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Memorias para la vida del santo rey Don Fernando III

Andrés Marcos Burriel

SEÑORA

     La obra que tengo el honor de ofrecer a los pies de V. M. con el más profundo respeto, la recomienda para acercarse al Trono el grande asunto de que trata. Los españoles, amantes siempre de sus soberanos, y particularmente de aquellos que más se han distinguido por sus virtudes y heroicidad, se han esmerado constantemente en eternizar su memoria. No por otra razón desde el momento feliz en que el rey san Fernando III de este nombre en Castilla y León, pasó de esta vida a recibir en la otra el premio de sus grandes trabajos por la religión y por la patria, se cuentan muchos escritores entre nosotros que se empeñaron en describir lo justo de su gobierno, lo glorioso de sus conquistas, y lo grande de sus santas acciones.

     Pero entre estos escritos hay algunos que, sin embargo de ser nacidos como los demás, del afecto y de la inclinación, no satisfacen a los que todo lo quisieran completo cuando se habla de un rey tan grande y tan santo. Escoger entre ellos el que pueda llenar más los justos deseos de la Nación en esta parte, ha sido el único merito de mis cuidados en la presente edición.

     Para que salga a luz con el debido decoro, busco la benéfica sombra de V. M., juzgando que de justicia me debo acoger a ella; porque constando por documentos ciertos que este escrito se emprendió en virtud de Real orden expedida por la reina madre del señor Carlos II: ahora que ve la luz pública, no podía solicitarse otro patrocinio que el de una persona de igual grandeza, para que de este modo se llegue a verificar que si fue Reina de España la que dio los primeros impulsos a la formación de la obra, sea también Reina de España la que con su protección y respetable nombre la dé a conocer al cabo de un siglo que yacía oculta y olvidada de todos.

     A esto se añade que nadie es más interesada que la alta persona de V. M. en que se conozcan dignamente las acciones y virtudes de este héroe. Es V. M. una de las ramas más frondosas y naturales de este glorioso árbol: procede de los mismos monarcas que promovieron su culto con indecible celo: imita en su retiro la devoción a este Santo rey que tuvieron sus mayores; y acaba de dar a todo el orbe la prueba más convincente de ella con haber ofrecido en sus sagradas aras al Príncipe nuestro Señor, la esperanza de todo el pueblo español, y en quien confían sus obsequiosos vasallos ver con el nombre de Fernando reproducidas algún día las virtudes y el heroísmo de aquel su inmortal progenitor.

     �Cuántas razones poderosas para disculpar en esta mi solicitud lo que pueda tener de atrevida y temeraria! �Y cuántas también para que V. M. preste benignamente sus oídos a ella! Así lo espera el más obligado y favorecido de sus vasallos.

SEÑORA.

A L. R. P. de V.M.

Miguel de Manuel.

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Prólogo

     La crónica de san Fernando III de este nombre entre los reyes de Castilla y León, ha tenido la desgracia hasta ahora de no haberse publicado del modo que merece la grata memoria de este gran Monarca, y recomiendan sus muchas y continuas heroicidades. Los primeros historiadores de ellas, que fueron el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, y el obispo de Tuy don Lucas, ambos testigos de sus principales acciones, ni vivieron tanto como duraron, ni las que han expresado recibieron de su pluma toda aquella luz que debieron darles, a causa del método con que escribieron sin embargo de que fueron los primeros, que dejando el estilo de meros analistas, tentaron el de historiadores, y con motivo de que uno y otro no tomaron este asunto como peculiar y privativo, sino como uno de los muchos que comprehenden sus historias generales.

     El continuador antiguo de las crónicas de nuestros Reyes se propuso por lo respectivo a la del Santo rey completar en lo posible estos primeros trabajos; y esta es la que sin nombre de autor conocemos impresa desde mediado del siglo XVI; pero con tantos defectos y errores, además de su estilo bárbaro, que ni sirve de disculpa al autor advertirnos en ella que copiaba hasta el año de 1242 al arzobispo don Rodrigo, para que los sabios siempre la hayan tenido en poco, aunque se vea repetida varias veces su edición. La más antigua que nota don Nicolás Antonio en su famosa biblioteca, es la de Valladolid de 1515, que con los mismos defectos se fue reproduciendo después en las de Sevilla, y otras.

     Este mismo texto creo ser el de la que a principios del siglo XVII se llamó antigua, y dicen que se guardaba en la librería de la santa iglesia de Sevilla, entre sus doce mil volúmenes, el canónigo Negroni, el racionero Lacámara, el padre Pineda, y otros muchos sabios de aquella edad; y tengo noticia de que no existe en el día.

     La misma sin duda fue la que puso en mejor lenguaje fr. Alonso de Ajofrín en 4 de abril de 1658, valiéndose del ejemplar que tenía don Juan de Cárdenas Córdoba y Berrio, caballero del hábito de Calatrava, y que original se conserva en la biblioteca de la Real academia de la Historia, suponiéndose falsamente en el prólogo que sea este del arzobispo don Rodrigo al magnífico y muy noble señor don Fernando Enríquez, pues es el mismo que puso a la edición de Sevilla de 1576 su editor Sebastián Martínez, dedicándola a aquel caballero, como consta del texto impreso, y en el cual mudó también algunas voces antiguas de la primera edición para más fácil inteligencia: de suerte, que la crónica antigua del Santo rey, después de publicada, ha tenido dos correcciones en lo material de las palabras; una del editor sevillano, y otra del padre Ajofrín, cuyo texto no se ha impreso. Pero ambos son viciosos en lo formal de la relación, porque ni uno ni otro procuraron enmendar las noticias que contenía en su origen con notables equivocaciones.

     Ignórase el autor de esta crónica, que regularmente se ha impreso unida a las de don Alonso el Sabio, don Sancho el IV, o el Bravo, y don Fernando IV, que llamaron el Emplazado. Yo la he visto incorporada en varios ejemplares antiguos de mano, con los sumarios de los reyes de León y Castilla, particularmente en el que todavía se conserva en la biblioteca del excelentísimo señor duque del Infantado, que tiene en Madrid, y es reliquia de aquella tan preciosa y exquisita que juntó en Guadalajara el célebre don Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Pudiera ser que estos sumarios, que han corrido hasta ahora sin nombre de autor, hubiesen sido escritos por Pedro Núñez de Osma, hombre sumamente aplicado al estudio de nuestras historias, y de quien habla don Juan Loperraez, canónigo de Cuenca, en la historia del obispado de Osma, tratando de los literatos y personajes que ha producido aquella ciudad. Me inclinaría a esta opinión, si no hubiese observado que estos sumarios en todos los códices que he visto hasta ahora empiezan en don Ordoño I, rey de León, y acaban en don Fernando el IV, notándose que este reinado y los tres precedentes estaban más completos que los anteriores; cuya circunstancia indica que por lo menos se escribían a fines del siglo XIV.

     A estos escritores subsiguió el autor del Flos Sanctorum que se imprimió en Sevilla en 1532, y donde se incluyó la vida de san Fernando, sin más novedad sobre lo que dijeron aquellos, que uno u otro milagro de lo sucedido en tiempo de los reyes católicos don Fernando y doña Isabel, en cuyos días creemos que se trabajó esta obra.

     En el siglo pasado, en que con noble emulación se empeñaron los reyes Felipe IV y Carlos II a instancias del reino en promover y conseguir de la silla Apostólica la canonización de este bienaventurado Monarca, que se verificó en 1671, muchas personas interesadas particularmente en su culto, tomaron de nuevo la pluma para escribir su vida, ya como privada o cristiana, ya como pública y de rey conquistador y amante de su pueblo.

     Entre todos estos se distinguió el padre Juan de Pineda, jesuita, que al intento de la expresada canonización trabajó aquel docto memorial de sus acciones, impreso en Sevilla en 1627, pero sin atenerse al orden cronológico que exige la historia, sino al que le presentaba el plan de tratar sus virtudes, comprobadas de manera que sirviese de información auténtica en la corte de Roma.

     Le encomendó este trabajo el arzobispo de Sevilla donde Guzmán, no menos interesado que la ciudad en la canonización del Santo; y en la carta que le dirigió, y puso al frente del memorial, explica que este prelado estaba empeñado en la obra, a instancias del señor Felipe IV, cuando en los primeros años de su reinado visitó el santo cuerpo en la iglesia catedral de aquella ciudad con piadosa y extraordinaria devoción.

     A esta dedicatoria sigue un dilatado catálogo de los escritores españoles y extranjeros que hablan del Santo rey con elogio y digna alabanza; el cual no sólo es estimable por el número y memoria de estas citas, sino por ser el más completo que se haya formado, incluso el que publicó la ciudad de Sevilla pocos años antes de su canonización. Lo es todavía mucho más del modo con que se halla aumentado de letra del mismo Pineda en el ejemplar que poseo, y a que añadiré algunos más escritores en la nomenclatura que pondré en los apéndices de esta edición, sacados de las Memorias que fue formando el canónigo de Sevilla Alonso Oretano, sabio del principio del siglo XVII, y poco conocido hasta ahora, con motivo de irse recogiendo por él y por el canónigo Negroni materiales para promover la canonización. Hállanse estos apuntamientos originales en un tomo en folio manuscrito en la biblioteca de los estudios Reales de Madrid, y vino a ella entre los que se trajeron de la librería que fue de los jesuitas en el colegio de san Hermenegildo de Sevilla.

     El cronista de Felipe IV, don Alonso Núñez de Castro, tomó también a su cargo esta empresa, y abrazó en ella por su oficio la parte de persona pública en el Santo rey: por lo que fundado en algunos documentos diplomáticos, en las crónicas anteriores, y en el memorial de Pineda, escribió propiamente una vida cronológica, tratando al fin de sus virtudes y de su culto. Pero en esta producción no fue más feliz que en otras de igual clase, como lo manifiesta su edición, hecha en Madrid en 1673, y repetida nuevamente en 1787 por la brigada de Carabineros Reales, de quien es el Santo único y declarado protector.

     El estilo de Núñez no era de historiador, y siempre se hará fastidioso por hinchado, difuso, inculto y pedantesco, como se nota justamente por el sabio editor de las Memorias para la vida y acciones del rey don Alonso el Noble, o el VIII, que recogió el marques de Mondéjar, y se dieron a luz en Madrid en 1783. Además de este defecto, insufrible para las personas de buen gusto, no tuvo este cronista todo el caudal necesario de noticias y escrituras legítimas con que llenar su idea, y quedó por consiguiente poco menos imperfecta que la de todos los que le habían precedido.

     Cuando Zúñiga escribía los Anales de Sevilla, que dio a la prensa en 1677, otro jesuita llamado Juan Bernal tenía escrita la vida de san Fernando como Santo, de la cual dice que extractó lo que traslada en ellos, dándonos allí mismo la apreciable noticia de que estaba encargado por la reina Gobernadora, madre de Carlos II, de hacer de nuevo esta crónica el eruditísimo señor don Juan Lucas Cortés, de quien con fundamento se esperaba todo desempeño. Esto prueba bien que nuestros monarcas han deseado siempre vivamente ver elogiadas con dignidad y extensión las acciones de tan distinguido predecesor suyo, y que su celo y devoción no se daban todavía por satisfechos de lo que hasta entonces se había trabajado.

     No han bastado diligencias para dar con la obra de Bernal, sin embargo de que yo podía fundar alguna esperanza de encontrarla con haberse pasado a esta biblioteca de los estudios Reales que está a mi cargo, la mayor parte de los manuscritos que al tiempo de la expulsión de los jesuitas existían en el colegio expresado de san Hermenegildo, donde es regular hubiese residido este escritor.

     Los trabajos literarios del señor don Juan Lucas Cortés padecieron notable y lastimoso extravío en los últimos años del siglo anterior, o primeros de este, en que muchos de ellos volaron hasta lo más remoto de los países del Norte, cuyos eruditos los apetecían con ansia, y los apreciaban por su mérito singular. Sin duda entonces se confundieron los relativos a nuestro asunto, porque ni rastro de ellos ha quedado entre sus preciosas reliquias que todavía se conservan en la biblioteca Real, y en la librería de don Luis de Salazar y Castro, depositada desde el año de 1731 en el Real monasterio de Monserrate de Madrid.

     Don Rafael Floranes, cuya erudición es bien notoria, comunicándome en carta moderna lo que posee del padre Burriel relativo a este asunto, y de que haré particular memoria más adelante, me dijo que el ilustrísimo señor don Francisco Cerdá y Rico sabía el paradero de este escrito de don Juan Lucas Cortés; y habiéndole suplicado que me lo declarase, para solicitarlo, lo hizo con aquella franqueza con que procura animar a todos los estudiosos. Dióme noticia de que entre los preciosos manuscritos que fueron del ilustrísimo señor don Miguel María de Nava había visto en otro tiempo un tomo en folio, que sin rótulo alguno, contenía de letra del mismo Cortés la vida del Santo rey en carácter muy pequeño, y que habiendo comprado estos manuscritos el señor don Manuel Sisternes, fiscal que fue del supremo Consejo, se habían por su fallecimiento vendido al señor don Matías Beltrán, inquisidor de Valencia, que hoy vive. Valíme inmediatamente de mi favorecedor y amigo el señor don Nicolás Laso Rodríguez, fiscal del mismo Tribunal, encargándole lo buscase y adquiriese del modo que fuera dable; pero por más diligencias que hasta ahora se han practicado, no ha sido posible dar con obra tan apreciable, y que tanta falta nos hace en el caso presente; pues habiendo sido el señor Cortés tan curioso y erudito como sabe todo el orbe literario, no menos que diligentísimo recogedor de documentos diplomáticos toda su vida, era de esperar que sus luces nos hubiesen servido sobremanera en esta parte. Nos doleremos eternamente de ver frustrados nuestros buenos deseos, que sólo pueden recibir algún desahogo con la inserción de varios de estos diplomas que citaremos en las notas de observación a las Memorias que publicamos, tomados de las copias hechas por su mano, y que se hallan con el debido aprecio en poder nuestro.

     En la librería del colegio mayor de san Ildefonso existe un tomo en cuarto manuscrito por don Juan de Herrera y Silva, natural de Córdoba, y que vivió a mediados del siglo último, intitúlase: Memorias para la vida de san Fernando, rey de España, recopiladas de monumentos antiguos. El título ofrece mucho, pero nada se ha hallado más de lo que se lee en las crónicas antiguas y modernas, alterado todo el orden de sus párrafos, en que se incluyen noticias respectivas a otros reyes, escribiendo además Herrera con todos los vicios y estilo que fueron propios del siglo XVII.

     La santa iglesia de Sevilla, ansiosa siempre de que por todos los medios posibles se publicasen y conociesen la santidad y heroísmo de su fundador, no cesaba por otra parte de solicitar plumas bien cortadas para objeto tan digno. Hallóla en el padre Daniel Papebroquio, ya entonces bien conocido en todo el orbe por su sabia obra intitulada: Acta Sanctorum; y con motivo de pedir a Sevilla noticias para formar la de nuestro Monarca que había de dar a luz en el lugar que corresponde al día 30 de mayo, en que fue su glorioso tránsito, le suplicaron sus capitulares que con los materiales que le comunicaban, y con los demás que ya tenía recogidos, escribiese la vida de san Fernando, y antes de incluirla en aquella obra la imprimiese a vista suya. Cumplió exactamente el encargo el padre Daniel, y la dio a la prensa en Amberes, año de 1684, en un tomo en octavo mayor, trabajando la dedicatoria con que el deán y cabildo de aquella Iglesia presentó estos trabajos al señor Carlos II, rey de las Españas e Indias. Diole el título siguiente: Acta vitæ Ferdinandi regis Castellæ, et Legionis, ejus nominis tertii, cum posthuma illius gloria, et historia S. Crucis Caravacanæ, eodem quo ipse natus est anno M.C.XCVIII cælitus allatæ, e latinis ac hispanicis coævorum scriptis collecta, varieque illustrata, commentariis, annotationibus, et iconibus; opera et studio R. P.Danielis Papebrochii e Soc. Fes. Sacerdotis Theologi; sicut in majori ipsius opera de Actis Sanctorum maii, mox in lucem dando, legentur.

     En lo posible no puede negarse que Papebroquio desempeñó el asunto que tomó a su cargo, y lo perfeccionó más sin duda en su obra mayor de las Actas de los Santos al referido día 30 de mayo, que se halla al fin del tomo. Pero ciñéndose este jesuita a ilustrar únicamente lo que dijeron el arzobispo don Rodrigo, el obispo de Tuy don Lucas, y la Crónica antigua, de cuyos textos forma toda su narración, todo se reduce en esta parte a tratar de sus acciones marciales, de sus conquistas, y de sus guerras, olvidando absolutamente la política, que tanto nos debe interesar; y aplicando su trabajo al objeto principal de su obra mayor, y al que más le movían los capitulares de la santa Iglesia, se extiende en extremo a justificar sus virtudes, sus milagros, y cuanto motivó el culto público de nuestro Santo rey casi desde los días de su fallecimiento; y por último le colocó en los altares para veneración de todos.

     De estos escritos tomaron después otros, y principalmente Laureti, que en 16 (...) dio a luz en (...) la vida del Santo rey en italiano. Es esta obra ,un resumen bastantemente bien coordinado de la de aquel jesuita, y de estilo no despreciable; pero igualmente incompleta para lo que deseábamos en utilidad de la Nación, y en honor de nuestro héroe, no menos admirable por su santidad y conquistas, que por su benéfico gobierno.

     Esta parte, pasada en silencio por todos los escritores referidos, hacía que no llenasen completamente nuestras ideas, y aunque desconfiando en nuestras fuerzas, nos determinó a emprender una nueva crónica. Estábamos recogiendo con el mayor esmero documentos fidedignos para formarla, cuando un acaso puso en nuestras manos una copia de las Memorias históricas para la vida de san Fernando, que el padre Andrés Marcos Burriel había dejado en apuntamientos sueltos, y en que se trata la materia como el público y yo podíamos desear.

     Este sabio jesuita es bien conocido en el orbe literario por su talento, por su laboriosidad, por su mucho estudio en la diplomática española, por su instrucción, y por sus obras. De está se ha tenido hasta ahora muy poca noticia entre los eruditos de la Nación, y por lo mismo se hace más apreciable. Esta razón, y la de advertirse en ella aquel bello y fluido estilo que era congenial y propio del autor, brillando por tolo la sencillez, la verdad, el orden y la crítica, me han empeñado en su publicación.

     Concibió esta idea el padre Burriel desde luego que fue destinado por S. M. al reconocimiento del archivo de la santa iglesia primada de Toledo en el mes de septiembre de 1750 para dar principio por este copioso manantial a la recolección de todas las aguas puras y cristalinas que habían de dar lustre a la historia eclesiástica de España, según el vasto plan que se propuso entonces el excelentísimo señor don Joseph de Carvajal y Lancaster, decano del consejo de Estado, &c. El efecto se vio bien pronto, porque entre los papeles originales que poseo relativos a esta honrosa comisión, en que sacrificó este jesuita por el rey y por la patria su determinada vocación, que ya le había puesto en camino para las misiones de las Indias occidentales, hay varios que prueban indubitablemente su predilección al santo rey don Fernando. A la verdad que el reconocimiento de los diplomas Reales conservados solamente en el archivo de la Catedral habían de excitar su afecto y devoción a este Monarca, viéndole ya restaurando su magnifico templo, distinguiendo su sede entre todas las de sus dominios, ya explicando su singular afición a los moradores de su suelo, y ya honrando a la ciudad de Toledo y pueblos de su vecindario con gracias, privilegios y exenciones muy repetidas veces, y con residir en ellos mucha parte de su reinado.

     Yo estoy en que no perdió ocasión de desahogar este cariño en la primera que se le presentó; y así después de haber dado cuenta a la Superioridad de los primeros trabajos que hizo en compañía del señor don Francisco Pérez Bayer, entonces catedrático de lengua hebrea en la universidad de Salamanca, y adjunto al Padre en esta comisión, por certificado que ambos firmaron en Toledo a 6 de agosto de 1751, parece que Burriel se dedicó de propósito a separar a una mano cuanto iba encontrando relativo al Santo rey. Así es que en el marzo de 1752 se vio ya con bastante caudal para mover el ánimo del señor don Fernando el VI, a que mandase escribir la vida de su bienaventurado predecesor, en vista de que sólo aquel depósito del archivo de la Iglesia primada le ofrecía riquezas apreciables, que unidas a las de otros archivos, facilitaban la empresa más gloriosa y digna de la Real protección. Burriel se iba imposibilitando de llevar a ejecución este utilísimo proyecto, porque debía ocuparse todo en el que se le había encargado que era vasto y penoso; y así tomó el partido para no defraudar su inclinación absolutamente, de proponer al soberano sus patrióticas ideas. He debido a mi grande amigo el señor don Rafael Floranes copia de esta humilde y sabia representación, que es la siguiente:

MEMORIAS
DE
S. FERNANDO III.
REY
DE CASTILLA Y DE LEÓN,
CONSERVADAS EN LA
SANTA IGLESIA DE TOLEDO,
OFRECIDAS
A
don Fernando VI, Rey de España,
y de las Indias, su décimo séptimo
nieto y sucesor.


     En la hoja siguiente hay una tarjeta con el retrato de don Fernando VI y su escudo de armas al pie, con inscripciones que le anuncian décimo-séptimo nieto del Santo.

     En la tercera se dobla un pliego, pintando el árbol Real genealógico que lo demuestra.

     En la cuarta y siguientes hasta la octava se halla en los términos siguientes la

DEDICATORIA

SEÑOR

     �Entre los monumentos de la antigüedad, que en gran número he recogido de orden de V. M. en compañía del doctor don Francisco Pérez Bayer en los archivos y librería manuscrita de la santa iglesia primada de Toledo, me ha parecido que ningunos tienen tanto derecho a ser ofrecidos por primicias del fruto de nuestras fatigas a V. M., como los que tocan en alguna manera al santo rey don Fernando III. V. M. tiene su Real sangre, posee su trono, renueva su nombre, imita sus virtudes, confía en su patrocinio, y ha mostrado a la iglesia de Toledo el mismo amor que el Santo la tuvo, y aun tiene la misma razón particular de mostrarle. Pues si el Santo rey vio que era su prelado un infante Real su hijo, V. M. ve hoy ser su padre otro infante Real su hermano. �Qué monumentos podrán sacarse de la iglesia de Toledo, que por su asunto, por V. M. y por la iglesia, sean capaces de tener relación tan estrecha, tan gloriosa, tan edificativa, y tan dulce con V. M. como las Memorias de san Fernando su abuelo?

     �Por mi parte, Señor, también hay una razón particular que me ha movido sobre otras a esta elección. A mis manos ha venido a parar el decreto original que expidió la señora reina Gobernadora, madre del señor rey don Carlos II en 20 de mayo de 1671, en que ordenó a don Juan Lucas Cortés, varón de admirable erudición y juicio, que murió a principios de este siglo, consejero en el supremo de Castilla, que escribiese en lengua castellana la historia y vida de san Fernando, para que sus victorias, proezas, santidad y milagros, fuesen manifiestos por este medio. Junto con este decreto tengo copias de algunos privilegios, bulas, y otros instrumentos pertenecientes al Santo rey, recogidos por el mismo don Juan Lucas para la formación de su historia, a los cuales he añadido otros varios que he procurado recoger de diversos archivos. Nada poseo de la historia que con estos y otros materiales escribió el consejero Cortés, ni he podido descubrir dónde para este precioso escrito, o a lo menos sus borradores, por más diligencias que he practicado. Solamente he podido averiguar que en efecto esta grande obra se acabó, se perfeccionó, y se encuadernó ricamente para presentarse al señor rey don Carlos II. Muerto el autor, desapareció su erudito trabajo del mismo modo que desaparecieron otros que tenía hechos, y un gran número de preciosos manuscritos que había recogido.

     �Deseo pues, Señor, con esta pequeña ofrenda inflamar el Real ánimo de V. M. a que mande buscar, aun en reinos extraños (para los cuales sabemos haberse comprado muchos de los manuscritos que fueron de don Juan Lucas Cortés), la historia que escribió de san Fernando, o si esta no pareciese, mande que de nuevo se forme otra, dispuesta con toda la extensión y primor que es debido a la gloria del Santo, y de V. M. Antes que el consejero Cortes trabajaron gloriosamente en esta empresa misma dos jesuitas eruditísimos, Juan de Pineda, y Daniel Papebroquio. El padre Pineda de orden del arzobispo de Sevilla, su patria, fue el primero que recogió con exquisita diligencia cuantas noticias pudo hallar su infatigable laboriosidad para formar el memorial, e instruir el proceso de la canonización del Santo rey. Imprimió para esto un tomo, en que mostró bien los fondos de sus noticias, y el tesón de su estudio, y hasta su muerte fue el director de la causa de canonización, que a él principalmente debió verse felizmente concluida dentro de pocos años. El padre Papebroquio, después de canonizado el Santo rey, llegando la inmensa obra Acta Sanctorum al día de su fiesta 30 de mayo, tomó de su cuenta la ilustración de las Actas del Santo, y en ellas empleó con singular cuidado el caudal de aquella vasta erudición que tanto nombre le granjeó en el mundo. Pero sobre estar dichas Actas en lengua latina, es preciso confesar que ni la obra de Papebroquio, ni la de Pineda, deben mirarse como historias cumplidas del Santo rey, porque no fue este el asunto que ambos se propusieron. Su intento fue dibujarle como Santo, y para esto amontonaron y ordenaron cuanto puede esperarse de la mayor diligencia. Todavía nos falta una historia de san Fernando en nuestra lengua castellana, que entretejiendo con el orden conveniente todos los grandes acaecimientos de paz y de guerra eclesiásticos y seculares de su dichosísimo reinado, y enlazando armoniosa mente los hechos y derechos de aquel tiempo, nos ponga delante de los ojos la heroica grandeza del Santo rey en todas las líneas, haciendo ver patentemente en la serie de su historia que jamás hubo rey tan cabal y perfecto hacia Dios, hacia los hombres, y hacia sí mismo; y que compitieron en él las virtudes y prendas de hombre, de padre de familias, de ciudadano, de caballero, de juez, de gobernador político, de capitán, de conquistador y de monarca, con las virtudes y milagros de santo. Las pruebas de esto deben tomarse de los privilegios, escrituras y memorias auténticas de su reinado, que yacen todavía sepultadas por la mayor parte en el polvo de los archivos de Castilla y León, dando a todas el valor que merecieron con crítica prudente, religiosa y pía, y convinándolas con las demás memorias que corren ya impresas.

     �Mas entretanto que la Nación espera esta gloria y ejemplo por influjo de V. M., yo me atrevo a poner con toda confianza a S. R. P. los documentos y memorias que conserva la iglesia de Toledo, que tiene la gloria de que el Santo pusiese la primera piedra de su augusto templo. Precede a estas el bello elogio conservado en la iglesia misma, que dejó escrito de san Fernando don Alonso X, justamente llamado el Sabio, su hijo, y sucesor en la corona, en que se ve ceñido ingeniosamente todo lo que la historia debe ofrecer extendido y con pruebas. Nada me parece que puede haber tan sabroso como la ternura y piedad con que este sabio Monarca y amante hijo elogia, no sólo en las cosas grandes, sino aun en las más menudas a su Santo padre con un estilo tan natural, tan enérgico, y tan limado para aquella edad, que espanta. �Y qué testimonio más propio, o más autorizado que este, para conocer la grandeza y virtudes heroicas del Santo rey, como rey y como santo? No dudo que V. M. con estas dulcísimas memorias ha de aumentar su devoción y su confianza en su Santo abuelo y patrono, que inflamado con ellas ha de solicitar su mayor gloria en este mismo año, en que se cumplen cabalmente cinco siglos de su bienaventurada muerte, y que por estos piadosos respetos ha de aceptar benignamente este mi pequeño trabajo y diligencia. = De este colegio de la compañía de Jesús de Toledo a (...) de marzo de mil setecientos cincuenta y dos.

Señor.
A L. P. de V. M.
Andrés Marcos Burriel
de la Compañía de Jesús.


     Sigue la hoja novena con un retrato de san Fernando, bastante tosco, en una tarjeta sostenida sobre los hombros de dos ángeles, que el de la derecha cuelga de su mano el sello de que usó el Santo; y el de la izquierda un privilegio o carta que demuestra la planta de la iglesia de Toledo, reedificada más magníficamente por él.

     Y luego en la hoja décima empieza la colección diplomática, con el septenario o elogio de don Alonso el sabio, de cuya letra antigua exhibe una muestra, como también al fin de tres de los privilegios comprehendidos.

     Los efectos de estos deseos, significados tan oportunamente por el padre Burriel, no se vieron quizás por motivos que ignoramos, pero quien los movía parece que no los olvidó por su parte; y dedicándose en los ratos que le dejaban libres sus principales ocupaciones, dispuso las Memorias para la vida de san Fernando que ahora damos a luz, queriendo que llevasen este título, y no otro, porque su natural modestia no le permitía confiar jamás en que fuesen completos y decisivos sus trabajos. Mucho menos lo creyó de estos determinadamente, porque los emprendió sin duda en los últimos años de su vida; y por su temprana muerte sucedida en su patria, el lugar de Buenache de Alarcón, en el obispado de Cuenca, día 19 de junio de 1762, habiendo nacido en 19 de noviembre de 1719, dejó la obra sin que recibiese la última mano y lima. Pero esto tienen las de grandes maestros, que en borrón se estimarán y apreciarán siempre.

     Me creo muy distante de poder retocar lo que el padre Burriel dejó sin completar, porque su juicio y su erudición no pueden compararse con mis cortas luces, sin embargo que me he dedicado de propósito a seguir sus huellas en algunas de sus grandes y útiles empresas. Confieso que si algo he adelantado en el conocimiento de nuestra legislación original, y de nuestra diplomática, lo debo principalmente a la lectura de sus papeles, que con Real permiso se me han franqueado en la Real biblioteca, y de esta rica mina he sacado lo más precioso para llenar las ideas que me he propuesto en la presente obra. Diré pues, del modo que he pensado darla a luz con honor del autor, y mayor utilidad de toda la Nación.

     Primeramente con religioso cuidado se conserva el testo original de las Memorias de san Fernando, escritas por el padre Burriel, sin mudar otra voz que aquella o aquellas equivocadas en la copia, causadas evidentemente por el que la sacó de los apuntamientos originales, y que sin duda me hubieran aclarado otras muchas, si se me hubiesen comunicado como esperaba.

     En segundo lugar protesto que si intento corregir algunas proposiciones del padre Burriel, es a fuerza de documentos legítimos, y de la verdad, que las contradicen: seguro siempre de que este sabio las hubiera por sí enmendado, si hubiese tenido tiempo para examinarlas.

     Esta es una de las partes que he procurado llenar en mis notas de observación, que imprimiré separadas del texto, dejando este con las brevísimas que tiene al margen, y que se conoce haber puesto el autor más bien para que le sirviesen de recuerdo al tiempo que quería completarlas después, que con el fin de comunicarlas al público en el estado en que ahora se hallan.

     La otra parte de mis notas lleva el objeto de suplir algunos vacíos que no llenó el padre Burriel en sus Memorias, porque los escritos de esta clase nunca son perfectos, y por esto se les suele dar este título nada pomposo ni fantástico. En este trabajo lo que más ha ocupado mi diligencia y esmero es producir la cita de cuantos diplomas, decretos, órdenes, leyes y fueros publicó el Santo rey, de suerte que resulte en el estado de mayor perfección posible la diplomática de su feliz reinado: cosa que también hubiera hecho el padre Burriel, si hubiese llegado a publicar su obra enmendada y completa, pues en este estudio era sin igual, y tuvo muchas proporciones para hacerlo bien.

     En esta parte me he aprovechado de su misma colección diplomática que presentó al señor Fernando VI, y dejamos citada; de la que tenía yo recogida de antemano; de la abundantísima que posee la Real academia de la Historia; de los documentos impresos o mencionados en sus obras por varios autores nuestros y extranjeros de primer orden; y en fin, de las que me han comunicado algunos eruditos, principalmente don Rafael Floranes y Encina, vecino de Valladolid, cuyo delicado gusto, y estudio en nuestras antigüedades y literatura es bien notorio.

     Habiéndose propuesto el padre Burriel cimentar estas Memorias con el elogio que don Alonso el Sabio hizo de su bienaventurado padre en el libro que intituló Septenario, y que todavía no ha visto la luz pública, sería culpable conducta el omitirlo en esta edición. El texto que publicaremos está tomado del códice de esta obra, que se custodia en el archivo de la catedral de Toledo, y es el mismo que vio y copió el padre Burriel, del cual tengo copia exacta.

     Como que es esta la más antigua memoria del Santo rey, donde se manifiesta su carácter, y se dan muy raras noticias de sus acciones, escrita de propósito nada menos que por un hijo observador perpetuo de todas ellas, precederá en el apéndice de documentos justificativos. A este seguirá el texto del arzobispo don Rodrigo en la parte que comprehende el reinado de san Fernando, y después el del Tudense, que fueron también testigos oculares de muchos de sus heroicos hechos; pero como hemos observado que en las ediciones de las historias generales que escribieron estos dos prelados, hay algunos errores, a causa sin duda de que los editores se valieron de códices viciados, se reproducirán aquí una y otra parte de estas narraciones rectificadas con el cotejo de algunos códices originales más correctos que hemos podido disfrutar, principalmente del que está en nuestro poder de letra del siglo XIV.

     En la colección diplomática que comprehenderá este apéndice, no sólo se hallan bulas pontificias, escrituras privadas, decretos, órdenes y diplomas sueltos del Santo rey, sino también los preciosos fueros o leyes municipales de Toledo, Baeza, Salamanca, Córdoba, Sevilla, Carmona y otros; el trozo que hasta ahora se ha conservado de los de Badajoz; los repartimientos de Baeza, Úbeda, Córdoba, Sevilla, y Carmona; pues aunque algunos de estos últimos documentos se han impreso, saldrán ahora a luz considerablemente más completos e ilustrados con notas. El de Sevilla, que es el más extenso e interesante de todos, se acompaña con los elogios a los reyes, reinas, infantes, ricos-hombres, caballeros, e hijosdalgo, que asistieron a la conquista, y fueron premiados por el Santo rey, y su hijo don Alonso el sabio en este repartimiento, escritos en 1588 por el conde Argote de Molina, y hasta ahora no publicados.

     Estos elogios se reducen a la explicación de la noble ascendencia y descendencia de todos los premiados, más o menos difusas, según las noticias que tuvo Argote. Pero habiendo podido con nuestro estudio adquirir otras más completas, las añadiremos para mayor complemento de este escrito, digno de nuestra estimación por todos respetos. El autor lo adornó con describir en los más de estos elogios el escudo de armas que usaban los conquistadores, y aun delineó de pluma muchos de ellos en el original que poseemos. Para hacer este servicio al público del modo más útil, se han abierto treinta y cuatro láminas en cobre de todos ellos, supliendo los que se han podido, y omitiendo el blasón en los que no ha sido posible averiguarlo, ni tampoco expresó Argote de Molina; pero en todos los que se han llenado se expresan sus colores con líneas o puntos, según las leyes de la heráldica; y los que están en blanco podrán fácilmente llenarse por los interesados siempre que gusten, y en cuyo beneficio se han dejado así.

     Habrá también otro apéndice de discursos que ilustren las Memorias que publicamos, y en él se incluirán los siguientes: 1�. El que dio a luz don Antonio Lupián Zapata, cronista del señor Felipe IV, en Madrid año 1665, con el título de Epítome de la vida y muerte de la reina doña Berenguela, primogénita de don Alonso rey de Castilla, aclamado el Noble. El motivo de reproducir este escrito, es porque habiendo sido esta famosa reina madre del Santo rey, y quien puso en su cabeza la corona de Castilla, importan sobremanera sus memorias para inteligencia de las de su hijo, a quien dirigió, aconsejó y acompañó hasta el año de 1246, en que falleció con opinión de heroína y de bienaventurada. Este Epítome no deja de tener algunas equivocaciones, no sólo en las palabras, indubitablemente causadas en la prensa, que se rectificarán, sino también en proposiciones que corregiremos con pruebas documentales en las notas del margen.

     2�. Un discurso que hemos trabajado para fijar el año, día, y lugar en que nació el Santo rey; pues nuestros historiadores, y entre ellos el mismo padre Burriel, dejaron indecisos estos puntos, y conviene mucho determinarlos. Para su ilustración nos mostramos aquí sumamente agradecidos a los padres Cistercienses del Real monasterio de Valparaíso en las cercanías de Zamora, pues nos han comunicado con toda franqueza cuantas memorias se conservan en aquella casa conducentes a este objeto.

     3�. Otro discurso también nuestro sobre las inscripciones cuadrilingües, que están en su sepulcro, con varias reflexiones que hasta ahora no se han tenido presentes por los que han hablado de ellas, y con la noticia de los elogios que precedieron a su formación, e hicieron doce sabios de la corte por encargo de don Alonso el X, su hijo.

     4�. Otro sobre las monedas que corrieron en su reinado, y cuyas clases comprobaremos con escrituras de aquel tiempo, y se conocerán mejor con el diseño de las que he podido adquirir.

     5�.Y último discurso en que se expresarán las personas que obtuvieron los principales empleos, tanto políticos como militares, en el reinado del Santo rey, tales son los de Mayordomo de la corte, Alférez, Adelantado, Merino mayor, y otros de igual clase, comprobados con escrituras e instrumentos públicos de aquellos años.

     Adornarán la edición un fiel retrato del Santo, sacado del cuadro que se conserva en el coro de las monjas de san Clemente de Sevilla, que se tiene por hecho pocos años después de su glorioso tránsito.

     La segunda parte de las Memorias del padre Burriel se dirige determinadamente a tratar de nuestro bienaventurado príncipe como Santo y digno de nuestra veneración, ya declarada por la Iglesia. Dejóla, como se ve por ella, en sus primeros rasgos, y por consiguiente nos vemos precisados a completarla del modo posible para excitar más la devoción religiosa que logra en el día. A este fin se unirá a las Memorias un extracto de cuanto hemos podido averiguar sobre las diligencias que se practicaron por los señores Felipe IV y Carlos II, a instancias de los pueblos en particular, y del reino en cortes, para conseguir la bula de canonización. Se trasladará ésta; se extractará el proceso; se copiarán los testimonios de escritores sabios, tanto naturales como extranjeros, que desde muy antiguo hasta su canonización deponen del culto público que tuvo, y de la denominación de Santo y Bienaventurado que se le daba generalmente. Entre estos testimonios se hallarán muchos no impresos ni conocidos hasta ahora.

     Finalmente estas pruebas del culto general y público recibirán el mayor realce con la noticia en extracto de todos los viajes que los soberanos de España han hecho de propósito a Sevilla para visitar al cuerpo del Santo rey, y rendir los debidas obsequios de un progenitor tan ilustre, hasta el último, en que nuestros actuales Monarcas han conseguido desahogar sus piadosos afectos, presentándole al serenísimo príncipe de Asturias nuestro Señor, en quien todos confiamos ver repetidas algún día con el nombre de tan grande protector que la feliz suerte le dio en el bautismo, sus virtuosas, cristianas, y heroicas acciones.

Noticia de estas Memorias

     Tan precioso manuscrito se ordenó y copió fielmente del borrador que el erudito padre Andrés Marcos Burriel hizo de su mano, el cual vino a poseer el reverendísirno padre Diego de Rivera, rector del colegio imperial de Madrid el año 1762, con otras producciones de aquel sabio jesuita, que recogió después de su muerte. Lo temprana de ésta, y los muchos trabajos literarios en que se empleaba el autor, no le dieron tiempo a perfeccionar la obra, notándose algunas faltas, así de citas en documentos que menciona, como de dos cartas, que dice inserta (y no parecen), sacadas del registro del sumo pontífice Gregorio IX. Estos defectos, poco substanciales en lo principal de la materia, nada disminuyen su gran mérito, tanto por ser única en su especie, cuanto por la general recomendación y aprecio que logran todas las de este famoso ingenio.

     Que sean suyas estas Memorias, lo conocerá cualquiera que haya leído otras obras de la misma pluma, además de estarlo ellas por sí manifestando en muchas de sus circunstancias.

     Para hacerlas más copiosas e instructivas se han añadido por distinta mano separadamente, y con esta señal (*), algunos singulares sucesos en que intervino san Fernando, sacados de escrituras y monumentos de su tiempo, que no pudo disfrutar el autor, o si los vio no los juzgó necesarios; pero todos hacen resplandecer la gran piedad de aquel Santo héroe, su infatigable celo en la administración de la justicia, y demás virtudes que le colocaron en los altares.

     Don Luis Fernández de Velasco, marqués y señor de Valdeflores, caballero de la orden de Santiago, en la noticia del viaje que hizo de orden del señor rey don Fernando el VI, para reconocer y recoger todos los monumentos originales, y otros documentos tocantes a la formación de una nueva historia general de la nación española, hace mención de su amigo el padre Andrés Burriel, de la Compañía de Jesús, destinado de la misma Real orden a la investigación de todas las antigüedades, y más preciosos manuscritos de varios archivos, para formar una colección canónica española, y otras obras, y de este sabio jesuita dice en el primer artículo de dicha obra, fol. II, nota 22:

     El padre Andrés Burriel nació de una familia noble en la villa de Buenache de Alarcón, del obispado de Cuenca, en 19 de noviembre de 1719, y arruinada su salud por el continuo e inmoderado estudio, murió en su patria en 19 de junio de 1762, a los 42 años y 7 meses de su edad. La inmensa colección de sus manuscritos, y obras suyas no publicadas, pasaron a la biblioteca Real (1), a que el Rey en vida de su autor las había destinado. Otras obras suyas se publicaron con nombre ajeno, y son estas:

     1�. El prólogo que precede a la relación del viaje de don Jorge Juan y don Antonio Ulloa al Ecuador.

     2�. La Paleografía Española publicada la primera vez por el padre Terreros, al fin del tomo 13 de la traducción española del Espectáculo de la Naturaleza en Madrid 1775, en cuarto; y la segunda vez junta y separadamente, con algunas interpolaciones de mano, en Madrid 1758, en cuarto.

     3�. El Informe de la imperial ciudad de Toledo al Real y supremo consejo de Castilla, sobre igualación de pesos y medidas en todos los reinos y señoríos de S. M. según las leyes, en Madrid 1758, en cuarto.

     4�. La noticia de la California, sacada de la historia manuscrita que en 1739 formó en México el padre Miguel Venegas, y de otras relaciones antiguas y modernas, y publicada en Madrid 1757, tres volúmenes en cuarto.

     En dicho folio II del ingreso de la citada obra de Velázquez, dice: El designio que tuvo el padre Burriel en el desempeño de su comisión, era formar una colección general de todos los antiguos monumentos de la historia eclesiástica de España, sacados de sus mismos originales, y señaladamente la de los Concilios y de la Liturgia. Sus vastas ideas, sostenidas de un genio universal y profundo, de una meditación continua, de un trabajo obstinado, que al fin arruinó su salud, y de una elegante, viva y eficaz explicación, se extendían a otros ramos de la literatura española, de cuyos frutos nos privó su arrebatado fallecimiento.

NOTA

     Cuando se estaban imprimiendo estas Memorias murió su erudito editor e ilustrador don Miguel de Manuel Rodríguez; y aunque se han hecho las más vivas diligencias para encontrar los apéndices, discursos, y demás ilustraciones que ofrece en su prólogo, no ha sido posible encontrarlas. Todo lo que se halló entre sus papeles, relativo a este asunto, se ha coordinado e insertado con el mejor orden que ha sido posible; y aunque en esta parte no salen estas Memorias tan completas como intentaba su ilustrador, sin embargo nada falta de lo principal.



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Urna del santo rey

     La urna de plata, que custodia el cuerpo incorrupto del santo rey don Fernando, está adornada de diversos medallones y jeroglíficos declarados en otras tantas inscripciones, que encierran tarjetas puestas al pie de cada uno de ellos. En medio de la parte superior de su principal frente está una imagen de nuestra señora de los Reyes elevada en trono de nubes, y a sus soberanos pies arrodillado el ínclito y santo Monarca calzándole una media luna, significando que las conquistas paganas que se demostraban en aquel astro menguante, eran dirigidas a la soberana Señora, a quien en lugar suyo hacía el Santo rey que triunfase, y la letra dice:

Yo te vistiera
del sol
Pero sin tardanza
alguna
Te calzaré de la luna.


     A la derecha de esta medalla está el medio globo de la luna como cuando la alcanzamos menguante, y según la pintan en sus estandartes las naciones moriscas, y entre sus puntas atravesada una espada como sirviendo de embarazo para que se pudiesen juntar los extremos, en significación de que la del Santo rey estaba siempre opuesta para que aquel astro menguado no creciese en daño de nuestra santa religión. La letra dice:

Atravesando
mi espada
Estorbaré que se aumente
Desta luna la creciente.


     Al otro lado están dos maderos cruzados, y sobre ellos una corona; pensamiento fundado en una de las etimologías de san Isidoro, que dice que Sevilla tomó el nombre de unos maderos sobre que fue su primero fundamento, llamándola His-palis. Significose así que la mejor parte de la conquista de esta ciudad se debió a la santa insignia de la cruz, invocada siempre con cordial devoción del Santo. La letra dice:

Sobre dos
tan firmes leños
Con más cierta maravilla
Se vuelve
a fundar Sevilla.


     Mas abajo, o en la puerta de la urna, se adora el Santo monarca armado de las Reales piezas con que solía admirarlo la campana, esto es la gola, peto y espaldar grabadas de oro, brazaletes, y grevas de lo mismo, calza entera y espuelas; sobre los hombros el manto Real bordado, en la mano la gloriosa espada, y sobre la frente la corona de rey; y a sus Reales pies se mira arrodillado un moro, que en fuente de plata le entrega, ya vencido, las llaves de esta ciudad. La letra dice:

Rendidamente
te ofrezco
Estas llaves por tri-
buto,
De tu valor noble
fruto.


     A la derecha de esta medalla están la espada y un ramo de oliva, con que se suele demostrar la justicia y la paz, enlazadas por una corona Real, y debajo la luna menguante vueltas ambas puntas a la tierra, en significación de aquella perpetua paz con que se continuó el imperio del Santo rey por todo su glorioso siglo, conservada y establecida con la severidad inviolable de la justicia, de donde mereció los favores de Dios, por desterrar la luna pagana de toda nuestra fecunda Andalucía. La letra dice:

Con la paz y la justicia
Aquella santa fortuna
Menguó aun más
la media luna.


     A la izquierda de dicha medalla están figurados dos orbes, que aunque observan igualdad en el sitio, muestran variedad en el grabado: el de mano derecha aludiendo al celeste está adornado de un zodiaco, que oblicuamente lo ciñe, atravesado de las zonas y coluros, con variedad de estrellas, que denotan las constelaciones: el otro compuesto de mares y tierra; y, sobre ambos globos una corona Real orlada de resplandores, aludiendo a los premios con que el cielo remuneró las excelentes virtudes de nuestro Santo coronadas en ambos siglos, dándole tan copiosa la gloria del celestial. porque solicitó por Dios los triunfos del terreno. La letra dice:

Heroico en ambas
virtudes
Logró de Fernando
el celo
Posesión de tierra
y cielo.


     La peana sobre que descansa la urna, que es de jaspe rojo, está revestida de varias tarjetas, y adornos de diversos metales, y en la del medio se lee:

     Esta urna defiende de la ambición piadosa de los ojos el tesoro más precioso de Sevilla: el cuerpo santo incorrupto del señor rey de Castilla y de León san Fernando, tercero de este nombre, y primero en la fama. Nació año de nuestra salud restituida M.C.XCVIII, hijo de los señores reyes don Alfonso de León, y doña Berenguela, primogénita del ínclito rey don Alfonso de Castilla el nono. A los XVIII obtuvo el cetro de Castilla, y a los XXXII heredó el de León, y después que domó los rebeldes con la piedad, venció sus enemigos con la justicia, para triunfar de los de Cristo con la religión. Sus victorias fueron cálculo de sus méritos, y sus méritos no hallan capacidad en el número para sus trofeos. Coronó sus glorias militares redimiendo del bárbaro yugo sarraceno esta ciudad de Sevilla, antiquísima emperatriz de las Españas, año del Señor M.CC.XL.VIII. día XXIII. de noviembre. Llenó sus méritos purificando para Dios de la abominación mahometana el templo primera metrópoli del cristianísimo español; y no pudiendo merecer más en la vida del tiempo, pasó a gozar en la de la eternidad los inmortales laureles, que conquistó su heroico y singular celo a los LIIII. años de su edad en el de M.CC.LII día XXX. de mayo. Declaró su culto, la santidad de N. Bmo. P. Clemente X., de feliz memoria, año del Señor M.DC.LXXI y en obsequio de su décimo cuarto gloriosísimo santo abuelo, la piedad fervorosa del señor rey don Carlos II promovió en esta costosísima urna el suntuoso relicario y depósito para su incorrupto cuerpo, cuya dichosa solemne colocación reservó el cielo para el feliz reinado de su décimo sexto nieto el señor rey don Felipe V, el animoso, que acompañado de la señora reina doña Isabel Farnesio, de los serenísimos señores príncipes de Asturias don Fernando, y doña María Barbara de Portugal, y de los señores infantes de Castilla don Carlos, don Felipe, don Luis, y doña María Teresa, con ejemplar nunca vista majestuosa edificación, llevó por las calles de Sevilla el santo cuerpo triunfante de la corrupción, en la solemnísima procesión celebrada el día sábado XIV de mayo del año de M.DCC.XXIX.

     A la izquierda de la dicha está otra tarjeta, que dice:

                                  Muere Fernando, y de la luz postrera,
Que fue nadir de su vital aliento:
Para brillar en superior esfera
Vuela al cenit del sacro firmamento,
Donde exhalando siempre sus ardores
Nos influye propicios esplendores.

     Al otro lado está la siguiente:

                                  De su ferviente devoción guiado,
Y de nube sagrada defendido,
El vigilante Bárbaro burlado,
Penetra el muro el Rey, no conocido,
Por adorar el prodigioso sacro
Antiguo de María simulacro.

     En la parte superior del lado del evangelio está la virtud de la esperanza demostrada en una airosa imagen de mujer con el áncora en sus manos, y al pie el siguiente terceto:

El áncora
de Clemente
Me asegura la victoria
De Sevilla,
y de la gloria.


     El medallón que está mas abajo consta de la gran Reina, a cuyos pies postrado el Santo recibe oráculos para la conquista, y la letra dice:

La conquista
de la tierra
Fuera corta a mi
desvelo
Sino conquistara
el cielo.


     En la tarjeta de la peana, se lee:

                                  A los robustos muros de Sevilla
Ciñe Fernando con tenaz asedio,
De evitar el furor de su cuchilla
Busca la obstinación, y no halla medio,
Y postrado Axataf, su rey tirano,
Rinde las llaves a su augusta mano.

     En la parte superior del lado de la epístola está otra imagen de mujer representando la fe, y a su pie la siguiente letra:

Mi fe
bastará a vencer
Aquella espada encorvada,
Pues Dios
ayuda a mi espada.


     En la tarjeta que está en la parte que corresponde a los pies del Santo, se muestra la persona del triunfador sagrado vestido de armas militares, pero no ceñida la espada, porque ésta se la ofrece con la una mano un ángel, y con la otra le señala la mezquita mayor, en cuyos muros estaba la sagrada antigua imagen de nuestra Señora, que veneró antes de conquistada Sevilla, lo que declara la siguiente letra:

Para llegar
a los pies
De la divina María
Un ángel a un án-
gel guía.


     En la tarjeta de la peana se registra el siguiente:

                                  A dolencia mortal rendido yace,
Sedienta fiebre sus médulas bebe,
Y ardor maligno sus entrañas pace;
Pero a mayor ardor esfuerzo debe
Para dejar el lecho, y humillado,
Adorar al Señor sacramentado.

     En la espalda de la urna se observa igual número y disposición de medallas y jeroglíficos, que en la delantera, y en la que viste la parte superior se ve al Santo en ademán de adorar arrodillado la santa cruz, que como a otro Constantino se aparece entre nubes, y se lee lo siguiente:

También
como Constantino
Tengo
en el cielo mi guía
Él en Jesús, yo en Ma-
ría.


     Al lado derecho de dicha medalla se ve un alfange morisco, cuya forma encorvada sirve de arco a la resplandeciente espada del Santo rey, que atravesada en él, y estribando el pomo en una cuerda ligada a los extremos del alfange, está sirviendo de flecha. Significose así la fe constante del Santo monarca, asegurada aun en las armas enemigas, pues ayudado de Dios, tal vez le sirvieron como propias, y dice la letra:

�Cual
otra espada será
Terror del moro y decoro
Si esta fue terror
del moro?


     Al otro lado de la referida medalla se deja ver una corona Real dentro de otra mayor y de espinas, ambas en gran círculo de resplandores, contrastado todo de varios vientos, que se manifiestan con la demostración de querubines soplando, donde parece se intentó significar las santas municiones con que nuestro Rey aseguraba sus triunfos y hazañas, que fueron siempre cilicios y austeridades sobre altas meditaciones de la sagrada pasión, contra quien no pudo prevalecer la fuerza de los enemigos. La letra lo explica:

�Que riesgos
contrastarán
Mi corazón si lo abona
El cerco
de tal corona?


     En la medalla que está más inferior se ve la imagen airosa y fuerte de un joven ya adulto con todas las insignias de soldado, imitando a David. Su acción es recibir con reverencia de mano de un sacerdote (a Aquimelech semejante) la espada, aludiendo a las instancias del infante don Fernando, a quien llamaron el de Antequera, cuando para la conquista de aquella ciudad solicitó en Sevilla la gloriosa espada del Santo rey su abuelo, con cuya reliquia consiguió aquella gran empresa. La letra lo manifiesta diciendo:

Esta espada
se te ofrece,
Que por ser de tan
gran Rey
Dará a los moros
la ley.


     Al lado derecho de dicha medalla se registra un sol que comienza a tomar altura por su horizonte, de cuyos resplandores parece se aparta una nube para no impedir con la sombra su lucimiento. Entre el ambiente de ambos cuerpos media una Real corona, que por la parte que mira al sol se empieza a ilustrar de luces. A su pie se lee:

Por medio de
la oración
El sol María suspende,
Y el moro a sus plan-
tas pende.


     Al otro lado se advierte una mano entre nubes sosteniendo una balanza, que inclinada a la derecha con el peso de la espada de nuestro Santo, hace elevar la corona, que está en la otra balanza, cuyo significado manifiesta el siguiente:

Dando a lo infiel
esta espada,
Su mismo peso ocasiona
Que suba más
la corona.


     En el tarjetón que viste la peana de piedra se lee lo siguiente:

                                  De esta urna en el ámbito
Yace entero el cadáver del cristiano,
Del mejor cielo religioso atlante,
Marte español, cuya triunfante mano
Aun de la incorrupción vive triunfante:
Pira del sacro fénix castellano,
Que cediendo en los aromas de su celo,
Sin las cenizas renovó su vuelo.
     Del tercero Fernando de Castilla
Descansa aquí el despojo; no descansa
El espíritu glorioso que en él brilla,
Colmando de prodigios la esperanza
Que en su tutela vinculó Sevilla;
Prendas de su devota confianza
Agravan hoy sus aras y su culto
Frecuentes votos de incesante culto.

     A su derecha hay otra tarjeta con el siguiente:

                                  De la oración ardiente de Fernando
Forrado el cielo, que su causa atiende,
Del Euro los impulsos excitando
Su expedición facilitar pretende,
Sirviéndole auxiliar este elemento
De su conquista el religioso intento.

     La Real capilla de nuestra señora de los Reyes está haciendo cabeza a la nave principal de la santa iglesia de Sevilla en la parte oriental; y en medio de las gradas por donde se sube al altar de la santísima Virgen, se halla formado el del santo rey don Fernando, donde se venera su incorrupto cadáver en una muy rica urna de plata. Este altar es de piedra llamada franquilla o martelilla, y en él se ven embutidas cuatro losas de mármol, una a la parte septentrional o del norte hacia donde está la cabeza del Santo conquistador, que contiene las inscripciones castellana y latina; otra a la parte meridional o del sur, que es adonde caen los pies del Santo cadáver, que comprehende las inscripciones hebrea y arábiga; y las otras dos del estilo del canónigo Francisco Pacheco, que se pusieron cuando se acabó la Real capilla, están en la delantera que mira al poniente. Las dos primeras tienen los caracteres realzados y dorados y las otras dos grabados y dorados.

     En el muro del lado del evangelio hay un arco cubierto con dosel de terciopelo carmesí franjeado de galones y alamares de oro, y en su centro bordados de oro, plata y colores los Reales escudos de Castilla y León, que tienen por timbre la corona Imperial, y en él descansa el cuerpo del Salomón de España el señor don Alonso en urna cubierta de rico brocado, y dos almohadas de la misma tela, que mantienen la corona Imperial y cetro; y en un óvalo convexo está la inscripción que va copiada.

     Al lado opuesto, que es el de la epístola, se advierte en igual disposición el sepulcro de la señora reina doña Beatriz, diferente sólo del antecedente en tener en el escudo por timbre corona Real, de cuya clase es la que está sobre las almohadas.



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Parte Primera

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Introducción a la obra, y circunstancias del tiempo en que nació San Fernando

     Ha sido feliz por aplaudida la fantasía poética, que dividió el mundo en tres edades: una de oro, que todos lloran como ya pasada; otra de plata, de que se acuerdan pocos por menos lucida; y la tercera de hierro, que como la peor aplica cada uno al tiempo en que vive para explicar lo que padece. Esta fantástica idea ha dado en la militante Iglesia nombre a varios siglos verdaderamente de oro por los insignes varones que la ilustraron, eminentes en santidad, e iluminados en la doctrina. Por tal cuentan los historiadores el siglo cuarto, abundantísimo en los muchos Santos que concurrieron en el Concilio de Aquileya. Por la misma razón es venerado el siglo XI. Y siendo verdaderamente de oro aquellos siglos, cuyos quilates se miden por virtudes, debemos celebrar como muy acrisolado el XIII, en que floreció el señor rey don Fernando el tercero, glorioso asunto de toda esta obra. Nació este gloriosísimo héroe por los años de 1198, y murió el de 1252, y en esta quincuagena de años causa ternísima admiración contar los muchos Santos que florecieron en diversas regiones de la Europa: pues omitidos, por no hallarse aun entre los venerados en los altares, la señora reina doña Berenguela su madre, ni la infanta de León doña Sancha su hermana, aunque a esta se ve obligada la veneración a algún culto, si no eclesiástico, a lo menos reverente; y dejados otros muchos ilustres en santidad, que con religioso fundamento podían adornar este asunto, llenando sólo la plana de aquellos a quienes da culto la Iglesia, y veneración de canonizados el respeto, enriquecieron de virtudes este siglo san Luis rey de Francia, primo hermano de san Fernando, santa Teresa primera mujer del rey don Alonso de León su padre, y doña Mafalda esposa del rey don Enrique, también pariente por tío de Fernando; los dos insignes, nunca bastantemente aplaudidos patriarcas, santo Domingo y san Francisco, y de la sagrada religión del primero el angélico doctor santo Thomas, san Raimundo de Peñafort, san Gil, san Miguel, san Anselmo, san Pedro González Telmo, y san Pedro mártir de Verona; y de la del segundo el seráfico doctor san Buenaventura, san Antonio de Padua, y santa Clara; dos san Benvenutos, uno de Engubino, otro de Escotibalis, y san Luis obispo de Tolosa, de la sangre real de los reyes de Sicilia. A aquellos dos insignes Patriarcas añadamos otros dos, que en trato de compañía dotaron la redención de cautivos, san Pedro Nolasco, y san Ramón Nonato; y en el antiguo instituto de nuestra Señora del Carmen san Simón Stock, a quien concedió la Virgen el privilegio tan célebre del escapulario, que le vistió, y que a tantos ha servido de cota contra los insultos del común enemigo: sin pasar en silencio aunque interrumpamos el guarismo, que en abundancia de santidad llegó en este siglo a cultivar tan fecundos planteles que produjesen tantos frutos en virtudes como venera la devoción en otras órdenes religiosas, moldes de santos, y atarazanas donde se labran mortificaciones y virtudes.

     Por el estado secular debemos contar de la misma era santa Isabel, hija de la reina de Hungría, san Egelberto obispo en Colonia, santa Heudivida, duquesa de Polonia, san Juan presbítero en Bretaña, santa Lutgarda en Brabante, san Cardimundo en Conturbel, san Estanislao obispo en Cracovia, santa Iberta en Leodia: hermosa primavera de santos que puso Dios en el jardín de su Iglesia a la vista de Fernando para su veneración en el respeto, y su imitación en el trato.

     Ni porque fuese tan fecundo el siglo en virtudes, negó su fertilidad a las letras. Son estas muy hermanas por lo que se aman como hijas de dos potencias de una misma alma, o porque la virtud es madre de la aplicación y las letras fruto del sudor del alma.

     Fue san Fernando, como veremos, gran patrono de los sabios; deseó serlo, y debía vivir en tiempo de tantos maestros, como fueron los dos doctores, angélico y seráfico santo Thomas y san Buenaventura. En España florecieron Bernardo presbítero Compostelano, insigne escritor en el Derecho, y los dos historiadores doctísimos, y gravísimos prelados don Rodrigo Ximénez de Rada de Toledo, y don Lucas de Tuy; y vivían al mismo tiempo los dos Hugos cardenales, el Barcelonés, y el celebrado por haber entre otras obras ideado y logrado el utilísimo trabajo de las concordancias de la Biblia. La silla de san Pedro ocupó algún tiempo Inocencio III, a cuyo estudio y trabajo se debe la mayor parte del gobierno de la Iglesia, y extirpación de los errores en el celebradísimo Concilio Lateranense, regla de la fe, y norma de la Teología. En Grecia Nicetas; en Francia Alberto Magno, Alejandro de Ales, y Guillermo Parisiense; en Italia Jacobo de Vitriaco el Altisidoriense, Vincencio Bellovacense, y otros muchos que por tantos no caben en esta plana, ocupando mejor lugar en las librerías. No fue fortuna de Alejandro, dice Plutarco, que en su tiempo concurriesen muchos sabios; al contrario sí fue dicha de estos lograr un rey que los aplaudiese y premiase. Contempló como gentil la utilidad, y resolvió por el interés; disputen los que tienen poco en que entender esta cuestión, que siempre se ha de conceder, que es afortunado el siglo que goza un rey aficionado a las letras, y muchos sabios en quien disfrutar aciertos.

     No negaré yo que siglo tan de oro bajó mucho sus quilates por la escoria que le quitó la ley en una mezcla de los errores de los pobres de León, que se levantaron contra la Iglesia con nombre de Albigenses, o Waldenses; y aun en nuestra España tenía muchas fuerzas la morisma, y las aumentaba la perfidia de los judíos, unidas en liga de buena correspondencia por igual enemistad del nombre cristiano; y si la herejía cunde infestando como peste, la incredulidad es animal imperfecto, a quien no basta cortarle para confundirle, pues aun dividido en varias partes hace esfuerzos por vivir, y se mueve progresivamente para ganar terreno. Esta escoria es preciso confesarla en el siglo de san Fernando; pero se confiesa con gloria, porque se acrisoló el oro, y se purificó la masa al fuego de su abrasado celo, y a los continuos golpes que jugaba su espada.

     Veremos en el discurso de la historia confundida la morisma de España, y arrojadas sus cenizas al aire del África; veremos perseguida, y castigada la perfidia del judaísmo; veremos aumentada la religión, ensalzada la fe, premiadas las virtudes, y amparados los gloriosos fundadores de religiosas familias, para que con este riego creciesen sus plantas en hijos, ejemplos, y letras; y si en esta sazón elevó Dios a estos insignes fundadores para que sus sagradas familias, como celestiales escuadrones, resistiesen los ejércitos infernales de Albigenses y Waldenses, levantando pobres de espíritu contra fingidos pobres de León, y sabios cuyas luces ilustrasen el orbe, desterrando las sombras de falsos dogmas; también colocó en el trono de España a Fernando, para que a golpes de su espada desterrase de su reino el necio imperio de la incredulidad.

     Bien sé que la cabeza de la Iglesia vio en sueños que san Francisco y santo Domingo, con sólo aplicar el hombro, defendieron la ruina que amenazaba a la Iglesia Lateranense: idea profética, cuya apreciable verdad han acreditado los tiempos; pero sé también que varios sumos Pontífices vieron en realidad, no uno, sino dos mil templos restaurados a la Iglesia, espacioso terreno cultivado para la cristiandad, purificada la España de la cizaña de sus mahometanos régulos, y fraguados tan firmes los cimientos de la religión católica, que desde las conquistas de Fernando hemos logrado la fortuna de vernos estimados por los más católicos de Europa. �O siglo feliz por santidad, feliz por letras, feliz aun en la misma infelicidad, y felicísimo por gozar la especial gloria de contar en sus dimensiones la vida de un san Fernando!

     Escribir las acciones, virtudes, y reinado de este gloriosísimo Monarca es el asunto de esta obra; en que suplirá este Alejandro la falta de un Demóstenes por lo cordial de la devoción. Para mayor claridad dividiré el tratado en dos partes: en la primera se dibujará el Santo como héroe en sus empresas; en la segunda como Santo perfectísimo en sus obras; porque si bien todas sus acciones son virtudes, y todas sus virtudes son heroicas, se debe atender a no interrumpir el hilo de la historia para referir los sucesos, y trasladar a parte aquellos que le canonizan Santo: y dando al principio mucho pasto a la curiosidad, proponer después no menos cebo a la imitación, y en todas ocasiones mostrar que no se opone lo héroe a lo santo, ni lo santo a ser héroe por la religión, y por la patria.



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Capítulo I

Padres, y nacimiento del santo rey

     Fue san Fernando hijo de don Alonso el noveno rey de León, y de doña Berenguela, hija de don Alonso el tercero rey de Castilla, a quien respecto de los de León llamamos comúnmente el octavo. Del día y lugar de su nacimiento no puede ya la diligencia conseguir noticia: es esta una de aquellas cosas, que sabiéndose que sucedieron, se han entregado tan del todo al olvido, que ni por conjeturas se puede descubrir principio firme para la determinación. Sea cierto que don Alonso de León no contrajo su matrimonio con doña Berenguela antes del año de 1197, pues hasta el año de 1196 no se apartó de doña Teresa, infanta de Portugal, su primera mujer; y sea también cierto que el año de 1209 vivían separados don Alonso y doña Berenguela, con que dentro del corto tiempo de estos años fue el nacimiento de Fernando y así por suponerle primogénito aplican para su nacimiento el año de 1198 pero el determinar año es voluntaria imaginación de quien escribe sin fundamento alguno de realidad. El lugar, dice Laureto, fue una montaña entre Zamora y Salamanca. Algunos monasterios antiquísimos celebran con tradición particular el haber tenido la fortuna de ser cuna de tan grande héroe. No es fácil el comprobar su tradición, ni es posible el impugnarla con sólido fundamento, y sólo nos resta llorar el olvido del día, pues se debía celebrar con tanto júbilo, y del lugar que se debía venerar con tanto respeto; pero el tiempo, el olvido, la poca diligencia, o menos pulidez de los escritores de aquel siglo nos causan tan espesas nieblas, que es forzoso para lograr luz, salir sin conocimiento alguno de esta tan penosa obscuridad.

     El nombre de Fernando era tan común en España, que se explicaba con varias voces: Fernán, Hernando, Ferdinando, Ferrando, y Fernando. Usábanle muchos, y de él se oye en las escrituras antiguas tan repetido el patronímico Fernández. Quizás por tan vulgar le excusaban nuestros Reyes, poco dichosos en no consagrarse a Dios con el augusto nombre que alistaba para su gobierno la felicidad. Cinco solos Monarcas se hallan en los catálogos de los reyes de España con el nombre de Fernando; todos cinco gloriosos triunfadores, celosos de la religión, y a quienes con toda razón podemos llamar Padres de la patria. El primero fue aquel insigne héroe de nuestras historias, devoto y favorecido de san Isidoro y Santiago, don Fernando el primero, el que juntó los reinos de León y Castilla, y que por sus grandes hazañas, y acertado gobierno fue llamado el Magno, que en sus tiempos equivalía a Emperador; y aunque a este título le puso demanda el de Alemania, le mantuvo firme con la asistencia y consejo del Cid; y consiguió del sumo Pontífice sentencia, en que libertaba la España de toda dependencia, dejándola con absoluto dominio sin reconocimiento a señor en la tierra, como era debido a sus Reyes por sus conquistas. En éstas fue gloriosísimo, avasallando los más poderosos reyes del Mahometano Imperio. Acrecentó sus estados con toda la Extremadura, y la mayor parte del reino de Portugal; taló casi toda la Andalucía, y separó del dominio infiel a Medinaceli, a Alcalá de Henares y Guadalajara; de que asustados los reyes de Toledo, Sevilla, Zaragoza y Portugal, le rindieron vasallaje. Restableció a Zamora, trasladó a León el cuerpo de san Isidoro, renovó su Iglesia, fabricó otras muchas en sus reinos, fundó el monasterio de santa María de Regla, vivió siendo terror de la morisma a quien abatió, ejemplo a sus súbditos a quienes edificó, y admiración a los infieles, de cuya innumerable muchedumbre hubo no pocos que admitieron su fe con su dominio, eficazmente estimulados de la vida ejemplar de este gran Rey, que murió por fin tan santamente, que en León se celebró por muchos siglos su fiesta, como de santo canonizado.

     El segundo fue don Fernando de León, que nunca gobernó en Castilla. Era hijo del emperador don Alonso, aunque no tan glorioso contra los moros como el primero ni como su padre, porque ocupado en guerras de príncipes vecinos, y de sus mismos hermanos, no tuvo tiempo para avasallar infieles; pero como se llamaba Fernando, era preciso nos dejase memoria de su cristiandad. Fundáronse en su tiempo las órdenes de Calatrava y Santiago, milicias tan temidas de los sarracenos, de quienes rescataron tantos castillos y como si el concurrir a esta obra fuera corta expresión de su católico espíritu, hizo aquella tan celebrada acción en que se manifestó a un mismo tiempo la generosidad de su pecho, y la honrosa hidalguía de su fe.

     Con don Alonso rey de Portugal, su suegro, había tenido graves desazones, y aunque le había rendido, y hecho prisionero en las cercanías de Badajoz, sólo había servido este triunfo para que regalándole con la libertad y reino le mirase como amigo reconciliado, y le temiese como a enemigo celoso. Vivían en una paz tan de puro respeto, que no tenía nada de verdadero cariño. En esta disposición de circunstancias le sobrevino a el de Portugal un tan peligroso torbellino que se pudo temer prudentemente arruinase su reino en pocos días; porque Abenabel moro, y tirano en Badajoz, se había hecho tan fuerte, que no sólo resistía a los reyes, sino que aprovechándose de la poca prevención de el de Portugal, le tenía sitiado en Santarén sin poder esperar pronto socorro de su reino, ni conceder el tirano espera para la entrega que pretendía. Supo estas circunstancias don Fernando, y como guerrero y próvido Príncipe, dispuso con brevedad un ejército, con que confundir de una vez al sitiado y al sitiador, destruyendo al uno con la fuerza, y concluyendo al otro con la cortesía; pues cuando se temió perdido don Alonso por verse acometido de dos poderosos ejércitos, vio y admiró en Fernando pensamientos tan heroicos, como que acercándose a la plaza, y batiendo animosamente a los sitiadores bárbaros, le puso en segura libertad. Ejecutado esto se restituyó Fernando a León, cargado de despojos mahometanos, y glorioso más que nunca por vencedor de sí mismo, pues supo sacrificar sus justas quejas en la ara de la tolerancia, porque no perdiese la fe una almena de sus dominios.

     A este don Fernando el segundo de León se siguió en la corona el santo Rey, de quien es esta historia, y que no dejó en sus dominios más libertad a los moros, que el trono recién nacido del rey de Granada, por servir su permisión para la más importante conquista de Sevilla, y disimuló su tiranía con dejarle un solo reino, y éste tributario a Castilla. El biznieto de este santo Rey fue también Fernando, y el cuarto de este nombre entre los monarcas de España. Entró a reinar de cortos años bajo la tutela de su madre, aquella gran reina doña María, a cuya prudencia y heroísmo debió varias veces que no le arrojasen del trono, que tan dignamente ocupaba. Tuvo continuamente que vencer enemigos poderosos de dentro y fuera del reino; por cuyo motivo, aunque intentó en tres diversas ocasiones el total exterminio de los moros de Granada, no pudo conseguirlo en sus cortos días, ni admiró el mundo este completo triunfo, hasta que pisó los estrados del solio otro Fernando, que fue el Católico. A este no le habían dejado los antecesores de su nombre más términos donde extender la fe, que aquella corta reliquia de Granada. Sólo allí se ejercía con libertad el abominable rito mahometano. Con este padrastro entró en el reino, y no salió de él sin haber limpiado la tierra de esta infame raza, aniquilando su intruso dominio y arrojando de los términos de toda España el poder, y la esperanza de los moros: que parece tenía el cielo determinado que a los Fernandos debiésemos la restauración de la patria, la pureza de la fe, la gloria de la nación, y el privilegio de vivir lejos del aire infestado con la infidelidad. Quizá como ya no hay en España morisma de quien triunfar, no ha habido más reyes que se llamen Fernandos. Dichoso nombre, a quien parece estaba vinculada la victoria, y que traía consigo por inseparable apellido el triunfo, y la religión.



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Capítulo II

Ascendientes de don Fernando, y genealogía de doña Berenguela su madre

     Don Alonso octavo de Castilla, abuelo de san Fernando, casó con doña Leonor, hija de Enrique segundo rey de Inglaterra. Logró de este casamiento por hijos a doña Berenguela primogénita de sus hermanas, a doña Blanca madre de san Luis de Francia, a Sancho, a Urraca, a Hernando, a Mafalda, a Constancia, a Leonor, y a Enrique. De esta dilatada sucesión las tres hermanas primeras vivieron largo tiempo como veremos; los cuatro siguientes se agostaron en flor, y sólo don Enrique, el último de todos, ciñó la corona, y se divirtió con ella dos años de su niñez. Doña Urraca se concedió el año de 1206 al príncipe de Portugal don Alonso, hijo primogénito del rey don Sancho; doña Blanca contrajo matrimonio el año 1201 con Luis de Francia; y la mayor doña Berenguela la tomó por esposa don Alonso noveno rey de León.

     Había éste estado casado con doña Teresa princesa de Portugal, en quien había tenido a don Hernando que murió niño, a doña Sancha, y doña Dulce: hallábase sin sucesión masculina, y, anulado su matrimonio por decreto del sumo Pontífice, a causa de parentesco. Concertó sus nuevas bodas año 1196 con doña Berenguela: y efectuáronse estas el de 1197 en Valladolid, adonde vino el Rey para conducir en persona a la nueva Reina a sus dominios.

     Este matrimonio fue la primer basa en que se funda la monarquía Española, dividida antes en varios miembros. El rey de Castilla gozó siempre la estimación de Primado; pero sus límites se extendían a poco. Ya se habían visto unidos los dos reinos en el dominio glorioso de don Fernando el primero; pero juzgando este ser monstruoso tanto cuerpo para una sola cabeza, le dividió en dos reinos, dando el de León a don Alonso, y el de Castilla a don Sancho sus hijos; y si bien en don Alonso se volvieron a unir, y permanecieron así en los reinados de doña Urraca, y de don Alonso el séptimo, llamado el Emperador, éste volvió a desunir las ramas, confiriendo el reino de León a don Fernando el segundo, y el de Castilla a don Sancho su hijo mayor; con que se separó segunda vez en arroyos todo el raudal, o en ramas distintas todo el robusto tronco. Estos ejemplos no movieron a san Fernando a la imitación, sino al escarmiento; pues con la experiencia que dio el tiempo y los sucesos, habiéndose juntado en un tronco las dos raíces, resolvió continuar la unión en la herencia de su hijo don Alonso el Sabio, a quien dejó también por aumento la conquista de toda la Andalucía, primera piedra que se añadió a la corona, hoy adornada de muchas y muy preciosas que la hermosean en la herencia o conquista de tantos reinos y provincias. Y es cierto que la experiencia ha mostrado que no se ofuscan, los esplendores reales por añadir nuevas creces a sus luces, y que los arroyos compran barato al precio de perder su nombre el respeto con que se les mira en el río, en quien hacen irresistible su corriente, confiriéndole sus caudales.

     Hemos proferido, no sin algún cuidado, que doña Berenguela fue la hija mayor y primogénita del rey don Alonso de Castilla; y aunque esta proposición es tan segura que pasa mas allá de los límites de cierta, no ha faltado quien tropiece en su notoriedad, y a cuyos ojos causan dolores los rayos del sol. Niegan algunos, esta mayoría de doña Berenguela, y anteponen a doña Blanca en el nacimiento o en la edad, y por consiguiente en el derecho de la herencia, sin reparar que ofenden aquí la delicada conciencia de san Fernando, que si no fuera hijo de la hermana mayor, habría poseído el reino de Castilla sin derecho legítimo en la sucesión; y lo que es más, no faltó en los años pasados quien diese a luz un árbol genealógico de nuestros reyes con el empeño de querer resucitar en el mundo esta sentencia olvidada ya por convencida de falsa. En este lugar ni parece lícito omitir enteramente la prueba clara de una verdad obscurecida, ni es debido interrumpir el hilo de la historia con una apología, que no puede ser concisa por la multitud de verdades que la evidencian; por lo cual tomando un prudente medio entre el omitir un todo, y hablar mucho, dejamos aquí doblada la hoja, y con sola la proposición de evidenciarse la verdad, remitimos a los curiosos al fin de este libro, donde por apéndice se pondrá la apología, sin más cuidado en el trabajo que la claridad en la explicación, para saciar la curiosidad de los que desean apurar verdades, y confundir el apetito de los que ligeramente se dejan llevar de la novedad.



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Capítulo III

Hijos de don Alonso y doña Berenguela, y crianza del infante don Fernando

     De este matrimonio, en los años que se mantuvo, dio doña Berenguela a don Alonso cuatro hijos, don Fernando, de quien tratamos, don Alonso, el que fue y llamaron señor de Molina, doña Constanza, y doña Berenguela, reina después de Aragón. Consiguió don Fernando la fortuna de que la reina doña Berenguela, disfrazando la majestad con el traje del cariño, le alimentase a sus pechos, y que quien le había comunicado sangre real en la naturaleza, la continuase con real alimento en la crianza; y si es cierto que el primer alimento en los infantes los comunica en su digestión las propiedades de donde se origina, todo fue real y grande en san Fernando; y a costa de alguna penalidad de Berenguela, no quiso exponerse a que en algo se inficionase el real ánimo de tal hijo, y así correspondió este a tan cariñosa madre, tributando en obediencia lo que la debía en cuidado.

     De sus primeros años, ni del tiempo que se crió en León o Galicia con su padre no tenemos noticia alguna, porque en aquellos tiempos se escribía menos que ahora, y como sus contemporáneos no sabían la veneración que le habíamos de rendir, no se detuvieron a hacernos el agasajo de apuntar muy por menor los ápices de sus primeras acciones; cuya noticia recompensáramos ahora con nuestra gratitud; pero esta es la condición del tiempo, y el engaño de la ociosidad: desprecíase por notorio lo que se ve y se llora la pérdida, cuando no se puede desenterrar del olvido.

     Sólo podemos colegir quién sería san Fernando cuando niño de lo que fue cuando joven, y cuál la obediencia y respeto que observaría con sus padres, cuando estaba debajo de su tutela, el que fue ejemplo de esta virtud cuando se veía libre, y señor de sus acciones. Don Lucas, obispo de Tuy, se pone muy de propósito a ponderar, que el Santo siendo ya rey, obedecía y veneraba a su madre como un humilde mozo, así se explica, só la palmatoria de un Maestro. Esta cláusula de aquel antiguo estilo de nuestra lengua española explica amor, respeto, obediencia, y temor. Todo lo tenía el Santo a su madre, y si era por su angélico natural, con él nació; si por su educación, se conoce cuan bien se imprimió en aquella cera el sello de la doctrina; y si es la educación segunda naturaleza, no hay duda procuró esta quien le comunicó aquella, o que quien no le fió a ajenos pechos para el alimento del cuerpo, no se descuidó en pulir las prendas del alma; que siendo una misma en todos, se distingue con gran especialidad en los bien educados. Los autores que escriben de estos tiempos, alaban mucho a doña Berenguela en la crianza da su hijo. Esto no lo dudamos, pero no especificando singulares ejemplos para la imitación, nos contentamos con las generales cláusulas para el respeto, y con la certidumbre que nos da de la buena raíz lo sazonado del fruto.

     Sabemos sólo una bien apreciable noticia de todo el tiempo de la minoridad del Santo. Visitóle Dios con una tan grave enfermedad, que no se sujetaba a las leyes de la medicina. Doña Berenguela empleó todo su cuidado en su curación, y fatigó toda la ciencia de los mejores médicos para el alivio; pero desesperada ya de cuanto podían idear la ciencia y la fantasía, cuando el enfermo es un príncipe, y está de peligro una corona, determinó buscar sobrenatural remedio, cediendo a su hijo en manos de mejor madre, y ofreciéndole en las aras de la Virgen María, para que encargándose le restituyese la salud, le conservase la vida, y tomase a su cargo su fortuna. Debemos esta noticia a quien desde niño fue sabio, el señor rey don Alonso, que en sus primeros años la cantó en unos versos en lengua gallega, que como primogénitos de su ingenio, los dejó en su testamento por manda para su depósito a la santa Iglesia de Sevilla, de donde Felipe segundo los trasladó a su nuevo archivo de la real casa del Escorial, enriqueciendo con esta pieza, que por tantos títulos es apreciable, aquel nuevo museo que formaba en su palacio. Y porque es cebo a la curiosidad el poner a la letra la canción misma, como la escribió el Rey, y es debido se conserve en varias partes su memoria, he determinado, sepamos el caso por sus mismas voces, escribiéndolas en el idioma y dialecto que se forjaron, y traduciéndolas lo más rigurosamente que he podido al nuestro. Dice, pues, así:

Esta es como Santa María guareceu en Onna al rey don Fernando, cuando era menino, d'una grande enfermedade.

                Traducción castellana
   
Estribillo Estribillo
Ben per esta à os Reis Bien a los Reyes está
d'amar à Santa Maria amar a Santa María,
ca en as muy grandes cuitas pues en sus grandes trabajos
ola os acorre aginna. les acude luz y guía.


                     Ca muito a amar deben      Porque deben amar los Reyes mucho
perque Deus nossa figura a Dios, que por nosotros encarnó
tillou d'ela, è pres carne, en las entrañas de María; y si Dios
ar porque de sa natura hombre por su esencia Divina es Rey
veno, ó porque justiça universal del mundo, María como su
tenen d'el, è dereitura, Madre también es Reina.
é Rey nome de Deus este
ca el reyna todavia.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     E per end' un gran miragre      Cantaré un milagro, y grande, que
direi que aveno, quando sucedió cuando era niño el señor don
era moço pequenno Fernando, que siempre amó y veneró
o mui buen rey don Ferrando; a Dios y a su Madre, y con gran cuidado
que sempre Deus, è sa Madre procuró tenerlos de su parte, y
amou, è foi de seu bando, aun por eso conquistó a los moros
porqui conquerou de mauros gran parte de Andalucía.
o mais da Andaluzia.


      Ben per esta à os Reis, etc.


                     Este menin en Castela      Este pues siendo niño, estaba en
con rey don Alffonsso era Castilla, porque el rey don Alonso su
seu avoo, que do reyno abuelo le había llamado de Galicia,
de Galiza o fecera donde se criaba, y era más adorado
venir, ca be o amaba que querido así del Rey como de su
á gran mavilla fera madre por las singulares prendas con
é ar era y sa Madre, que arrebataba los corazones.
á qui muit ende prazia.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     E sa avoa y era,      No le quería menos su abuela, hija
filla del rey D'inglaterra, del rey de Inglaterra, y mujer del
moller del rey don Alffonsso, rey don Alonso de Castilla, que fue
perqu'el pasou a Serra, el que pasó a Gascoña, y conquistó
é foi entrar en Gascoña la mayor parte de ella.
por la ganar por guerra,
é ovu end a mayor part,
ca todo ben merecia.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     E pois tornoss a Castela,      Al fin de cuya conquista volvió a
desi en Burgos moraba, Castilla parando en Burgos, donde
è un espital fazia fundó aquel célebre hospital, al tiempo
el, è sa moller labraba mismo que la reina su mujer labraba
o monesterio das Olgas, el real monasterio de señoras
è quant assi estaba, que llaman Huelgas, y en estas obras,
dos seus fillos, è dos netos y con el cariño de hijos y nieto, vivían
muy gran plazer recibia. en suma paz y quietud.




     Ben per esta à os Reis, etc.


                Mais Deus non quier que o ome Pero Dios que no quiere que el
esté sempre un estado, hombre viva mucho tiempo en estado
quis que don Ferrando fosse feliz, permitió que a don Fernando su
o seu neto tan cuitado nieto le acometiese una tan grave
d'una grande enfermedade, enfermedad, y tal que su abuelo perdió
que foi del desasperado la esperanza de verle con vida,
el rey, mas enton sa Madre desahuciado de los médicos, y su madre
tornou tal come sandia. vivía casi sin juicio, por haber ocupado
su lugar la pesadumbre.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     E oyu falar de Onna      Oyó en esta ocasión celebrar la
ò avia gran virtude. virtud que resplandecía en los monjes
Dis ela: llevarlo quiero de Oña, y los favores que María santísima
alà, assi Deus m'aiude, dispensaba a sus devotos en aquel
cà ben creo que a Virgen monasterio: y ofreció llevar a su hijo
lle dè vida e saude, a las aras de María, exclamando así:
è quando aquesto vuo dito creo y espero que María santísima le
de seu padre s'espedia. ha de dar la salud para que la sirva: y
con estas palabras se despidió de
su padre.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     Quantos la assi viron      A cuantos la veían ir, causaban
gran piedad ende avian; lástima hijo y madre: al hijo querían
è mui mais poo menino, todos bien, y le lloraban por muerto
a qui todos ben querian, según los dolores que le veían
è van con ela gentes, padecer, y el peligroso estado en que
chorando muit è chaguian conocían que estaba.
ben come se fosse morto,
ca atal door avia.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     Ca dormir nunca podia      Porque ni le permitía el dolor un
nen comia ne migalla, rato de sueño para el descanso, ni el
è vermees del sayan, estómago recibía el preciso alimento
muitos, è grandes sen fallan, para la vida, y en su cuerpo se criaban
ca a morte ya vencera muchos gusanos, presentándose a
sa vida sen gran batalla; su vista el efecto de la muerte. Así
mas chegaron logo a Onna, llegaron a Oña, donde sin descansar
é tubieron sa vegia. pasaron una noche madre e hijo.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     Ant ò altar mayor logo      Después le puso en las aras del
é pois ant ò la Reyna altar mayor, luego en el de la Virgen,
Virgen santa gloriosa rogándola con lágrimas supliese la
rogandole que agina falta de la medicina que no
en tan grand enfermedade encontraba. Dadle salud, decía,
posesse sa melicina, señora, para que os sirva.
se serviço do menino,
en algun tempo queria.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     A Virgen santa Maria      Oyó la Virgen los clamores de la
logo con su piedade madre, y socorrió al punto al hijo,
acorreu à o menino, que reposó con un dulce sueño, al fin
è de sa enfermedade de cuyo descanso pidió de comer.
lle deu saude comprida,
è de dormir a voontade,
è despois que foi esperto
logo de comer pedia.


    Ben per esta à os Reis, etc.


                     Ante de quinze dias      Y antes de quince días se halló del
foi esforzad è guarido todo bueno y sano por intercesión de
tan ben que nunca mais fora, la Virgen, a quien al punto acudió a
de mais deule bon sentido; dar las gracias el rey don Alonso,
è quand el rey don Alffonsso caminando en romería desde que supo
ouu este milagro oido el milagro, y la piedad que con su
logo se foi de camino nieto había ejercitado María.
a Onna en romeria.


    Ben per esta à os Reis, etc.


     Hasta aquí la sobredicha canción, que no nos deja sin algunas dudas que concordar en la historia, porque según ella el príncipe don Fernando parece vivió en Galicia, y que allí se criaba. Esto es muy natural, y ayuda a la conjetura el haberse criado allí su hijo don Alonso el Sabio, y la razón pudo ser que teniendo los reyes de León el reino de Galicia por herencia de doña Elvira, hija de Melindo González, conde de Galicia, era muy conforme a la buena política criar a los príncipes, en estado nuevamente incorporado a la corona para que los nuevos vasallos le mirasen como a príncipe propio, se encariñasen a quien había de ser su rey, y se les fuese suavizando la novedad de ser mandados con otros muchos, los que con aquel engaño que se fingen las ideas de los príncipes, y reinos cortos, forman mucha mayoría en la imaginación, porque son parte de un cuerpo grande en la realidad.

     El venir a Castilla fue sin duda a visitar, y consolarse con su madre, pues no nos deja duda la canción de que este suceso fue después de separados sus padres, y el rey de León no reñido por entonces con Castilla, ni con motivo de quejas concedería a doña Berenguela el consuelo de ver a su hijo, como después se lo entregó cuando le pidió con pretexto de su defensa.

     El monasterio de Oña, donde se veneraba, y venera el simulacro de María santísima, era de célebre devoción en aquel tiempo. Había sido de religiosas que trasladadas por el rey don Sancho al pueblo de Baylon, lo había entregado con otros monasterios a los monjes Cluniacenses, con el religioso fin de introducir en estos reinos la rigurosa observancia y ejemplo con que se habían reformado en Cluny. La devoción que infundía el simulacro, el atento culto con que estaba servido, la virtud con que resplandecían sus monjes, y la santidad de su abad san Íñigo, cuya memoria estaba muy presente, eran voces de fuego, con que encendían a toda España en fervor, para que acudiesen cuantos necesitaban favores del cielo, donde había tantos mensajeros para los milagros; y sin duda en este número debemos contar caso tan singular, como nos dice este auténtico escrito.



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Capítulo IV

Separación de los reyes de León. Quédase con su padre san Fernando, y vuelve doña Berenguela a Castilla.

     Casó, como hemos visto, con don Alonso el noveno rey de León doña Berenguela, a quien la verdad de Mariana no permitió corriese la pluma en la historia sin un paréntesis en que movido de la razón exclama así: ��quién podrá, bastantemente encarecer las virtudes de esta señora, su prudencia en los negocios, su piedad y devoción para con Dios, y el favor que daba a los virtuosos; el celo de la justicia con que enfrenaba a los malos, y el cuidado de sosegar a los que gustaban de bullicio?� Esta era doña Berenguela, quien duró en este matrimonio hasta el año de 1209, en que el sumo pontífice Inocencio tercero mandó al rey don Alonso, y a la reina se apartasen, declarando nulo el matrimonio por causa de haber contraído con parentesco dentro del tercer grado.

     En aquellos tiempos no estaban en vigor las leyes eclesiásticas que prohíben el matrimonio entre afines y cognados; antes bien las leyes civiles concedían la legitimidad a los hijos de estos matrimonios; y los sumos pontífices, que con todas veras intentaban dar fuerza a sus cánones, permitían esta misma legitimidad en el efecto de la herencia, aunque obligaban a los contrayentes a la mutua separación, templando con este orden el odio que podía conciliar el canon para ser recibido, anulando el matrimonio de los que habían contravenido a las determinaciones de la iglesia, y dejando válida la legitimidad de la prole, a quien favorecía la ley civil. No se oponían a todo para conseguir algo, y así poco a poco sujetar a razón a quien podía resistir con violencia; compadeciéndose también de los contrayentes, que con buena fe, y no estando en vigor la ley eclesiástica, habían contraído sin caer en culpa, que no conocieron, y sin contravenir a canon, que quizás ignoraban.

     Esto sucedió a los reyes don Alonso y doña Berenguela, pues no oponiéndose a la ley de la naturaleza su matrimonio entre parientes en tercer grado, y efectuándose las bodas con todo real aparato, y con toda aquella prevención que daba mucho tiempo para que sabido en Roma se opusiese el sumo Pontífice al tratado antes que se elevase a sacramento, creyeron su nudo indisoluble; y así cuando Inocencio los hizo sabidores de la nulidad, reclamaron concordes suplicando a su Santidad les concediese el privilegio de la ratificación, alegando sobre las razones que fingían los letrados, las más urgentes de la paz de los reinos, el inconveniente de desheredar al infante don Fernando, lo mal que llevaría esta afrenta el rey don Alonso octavo de Castilla, viendo tratado de ilegítimo a un nieto suyo; y últimamente todos aquellos inconvenientes que sabrían ponderar las plumas y retóricas de los vasallos de dos reyes, a quienes estimaban, y más conociendo que conseguir el intento era dar gusto a dos enamorados, y adular la soberanía de dos poderosos.

     Nada movió la resolución invencible del Papa, en cuyo juicio no hacían fuerza los miedos, y pesaban poco los inconvenientes a vista del mayor de no fundar el establecimiento de sus cánones; y concederles dispensación, de que se leen algunos ejemplos en aquel tiempo, no era conveniente, porque parecía desacreditar la ley, pues llegaba a noticia de muchos por la fama de su dispensación. Agravó las censuras y amenazas con las últimas de entredicho en el reino, haciendo tanto más de su intento el caso, cuanto se hacía más ruidoso, pues el pregonero de más clara voz para publicar la ley es el ejemplar castigo en quien la quebranta. Hizo eco en la conciencia de los Reyes la censura impuesta, y el miedo de la mayor, y con ejemplo de católicos pensaban ya bien a su pesar en la separación. Salió entonces al encuentro por sí mismo con amor de padre, y con ofensa de caballero, el rey don Alonso de Castilla. Opúsose con animosidad y esfuerzo; pero el Papa creyendo que aquella intimada guerra tenía más de artificio que de enemistad, y que el tocar con tanta furia los tambores en Castilla, era sólo para que resonasen en Roma, y allí conquistando el miedo la voluntad pontificia, ganasen los dos enemigos Reyes a un tiempo la paz, la victoria, y su empeño; determinó, pues le tocaban a guerra, jugar de todas sus armas. Impuso entredicho en todo el reino de León por no obedecer los Reyes a sus primeras censuras, y en ellas quedaron ligados los obispos de Astorga, Salamanca, León y Zamora. El Rey por su parte desterró al obispo de Oviedo, porque se apartó de los demás que le seguían. Toda la razón con que estos lisonjeaban su conciencia, consistía en suponer dispensación en el silencio, y clamaban que el mismo haber permitido la cohabitación cuatro años, era haber dispensado el impedimento. Los que eran del partido pontificio decían que el Papa había disimulado por ignorancia del caso, y esta la había declarado no intimando censuras, ni pasando a avisar a los Reyes, hasta que precediendo informes, y causa que formó el legado Reinero, a quien se dio toda autoridad para este negociado, determinase la nulidad por lo bien probado del parentesco. Los obispos de Castilla, oprimidos de la razón, y de su conciencia, suplicaron al sumo Pontífice usase de toda su piedad en la causa: a esta humilde súplica, en que parece cedían algo en el empeño, sólo concedió el Pontífice dispensación para que los clérigos se pudiesen enterrar en sagrado sin pompa alguna, exagerando la gran misericordia que en esto usaba, y ratificando y confirmando el entredicho, que ya estaba en ejecución en todo el reino.

     Sintieron estos piadosos monarcas el golpe tan constante y recio, que como les tocó en el corazón, les mitigó el cariño, y compasivos de sus vasallos determinaron el separarse para obedecer y desahogar sus pueblos de la opresión que les había ocasionado su compañía. Ya determinada la obediencia, sobrevino otra invencible dificultad al amor de ambos, y era la amable prenda del príncipe don Fernando. Había aquí un embarazo que comprehendía muchos, conviene a saber: a quién había de acompañar, y cómo había de quedar. Era este Príncipe un amabilísimo nudo con que se apretaba más el vínculo de amor de sus padres; cada uno le quería para sí, y ambos querían cuanto tenían para Fernando. Al fin después de aquellas amorosas contiendas en que se riñe sin querer reñir, porque se quiere mucho por lo que se riñe, cedió la ternura de la madre a la conveniencia del hijo. y se determinó que don Fernando se quedase con su padre, cuyo sucesor había de ser en el reino, y convenía le estuviesen viendo, sirviendo y amando los que habían de ser sus vasallos, y por convenio se obligó el Rey a instituirle heredero. Hizo de esto obligación irrenunciable, y se ligó con la virtud del juramento, si bien para mayor seguridad escribieron juntos al sumo pontífice Inocencio tercero noticiándole de su obediencia, y suplicándole ratificase esta obligación aceptando el juramento; y que ya que por su respeto se dividían, legitimase en cuanto fuese posible la gloriosa prole, declarándole heredero de su padre. Condescendió a esto Inocencio tercero, y confirmó la herencia por legítima, y el juramento con que se ligó don Alonso en favor de la persona de don Fernando, que después con relación de la bula de Inocencio volvió a ratificar Honorio tercero.

     Fue importantísima esta diligencia, porque como la única causa del divorcio era la contravención a los cánones, no quedaba duda de la legitimidad de don Fernando, pues la ley civil la reconocía; y el Legislador eclesiástico, que se opuso a sus padres en la permanencia del matrimonio la concedió por haber nacido antes que se contestase la duda del parentesco. Con este ajuste se despidió la reina doña Berenguela del rey su señor, y se volvió a Castilla con su padre el año de 1209, dejando en León dos tan amables prendas como marido e hijo, y dejando a los siglos venideros estos esposos el ejemplo de lealtad, que fuera traición no referir, pues aunque libres del vínculo conyugal, conservaron la ley en cuanto podían, no admitiendo segunda compañía quien separados por la ley en diversos reinos, vivían en leal conformidad de afectos; ni permitiendo a la contingencia de que algún hermano de san Fernando, por hijo de más incontestable matrimonio, pudiese intentar alguna pretensión contra el primogénito. Digno ejemplo, y tanto más admirable cuanto era mayor la libertad para lo contrario; vivían unidos, cuando se miraban inseparables, y vivieron más unidos cuando se vieron en la libertad de separados. Cambió doña Berenguela el cariño de su esposo en el que renovó con la vista de su padre; quien para que no la faltase la realidad de reina, ni mendigase alimentos de sus hermanos, la hizo donación de las villas de Valladolid, Muñón, Curiel, y Santi-Esteban de Gormaz.



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Capítulo V

Muere el rey don Alonso de Castilla; deja a doña Berenguela tutora de su hermano don Enrique, y ésta cede el gobierno y la tutela a los condes de Lara

     Vivió en Castilla sosegada doña Berenguela en la amable compañía de su padre, cuando pagó éste el común tributo de mortal, y el año do 1214 dejó el cetro a su hijo don Enrique, único varón al tiempo de su fallecimiento, y que por ser de edad de once años le servía la corona de adorno, y el cetro de diversión, sin que pudiese deliberar lo que mandaba, ni autorizar sus decretos aquella edad en que empezando el albedrío, por ser muy libres las resoluciones, no tienen el respeto de bien pensadas, ni se puede fiar el gobierno de un reino a quien ha menester ayo para su dirección.

     Quedó por tutora y gobernadora de la persona del Rey y del reino su hermana doña Berenguela. A ésta, aunque mujer, le venía mejor el gobierno; así porque ya sabía lo que era ser reina, como porque estaba su varonil entendimiento huésped en su sexo. Aceptó la tutela, pero vivía mal hallada con el mando, porque estaba su razón triunfante de sus pasiones. Quería que se gobernase bien, pero no gustaba gobernar; y con el lance pasado temía la deslumbrasen los resplandores la luz que en su entendimiento guía encendido el desempeño. Gobernaba con la mayor prudencia a gusto de todos y sólo era contra su gusto el gobernar.

     Conocieron algunos no bien intencionados estos temores en la Reina gobernadora, y logró la malicia una ocasión, con que le brindaba la inocencia. Había de la casa de Lara tres condes estimados en Castilla, y que en el reinado del difunto rey habían tenido mucha parte en el manejo, don Álvaro, don Fernando, y don Gonzalo, hijos de don Nuño de Lara. Valiéronse de un particular llamado Garci Lorenzo, natural de Palencia, cuyo entendimiento y buen manejo suplían a su nacimiento todo lo que le faltaba para la estimación. Ofreciéronle que si conseguía de la Reina que les entregase al Rey y su tutela, ellos le pagarían el buen oficio con darle la villa de Tablada. Deseaba tanto este señorío Garci Lorenzo, que no pudiendo en su cuna ser para él, lo que llamamos paraíso de niños, estaba ahora en ello sumamente empeñado por antojo de su soberbia. Ésta le cegó para falsear la confianza que de

su consejo hacía la Reina gobernadora, y valiéndose de una ocasión en que la opresión de los cuidados la hacía sudar algunas lágrimas de apurada, habló muy al corazón de sus pensamientos, ponderando el peso del gobierno, y cuan mal tocado es para la cabeza de una mujer una corona, pues pesa más de lo que puede sufrir la femenil flaqueza. A un hombre cuya fortaleza es prenda de lo varonil, añadía este mal consejero, suele oprimir el cetro, �que será a V. Alteza, que tiene todas sus delicias en el retiro? y quien en éste halla el descanso, no puede, no, señora, menos de sentir tormento en el mando; pues aunque es dulce a quien la pasión le facilita, rinde al más robusto, si quiere aplicar el cuidado que pide por fundamento el acierto. Es arte práctica, y quien no tiene experiencia, con dificultad puede suavizar las espinas. Por eso me parecía a mí podía V. Alteza comunicar, o fiar mucha parte del trabajo a los condes de Lara, prácticos ya en los negocios del reino por la mano que el Rey nuestro señor les permitió tener en el tiempo de su glorioso reinado. Y V. Alteza trate de dar a sus vasallos el principal consuelo de verla sana, y crea que todos toleraremos gustosos los yerros de algún desacierto en los condes, o en cualquier otro, como el cielo nos conceda ver a V. Alteza con salud: que es corto tributo el que nos pueda ocasionar cualquier violencia al que debe nuestra lealtad pagar a la vida de V. Alteza.

     Estas razones con que se hablaba al corazón de la Reina, eran con las que abogaba por el señorío de Tablada o Calzada. �De cuánta reserva necesitan los reyes aun en las consultas más bien fundadas en la apariencia! No comprehendía esta traición quien oía con sinceridad, ni despreció el consejo quien deseaba el retiro. Conoció Garci Lorenzo la duda en la Reina, y para asegurar la empresa, no dio mucho tiempo para la resolución, aplicando tanta pólvora, que voló muy a su placer la mina. Extendió la voz de que la Reina quería dejar el gobierno a los de Lara, y esta opinión les ganó muy crecido número de parciales. Los que llegaban tarde, querían recompensar con repetidos obsequios su tardanza, y todos concurrían a la Reina, unos, como a cosa hecha alabando su juicio, otros aplaudiendo su desinterés, otros celebrando su elección; algunos dudando al principio terminaban la plática en razones que confirmaban la mudanza, y no faltaba quien dificultase los negociados, para que confundida la Reina, atropellase por todo, y se resolviese a favor de la novedad.

     Grandes asaltos eran estos para la entrega de un corazón apasionado, y para concluir a un entendimiento que se hallaba gustoso de verse convencido. Hizo gran falta a la Reina y al reino la autoridad y gran juicio del arzobispo don Rodrigo. Hallábase en Roma a varios negociados, y bien sabían los de Lara el tiempo que lograban. Cuando volvió el Arzobispo halló tan adelantado el negocio, y la Reina tan inclinada a la renuncia, que se contentó con aconsejar y procurar se pusiese algún freno a los Laras para evitar su precipicio y el del reino. Habló la Reina con este consejero, como su único motivo era el buen gobierno, administración de la justicia, respeto al estado eclesiástico, y consuelo de sus vasallos. Hizo llamar al conde don Álvaro de Lara, y ajustada la cesión, le hizo públicamente jurar ante los ricos-hombres y obispos, con quienes se había consultado la renuncia, que el Conde ni sus hermanos no cargarían con nuevos tributos al pueblo, que no quitarían tenencias, gobiernos, ni lugares a ninguno sin consulta de la Reina, y que administrarían en todo justicia.

     Con estas condiciones cedió la tutela, el gobierno, y lo que es más, entregó a su hermano don Enrique en poder de los Laras, y se retiró a los estados que su padre don Alonso le había señalado. �O verdaderamente incomparable matrona, que supo tan gloriosamente cambiar la adoración de Reina con el desamparo de una oculta aldea, y a quien sobró el corazón para ceder el mundo, le faltó para exponerse al peligro de un yerro!�Ojalá no hubiera sido tan desconfiada de sí, como confiada en la voluntad ajena! Que no hubiera llorado tanto su determinación sana en el deseo, pero desgraciada en el efecto.



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Capítulo VI

Violento modo de proceder de los de Lara, y matrimonio roto de don Enrique, disuelto por autoridad eclesiástica

     Al punto que los de Lara recibieron al Rey y el gobierno en su mano, procurando entretener al niño con aquellas pueriles diversiones en que se complace la imaginación, porque no llegan a fatigar el entendimiento, se partieron de Burgos la Reina para sus estados, y los de Lara con el Rey para robar los de todos, no reservando su voracidad lo sagrado de las iglesias, ni lo sentado en la pacífica posesión de los bienes de cada uno. Hacíanse celosos observadores de leyes que no había, y con el título de no estar los señores ordenados, usurparon a varios el derecho de presentar los Beneficios, y los daban a quien querían, o a quien les daba. Alistaron ejército, a que concurrieron cuantos no tenían de qué vivir, y esperaban lograr conveniencias en las que quitaban a los otros. El deán de Toledo don Rodrigo, que a la sazón era Vicario, descomulgó a don Álvaro; pero ésta fue una débil presa que detuvo algún tiempo la corriente de las violencias, y sólo sirvió para que volviese con más ímpetu a arrebatar cuanto se le ponía delante. La Reina, a quien acudieron los ricos-hombres y prelados, le amonestó, le reprehendió, y le amenazó; pero a esta señora le sucedía lo que a el que incautamente ha fiado sobre el cuello del caballo la rienda, que si se desboca el bruto, el tropel mismo con que se precipita, es impedimento para volver a encontrar la correa que había de servir de gobierno. Así sucedió, porque aunque muchos por leales, y no pocos por ofendidos, tomaron el sano partido de asistir a la Reina, todos con su Alteza se vieron obligados a desamparar sus estados, que furiosamente acometió don Álvaro, y aun retirados a Otella, castillo fuerte, llegó al último término del atrevimiento intentando sitiar a la Reina, y hacerla en sus manos con la infanta doña Leonor, para con esto usar de su tiranía, haciendo prisionera a la Reina por armas, quien tenía esclavo al Rey por de pocos años. Juntáronse cortes en Burgos. Estas es cierto que podían refrenar los excesos de don Álvaro; pero como quien manda mucho, tiene poder en todo, dispuso concurriesen a las cortes todos sus parciales, y así en vez de sujetar a un furioso, dieron alas a un absoluto; porque los de su bando eran más, y cuanto se disputaba, lo vencían por exceso de votos. Irritáronse los ánimos con la competencia, y se salieron de las cortes don Lope Díaz de Haro, don Alfonso Tellez señor de Meneses, el señor de los Cameros, y otros; y acabó en bandos lo que empezó en gobierno.

     Bien conoció el conde don Álvaro que no podía durar mucho aquel teatro, en que para hacer el primer papel tenía oprimida la majestad; y como no estaba en su mano detener la edad de su Rey, y en creciendo más había de querer este usar de la soberanía que le había concedido la naturaleza, y seguir el cariño que esta le infundía para con su hermana, a cuyo regazo deseaba volver, pretendió con amoroso artificio tender una red, en que embarazado el Rey, cuidando sólo de sus deleites, le había de dar las gracias de que le aliviase en el mando. Con esto creyó que si no eternizaba su tiranía, a lo menos dilataba su precipicio; que en las mudanzas del tiempo consigue mucho quien siendo posesor de mala fe, logra por beneficio la dilación. Para esto entabló el tratado de casamiento del Rey con doña Mafalda, hija del rey don Sancho primero de Portugal. No quería la Infanta consentir en el matrimonio por el deseo de consagrar perpetuamente a Dios su virginal pureza; pero las razones de estado se elevaron con política retórica a obligación, y el pacificar dos coronas, sosegar dos reinos, y evitar los daños de muchas guerras la precisaron a consentir.

     Condújose la nueva Reina a Medina del Campo, o según otros a Palencia, donde se ratificó el casamiento; pero no se consumó, porque la corta edad del Rey no permitía el trato, o sea, según Vasconcelos, que la nueva Reina resistió a la vida conyugal, por no haber precedido dispensación del Pontífice, como era debido, siendo el Rey su esposo pariente en quinto grado, y saber que la Reina doña Berenguela llevaba a mal este casamiento: y si a esta le era gran motivo para oponerse este impedimento, a Mafalda servía de gran gusto tener buena razón para conservar su virginidad; y como santa y discreta paliaba su virtud con el motivo de decir, que habiendo doña Berenguela puesto demanda ante el sumo pontífice Inocencio III de la nulidad de su matrimonio, era atentado pasar a la posesión sin tener seguridad del derecho.

     En efecto, el sumo Pontífice cometió este expediente al arzobispo de Burgos don Mauricio, y al obispo de Palencia don Tello. Juntáronse para ejercer su comisión, y averiguado con facilidad el parentesco, y por notoriedad el matrimonio celebrado sin autoridad, dieron sentencia, mandando la separación por declarar nulo el contrato. Holgóse de esto sobre manera doña Berenguela, viendo rota la red con que procuraba don Álvaro cortar los vuelos al Rey, que como simple avecilla se hallaba preso sin saber como librarse del lazo. No refiere historiador alguno petición de doña Berenguela para esta separación, ni muestras de su sentimiento quando se efectuó. Toda la atención de aquellos tiempos, y de sus acasos, se la llevaba don Álvaro, y éste ocupa todos los cuidados de los historiadores, conviniendo en un atentado por el cual se conoce la avilantez que da el estar cerca del solio, aunque no se lleguen a pisar sus estrados. El Rey se había casado por voluntad ajena, y así como el cariño no le cegaba, no se resistió a la separación. La princesa como señora no quedaba airosa, y es forzoso que en lo interior sintiera el caso; pero como santa debemos creer se alegraría mucho de la sentencia, que era a favor de su virginidad. El conde don Álvaro, que sólo miraba a conservarse en su tiranía, viendo que no podía entretener divertido al Rey con las delicias, intentó elevarse por parentesco e hizo hablar a la princesa, suplicándola le admitiese por esposo, soñando en su fantasía que la princesa gustaría del trueque, en que se substituía un absoluto por un pupilo. Oyó sin dar oídos a esta impertinente proposición doña Mafalda, y con santa y majestuosa resolución respondió de una vez tan determinada, que sólo consiguió el de Lara le despreciasen como atrevido los mismos que él intentaba le mirasen como soberano, o a lo menos como muy cerca de serlo.

     Doña Mafalda se volvió a Portugal y mejoró mucho de esposo, tomando para su alma al que es eterno amador de vírgenes; y fundando en Arouca un monasterio de monjas Cistercienses, tomó el hábito, y vivió tan religiosa y santamente, que muriendo el año 1252, mereció con la palma de virgen, que tan gloriosamente había mantenido, la corona de bienaventurada, y como a tal se venera por santa, y se celebra su fiesta con oración y rezo propio en el día 17 de mayo, que fue el de su dichoso tránsito.



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Capítulo VII

Prosigue el gobierno de don Álvaro, y varios sucesos de su tiranía

     Volviendo a don Enrique, estaba este con deseo de librarse de la opresión de don Álvaro, y acudir al natural cariño de su hermana; pero eran tantas las diligencias, y tan continuo el desvelo del Conde, que no le era posible separarse de aquel a quien no quería ver tan junto. Quitóle de su lado a don Gonzalo Girón, que era su mayordomo mayor, y puso en su lugar a don Fernando de Lara su hermano. Con esta guarda de vista descuidaba algo don Álvaro; pero estaba el Rey en mayor opresión, y llegó a tanto, que ni noticias de la salud del Rey podía conseguir doña Berenguela, y había menester para su consuelo oír lo que sabía en su confusión el mas ínfimo pueblo, de quien no se recataban, o a quien decían lo que querían aquellos que guardaban al Rey.

     Con este susto que la fatigaba más que sus propias ofensas, o más que su preciso retiro, se determinó doña Berenguela de enviar un hombre astuto, disimulado, y de valor para que hablase al Rey, y supiese lo que pasaba. Diole la instrucción de lo que había de comunicar, y del modo y orden que se podía tomar para sacar al Rey de aquella forzada prisión, y libertarse la Reina de la que padecía en Otella. La instrucción fue prudente, el mensajero entendido, el medio único; pero el secreto no fue el que pedía el negocio, o sea que en tiempo de semejantes resoluciones hay pocos de quien fiar, y siempre quien sirviendo a un partido procure asegurarse en el contrario. Don Álvaro supo con tiempo esta embajada, y vivía prevenido cuando parecía estar descuidado. Llevó al Rey a visitar el reino de Toledo, y estando en Maqueda llegó el desgraciado mensajero, que se miraba ya muy seguro por creer que el no haber dicho alguno palabra que le pudiese asustar, era no haberle conocido, y no sospechó era muy estudiado el mismo silencio para introducirle confiado, y cogerle desprevenido.

     Así fue, porque apenas llegó, cuando don Álvaro le hizo prender con el infame pretexto que traía cartas de doña Berenguela para los de palacio, en que pretendía y disponía diesen veneno al Rey. Fingió don Álvaro las cartas y el sello; pero no bastaron estas para hacer creíble el atentado. Hay algunos tan indignos de lo honrado, que no se pueden persuadir en quien nació noble, y quien había sido reina. Conocía todo el reino la virtud de doña Berenguela, y las malas mañas de don Álvaro, y cuanto éste procuraba dar color a la ficción, tanto más se descubría el engaño. Dividióse la corte en bandos, y cada uno pretendía tener de su parte la razón, unos porque tenían a la verdad, otros porque abanderizaban el empeño. Don Álvaro afirmaba tener probado el intento. Doña Berenguela es cierto que en cualquier caso hubiera negado. El juez único había de ser el mensajero, y conociéndolo don Álvaro, por no exponerse a ser descubierto, le hizo dar garrote, suponiendo con su vida el delito para que no pudiese justificarse la falsedad.

     Esta acción irritó tanto los ánimos de los vecinos de Maqueda, que con alboroto popular intentaron dar la muerte al Conde, y lo hubieran conseguido, si él no tomara el medio muy común a los tiranos de huir donde son descubiertos, para mandar más donde no sean tan conocidos. Sacó al Rey, y la corte de Maqueda, y se retiró a Huete, donde se detuvo sólo aquel tiempo que le pareció necesario para recobrarse del susto, en cuanto se sosegaba el alboroto.



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Capítulo VIII

De lo restante hasta la muerte del rey don Enrique

     Aunque le mortificó mucho a don Álvaro que se hubiese descubierto su indigno artificio, con el cual procuraba malquistar a doña Berenguela, más sintió que el caso sucedido fuese causa de división más declarada entre los ricos-hombres, que se dividieron en parcialidades, avergonzándose muchos de seguir un partido que se mantenía con tan impertinentes medios, y no llevando bien otros que les mandase quien era su igual, porque se humillaba quien era mayor. Ensangrentáronse más las divisiones, y tomaron el partido de doña Berenguela muchos de los que hasta entonces habían obedecido la voz de don Álvaro, porque sonaba con el nombre de su Rey. Temió el Conde algo, y así encontrando con la fidelidad de don Rodrigo González de Valverde, que se ofreció ir al Rey de parte de doña Berenguela para comunicar la misma comisión del primer desgraciado mensajero, no se atrevió a quitarle la vida, y se contentó con prenderle y asegurarle en Alarcón: digno ejemplo de que siempre se debe obrar lo mejor, pues no le retrajo a don Rodrigo el escarmiento del desgraciado para no exponerse al riesgo por el celo de su patria, y contuvo a quien le podía quitar la vida el mismo escarmiento de lo que había pasado con el primer castigo.

     Asegurado este hombre, le pareció a don Álvaro conveniente reparar el daño, y recobrar con la espada las plazas que había perdido un mal consejo, y que mantenía contra su Rey un enojo. Conoció que el ir solo era encender la ira de los contrarios, y así determinó llevar al Rey, que hiciese sombra a sus ideas, y que infundiese respeto a los enemigos. Partió de Huete, y pasando la cuaresma en Valladolid, al empezar el buen tiempo envió ejército, que se pusiese sobre Monte Alegre. A la fuerza se resistió valerosamente don Álvaro Tellez, pero sabiendo que el Rey estaba en el ejército, y requiriéndole en su nombre le entregase la villa, cedió su valor a su fidelidad, y dio la plaza a su señor. Casi con la misma facilidad se entregó la villa de Carrión. Pasó desde aquí el ejército a Villalva; pero su gobernador Alonso de Meneses, llevado de otros principios más seguros, juzgó de su obligación mantener la villa por doña Berenguela. Hallábase fuera cuando se puso el cerco, hízose calle con su misma espada, y fue tan valiente que conservó brioso la consecuencia, pues si entró espada en mano cuando estaba fuera, cerró la puerta tan de recio, que se vio obligado don Álvaro a levantar el cerco antes que volviese a salir el gobernador. Es verdad que tuvo la fortuna Meneses de que llamasen al Rey desde Calahorra, porque otro ejército que la sitiaba, no hallaba camino de conseguirla. Llegó el Rey, y a su presencia se le entregó la ciudad y castillo. Quiso don Álvaro entrar en Vizcaya; pero lo quebrado de la tierra fue impedimento bastante para no proseguir la empresa. En estos sucesos, unos prósperos, y adversos otros, se entretenía la corta edad del Rey, y se mantenía el dominio de don Álvaro, hasta que apretó el calor, y se retiró la corte a Palencia, y el ejército a varios cuarteles.

     Aquí en Palencia se divertía el Rey en ejercicios propios de su edad, y uno de ellos le quitó el cetro, porque entreteniéndose en el patio de su palacio, que eran las casas del obispo, una teja que cayó, le descalabró. La historia general de España dice, que un doncel de la casa de los Mendozas tiró una piedra, que quebrando una teja, el pedazo que se desprendió, dio en la cabeza al Rey. Sea como fuere, todos convienen en que fue casual. La herida no fue grande, pero sí desgraciada, pues a los once días murió el Rey dejando huérfana la autoridad de don Álvaro, a quien faltó todo el título para el gobierno. Murió Martes a 6 de junio de 1217: vivió sólo catorce años, y de estos fue rey dos años, y nueve meses, si se puede llamar rey quien de esto sólo tenía el nombre de soberano, disfrazado en la no voluntaria opresión de pupilo.



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Capítulo IX

Viene el infante don Fernando a Castilla, y se corona rey

     Habiendo acabado tan infelizmente su vida el rey don Enrique, fue el primer cuidado del conde don Álvaro ocultar su muerte, dilatando por este medio cuanto pudiese su gobierno. Para esto mudó el cadáver a Tariego, donde despachaba en nombre del Rey, a quien no dejaba ver pretextando el encierro con diferentes motivos. Sirvió de mucho este silencio, y este disimulo contra todo lo que pretendía don Álvaro, porque la Reina doña Berenguela tuvo noticia de cuanto pasaba, y se aprovechó de las armas que su enemigo le daba. Despachó al punto a León a don López Díaz de Haro, y a Gonzalo Ruiz Girón, sus confidentes. Era su comisión ocultar al rey de León la muerte del rey don Enrique, porque no lograse la ocasión de envestir al reino de Castilla, y pretextando las violencias de los Laras, que despojaban a doña Berenguela de la parte del reino que por alimentos gozaba, pedirle permitiese que su hijo don Fernando viniese a defenderla.

     Llegaron a León los embajadores, y supieron abogar tan bien por su causa, que obtuvieron la licencia. No falta quien diga que el rey de León la concedió a don Fernando, porque tenía gusto en apartarle de su reino con el deseo que heredasen en él sus hijas doña Leonor y doña Dulce, habidas en doña Teresa su primera mujer: y a esta sospecha puede ayudar mucho haber dejado en su testamento la herencia y reino a estas princesas, quitándola contra toda justicia a nuestro san Fernando su hijo, a quien por varón, y legitimado le tocaba de derecho. Si esto fue así, no es digno de pasar sin reflexión la singular providencia de Dios, que por los mismos medios por los cuales los hombres intentaban quitarle un reino le colocó en dos, pues el silencio y disimulo de don Álvaro, y la poca cristiana intención de su padre fueron causa de que se coronase en Castilla, a la cual llegó acompañado y servido de los embajadores, que le entregaron a doña Berenguela en Otella.

     Los abrazos entre madre e hijo, y el consuelo de verse juntos los que tanto se amaban en el lance en que añadía fuego el amor al interés, es consideración adonde no alcanza la retórica; pero se comprehende con una leve insinuación. Venía el hijo a defender a su querida madre, y la madre le correspondía con el empeño de cederle la corona, porque como los ricoshombres, y los demás del reino la aclamasen por su Reina, ella dejándose venerar por tal, admitió la corona, y sin permitir hiciese asiento sobre su cabeza, la pasó a la del hijo. Coronóse en Nájera, adonde le llevó su madre desde Otella con grande aplauso de los que le seguían, y fue la función debajo de un olmo. Esta era ceremonia de aquellos siglos. Ahora nos pareciera campestre, y entonces se juzgaba necesaria, y nunca las ceremonias han pasado la esfera de accidentes, que siempre en semejantes casos son más expresivas las menos artificiosas. La realidad era que los corazones le rindieron tributo, porque su amabilidad les infundía un filial respeto, y se consagraron gustosos al vasallaje a que les obligaba la justicia, y los forzaba el amor.

     De Nájera ya coronado rey pasó a Palencia, donde la buena disposición de su obispo don Tello tenía las cosas tan bien aparejadas, que a el llegar el Rey le recibieron como debían sus ciudadanos. De aquí fueron a Dueñas; no habían estos visto a su Rey, y así le cerraron las puertas. Fue esto conveniente para escarmentar a muchos, porque aunque al Rey para que todos se le humillasen bastaba que le viesen, como sabía que en el mundo había fieros con el disimulo de racionales, llevaba consigo gente que los rindiese. Así sucedió, porque acometida la villa, logró la fuerza vencer a la sinrazón.

     Con este ejemplo pareció bien a doña Berenguela tratar paces con don Álvaro, que con sus parciales se había hecho fuerte, desprendiendo varias plazas de la corona, que por no obedecer a quien debían, se hacían esclavos de la sinrazón, o de las circunstancias. La prudencia de doña Berenguela consideró que la menos decencia de contratar con un vasallo se compensaba con no derramar la sangre de los amigos, y conquistar con un tratado mucho sitio, abrazando en su servicio gran parte de engañada nobleza. Daba oídos don Álvaro a la plática, honrándose con haber logrado esta apariencia de igual con que podía vanagloriarse de sacar partidos; pero como el mando es una esclavitud gustosa en que se enreda más quien más la posee, no supo lograr la ocasión de no perderse, y tuvo la avilantez de representar seguiría el partido del Rey con tal que este siguiese su mando, y que el mejor corte que se podía dar a aquel negocio era que le entregasen al Rey como había tenido a don Enrique. Rara ceguedad de la ambición. Parecióle a don Álvaro hacia obsequio en que el Rey le obedeciese, cuando por todas las razones de vasallo debía él darse por dichoso de vivirle obediente.

     Estaba ya don Fernando en la edad de diez y ocho años, y en ella rara vez se lleva bien el pupilaje, que de suyo está reñido con el trono. La Reina doña Berenguela tenía para no consentir esta proposición el motivo fuerte de un escarmiento. Los ricos-hombres, que seguían a su señor, levantaron la voz contra esta osadía, y no era debido premiar su fidelidad con un desaire. La constitución de cosas amenazaba un rompimiento, y la prudencia de doña Berenguela mirando con desprecio la representación del Lara, sólo atendió a fijar lo más que se pudiese la corona en la cabeza del nuevo Rey.

     Para esto juntó cortes en Valladolid. En ellas concurrió con el Rey, y concurrieron todos aquellos que no miraban su fortuna tan dependiente de los Laras, que no les quedase esperanza de lograr mucho en el mejor partido. En estas cortes se determinó que doña Berenguela era la legítima heredera de los reinos. En esto hubo poco que discurrir, porque ya en dos cortes generales de Carrión y Nájera se había resuelto. Oyó con gran gusto esta determinación doña Berenguela, porque aseguraba la corona a su hijo. Mostróse agradecida, y tomó la corona en la mano sin permitir que llegase a sus sienes, porque adornó con ella la de su hijo, confirmando la renuncia que había hecho en Otella.

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