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Modos narrativos de la memoria en la obra de Daniel Moyano

Emilia I. Deffis






Memoria y conocimiento, o de cómo sobrevivir

Libro de navíos y borrascas se destaca en el conjunto de la obra de Daniel Moyano como una novela con vocación regeneradora de la memoria y de la comprensión de los resortes profundos de la violencia. Antes de ingresar en ella corresponde reunir algunos elementos interpretativos que considero necesarios para contextualizar la búsqueda de sentidos que, en relación con una experiencia traumática, lleva a cabo la literatura, y en particular la narrativa del autor riojano.

Partiendo de la idea, expuesta por Halbwachs, de que la memoria posee una entidad al mismo tiempo individual y colectiva, es posible concebir que el duelo tiene también esa doble entidad1. Las desapariciones y muertes producidas durante la última dictadura militar en la Argentina dejaron pendientes otros tantos duelos individuales y colectivos. Lo mismo puede afirmarse acerca del amplio costo social de las políticas económicas neoliberales aplicadas a ultranza, con sus secuelas de marginación de grandes capas de la clase media argentina, así como de la pauperización extrema de las clases trabajadoras más indigentes. Fantasmas del pasado, estos objetos traumáticos han sido definidos por Gordon como figuras sociales cuya representación literaria «not only repair representational mistakes, but also strive to understand the conditions under which a memory was produced in the first place, toward a countermemory, for the future» (22). En este sentido, resultan muy significativas las declaraciones de las Madres de Plaza de Mayo, al realizar una Marcha de la Resistencia en 2006, convocada bajo el lema «Lucha y resistencia contra el hambre», al afirmar que la batalla actual se relaciona con la injusticia social y la pobreza2.

Al considerar las narrativas postdictatoriales y el trabajo de duelo, Avelar retoma la noción de cripta, elaborada por Abraham y Torok (1976). La cripta es la figuración de la parálisis psicológica que mantiene el duelo en suspenso. De acuerdo con esta definición, al no poder nombrar la palabra traumática el yo genera un sistema de sinónimos parciales. Así, el objeto traumático permanecería alojado dentro del yo «invisible pero omnipresente». Esta modalidad de internalización de la pérdida, que Abraham y Torok designan como incorporación, erigiría una tumba intrapsíquica en que se niega la pérdida y el objeto perdido es enterrado vivo (Avelar, 20). La noción de criptonimia (entendida como un «sistema de sinónimos parciales que es incorporado al yo como signo de la imposibilidad de nombrar la palabra traumática», 19), derivada de la anterior en el contexto del cuestionamiento de la dicotomía freudiana entre duelo y melancolía, me parece útil para la lectura, que no pretende ser excluyente, de los textos considerados aquí.

Se trata, pues, de la elaboración de un lenguaje mediador que evoca alegóricamente al objeto traumático. Si se aplican estas nociones a los comportamientos sociales de comunidades que han sufrido períodos de dictadura y represión, es posible concebir que la literatura asume la tarea de articular un lenguaje artístico capaz de nombrar lo traumático, sea esto las agresiones mismas (desaparición, tortura o muerte) o las secuelas que deja en la conciencia colectiva (complejo entramado de culpas, duelos irresueltos, impunidades judiciales, internalización del autoritarismo y la parálisis del miedo). En este sentido, Avelar afirma:

[L]a postdictadura pone en escena un devenir-alegoría del símbolo. En tanto imagen arrancada del pasado, mónada que retiene en sí la sobrevida del mundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora quebradas, datadas, los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico. Los lee como cadáveres.


(22)                


Así, observamos en las novelas analizadas que la alusión a lo ominoso adquiere generalmente la forma del eufemismo, la comparación, la metáfora y la alegoría. Estas figuras retóricas llevan a cabo desplazamientos semánticos intensificadores del contexto de enunciación3.

En mi lectura, los textos considerados en este libro se asemejan a petroglifos, es decir, signos de un mundo olvidado que exigen un trabajo de descodificación y guardan intacto su sentido a la espera de quien sea capaz de entenderlos4. Así, cuando Avelar se refiere a El vuelo del tigre de Moyano como fábula alegórica en que «todo el texto se subsume bajo la lógica propia a las tiranías retratadas», desplegando una «petrificación de la historia característica de la alegoría» (27), constata que la derrota ocupa un amplio espacio, tanto en lo histórico como en lo literario. En los textos analizados, la derrota narrativa, que supone la instalación del objeto representable como objeto perdido, contribuye -según pienso- a la restitución de la memoria histórica facilitando el trabajo de duelo o, en otras palabras, el entierro de los muertos y la consecuente identificación de los victimarios. Esta última tarea, así como la de encontrar a los lectores capaces de descodificar los signos históricos que esconde la imaginación literaria, son necesarias en el lento y no menos indispensable trabajo de «alfabetización cultural y moral», según los términos usados por Carlos Monsiváis, a la que contribuyen todas las formas de arte5.




«Fabulando sin alterar los fundamentos»6

Para entender mejor algunas claves importantes de la escritura de Daniel Moyano, me permito ahora revisar una novela escrita en 1975 y publicada en 1981, El vuelo del tigre. Su lectura nos permitirá comprender más acabadamente el significado y alcance de su reflexión histórica en Libro de navíos y borrascas, en la línea de sentidos que acabo de apuntar.

El vuelo del tigre cuenta la historia de la familia Aballay, cuya casa es tomada por un «salvador», también llamado el «Percusionista», quien llega montado en un tigre y los somete a la incomunicación, la prisión y la fabricación forzada de papirolas. La violencia se metaforiza en sus imposiciones. Nabu, el Percusionista, instaura una disciplina cotidiana: lavarse los dientes, hacer gimnasia, escuchar sermones de moralidad. Además de encerrarlos en la casa, mide el tiempo con un calendario7. Mientras tanto, el intruso archiva todas las fotos y cartas de la familia a la búsqueda de un pariente sospechoso. Todo transcurre en Hualacato, un pueblo «perdido entre la cordillera, el mar y las desgracias» (7), espacio imaginario que ha sido asimilado a Macondo y Comala (Gil Amate, 582). El relato da cuenta de lo sucedido desde la irrupción de Nabu, pasando por la tortura y muerte del padre de familia, el Cholo, hasta la liberación final de todos por obra de la sabiduría ancestral del abuelo8.

Como ejemplos elocuentes de la utilización de la metáfora me circunscribiré al final de la novela, en especial a los capítulos XIII y XIV, correspondientes a la mágica liberación de Hualacato. Esta se produce por la secreta conspiración de sus habitantes que actúan, en un momento dado, junto a los animales (las aves que inician su migración anual y los gatos del pueblo). El viejo Aballay utiliza las últimas energías que le quedan en liberar a los suyos de la opresión:

Tenía que descubrir esas formas que intuía como salvación antes del límite del hambre. Creía que si la hallaba evitaría muertes y otras violencias, sería una verdad que acabaría con todos los verdugos de este mundo. [...] tenía que encontrar la manera de saber a fondo qué era el Percusionista, los percusionistas, cómo eran por dentro y para qué estaban. [...] su comportamiento su locura su crueldad podían explicarse descubriendo unas formas que intuía, que descubiertas harían que los percusionistas desaparecieran solos y se salvaran muchas vidas.


(145)                


Los pájaros son uno de los elementos centrales de esa «forma intuida», conocimiento ancestral y no racional del que el viejo guarda la capacidad de percibir: «para obtener la forma, única vía para encontrar el centro, no había más que unir los puntos de arranque de cada pájaro» (147), porque «Sabe que los ritmos traen cosas, cuando se llega al ritmo hay movimientos en cadena y por eso serán libres» (156)9. Además, las palomas mensajeras establecen la comunicación con sus vecinos del pueblo, empeñados en la misma resistencia contra los Percusionistas.

Los gatos -tal como la propia Belinda, gata de los Aballay- imponen también su presencia: «Sentados en sus patas, calladitos, el viejo Aballay los ve girando dentro de su propio ritmo» (155). Como anuncio de la libertad que vendrá aparece otra metáfora animal: «un pescadito acababa de hallar el agujero entre las piedras y nadaba a sus anchas en el mar» (156).

Figura de la resistencia, dos papirolas en forma de sapitos pero hechas de cuero de gato trenzado serán las ligaduras que sujetarán a Nabu en su vuelo final, el vuelo del tigre. El Percusionista es llevado por los aires por los pájaros que migran: «No entiende nada cuando el viejo le dice señalando la bandada que esos son los pajaritos que tenían en la cabeza», o sea, el Viejo Aballay subraya la verdadera entidad de las aves, que son libres y liberadoras porque «llevan una estrella precisa en la memoria, que nunca cambiará de sentido» (164).

Esta idea de lo permanente detrás de lo repetido («La idea de la repetición como signo secreto digno de estudiarse», 141) apunta a un implícito sociohistórico, pasado y actual, plasmado en la alegoría: del reconocimiento esclarecido de los signos depende el saber individual y colectivo que permite liberarse de la represión dictatorial.

A la perversión del lenguaje, que lo confunde todo y no permite la transmisión del saber social, se le enfrenta la invención de otros modos de comunicarse, impregnados de códigos ancestrales (como la concepción circular del tiempo y el espacio materializada en el vuelo de las aves), capaces no sólo de romper las prisiones actuales sino también las futuras. Esta preocupación por dejar signos para el futuro es una constante en la obra de Moyano. En Libro de navíos y borrascas presenta al protagonista, Rolando, quien se refiere a su diario de a bordo como «un diario de migraciones que le ayude a uno a salvarse del olvido y que sirva de apoyo a futuros emigrantes» (171-172)10.

Daniel Moyano trabajó ampliamente en su escritura la recuperación de la calidad sonora del lenguaje y, por su intermedio, de su capacidad restauradora de los lazos comunitarios. En El vuelo del tigre el narrador acentúa la cualidad eufónica de las palabras, lo que permite que el lector entienda de manera no racional los modos en que el abuelo Aballay se sensibiliza al ritmo de la naturaleza liberadora. Al preguntársele qué le deslumbraba en la escena de los presos comunicando mediante golpecitos en la pared, Moyano respondió: «La independencia de las palabras. Es un lenguaje puro, virgen. El poder se apropia de las palabras y las gasta. Con los sonidos en la pared cuando uno dice democracia lo dice por primera vez, sin manoseos ni malos entendidos. Quizá sea una alternativa para que las palabras recobren su sentido». El recurso a lo sonoro es central en la escritura de Moyano, quien seguirá explotándolo también en Dónde estás con tus ojos celestes11.

Según Rodolfo Schweizer, esta manera de construir el relato, en los límites mismos de lo inverosímil, representa «un mensaje subliminal ante una sociedad que eligió el silencio como forma de escape» (135). Estoy de acuerdo con esta interpretación, que tiene además el mérito de reconocer uno de los problemas de fondo apuntados en la novela: la existencia de dos Argentinas, agónicas e irreconciliables antes, durante, después de la última dictadura y hasta el día de hoy:

El divorcio semántico en el uso del lenguaje, el choque ideológico o de visiones de vida y la incomprensión entre Nabu y la familia [Aballay], es la manifestación superficial en el plano textual de la existencia de dos sociedades disímiles, una arrogante y pertrechada con la fuerza para imponer sus modelos, y otra cobijada y resguardada en sus valores prehistóricos como forma de supervivencia.


(150)                


En el contexto de nuestro corpus de trabajo, esta novela de Moyano apuesta a la evocación del trauma de la represión militar por medio de la elaboración artística de un lenguaje narrativo firmemente anclado en la cultura ancestral. En El vuelo del tigre, son los viejos y su palabra (por no decir su capacidad de ver más allá de lo visible) los que encuentran las salidas. Pero la eficacia de la novela no se detiene en la elaboración de una suerte de registro historiográfico, sino que alcanza a constituirse en una lectura certera de los males de fondo de la sociedad argentina, los mismos que sostienen todavía hoy la exclusión y la injusticia social.




Petroglifos en Libro de navíos y borrascas

Dejar un diario de a bordo como los indios de mi provincia, ya desaparecidos, dejaron petroglifos. Dejar sobrevivencias, para eso sirven las palabras.


(Daniel Moyano, Libro de navíos y borrascas)                


Escrita casi treinta años después de Zama y en el exilio, Libro de navíos y borrascas identifica a otras víctimas, ya no sólo de la espera, sino también de los violentos y asesinos12. Aporía de la desaparición y del olvido que Rolando, el protagonista, precisa así:

El mar es selva, origen de las desgracias. Voy a calentar su viejo corazón helado para que los Contardi del futuro no tengan hijos desaparecidos. Suprimiendo el origen, por conocimiento y deseo, los que hicieron desaparecer a los hijos de Contardi se olvidarán de la muerte por cálculo, se olvidarán de matar y nunca sabrán por qué olvidaron hacerlo.


(166)                


Libro de navíos y borrascas se escribe, según su narrador, como faro para desaparecidos y exiliados en su mar de palabras y echa mano a la ficción regeneradora, esto es, al poder evocador de la palabra para crear una realidad alternativa que permita escapar a la violencia. Esto ocurre, por ejemplo, con la imagen del barco paralelo «para asegurar la existencia precaria de las virtualidades» y que se nombra de manera recurrente:

Arca para guardar virtualidades, objetos en proceso de génesis que hay que alimentar con el deseo hasta que crezcan, y volcarlos después en la realidad que nos imponen, aunque más no sea para enrarecerla. [...] Arca para guardar ese montón de cosas que desde hace milenios andan dando vueltas por el mundo sin poder posarse por falta de palabras, que necesitan ser nombradas o deseadas para salvarse del olvido.


(61, lo destacado es mío)                


Así, en esta novela la revisión histórica se hace por medio de la mitificación del relato. Mito en el que, como señala Maristany, «se relata para alcanzar una verdad, pero también para crear lo que no está»13 De esta forma, por un lado las diversas mises en abyme en la imbricación de las historias insertadas: el relato sobre el viejito guardafaros y los marineros desaparecidos, la representación de títeres sobre el fusilamiento de Dorrego, o la reconstrucción trabajosa del secuestro de los verdaderos padres del vidalero, imponen la realidad de la ficción -o sea, la escritura- por encima de la ficción de la realidad -la desaparición y la muerte-. Salvando las distancias, en la novela de Moyano sucede lo que José García-Romeu apunta en Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia:

L'Histoire elle-même est réduite à un fait de fiction et la nature manipulatrice de toute théorie historique sur les origines héroïques de l'Argentine est dénoncée de l'intérieur. La réalité des crimes n'est pas niée (au contraire), mais la possibilité d'intégrer cette réalité qui tient de l'innommable à une vision positive, homogène, épique, qui serve à chanter les louanges des criminels de l'Histoire, est définitivement annulée.


(135)                


Por otro lado, la novela repertoria las «palabras que sobreviven a un naufragio» (135). Palabras que, al ser dichas, recrean una realidad que se creía perdida y debe proyectarse al futuro. Tal como dice Rolando, al final del capítulo XI («Cadenza»):

Por favor no olvidarse de suris y runayunkus, de tumiñicos y ulpishitas, cuídenlas por favor que es lo único que podemos darles. A la hora del reparto La Rioja nunca ha valido para nada, pero siempre ha sido la más castigada a la hora de la represión reiterativa. Basta de una vez. Aquí lo tienen todo: ulpishas, tumiñicos. No son más que sonidos. Que nadie se preocupe por el significado. Son sobrevivencias. Petroglifos.


(208, lo destacado es mío)14                


La novela empieza en el puerto de Buenos Aires, donde setecientos detenidos son obligados a abandonar el país en un barco italiano, el Cristóforo Colombo, con destino a Barcelona. Entre varias voces narrativas destaca la de Rolando, un violinista riojano que intenta recuperar la congruencia de su existencia fracturada por el secuestro y el destierro. Desaparición, tortura y exilio forzado le imponen la única alternativa para sobrevivir: (re)construir su identidad a partir de la memoria15.

Lo que me propongo aquí es analizar algunas de las estrategias narrativas de la construcción de la memoria y de la definición identitaria del exiliado. Lo haré en dos etapas: en la primera rastrearé brevemente la reivindicación de la palabra como fundadora de la realidad, y en la segunda haré una clasificación de las operaciones para narrar el recuerdo y el olvido.

Pero antes debo aclarar que mi lectura va desde y hacia Cervantes. Por muchas razones, entre ellas por las que expone un narrador de este siglo, Milan Kundera:

Comprender con Descartes el ego pensante como el fundamento de todo, estar de este modo solo frente al universo, es una actitud que Hegel, con razón, consideró heroica. [...] Comprender con Cervantes el mundo como ambigüedad, tener que afrontar, no una única verdad absoluta, sino un montón de verdades relativas que se contradicen (verdades incorporadas a los egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto, exige una fuerza igualmente notable.


(Kundera, 16-17)                


Moyano es, en su escritura, un muy atento lector del Quijote. La lección cervantina que pone en práctica es la de la puesta a prueba de los límites del relato en su capacidad de nombrar la realidad, de contarla. De allí el juego de multiplicación de comienzos y finales de la novela, la decidida intervención de los personajes como jueces de lo narrado -ya sea en la representación del teatro de títeres como en la creación colectiva de la historia del guardafaro-, el cruce de voces narrativas en la intercalación de los relatos, la reivindicación del mundo imaginario como única vía posible de conocimiento y superación de una realidad que aniquila (pienso aquí, otra vez, en el barquito paralelo de Rolando, que le permite soportar el barco real que lo exilia)16.




Palabras que sobreviven

«Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje» (9). En Libro de navíos y borrascas narrar el viaje de un exiliado por la fuerza y que escribe un diario de a bordo es el único medio de hacer inteligible algo que escapa a toda definición. En la escritura de Moyano, estos hechos son irreales por contrarios a la ética, así, el secuestro, la prisión y el destierro son confrontados con la realidad inapelable de la escritura de ficción. Por eso, la reivindicación del lenguaje es una de las líneas directrices tanto de esta como de otras novelas del autor riojano: la palabra es la única capaz de salvarnos de la tergiversación y el silencio. Coincido plenamente con Casarin, quien afirma: «En sus textos Moyano ficcionaliza un "estudio" del lenguaje en su apuesta ética, y exaspera todos los procedimientos para señalar el lenguaje con el lenguaje» (2002: 43).

En Libro de navíos y borrascas es siempre crucial encontrar el nombre adecuado de las cosas, así cuando se trata del barco, el narrador reflexiona sobre su nombre real, Cristóforo Colombo, inmediatamente asociado a la historia oficial contada por la maestra de la clase y en la que «todos los asesinos eran buenos en medio del espanto» (151)17. Volver, «término ambivalente apto para cualquier dirección», parece adecuado como nombre para el barco, pero es desechado y tras una larga cadena de asociaciones se llega a un nombre proveniente del imaginario cinematográfico: Zampanò. Este nombre carga con la ambivalencia del personaje de La Strada, de Fellini, y parece el más adecuado para designar al barco que devuelve a España a los hijos de los emigrados españoles de todas las épocas, aquellos que llegan tal como llegaron a América muchos de sus ancestros, sin un cobre y escapados de la prisión o de la muerte.

«Me parece que una novela no es, con frecuencia, sino una larga persecución de algunas definiciones huidizas» («Sesenta y siete palabras», en Kundera, 1994: 141). Otra vez las palabras de Kundera se ajustan a lo que sucede en Libro de navíos y borrascas con la palabra desaparecido. Se busca su definición constantemente, pero, más aún, cómo insertarla de manera coherente y comprensible en el transcurrir de los personajes18. Uno de ellos precisa: «Estrictamente, no están ni muertos ni vivos. Pero esto no significa que no tengan realidad [...] No tenemos una verdad para decir, salvo que supiéramos qué significa desaparecidos» (86). Contardi, el pintor, expone la necesidad de encontrar un faro que deslinde entre la vida y la muerte. Este personaje busca a su hijo Haroldo, que está desaparecido. Resulta muy evidente la alusión al escritor Haroldo Conti:

De puerta en puerta en cada pasillo nuevo con mi palabra Haroldo a cuestas, que con las repeticiones ya sonaba a Faroldo, instrumento apto para buscar en la oscuridad, un faroldo a querosén [...] allí tampoco Haroldo, salí a los puentes y miré el mar por los cuatro costados y allí tampoco había Haroldo, ni Haroldo ni nada, todo oscuro y a lo mejor él andaba en la luz.


(85)                


Daniel Moyano había publicado en 1980 un artículo sobre su amigo desaparecido, reflexionando sobre la desaparición a partir del cuento «Mi madre andaba en la luz», en el que «Haroldo Conti intenta una reconstrucción a partir de una ausencia prolongada que no se resuelve a ser pérdida definitiva» (51)19.

Volviendo a la idea del faro, ésta desencadena la creación colectiva de la historia del guardafaro a partir del borroso recuerdo de una vieja canción. La presencia de la música en la obra narrativa de Daniel Moyano ha sido señalada tempranamente por la crítica20. La sonoridad de la lengua materna, única capaz de rescatar al exiliado de su postración psicológica, se asocia en los relatos de Moyano a tonadas y melodías, tocadas en instrumentos, tarareadas o silbadas, que lo reinsertan en su lugar natal, consolándolo.

La historia del viejito guardafaro procede del vals de Jerónimo y Antonio Sureda, «Ilusión marina», que se enlaza con «Volvió la princesita», de los mismos autores, y que completa el relato del faro. Un personaje (Bidoglio) asocia a la princesa del vals con el nombre Lucía, y a partir de él se evoca otra canción popular, el vals La pulpera de Santa Lucía, «que cantaba Magaldi y después cantó Gelman en un poema de naturaleza subversiva para los que nos corrieron del país, porque ahí la pulpera ya no canta, está muy triste, algo le han hecho; y claro, yo tampoco creo que la pulpera tenga en estos tiempos ninguna razón para cantar», dice Rolando (259). El poema de Juan Gelman se titula Glorias y fue compuesto en 1972, en clara alusión a la conocida como la «Masacre de Trelew», el fusilamiento de 16 militantes de agrupaciones guerrilleras en la base aeronaval Almirante Zar de la ciudad de Trelew el 22 de agosto de ese año21.

Esta historia de viejo farero, en múltiples versiones sucesivas, se escribe, sintomáticamente, en el diario de a bordo del protagonista, con lo que se constituye en bitácora, recuento de intentos y frustraciones, búsqueda afanosa de un final feliz, y modelo paradigmático de un relato de desaparición. El viejo guardafaro desaparece, quedando solamente las huellas de un tiroteo entre dos facciones. La reconstrucción de lo sucedido sigue las pautas habituales de los comunicados de prensa difundidos durante la última dictadura militar argentina con los que se daba apariencia de enfrentamiento armado a la ejecución sumaria de los prisioneros. Aquí, las palabras guerrilla y represión son reemplazadas por otras, en tanto que «la única palabra que no pudo explicar ni sustituir fue desaparecido» (270).

Junto a otros procedimientos narrativos, la inserción de la historia del viejo farero y de su hija cumple acabadamente con la práctica cervantina de insertar al narrador y su auditorio, en permanente actitud crítica ante lo que oye, como estrategia privilegiada para poner a prueba los límites entre la realidad y la ficción en el relato.

El conjunto narrativo de esta novela se hace coherente por el itinerario del viaje desde el puerto de Buenos Aires al de Barcelona, aunque muestre unos cuantos relatos fragmentarios. Todos ellos están bajo el imperio de la oralidad: la representación de títeres, la historia del viejito farero, y los fragmentos de recuerdos, imágenes y sueños de Rolando y otros personajes (Contardi, Bidoglio, el Gordito, Sandra). La mirada interior del narrador, que busca en la sonoridad de las palabras un eje de sentido que le permita entender, hilvana todo. Se salvaguarda, sin embargo, la impresión de fragmentación y dispersión. Los personajes, que vienen de la separación y la distancia, crean lazos efímeros de solidaridad durante el viaje, para volver a separarse y a distanciarse al llegar a la tierra del exilio.

En este sentido, todo lo contado debe operar como archivo y clave de comprensión futura. Es evidente, además, que la creación colectiva trabaja un trasfondo historiográfico que exige ser revisado. Esto resulta ser una reivindicación de la ficción imaginaria como el medio más eficiente para superar los efectos nefastos del doble lenguaje represivo. Así, la ficción despliega su potencial imaginativo, su capacidad de nombrar lo innombrable y de recuperar lo perdido.




La memoria del naufragio


Los vidaleros tienen la mirada mansa,
no se sabe si por la pobreza
o por la memoria de exterminios y saqueos.


(Daniel Moyano, Libro de navíos y borrascas)                


El prisionero encapuchado o sometido a la oscuridad total de un «tubo» (celda de muy escasas dimensiones y sin ventana) desarrolla, entre otras, la percepción auditiva para reemplazar lo visual. Consolida sí sus recuerdos a partir del sonido. En Libro de navíos y borrascas muchos de los procedimientos que a continuación apuntaré se desencadenan, giran alrededor de, o culminan en un recuerdo sonoro. En este contexto, congruente con un narrador músico como Rolando, la memoria auditiva se reconstruye por medios diferentes. Entre estas estrategias narrativas, que no pretendo establecer aquí de manera exhaustiva, distingo como las más evidentes: 1) por asociación, 2) por yuxtaposición, 3) por duplicación, 4) por redundancia, y 5) por omisión.

1) Por asociación. En el primer grupo, las estrategias de asociación de imágenes auditivas, encontramos la de desencadenar el recuerdo a partir del sonido evocado por la palabra22. Por ejemplo, al comienzo de la novela, cuando se narra la llegada del furgón que traslada a los prisioneros al puerto de Buenos Aires, la palabra llave desencadena el recuerdo del encierro: «La sirena, y enseguida el ruido de la llave. Enormes llaveros colgando de gruesos cinturones. Ruidos de llaves en las madrugadas. A esa hora no tintinean: roncan. Hurgan dentro de las cerraduras con ruido de órganos internos perturbados» (18).

Más adelante Rolando busca un nombre para su hijo imaginado. Este nombre debe protegerlo del secuestro. La solución no es ya una palabra, sino una anotación musical, el acorde protector que superpone tres notas y es imposible de vocalizar23. De manera semejante, en su reflexión acerca del mar, «origen de las desgracias» (165), el narrador se propone «buscarle la vuelta por el lado de los sonidos. Escucharlo, tratar de memorizarlo como una partitura antes de tocarlo» (164) como ritual mágico destinado a provocar el olvido en los victimarios:

Suprimiendo el origen, por conocimiento y deseo, los que hicieron desaparecer a los hijos de Contardi se olvidarán de la muerte por cálculo, se olvidarán de matar y nunca sabrán por qué olvidaron hacerlo. Estoy a un paso de descubrir su sonido, su discurso, por vías del sueño real contra el mundo de la apariencia.


(166)                


El sonido es, insisto, un signo crucial en la percepción profunda de la experiencia vivida y un elemento clave de la memoria que la evoca.

2) Por yuxtaposición. La yuxtaposición resulta un procedimiento privilegiado para conciliar el tiempo presente con el pasado, para reconstruir los límites entre la vida y la muerte:

Porque la quiebra, y la caída consiguientes del [violín] Gryga, dividió mi tiempo en un antes y un después. Esta escalera del después se correspondía de algún modo con cualquier escalera de antes, uno tenía que ir buscando simetrías para empezar a rearmarlo todo. Escaleras concretas. Las que bajó el Flaco eran irreales.


(51)                


Mediante esta lógica de las simetrías, lo conocido genera el recuerdo de lo desconocido:

¿Y el barco? ¿Y el mar que nunca había visto? Sin embargo tenía un recuerdo del mar [...] recuerdo del mar parecido al que me quedaba de mi casa en el norte, por lo que la casa y el parral se me presentaban ahora con la misma calidad de la no conocida espuma del mar.


(20-21)                


La superposición, como procedimiento que pone en evidencia las semejanzas de hechos lejanos en el tiempo, pero próximos en su significado vivencial para los personajes, aparece una y otra vez. En el capítulo 10, «El diario de a bordo», se superponen el titiritero adulto que cambia de hemisferio y el niño que se muda de casa por primera vez, en el contexto de la reflexión sobre la repetición cíclica del tiempo24. La superposición sirve también para discriminar las diferencias. Un buen ejemplo de yuxtaposición en oxímoron, que permite separar tiempos y circunstancias, es el soldado reconocido por Rolando como compañero de escuela primaria: «La mano del fusil tenía cuarenta años; la del golpecito [cariñoso], diez [...]. Infancias y muertes, a él todo se le mezcla» (23).

3) Por duplicación. La constitución de dobles es esencial para el restablecimiento de la memoria. El efecto de simetría que se logra confirma, una vez más, la veracidad del recuerdo. Veamos algunos ejemplos. El más significativo de ellos me parece el del abuelo extremeño, ya que condensa, en la no escritura de su diario de viaje, la pérdida de la memoria, y con ella, los lazos con la temporalidad ajena al secuestro o, dicho en otras palabras, concentra, anticipándola, la fractura del continuum histórico del protagonista, su antes y su después. En este sentido, el diario de a bordo del protagonista duplica las cartas del abuelo, único lazo con su lugar de origen, Villanueva de la Serena en Extremadura, para reconstituir su propia tierra natal. Por eso dice Rolando: «¿Con dedos cuarteados escribiré óvalos sobre línea de lápiz a borrar, óvalos que digan cuidadosamente La Rioja como se puede decir Villanueva de la Serena? Villanueva de los violines» (17).

Viaje y escritura quedan, a partir de entonces, completamente identificados y constituyen los lazos perdidos con el pasado y el futuro. Escribir el diario de viaje se transforma en objetivo explícito para consolidar la identidad de desterrado:

Un diario pensado en relación con el abuelo extremeño que no dejó nada escrito y además perdió la memoria de su viaje [...]. Porque, si las migraciones han de seguir, es conveniente empezar de una vez, aunque parezca tarde, con un diario de migraciones que le ayude a uno a salvarse del olvido y que sirva de apoyo a futuros emigrantes.


(171-172)                


Con un diario de a bordo las migraciones pueden tener un contenido, abandonar su aparente naturaleza flotante y conectarse con el tiempo [...]. Las cigüeñas y las golondrinas llevan ese diario de a bordo en la memoria y así tranquilamente son de todas partes.


(292)                


Rolando tiene su doble, ya desaparecido, en el personaje del Flaco. De él quedan los cordones de los zapatos, el recuerdo de sus frustradas alas para huir y de un gesto final antes de la muerte25. También tiene un doble como narrador, Bidoglio, que se hace cargo del relato de su fantasía erótica con Nieves, la chica que lo espera en Madrid. La duplicación de narrador permite el juego explícito con la verosimilitud y el «pudor»: «A él le gustaba alterar mis historias para, según decía, darles más verosimilitud. De paso, el desenfado de Bidoglio me servirá para hablar sin inhibiciones de estas cosas íntimas que sinceramente me dan un poco de vergüenza» (62).

La duplicación tiene además un efecto compensatorio, que permite superar la pérdida por la cualidad generadora de lo imaginario. Un buen ejemplo de esto es el barquito, doble del Cristóforo Colombo que, como ya he dicho antes, permite tolerar la realidad impuesta (y, en tanto tal, ficticia) del barco concreto:

[...] dejé crecer un barco paralelo como para ir llenando el hueco donde caímos al salir de los furgones. Un barquito que se pareciese más al de mi abuelo para poder vincularme a un tiempo verdadero. Surgido del deseo, no de la mecánica migratoria [...]. Ficción contra ficción, algo parecido a acoplar palabras propias a las del interrogador, para descolocarlo y hablar de igual a igual. Un barco para asegurar la existencia precaria de las virtualidades.


(61)                


El relato del secuestro y la ejecución sumaria de los desaparecidos, que no se narra directamente sino por alusión fragmentaria o por elusión intencionada, tiene su doble en la representación de títeres el capítulo 5, «Titireteando». El fusilamiento de Manuel Dorrego, hecho histórico del siglo XIX, es paradigmático del enfrentamiento entre el puerto de Buenos Aires en la persona de Juan Manuel de Rosas, aliado a los intereses comerciales británicos, y las provincias, en particular La Rioja bajo la figura de Juan Facundo Quiroga, y se transforma en un ritual duplicador de víctimas y asesinos. En el capítulo 1 «Y chau, Buenos Aires», el narrador había explicado ya la relación histórica del pasado y el presente en la ausencia de ética:

Si recurrimos a la historia, tenemos todavía cerca el fusilamiento de Dorrego. Lavalle lo derroca y después lo hace fusilar. Como su acción no tiene fundamentos éticos, es irreal [...]. Con Lavalle y Dorrego empezaron estas cosas, y todavía no nos hemos dado cuenta de que el verdadero peligro es la irrealidad.


(47)                


En diez escenas se combinan dos acciones: 1) la evocada: el fusilamiento de Dorrego, y 2) la evocante: los pasajeros del barco. No corresponde que haga aquí un comentario pormenorizado de los elementos de interacción genérica presentados por el texto en este capítulo. Sólo apunto al pasar que las didascalias explícitas e implícitas constituyen un análisis minucioso de las dos acciones antes señaladas. En la escena 5 la acotación, al comentar la reacción de una parte del público, los prisioneros, ante la indignada opinión de una señora «de sociedad» acerca de la manera de presentar los hechos históricos, dice: «Hay un silencio de setecientas personas que no atinan a hacer otra cosa que mirar el suelo. Cejijuntos, sin mirarse entre ellos, se quedan tiesos como perros trasladados, el barco se convierte en un furgón celular» (114). Las escenas 9 y 10 contraponen las interpretaciones de los historiadores oficiales, Salvador María del Carril y Juan Cruz Varela, y las de un revisionista, José Luis Busaniche (121 y 125).

4) Por redundancia. Resulta obvio que la redundancia es un mecanismo primordial de la memoria. Aquí no se trata de la repetición de elementos propia de la propaganda totalitaria, sino de su proliferación en forma de entramado englobante. La repetición es una herramienta del poder dominante, tal como señala García-Romeu: «La redondance est l'arme de la propagande. La continuité du discours permet d'imprégner la société d'une parole univoque, intériorisée et acceptée comme unique vérité d'autant plus qu'elle est répétée à satiété» (29). A ella se opone la palabra generadora de múltiples significados. Quiero decir que, por ejemplo, la historia de los marineros desaparecidos y el viejito guardafaro crece desde la primera página hasta la última, conteniendo sucesivamente las situaciones individuales (de Rolando, de Contardi) y las colectivas (de los pasajeros del Cristóforo Colombo, del país, de todos los perseguidos de la tierra). Además, al ser objeto de la redacción colectiva en los capítulos 12 y 14, ya que a la imagen del faro para desaparecidos del pintor Contardi los personajes responden con la creación grupal del cuento del viejito guardafaros. Esta se transforma en elemento abismante, exponiendo las vacilaciones del narrador, los comentarios del auditorio, su búsqueda de principio, título y final, como sucede en la novela-marco.

Así como en la representación de títeres, parece evidente que la composición de esta historia refuerza la idea de la regeneración por el lenguaje, regeneración que consolida la memoria. Ambos, títeres y relato, son elementos redundantes y generadores, necesarios para la redacción del diario de a bordo, en el cual «únicamente pueden salvarnos las palabras que anotemos» (292).

El mismo imperativo de reiteración rige la reconstrucción del secuestro de los verdaderos padres del vidalero que toca la guitarra en el barco. Anunciada en el capítulo 3, «Rasguidos», al final se repite y completa en el «Boceto de un vidalero» y el «Arabesco para Fede». Allí se sabe que los secuestraron pero, sobre todo, que el Flaco era su padre. De esta forma las historias se imbrican y se hacen congruentes en la redundancia englobante que impone la realidad de la ficción (la escritura) por sobre la ficción de la realidad (la desaparición).

5) Por omisión. Todo buen narrador sabe que, como dice Cervantes, «no todas las cosas que suceden son buenas para contadas» (Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional, 343). El narrador de Libro de navíos y borrascas subraya que en la reconstrucción de la memoria es necesaria la omisión. Omite, precisamente, lo ocurrido entre el momento del secuestro de Rolando y su llegada al barco:

[...] se acababa un Gran Aturdimiento, que comenzó cuando tuve que abandonar el Gryga a las lluvias otoñales, y terminaba ahora (omitiendo todo lo que ocurrió en un largo tiempo), cuando lograba hacer coincidir la realidad con el deseo. Y a lo omitido no voy a nombrarlo por ningún motivo, aunque por esa omisión todo se deforme.


(103)                


Y se omite, sobre todo, el relato pormenorizado de la tortura en el capítulo 11, «Cadenza»26. Allí el narrador se enfrenta al relato de Sandra, cuidadosamente evitado como recuento de horrores, pero llevado hasta sus últimas consecuencias en tanto disparador de una reflexión global sobre la existencia humana.




El exilio, ese ácido

Al salir del puerto de Buenos Aires, el narrador se define como «Rolando el del violín, autor de algunas piezas musicales que nunca se editaron pero que todos los changos sabían de memoria» (33). Más adelante, en el capítulo 4, «Naufragios», busca un espejo en que mirarse «para saber cómo era yo para ellos, y a la vez para reencontrarme, físicamente me estaba olvidando de mí mismo» (97). Cuando por fin lo hace es «Rolando, el de la barba» (104), y se avergüenza:

Desde que empecé a contar esta historia del barquito me he ido yendo de mí con las palabras. No soy el mismo que la empezó, las palabras me han ido transformando. De allá salió un Rolando contando Buenos Aires y es otro el que llega contando Barcelona. He venido en una deriva de palabras. [...] Aquí más que la historia importan las palabras, esas olas que nos transportaron. Vamos a sobrevivir según tengamos esas olas.


(294)                


La identidad del exiliado queda establecida, así, como la del navegante de un mar de palabras.

He anotado, pues, algunos elementos a tener en cuenta para comprender, en el contexto de la poética de Daniel Moyano, el estatuto de la palabra como creadora de una realidad congruente y múltiple. Palabras capaces de sobrevivir a la imposición de la violencia. Luego ordené las estrategias para narrar la memoria que me parecen más evidentes en la novela. Quedan apuntados así algunos elementos necesarios para rastrear el orden que el narrador le da a su búsqueda de un relato integrador a la manera del mito. Porque Libro de navíos y borrascas es, a fin de cuentas, una leyenda capaz de crear otra realidad, una realidad sin verdugos ni víctimas. Leída como diario de a bordo esta novela actúa como un registro de las señas de identidad que preservarán a los desterrados del círculo repetitivo de la disolución y la muerte: la música y el poder evocador de las palabras, el sueño y la imaginación27.

La novela despliega, así, un relato en el relato, acción mimada acerca de cómo contar una historia violenta, relatarla para que sea soportable y ayude a entender. Esto, en el contexto de la poética de Moyano, quien deposita en la palabra (particularmente en sus sonidos y ritmos) la capacidad de salir del encierro y la muerte (como en El vuelo del tigre). Las palabras y su consonancia con los ritmos de la naturaleza, su capacidad evocadora de otros tiempos y espacios, son las armas del vencido.




Las posibilidades de lo simultáneo: Dónde estás con tus ojos celestes

Como ha observado la crítica muchas veces, la escritura de Moyano apela a recursos musicales, no sólo en el plano sintáctico y léxico, sino también en el de la construcción del relato28. Ya en Libro de navíos y borrascas se construye una historia a partir del recuerdo fragmentario de unos valses, pues la impronta de la música popular y en especial del tango en la novela es muy fuerte. Recordemos que Moyano había escrito también una letra de tango, titulada «Percanta», en la que se juega en intertextualidad con tangos muy conocidos como, por ejemplo, «Milonguita». En su texto, el imaginario tanguero sirve para la reflexión sobre una historia de desaparición y violencia:



Entraron a tallar los taitas y en un juego fulero
no te dejaron ni el percal y para colmo
tuviste que correr desnuda en medio de una guerra
entre perros afilados y gurkas sigilosos,
vos, la morocha,
que antes llenabas el aire de cantares.

Tuviste que dejar el bulín en mitad del amor.
Los faroles de las citas fueron apagados
y todas las esquinas se quedaron vacías.
Ya nadie te espera, morocha,
y procurando que el mundo no te vea
te vas, como la fea,
en la fría mañana camino del taller.

De nada te ha valido la pollera cortona
ni las trenzas
ni el repiqueteo de tu taquito en la vereda.
Los malvones se quebraron
y a las madreselvas hubo que darlas por desaparecidas.

Te han puesto a un paso de la curda final,
termina la función
y es hora de correrle el telón al de la zurda.
Ya nunca más volveremos a ser sentimentales.
Nos vinimos abajo como calzón de puta.
Y el futuro se asoma abrazado a un rencor.

La inocencia se acabó, milonguita,
entramos por fin en el mundo cambalache.
Y aquí en este quilombo,
de nada vale un tango dulzón y melancólico29.


En Dónde estás con tus ojos celestes, el narrador, que es también un músico, insiste en la importancia del sonido no sólo en la evocación, sino sobre todo para el conocimiento de la realidad.

La última novela de Moyano, escrita en 1992 y publicada por su hijo Ricardo en el 2005, resulta ser, si no la segunda parte de Libro de navíos y borrascas, un paso adelante en la reflexión estética de su autor acerca de los modos narrativos de la memoria30. La novela, (que el autor llamaba «la pulpera» mientras la escribía), evoca a la muy popular figura femenina de La pulpera de Santa Lucía, vals escrito en 1929 por Héctor Pedro Blomberg y musicalizado por Enrique Maciel, uno de cuyos versos se cita en el título31. El personaje había aparecido, como he señalado antes, en el capítulo XIV de Libro de navíos y borrascas, asociado a Lucía, la «princesita» de dos valses de la misma época32.

Dónde estás con tus ojos celestes, según define su editor, fue:

Escrita en Oviedo y Madrid durante los últimos meses de su vida, no tuvo la oportunidad de la más mínima corrección ni reescritura, y fue su precipitado canto de cisne. La Pulpera es mi abuela que no conocí, es la Argentina, es Nieves del Libro de navíos y borrascas, es una larga glosa al poema de Gelman y a la canción que escuchó en su infancia, que le gustaba y que cantó muchas veces y que yo tuve el gusto de acompañarlo con mi guitarra.


(10)                


La acción de la novela se resume en su primera frase: «Mi nombre es Juan, soy músico y vine a España en busca de una mujer llamada Eugenia»33. Como Rolando, el protagonista de Libro de navíos y borrascas, Juan ha atravesado el océano en catorce días para llegar al puerto de Barcelona. Desde allí iniciará su búsqueda, verdadero hilo conductor del relato, en el que se van articulando materiales diversos, mediante el punto de vista de la primera persona singular, como la carta al padre o los recuerdos adolescentes34.

Juan parte de la memoria táctil, que corresponde al primer encuentro amoroso en su infancia con una niña española llamada Eugenia, ocurrido en lo que luego llamará su «tiempo natal», el de mayor persistencia en el recuerdo: «un tiempo que en duración interna es el mismo que me llevó la travesía transoceánica» (23). En el recuerdo infantil, Juan y Eugenia, que son vecinos, se han iniciado en los juegos eróticos bajo una sábana blanca puesta sobre un ligustro y una enredadera de rosas del jardín familiar. Más tarde señalará: «Hay un tiempo natal que acaso sea más importante que la tierra. Su naturaleza es abstracta y por más lejos que te vayas te sigue por el mundo» (71). Subrayo la expresión tiempo natal, porque desecha la más común de «tierra natal», que queda relativizada en el contexto preciso de esta novela, cuyo protagonista tiene una conciencia clara de su doble exilio al estar abandonando la tierra en que nació para ir hacia la de su madre. Al final Juan dirá: «Viendo las chimeneas humeantes de las casas montañesas de las últimas aldeas, traté de imaginar, en el camino de Eugenia, cómo sería la tierra natal que salí a buscar abandonándola» (242).

Pero volvamos al comienzo, entonces el protagonista aclara el motivo profundo de este viaje: «Vine a España en busca de Eugenia pero también huyendo de un ruido que se interpone en mi camino hacia ella. Ese ruido es mi padre» (26, subrayado en el original). Se trata de la presencia ominosa del crimen de su padre, quien asesinó a puñaladas a su madre, y tiene el estatuto de lo audible, ya que el sonido «es una forma de presencia más viva que lo táctil» (29).

De manera que hay dos mujeres en el origen del viaje de Juan, Eugenia y la madre, y ambas quedan identificadas por el color celeste de sus ojos, pero sobre todo por una cadena de hechos necesarios en la elaboración del trauma. Tal como afirma el narrador:

Salí de mi país en busca de Eugenia cuando tuve la certeza de que sólo encontrándola podría rescatar a mi madre, sacarla de los crujidos de su muerte violenta y reubicarla en la congruencia de la vida, fuera del alcance de panteras y cuchillos. Para que se salvara del todo, en el cuerpo de Eugenia.


(26)                


La evocación materna es ante todo auditiva, Juan conserva el recuerdo intrauterino del sonido de los latidos del corazón de su madre, y también el de su voz, cantando el vals de la pulpera: «Y como pude me exilié en el mundo, llevándome para afuera, oculto en los oídos, el sonido secreto de su corazón» (36). Los sonidos serán así decisivos, porque «forman la trama de la realidad y es necesario tenerlos muy en cuenta para las búsquedas concretas» (37), como dice el narrador, o sea que se relacionan con hechos concretos, individuales y colectivos, de la historia del país, en especial los relacionados con las dictaduras militares posteriores a los años 30. El narrador recuerda el golpe de estado contra el presidente Irigoyen en 1930: «[...] unos hombres armados gritando con la boca llena de baba enloquecida, apuntando con los sables en la mano hacia la Casa de Gobierno para degollar al anciano presidente» (34). También recuerda a los hijos que su madre ha perdido en partos anteriores a su nacimiento: «Son mis hermanos, que habitan el más terrible de los destierros, el olvido» (35).

A partir de entonces quedan identificadas y confundidas Eugenia, la madre y la pulpera de Santa Lucía: «Y las tres tienen los ojos celestes» (64). Las dos últimas lo hacen claramente como víctimas de la violencia, y la primera como encarnación de «un paraíso recobrado donde las pulperas de todos los tiempos cantaban para siempre la canción eterna de la vida» (242). Las tres serán enfrentadas a la figura paterna (músico, borracho y asesino), como condensación de la violencia y el crimen. Resulta, pues, natural interpretar que Eugenia es, como se confirma al final de la novela, «un signo de muchas cosas, era la libertad, era el tiempo natal, era la patria verdadera» (242). Inmediatamente el narrador señala: «No había ninguna seguridad de encontrarla», con lo que la búsqueda quedará abierta.

La sonoridad y el ritmo del idioma e incluso de los movimientos en el espacio como datos cognitivos de la realidad se ponen de relieve en los capítulos 6 y 8. En el primero se exponen variedades lingüísticas de épocas y regiones diversas en el diálogo imaginario de varios personajes (un inmigrante italiano, otro libanés, un indio coya, un gaucho correntino) con la estatua de un general español35. En el segundo, el protagonista construye un «eneáfono», que consiste en siete tubos de madera atados con hilos y en medio de los cuales una tablita muy fina hace las veces de badajo. El aparato se encuentra cerca de la puerta de entrada de su casa y produce sonidos al reaccionar a los movimientos del aire que desplazan los cuerpos en movimiento. Así, dice el narrador: «Instalarlo era un desafío, porque lo había pensado para el día que llegara Eugenia, [...], quería que su entrada tuviese un equivalente musical concreto» (107).

Más adelante, en el capítulo 10 aparece desarrollada la referencia a la nota sensible (enunciada en el 8)36 para separar a la verdadera Eugenia de la aparente:

[...] la llamábamos la sensible, apenas un semitono la separaba de la otra. [...] Una vez me pregunta por qué Mastro la llama Sensible y qué es sensible en términos de música. Le explico que a la sensible le falta un grado para llegar a la octava, es decir, para que la nota inicial o tónica se repita, aunque un poco más alta.


(131)                


El recurso a la nota sensible permite comprender la estructura musical del relato como estrategia narrativa de la memoria, ya que la narración se compone siguiendo la disposición de tonos y semitonos de una escala musical diatónica37. De esta forma, la verdadera Eugenia, la del recuerdo de infancia (o la Eugenia «sábana/rosal», como resume Juan) es la nota tónica y abre el relato. Su correspondiente nota sensible es la Eugenia-«Grulla», la encontrada en el café del barrio madrileño de Malasaña38. Ella genera una tensión constructiva ya que su entidad de personaje, como la nota musical, tiene la calidad de un semitono, es decir, no alcanza a identificarse con la Eugenia buscada por Juan, le faltan cualidades y sobre todo, el recuerdo de infancia común con él. Sin embargo, ella establece la tensión necesaria hacia la Eugenia del final, la buscada y nunca encontrada, pero que encarna la simultaneidad de los recuerdos. Así en el capítulo 15 el narrador apunta:

Y [el tren] en sus aceleraciones anulaba las mentiras del tiempo con sus absurdas divisiones, revelando las posibilidades de la simultaneidad, de modo tal que entre la Eugenia que se aislaba entre los picos nevados de las montañas asturianas y la del alambrado romboidal, apenas había diferencia; ambas estaban sucediendo al mismo tiempo. Y era perfectamente posible volcar en la realidad los hechos de la memoria devolviéndoles la tangibilidad.


(233-234, lo destacado es mío)                


Algo similar a esto sucedía en El vuelo del tigre, cuando el abuelo conseguía armonizar los ritmos de las aves y los gatos para deshacerse del poder represivo de Nabu, el Percusionista. En Dónde estás con tus ojos celestes, toda la acción se organiza alrededor de la potencial simultaneidad entre la Eugenia niña del principio y la Eugenia mujer del final del relato, como la nota tónica inicial y final de la escala. La cohesión es garantizada por la otra Eugenia, la encontrada en Madrid, como nota sensible atraída por la tónica.

Otra buena prueba de «las posibilidades de la simultaneidad», es la superposición de hechos históricos, como la alusión a la intentona golpista de 1981 en las Cortes españolas, más conocida como el «Tejerazo», que se confunde con los golpes de estado argentinos:

[...] había centenares de enanos vestidos con el uniforme de combate del ejército de mi país. En vez de navajas sostenían cuchillos en sus manos y todos tenían la cara de mi padre, a la espera de que por ese río de pronto pampeano pasaran esos peces apetecidos por ellos que tienen unos ojos grandes y celestes.


(184)39                


Hechas estas observaciones, me detendré ahora en dos episodios de la novela que se incorporan en la dinámica evocadora, pero ya no en términos armónicos sino más bien como disonancias40. Me refiero en primer lugar al capítulo 11, la carta al padre, de resonancias kafkianas, que es una verdadera catarsis de lo violento en la vivencia filial, y se constituirá en una eficiente herramienta de reconciliación en la que la música y el sonido tienen un papel fundamental41.

«Escribiéndote esta especie de carta intento ponerte en palabras verdaderas a ver si mediante ese juego consigo conocer tu misterio alucinante, cuya revelación necesito para saber qué estoy haciendo en este mundo» (148). Tras esta declaración de intenciones, donde resalta la vocación reveladora de verdades de la escritura, el narrador irá dejando salir todo tipo de evocaciones producidas por su relación con el padre, pero todas ellas tienen relación con la música. Los tangos escuchados por el padre serán el telón de fondo de los recuerdos porque, como afirma Juan, «los tangos son nuestras verdades más profundas, casi las únicas entre tanta mentira que nos cuentan sobre nuestro país en el colegio», y porque «Los versos, los sonidos y los números son la única cosa capaz de explicar la realidad» (152). Así se parafrasean varios tangos que aluden a separaciones, pérdidas amorosas, engaños y crímenes, Mañana zarpa un barco, Gricel y, sobre todo, Noche de reyes. Estos le permiten a Juan analizar las posibilidades de salvación de su madre, la recuperación de su corazón y la presencia, en el padre, de un mundo violento de traiciones y puñales que aniquilarán a la madre.

La revelación fundamental es la del crimen paterno, el asesinato de la madre que, como todo lo que rodea a este padre violento, se proyecta desde lo autobiográfico sobre el fondo histórico de la represión estatal y militarizada en la Argentina42. Resulta entonces evidente la evocación de La pulpera de Santa Lucía que, a su vez, remite al poema Glorias de Juan Gelman, al que apuntaba el editor de la novela. «¿Qué hiciste pues con lo celeste de sus ojos? ¿Adónde está, dónde pusiste lo celeste de mamá cuando le quitaste sus conexiones con el mundo visible o alcanzable? [...] ¿Dónde están los ojos celestes de mamá? ¿Dónde los pusiste?» (153). En el poema de Gelman la sangre de la pulpera encarna simbólicamente la sangre de todos los muertos durante la represión militar, en particular la de los 16 muertos en la sublevación de Trelew en 1972. En sus estrofas también abundan las preguntas retóricas:

¿Acaso no está corriendo la sangre de los 16 fusilados en Trelew? [...] ¿Y llena de sangre la pulpera y sus ojos celestes ahogados en sangre? [...] ¿Y quién la va a velar? ¿Quién hará el duelo de esa sangre? / ¿Quién le retira amor? ¿Quién le da olvido? / ¿No está ella como astro brillando amurada la noche? / ¿No suelta acaso resplandores de ejército mudo bajo la noche del país?43


El recuerdo de la madre define de otra manera la figura del exilio, a partir de la discriminación entre padre e hijo, como aquellos que están fuera y dentro del cuerpo materno respectivamente: «Yo soy su adentro; tú, su inútil afuera. [...] Yo te estoy hablando desde esas profundidades, que son mi patria natural. Yo vivo en mamá, aunque esté para siempre desterrado de ella, me desterró cuando nací. Es por eso que todo, fuera de ella, es un exilio» (157-158).

No encaro aquí la dimensión psicológica del capítulo, que seguramente se presta a este tipo de análisis. Lo que sí subrayaré es que, en el contexto de evocaciones provocadas por la música, a los tangos «lastimeros» se asocia una copla. Ella insiste en el principio de simultaneidad al que ya he apuntado anteriormente: «Cuando se murió mi padre / ese día no existió. / El día que yo me muera, / nos moriremos los dos» (165). Pero también agrega el dato de la identidad del padre: «Un indio, ese objeto de olvido» (164) ya que se trata de una copla de su probable autoría, cantada durante los carnavales44.

Finalmente el «ruido» paterno se evoca a partir de una frase que se relaciona con la escena del castigo físico a la familia, cada vez que el padre estaba borracho45. El capítulo se cierra con una meditación sobre qué sintió la madre al ser asesinada.

Otro episodio que opera por disonancia es el capítulo 13, probablemente uno de los menos justificables en el desarrollo de la acción y, creo yo, muestra evidente de la premura con que Moyano redactaba su última novela. Sabemos que aquí se inserta un relato (o cuento largo, según define Ricardo Moyano) titulado «En la atmósfera». En él aparecen la Tula, el señor Palcos, la Tununa, el señor Hidalgo, las Pecosas y la Rusita. Todos circulan alrededor de un negocio de pastelería regional46.

La maniobra del narrador para incorporar esta historia al contexto resulta poco eficiente, ya que aparecen en ella unos personajes difícilmente relacionables con los del resto de la novela. La Rusita es el único que acerca al narrador a Eugenia, y el ejercicio de evocación (ya que corresponde a la adolescencia del narrador) parece destinado a neutralizar estos recuerdos violentos para poder continuar con la búsqueda de Eugenia:

Ahora que he vuelto a verlos, acaso un tanto alterados por el cruce del océano y el tiempo transcurrido, pienso que lo mejor será deshacerme de estos pergeños deformados por la vida, separarme para siempre de estos incómodos acompañantes, de estos muñecos casi muertos que me siguieron hasta aquí. Quitármelos de encima, como los ruidos de mi padre. Sacarlos de la atmósfera, darles un olvido decoroso. Y limpiar el camino de mi búsqueda.


(220-221)                


Me detengo en el relato intercalado porque muestra otra organización narrativa, ahora de un ritmo entrecortado por subtítulos. Y también porque, aunque fuertemente marcado por los signos de la oralidad (por ejemplo, mediante el uso reiterado de las formas del verbo decir) como el resto de la novela, el relato sugiere una creación de ambientes («estar / entrar en la atmósfera») que me parece tiene un alcance significativo como representación del ambiente social en un país bajo dictadura47. El narrador participa en la destrucción de un negocio tiránicamente regenteado por el señor Hidalgo, y este hecho tiene la calidad de un recuerdo violento, traído a España en las maletas. Este recuerdo se superpone a la realidad madrileña que rodea a Juan en su búsqueda de Eugenia, y no le es posible borrarlo de su conciencia.

Dicho en otras palabras, todo el episodio funciona por disonancia, y de esta forma permite resolver por medio de la narración, y aunque más no sea parcialmente, la aporía del exilio, porque posibilita «darle un olvido decoroso» a la memoria de lo destructivo:

Entonces, o nos ahogamos o esperamos; estamos en la atmósfera; el tiempo donde nos encontramos nunca terminará, aunque ahora mismo despareciéramos en el camión triturador de la basura, nos quedaríamos; porque de aquí de esta atmósfera no se sale nunca; y siempre, vivos o muertos, estaremos dando vueltas dentro de ella les digo, les diría, finalmente no les digo nada.


(222, lo destacado es mío)                


Estas palabras del narrador, en el cierre del capítulo 13, valen -creo yo- como una definición de la memoria histórica: aquella espera, también evocada artísticamente por la escritura de Antonio Di Benedetto (me refiero aquí a la imagen del mono muerto flotando en el vaivén de las aguas en Zama, por ejemplo), en la que un frágil equilibrio entre el olvido y la memoria permite salir del encierro y la muerte.

La noción musical de disonancia que opera en Dónde estás con tus ojos celestes, atribuible en principio al hecho de que su autor no tuvo posibilidad de corregirla (ya que la terminó pocos meses antes de morir), contribuye a crear la sensación de extrañeza propia del desterrado. La frase «hacer disonancia» significa parecer extraño y fuera de razón. Esa es la situación en la que se encuentra el exiliado, no sólo porque no está en su tierra natal sino también porque ha perdido los puntos de referencia que le permiten entender la realidad que lo rodea.

Dónde estás con tus ojos celestes amplifica el recurso a La pulpera de Santa Lucía, evocación musical que le permite al narrador realizar el montaje de las partes dispersas para obtener un todo. Esto es, algo que permita saber quién se es, pero también por qué. Sin embargo, la novela afirma que obtener un todo es algo ilusorio, igual que volver. El exilio clausura la puerta de regreso (material y existencial) a la tierra de origen, la escritura es el único medio para entender el pasado y el presente.

Esta es la clave de la oralidad y la musicalidad en las novelas de Moyano: hay que poder decir algo entre todos, única forma en que el individuo retoma su parte (como un músico en su orquesta) en el grupo que lo identifica y le da sentido a su entorno material y vivencial. La dimensión ética de las novelas se encuentra allí porque, tal como afirma Casarin: «Las palabras [...] obran como conjuros o exorcismos, es decir que su pronunciación (la elección de "la palabra justa") instaura un acto, interviene en el mundo, sobre lo real, e indica, nuevamente, una posición ética» (2002: 54).

Por otra parte, como insisten los narradores de los textos moyanianos que acabo de comentar, hay que poder decir las «verdades» -los sueños, las ilusiones, los dolores- para salir de la «ficción», o sea, de la arbitrariedad y la violencia, y salvarse48. En este sentido, aunque coincido con Gil Amate acerca de la presencia de una búsqueda de identidad individualizada que se aplica perfectamente a la identidad colectiva de los pueblos americanos (como apunta, por ejemplo, en la obra de Carlos Fuentes), disiento de ella cuando afirma que «la obra de Moyano no tiene carácter político, ni siquiera sus personajes son beligerantes con el poder ni ideológicamente activos [...] son sólo víctimas» (1993:146)49. Como ha quedado establecido en este capítulo, resulta inevitable percibir los alcances políticos que adquieren tanto víctimas como victimarios en el mundo imaginario de Daniel Moyano, salvo que las armas de las primeras son mucho más eficaces y perdurables que las de los últimos. Son las palabras-petroglifo, las que guardan la memoria más allá del exterminio y el olvido. En ese mar de palabras, parafraseando al narrador-protagonista de Libro de navíos y borrascas, se encuentran los faros para nuestra interpretación histórica de lo confuso y alienante.

En el capítulo siguiente veremos cómo el viaje hacia la memoria y la escritura se concreta en La casa y el viento de Héctor Tizón, cuyo protagonista compila historias y anota «el testimono balbuciente de [su] exilio» (152).






Bibliografía

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    • ——, El trino de diablo y otras modulaciones, Barcelona, Ediciones B, 1988.
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  • Bibliografía citada
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    • Casarin, Marcelo, Daniel Moyano. El enredo del lenguaje en el relato. Una poética en la ficción, Córdoba, Ediciones del Boulevard, 2002.
    • ——, (Org.), Hommage à Daniel Moyano: Quarante ans après la première édition de El oscuro, Poitiers, Centre de Recherches Latino-Américaines, Université de Poitiers, 21 de octubre de 2008 <http://uptv.univ-poitiers.fr/web/canal/61/theme/28/manif/197/78772336-a0fb-11e1-b1fb-00163ebf5e63.htmll> [Consultada: 13/03/2012].
    • Deffis, Emilia, «De la memoria en Libro de navíos y borrascas», Casa de las Américas, n.º 216, julio-septiembre 1999, pp. 101-107.
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