el consuelo de tener un Rey descansado que le socorriese en la ocasión, peleando con un ejército pasmado del frío, y rendido al cansancio. Pero cuando según todas las disposiciones del mundo estaba más desconsolado el Rey, y más ufanos sus enemigos, tomó Dios la mano en sus empresas, y con aquella sabia ordenación con que insensiblemente mueve los ánimos, y dispone las cosas con una fortaleza sin resistencia, obligada de una casualidad inevitable, quiso dar al Rey la ciudad que tanto se resistía, y un reino que no esperaba, y burló a los sitiados entregándolos el mismo Rey en quien ellos fundaban su esperanza.

     Había habido en el reino, de Granada una parcialidad, que llamaban de Oximeles, contraria al Rey desde su elevación. Abenalhamar venciendo su nacimiento, era nada bárbaro en su proceder, y no permitió, ni dio lugar a guerras civiles, antes halagando a sus contrarios con sus premios fantásticos, y confianzas fingidas, los tenía encubiertos enemigos, pero asegurados con el miedo de su poder. Esta parcialidad vivía oprimida y apenas se atrevía a levantar la cabeza, si ya no era para saber lo que pasaba. Ahora ya que Abenalhamar tenía seis años de gobierno y por consiguiente muchos descontentos, y muchos quejosos, se atrevieron los Oximeles a hablar en público. Ponderaban la falta de sus frutos, que por dos años les había talado el Rey. Esto ya lo sentían todos, y se murmuraba con gusto porque se padecía con afán. El no haber su rey salido al encuentro de los nuestros, que antes se adoraba como reservada prudencia, era ya femenil miedo. El no socorrer a Jaén se calificaba de necio olvido; y aquel rey que fue tanto porque le subieron a mucho, llegó a temer que le precipitasen los mismos que le habían exaltalo a la cumbre. Quiso persuadir la seguridad de Jaén; pero no había quién creyese tenían los sitiados qué comer, cuando les faltaba a ellos que tenían abiertas las puertas para buscarlo. Procuró juntar a los suyos, pero halló pocos que le oyesen, y menos en quien confiar. En este aprieto no perdió el ánimo, y como político y prudente eligió con que asegurarse en el reino, y con que vencer a sus enemigos.

     Salió de la ciudad con comitiva que le precaviese de riesgos, y le ostentase rey, y se enderezó a Jaén. Fue el pretexto de su salida el registrar el campo de los cristianos, y lo consiguió, porque llegando cerca pidió por un mensajero audiencia a don Fernando. Concediósela benigno con salvo conducto de su persona, y de su gente. Avocáronse, y duró muy poco concluir el negociado, porque el rey de Arjona, Granada y Jaén se ofreció como por vasallo a don Fernando con pocas condiciones, que se redujeron, lo primero a que había de entregar a Jaén; lo segundo que había de pagar por tributo todos los años la mitad de lo que le quedaba de renta en lo que ahora poseía, porque lo conquistado de Arjona y Jaén, y otros lugares se miraban ya propios del rey de Castilla. Esta renta del rey de Granada era de trescientos mil maravedís de oro. La suma en nuestra moneda se sabrá fija cuando algún crítico apure con probabilidad el valor de los maravedís. Mariana computa ciento setenta mil ducados, con que el tributo al Rey era de ochenta y cinco mil ducados al año. Esta suma es cuantiosa para ofrecida tan liberalmente, y las rentas de un tirano no parece podían subir a tanto; pero sea de esto lo que fuere, lo que es innegable es que el de Granada se había hecho poderoso; que la opresión en que estaba era tal que de muy buena gana cedía la mitad, quien de otra manera había de perderlo todo; y el rey de Castilla es sin duda que ganó mucho. La tercera condición fue que el de Granada había de concurrir en las cortes de Castilla siempre que se juntasen, y tener su voto como rico-hombre, y como poderoso ayudar a lo que el de Castilla intentase. Aquí sacó el de Granada la única condición a su favor, y con que se conservó algún respeto a la majestad, pues se puso por condición que los enemigos serían comunes, y que se habían de ayudar mutuamente los dos Reyes. Con estos pactos firmados y asegurados se entregó al punto Jaén, y se conoció peleaba el ciclo por san Fernando, pues contra toda prudencia humana cedió este al empeño que aquel infundió al maestre de Santiago, y el efecto manifestó en lo arriesgado y poco lucido del sitio, que no eran humanas las fuerzas que entregaban a nuestro monarca una ciudad que deseaba, un rey tributario, que era su mayor enemigo, y una cuantiosa renta que nunca imaginó poseer.

     El de Granada salió de todo riesgo, y aseguró una corona con medio reino; dominio bastante para quien había nacido sin ninguno. Don Fernando quedó gustoso, pues para nuevas conquistas tenía un enemigo menos de quien cuidar, y un amigo más de quien valerse. Con esta seguridad entró triunfando en Jaén año de 1246, y dio la posesión de la plaza a la religión católica, pues fue el triunfo de la cruz el que se llevó en procesión a la principal mezquita que el obispo de Córdoba don Gutierre purificó y consagró a María Santísima. El Rey no contento con esto la erigió catedral, y la dotó con lo más florido que había en el distrito. Habiendo ya cumplido con estas obligaciones, que para el Rey eran las primeras, quiso detenerse en Jaén, así para que descansase el ejército trabajado de un tan penoso sitio, como para dar las providencias necesarias a la población, y hacer el repartimiento de sus heredades entre aquellos que las habían comprado con sudores. En estas ocupaciones se detuvo ocho meses, y aquí le contemplaremos trabajando con las grandes novedades que juntamente llenaron de luto a todo el reino (14).



ArribaAbajo

Capítulo LV

Muerte de la reina doña Berenguela, y breve elogio de esta matrona

     Dejando el Rey dispuesto en este tiempo el gobierno de sus estados entretanto que se dedicaba enteramente a la guerra de Andalucía, le cortó el cielo todas las ideas, y se hubo menester a sí mismo para sufrir con fortaleza de héroe y constancia de santo, que le faltasen las dos mayores columnas en que había vinculado sus aciertos. Llamó Dios pagar el común tributo a su amada madre, aquella grande matrona doña Berenguela, y casi al mismo tiempo a aquel insigne varón el arzobispo don Rodrigo. Ya había la Reina previsto, por la debilidad de sus años, o por algunos golpes con que a su corazón habían tocado las enfermedades, que se acercaba este término. Su grande alma no cabía en este mundo, y quiso retirarse de él ensanchando su corazón con un desprecio. No lo permitió, el Rey, como vimos, porque Dios que la había criado para el lucimiento, no dejó que se ocultase ni aun por corto tiempo; pero ya rendida al trabajo la llamó al premio de sus sudores, y al logro de sus anhelos. Falleció en este año de 1246; y si el vivir eternamente se lograra por méritos hubiera sido tan eterna su vida como lo será su memoria; matrona que supo exceder a cuantas venera la antigüedad, y fingió la fantasía. Nació reina, y todos sus reales espíritus los aplicó a saber reinar sobre sí. Aun siendo niña tuvo la tutela del reino de Castilla, y supo vencer la edad para renunciar el mando. Todo lo ejecutó con sumo gusto, sin más cuidado que el grande, aunque malogrado, que puso, para que en su retiro se observase la paz, la justicia y la religión. Heredado el reino, que no quiso gobernar en tutela, tomó posesión sólo por aquel tiempo que era preciso para renunciarle, trasladando a su hijo la corona antes que se mirase al espejo para saber como sentaba en su cabeza. Este desprecio de lo que tanto se desea, iba a una con la constancia y la fortaleza en padecer trabajos. Bien se acuerdan nuestras historias de la opresión con que la intentaron afligir los Laras hasta sitiarla para sorprenderla. Consiguieron el escandalizar al mundo, pero no lograron sobresaltar aquel varonil pecho; y lo que más debe ponderar la reflexión es la nunca vista idea que sólo en esta grande alma pudo tener cabimiento, pues apartando de sí todo el lucimiento, aplauso y soberanía con que se adornan los tronos, y con que se alivian los soberanos, nunca separó de sus hombros el peso con que se afligen los reyes. Todos los cuidados del reino, todo el afán de los negocios, todo el peso del gobierno lo llevó sobre sí con ejemplo de prudencia. Ella supo sosegar las inquietudes de los mal intencionados; apaciguar las revoluciones de los primeros años del reinado de don Fernando; conseguirle la corona y reino de León contra los secuaces del mal aconsejado testamento de su padre, y de su marido; alentar las conquistas; disponer la paz; aliviar los pueblos; consolar a los pobres; honrar a los buenos; sujetar los soberbios; atender a este mundo en su reino, y anhelando siempre con sus virtudes su desprecio, conseguir mejor corona en el otro. El genio serio de Mariana no cesó de alabarla, como vimos al principio de esta obra, y porque son sus palabras tan significativas y poderosas, no excusamos en esta ocasión de repetirlas: �Esta señora, dice, por ser de ánimo varonil, y muy poderosa en vasallos, sustentaba el peso de todo, y ayudaba con su hacienda a los gastos que forzosamente en el gobierno se hacían. �Quien podrá bastantemente encarecer las virtudes de esta señora, su prudencia en los negocios, su piedad y devoción para con Dios, y el favor que daba a los virtuosos y letrados; el celo de la justicia con que enfrenaba a los malos, el cuidado en sosegar a algunos señores que gustaban de bullicios?�

     Pero si alguno juzgase exageraciones estas cláusulas por dichas de autor que no conoció a la Reina, y escribió muchos siglos después, en los cuales siempre son grandes los que ya pasaron, y no tales los que están presentes, oigamos a otro, respetable por su dignidad, grave por su autoridad, y digno de toda fe por la recomendación que se ha merecido para todos los siglos, don Rodrigo Ximénez de Rada, que era testigo de vista, y vivió al mismo tiempo que esta Reina. Este en su historia habla con palabras de tanta alma, que por no quitársela, me ha parecido trasladarlas con el sentimiento de que nunca podrá salir tan viva la copia como el original latino, dice pues: �Esta esclarecida e ilustre reina doña Berenguela crió a su hijo con tal cuidado, y le instruyó en las virtudes cristianas, que estando ella adornada del cúmulo de todas, y ennoblecida con todos los dones del Espíritu Santo, nunca le apartó de su pecho, para que al administrarle el puro y cándido néctar, se alimentase el niño de las gracias y virtudes de su madre; en cuya prosecución, aun siendo ya Fernando de edad crecida y adelantada, fueron continuas las persuasiones, y repetidos consejos para que en todas sus acciones tuviese por blanco el mayor obsequio de Dios, y después el gusto de sus vasallos; dejándose ver siempre en las palabras de esta señora, no femeniles melindres, sino magníficos y alentados pensamientos. A la verdad esta gran Reina conservó con tanto estudio, y comunicó con tanto desvelo los dones y gracias recibidas de la liberal mano de Dios, que todo tiempo, todo estado, todas gentes, y en fin las naciones todas experimentan en sí con crecidas medras y aumentos el cariño y afecto de su real magnificencia, hallando medio como discreta de conservar en su integridad todo el ramillete hermoso de sus virtudes, y de que todos participasen de su misericordia. Vertía a manos llenas los favores y gracias, distribuyendo desinteresada riquezas y tesoros, ya de los que había heredado de sus padres, ya de los que a su corona tributaban sus vasallos; ostentando pródigo desprecio de los bienes de fortuna, al paso que mostraba continuas ansias de los eternos. Con razón, pues, robó esta grande mujer las admiraciones de nuestro siglo, supuesto que ni él, ni en todos los de nuestros mayores se encuentra quien en perfecciones la compita.� Hasta aquí el arzobispo don Rodrigo, cuyas cláusulas fielmente traducidas explican más que dicen el concepto que se mereció en sus días esta gran matrona, y asegura su memoria estampada más que en los anales en los corazones de los españoles; y nos podemos bien gloriar con que esta sola Reina nos quitó la envidia de que se jacta Roma la antigua por haber sido madre de unas señoras, que la mas célebre mereció el renombre de matrona, no por una continuada serie de proezas, como nuestra Reina, sino por alguna determinada acción que parece excedía su sexo.

     Una circunstancia no es digna de olvido, cuando el ser tan particular explica mucho el concepto con que se veneró esta heroína en sus tiempos, y en los cercanos a su muerte. Dejó mandado en su testamento la enterrasen en el real monasterio de las Huelgas en sepultura llana y humilde. Obedeció el respeto de los que la conocían, porque no se atrevió la veneración a interpretar su humildad. Pasado tiempo, la infanta doña Berenguela, su nieta, juzgó que había mediado el bastante para cumplir con una obediencia, y que tenía ya libertad su devoción, para trasladarla a una magnífica sepultura. No se atrevió a esta mudanza sin dar parte a Inocencio cuarto para que se hiciese la función con todas las aprobaciones de quien puede en lugar de Dios interpretar últimas voluntades. El Pontífice, que sabía bien cuanto agradecida debía estar toda la cristiandad a esta gran matrona, expidió breve concediendo cuarenta días de indulgencia a los que visitando su urna el día de su traslación, y por los diez años siguientes ofreciesen por su alma algún sufragio, y diez días a los que rezasen un padre nuestro por su descanso (15).



ArribaAbajo

Capítulo LVI

Muerte del arzobispo don Rodrigo, y señas de su elogio

     El segundo golpe que recibió el corazón de nuestro Rey, fue la falta del arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada, en quien podía hallar, si no consuelo al cariño, que este no era posible, a lo menos alivio en la pena, y descanso en la fatiga. Esperaba fiarle, como le fiaba, mucha parte del peso del gobierno para entregarse del todo a aquel sosiego en que mortifica una pena; pero Dios, que sabía las prendas de nuestro héroe, le visitó tan de recio, que no sólo le permitió el desconsuelo, sino que le quitó al mismo tiempo todo el motivo del alivio.

     Fue el arzobispo don Rodrigo, natural de Puente de Rada en el reino de Navarra, hijo de Ximeno Pérez de Rada, y de doña Toda su mujer (16). Eran estas personas de conocida nobleza, de piadosas costumbres, y bastante riqueza. Conocieron en su hijo desde niño unos rayos de despierto ingenio, de corazón alentado, y de costumbres heredadas de su piedad, y por lograr tan buenas señas, le enviaron a estudiar a la célebre universidad de París. Allí cumplió enteramente con el deseo de sus padres, y vuelto a España se ignora el motivo o medio con que se introdujo en Castilla. Los grandes corazones como son fuego se insinúan insensiblemente, y con sus resplandores se dan a conocer. Lo cierto es que en Castilla lució tan desde luego, que obtuvo el nombramiento de obispo de Osma, aunque otros dicen de Calahorra. En la distancia de siglos es difícil esta averiguación; pero quedan ciertos los singulares méritos y aplausos de nuestro don Rodrigo, que aun no siendo castellano mereció ser elevado entre los castellanos a dignidades de Castilla. De esta pasó a la mayor en el arzobispado de Toledo en el año de 1209 (17).

     En tan suprema dignidad fue incansable su celo en el culto divino, en el gobierno de su diócesis, y en el aumento de la religión cristiana. Éste le obligó a emprender el viaje a Roma para conseguir el privilegio de las cruzadas. Volvió con esta gracia, y como la obra había de ser toda suya, empezó a predicarla desde que la consiguió, y tuvo por fruto de su voz que poco después de haber llegado a Toledo acudiesen a la guerra muchos ejércitos de extranjeros, cuyo número hay quien le suba al de doscientos mil, y si bien esta multitud de enjambres, todos sin rey, faltaron al mejor tiempo, porque sobraban para la victoria, el acudir tantos dice bastantemente la eficacia de la voz que los predicaba la jornada.

     Esta fue aquella célebre entrada en tierra de moros en que se cortó el vuelo al poder mahometano, ganando aquella tantas veces aplaudida, y nunca bien ponderada batalla que llamaron de las Navas de Tolosa. No había de faltar al riesgo quien era tanta parte para el lance; y así asistiendo al rey don Alonso de Castilla, se halló en todo su guión, que llevaba don Domingo Pascual, entonces canónigo de Toledo, y se entró dos veces por las inmensas huestes de los moros, con la singular maravilla que saliendo la asta del guión toda cuajada de saetas, ninguna picó en quien le llevaba.

     Quiso don Alonso, abrasado de celo con aquella ceguedad que causa el ver indecisa una batalla, entrarse al mayor riesgo, y decidir por sí solo lo que no conseguía infinidad de brazos; pero nuestro don Rodrigo con más corazón y prudente sosiego le contuvo. Instaba el Rey: vamos Arzobispo por Dios, y por su ley, muramos aquí los dos, replicó don Rodrigo (no sé si crea aquí lo que han pensado otros que habló como profeta), no señor, no, sosegaos, no moriremos, Dios dará la victoria a su ejército y a su ley: y fue así, pues esta fue la ruina de la banderas mahometanas. Aquí se deshizo aquella gran babilonia que confundía el nombre cristiano; y esta fue la que dio entrada a nuestro don Fernando para que pudiese ejecutar tantas proezas contra los moros, pues aquella soberbia mahometana, acompañada de su inmenso poder había cobrado tal orgullo, que fue preciso la liga de todos los reyes de España para sujetarla, y bien se conoce lo que podían, cuando aun destruidos dieron tanto que hacer a nuestro héroe. Pero de aquí mismo nace no pequeña gloria a nuestro Arzobispo, que con su viaje, sus persuasiones, su consejo y su valor tuvo tanta parte en esta gloriosa victoria, con que deshizo el poder de los Almohades, y dejó libre campo al rey don Fernando para que jugase la espada con el garbo que vemos.

     El rey don Alonso, principal caudillo en estas empresas, y a cuyas expensas se sustentó no sólo el ejército castellano, sino todos los de los aliados, dejó alguna seña de los servicios de don Rodrigo, y como ni era decente, ni proporcionado que tuviese tal prelado eclesiástico parte en el botín, le dio liberalmente para sí y su iglesia el señorío de veinte lugares en Castilla, como que estos se conmutaban en parte de los que eran fruto de la victoria. El principal lugar de que tomó posesión en virtud de esta liberalidad del Rey, fue Talavera, donde fundó la iglesia colegial, que hoy dura, y en ella dotó doce canongías, y cuatro dignidades, que continuamente están dando loores a Dios, empleados en el culto divino, y en darle gracias por haber contribuido su omnipotencia tan colmadamente a los trabajos de don Rodrigo, y haber sido causa de su fundación el beneficio casi milagroso de la victoria.

     No cesó con este feliz suceso, ni la vigilancia de don Rodrigo, ni la liberalidad del Rey. A los grandes hombres parece que se les multiplican ocasiones para su lucimiento, y es que saben lograr las que se ofrecen. A la vuelta de la feliz jornada se tropezó con el mayor inconveniente. La multitud había consumido todos los granos y carnes de Castilla: el tiempo concurrió a mayor falta con una lamentable sequedad: la tierra no producía, y la mucha gente había consumido lo reservado. La carestía es madre de la necesidad, y ambas del hambre, y en estos ahogos los alimentos inficionados con que se pretende conservar la vida, adelantan la muerte. Así sucedió, pues eran muchos los que morían cediendo a la epidemia. Aquí don Rodrigo se aplicó todo a la obligación de buen prelado. Concurrió con tan gruesas limosnas, que no sólo agotó el caudal de sus rentas, sino que empeñó en mucho su dignidad: pero como por sí solo no bastaba a un todo, acudió a su voz para que aliviase su mano. Fue singular su celo con que convenció a los ricos para que abriesen, ya sus trojes, ya sus tesoros en remedio de la necesidad común, y dio Dios tanta eficacia a sus palabras y a su ejemplo, que en breve se atajó la epidemia porque faltó la causa. El Rey, gustoso de haber dado mucho a quien tenía tanta familia, cuantos veía necesitados, determinó premiar al Arzobispo, y darle más para que tuviese más que dar; y así le fió el oficio de canciller mayor del reino, con la singularidad de perpetuarlo en todos sus sucesores en el arzobispado. Este oficio, que ahora sólo se conserva en el nombre, era en aquel método que había de gobierno de grande utilidad, y de mayor estimación. Refrendaba todos los despachos reales, cuyo sello tenía el canciller; sin el sello eran nulos, y el sello no le podía obligar ni el rey a que le pusiese. Por eso hasta entonces siempre se había dado esta dignidad a sujeto muy maduro, de gran confianza, integridad y letras. Quiso el Rey manifestar con un rasgo la estimación que hacía de don Rodrigo, y depositó en su dignidad oficio de tanta honra para que sus sucesores viviesen siempre con expreso agradecimiento a quien debían tan singular gracia. Bien sabía don Alonso de quien se fiaba, y no le faltó el Arzobispo en la batalla más dura que podía tener en este mundo, asistiéndole en el último trance, y procurando como buen pastor el mayor alivio de una oveja de real estimación. Confiole el Rey toda su conciencia, y correspondió el Arzobispo en aquellas exhortaciones, consejos y dirección que son útiles, o que de alguna manera aseguran la eterna salvación.

     Faltando el Rey heredó la corona don Enrique su hijo, menor de edad, y por eso quedó en la tutela de su hermana la reina doña Berenguela. El reino estaba en paz; los moros no se hacían temer después del golpe pasado; la prudencia de doña Berenguela era de fiar para el gobierno de muchos reinos; y así el Arzobispo no dudó en estas circunstancias de cumplir con la obligación de asistir a aquel gran concilio Lateranense, que convocó Inocencio tercero; el cual así por la multitud de los grandes prelados que le compusieron, como por las graves materias que se trataron, y los universales y útiles cánones que se decretaron, ha quedado en la mayor veneración en la iglesia. En este concilio dio a conocer sus grandes talentos para todo. �Grande fue, dice Mariana, el crédito que ganó en el concilio Lateranense, no sólo por las muchas lenguas que sabía, sino por sus muchas letras y erudición, que para aquel tiempo fue grande. Hizo a todo el concilio una exhortación latina, mezclando en ella muchas sentencias, que como flores la hermoseaban, unas en lengua española, otras en la francesa, otras en la italiana, y no pocas en la inglesa.� El Pontífice, cuando se volvía a España, le concedió el privilegio de legado en España por diez años, y facultad de legitimar para el goce de beneficios a trescientos hijos bastardos; privilegios aunque temporales de grande estimación.

     En este tiempo del concilio fue la revolución que dijimos de los Laras; sobre que Mariana dice: �la segunda ocasión de que lograron los Laras fue la ausencia que a la sazón hizo don Rodrigo arzobispo de Toledo, que sólo por su mucha autoridad y prudencia pudiera descubrir y desbaratar estas trazas; como quien enterado de todos los que en aquel tiempo escribieron, no descubría en todo el reino otro, ni muchos juntos, que pudiesen remediar los daños que si hubiera estado presente hubiera impedido don Rodrigo.�

     Y a la verdad su deán, que también se llamaba Rodrigo, y era gobernador por el Arzobispo, descomulgó a los Laras, y aun con tan violenta medicina apenas consiguió por fruto un disimulo; pero cuando volvió don Rodrigo, de Roma, y supo los excesos de los Laras contra los bienes eclesiásticos, habló al rey don Enrique, que aunque de corta edad, riñó a los Condes, y obligó a que restituyesen cuanto habían robado a las iglesias. Grande ejemplo de lo que puede un príncipe eclesiástico armado de fortaleza y razón; pues quien tiranizaba un rey y un reino, y se oponía a todos, no pudo resistirse a la fuerte conducta del Arzobispo.

     En el reinado de don Fernando, como príncipe piadoso, santo y prudente tuvo el principal peso del gobierno. No se puede decir que le fiase un todo, porque nunca quiso don Fernando descargarse del peso, que con la sangre y herencia le había dado la naturaleza; pero, o tomaba consejo de don Rodrigo, o le daba parte de la resolución para asegurarla. �Llevó, dice Mariana, el Rey en el viaje segundo de Andalucía en su compañía a don Rodrigo, arzobispo de Toledo, sin el cual veo que ninguna cosa de importancia acometía.� Bien califica esta verdad todo el tejido de nuestra historia, pues apenas hemos escrito empresa del Rey sin la asistencia del Arzobispo, gobierno político sin su consejo, resolución doméstica sin su autoridad que la mitigase, y al fin en todo intervenía el nombre y la soberanía de tan universal ministro, diestro en lo militar, y político y ejemplar en lo eclesiástico y piadoso.

     Por estas prendas puso el Rey a su cuidado enteramente dos muy principales de su corazón para que las educase y criase, entregándole a sus dos hijos don Sancho y don Felipe, para sacar, como sacó, dos grandes ministros de la iglesia. Don Sancho después de canónigo de Toledo por nombramiento del Arzobispo fue su sucesor en aquella silla, y don Felipe también después de canónigo de Toledo fue abad de Valladolid y Covarrubias, y electo arzobispo de Sevilla. Ni sólo se reducía su espíritu a criar plantas para las iglesias, sino que en aquel gran corazón todo cabía y no es poca prueba de sus anchuras cupiese en él la fábrica de la magnífica iglesia catedral de Toledo, cuya primera piedra puso en compañía del Rey. Prosiguió dándole Dios tesoros para que emplease en su culto, pues además de construir y dotar la colegiata de Talavera, labrar allí a sus expensas las casas arzobispales, cuyo sitio le había dado don Enrique, dotó en su catedral de Toledo veinte racioneros más de los que había, la capellanía de san Ildelfonso, cuya misa cantada se dice todos los días al amanecer, y hoy por la capilla en donde está, or haberse instituido en honra de aquel gran capellán de María Santísima, y por bula especial ser siempre misa votiva de la Virgen, se llama la misa de san Ildefonso. En la capilla de santa Lucía instituyó dos capellanes que dijesen cada semana diez misas, cinco por el alma del bienhechor, y en memoria y reconocimiento del rey don Alonso el sexto, y otras cinco a su intención. En la de san Eugenio otra capellanía con cinco misas cada semana, y otras cinco igualmente en el altar de santa María Magdalena, que es poste de la iglesia. Todo esto sin otras muchas dotaciones que hallamos suyas hechas a diferentes iglesias, singularmente al monasterio de Huerta, que tenía determinado fuese el depositario de sus cenizas, cosa por cierto admirable, que en aquellos tiempos en que el reino estaba reducido a límites estrechos, y el ensancharlos algo costaba tanto, al Arzobispo le sobraba dinero para dar a Dios. Verdaderamente se conoce que Dios le daba para que lo emplease bien, y que el arzobispo empleaba bien cuanto Dios le daba.

     Ni por estos excesivos gastos se excusaba de continuas y crecidas limosnas a sus pobres, teniéndole todos estos por su padre. Ya hemos visto que en el tiempo de necesidad les socorrió con tanta liberalidad, que en breves días produjo abundancia con el riego fértil de sus limosnas y exhortaciones. Sustentaba continuamente muchas casas honradas y miserables y atendía a cuantos clamores oía para compadecerse, y no se comprehende bien como guardaban tanto dinero y frutos las manos que estaban tan rotas. Aun los bienes que por raíces era preciso se conservasen para el usufructo no los tuvo por propios, pues teniendo parientes y muy honrado a quien pudo enriquecer y adornar dejándoles por estado el adelantamiento de Cazorla, el dignísimo Arzobispo sólo conoció por sus parientes a la iglesia su esposa, y a los pobres sus hijos; y así dejó en su última disposición el adelantamiento en sus sucesores, para que repartiesen sus rentas entre los indigentes, y en tiempo de sede vacante al cabildo para mayor aumento del culto divino en sus ministros, hallando medio para desposeerse después de muerto de cuanto con sus sudores y trabajos había hecho suyo estando vivo. Su celo de la religión cristiana y bien de la iglesia es imponderable; en su tiempo sembró la herejía aquel maldito libro del Talmud; contenía este un perniciosísimo veneno, porque falsificando textos de la sagrada Escritura, intentaba su autor persuadir con engaño que era católica la religión mahometana. Fue indecible el trabajo celo y aplicación con que el Arzobispo entregó a las llamas este libro, a fin de que ni sus cenizas quedasen en la memoria más que para el escarmiento; y basta decir que su influjo fue tan eficaz, que no sólo en su arzobispado, sino en toda España consiguió cortar y quemar esta venenosa cizaña, debiendo todos a su actividad que sólo nos quede noticia de este venenoso escrito por la detestación de los que supieron algo de su contenido.

     A todas estas heroicas acciones dio realce un admirable grado de santidad en el ejercicio de continuas virtudes cristianas. Por tal le respetaban en su vida, y cuando trajeron su cuerpo a Huerta desde Francia, donde murió en el regreso del tercer viaje que hizo a Roma (aunque no es fácil en nuestros historiadores descubrir con que motivo), pusieron aquellos religiosísimos monjes en su sepulcro al pie del bulto de piedra, que era costumbre en aquellos tiempos, este epígrafe: Aquí yace el santo arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de la muy clara sangre de Navarra, y más esclarecido en letras, gobernación cristiandad. Y no les pesó haberle llamado santo cuando vieron que en su sepulcro confirmaba Dios con milagros su virtud. Fueron muchos los pobres que sanó de varias dolencias, y abriendo después de muchos años su urna, se halló incorrupto su cuerpo sin la menor señal del mucho tiempo que había pasado entre la losa, participando de este singular privilegio, según es fama, todas las vestiduras pontificales con que le enterraron.

     Así la mucha devoción de algunos, la curiosidad de otros, y un santo miedo de los monjes no hubieran sepultado tanto este prodigio, y con su ocultación hecho olvidadiza la noticia de su santidad, pues temerosos de que la misma devoción había de robarles aquel tesoro, y escarmentados del cuidado y pesadumbres que les costaba cada vez que se abría el arca defender el cuerpo y vestidos, determinaron no abrirle jamás; y no se si con providencia divina, que quería ostentarse maravillosa en sus santos, como los hombres impidieron esta ostentación, permitió que el tiempo usase de sus continuas armas del olvido, y ya hoy es más conocido por escritor famoso, que por santo humilde (18).





ArribaAbajo

Capítulo LVII

Revoluciones en el reino de Portugal, y el eco que hicieron en Castilla

     Por este tiempo sucedió en Portugal una de las mayores catástrofes que puede padecer una monarquía; y aunque de reino extraño por la cercanía tuvo sus inmediaciones con nuestro Rey, a quien debemos libertar de la nota que le impone la inconsideración de algunas plumas por ligeras en el escribir. Reinaba por estos tiempos en Portugal don Sancho, llamado Capelo, por el hábito de canónigo de San Agustín, que vistió sus primeros años por devoción de su madre. Era sujeto de intención sana, corto ánimo y menos resolución: y por esta razón fácil de dirigir, y más blando de lo que pedía su dignidad. La reina doña Mencía, hija de don Lope de Haro, señor de Vizcaya, de tal suerte aprisionó el pusilánime corazón y mucho descuido de su marido, que de ella solo pendía el gobierno. No era este al gusto de los grandes, ni de los bien intencionados; pudieron probar faltas de justicia con los vasallos, desordenados los decretos, menos acertadas las resoluciones, poca observancia de las leyes, y otras turbulencias, que juntas con aquel odio que infunde en los reinos la esterilidad en las reinas, los concitó contra la soberanía de que se abusaba. Acudieron al Rey, a quien tenía tan ciego el cariño, y estaba tan bien hallado con su ociosidad, que él llamaba santo retiro, que no tuvo libertad para dar oídos a la razón. Viendo el reino tan inexpugnable esta voluntaria fortaleza, acudió al sumo pontífice Inocencio. Oída la causa y probada la intención, dio sentencia contra don Sancho, que consta original en el libro 6 de las Decretales cap. 2. de Supplenda negligentia praelatorum. Mandó se conservase el derecho del reino, y honores de tal en don Sancho y sus sucesores, sin tocar en nada a la justicia que le había fundado la naturaleza, y le quitó la administración de que abusaba, depositándola en don Alonso su hermano, casado con la duquesa de Bolonia; título con que en dicha decretal, y otros breves pontificios siempre le llamó el Papa, sin que se encuentre ninguno en que le reconozca rey hasta la muerte de don Sancho; en cuya cabeza fijó el cielo, y la naturaleza la corona aunque no supiese adornarla. La ejecución de la decretal se tomó con tanta eficacia en Portugal, que no hubiera tenido tiempo la Reina de refugiarse en el vecino reino de Galicia, si los portugueses no hubieran juzgado por mejor consejo darla paso franco, y aun, como solemos decir, no la hubieran hecho la puente de plata, para que les dejase sin oposición su idea. El Rey tardó más en salir, pero no se ensangrentó la furia contra la persona en quien tenían mucho que amar, si no tuviera la obligación de regir. No obstante es digno de reparo que se gobernase por razón un lance en que habían de ser muchos los que mandasen, y cada uno ejecutase a su arbitrio; pero al fin como en don Sancho ni había artificio político con que impedir las ideas de los contrarios, ni fuerzas con que resistir a su arrojada resolución, y le faltaba el consejo que le podía dirigir, salió a Galicia con su mujer a buscar quien le socorriese, procurando en balde recuperar con lágrimas el cetro que había perdido por descuidos.

     En Galicia se mantuvieron los Reyes sin duda a expensas de don Fernando. Era obra de piedad el refugiar a un rey, y a un pariente que miraba perdido. Era acción que se debía a sí mismo san Fernando, el atender a una reina, cuyas lágrimas, si no lavaban las causas antecedentes de su precipicio, regaban la tierra para que produjese compasiones. En esto no se le puede, ni se le debe culpar en nada a nuestro Rey; antes no podemos menos de acusar el error de algunas plumas, de aquellas que en la escuela de los niños llaman de buena forma, pero que escriben mentiras, porque embebecidos en lo hermoso del carácter, cuidan poco de la puntualidad del significado. Entre muy discretas cláusulas no falta quien manche la fama del santo Rey, escribiendo que el pontífice Inocencio le riñó porque no permitía tomar el gobierno de Portugal al infante don Alonso, según su decretal y su pontificia resolución. Esta impostura, aunque se hermosee con cláusulas discretas, no se puede permitir que quede escrita, y ya que una menor puntualidad de noticias tentó echar un borrón en la fama de este santo Rey, es justo borre la evidencia la falsa noticia con que mancharon sus autores el papel.

     Si atendemos a la historia, el Santo por estos tiempos estaba ocupado y embebido todo en la guerra contra moros; el príncipe don Alonso se hallaba en el reino de Murcia, en cuya amenidad se entretuvo desde que entró hasta que como con violencia le fue preciso salir para ir al socorro de Sevilla, sin que ninguna de nuestras historias se acuerde de asistencia de los reyes en otras partes en estos años, sino en el Andalucía don Fernando, y en Murcia don Alonso. Pero si este argumento por negativo no se admite contra quien de positivo afirma, daremos otro irrefragable por el honor de nuestro héroe, y por la observancia y respeto que siempre tuvo a la silla Apostólica. No sin algún trabajo y costa tenemos presentes sobre la mesa los traslados de los registros de Inocencio, y de todos sus breves escritos a nuestros Reyes. Entre estos, dos de ellos hay que hablan de estas pretensiones a algunos lugares, que del reino de Portugal tenían los reyes de Castilla. Es el uno dado en el tercer año del pontificado de Inocencio cuarto en 7 de las kalendas de julio, y el otro en el año cuarto del mismo Pontífice a cinco de los idus de mayo, y ninguno de estos dos breves se dirige a don Fernando, sino ambos a su hijo don Alonso; en ninguno se queja el Papa de haber intentado guerra ni movimiento que pudiese impedir, ni retardar la determinación pontificia, antes bien, al contrario de lo que estos autores fingen, el Papa responde a las quejas que el Infante le representó, de que el conde de Bolonia, con título de tomar posesión del gobierno de Portugal, infestaba y molestaba algunos lugares de Castilla; y en el segundo da providencia señalando por juez, que determine cualquier diferencia que pudiera ocurrir, a Desiderio, penitenciario pontificio, para que resolviese en justicia a favor de la parte que la tuviese. Por no interrumpir el hilo de la historia trasladamos los breves a la margen donde los leerán los críticos, y no enfaden a los menos curiosos, que con más facilidad nos creerán; y si lo hacen arguyan con claridad cuan lejos estaba de reprehender a nuestro héroe el sumo Pontífice, pues daba satisfacción a sus quejas.

     Las plumas portuguesas dicen que el rey don Sancho suplicó al rey de Castilla que le restaurase en su reino. Esto es tan creíble como natural; pero ninguno escribe se interesase en socorrerle, y este que se llamaba socorro era conquista; con que si hubiera sucedido, no le hubiera ocultado el silencio de los historiadores, y siempre por corto que fuese hubiera hecho falta a las urgencias con que se intentaba la guerra contra moros. Vasconcelos, a quien miran los portugueses como aplaudidor de sus monarcas, dice, que al ver el Rey depuesto la tempestad deshecha, se refugió a una vida religiosa, y tal, que no podía dar celos al gobierno de su hermano, y con ella consiguió el mejor reino del cielo; y a la verdad le pinta de suerte que duda quien lee si le venera en un altar. Es muy creíble todo esto en su buena crianza casi de religioso, y en su genio más apropiado a la cogulla que al despacho; y de nuestro héroe no era poca gloria hubiese mantenido en su reino, y a sus expensas a un rey, a quien su misma virtud por no tener propiedades de real había arrojado del solio. Pero de todo lo dicho bastantemente se colige cuan mal fundados dejaron correr las plumas los que escribieron reprehensiones del Papa a san Fernando, que no hubo, ni podía haber por unas acciones, que todas ellas merecieron, y merecen eterna loa, y debían haber notado los contrarios que a un héroe de vida irreprehensible era debido una evidencia para calumniarle de reprehendido.



ArribaAbajo

Capítulo LVIII

Determina el Rey, avisado del cielo, el sitio de Sevilla, y casamiento del príncipe don Alonso con doña Violante infanta de Aragón

     Los espíritus de superior calibre no se ofuscan con la batalla de las pasiones, porque viven dueños de ellas: el mismo asalto que por hombres padecen las aumenta la fuerza, que recogida para la resistencia vence al contrario, y queda muy entera para nuevas facciones. Así le sucedió a san Fernando, pues en el tiempo de su mayor congoja, cuando parece que la muerte de una tan estimable y querida madre había de ocupar todo el corazón, y la pérdida del Arzobispo había de embargar todo el cuidado, tuvo corazón de sobra y pensamiento desocupado para la mayor de sus gloriosas acciones, y como si tuviera muchos que le ayudasen, ideó la conquista de Sevilla. Esta sola empresa era bastante para un Alejandro. Sevilla nunca dejó de ser mucho, y en todo tiempo ha sido sumamente estimada. Su fecundidad y apacible temple la hizo emporio de la morisma, y el temor de perderla obligó a sus reyes a tenerla bien fortificada. Además de esto su rey Axataf, sucesor de Abenhuc, escarmentado de lo que le había sucedido a su padre en Jerez, no quería salir al campo, pero tenía muy prevenida la ciudad. Todas estas circunstancias ponderadas con madura prudencia detenían la idea.

     Pero el cielo la determinó con superior providencia, que vence todos los discursos humanos, porque estando el Rey en fervorosa oración se le apareció visible el gran doctor de España y arzobispo de Sevilla san Isidoro, y le mandó que rescatase del mahometano imperio su ciudad, que así la llamó por suya en la patria, suya en la silla, y suya en la protección. Con esta visión, que por tradición constante permitió la iglesia que se leyese en su rezado, salió del encendido horno de la oración todo fuego para emprender la conquista, sin reparar en inconvenientes más que los que dictaba la prudencia para prevenir daños; que como el cielo es discreto, no inspira temeridades (19).

     Lo que ocupaba el primer cuidado era la paz en toda Castilla y León, porque no dejando aseguradas las espaldas, podía un inconveniente, ya de inquietud en el reino, ya de armas en los confines cortar todo el curso a la conquista. Las circunstancias en la raya del reino de Aragón daban bastantes muestras al temor. Su rey don Jaime el Conquistador, empeñado en la rendición del reino de Valencia, vivía ufano por mirarle ya como suyo, y tenerle como prenda propia. El infante don Alonso, que había vuelto a Murcia, era joven ardiente, y quería competir a su padre. El ensayo en este reino le había salido tan bien, que ya le parecía corto el distrito de Murcia, y le sobraba ardor para avasallar a toda Valencia, y sin mucho reparo se adelantó a algunos lugares de este estado. El de Aragón sentía el golpe, y si a don Alonso habían picado en el gusto las conquistas, a don Jaime le picó en el corazón ver que no se le guardaban los límites. Quiso volver la cara contra el vecino que se le introducía, y se quejó muy recio de su proceder.

     Este sistema daba muchas señas de rompimiento, y en Castilla se hablaba con temor; pero no duró mucho el susto, porque antes de sacar la espada, como era un joven el agresor, se debía atender mucho a la edad. Esta compuso el lance, y acabó en cariños lo que empezó en quejas, porque interviniendo medianeros que dispuso nuestro Rey, se ajustó el matrimonio de don Alonso con doña Violante infanta de Aragón, hija de don Jaime. Este enlace era útil a los dos Reyes. Ambos celosos por el nombre cristiano, y empeñados en acabar con la morisma, a los dos convenía el estar unidos para batallar contra moros con más fuerza, y a ningún rey conviene la guerra más justa. Concertose el tratado que luego se efectuó en Valladolid en noviembre de este año de 1246, aunque como al rey don Fernando le ocupaba todos los sentidos la guerra que le había mandado el cielo, conmutó las fiestas y regocijos de las bodas en el gusto de prevenirse para la conquista, y dar el último, pero tan sentado golpe, con que acabase el vasto imperio mahometano, cortándoles la cabeza para que jamás pudiesen erguir el cuello.



ArribaAbajo

Capítulo LIX

Disposición para el sitio de Sevilla por mar y tierra

     Concebida la idea, para darla a luz era preciso comunicarla el alma. Esta la había de dar con su voz y su fuego san Fernando, alistando ejército, y tal que cumpliese con la obligación que le había impuesto el cielo, y con el consejo a que en todas ocasiones consultaba sus resoluciones. La disposición del sitio obligaba a tomar despacio las medidas, porque la puerta que Sevilla tenía abierta por el río frustraba toda la prevención de tierra, y la dejaba expuesta a que reforzados los andaluces con los africanos, se perdiese el trabajo y la gente. Para evitar este inconveniente dispuso el Rey acometerla por mar y tierra, y para esto llamó a su corte a Ramón Bonifaz, natural de Burgos. Algunos dicen ser de nación francés.

     Enviole a Vizcaya con dinero para que fabricase naos. Era, así en la maniobra de las fabricas como en lo diestro de batallas y lances navales, experto y afortunado, y para que cobrase valor con la honra le nombró el Rey primer Almirante, y esta fue la primera vez que se creó en Castilla esta dignidad en don Ramón, y que después ha tenido tanto aplauso y estimación en el mundo. En cuanto Bonifaz trabajaba en Vizcaya en la composición y disposición de sus naos, el Rey preparaba su ejército de tierra. Al rey de Granada le dio licencia para que se volviese a gozar su medio reino, contento con lo que le había ayudado en sus cercanías, y receloso de que si se ausentaba pudiesen los moros conmoverse contra él, y tener obligación de acudir a su socorro. Hasta ahora había sido su presencia útil, y en apartándose de aquellas tierras el ejército, se debía temer fuese peligrosa su ausencia. El ejército de tierra se compuso de infanzones o gente de a pie, y de caballería. No se usaban tantos oficios como ahora, y la primera plana se llenaba con pocos nombres, gobernándose por capitanes, que se llamaban almocadenes en los de a pie, y almogávares en los de a caballo. A estos mandaban los adalides, que equivalían a los que después llamaron maestres de campo, y hoy coroneles. Sobre todos había un adalid mayor como el generalísimo de nuestros tiempos. Tuvo la honra de gozar de este grado el famoso Domingo Muñoz, el señalado en la conquista de Córdoba; y como la empresa era de empeño, y se podía temer durase meses, y el ejército mayor que lo que se solía contar en aquellos tiempos, se le dieron por compañeros, casi con grado igual para el respeto, pero con subordinación para la obediencia, a Pedro Blázquez, llamado comúnmente el Blanco, rama del tronco de los Dávilas, y a Lope García de Córdoba de la casa de los Saavedras.

     Iban en el grueso del ejército, infanzones y ricos-hombres de toda la nobleza de Castilla y León, muchos prelados, los maestres de las Órdenes Militares con sus religiosos, que todos concurrieron al saber que el Rey en persona había pasado desde Jaén a Córdoba sin más fin que juntar las tropas más numerosas que pudiese, como quien iba ya a dar el último golpe a la morisma, para que no pudiese volver a más movimiento que aquellos vitales, pero sin fruto, que dan los animales que llama Aristóteles imperfectos, porque se mueven lo bastante para la admiración, pero sin riesgo ni miedo de que acometan a quien los mira. Al ejército se juntaron no pocos extranjeros. A estos condujo parte su utilidad, y más la nueva cruzada que el año antecedente había concedido al infante don Alonso el pontífice Inocencio cuarto, quien no contento con alistar gente a costa de indulgencias, quiso concurriese la iglesia a guerra tan suya, concediendo para ella la tercia de todos los diezmos eclesiásticos por un trienio.



ArribaAbajo

Capítulo LX

Sale el ejército: rinde en el camino a Carmona; enseñoréase de Constantina, Reina, Lora y Alcolea: pasa el río en que venció su dificultad; y los que se resistieron en Cantillana fueron pasados a cuchillo, a cuyo temor se rindieron Gerena y Guillena

     Ordenadas todas las prevenciones, al empezar la primavera del año 1247 salió el ejército de Córdoba, y se enderezó a Carmona. Estaba en el camino; era lugar grande; no convenía detenerse a sitio, ni era bien mostrar que no se atrevía el rayo, o que se miraba con respeto. Por esta razón caminando el ejército taló todos los campos. Esta debía ser la única intención, y los moros creyeron ser primera diligencia, y así saliendo en pasos de su temor, rindieron parias para conseguir misericordia de aquel que miraban enemigo vencedor, sólo porque tuvieron la desgracia de estar en el camino. Ofrecieron cierta suma de dinero para los gastos, y rendirse a don Fernando si a los seis meses le respetasen vencedor. El Rey, que al paso se halló con este triunfo conseguido antes de intentado, les concedió lo que pedían, pues le daban ellos más que quería. Pasó el ejército a Constantina y Reina, que se dieron sin resistencia. Al prior de san Juan envió con gente a Lora, que entró sin gran dificultad, y no la tuvo mayor el Rey en dejarla a su religión. Ganó también a Alcolea, y prosiguió su camino, tropezando con el río Guadalquivir. Era conveniente vencer su paso para enseñorearse de algunos lugares que debían dar cuidado, poseídos de los moros a la cercanía de nuestra gente. Buscose vado, y a dos leguas de Carmona se engañó la vista, creyendo veía suelo, porque descubría poca profundidad. Empezó a pasar el ejército, y hay quien asegura que el mismo Rey el que conoció en sí el peligro, porque el que parecía suelo firme a la vista, era un cenagal sin consistencia, donde peligraban hombres y caballos, por no pisar agua ni tierra, y faltar a un tiempo la consistencia en que podrían asegurarse, y lo fluido en que poder nadar, impidiendo el lodo el mismo paso que detenía. Acudió pronto al remedio el ingenio del Rey, y como no halló firmeza en los elementos, la suplió con ramazón, que echada en el río afirmó el lodo, y sirvió como de puente. Pasó el ejército, y se puso sobre Cantillana. Los moros vivían prevenidos, y creyeron estar seguros y victoriosos; pero a pocos días les faltó la seguridad, y se hubieran contentado con solo vivir, porque experimentada su resistencia, se entró la villa por fuerza, y fueron pasados todos a cuchillo.

     No fue este castigo sin fruto, porque caminando de allí a Guillena, se rindió al ver que era cierto su peligro. Gerena quiso tomar medio entre las dos: tentó la resistencia para sacar partido, y a poco tiempo conoció no podía ser ventajoso, y así hubo de contentarse con abrazar la ley que le dieron en solo el perdón de las vidas. Bajo esta condición quedó el lugar por el Rey, y los moros salieron a refugiarse entre los suyos, y a aumentar el número de su ejército, aunque con poco provecho por atemorizados, y por dispersos.



ArribaAbajo

Capítulo LXI

Asalta una recia calentura al Rey, manda proseguir al ejército sus marchas. Sitio de Alcalá del Río, que se ganó luego que convalecido el Rey llegó al campo

     En esta sazón asaltó al Rey una calentura, que dio materia a su sufrimiento y al cuidado de los vasallos. Retirose a Guillena, pero mandó que no parase el ejército, porque cualquiera movimiento que no fuese de prosperidad daba con el tiempo treguas y coraje a los moros. Enviole con el Adalid a Alcalá del Río. Temía este golpe Axataf, y así vino de Sevilla a guardar con su persona la plaza. Estaba dentro con trescientos caballos. Los cristianos pusieron el sitio, pero el Rey con sus caballos hacía varias salidas, y no fueron las menos veces las que volvió a la plaza victorioso. Los nuestros duraban en un sitio regular. Formaron sus máquinas, que en aquel tiempo llamaban ingenios, con que tiraban piedras o flechas. Fueron en esto más desgraciados, porque nada les salía bien, y los ingenios si llegaban a disparar tres tiros, en el cuarto se hallaban inútiles por quebrados, y el gasto por superfluo. No parece quería Dios se hiciese nada bueno, si no asistía san Fernando, que mal convalecido de su accidente partió al ejército, registró el terreno, reconoció lo ejecutado, y mandó al punto, que saliendo las huestes de sus reales, quemasen y talasen toda la campaña. Este rayo dejó tan sin esperanza al rey Axataf, que a la siguiente noche desamparó la plaza para librar su persona, y favorecido de la obscuridad entró en Sevilla. Su ausencia cortó el valor a los moros, y sin aguardar más términos por temer peores partidas, pidieron cambiar la plaza a misericordias. Concedióseles algo, y cedieron al Rey a Alcalá, purificada de su guarnición y dominio. Entró triunfante don Fernando, y como era puesto de bastante importancia, y que por tal había merecido la presencia del rey moro en su defensa, se detuvo a fortificarla, dando al mismo tiempo algún sosiego a su debilidad, y algún descanso a su ejército.



ArribaAbajo

Capítulo LXII

Llega al Rey noticia de haber arribado la armada de Bonifaz. Envía socorro por tierra, y acude con el grueso del ejército hacia Sevilla, en cuyo río entró la armada victoriosa de las naos que la embistieron

     Estando fortificado y guarnecido al modo que pedía el tiempo el nuevo lugar o plaza de Alcalá del Río, llegó un mensajero al Rey de parte de don Ramón Bonifaz con la buena nueva de haber arribado con felicidad a la boca del río Guadalquivir con trece naos y algunas galeras. Esta armada, que lo era en aquel tiempo, había dispuesto la buena dirección de don Ramón, y la hábil aplicación de los vizcaínos. Pedía al mismo tiempo socorro de tierra, para asegurar el lance en que no dudaba se había de hallar, porque como en prevenciones de guerra es tan imposible el secreto, se debía suponer que los de Sevilla habían de impedir, o procurar impedir la entrada. Alegrose el Rey de ver la buena conducta de don Ramón, y lo bien tripuladas y abastecidas que decía estaban sus naos; pero conociendo la razón con que pedía socorro de tierra envió al punto a don Diego de Flores, Alonso Téllez, y Fernando Yáñez para que desde las orillas reconociesen e incomodasen al enemigo.

     Fueron estos: pasearon las márgenes del río, y registrado todo el terreno, se volvieron juzgando ociosa su estancia en tierra enemiga, pues no descubriendo al que iban a vencer, temieron que los pudiesen cortar o cargar con multitud insuperable. Con este consejo regresaron a Alcalá del Río, contentos con poder dar al Rey aquella seguridad que puede afianzar el argumento negativo de no haber visto a enemigo alguno; y a la verdad se experimentó que retirándose, dejaron el campo libre a los que salieron después de Sevilla al socorro de más de treinta embarcaciones que había juntado su Rey, y le dieron los moros de Tánger y de Ceuta. Vinieron a las manos, y aunque el número de los moros era excesivo, y su manejo de marinería muy aplaudido, la gran conducta de don Ramón, y el diestro valor de los vizcaínos, venció la hinchada vilantez de los moros, afondándoles tres embarcaciones, quemándoles una, y añadiendo a sus trece otras tres, de que se aprovechó de sus enemigos. Disueltos y disipados le dejaron señor no sólo de la boca, sino de todo el río hasta Sevilla, porque no tuvieron prevención de reservar fuerzas, cuando con todas no tuvieron las bastantes para defenderse.

     Los moros que habían salido de Sevilla no pudieron socorrer desde tierra, porque la batalla fue agua afuera, y creyendo seguras sus espaldas se embebecieron, o en el combate, o entre el susto. Aquí suplió la falta de los que sin dar socorro se volvieron al real, Rodrigo Álvarez, que habiendo salido a cabalgada, o a lo que en estos tiempos equivaliera a caballero partidario, encontrose con los moros, y prevínoles con el golpe. Eran mucho menos los cristianos, pero les sobraba tanto valor, cuanto les ayudaba estar sobre sí animados con la victoriosa acción de las naos. Estas circunstancias dieron a don Rodrigo la correspondiente victoria por tierra, obligando a los moros a retirarse dentro de la ciudad.

     Así corría la fortuna en la ribera, cuando san Fernando. convalecido ya enteramente de su indisposición, salió con el grueso de su ejército de Alcalá del Río. Dirigió la marcha en busca de los navíos para acudir por agua y tierra al combate. De Alcalá hizo alto el ejército aquella noche en el vado de las Estacas cerca de Algaba; la siguiente en la torre del Caño, que hoy llaman de los Herberos; y al tercer día llegó a visitar la armada con duplicado regocijo, por verla, y saber que estaba triunfante. Dio providencia de que se acercasen más las naos a Sevilla, y los reales se fueron ordenando de suerte que el día 20 de Agosto se formó la primera disposición del sitio.



ArribaAbajo

Capítulo LXIII

Formación del sitio de Sevilla: puestos que tomaron el Rey y maestre de Santiago, y primeras acciones militares

     En la antigüedad que ya celebra esta función, no podemos descubrir las individuales noticias que deseáramos de sus particulares sucesos. La crónica del Santo refiere en el estilo que usaba la lengua, o la poca curiosidad de su siglo, algunas circunstancias. Estas mismas, así en su confusión, como en el defecto de su cronología, nos dan a entender que faltan muchas. Quisiéramos pintar esta corona de tantos triunfos con la mayor perfección, pero no tenemos colores, y aun echamos menos el dibujo; y como ha de ser copia fiel de lo que sucedió, no se pueden tirar líneas que disformen el original. Dichoso fue Julio César en eternizar sus triunfos con su pluma. Otros más cuidadosos y más aplicados han solicitado noticias de este sitio, y no las han podido resucitar, porque la antigüedad las ha confundido con el polvo, y así temerosos de que el desear escribir mucho haga escribir sin fundamentos, nos contentaremos con referir lo cierto, y perdonará la curiosidad en lo que echare menos, porque no es pasto del entendimiento aquel manjar, que por débil no mantiene con solidez.

     El día pues 20 de agosto, año de 1247, y era 1285, se puso el santo Rey sobre Sevilla. El real tomó puesto en la cercanía de la ciudad, en aquella parte que está desde la ermita de san Sebastián al río; acampamento peligroso por la cercanía, como se experimentó después: pero como el deseo del Rey era ganar horas, no quiso perder terreno a su mismo arribo. Asistían a su lado los maestres de Calatrava y Alcántara; el de Santiago don Pelayo Correa se apostó al otro lado del río, a la parte de Triana, debajo de Aznalfarache, cuyas ruinas manifiestan aun lo fuerte de su defensa, y lo inaccesible de su terreno: otros ricos-hombres y concejos tomaron sus lugares según pareció conveniente para coger todas las avenidas. En la puntualidad de esta disposición faltan mucho las historias. La más exacta, y que es forzoso seguir por no haber en que escoger, es la crónica; pero esta con la poca pulidez del siglo en que se escribió, confunde a quien no la estudia, porque refiere casos particulares de sujetos que no ha dicho estuviesen en el puesto, y de este antecedente se arguye lo que debía decir.

     El concepto que se forma de este sitio es que en la inculta política militar de aquel tiempo, en que no había substituido la pólvora al valor, y en que sólo el esfuerzo y la industria vencían, teniendo el Rey poca gente, y siendo dilatada la extensión de la ciudad, llamamos sitio lo que en nuestros días se llamara bloqueo. Cogíanse las avenidas para evitar en cuanto se pudiese los socorros, e impedir la introducción de mantenimientos, íbase gastando poco a poco a los sitiados. Eran continuas de una y otra parte las escaramuzas, o como ellos llamaban, cabalgadas: frecuentes, las celadas o engaños con que los sitiados en sus salidas pretendían cansar a los sitiadores, y estos intentaban enflaquecer las fuerzas de los sitiados. Ni de otra manera es posible concebir cual fuese el sitio en que refieren todas las historias continuas salidas de la ciudad, frecuentes socorros introducidos, corto número en los sitiadores, y una situación tan contra el asunto, pues a la otra parte del río estaba aquella fertilísima y pobladísima campiña, que los antiguos llamaron huerta de Hércules, tan llena de alquerías, aldeas y lugares, que propiamente era una nueva ciudad extendida en las riberas de Guadalquivir por más de media legua de ancho, y se terminaba en los alares o cerros que desde la falda de Sierra Morena prosiguen dominando la Vega de Triana; y para mayor resguardo tenía cuatro lugares fuertes y murados, que servían de defensa y refugio a los aldeanos. Estos eran Aznalfarache, que hoy se llama san Juan de Alfarache, Aznalcázar, Aznalcóllar, y Solucar de Albaida.

     La infinita morisma de este aljarafe y sus cuatro fuertes impidieran aun en este tiempo lo regular de un sitio, y no es corta gloria de esta conquista se intentase cortar la cabeza de este monstruo en grandeza, sin minorarle ni enflaquecerle los miembros. Don Pelayo tenía que resistir a las continuas salidas, emboscadas, estratagemas y ardides que hacían continuamente los de la plaza, y no podía descuidar un instante sin volver la cabeza la centinela a los embates de la morisma del aljarafe; y es maravilla que aun le sobrase tiempo y gente para divertirse contra los moros de Sierra Morena, proviniendo los antes que le viniesen a inquietar. El Rey tenía que estar siempre con cuidado no pasasen los moros del campo sobre el real, al mismo tiempo que eran continuos los asaltos de los de la ciudad.

     Viéronse desde luego en peligro, porque esguazando el río don Pelayo, se halló que le hacía frente sin dejarle proseguir el camino para tomar su puesto el rey de Niebla, llamado Abenamafon. Había este venido a socorrer a Axataf, y con prudente consejo se puso a la otra parte del río para guardar sus márgenes, y dejar descubierta la ciudad por el lado de Triana. Viendo que pasaban los cristianos, reforzó su gente con la de Aznalfarache, y se ayudó con muchos del aljarafe, y de los demás de aquel sitio, que si aumentaban poco la fuerza, daban gran bulto al número. Con todo esto se encontró el maestre y sus caballeros. El valor de los cristianos era fiel; estaba repartido en pocos, pero cada uno se vestía con mucho. Vieron esta nube, creyeron que era de polvo, costó trabajo el romperla, pero lo consiguió su aire. Tomó su puesto donde no le dejaban descansar los moros. Eran vecinos, y vecinos sin ley, y con odio. Eran muchos, y siempre es difícil resistir a una multitud, aunque desordenada y sin consejo. Vio el Rey este peligro del maestre, y enviole por socorro a don Rodrigo Flores, Alonso Téllez, y a Fernando Yáñez con trescientos hombres. Este socorro dice bastantemente lo corto de nuestro ejército, y el modo de hacer la guerra, pues bastó para detener la furia de los moros dar algún socorro al maestre, haciendo tanta falta al Rey, que se vio precisado a mudar el campo, apartándose algo de la ciudad; cuyos habitantes con la cercanía le molestaban sin dar lugar al reposo, ni conceder términos al susto.



ArribaAbajo

Capítulo LXIV

Múdase el real a Tablada, y acción gloriosa de Garci-Pérez de Vargas

     Con esta resolución mandó el Rey tocar a marcha, y levantar el real para apostarle en Tablada, puesto más distante que el primero, y no tan descubierto; por lo cual era más a propósito para armar celadas o emboscadas: ardid usadísimo en estos tiempos, y a que se reducía mucha parte del gobierno en las guerras. Marchó el campo, y llevaba un lado Gómez Ruiz Manzanedo, que gobernaba la gente del concejo de Madrid. Los moros que vieron levantar el real para retirarse, creyeron en su deseo fuga, lo que era prevención del valor. Salieron en su confusa algarada, y acometieron a la gente de Madrid. Lograron algo el golpe, pues mataron a seis; pero sus compatriotas que vieron sangre, valientes siempre con las armas blancas, que eran las solas del uso, volvieron con tal ímpetu contra los moros, que no se conoció si habían acometido, o si sólo con volver las caras habían vencido, retirándolos hasta las mismas puertas de la ciudad, con riza y muerte de muchos, y confusión de todos.

     Como el Rey llevaba tan seguras las espaldas con los de Madrid, y estos cubrían completamente la marcha, llegó a Tablada, y reconociendo el terreno mandó hacer alto, si bien para más seguridad de no ser sorprendido formó una caba. De esta voz usaba entonces la milicia para explicar lo que ahora llamamos trinchera. Con esta se defendía el campo de insultos, y podía cobrar fuerzas con alguna quietud para volver al trabajo.

     Por si aun no vivían escarmentados los moros, mandó el Rey salir a los herberos. Eran estos los que ahora llamamos húsares o partidarios. Vivían sólo de lo que pillaban: gente brava, y que tenía su mayorazgo fundado en su temeridad. Dispuso fuesen a sostenerlos algunos caballos con Garci-Pérez de Vargas. Acompañó a este otro caballero de voluntario; y debe su honra al silencio de los historiadores, haciéndole el gusto de no nombrarle. Salieron los caballos, y de ellos y de los herberos no tenemos más noticia, porque, o no hallaron lance en que emplearse, o por común no hizo ruido, o le confundió el valor de Garci-Pérez de Vargas. Este con el otro caballero tardaron algo en salir, y cuando tentaron el viaje, hallaron embarazado el camino con siete moros que les impedían el paso. El compañero cedió a la dificultad, y volvió riendas al caballo. Garci-Pérez prosiguió con mesura. El Rey, que desde un alto de su real vio lo que pasaba, quiso enviar gente de socorro para asegurar el lance; pero Lorenzo Juárez, a quien daba la orden, le replicó, diciendo: Señor, déjelo V. A. que es Garci-Pérez de Vargas, y para él pocos son siete moros. Habló con conocimiento, pues llegando cerca, pidió a su escudero la celada y las armas, y lo mandó no se apartase, porque no le cogiesen si no le cubría su sombra. Prosiguió el viaje, y el sosegado valor puso en tal confusión a los siete moros, que dejándole libre el camino, lo halló sin oposición, y pudo seguir su intento, que como era prudente su valentía, no tocaba en la raya de temeraria. Franqueó el paso, y no buscó lance con ventaja del contrario. Caminó un rato, y queriendo desahogar la pesadez de las armas, entregó la lanza, y se quitó la celada. Aquí reconoció que al ponérsela había dejado caer la cofia, y se había descompuesto el tocado. Corriose de sí mismo, y volvió a pedir al escudero sus armas. Riñole porque no había reparado en la cofia, y explicó el intento de querer volver al puesto para recuperarla, enmendando la valentía lo que había perdido un descuido.

     Procuró el escudero disuadir el empeño, inspirándole que más era ideada aventura de libro de caballería, que valiente ocasión de un caballero de prudencia. No, respondió don García, bien has visto que cuando se apartaron los moros, no quise embestir, sobrándome el esfuerzo para deshacerlos, porque vi franco el paso que había de haber abierto mi espada, y no era bien parecido hiciese yo ostentación de mi valor con quien huye, ni pretendiese más victoria que lograr el empeño. Creed cierto, que si ellos no me hubieran franqueado tan libre el paso, le hubiera sabido hacer sobre sus cadáveres, que a vista del Rey ,y a vista mía no había de haber quedado deslucido. Ahora lo estoy, porque si ellos han encontrado mi cofia, la guardarán como despojo de mi turbación, y en el real no tengo de parecer sin tocado en la cabeza, que la falta del natural adorno del pelo parecerá mucho peor en esta ocasión en que se reconocerá estoy descompuesto por una batalla que no he tenido. A mi honor toca el recobrar una prenda de ningún valor en sí, y que vale toda mi honra.

     No se atrevió el criado a resistir a un amo a quien vio determinado, y a quien miraba como irresistible. Dio la celada, la lanza y las armas, y volvió al lugar donde los moros, que sin duda estaban de centinela, se habían apostado. Viéronle venir, y temieron más que la primera vez, porque la falta de valor les hizo discurrir intención doblada, y tener las espaldas seguras, quien no contento con haber logrado la calle por suya, venía denodado a embestir sólo contra tantos, y previniendo el imaginado daño se pusieron en salvo, dejando tan libre el campo, que pudo con sosiego y espacio buscar su cofia, y enlazándola con el hierro de su lanza, proseguir su camino triunfante dos veces sin batalla, porque solo su nombre y valor le habían dado la victoria.

     El Rey que había visto desde su campo todo el caso, no había distinguido bien el empeño de esta segunda aventura, y estaban todos deseosos de que volviese al real a saciarles su curiosidad. Llegó, contó con sinceridad el pasaje, no juzgando gran valor el atrevimiento, sin recatar su genio el que miraba por su honra. Lo de su compañero guardó caballerosamente, porque aun preguntado del mismo Rey quien era aquel Caballero que se había vuelto y dejádole solo en el lance, siempre respondió que no le conocía, o porque le había desconocido en el hecho, o porque no conocía por caballero al que tan mal miraba por su punto.

     Este celebrado caso de Garci-Pérez le refiere por menor la crónica del santo Rey, y Zúñiga en sus Anales se empeña cuanto puede por confirmarle cierto. Nuestro crítico Papebroquio, viendo que el mismo empeño de confirmarle parece que es poner duda en su verdad, resuelve con su acostumbrado juicio y peso, que para querer dudar de esta verdad era menester primero probar falsedad en la crónica, que ni por su estilo, ni por su método, ni por su lenguaje da motivos a la menor duda de estar en este caso alterada de lo que se escribió en días del rey don Alonso; con que no habiendo por donde oponerse al autor que refiere, no hay por qué impugnar la acción de quien la supo lucir. Nuestro Mariana dificultoso en creer todo lo que no es muy fácil de concebir, o no tiene gran fundamento en la autoridad, cuando en otros puntos pone a lo menos la razón de dudar, en este refiere el caso por cierto, dando motivo a la fe con la sinceridad de repetirle. Papebroquio aumenta la credulidad con el gran peso de la razón que le mueve, y es como se sigue:

     En el método de guerra que se usaba, cada hora tenían los caballeros esforzados aventuras con los moros, y según el número de estos y el Corto de los cristianos, no se violenta la imaginación en creer que a cada cristiano tocaban siete, y aun más moros: con que la posible del suceso lo concederá cualquiera. Que en el esfuerzo y valor de don García cupiese la acción es más que probable, y se confirma con argumento cierto. En las puertas de Sevilla se pusieron varias inscripciones en que se fingía eterna la memoria de los sucesos. Sobre la de Jerez dispuso la contingencia que tocase esta inscripción:

                                  Hércules me edificó;
Julio César me cercó
De muros y torres altas:
Un Rey santo me ganó
Con Garci-Pérez de Vargas.

     En este epígrafe se atribuye la conquista de Sevilla casi igualmente al Rey santo, que a Garci-Pérez, o por lo menos se le da el segundo lugar en la gloria. Esto se esculpió, o viviendo los otros conquistadores, o a lo más dilatado en tiempo de sus hijos; y no es creíble que permitiesen se eternizase en el mundo tan singular renombre de un héroe en competencia de los otros sus progenitores, si la fama que aun duraría de sus proezas, no le hubiera singularizado entre todos, y así se viesen obligados a sufrir su ensalzamiento por no poder negar su singularidad. Creo es el más galano medio para decidir la cuestión, dejar a que si alguno puede averigüe la verdad, y contentarnos con que Garci-Pérez de Vargas fue tan valiente, que una acción admirada de todos sólo se dude si sucedió, y nadie dificulte pudo suceder; porque cabía muy bien en su pecho, y si no la ejecutó, le sobraba bizarra para ejecutarla. Y logren los hijos de la muy noble villa de Madrid la vanidad de tener tal compatriota por ramo de los célebres de este apellido, cuyo solar dura aun en la estimación de toda España.



ArribaAbajo

Capítulo LXV

Correrías, y afortunadas hazañas del maestre de Santiago

     En el nuevo campamento no faltaban ocasiones en que se manifestase el valor, porque los sitiados no tenían más esperanza que debilitar las fuerzas a los contrarios, y como se fiaban en su multitud, temían poco perder gente, y ganaban mucho con matar a pocos. Era tan audaz el atrevimiento, que llegaron con sus correrías a llevarse los carneros y vacas que el real guardaba para su mantenimiento. No les hizo mucho provecho esta provisión, porque reconociendo el hurto, salieron a recobrar la presa los maestres don Pedro Yáñez de Alcántara, y don Fernando Ordóñez de Calatrava, y tuvieron por fortuna los moros darles lo que habían hurtado, porque no les quitasen las vidas que tenían por propias. Las celadas, ardides y emboscadas eran diarias; pero aunque continuamente molestados de esta parte del río, vivían más sosegados que el maestre de Santiago.

     Como este se había apostado de la otra parte, y entre dos avenidas (hoy dijéramos dos fuegos), pues de la una sufría las mismas incomodidades de la ciudad que el Rey, y por la otra los de Aznalfarache, y de todo el Aljarafe estaban sobre él continuamente, para defenderse quiso ofender, aun cuando no le desadaban, y escarmentar al enemigo entrando en cuidado su altivez, y manifestando que a los cristianos les bastaba el esfuerzo para provocar, o no sabían estar ociosos sin combatir. Para esto juntó su gente, y dio un golpe recio en Belves, aldea vecina, que halló muy rica, y dejó muy pobre; y no bien guardado el botín, asaltó a Aznalfarache, que aunque muy fuerte y prevenida, sintió la herida más de lo que juzgaba. Fue sangriento el lance por parte de los moros, a quienes ya creyó escarmentados, y que se irían con más sosiego en inquietarle; para cuyo fin dispuso una emboscada tan feliz, que saliendo aquellos a probar fortuna, la hallaron tan adversa, que quedaron en el campo más de trescientos muertos.

     Con estos sucesos tan favorables le pareció a don Pelayo podía tentar las fuerzas de Triana. Era este arrabal el que le tocaba ganar por estar a la misma margen del río, que era su campo. Salió de él con sus compañeros don Rodrigo Flores, don Alonso Téllez, y don Fernando Yáñez, que en todas ocasiones le acompañaban. Enderezaron sus bridas hacia Triana, pero los moros que los vieron venir previnieron el lance saliendo en multitud numerosa contra el Maestre. La muchedumbre siempre trae peso, y éste suele abrumar. Así sucedió a los cristianos, que no podían matar a muchos en poco tiempo, y no era fácil mover a tantos hasta que en algo se desordenasen. Esta fue la primera ventaja; lográronla, y cerraron con todos los moros, que ya confusos apretaban tanto por conseguir cada uno el primero la puerta de Triana, que entre el ahogo, la confusión, el aprieto y las cuchilladas murieron muchos, y quedaron maltratados todos, sin que peligrase alguno de los cristianos.

     Cuéntase este lance por milagroso, como también aquel que vulgarmente se dice de haber el Maestre salido a una correría cerca de Sierra Morena, y persiguiendo a los moros, a quienes ya llevaba de vencida, reconociendo en el ocaso que le faltaba día para concluir la victoria, exclamó diciendo: Santa María, detén tu día. A cuya voz, como de segundo Josué, se paró el sol todo aquel tiempo que había menester el Maestre para acabar con los moros, y en cuyo agradecimiento fundó una ermita en el mismo puesto, con nombre de Santa María detén tu día, que ya ha corrompido el tiempo, y llaman Santa María de Tudia, y en ella mandó depositar su cuerpo al tiempo de su fallecimiento, para más eternizar el prodigio.

     Esta ermita es un ilustre testimonio de la verdad de esta maravilla, y afianza la fe que debemos dar a la tradición del suceso. En prodigios de tanta edad, igualmente se cae en el vicio de una simple credulidad, que en el de una pertinaz negativa. La crónica es verdad que no explica este milagro, pero tiene tan ocupado al Maestre en correrías vecinas a la ciudad, en celadas, en ardides y en lances, que es menester extender el tiempo, para que en su lienzo quepa el dibujo, y no se olvida de que el Maestre se divertía a correrías en Sierra Morena. El cadáver que se conserva en la ermita, es un firme testigo de la maravilla, pues es bien cierto que el Maestre no hubiera elegido este depósito en un despoblado, si no tuviera presente alguna grave circunstancia que le determinase la elección. Ni parece estudio afectado querer confirmar esta tradición, pues todo lo merece el asegurar la felicidad con que se gloria España con lograr un Josué español, que batallando las batallas de Dios, mande al rey de los planetas, y este siga más puntual que su movimiento rápido el sonido de los clarines del ejército.



ArribaAbajo

Capítulo LXVI

Ríndese Carmona. Traición intentada por un moro. Correrías del infante don Enrique, y maestre de san Juan

     Aunque estos lances menores ninguno era decisivo, eran tantos y tan favorables a los cristianos, que en Carmona no se dudó tener por vencedor a san Fernando, bajo de cuya condición habían prometido entregarse a los seis meses. Iban estos pasados, y habían ya los moros consumido todas sus provisiones. Vivían oprimidos de su mismo yugo; veían reducida a suma estrechez a Sevilla; consideraban que todo el poder de la morisma no bastaba a oponerse a la fortuna del Rey; y argüían que sacarían mejor partido de su misericordia, que podían esperar de la propia resistencia. Con este acuerdo determinaron enviar comisarios al Rey, ofreciéndole la plaza con la condición de quedar libres en vidas y haciendas. Explayaron esta petición con aquel hermoso pretexto de que aunque le miraban vencedor, que era la condición estipulada, no podía su Alteza dudar que no lo era, pues aun se resistía y daba señas de resistirse mucho Sevilla; cuyo fin era aun ignorado de los mortales, y así que no sería mucho les concediese capitulaciones, cuando ellos se adelantaban a la obediencia: que esta entrega más se debía mirar como voluntaria, que como obligatoria, pues en rigor no había llegado el tiempo, o no se había verificado la condición que se había puesto, aunque ellos con feliz presagio anticipaban con su deseo el triunfo.

     El Rey conoció la eficacia de la razón con que le argüían, y las ningunas fuerzas con que podía volver sobre Carmona si ellos no se entregaban; porque no era prudencia separar un hombre del ejército, y el eco que haría a los sevillanos la entrega de Carmona, le importaba más que las condiciones que pedían. Estos prudentes motivos le gobernaron para enviar a don Rodrigo González con poderes bastantes para recibirla bajo de su victorioso patrocinio. Diole aquella gente que le pareció bastante para asegurarla, y en corto tiempo, como quien ajusta un negocio de convenio, volvió al real con noticia de su ejecución.

     En tanto que don Rodrigo estaba a recibir la obediencia de Carmona llegó al campo del Rey un moro galán, afable, cortés, medido en las palabras, sereno en el rostro, humilde en sus cortesías, y finalmente con todas aquellas personales prendas con que una traición se viste del disimulo. Ofreciose al Rey con sumisión rendida, pidió por favor el partido, y prometió tener la dicha de alistarse en las banderas de Cristo, como el Rey le concediese la honra de recibirle en las suyas. Este triunfo de ganar un alma arrebató el celo del Rey, y le admitió a sus brazos. Fueron estas las primicias de Sevilla, si el corazón del moro se manifestara en sus palabras. Quedose en el real, recibió plácemes de su fortuna, vio con asistencia de los cabos todo el ejército, dará en él los días del aplauso, y se informó de todo muy a su gusto. Ya que le pareció había cumplido con su idea, le fue muy fácil gozar del descuido de los cristianos para volverse a Sevilla. Logró su ficción, pero no su asunto; porque aunque dio a Axataf noticia clara del número, y calidad de la gente, el Rey moro oyó su relación, y le negó la fe que le había dado el Rey cristiano. Tan cierto es, que se gobierna el crédito de los otros por el corazón propio. No entendía de dobleces don Fernando, y creyó lisuras en la conversión del moro. Sabía poco de candideces Axataf, y creyó doblez en el asunto de su vasallo. Así dispuso Dios premiar el buen celo de don Fernando, dejándole seguro de una traición.

     Imaginóse alguna consternación en Sevilla con la entrega de Carmona, y para estrechar más los términos pasó don Fernando el río, acudiendo a la principal avenida, que era el aljarafe: dejó en el real al infante don Enrique con Lorenzo Juárez, y Arias González, y muy poca gente. Esta mudanza la vio desde sus atalayas Axataf, y ahora sí, que fiándose de su vista más que de informes, hizo una poderosa salida, acometió al real, y al principio le puso en confusión. La gente no era mucha; pero aunque faltaba el Rey, como había dejado a don Enrique un pedazo de su corazón, se resistieron tan valientes, que a poco rato obligaron a los enemigos a volver con más priesa de la que habían venido. Siguieron los nuestros el alcance, y en él mataron quinientos peones, y trescientos caballeros, sin otros muchos que temiendo en la tierra se arrojaron al río, pero en sus aguas encontraron su muerte.

     El prior de san Juan con sus caballeros hacía también campo a parte, y lograba iguales lances, porque como los moros no guardaban orden, salían de la plaza, ya contra unos, ya contra otros cuarteles, y por lo general daban lugar a que socorriesen a los acometidos los que no lo eran. Esta fortuna logró el Prior, que habiéndole saqueado unas vacas, salió al recobro, y le consiguió presto, pero no juzgándose bastantemente satisfecho, se empeñó con los enemigos, que hubiera aniquilado si no hubiera caído en una emboscada. Aquí se trocó la fortuna, y hubo de menester todo su valor. Viose cercado de moros; pero tuvo ánimo de resistirse con esperanza de abrir con su espada el camino. No hubo de menester tanto, porque durando la batalla, les llegó socorro, y volvió otra vez la rueda, trocando a los sitiadores en sitiados, tomando a buen partido los moros que se soñaban vencedores, el poder refugiarse como vencidos a sus fortalezas.



ArribaAbajo

Capítulo LXVII

Llega al sitio el infante don Alonso con mucha gente, toma el real de Tablada, y logra funciones contra los sitiados

     Ya en este tiempo iban concurriendo al sitio muchos concejos de todo el reino, y prelados eclesiásticos con gente, que como era por Dios, y su fe la guerra, no era extraña al clero la espada. Había venido el arzobispo de Santiago, don Juan Arias, los obispos don García de Córdoba, y don Sancho de Curia, y sobre todos llegó con un cuerpo considerable, así de Castilla a quien acaudillaba, como de Aragón que le seguía, el infante heredero don Alonso con don Diego López de Haro. Este socorro le había solicitado el Rey, porque reconociendo la importancia de la conquista, y la ninguna falta que hacía el Infante en Murcia, le había mandado venir con el mayor número de gentes que pudiese al Andalucía. El Infante, como mozo, deseoso de gloria, y de mando absoluto, gustaba más de que le atribuyesen por entero los triunfos que lograba en Murcia, que no concurrir como subalterno a un triunfo que le había de aumentar tanto su corona. Sucedió, pues, que empeñado el Infante en propias conquistas ganado el reino de Murcia, se volvía a introducir en el de Valencia. El rey de Aragón su suegro tenía esta conquista por propia y muy adelantada. Su empeño en ella era tanto como el de quedar desocupado de todas las empresas que le tocaban de moros dentro del reino, y poder con libertad pasar a las marítimas. Estaba cerca de Xàtiva, a cuyo alcalde había intimado le entregase la plaza dentro de ocho días, y su poder era tan grande, que no tenía dada de la conquista. El Infante se acercó como para dar socorro, y envió a don Diego de Haro, y al comendador de Uclés con recado, pidiendo a Xàtiva por dote de la infanta doña Violante. El de Aragón se irritó de la propuesta, y respondió que él no había recibido dote del rey de Castilla cuando tomó por esposa a doña Leonor. A la verdad, esto de pedir dote meses después de casado, había de ser cuando el Infante tuviese menos que hacer, y su suegro no estuviese tan cerca y con tantas fuerzas. Era claro pretexto, y que no pudiendo convencerle a razones, le pareció al Infante reducirle a la espada. Apoderose de Enguera, lugar cercano a Xàtiva, como para obligar al suegro a que le diese lo que le parecía tenía muy cerca de poder tomar. El de Aragón, que por solo el término de ocho días no podía obligar al alcalde de Xàtiva a que le diese la plaza, creyéndola asegurada en su palabra, acudió a la espada y se apoderó de Villena, y otros seis pueblos; y en dos días desprendió una centella, que pudo encender un grande fuego.

     Don Diego de Haro, y el prior de Uclés, que habían sido embajadores para la petición, fueron mediadores en la diferencia. El Infante mejor aconsejado, sentía ya interesarse en un empeño largo, que le obligaba a desobedecer a su padre. El de Aragón tenía toda su idea en Xàtiva, y en el mar. Con estos ánimos preparados no les fue difícil a los medianeros tomar el corte de que el Infante se avocase con su suegro, y que se resolviese por cortesía un negocio, que si tomaba cuerpo, debía dar cuidado a cualquiera de las partes.

     Determinaron las vistas en Almizra, pueblo del rey de Aragón, y por medio de la Reina se concertaron los límites de los dos reinos, y se dividieron del mismo modo que se hallan hoy. En la contienda ganó el Infante como quien entra riñendo, y el de Aragón le volvió, no sólo a Villena que le había quitado, sino a Almansa y Sarazulla, y el Infante entregó los dos lugares que tenía como en depósito. Explicó luego el intento de obedecer a su padre para adelantar la conquista de Sevilla, cuyo reino ganar para que lograse el fruto de esta empresa doña Violante su hija, y a esta cortesanía correspondió el de Aragón con darle gustosa licencia para que le acompañasen de voluntarios cuantos quisiesen de sus súbditos. No fueron pocos, y con todos ellos llegó al sitio.

     Recibiole su padre con amor de tal, y con el agasajo de un huésped que le traía tanto socorro. Entregole desde luego el real que había tenido primero de Tablada, así porque allí era mayor la necesidad para evitar los socorros del aljarafe, como porque no parecía decencia dejar al Infante en la retaguardia; y nos consta que a muy breve tiempo procuró ocasión en que conociesen los moros que había llegado, viniendo con ellos a las manos, logrando ventajas; aunque los aragoneses, que en la función por distinguirse más se apartaron de los otros, padecieron daño considerable.

     Ya se iban estrechando los términos, y había tiempo que la ciudad veía el ejército, y no experimentaba los rigores del vencedor. La única incomodidad que padecía era alguna falta en los mantenimientos, y esta no tanta que les obligase a rendirse. Por esto le pareció al Infante era ya razón de escarmentar a los moros, y pasar a más que a aquellas escaramuzas, que hasta entonces se habían usado, en las que aunque llevaban siempre la peor parte los moros, no les escarmentaban, y sería eternizar el sitio, y gastarle en unas funciones que se podía dudar si eran galantería. Para esto ideó bien, y dispuso mejor robar y saquear el arrabal, que hasta hoy llaman de Macarena. Salió de noche con su cuerpo de gente, y la volvió rica en pocas horas al cuartel. Los maestres de Alcántara y Calatrava siguieron este ejemplo, y consiguieron la misma fortuna en el arrabal que entonces llamaban de Benahoar, y hoy el de san Bernardo. Los demás cuarteles se aplicaron al mismo pillaje en las alquerías más ricas del aljarafe: con que iban los moros perdiendo fuerzas y sangre.

     La forma del sitio hacía mayor eco en Castilla que en la plaza. Como se esparcían las noticias tan favorables, eran muchos los voluntarios que concurrían, y como se iba acercando al parecer de todos la entrega, deseaban muchos hallarse al tiempo de la función, porque nadie presumía sacar mal partido de la riqueza de la ciudad si se daba a pillaje, o de su repartimiento si se miraba como conquistada. Los más caballeros como la función era tan nombrada, concurrían, no sólo con sus personas, sino con vasallos y gente a su costa. Así don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, aquel que en otro tiempo quiso hacer del enfadado, juzgó era esta buena ocasión para lavar su mancha, concurriendo con gran numero de vizcaínos. Tuvieron estos su cuartel cerca de la puerta de Macarena, y cerca de él don Rodrigo González de Galicia, que hacía también cuerpo a parte con sus gallegos. Con estos socorros de gente crecía la esperanza, y cobraba fuerzas el deseo, y así se emprendió con más valor el sitio, teniendo menos que temer en la pérdida de algunos, cuando concurrían tantos a suplir la falta de los heridos, o de los muertos.



ArribaAbajo

Capítulo LXVIII

Formación nueva del real que permaneció hasta la conquista, y dificultades que se ofrecieron para proseguir el sitio

     Con estos nuevos cuarteles mudó el suyo el infante don Alonso de la otra parte del río, y ahora parece se formó aquel real de que habla la crónica cuando dice: �Tenía el rey don Fernando sentado su real sobre Sevilla, que parecía una populosa ciudad, muy bien ordenado, y puesto en todo concierto. Había en él calles y plazas. Había calles de cada oficio de por sí; calle de traperos, calle de cambiadores, calle de especieros, calle de boticarios, y de freneros; plaza de los carniceros, y plaza del pescado; y así de todos los oficios cuantos en el mundo pueden ser. De cada uno de ellos había su calle por sí. De manera que quien aquel real vido podría bien decir con verdad que nunca otro tan bien ordenado, ni tan rico lo vido, ni de tanta, y tan noble gente, ni tan abastado de todos mantenimientos, y mercadurías, ni aun ninguna rica ciudad podría ser más.�

     Este modo de explicar prueba bastantemente el concurso a que se aumentó el sitio, que con bien poca gente intentó el Rey, siendo cierto no acuden los mercaderes y oficiales que nombra la crónica, donde no abunda gente y soldados que les haga feria de sus mercadurías. Pero este concurso, que era casi preciso para obligar a Sevilla, causaba necesariamente confusión. Los vivanderos querían, y con razón, vender en los víveres el riesgo de traerlos; a los soldados nunca sobra el dinero, y en esta ocasión es forzoso anduviese escaso. El que se llamaba tesoro real era sólo libro de débito; la falta era notoria y lastimosa, y el remedio tan difícil como casi imposible.

     En esta estrechez, empeñado el Rey en mantener el sitio sin tener con que sustentar los soldados, se refiere que no faltaron algunos de los que se quieren hacer teólogos venales, que por abusar de lo que se llama dictamen alejándose de sus profesiones, tomaron la de arbitristas; y aconsejaron al Rey les diese de comer a costa de los eclesiásticos, y persuadían que este era un puro préstamo, aunque ahora se llamase contribución. V. A., decían, ha de dar mucho más a la iglesia en poseyendo la ciudad, que ahora les puede pedir; sin considerar que en el préstamo, cuando mucho se pide, pero no se quita, y que la donación subsiguiente si libra de la obligación de restitución, no lava el pecado que pudo haber en el empeño. Voceaban que la causa era de la iglesia, pero no se contentaban con que la iglesia se diese por obligada, sino que la querían obligar a que les diese; y como ya estaban gastados, olvidaban las treinta mil doblas con que había concurrido el clero. Acordaban al Rey lo mucha que había dado a los eclesiásticos, sin reparar que en las donaciones pasadas se había enajenado el dominio, y no era lícito quitar a Dios lo que era ya suyo, con la ficción de haber sido propio. Raro es el mundo, que siendo tan mudable siempre es el mismo. Entre tanta gente como concurrió al sitio, y singularmente cuando era cierta la gloria, y más que probable la utilidad, ninguno se cuenta ofreciese al Rey, ni de lo que tenía en Castilla, ni parte de lo que daba en el ejército; y una vez que faltó el dinero, no halló el arbitrio otro caudal en que librar sino el de la iglesia, y si el Rey no hubiera atajado las palabras, hubieran pintado justicia quitar a la iglesia lo que era suyo por dejarlos a todos con la que tenían por propio.

     Pero el Rey santo, y que daba a Dios de corazón lo que de Dios recobraba en victorias, respondió concluyendo: No quiero yo más subsidios de la iglesia que las oraciones de los eclesiásticos. Sabía bien que estos consejos son dictámenes de la avaricia; conocía que adulando engañan, y respondió enseñándoles, que más le podían valer los eclesiásticos peleando como Moisés con oraciones al cielo, que muchos soldados que ayudasen a Aarón con el golpe de la espada.

     Saliendo tan mal esta fantasía a los arbitristas, idearon otra muy semejante. Siempre este género de personas va a cobrar lo que no merecen a costa de quien no les debe. Pues V. A., dijeron, vive tan escrupuloso con los eclesiásticos, no hay más medio que esperar por sus oraciones un milagro, o imponer a los seculares de Castilla y León un nuevo tributo. Con el no faltará algún adinerado que nos socorra de pronto para proseguir el sitio y el se cobre de los vasallos: algo se perderá, pero en este caso no perdemos nada, porque se hace cuenta que se impuso menor el tributo para el provecho, y lo que paga de más el vasallo, no es gasto del rey, sino suyo. En estos lances es forzoso el remedio violento y pronto, porque peor es para los mismos vasallos que por no perder cada uno un poco, pierda V. A. y el reino una conquista. Poco podrá pagar cada singular, y aunque el todo sea mucho para como estamos, repartido entre tantos, no puede ser racional la queja. Oyó el Rey a estos aduladores, o interesados, y concluyó como en la primera demanda. Más temo yo, dijo, la maldición de una viejecita de mi reino, que todo el ejército de los moros: Dios me ha colocado en este estrecho, y su Majestad me sacará mejor que vosotros, sin pensar en Dios. Y no salió en vano la esperanza del Rey en tan heroico acto de religión, porque sin valerse de estos escrupulosos medios, le dio lo bastante para sustentar el sitio, aunque no lo que quizás era menester para saciar el deseo de los que le brindaban con el tesoro que habían ideado.



ArribaAbajo

Capítulo LXIX

Expediciones y batallas en el río con las naos de Bonifaz, y acción valiente por tierra de Garci-Pérez, que por empeñarse demasiado dio un gran triunfo

     Al mismo tiempo que en la tierra había semejantes contiendas, en el río con las naos de Bonifaz era una perpetua escaramuza con las embarcaciones de Sevilla. Eran todas pequeñas, pero el número y estratagemas suplían su falta de medidas. Las naos de Bonifaz se atrevían con facilidad a las embarcaciones; estas suplían lo bastante para fingir que habían de pelear; dábanse luego a la fuga, y guiaban a las ensenadas del río, de donde salían de refresco las que se ocultaban en espera, y para cada nao había muchos barcos que peleasen. Vencían siempre las naos como mayores, de más experiencia, y de más esforzado valor; pero no fueron pocas las ocasiones en que hubieron menester todas estas ventajas, y siempre conseguían los moros tener en continuo desvelo y tarea a los cristianos.

     Entre estas continuas escaramuzas fue nombrada la embestida que hicieron con dos zahambras. Mete mucha bulla la crónica en esta expedición, y no explica qué género desembarcación era. Debían de ser vasos de alguna mayor medida, que no es fácil ya dibujar. Sólo dos en número se atrevieron a la armada: pagaron su osadía; pero es sin duda, según nos pinta la crónica, que hizo ruido esta expedición por célebre, y por malograda.

     Más armonía nos hace el que inventasen burlotes de fuego en tiempo que no se usaba pólvora. No es fácil concebir su fábrica. El estilo menos limado de aquellos tiempos llamaba ingenios a las máquinas militares de disparar, porque era bien necesario supliese la sutileza de la idea a la fuerza de la pólvora. Ello es que se ingeniaron los moros, y cargaron dos embarcaciones de fuego de alquiribite, y caminando con otros barcos a nuestra armada, lograron el internarse e introducir algunos mecheros encendidos en nuestros bajeles. Fue la fortuna de Bonifaz que no embargase la novedad a los soldados; y como aquel material, aunque encendido, no daba miedo de que podía tener mina oculta, se llegaba nuestra tropa, y a fuerza de sufrir alguna quema libertaban la que amenazaba a las naos, y usando también de ingenio contra sus ingenios, volvían segunda vez el encendido material a los burlotes donde era mis dañoso que en las naos. Esta valiente intrepidez de los cristianos cortó enteramente a los moros, porque desprevenidos de lo que les sucedía, y faltos enteramente de consejo, que embargó su novedad, desmayaron, temiendo el incendio que iban a causar, y se dieron a la fuga. Siguió el alcance Bonifaz, y fueron más de trescientos los moros que perdieron en esta salida cuando venían muy confiados de aligerar nuestras naos.

     Fueron tan porfiadas estas continuas escaramuzas, que don Ramón le pareció prudencia dar algún descanso a los soldados y marineros. Para esto ideó fijar en un estrecho del río dos palos con tal arte, que ellos solos impedían el paso a las barcas moras. Logró enteramente su idea; clavó los maderos, y queriendo los moros pasar a sus diarias operaciones, se encontraron con el impedimento. Habían visto trabajar, y sólo a costa de su experiencia entendieron el asunto. Retrocedieron sin ceder, porque el mismo día pensaron desbaratar el dique, y a fuerza de hombres y viento, atando unas sogas a los palos, les arrancaron, dejando franco el río para volver a sus acostumbradas embestidas.

     El Rey iba estrechando cada día más el asedio, y ya tenía a los moros en situación, que sólo por el río les podía entrar socorro. Es verdad que ellos se esforzaban cuanto podían, y por la puerta de Guadaira eran frecuentes sus salidas para incomodar nuestro campo, porque desde esta puerta lograban mayor cercanía a los nuestros, y más ventajosa retirada en el arrabal de Triana y en la puente de Sevilla. Conocidas estas calidades dispuso Lorenzo Juárez una emboscada de bastente gente y sobrado valor. Iba entre ellos Garci-Pérez de Vargas, y don Lorenzo dio con prevención todas las órdenes, en especial la de que si se lograba destrozar al enemigo, y se siguiese la retirada, ninguno pasase del puente. Dadas todas las disposiciones, no tuvieron que aguardar mucho tiempo, porque a poco de esperar salieron de su emboscada a dar contra una gavilla de moros, que habían salido de la plaza. Lograron el golpe; deshicieron su formación; mataron a muchos, y siguieron la retirada de los que la pudieron lograr. Fuéronles persiguiendo hasta el puente. Entrando en ella se recobró don Lorenzo; volvió a juntar los suyos, y vio a Garci-Pérez algo más allá del puente en el arenal que está entre este y la ciudad. Era un león contra muchos enemigos; no se atrevían a ponérsele a tiro, y cuatro que más animados le hicieron frente, a breve rato cayeron a sus pies.

     Exclamó entonces don Lorenzo: Bien temía yo: por Garci-Pérez di la orden que nadie pasase el puente: ya nos ha metido en donde necesitamos de nuestras manos; pero no es razón que por no socorrerle se pierda siendo quien es: vamos todos. Siguió el puente, y por el esfuerzo y valor de Garci-Pérez se logró la mayor acción, porque casi sin pérdida de un cristiano, murieron más de tres mil moros. La crónica dice diez mil: victoria que no se cuenta semejante en todo el sitio, y que aterró de suerte a los moros, que encerrados en su ciudad apenas se atrevían a salidas, sino con gran prevención, reserva y cuidado, debiendo todo el ejército a la valentía de Garci-Pérez su sosiego, y decidiendo en un lance todo el orgullo de los moros.



ArribaAbajo

Capítulo LXX

Rómpese a fuerza de dos naos el puente de Triana

     Bien es verdad que estaban escarmentados los moros, pero no vivían desesperados. En el ejército del Rey, aunque dispuesto con tanta orden, había mucha gente, y en tierra enemiga consumía más aquella gran boca que se podía llevar de Castilla. Los moros vecinos no se cegaban con la codicia, ni se aterraban con el miedo. La ciudad no vivía sobrada, pero no le faltaba nada. La comunicación con Triana por el puente le franqueaba muy regulares los socorros. Todo el anhelo de los moros del aljarafe era ocultar víveres a los cristianos, y pasarlos de contrabando a la ciudad. Cogíanlos muchas veces nuestros soldados; pero al fin ganaban otras la vuelta. Conoció el Rey que en cuanto no se cortase la comunicación que la plaza tenía con Triana, se eternizaba la empresa, duraba unida la fuerza, era muy difícil la conquista, y se les dejaba a los moros toda aquella esperanza que en un sitio infunde la abundancia, o a lo menos la seguridad de no perecer. Determinó dividir estas fuerzas, y a todo coste derribar el puente.

     Llamó para este asunto a Ramón Bonifaz, como quien lo había de ejecutar por ser empresa en el agua. El valerse del fuego pareció medio inútil, así por la dificultad de acercarse al puente estando todo el río cubierto de embarcaciones enemigas, como porque el daño sería de pocas horas, o a lo más de pocos días, pudiendo las embarcaciones de corso suplir la mayor necesidad del puente.

     No quedaba medio de destruirle sin forzarle y deshacerle. Esto era muy difícil, porque se componía de barcas bastantemente fuertes y enlazadas con unas cadenas de hierro que unían unas a otras, y por el un cabo se aseguraban en la fuerza de una bien cimentada torre que llaman del Oro, y por el otro con un paredón del castillo que estaba al lado de Triana, y le servía de corona y de defensa. Con que siendo la armazón tan recia y los estribos tan seguros, bien se deja conocer la dificultad en la empresa. No obstante, como al Rey no le acobardaba lo arduo, y a Bonifaz le sobraba el ánimo para arrojarse a un escollo, eligió este dos naos las más fuertes, y escogiendo soldados de valor, se apartó algo más distante para que fuese mayor el ímpetu. Esperó el viento, y se dio a la vela a todo trapo. Era el asunto dar tan de recio contra el puente, que al golpe se quebrase la cadena y desbaratase la máquina. El Rey que vio venir las naos se aplicó a la ribera a ver el suceso, y a abrigar la expedición.

     Todas las de agua penden de la inconstancia del viento, y en esta quiso la providencia manifestar que estaban de más las prevenciones, pues al aturdirse los moros viendo venir volando dos águilas, que se lanzaban a la presa, calmó el viento, y descompuso una serenidad toda la bien aconsejada máquina; con lo que sobre no ser ya tan recio, era prevenido el golpe, porque los moros inundaron el río con embarcaciones, y salieron al arenal contra el Rey.

     Dispuestas así las fuerzas de poder a poder por mar y tierra, aunque sin penetrar todavía los moros el designio, volvió a soplar el viento. Izaban las naos a vela tendida sin sentir el embarazo de dos nubes de saetas, piedras, dardos y todo género de armas arrojadizas con que los moros intentaban sepultarlos. Seguían violento rumbo, y una de las dos logró en la margen de Triana dar el primer bote en la puente. Fue tan recio que la quebrantó, aunque no pudo romperla. Siguió la segunda en que iba don Ramón, y como su golpe no fue menor, y la puente estaba quebrantada, logró el intento y paso del otro lado, dejándola despedazada, divididos sus barcos, unos siguiendo el ímpetu con que los arrojaban, otros medio deshechos a la margen de Triana, y los restantes unidos a su pedazo de cadena con la torre del Oro, y todos inútiles.

     El Rey juntó a el golpe de la puente el de las armas, de suerte que al mismo tiempo se vio un tan general combate, como fue por tierra el Rey con su ejército hasta llegar al arenal, y por el río las naos sufriendo tiros y respondiendo con otros. El golpe del puente dio en el corazón de los moros, y lloraron su esperanza, que ya tenía roto su fundamento. Fue tanto el eco del golpe, que les embargó la resistencia, y entregándose a la fuga se encerraron en la ciudad a desahogarse en sus sustos, dejando al Rey y su ejército en sosiego para que recibiese con vítores y aplausos la nao de don Ramón, que recobrada de la violencia, volvía victoriosa a ser la primera que lograse el paso que por sí misma se había abierto.

     Fue esta insigne facción el día de la Cruz de Mayo, y como día de su triunfo mandó el Rey, que nunca se olvidaba de la piedad, que se enarbolase este sagrado estandarte en lo superior de los árboles, y en la parte inferior del mayor se colocase una bellísima imagen de María Santísima. Quedó gloriosa esta nao con más dichosa felicidad que la de Argos. Esta consiguió ir y volver por donde ninguna sin resistencia, y la de don Ramón para poder volver tuvo que hacer franco el camino para ir. Es digna de eterna memoria, y como tal la tomó la santa iglesia catedral de Sevilla por sus primeras armas; y la ciudad de Santander se gloria el día de hoy de haberse fabricado en su puerto, y nunca ha mudado este mismo blasón, que con gloria suya mantiene en su sello.



ArribaAbajo

Capítulo LXXI

Asalta el Rey aunque sin fruto a Triana. Deja cerca a los Infantes para que continuasen la operación, y chiste que le sucedió a Garci-Pérez

     Al día siguiente, sin perder ni el tiempo, ni la ocasión, y aprovechándose del susto de los moros, volvió el Rey a pasar el Guadalquivir para apretar inmediatamente a Triana. Desprendida ya esta de Sevilla, y divididas las fuerzas, era más asequible el empeño. Creyó el Rey que desconfiados los moros de la facilidad de socorros la hallaría más débil, y juzgó prudentemente que rendido el arrabal tenía escala para sujetar lo más robusto de la ciudad. Con este ánimo, y con el brio de todo el ejército, acometió inmediatamente a Triana; pero los moros, que ya empezaban a esforzar los últimos alientos, se resistieron tan valientes, que obligaron a los nuestros a retirarse con no poca pérdida de sujetos, y entre ellos algunos de consecuencia. Viose perdido el lance, y que era de ningún valor la interpresa, que por tal debemos calificar este asalto, en que fueron los nuestros a pecho descubierto, y sin escalas, ni otras máquinas de guerra. No sabemos lo que llamaban gatas. Debía de ser instrumento o máquina para subir. Estas llora la crónica que hicieron falta: con que no cediendo los moros al susto, y estando libres del asalto, no es mucho se esforzasen contra quien iba descubierto a pelear.

     Retirose un tanto el Rey para dar lucimiento a sus hijos, y así mandó el príncipe don Alonso a los infantes don Fadrique y don Enrique se quedasen en el puesto para asaltar y rendir siempre que pudiesen a Triana. Dejoles de guardia y compañía al maestre de Santiago, a don Pedro Gómez, a don Rodrigo de Flores, y a don Pedro Ponce con otros muchos caballeros, a quienes la crónica hace la injuria de nombrar con el título de muchos, confundiéndolos por abreviar renglones, y hurtándolos con esto el respeto que el día de hoy debemos a sus sucesores. Obraron estos como quien eran, así en valor como en prudencia. Ordenose lo primero la fabrica de los ingenios, aunque hechos sirvieron de poco. Dispúsose una mina para entrar por ella; pero los moros que estaban con cuidado, oyeron los golpes, y contraminaron el trabajo. Hubo varios y distintos encuentros, y siempre en ellos se observó la desigualdad de la guerra. Es verdad que en todas las cabalgadas que sucedían en terreno descubierto llevaban la peor parte los moros; pero en retirándose al castillo estaban en este tan prevenidos, que desquitaban los golpes.

     Intentaron los moros cuanto puede el ingenio para defenderse: baste decir que disparaban una especie de ballestas con tanta fuerza, que pasando el cuadrillo (así llamaban las saetas sin aletas y cuadradas) a un caballero armado, después de haberse minorado el impulso con el golpe en el peto, cuerpo y espaldas que pasaba, le quedaba fuerza bastante para enterrarse en el suelo: efecto que aun no sé si lo ha conseguido con todo su estruendo la pólvora. No impedía este terror que los cristianos acometiesen siempre que podían a los moros sin respeto a los tiros a que tenían poco miedo, porque los repartía la desgracia, y no teme a la fortuna quien se fía en su valor.

     Es muy celebrado en la crónica del Santo, y en la general el chiste de Garci-Pérez de Vargas, de quien no se puede dudar le aturdirían poco los cuadrillos. Llegó un infanzón al real, más pagado de su nobleza y buen arte, que merecía su brio: traía en el escudo unas ondas azules en campo blanco, divisa más antigua en Garci-Pérez. Al de este le tenía derrotado su valor, y los golpes que continuamente recibía en pago de sus cuchilladas. Sintió el infanzón ver su divisa en quien no estaba tan pulidamente vestido, y como poco experto en la guerra, no distinguía lo que va de la bizarría al garbo. Preguntó de que linaje era aquel soldado derrotado que se había apropiado sus armas para despedazarlas. Preguntolo con enfado, habló con alguna irrisión, y manifestó su menosprecio. Como el silencio no sabe hallarse entre muchos, llegó a Garci-Pérez la noticia, templada ya con la debida respuesta que había tenido el infanzón. Oyó el chiste con risa, y tuvo lástima manchar con su misma sangre el vestido de que tanto se preciaba el infanzón. Concurrió con él mirándole más con compasión, que con menosprecio.

     Era en aquel tiempo la parte más esencial del ejercicio militar estarse armados en el real aguardando lances que se ofrecían a menudo. Sucedió, pues, que estando un día Garci-Pérez junto al pulido infanzón se apareció delante un moro retando al valor de los cristianos. Dejábase galantear el joven, y no le pudo sufrir Garci-Pérez, que saliendo del real con su lanza en ristre, a picos lances puso tan a mal traer al moro, que abandonando su brio se fió del de su caballo, avizorándole para la carrera. Ganó el campo; pero era poca ganancia para Garci-Pérez, que siguiendo el alcance se acercó al castillo. De aquí salieron varios a la defensa de su moro, y no dejaron tampoco solo a Garci-Pérez los cristianos. Duró la escaramuza mucha parte del día, manteniéndola los moros, porque tenían muy fácil la recluta; pero no les bastó para impedir un golpe tan recio de los cristianos, que llegó hasta la misma puerta de Triana, donde confundidos los moros se atropellaron y maltrataron entre sí mismos, creyendo cada uno ganaba por victoria su vida, si ganaba la puerta. La crónica dice que la ganaron los cristianos en segundo asalto, pero este empeño era mucho para conseguido ahora por consecuencia de un reto.

     Garci-Pérez volvió a su puesto, de donde no se había apartado el novicio militar guardando su gala, y aprendiendo el oficio desde seguro. Venía harto de sangre de moros, y rendido de dar cuchilladas y recibir golpes. El escudo en que traía la divisa estaba tan derrotado, que ni se conocían las ondas, y sólo se veían abollos y giras. Vio al joven, y reparando en una y otra divisa, se acercó más, y con rostro severo, pero apacible, le dijo: Caballero, bien se conoce que estimáis mucho esa divisa en el cuidado que tenéis de guardarla; acá nosotros la tratamos de esta manera. Enmudeció el joven, y le salió al rostro la sangre, que no cabía en el corazón, aunque tuvo bastante para mantenerse en el ejercicio que no debía; pero siempre sucede que a quien le falta el brio para obrar bien sobra para lo que no debía hacer.



ArribaAbajo

Capítulo LXXII

Llegan al real el arzobispo de Santiago con socorro de gente, y el Concejo de Córdoba. Artes y engaños con que un moro llamado Orias intentó prender al Infante, e introducir socorro en la ciudad

     Don Juan Arias, arzobispo de Santiago, llegó al sitio, y tomó su cuartel cerca del arroyo Tagarete. Su venida fue muy plausible, y con sus gallegos hizo su deber en varios lances, y es la ocasión en que se puede decir que hicieron más de lo que pudieron, porque el temple tan distinto del natural, les probó de manera que casi todos enfermaron. Los moros conocieron lo débil de este cuartel, y eran allí continuas sus correrías. Al principio pudieron más los gallegos enfermos que los moros fuertes; pero luego cargó tanto la epidemia, que no hubieran podido resistir a no ser socorridos de varios caballeros, que voluntarios acudían a la mayor necesidad. Con este accidente ganaron los moros la esperanza de poder vencer a quien tenía rendido la calentura. Esto les infundía ánimo, y dilataba el tiempo, porque no se entregarían en cuanto esperaban cobrar respiración con algún buen suceso. Agradeció el Rey al arzobispo de Santiago su celo, y le pidió se retirase, teniendo por bastante obsequio la venida, y pues Dios se había contentado con este sacrificio, no dándoles fuerza para obrar según su ánimo, no era razón que se pelease contra la voluntad divina, cuando era su intento batallar contra los enemigos de la fe. Obedeció el Arzobispo, y levantando el cuarteles, ocupó su lugar maestre de Santiago, que hasta ahora había estado observando los movimientos al rey de Niebla. No nos dicen las historias si este rey se rindió ahora, o si se tomó algún medio término de treguas, conformándose al fin con el que tuviese se villa. Fuese esto lo que fuese, lo que sabemos es, que el Maestre volvió, y Aben Almafon, rey de Niebla, no inquietó el ejército, de don Fernando.

     También llegó a este tiempo con corta diferencia el Concejo de Córdoba, y aunque tarde cumplió con su obligación apostándose muy cerca de la ciudad. A esta se le iban estrechando los términos, donde la provisión de víveres no era grande, pues con muy escasos socorros, cuales son siempre los que entran de contrabando, se sustentaban cuatrocientos cincuenta mil moros, y faltándoles otro recurso, se valieron de su ingenio rendidos de las batallas, y poca esperanzados de sus fuerzas.

     Un moro llamado Orias, alfaquí, hombre docto, y en su secta místico, había venido de África a visitar sus santuarios de España. Llegó a Sevilla, y viendo el aprieto de los suyos, mudó devoción, y armado de celo se dispuso a dar el socorro que en su religión cabe valiéndose de una traición. Pasó a Triana, y concordándose con los suyos, escogió dos moros de aquellos hombres, en quienes es gran prenda el disimulo, como si fuera prerrogativa tener dobleces el corazón. Salieron estos, y llegando al real pidieron audiencia al infante don Alonso. Hiciéronse muy dueños del castillo; cada uno tenía en su mano la llave maestra para franquearle. Poníanse de palabra en él; aquí pasaban una puerta donde sólo había una centinela luego se apoderaban de una torre, que tenía un amigo por un reducto iba la mitad de la gente, y lo restante por estotro lado, y los moros quedaban presos sin sentirlo. Para toda esta máquina fingían ser depositarios de dos de las torres, que si una vez llegaban a ser del Infante, todo quedaba dispuesto. Pedían premios, y ofrecían el castillo a don Alonso como se acercase.

     El Infante, que desde niño fue sabio, ni quiso despreciar un lance que podía ser, ni juzgó prudencia fiarse de aquellos a quienes sólo conocía por enemigos interesados. Ofrecioles más de lo que podían esperar, como dando cebo para convertir en codicia la falsedad, y envió bien instruido de la reserva que debía tener a don Pedro de Guzmán, excusándose de ir en persona, como acción menos digna de la majestad concurrir a un engaño o a una traición. Condujo Orias a don Pedro sin instar en que fuese el Infante por no descubrir más sospecha, y se contentaba con salir bien de su engaño así como el cazador, que llevando la idea en caza mayor, aprovecha la pólvora en un pajarito por no venir enteramente desairalo a su casa. Llegaron, y al querer entrar usaron de su red los del castillo; pero como no iba descuidado don Pedro y su gente, volvieron riendas con tanta velocidad, que sólo ganó el moro la vida de un soldado, que se sacrificó a la confusión.

     Como vio Orias rota esta red, y que no servía su industria contra quien sabía la poca fidelidad que usaban los suyos, ideó volver airoso a la ciudad, introduciendo socorro, que sabía era tan necesario. Creyó que aquel Argos, que por ser sólo para atender a muchos, tenía multiplicados los ojos, era ficción de poetas, y en esto creyó bien; pero ignoraba que la vigilancia de un gran capitán suplía la multiplicación de centinelas con sólo un poco de cuidado en los lances. Dispuso con maña el socorro; salió del castillo; quiso hacerse a la vela en unos barcos de provisiones, y halló que Bonifaz le tenía tan cerrada la puerta del río, que o había de intentar pasar por encima de la armada, para lo que no tenía fuerza, o debía volver como lo ejecutó a retirarse en la clausura del castillo, de donde no podía salir sino a jugar las armas, probando fortuna, que hasta ahora siempre había sido adversa a los de su nación.



ArribaAbajo

Capítulo LXXIII

Necesidad que se padece en el ejército: acude el Rey solo a Dios para el remedio, y maravilloso éxtasis de san Fernando

     Los moros con este suceso empezaron a desmayar. En la ciudad se padecía mucho, y en el sitio no se sufría poco. La intemperie de los calores había causado gravísimas enfermedades, y no pocos quebrantos en las más robustas fuerzas. Los mantenimientos, aun cuando para el consuelo parecían abundantes, los hacía escasos la multitud. Habíase formado una ciudad volante, y como ni había muros, ni defensa, estando rodeada de enemigos, no podía el gobierno económico prevenir las urgencias, y se reconocía la falta cuando estaba lejos el remedio. Dícese que el Rey mandó acuñar moneda falta de ley para aumentar las piezas en el mismo valor, y que ganada Sevilla la mandó recoger, satisfaciendo con moneda de ley y peso. Esta satisfacción la creo del Rey, si obligó la suma necesidad a que faltase a la pública fe; pero no me es tan creíble aquella fundición, porque sólo se oye en tal cual autor de los modernos, sin testimonio antiguo que la compruebe. Estos medios, que son repetidos en las urgencias de las monarquías, los finge cada uno cuando sabe la necesidad, y no se han de poner en la ejecución, sino es de muy cierto urgente. De la que el santo Rey padecía en el sitio no podemos dudar, como de que si se puso este remedio, nada se consiguió; pues la General de España, y la Crónica nos exageran la urgencia, y nos ponderan el sufrimiento, sin dar treguas para el remedio. La causa era de Dios como la guerra, y determinó el Rey acudir a pedir socorro a aquel de quien viene todo consuelo.

     Retirose una noche en oración profunda, rogando a Dios por el crédito de sus armas. Hacía el Rey las dos personas de Moisés y Aarón con los brazos elevados. En el sosiego de la noche negociaba con Dios, y en el despacho de sus gabinetes conseguía las más favorables resoluciones. Con el brio que sus mismos brazos habían cobrado en el reposo, esgrimía de día aquella espada, que como iba encendida por el celo de la religión, con el ardor de su pecho abrasaba y aterraba a los enemigos de Dios y del Rey. Una noche, pues, de estas últimas en el cerco rogando a Dios con aquel fervor que a un santo y rey celoso infunde el gran deseo que se prolongaba, y la urgente necesidad que padecía, se arrebató tanto en espíritu, que en maravilloso éxtasis conducido de Dios salió de su tienda, se encaminó a la ciudad, entró por una puerta, visitó en la mezquita con profunda reverencia la imagen de nuestra Señora que llaman del Antigua, hizo su oración, oyó su oráculo, y volvió su camino. Salió de la ciudad, y allí tropezando en su espada despertó de aquel milagroso sueño: conoció donde había estado, y donde estaba, y que el cielo que le había guardado quería manifestar sobraba la espada a quien defendía soberano escudo, y a quien había despertado el mismo cielo para que conociese el milagro de salir por la puerta de la ciudad, que halló abierta, y volver al real sin encontrar un moro que le impidiese el camino, o para quien hubiese menester el acero. Ya en el real con disposición divina le habían echado menos, y fue el tiempo preciso para que pudiesen conociendo la ausencia saber todos el prodigio. Ocupó el pasmo el lugar del susto, y la admiración y consuelo previnieron a la alteración, que ciertamente hubieran padecido los reales si conociesen la ausencia del Rey, y sin alma aquel cuerpo tan vasto.

     Este suceso no nos le escriben las historias de aquel tiempo; pero nos consta por una no interrumpida tradición, y de membranas de suma autoridad, de donde la trasladaron autores fidedignos, y es de sumo peso en la autoridad la que le da la sagrada Congregación de Ritos, que aprobó las lecciones del segundo Nocturno del rezado de Sevilla donde se refiere. Es verdad que los escritores modernos lo desfiguran con varias circunstancias que lo hacen comparecer fabuloso; pero como nota Papebroquio, que entre los críticos de este tiempo merece el justicia el aplauso del más profundo, atento y discreto, este es un accidente que le padecen con los años todas las tradiciones, como no se puedan probar con textos. Cada uno las cuenta como dice que las ha oído, y cada uno dice al oído del otro algo más que percibió por el suyo. Gobiérnase el oído por ondulaciones del aire. En él no las vemos, en el agua se manifiestan cada día; y allí experimentamos que van siendo mayores, cuanto más se apartan de su principio: esto no quita la verdad al suceso; débense separar los accidentes con que le desfiguran, y dejar la verdad a quien le es adorno el vivir desnuda. La confirmación de la iglesia, y ser en un sujeto a quien nuestra veneración respeta por santo, no deja lugar a la duda, sino de aquellos que gradúan de discreción a la incredulidad.

     Esta imagen es la misma que hoy se venera en la catedral de Sevilla con el sobrenombre de la Antigua. Explica en su misma altura su antigüedad, porque en lo antiguo era muy usado pintar y esculpir las efigies mucho más altas y membrudas que puede naturaleza formar a los hombres para expresar lo que sobrepujan sus originales. Está pintada en un lienzo de pared, y parece estaba en la mezquita que se purificó y consagró en iglesia, y fue catedral hasta que se edificó la que hoy celebramos. Por el año de 1578 se aumentó su capilla dándole ensanches, y mudando toda la obra, que con el título de fabricar su sepulcro mandó hacer el eminentísimo señor don Diego Hurtado de Mendoza. Estaba el muro donde se venera este prodigio de devoción, en el lado en que está ahora la puerta pequeña colateral que sale enfrente de san Cristóbal, y de allí se mudó al sitio que hoy ocupa. No se paró en la dificultad de mudar entera una pared pintada: vence mucho el arte, y saben mucho los artífices cuando hay quien les pague mucho: creeré también que se logró la mudanza sin que se desmoronase en nada el muro de tierra, que puede más la fe y la devoción, y esta nos consta, pues la expresó el ilustrísimo Cabildo en frecuentes y devotas rogativas con que acompañó en el trabajo de los maestros. Más consonancia hace a la antigüedad que descarnando el muro para forzarle de tablones que asegurasen la instabilidad de la tierra, hallaron que no era esta la vez primera que se había trasladado, pues el lienzo que estaba pintado se veía dividido de la demás fábrica, y de distinto material; señal clara de que había sido traído allí de otro sitio; pero como el tiempo había perdido la memoria, hizo novedad lo mismo que aseguraba su vejez.

     El cómo, y por qué la mantenían los moros en su mezquita, no es fácil lo averigüemos. No faltará quien intente la daban culto. Esto lo puede idear la devoción. No falta quien escriba la retiraron a la mezquita para ocultarla con una pared que levantaron delante, eligiendo aquel sitio para ellos sagrado, por lograr el que nadie se atreviese a descubrirla, o los cristianos por el peligro de parecer que idolatraban, la negasen el culto. Pero no les valió su industria contra el soberano poder, que redujo a polvo todo el artificio, y dejó pocos días antes de este estático viaje de san Fernando descubierto todo el consuelo de su esperanza. Esto lo veo escrito, y por autor que no se suele mover de ligero; pero al mismo paso que en todas ocasiones que puede es exacto en manifestar a todos las fuentes de donde bebe; en esta ocasión escribe de molde sin darnos más fundamento que el vestirse con circunstancias que excitan a la credulidad: como también el referir, que desde que se descubrió al pasar por delante de los moros, se veían obligados por superior impulso a venerarla con la rodilla, que violentamente se hallaban forzados a humillar. De todo esto creerá lo que gustase la piedad para encenderse en la devoción; referírnoslo con miedo, porque en tanta distancia no es fácil desenterrar la verdad. Discurran sobre esto, o los místicos para la devoción, o los historiadores para sus pinturas. Lo cierto será que cuanto más se dude en estas circunstancias, tanto más se asegura la venerable antigüedad de esta santa imagen, y hoy es tan viva la veneración y afecto con que la celebran los sevillanos, que bien se muestra que con singular providencia la conservó el cielo para aumento a la devoción y consuelo de sus vecinos.

Arriba