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Mendizábal en la tercera serie de los «Episodios nacionales» galdosianos: la forja del personaje literario de existencia histórica

M.ª Ermitas Penas Varela





Es bien conocido que Galdós dio al segundo episodio de la tercera serie, como lo había hecho en el primero, Zumalacárregui, y lo haría en otros posteriores, el título de un personaje histórico1. En este caso, Mendizábal, identificable con el mandatario Juan de Dios Álvarez Méndez (Chiclana, 1790-Madrid, 1853), que había sustituido el apellido materno por Mendizábal para evitar ultrajes por una hipotética (García Tejero, 1858: 2) o real ascendencia judía (Pan-Montojo, 2000: 177-178).

Fue Clarín quien tomó la pluma para poner las cosas en su sitio respecto de los ataques sufridos por don Benito al no haber convertido al general carlista y al revolucionario presidente de Gobierno en protagonistas de sus respectivas novelas. Explicaba Leopoldo Alas en 1899 que el título de ambas «designa una época» y sirve para «resumir el carácter de cierto grupo de acontecimientos; pero sin pretender darnos la novela biográfica» (2006: 322) de esos personajes consagrados por la Historia. Lo certero de tales argumentos concuerda con los comentarios que el narrador de O'Donnell, quinto episodio de la cuarta serie, hace al comienzo del primer capítulo sobre su nombre: «significa el coto de tiempo que corresponde a los hechos y personas aquí representados», pues se suelen «designar las cosas históricas, o con el mote de su propia síntesis psicológica, o con la divisa de su abolengo, esto es, el nombre de quien trajo el estado social y político que a tales personas o cosas dio fisonomía y color» (2009: 559).

Así pues, esa época a la que remite el título del segundo episodio de la tercera serie atiende o se relaciona en Mendizábal y parte de De Oñate a la Granja con el apogeo del Romanticismo, en un marco cronológico de ocho meses (septiembre de 1835-mayo de 1836)2 durante el que continúa la primera guerra carlista y la regencia de M.ª Cristina, viuda de Fernando VII.

Se trata, evidentemente, no solo del Romanticismo entendido como movimiento literario, sino de algo bastante más amplio: «un clima moral y mental [...] un estilo vital», en palabras de Montesinos (1973: 38). De modo que esa cosmovisión y espíritu románticos alientan los acontecimientos históricos como la guerra carlista3 y la lucha política entre los partidos. Dos aspectos que R. Gullón cree factor determinante en la «intensidad» (1974: 52) de aquel ambiente.

Como es sabido se produce en él una identificación liberalismo-romanticismo. Y esta identificación se encarna de forma evidente en Álvarez Mendizábal. Los comentarios jocosos que hace el narrador omnisciente en cuanto a las prácticas de este con sus enemigos políticos, desde el lamentable, aunque incruento, duelo que enfrentó al primer ministro con Istúriz, el 13 de abril de 1836, muestran que la nueva mentalidad romántica había penetrado en Mendizábal:

«Para que el romanticismo, ya bien manifiesto en la guerra civil, se extendiera a todos los órdenes, como un contagio epidémico, hasta los ministros presidentes iban al terreno, pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de la oposición»4.


(2007: 342)                


Esa asimilación romanticismo-ideología liberal es reprobada por Pedro Hillo, equilibrado y pragmático, quien si muestra aversión al movimiento «en literatura -dice- me apesta» (175), «en política -confiesa- [lo] tengo por más funesto» (175). Por ello desconfía de Mendizábal, al que considera encarnación de un «patriotismo... romántico» (175), palpable en su tendencia a «largar decretos» (175). Don Pedro, amante del toreo, cree que el mandatario, aunque talentoso y con buena voluntad, le faltará constancia y no llevará a cabo sus proyectos: «Empezará con mucho coraje, y un trasteo de primer orden... pero se quedará a media suerte [...] no remata [...] mientras no venga uno que remate, no hemos adelantado nada» (175).

En este sentido, R. Gullón enlaza el carácter romántico de Mendizábal con la frustración de su política liberal-revolucionaria al afirmar que en la tercera serie de los Episodios nacionales «se sugiere, por implicación, que el "romanticismo", por cuanto puede tener de apasionado e imprevisor, es causa de que el personaje inventado y el histórico fracasen» (1974: 35), el uno -Fernando Calpena- en sus amores con Aura, el otro en la empresa desamortizadora que había acometido.

Queda, por tanto, bien justificado que Mendizábal no es el protagonista o personaje principal de este segundo episodio, sino una criatura literaria secundaria, aunque fundamental en el marco histórico, político y social del momento, e involucrado de forma notable en la trama de la novela.

Como la crítica ha sostenido desde hace tiempo, es característica original de la novela histórica la integración, paradójica según André Daspré (1975: 234), entre elementos verídicos y ficticios en el mundo ficcional. Lo que, evidentemente, como bien observó Jean Molinó, plantea problemas de «ensamblaje» (1975: 195). Esta convivencia de aspectos aparentemente contradictorios llevó a Manzoni a negar la validez del género, lo que Amado Alonso calificó de «herejía» al considerar que el autor de I promessi sposi se equivocaba pues no se debe exigir la verdad tanto a lo verosímil como a lo histórico, ni convertir lo verosímil en algo cierto o históricamente probable (1984: 59). Y es que en la novela histórica no hay porqué relacionar necesariamente realidad y verdad, de un lado, y ficción y falsedad, de otro. Verdad poética aristotélica y verosimilitud cervantina se erigen como suficientes en el discurso narrativo.

De ese carácter paradójico, consustancial al género, antes mencionado, participa también el personaje histórico, en el que conviven su naturaleza de persona, propia de una existencia ratificada por la Historiografía, e, inevitablemente, su dimensión ficticia al convertirse en criatura literaria de los textos narrativos. Asimismo, sea cual sea la modalidad genérica a que estos se acojan en el ámbito de la novela histórica, según la investigación crítica ha atestiguado, se establece una relación evidente entre los personajes que han vivido y los que el autor ha creado. Así, se observa que la que se produce, en la novela histórica romántica, entre el legendario trovador Macías y Alfonso de Villena en el relato larriano, o entre don Álvaro y el conde de Lemos o Lemus en El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, por poner un par de ejemplos, es, en principio, la misma que la que se da, en la novela histórica realista, entre Fernando Calpena o Pilar de Loaysa y Mendizábal.

No obstante, el personaje histórico que, inexcusablemente, se trasforma en personaje literario al ser incluido en la ficción literaria, cobra en el modelo realista una dimensión que no alcanza el modelo romántico. Si en este es un ser estereotipado, de pobre subjetividad, y, siguiendo a Greimas (1971), un mero actante que con frecuencia realiza una función de oponente; en el modelo realista adquiere la complejidad propia de los caracteres novelescos. Y la psicología, el modo de ser, que Azorín echaba de menos en las criaturas románticas (1971: 133), se convierte en elemento fundamental en las realistas. No solo eso, mientras, como sostiene Ferreras, en los relatos históricos románticos el personaje real está predeterminado por la Historia y, por ello, su conexión con el universo novelesco queda prefigurada (1976: 31), esa dependencia no deviene en tal constreñimiento en los relatos históricos del realismo literario. Antes bien, y Galdós resulta modélico en este sentido, el personaje verídico goza de auténtica libertad como creación ficticia a pesar de las limitaciones históricas que pueda tener.

Don Benito prestó mucho más interés a la forja de los personajes reales de la tercera serie que a los de series anteriores. Si bien en estas se percibía claramente la constante relación entre Historia y ficción, de modo que los seres fingidos aparecían involucrados en sucesos históricos y, al contrario, los seres reales en sucesos novelescos, en la tercera serie, Galdós, con afán innovador, se permite, a decir de Montesinos, «extrañas familiaridades» (1973: 49) entre todos ellos. Y esto, evidentemente, no solo adensa y enriquece el mundo de invención, sino que suscita un mayor efecto de realismo en el lector.

Siguiendo el procedimiento cervantino de retardar la presentación a aquel de los datos físicos del personaje, no es hasta el capítulo XII del episodio homónimo cuando aparece la prosopografía de Mendizábal, proveniente de la focalización de Calpena, que bien pudo tomar Galdós de varios retratos del mandatario, al carboncillo y al óleo o, incluso, de caricaturas de la prensa satírica: «Hermoso busto, el rostro grave de correctísimas facciones, el rizado cabello, las patillas tan bien encajadas en los cuellos blancos [...] la gallardía total de su persona, su alta estatura» (207).

Antes, en el capítulo II, Pedro Hillo había sintetizado las promesas de Mendizábal, incluidas en su programa de Gobierno:

«[...] acabará la guerra carlista en seis meses [...], pondrá término a la anarquía, cortando el revesino de todas las juntas [...], arreglará la Hacienda [...], hará de la España una nación tan grande y poderosa como la Inglaterra, y seremos todos felices y nos atracaremos de libertad y orden, de pan y trabajo, de buenas leyes, justicia, religión, libertad de imprenta, luces, ciencia».


(166-167)                


Todo personaje se construye en el discurso con datos que proceden, siguiendo a C. Bobes (1990: 57-58), de sí mismo -acciones, palabras y relaciones con otros personajes-, de lo que estos dicen de él y cómo se relacionan con él, y de las informaciones y comentarios proporcionados por el narrador5. Además, el personaje es «soporte de las conservaciones y transformaciones de un relato» y «colaboración de un "efecto de contexto" (subrayado de las relaciones semánticas intratextuales) y de una actividad de memorización y de reconstrucción operada por el lector» (Hamon, 1996: 131).

Con respecto a don Juan Álvarez Mendizábal, su participación en la trama de la tercera serie de los Episodios nacionales, se enmarca, obviamente, en el episodio que lleva su nombre y en parte de De Oñate a La Granja. Es decir, corresponde a su tiempo como presidente de Gobierno. Muy hábilmente don Benito conjuga una intervención patente del personaje, mostrada tanto en sus actuaciones públicas como en sus pensamientos privados, y otra que tiene mucho de subrepticia. Es esta la que lo enlaza con las criaturas ficticias, fruto de la invención del autor. El lector no recibirá abiertamente datos sobre la participación velada de Mendizábal en la trama novelesca, sino que los irá adquiriendo a medida que progresa en la lectura, con lo que Galdós pone a prueba su perspicacia.

El presidente de Gobierno colaborará en la protección de Fernando Calpena, protagonista de la tercera serie, en alianza con su oculta madre, Pilar de Loaysa, marquesa de Arista, a la que le une una entrañable amistad pues es depositario de su secreto más íntimo: la existencia de un hijo espurio, fruto de unas relaciones adulterinas con el príncipe polaco Poniatowsky. La verdadera identidad de Fernando tardará tiempo en ser conocida por el lector y por el propio personaje.

Cuando el joven Calpena llega a Madrid a fines de septiembre de 1835, es recogido por el policía liberal Muñoz, masón con el nombre de Edipo, e instalado en la casa de huéspedes regentada por el también liberal y portero del ministerio de Hacienda, Méndez, gran admirador de Mendizábal. El lector debe deducir que estos dos personajes han recibido tal encargo, directa o indirectamente, del propio don Juan.

Antes de instalarse en la Capital, Fernando había sido llevado a Francia, primero a un colegio de Olerón y después a París para aprender comercio y familiarizarse con los asuntos bancarios. Allí trabajará en la banca Rischofer, en la Bloss y luego en la Ardoain, precisamente la casa con la que tenía contactos Mendizábal durante su exilio londinense, tal y como ha demostrado la Historiografía. Presumiblemente gracias a su recomendación, Calpena llevaba allí la correspondencia con América. Y en la capital francesa a donde había viajado en la vida real en el verano de 1835, el ya nombrado ministro de Hacienda lo solicita para que lo acompañe a realizar compras por la ciudad y lo toma de amanuense. De este modo, aprovecha para conocerlo de cerca e informar a su madre.

Al regresar Fernando a Olerón, Faustino Vidaurre, exportador de madera y hermano del difunto sacerdote que lo había criado en Vera, y el armero Felipe Maturana le ordenan trasladarse a Madrid, donde recibirá un destino administrativo. Detrás del está, obviamente, el nuevo presidente. Y así uno de los primeros días de octubre, Calpena ocupará, junto a José del Milagro, el cargo de secretario particular de Mendizábal.

Este, de forma más indirecta, juega un papel nada desdeñable en el desarrollo de la acción novelesca, sobre todo en lo que se refiere al tema amoroso, al relacionarse con ciertos personajes. Precisamente, Milagro, liberal amigo de Riego como lo fuera don Juan Álvarez, le lleva la contabilidad y la correspondencia a Jacoba Zahón, dedicada al comercio de joyas y piedras preciosas, la persona para quien el protagonista ha traído una caja desde Francia, entregado por madame Alline, agente política. Además, tiene a su cargo a la joven Aura Negretti, la bella huérfana de un íntimo amigo de Mendizábal, del cual era testamentario y depositario de su fortuna.

Cuando el 16 de noviembre de 1835, día de apertura de las Cortes, Calpena recibe la visita de Carlos Maturana, primo de Felipe y antiguo diamantista de la casa real, y este le convence de acudir al domicilio de la enferma doña Jacoba para entregarle el misterioso paquete porque parte de su contenido le pertenecía a él, se producirá una peripecia que afectará a buena parte de la tercera serie: el apasionado y a primera vista enamoramiento del protagonista y la joven Negretti. Fernando, absorbido por el Romanticismo, adopta conductas extremas que disgustan a su madre. Como siempre nada se dice, pero el lector debe adivinar que el nuevo destino de Calpena, en Cádiz, es fruto de un nuevo apoyo directo de Mendizábal a Pilar, que quiere alejarlo de Madrid y de sus tormentosos amores, pero él se niega a aceptarlo. Decide el mandatario, no enviarle más dinero a la Zahón y entregar a Aura a su tío Ildefonso, del cual ya sabía su paradero.

En el momento en que los asuntos políticos empiezan a torcerse para el presidente del Gobierno, la angustiada madre, que sabe de su inquebrantable ayuda, escribe a Hillo para que vaya a las logias y apoye a Mendizábal porque -afirma- «No nos conviene que caiga tan pronto» (280). Disueltas las Cortes, recibe este una carta de Pilar de Loaysa invitándolo a comer a su casa. Le dice que debe contarle cosas muy tristes, lo que lleva a pensar a Mendizábal lo desgraciada que es su amiga. El lector, sin embargo, no relaciona todavía a la autora de la epístola con la madre de Fernando. Al tiempo, don Juan Álvarez ha recibido una misiva de Aura Negretti. La conversación del mandatario con Pilar surte efecto porque Calpena e Hillo son encerrados, sorpresivamente, en la cárcel del Saladero. Así, el mandatario ganaba tiempo mientras la joven era conducida al País Vasco con sus parientes. Lo que no preveían Mendizábal y Pilar es que Calpena, impulsado por su arrebatado amor, se dirigiese al Norte para recuperar a Aura, penetrando así en el escenario de la guerra carlista.

Finalmente, el lector se dará cuenta que, enterado Fernando de su origen, si su madre acude a Manuel Cortina, prestigioso abogado y político liberal, para resolver el desenlace de su matrimonio y la herencia de su hijo, es por recomendación del ya expresidente de Gobierno, gran amigo suyo.

Por lo que respecta a la actuación no tan oculta sino más palpable, a la que antes nos referimos, son los acontecimientos políticos, por él protagonizados y recogidos por la Historiografía, los que configuran de manera palpable el personaje de Mendizábal. Según suele atestiguarse, frente a las escasas y opacas fuentes a que los escritores románticos acudieron para elaborar el marco histórico de sus relatos, en el siglo XIX los escritores que cultivan el modelo realista de la novela histórica echaron mano de un rico abanico de documentos de todo tipo para fundamentar sus propias creaciones. Don Benito, por lo que respecta a la tercera serie, y como señalara Gómez de Baquero, se sirvió de una gran variedad de materiales disponibles: «libros y folletos políticos, estudios de costumbres, periódicos y toda clase de papeles impresos» (1898: 175). En ellos el escritor pudo encontrar, decía Andrenio, «toda la materia histórica y toda la materia novelable» (175) para elaborar sus episodios. A lo que habría que añadir las fuentes orales (Cardona, 1968; Montesinos, 1973; Bush, 1981).

Fue el propio escritor canario quien declaró su sistema de trabajo a la hora de concebir sus episodios: primero consultaba los documentos históricos y después redactaba la novela. Se lo dice a González Fiol -el Bachiller Corchuelo- en una entrevista de 1910 cuando se hallaba inmerso en la fase previa de documentar Amadeo I: «Ahora estoy preparando el cañamazo, es decir, el tinglado histórico [...] Una vez abocetado el fondo histórico y político de la novela inventaré la intriga» (1910: 47).

Si en la novela histórica romántica opera en el pacto de lectura entre autor y lector la noción teórica y práctica del género como romance histórico verosímil, en la novela histórica realista ese pacto de lectura cambia sustancialmente porque el lector implícito exige en la reelaboración del pasado próximo, ya ni lejano ni evanescente, no la simple verosimilitud del universo desconocido e ideal de nuestras narraciones románticas, sino la veracidad del elemento histórico, tan endeble, sin embargo, en las producciones decimonónicas de los años treinta y cuarenta (Penas, 2011: XLIII-XLIV).

Por tanto Galdós, siguiendo los dictámenes del género en la época del Realismo, se aprestó a preparar ese tejido verídico utilizando determinadas fuentes librescas para elaborar los episodios de la tercera serie y, en concreto, Mendizábal. Debemos a Rodolfo Cardona (1968) los logros más importantes sobre la identificación de estas fuentes. Su investigación, desde la biblioteca del escritor canario, fijándose en los libros que allí se custodian y en los fragmentos más subrayados por él, supera, en este terreno, a la realizada por Hinterhäuser (1963) y Regalado García (1966).

Consultó don Benito varios textos historiográficos de autores dispares en cuanto a su ideología, liberal progresista o moderada, lo que ya dice mucho en lo que se refiere a un intento de creación objetiva por parte del escritor. De entre los primeros, manejó la obra de García Tejero (1858), la de Fernández de los Ríos (1879) y, aunque no está en su biblioteca, posiblemente la de Antonio Pirala (1889)6. De entre los segundos, utilizó la de Rico y Amat (1861 y 1862) y la de Idelfonso Antonio Bermejo (1871)7. De estos libros, además de en la prensa, bebió Galdós para darnos la actuación política de Mendizábal, jalonada, fundamentalmente, por varios acontecimientos que, asimismo, van marcando la cronología diegética del relato: la apertura de las Cortes o Estamentos el 16 de noviembre de 1835, la discusión parlamentaria del voto de confianza el 20 de diciembre, la de la ley electoral discutida a finales de diciembre y comienzos de enero de 1836, los decreto desamortizadores, aprobado el 19 de febrero y el 8 de marzo, la apertura de las nuevas Cortes, tras la disolución de las antiguas y la celebración de elecciones, el 22 de marzo, y la caída del presidente el 15 de mayo, siendo sustituido por Istúriz8.

Evidentemente, los autores mencionados juzgan de manera opuesta la actividad sociopolítica de Mendizábal, haciendo significativas matizaciones. Lo curioso es que Galdós, por boca del narrador omnisciente, se abstiene de ello, pero no determinados personajes secundarios, extraídos del mundo real, afines a uno u otro bando del liberalismo. No obstante, hay una excepción en que la voz narradora parece tomar partido por el presidente de Gobierno, exculpándolo un tanto: la fracasada nueva ley electoral. Así opina el narrador:

«[...] la batalla había sido dura. La cuestión electoral fue entregada sin detenido estudio a las iniciativas de una ponencia, compuesta de cinco procuradores mal elegidos. Todo era desconcierto, imprevisión, ignorancia de los métodos de gobernar. Salió, pues un grande ciempiés, que veían con gozo los moderados. En el partido de Mendizábal no faltaba gente práctica; pero no supo o no quiso prestarle ayuda, ilustrándole en el procedimiento parlamentario para sacar adelante las leyes, y el hombre pasó las de Caín en una mortal semana de estériles y rencorosos debates».


(287)                


El proceso había sido muy complicado, pero, incluso, García Tejero, admite que el presidente y sus adalides «dormían sobre los laurales de la victoria» (184), pecando de exceso de confianza, lo que en política se paga. Estalló «la manzana de la discordia» (Pirala, 1889: 840) entre progresistas y moderados. En efecto, «sirvió de ocasión, aunque impropia, para una batalla» (Fernández de los Ríos, 1879: 227) entre ambos bandos, con lo que saltaba por los aires el mito mendizabalista de que había propiciado la unión entre los liberales (Adame de Heu, 1997: 45)9.

Además, el escritor canario se aprovechó de rasgos de la personalidad del dignatario, tanto positivos como negativos, recogidos por las antedichas fuentes que identifican datos que proceden de sí mismo -acciones, palabras, pensamientos-, de otras criaturas literarias y del narrador omnisciente. A veces se dan coincidencias tanto en la Historiografía como en lo aportado por el propio Mendizábal, otros personajes y la voz narradora. Otras, claras divergencias.

Aunque los dos episodios que albergan al primer ministro no son pródigas en diálogos en los que él interviene, los cuales podrían manifestar sus planes, proyectos, etc., sí se transparenta su intimidad a través de sus pensamientos al hilo, varias veces, de la escritura o lectura de cartas10. Don Benito presenta a un personaje eminentemente activo que despacha con importantes personalidades, lee y escribe misivas, redacta y repasa decretos y discursos, trasnocha y reflexiona sobre asuntos dispares.

Como una de sus promesas había sido terminar la guerra, no es raro que esto se convierta en una de sus obsesiones. Al escribir al general Córdova, general en jefe del ejército del Norte que pedía más hombres y dinero, el presidente de Gobierno piensa, haciendo gala de cierta envidia, que si el militar conseguía su objetivo sería para él la gloria y la fama. Todavía, a pesar de que su entusiasmo se había enfriado por el comportamiento de ciertas personas, tenía confianza en sí mismo y «seguía creyendo en su papel providencial» (210), pero el corazón le anunciaba que la empresa sería ardua y «tendría que tragar mucha quina antes de rematarla dignamente» (211). No obstante, frente a Martínez de la Rosa, el creador del Estatuto real, se siente superior, en sus pensamientos: «Yo no he fabricado Estatutos, pero sé hacer países... yo no soy poeta, pero soy hacendista» (289).

Estas reflexiones del personaje son corroborados por el narrador, que los adoba con una cierta dosis de soberbia, orgullo o engreimiento e ingredientes propios de un talante manipulador: «la confianza en sí mismo no le abandonaba nunca [...] Fe ciega tenía en su entendimiento, más fecundo en recursos sagaces, en mañosos ardides que en concepciones hondas» (287).

Y cuando Mendizábal tenía dispuesto el decreto de desamortización, excitado y nervioso, exclama en su interior: «¡Para que digan que no hago nada!... ¡Qué revolución, qué colosal sacudimiento!... Entrego a la clase media... cuatro mil millones... ¿qué digo?, más, mucho más» (290). Incluso, da la impresión que don Juan Álvarez toma determinaciones acuciado por la prisa, aunque siempre con nobles fines. Por eso el lector lo descubre dubitativo en su más famosa actuación:

«Yo no miro más que a la libertad, que deseo afianzar, a la guerra que quiero concluir a todo trance; al país, a esta infeliz patria devorada por las malas pasiones, por tantos odios [...] ¡Cuánto mejor, en política y economía, repartir al pueblo esta masa de bienes en vez de sacarlos al mercado! ¿La parte de deuda que se amortiza vale más o vale menos que los intereses territoriales que podrían crearse con ese reparo, hecho juiciosamente? ¿Es preferible el crédito circunstancial, para encontrar quien preste, a las ventajas futuras de la buena distribución del terreno? ¿Y qué decir de los abusos que en las subastas pueden cometerse?... Resultará que los caciques de los pueblos, la clase bursátil, los que poseen ya una mediana fortuna, adquirirán bienes considerables pagándolos a largos plazos con el mismo producto de las tierras».


(292-293)                


Estas premonitorias reflexiones subrayan más la premura y el descuido de la desamortización, denunciada por algunos historiadores como Rico y Amat o Bermejo, que el propio personaje no niega:

«¡Sí lo he pensado, Señor, sí lo he pensado!... ¡Pero no dan a uno tiempo para nada! [...] Con esta inseguridad, con esta zozobra, ¿qué planes ni qué reformas, ni qué soluciones grandes son posibles? [...] No puede ser, no puede ser. Pero Mendizábal no se va sin realizar algo, ya que no toda la grande obra, y le dice al país: te he quitado treinta y seis mil frailes y diez y siete mil monjas; te doy cuatro mil millones, seis mil, para que empieces a formar un conglomerado social fuerte y poderoso... De mogollón lo hago... No me dan tiempo para más. Luego, Dios dirá».


(292)                


Cuando el primer ministro es sustituido por Istúriz, sube a la una de la madrugada la escalera de su casa «meditabundo y triste» (355), haciendo una especie de examen de conciencia, pero siempre orgulloso de sí mismo y seguro de su honradez:

«Su amor propio se resentía de la conmoción del porrazo. Creíase capaz aún de grandes cosas, y el no poder realizarlas, ni siquiera emprenderlas, le inspiraba coraje de sí mismo y lástima de la nación que tal hombre se perdía. Reconociendo sus errores, sus inexperiencias, de unos y otras se lamentaban el sombrío examen de su caída. ¡Oh, si se pudiera empezar de nuevo! Pensando en su fama, en la gloria que ambicionaba, no vio muy claro su nombre en las doradas páginas de la Historia. Pensó también en las calumnias con que le había obsequiado el vano vulgo antes del fracaso y se dijo: "A estas horas no habrá un solo español que crea que entro en mi casa con las manos absolutamente limpias... Por Dios que tan limpias las habrá, pero más no"».


(355)                


Y será esa misma noche de su caída, ocho meses después de ser elegido presidente del Gobierno, el momento en que la voz del mandatario hace llegar al lector aspectos de su personalidad política y temperamental, a modo de colofón. Declarará, entonces, a sus allegados:

«Yo no soy hombre de partido; la prueba es que el que se decía mi partido me ha abandonado ¿y por qué? Porque he sido y soy y seré independiente [...]. Si tuve ambición de ser ministro, ya lo fui; y si hacemos el inventario, me parece que estamos mejor que lo estábamos cuando me hice cargo en septiembre [...]. Conmigo traje mucho; conmigo no llevaré más que ojos para llorar la desgracia de mi inocente familia, a quien por cuarta vez he arrebatado cuanto le pertenecía. Mis enemigos me llaman honrado y patriota, y esto no es flojo consuelo. Conserve yo tales motes, y todo lo demás nada me importa [...]. Siempre que mi patria me llamó [...] me encontró. Nada quise, nada recibí, nada recibiré [...]. En mi retiro, en mi rincón seré siempre feliz, y podré decir: Hice lo que pude, lo que debí; nada le he costado a mi patria».


(355)                


De todos modos, y de ahí la complejidad del personaje de Mendizábal, el lector, porque Galdós lo ha querido así, no lo percibe como un ser monolítico, de una sola pieza, sin fisuras. El narrador y diferentes criaturas literarias, con mirada perspectivística, conforman al presidente del Gobierno, de manera que sus bien matizadas opiniones, vertidas no solo en el segundo episodio, sino también el tercero, De Oñate a la Granja, nos dan una figura un tanto contradictoria.

La voz poderosa del narrador omnisciente contribuye de manera inapelable a configurar el personaje de Mendizábal. Dice que su ambición no venía, como era habitual, de intentar «prolongar todo lo posible las maniobras caciquiles», sino que «picaba en los altos fines nacionales» (287). Su opinión, no obstante, es ambivalente porque también señala el desequilibrio entre sus anhelos reformistas y sus capacidades, e, incluso, observa limitaciones en relación con cierta falta de pragmatismo y exceso de idealidad. Todo lo cual es impropio de un hombre de Estado:

«No le asistió la inteligencia en proporción de la magnitud de su deseo [...]. Buena es la fecundidad en arbitrios, buenos el ingenio y la travesura; pero el perfecto hombre de Estado, rara avis, debe unir a tales dotes otros de carácter sintético. La vista de Mendizábal solía percibir los remotos ideales; pero no discernía bien el camino para llegar a ellos, no poseía la completa y audaz visión del hombre de Estado, el cual necesita saber mirar, sin cegarse, lo mismo al sol que al polvo».


(287)                


Este dictamen dual integra las posiciones contrarias de las fuentes utilizadas por don Benito, aunque limando sus extremos. Por un lado, tiene en consideración la apología de García Tejero, que encarna en Juan Álvarez el reformador revolucionario providencial (1858: 235), el análisis de Fernández de los Ríos que lo considera el «hombre de fe» necesario en aquellos momentos críticos para impulsar «grandes movimientos nacionales» (1879: 219) o la visión de Pirala sobre sus intenciones de dotar «al país de las reformas que reclamaba» (1889: 844). Pero, por otro, las afirmaciones poco favorables del narrador están orientadas por los comentarios negativos de Bermejo (1871), anticipados por Rico y Amat, que acusa al primer ministro de «medianía y falta de dotes» (1862: 4), de no ser hombre de Estado (8) y lo califica de «reformista sin plan, revolucionario sin objeto, estadista sin conocimientos teóricos» (23).

Asimismo, el narrador proporciona datos que tienen que ver no solo con la conducta de Mendizábal como hombre público, sino con su personalidad. A resultas del fracaso parlamentario de la ley electoral, que supuso el abandono del progresismo por parte de sus amigos Istúriz y Alcalá Galiano, don Juan Álvarez demuestra su naturaleza optimista, su voluntad inquebrantable y seguridad en su persona:

«No se abatía con los reveses [su] animoso espíritu [...] ni [...] dejaba de creer que su buena estrella triunfaría de todo llevándole al cumplimiento de las promesas hechas a la nación. La confianza en sí mismo no le abandonaba nunca. Formábanla el conocimiento de las energías que atesoraba su voluntad, y el recuerdo de sus éxitos anteriores, todo ello amalgamado con un poquito de soberbia».


(287)                


Bermejo lo acusa de «vanidad jactanciosa» (1871: 246), de «engreído» (234), de «soberbio» (289) y le afea su «natural arrogancia» (262).

En principio, los ataques de Hillo hacia Mendizábal -según él, hombre intrépido, sin estudios, simple comerciante que había hecho dinero en 1823 abasteciendo al Ejército y la Marina, alborotador masónico que para salvar el pellejo, en 1824, había huido a Inglaterra-, contrastan con la valoración positiva del recién llegado Calpena. Para el joven, el mandatario es un hombre inteligente, de concepciones avanzadas, con capacidad para gobernar, entendido en manejar el crédito de los países, distribuir su hacienda o recaudar tributos. Estas opiniones positivas o negativas concuerdan, respectivamente, con las de los historiadores a los que nos hemos referido más arriba11.

Pero Galdós echa mano de un personaje privilegiado en relación con el primer ministro. Es alguien que lo conoce bien porque le unen a él lazos de profunda amistad, por lo que sus opiniones resultan las más interesantes de entre las de los seres ficticios: se trata de Pilar de Loaysa.

En una carta dirigida a su hijo, de enero de 1836, cuando la estrella de don Juan de Dios comenzaba a declinar, critica algunas facetas de este. Según la dama, siempre inteligente y preocupada por Fernando, su amigo lo fía todo a la popularidad, «principal fundamento de su fuerza» (265), y al prestigio ilusorio. Podría regenerar el país pero se preocupa demasiado de la adulación de sus paniaguados. Para Pilar, esa fuerza la da «el buen gobernar, el cumplimiento de lo que se ha ofrecido, la energía, la rectitud; de todo eso sale al fin el aura popular» (265). Ciertamente, algunos de los historiadores citados señalan la «popularidad» (Fernández de los Ríos, 1879: 221) de Mendizábal, «inmensa» para García Tejero (1858: 168). Incluso, Rico Amat reconoce que «tuvo el gran talento de fascinar a la multitud» (1862: 24).

Llegado marzo, la madre de Calpena hace una defensa del mandatario, en otra carta del día 6 de ese mismo año de 1836. Es de la opinión que es su amor propio lo que no le permite a don Juan Álvarez sentirse un fracasado o vencido, aunque sabe del desafecto de la Regente. En el fondo, se cree imprescindible pues está «penetrado del carácter providencial de su papel político» (317), lo que le lleva a «no hacer caso de las advertencias de los amigos más leales» (317). No obstante, para Pilar, es «hombre de grandes cualidades morales [...], el hombre más puro, menos picado de la codicia» (317) que ha gobernado España.

La dama no admite los ataques de la prensa que lo tachan de ignorante, interesado y poco escrupuloso en la administración del dinero público. Pero, en esa ambivalencia en que los personajes ficticios se mueven a la hora de juzgar a Mendizábal, Pilar de Loaysa añade algún defecto: falta de «coordinación de ideas, madurez, método», afán de realizar demasiadas cosas al mismo tiempo y creencia en que son hechos consumados sus simples deseos. Pondera, sin embargo, su amor a la patria, su ilusión por implantar en España ideas nuevas, su entusiasmo y recta voluntad. Y da en esa misma carta una certera definición de hombre de Estado, «tal vez criticando veladamente el romanticismo» (Penas, 2013: 75) del primer ministro:

«Se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración... No se gobierna con éxito a un país con el resorte del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otros datos que da la práctica, y que, unidos al entendimiento, producen el perfecto gobernante».


(217-318)                


La Historiografía no está lejana de alguna de estas consideraciones, tanto favorables como desfavorables, las cuales aúna Galdós. García Tejero atribuye a los enemigos de Mendizábal el hacerle acreedor de «un exceso de amor propio» (1858: 167). Rico y Amat, que lo califica de «orgulloso» (1862; 19), le echa en cara no utilizar «medios seguros» basados en «la sensatez, en los adelantos de la ciencia y en el interés de todos» (1862: 8). Recrimina «charlatanismo [al] presuntuoso ministro de Hacienda» (17), «carencia absoluta de planes y conocimientos rentísticos» (17). Afirma que todo en su gobierno «eran contradicciones e inconsecuencias» (18). Con respecto a ley electoral, dice que «estaba seguro de una pronta y general aprobación» (20). Lo descalifica exageradamente: «Reformista sin plan, revolucionario sin objeto, estadista sin conocimientos teóricos, dejó marchar los sucesos sin imprimirles dirección; creó la confusión entre los políticos y el desorden en nuestra Hacienda» (23). Le admite ser poseedor de «más recursos», de «más audacia» y de «más empuje» (1861: 494) que Martínez de la Rosa y Toreno, aunque su programa fuese «vago, incoherente y contradictorio» (494), lleno de «promesas deslumbradoras, ilusorias esperanzas, puro charlatanismo» (518). Finalmente, Rico y Amat, el historiador consultado por don Benito más contrario a Mendizábal, observa en él elementos opuestos: «Moderado y progresista en cortos intervalos, monárquico y popular a la vez [...] por miedo a la revolución, se adhirió a ella dándole impulso en vez de refrenarla» (1862: 23-24). Y subraya una evidente «contradicción entre las ofertas y los hechos, entre la teoría del programa y la práctica de gobierno» (1861: 518). No obstante, no puede negarle, como sostenía la Historiografía más a favor del presidente ser, «osado y perseverante» (549), pero «impávido en sus reveses, engreído con sus triunfos» (1862: 24).

Para Fernández de los Ríos, Mendizábal, en su complicada época, «se necesitaba a la cabeza de los negocios públicos» (1879: 219). No deja de advertir que «animado [...] tal vez con exageración, pero siempre con acendrado patriotismo [...] inició reformas atrevidas e indispensables» (221). Lo mismo piensa García Tejero que defiende no solo ese patriotismo, sino que don Juan de Dios era portador de «convicciones, de fe, porque él mismo creía poder cumplir fácilmente lo que ofrecía» (1858: 366). Sin embargo, Bermejo subraya que a la hora de gobernar prevalecieron «sus afectos y pasiones» sobre «la razón» (1871: 229), que «siempre obró por inclinación, jamás por razones de gobierno [...] sus deseos nacieron más de su corazón que de la política» (229). No le concede, además, «talento, condiciones de mando y juicio administrativo» (289).

Pero la madre del protagonista se apresta a decirle que Mendizábal «solo ha podido realizar una pequeña parte» (317) de sus ideas porque no le han dejado, con lo que viene a coincidir con Pedro Hillo -«no remata»- y con historiadores como García Tejero. Sin embargo, a pesar de esta exculpación, Pilar imputa al mandatario un error, auténtica causa de no alcanzar los objetivos que se había propuesto: el desconocimiento del país y de sus políticos por haber vivido mucho tiempo en el extranjero. Lo cual debe conectarse con algunas afirmaciones sobre el carácter del presidente de gobierno realizadas por García Tejero y Pirala, tales como: «tenía el corazón de un niño [...] podría obrar mal por ignorancia, por espíritu de partido, nunca por maldad» (García Tejero, 1858; 367); «engañábale su buen corazón, y se engañaba a sí mismo creyendo en imposibles juzgando a los demás por él propio» (1889: 835).

Lo cierto es que la percepción que el lector galdosiano tiene del «audaz» Mendizábal, tal como lo calificara Modesto Lafuente (1866: 451), es la de un personaje que goza de simpatía, aunque se le trasmita, sobre todo por su carácter, una clara ambigüedad, que no niega la investigación histórica más reciente en cuanto a su labor política12. Incluso, «se convierte en un ente de ficción creíble, en una creación artística lograda, gracias al complejo tejido en que las palabras y las ideas que se le atribuyen se entrelazan con las del narrador, con las de otros personajes y las de la vox populi» (Behiels, 2000: 173).

Así, pues, mediante el presente análisis, he querido acercarme al personaje galdosiano de don Juan Álvarez, paradójico como la novela histórica, nutrido de elementos facilitados por las fuentes historiográficas y de la capacidad fabuladora del escritor canario, para intentar descubrir los resortes que don Benito manejó para elaborarlo como criatura literaria de existencia real. En mi opinión, no es justo Clarín cuando escribe en su reseña al segundo episodio de la tercera serie: Mendizábal «no está mal dibujado» (2006: 322). La atenuación de la litotes merma la agudeza de Galdós quien, a mi entender, construye un personaje de poliédrica personalidad, que cae en contradicciones políticas constatadas por la Historia, y lo incardina sabiamente en la trama novelesca.






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