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Mímica, pantomímica y sonoridad en el canto IX de «La vuelta de Martín Fierro»

Giovanni Meo Zilio





En mi artículo «Gestualidad-teatralidad en el Martín Fierro» [ahora en 3.2.] subrayé que «El tema de la gestualidad en las obras literarias, tan poco tratado hasta hoy, puede representar un capítulo importante dentro de la semiología general y, a la vez, dentro de la crítica estilística» y, como «contribución metodológica para este tipo de estudios bastante novedoso» presenté un primer registro de las distintas modalidades gestuales (sensu lato) que aparecen en el Martín Fierro de José Hernández, agrupadas por clasificación metódica de materiales icónicos extractados de las dos partes de la obra.

Reanudo ahora el tema para analizar orgánicamente los materiales gestuales que se presentan, acumulados, en un solo canto, el IX de la segunda parte del poema (La vuelta de Martín Fierro), dentro de aquel contexto de teatralidad al que he aludido en el trabajo citado (y que, a su vez, merecería estudiarse también en correlación con el fenómeno de la fragmentación sintáctica, la que creo que representa, en lo formal, su estilema más sintomático).

El canto relata el duelo a muerte entre M. F. y un indio sanguinario que se ha ensañado contra una pobre cautiva blanca. En el curso de la narración que, a mi juicio, representa la cumbre dramática del poema, llevada con soberbia tensión estilística, se alternan gestos expresivo-apelativos, rituales y reflejos -mímicos (de la cara) o pantomímicos (de todo el cuerpo) con movimientos pragmáticos (acciones intencionales prácticas) que, por supuesto, no pueden separarse con un corte neto.

Veámoslos según el orden con que aparecen en el texto.

Al llegar M. F. al lugar de la escena, la pobre cautiva ensangrentada por el látigo despiadado de aquel salvaje («Sus trapos hechos pedazos / Mostraban la carne viva»: vv. 1127-8), teniendo las manos atadas y con los ojos bañados en lágrimas,


Alzó los ojos al cielo [...]
Y me clavó una mirada
Como pidiéndome amparo.


(vv. 1129, ss.)                


Aquí se suceden dos gestos de los ojos: el primero es el de levantarlos hacia el cielo (gesto ritual) como para agradecer a Dios por la llegada providencial de un posible salvador, el segundo, el de clavar su mirada en los ojos del recién llegado, trasmitiéndole un mensaje silencioso: su angustia mortal (gesto expresivo-apelativo) y, a la vez, su imploración de ayuda (gesto comunicativo).

Continúa el juego dramático de las miradas (el instrumento más poderoso del que dispone el hombre a nivel somatolálico). Ahora Martín Fierro y el indio de «cara feroz» se miran por un instante ¡lo que basta para entenderse recíprocamente en el acto!:


Para entendernos los dos
La mirada fue bastante.


(vv. 1139-40)                


Los dos tipos de mirada, en una y otra escena, adquieren su valor semántico cabal tanto por el diferente contexto situacional como por el diferente contexto mímico-facial de los personajes. Podemos definir la del primer tipo (la de la mujer) como mirada implorativa y la del segundo (la de los dos hombres) como mirada desafiante.

Siguen unos movimientos pragmáticos, unas acciones preparatorias del duelo: el brinco del indio que se coloca a la distancia más oportuna, desata las boleadoras y se queda inmóvil:


Pegó un brinco como gato
Y me ganó la distancia;
Aprovechó esa ganancia
Como fiera cazadora:
Desató las boliadoras
Y aguardó con vigilancia.


(vv. 1141-46)                


mientras M. F. ata las riendas al caballo y saca su puñal:


Al pingo le até la rienda;
Eché mano, dende luego,
A éste que no yerra fuego,
Y ya se armó la tremenda...


(vv. 1149-52)                


Se reanuda el intercambio silencioso y penetrante de las miradas recíprocas entre los dos contrincantes, desconfiados y cautelosos:


Nos mantuvimos ansí;
Mi miraba y lo miraba;
Yo al indio le desconfiaba
Y él me desconfiaba a mí.


(vv. 1155-58)                


La insistencia y el tempo prolongado de tales miradas no se perciben sólo de la calidad temporal de los verbos (se sabe que el imperfecto expresa justamente la duración) sino también de su reiteración («miraba-miraba»; «desconfiaba-desconfiaba») y de la pausada lentitud rítmico-prosódica los versos correspondientes.

El indio sigue inmóvil (gestualidad cero) y entonces M. F. recurre a una estratagema (gestualidad pantomímica provocatoria) al acercarse lenta y cautelosamente al caballo de otro como para adueñarse del él:


Y, como el tiempo pasaba
Y aquel asunto me urgía,
Viendo que él no se movía,
Me jui medio de soslayo
Como a agarrarle el caballo,
A ver si se me venía.


(vv. 1189-94)                


El ardid funciona como detonador del movimiento, puesto que el salvaje, temeroso de perder lo más querido (en otra parte del poema Hernández describe el amor obsesivo de los indios por sus caballos), se lanza fulmíneamente contra M. F. atacándolo con un par de mortíferas bolas:


En la dentrada no más
Me largó un par de bolazos.


(vv. 1201-02)                


y se enrosca en seguida como un ovillo para evitar la «puñalada» (otro gesto-acción fulminante) que se le viene encima. Luego empieza a arrojar más bolas recogiéndolas veloz y largándolas de nuevo, tratando de despistar al adversario con fintas y esguinces:


Me amenazaba con una,
Y me largaba con otra.


(vv. 1123-24)                


Aquí se mezclan, alternándose realísticamente, gestos (fintas) y acciones contundentes (lance de las bolas), alcanzándose así una soberbia teatralidad en la que las palabras se convierten todas en inmediatas imágenes visivas.

Sigue un movimiento espectacular: M. F. ataca, el indio recula; M. F., al enredarse en su propia vestimenta, cae largo y tendido; el indio, de un salto, se le tira encima; M. F. siente retumbar, justo al lado de su cabeza, el golpe de la bola, sin poder liberarse ya del peso de aquel bruto que lo aprieta:


En momentos que lo cargo
Y que él reculando va,
Me enredé en el chiripá.
Y caí tirao largo a largo. [...];
Cuando en el suelo me vió,
Me saltó con ligereza;
Juntito de la cabeza
El bolazo retumbó. [...];
Toda mi juerza ejecuto;
Pero abajo de aquel bruto
No podía ni darme güelta.


(vv. 1227 ss.)                


A este punto, bien como en el teatro clásico, en el momento de mayor tensión y expectativa, aparece el deus ex machina (y el movimiento se hace de nuevo fulmíneo). La mujer cautiva, que hasta entonces había quedado meramente de testigo, llorosa, al margen de la escena, junta sus débiles fuerzas y se lanza, como una flecha, contra el indio; le pega un tirón y se lo saca de encima:


Esa infeliz tan llorosa,
Viendo el peligro, se anima:
Como una flecha se arrima
Y, olvidando su aflición,
Le pegó al indio un tirón
Que me lo sacó de encima.


(vv. 1255-60)                


Se reanuda la pelea. M. F., con el sudor que le chorrea por todas partes (connotación somática de tipo reflejo que integra cabalmente las motoras), tiene que multiplicar su «quehacer» para defenderse a sí mismo y, a la vez, a la mujer, de la rabia de aquel bruto:


Y me chorriaba el sudor [...]
Se había aumentado mi quehacer
Para impedir que el brutazo
Le pegara algún bolazo
De rabia a aquella mujer.


(vv. 1270 y 1275-78)                


Dentro del silencio que rodea aquellas dos figuras impresionantes peleando como fieras en el desierto,


Mudos, sin decir palabra,
Peliábamos como fieras.
Aquel duelo en el desierto
Nunca jamás se me olvida. [...]
Teniendo allí de testigo
A una mujer afligida.


(vv. 1283-6 y 1289-90)                


se insinúa ahora paulatinamente el sonido: primero un ruido sordo y retumbando para adentro (el golpe de la bola contra las costillas de M. F.):


Me hizo sonar las costillas
De un bolazo aquel maldito.


(vv. 1297-98)                


después, un grito repentino (el de M. F. lanzándose como bala contra el indio):


[...] le di un grito
Y le dentro como bala.


(vv. 1299-1300)                


Seguido de unos aullidos lancinantes (saliendo de la garganta del indio herido):


Le salían de la garganta
Como una especie de aullidos,


(vv. 1319-20)                


que se convertirán, poco más adelante, en un «terrible alarido» pareciendo sacudir el mundo:


Y, al verse ya malherido,
Aquel indio furibundo
Lanzó un terrible alarido,
Que retumbó como un ruido
Si se sacudiera el mundo.


(vv. 1341-45)                


Es una secuencia sonora de gestos-sonidos dentro de cuya curva que va in crescendo se intercalan unas imágenes soberbias representadas por otros movimientos o expresiones gestuales de gran eficacia teatral: el indio malherido chapaleando con los pies el charco de su misma sangre:


Lastimao en la cabeza,
La sangre lo enceguecía;
De otra herida le salía
Haciendo un charco ande estaba.
Con los pies la chapaliaba [...]


(vv. 1321-25)                


M. F. exhausto, «con la lengua de juera» (v. 1330); el cabello del salvaje erizado, sus ojos revueltos, sus labios estirados, su boca abierta de par en par;


Iba conociendo el indio
Que tocaban a degüello.
Se le erizaba el cabello
Y los ojos revolvía;
Los labios se le perdían
Cuando iba a tomar resuello.


(vv. 1333-38)                


Se concluye la encarnizada pelea con un movimiento pantomímico, de una teatralidad escalofriante: M. F. ensarta con su cuchillo «a aquel hijo del desierto»; lo levanta en peso, y lo deja caer tan sólo al sentirlo muerto:


Al fin de tanto lidiar,
En el cuchillo lo alcé:
En peso lo levanté
A aquel hijo del desierto:
Ensartado lo llevé.
Y allá recién lo largué
Cuando ya lo sentí muerto.


(vv. 1346-52)                


Al respecto, puedo transcribir lo que ya dije en 3.2.6.2.:

«Obsérvese, al pasar, la secuencia de aquellos pretéritos indefinidos, lo alcé, lo levanté, lo llevé, lo largué, lo sentí, en los cuales al aspecto verbal, puntual y contundente, se suman el estilema de la reiteración quinaria y las imágenes dinámicas y escalofriantes, alcanzándose así la máxima tensión estilística y la cumbre de aquella teatralidad o, mejor dicho, teatralidad-gestualidad, que se acaba de mencionar».


Sigue una secuencia de gestos rituales, de tipo religioso (tan escasos en el poema así como en la vida cotidiana del gaucho: cfr. 3.2.1.: M. F. se persigna «[...] dando gracias [a Dios] / De haber salvado la vida» (vv. 1353-4); la pobre mujer «De rodillas en el suelo / Alzó sus ojos al cielo / Sollozando dolorida» (vv. 1356-58); él también se arrodilla «a dar gracias a su Santo» (S. Martín) mientras ella le pide a la Virgen amparo para los dos...

Se cierra este canto memorable, con un movimiento lento y pausado (como lo son los versos correspondientes por armonía imitativa), de una teatralidad sabia y depurada sin dejar de ser altamente dramática, con que aquella madre infeliz (cuya indefensa criatura el indio había degollado y destripado a sus pies):


Y, sin dejar de llorar,
Envolvió en unos trapitos
Los pedazos de su hijito.


(vv. 1367-69)                


M. F., enmudecido, le ayuda a juntarlos...

Si ahora tratamos de sacar algunas conclusiones generales del análisis de los materiales presentados, podemos comprobar, una vez más, aquella sobriedad expresiva (mímica, pantomímica y fonatoria) de los personajes, de acuerdo con la tradicional sobriedad expresiva del gaucho a la cual he aludido en 3.2.0. que aquí reproduzco:

«Como era de suponerlo, se puede confirmar desde ahora, por el análisis del entero poema (7210 vv.), que la gesticulación del gaucho hernadiano es bastante sobria y mesurada, de acuerdo con la conocida modalidad de su carácter, relacionada también con la peculiaridad de su ambiente: la soledad de la pampa, la escasa presencia de interlocutores a no ser los animales, la ausencia de espectadores (vale decir de un público) a su alrededor, salvo los que encuentra, de cuando en cuando, en los bailes o en el boliche; además de lo solitario, no hay que olvidar lo duro de su trabajo dentro de lo elemental de su vida».


Agréguese que tal sobriedad expresiva del gaucho se junta con (y, en parte, se explica por) la extremada sobriedad (que nosotros todavía sentimos como inexpresividad) del indio, del cual el gaucho heredó ciertos códigos debido al cruce étnico indo-hispano.

De todas maneras, dentro de la escena predomina, en lo mímico, la simple mirada (el grado mínimo de la gestualidad): M. F., al llegar al lugar de la escena, mira a la cautiva y no titubea un instante («Al mirarla de aquel modo, / Ni un instante titubié»: vv. 1121-22); ella primero levanta los ojos al cielo como implorando y luego lo mira intensamente a él como para pedirle ayuda; los dos hombres se entienden inmediatamente con una mirada; después de haberse puesto en posición de combate, siguen mirándose desconfiados, por largo tiempo y, al finalizar el canto, ella levanta de nuevo sus ojos al cielo «sollozando». Sólo en un caso aparecen connotaciones mímicas distintas de la mirada, cuando se describe al salvaje con el cabello erizado, los ojos revueltos, los labios estirados y la boca abierta para tomar resuello, en los vv. 1335-38 (aparte de una alusión genérica a su «cara feroz» en el v. 1138).

En lo pantomímico, aunque se trata de la descripción de una lucha a muerte (que, por su propia naturaleza, se basa esencialmente en lo dinámico: cfr. las batallas tradicionales de la épica clásica, a lo Ercilla o a lo Juan de Castellanos, en las que se suele entrar de lleno, inmediatamente, en la acción armada) la inmovilidad (el grado cero del movimiento) tiene, a su vez, una parte esencial, preparando el desenlace del movimiento mismo: el indio, después de desatadas las boleadoras, se queda «aguardando con vigilancia» (v. 1146); los dos contrincantes se mantienen inmóviles mientras se miran recíprocamente en los ojos (vv. 1949-50); el tiempo pasa, el asunto urge, el indio no se mueve... (vv. 1189-94). Sólo después de estos dilatados prolegómenos se desencadena propiamente la acción esperada.

En cuanto a lo sonoro (que en la épica clásica hispánica tiene un valor predominante: los contrincantes se hablan, se gritan, se insultan...), el silencio no sólo tiene, a su vez, una parte esencial, sino que lo envuelve todo: ninguna de aquellas «tres figuras imponentes» habla durante toda la escena. Los dos hombres pelean «mudos, sin decir palabra» (v. 1284), «Teniendo allí de testigo / A una mujer afligida» (vv. 1289-90) que tampoco pronuncia palabra alguna. El mismo ambiente que hace de entorno a «Aquel duelo, en el desierto» (el grado cero del contexto) está sumergido en el silencio (el grado cero del sonido). Los únicos sonidos que recorren la escena en su punto más álgido son sonidos fonatorios pero sin articular y deshumanos, representados por gritos, aullidos y alaridos...; aparte del gesto-sonido del sollozo, éste sí bien humano y (para el gaucho) bien femenino, de aquella mujer dolorida al final del canto, de rodillas en el suelo, pidiendo amparo a la Madre de Dios. Luego «se alzó, con pausa de leona» y, sin dejar de llorar, envolvió en unos trapitos los pedazos de su criatura (aquel gesto pausado «de leona» representa, a mi juicio, la cumbre de la expresividad pantomímica y, a la vez, un altísimo logro poético). Martín Fierro, en cambio, no llora ni habla. Como lo acabamos de ver, se limita a ayudarle, juntando los pedazos... En silencio: la palabra debe de habérsele petrificado en la garganta.





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