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Momentos del teatro argentino

Jorge Ricci






ArribaAbajoIntroducción

La historia del teatro argentino puede haber comenzado con cualquier acontecimiento inesperado y en cualquier lugar geográfico.

En todos los casos, como tantas otras cosas, este comienzo está irremediablemente ligado a la tradición europea.

Dicen algunos que el primer texto dramático del país fue la oda escrita por Antonio Fuentes del Arco en 1717, en Santa Fe de la Veracruz, con el fin de agradecer a Felipe V, Rey de España, por la quita de un impuesto que perjudicaba al puerto de los santafesinos. Dicen otros que lo que se puede rescatar como primer texto dramático patrio es un anónimo, «El amor de la estanciera», estrenado en el Teatro de la Ranchería en Buenos Aires. Y sostienen, los más, que el discurso del teatro nacional comienza a fluir en las arenas del circo criollo con el «Juan Moreira» que plantan los Podestá con palabras de Eduardo Gutiérrez que, a su vez, son supuestas palabras de un oscuro gaucho bonaerense, el auténtico Moreira que muere en el burdel «La Estrella» de Lobos y que es mitificado a la altura del Fierro escrito por José Hernández.

Entonces, si nos inclinamos por este último criterio, podríamos decir que el teatro argentino nace de una profunda paradoja: la historia real de un gaucho apellidado Moreira, que viene a repetir la parábola de una ficción, la del Martín Fierro escrito por Hernández.

A Moreira lo mata el Sargento Chirino y por la espalda. A Fierro lo tiene que hacer matar Borges en un pequeño y perfecto relato titulado «El fin», donde el hermano del negro de la famosa payada viene a cobrarse la deuda y, supuestamente, acaba con la historia de «Martín Fierro», que es como decir que acaba con la historia del gaucho rebelde.

La gauchesca, tal vez el género más puro de los argentinos, tiene múltiples formas a través de sus protagónicos: el gaucho valiente, el gaucho perseguido, el gaucho trovador, el gaucho humorístico y el gaucho crepuscular que se suicida en «Barranca abajo» de Florencio Sánchez porque ya no hay lugar para el criollo honrado.

Después vienen los géneros de la ola inmigratoria, los géneros populares que acompañan a españoles e italianos: el sainete y el grotesco. Que, una vez en el Río de la Plata, se tornan sainete y grotesco criollo.

La rápida inventiva de esos comediógrafos y dramaturgos, cuyos padres habían bajado de los barcos, van a dar lugar al período más intenso y popular del teatro argentino.

Ahora el protagónico no es el gaucho, porque la escena, la historia y los personajes se instalan en la vida urbana y nacen los prototipos del nuevo país: el gallego, el tano, el turco, el ruso y tantos otros. Serán éstos, de lenguaje cocoliche o lunfardesco, los dueños de las historias que transcurren en los conventillos y en tantos otros lugares ciudadanos.

El surgimiento del tango acompaña el derrotero de los géneros más duraderos de la escena nacional. Y de allí que las figuras del tango suelen ser las figuras de aquel teatro nacional. Porque los tangos se estrenan en sainetes y grotescos y los textos de ese teatro se asimilan al lenguaje tanguero. Entonces el cocoliche y el lunfardo construyen alocadamente la bendita identidad nacional.

De este tiempo nacen otros antihéroes que serán los protagonistas del teatro argentino.

«Stéfano» será la figura emblemática de toda esta etapa. Escrito por Armando Discépolo este personaje mayúsculo es extranjero, inmigrante, artista, pobre, fracasado, que habla el cocoliche, viene a hacerse la América y sueña con la ópera que no escribirá nunca porque está lleno de música ajena.

Si Moreira es el gaucho extraído de la llanura bonaerense, Stéfano será la sombra aproximada del padre de los Discépolo, uno de los muchos nuevos argentinos que no pudieron escapar del conventillo.

Hasta aquí, tres géneros (la gauchesca, el sainete y el grotesco), se llevan casi todo el primer siglo de país. Del país que se constituye en 1853.

El teatro, por entonces, sin competencias, era una epidemia popular. Las Compañías actuaban de lunes a lunes en matiné, vermouth y noche y los textos se vendían en kioscos y librerías semana tras semana. Casi todos los argentinos tenían en sus recientes bibliotecas el Cancionero del Tango y la Colección del Teatro Nacional.

La radio y el cine comenzaron a echar sombras sobre el antiguo oficio de las tablas y éste, poco a poco, se transforma en un arte de cofradía.

Ese es el momento en que nace el teatro independiente, un movimiento de la clase media ilustrada que se interesa por el teatro de arte y década a década va incorporando a maestros extranjeros que dictan desde sus libros las pautas del teatro que hay que hacer: naturalista, realista, psicologista, simbolista, expresionista, absurdo, de la crueldad, ascético, antropológico, etc. Los nombres de Craig, Antoine, Stanislavsky, Brecht, Artaud, Beckett, Grotowski, Brook, Kantor o Barba, pasan a ser la guía obligada según los criterios estéticos de cada equipo de trabajo.

Estos eternos jóvenes independientes (porque desde entonces el teatro parece «pecado de juventud») serán los que en la década del cincuenta irán a preguntarle al gran actor Pedro López Lagar que con qué depurada metodología había compuesto su espléndido estibador en «Panorama desde el puente» de Arthur Miller; y el experimentado actor con su escuálida respuesta («Me pongo la gorra y salgo») dividirá las aguas entre un teatro de oficio y un teatro de arte, aunque a veces el arte estaba en el oficio y lo que debía ser arte pasaba a ser mero oficio. Esta anécdota resume la distancia que se crea entre estas dos escuelas: la que se hace en el escenario de los profesionales y la que se hace en los rigurosos cursos formativos de los primeros independientes.

Pero con el tiempo todo se confunde y unos y otros aprenderán de la vereda de enfrente.

La imagen inaugural del teatro independiente argentino es la del director socialista Leónidas Barletta tocando la campana en la puerta del Teatro del Pueblo para que el público (como si fuesen alumnos de una escuela) acuda a la Sala para ver los fantasmas «arltianos» o la dramaturgia extranjera que llegaba por barco a las Librerías de Buenos Aires. Porque el teatro independiente será también, aparte de una suma de espectáculos, un movimiento cultural que abrazará a la clase media ilustrada con charlas, publicaciones, discursos y manifestaciones ante cada injusticia.

Y con aquel teatro de Roberto Arlt que difunde Barletta, los antihéroes continuarán de protagónicos (como en la gauchesca, en el sainete y en el grotesco) y el teatro argentino seguirá remando contra la corriente.

Sin embargo, y más allá de los avatares éticos y estéticos de los independientes, los clásicos géneros del teatro nacional (gauchesca, sainete, grotesco, costumbrismo y revista porteña) persistirán en los humildes grupos vocacionales y filodramáticos de pueblos y barriadas y en el teatro comercial de las grandes ciudades. Es decir, entre la década del cincuenta y la del setenta, se produce un fenómeno en el teatro argentino que reemplaza a la disyuntiva «vocacional o profesional» por la disyuntiva «lo nuevo independiente o lo viejo comercial». Y esto genera dos teatros marcadamente diferentes, el teatro independiente con su repertorio propio y el otro teatro con su repertorio popular y comercial.

En cuanto a los independientes (cultos, universitarios, pudientes), harán del teatro un quehacer didáctico y su público tendrá la obligación de ir paso a paso por el lenguaje y la temática que van fijando los elencos. Así recorrerán los griegos, los romanos, lo medieval, lo isabelino, el teatro de ideas de los últimos siglos y el teatro contemporáneo del siglo veinte. En sus repertorios nunca faltará un Sófocles o un Shakespeare o un Molière o un Goldoni o un Ibsen o un Strinberg o un Chejov o un Miller o un Beckett. Hasta que generan sus propios autores y lo que comenzó con Arlt se extendió a Gorostiza, Dragún, Cuzzani, Lizárraga y otros. Este movimiento independiente, al igual que la reforma universitaria, se extiende por todo el país y alcanza a muchos otros países latinoamericanos. El teatro independiente se forjó en la búsqueda de la libertad de expresión, de opinión y de forma artística. Sus elencos lo probaron todo: naturalismo, realismo, psicologismo, expresionismo, absurdo. Y el resultado fue un movimiento que acabó con el divismo para fortalecer la idea de equipo en el viejo oficio.

La continuación natural de los independientes, son los neoindependientes, menos esquemáticos y más eclécticos en sus criterios estéticos. A tal punto que serán capaces de generar una dramaturgia muy vasta que contiene a la Gámbaro junto a Viale, a Cossa como a Pavslovsky, a Monti, a Kartún y a muchísimos más que llegarán a provocar un teatro que avanza hacia la vanguardia pero que también es capaz de volver la mirada hacia atrás y recuperar todas las formas olvidadas del gran teatro nacional. Lo neo es aquello que, después de muchos años, levanta la veda a los clásicos argentinos y los funde con el teatro universal y con las nuevas propuestas. Entonces, nace un neo sainete, un neo grotesco, un neo teatro popular. Nuevas lecturas sobre Gutiérrez o sobre Discépolo o sobre Cayol se mezclan con nuevas lecturas sobre los clásicos universales. Otro teatro, más abierto, más impertinente que el independiente, se atreve a fundir el teatro de arte con el teatro de oficio. Este segundo movimiento dejará que sus hacedores vayan y vengan del teatro al cine y del teatro a la televisión. Y sus hacedores serán capaces de trabajar por dinero o de trabajar por amor al arte pero siempre desde una óptica profesional. Tal vez la suma de autoritarismo y populismo por varias décadas haya servido para abrir el espectro de la gente de teatro. Tal vez el estado de crisis permanente haya servido para fortalecer al rico teatro argentino.

Pero los flujos y reflujos del movimiento teatral son permanentes y así como unos olvidaron a otros, los que vinieron después siempre creyeron que con ellos empezaba todo de nuevo. Y algo de eso es lo que hoy está pasando con las denominadas nuevas tendencias. Hay un teatro que por momentos se instaló en la imagen pura y renegó de todo texto y un teatro que busca instalarse en el texto literario y minucioso para abandonar la costumbre de contar una historia, un teatro con mucho de contar sin contar, de hablar sin dialogar y de componer sin actuar. Un teatro de las nuevas tendencias que tiene derecho a probarlo todo porque en el arte no debe haber límite. Ahora, «cuando baje la marea», como decía un escritor amigo, se verá qué es lo que queda en la superficie. Este nuevo teatro que surge con la democracia en los ochenta, va sumando nombres y experiencias valiosas como las de Alberto Ure, Laura Yusem, el Sportivo teatral de Ricardo Bartís, La Cochera de Paco Jiménez, el Periférico de Objetos, el Patrón Vázquez y tantos otros. Y una vez más se instala en el teatro argentino la necesidad del equipo por sobre las individualidades. Y si en los cincuenta fue el Fray Mocho y en los sesenta el Nuevo Teatro y después el Equipo Payró, ahora son los equipos de la nueva tendencia los que comienzan a replegarse sobre la creación total que funde el texto literario con el texto espectacular.

Casi otro siglo de teatro ha tenido la Argentina desde los primeros independientes hasta las nuevas tendencias de estos días. Y de esos últimos grupos suelen salir autores, directores, actores, escenógrafos, músicos e iluminadores que deslumbran en el país y en el extranjero.

Hace un tiempo, en el Festival Internacional de Buenos Aires, un teatrista extranjero nos decía que los teatros más sorprendentes, por sus actores, que él había encontrado andando por el mundo eran el de los rusos y el de los argentinos. Esta anécdota habla claramente del respeto que genera nuestro teatro en todo el mundo por su creatividad y por la capacidad que tiene para ser creativo en las peores condiciones políticas, económicas y culturales.

El teatro argentino, por otra parte, aunque en gran medida hoy sea una cuestión de cofradía, nutre al mejor cine y a la mejor televisión del país. Buenos Aires y los grandes centros teatrales del interior tienen un público y un teatro que asombra a europeos y a americanos. El teatro nacional es un gran producto de exportación desaprovechado, una gran empresa cultural que crece y se perfecciona a pesar de los malos gobiernos.




ArribaAbajoLa gauchesca

La gauchesca nace con el designio de tener que ser el género nacional por excelencia.

Martín Fierro, gracias a Lugones, pasa a ser el poema nacional. Juan Moreira, con la versión de los Podestá, el inicio del teatro nacional. Y el protagonista de todas estas historias rurales, «un gaucho vago y mal entretenido», la esencia del ser nacional.

La gauchesca es poesía, canción, narrativa y teatro. Esa suma alimenta la condición de género emblemático.

Sin embargo, al igual que los géneros posteriores, sus rastros se pierden en la literatura universal. Y la gauchesca, épica o lírica según lo que cuente y cómo lo cuente, dejará entrever rasgos románticos, rasgos barrocos y rasgos de aquello que es profundamente clásico.

El gaucho, héroe y antihéroe al mismo tiempo, se presta para la epopeya, para la tragedia y para el drama.

Fierro o Moreira, como cualquier criollo en desgracia, sellan el destino oscuro del hombre argentino. Su suerte será la suerte de los que vengan después en tono asainetado, grotesco, arltiano, realista o absurdo. Y sus antagonistas (Chirino, el Negro de la payada, Sardetti, el viejo Vizcacha, el alcalde mayor, el gringo que agoniza en el charco o el cuerudo) serán las formas inconclusas y deformadas de ese hombre del país que se nos mitifica en la desolación de Fierro, en el coraje de Moreira o en la sabiduría de Don Segundo Sombra.

La figura del gaucho será la forma irremediable de la nación primitiva, rural, virgen. Y la gauchesca, el costado poético de esa historia nacional que se fue haciendo en batallas y entreveros.

El gaucho «vago y mal entretenido» será nuestro símbolo de libertad e independencia.

Fierro, Moreira, Vega, Sombra, Don Zoilo y hasta Bairoletto, conforman una cadena que parece interminable y que cruza la historia y la literatura argentina como el componente más genuino de lo que somos o de lo que deseamos ser. Nuestro criollo perseguido es nuestro Quijote.

El tiempo nos ha arrastrado a las ciudades pero cuando necesitamos reencontrarnos con nuestra supuesta esencia vemos al gaucho solitario en medio de esa inmensa llanura.

Borges, el más universal de nuestros escribas, no pudo escapar de los arrabales que llevan al campo y encontró en el malevo al gaucho tardío.

La gauchesca, por cierto, ha entrado en nuestra historia como la forma más certera que nos devuelve el espejo empañado de nuestra identidad nacional.

Por eso, tal vez, en los momentos más difíciles de este extraño oficio de ser argentinos, siempre hay un verso de Hernández que nos dice todo. Y la gauchesca se tornó tan fuerte en este país reciente, que hasta el cocoliche se imaginó criollo.

Siempre, en todo estadio del teatro nuestro, se retorna a la gauchesca y aunque se lo haga con aires de humorada, la cosa, tarde o temprano, se vuelve metáfora.

Porque la estructura dramática, la métrica y tantas otras cosas que hay en el género de la gauchesca pueden venir de otras literaturas pero hay algo que es intransferible: el personaje y su paisaje.

Moreira o Fierro o cualquier otro gaucho de la llanura argentina del siglo diecinueve o de siglos anteriores será el sello de la gauchesca y la gauchesca, como género en sí, desaparecerá con esos criollos nómadas y perseguidos, pero cada vez que nos enfrentemos con un hombre que viene del pueblo y que es hijo de la injusticia, nos retrotraeremos al mundo de la gauchesca y veremos Moreiras en el cadáver del Che o en los cuerpos baleados de guerrilleros y de piqueteros.

Esto hace que el género gaucho se torne nuestro clásico por antonomasia, nuestro último espejo donde se refleja la turbia figura de lo nuestro.


¿Qué fue de tanto animoso?
¿Qué fue de tanto bizarro?
A todos los tapó el tiempo,
a todos los tapó el barro.
Juan Muraña se olvidó
del cadenero y del carro
y ya no sé si Moreira
murió en Lobos o en Navarro.


Jorge Luis Borges                



Fierro y Moreira: semejantes

¿El arte copia a la realidad o la realidad copia al arte? La pregunta y la duda devienen de las similitudes que existen entre los elementos que desencadenan el drama ficcional de uno y el drama real del otro. Uno y otro pierden todo (tierra, dicha, hacienda y familia) por la codicia del poderoso que busca apropiarse de lo poco que tiene el gaucho. Y desde ese momento, ya no hay retorno para ninguno de los dos. Fierro será echado a la frontera y acabará con los indios; Moreira será expulsado al campo abierto y volverá como fugitivo. Ambos no podrán recuperar lo perdido y todo lo que ganarán con sus hazañas no les será suficiente. Marcados y predestinados como todo personaje trágico, los dos hombres se fundirán en el mismo «vago y mal entretenido».

El pasaje que subraya Borges del poema de Hernández, aquel en donde Cruz le pide a Fierro que mire las últimas poblaciones y en donde a éste le ruedan dos lagrimones por la cara, es el pasaje más lírico y más demoledor en la suerte de esos desterrados. Y la escena en que Moreira vuelve a su rancho para ajusticiar al traidor Jiménez, reencontrarse con su hijito y perdonar a la Vicenta, es la más rica dramáticamente porque el hombre se quiebra ante la impotencia de tener que seguir tras la sombra del mito.

En una y en otra historia, vemos al héroe humanizado, al mito que no puede abandonar su dolor humano.




Juan Moreira. Del Folletín al teatro

Algunos datos para contribuir a su lectura.

PRIMER ACTO.

Escena 1: Síntesis pedagógica de la tragedia del gaucho Juan Moreira. Una historia simple como todo lo trágico. La historia del traidor y del héroe.

Escena 2: La payada que explica la suerte que correrá el traidor, Sardetti. Una escena de boliche y el primer paso trágico: Moreira mata a Sardetti. Aquí ya se plantea al criollo enfrentado con la autoridad (el alcalde) y con el inmigrante (Sardetti)

Escena 3: La autoridad persigue a Moreira y destruye sus afectos: el hijo, la mujer, el tata, el rancho. Ya en este punto de la historia queda claro que el criollo será víctima de la injusticia: estafa, persecución y celos.

Escena 4: El campo desolado y la reflexión del gaucho solitario. El amigo Julián Andrade como mensajero de las desgracias. La decisión de Moreira de enfrentar a la autoridad que lo está esperando en sus propias tierras, Don Francisco, que es el rostro de la justicia ciega. Segundo paso trágico: Moreira mata a Don Francisco.



SEGUNDO ACTO.

Escena 1: Nace el mito. Moreira enfrenta y vence a cinco bandidos para salvarle la vida al Dr. Marañón, un político justo y culto.

Escena 2: Casa de Marañón. Moreira explica al hombre sabio su sino trágico. Marañón no logra convencerlo de que sea uno más. Moreira ya está atado a su condición de mito.

Escena 3: Jiménez, otro traidor, se ha quedado con Vicenta, la mujer de Moreira, haciéndole creer que éste ha muerto. Escena humanizada del mito porque no puede vengarse de Jiménez, no puede quedarse con su hijo y no puede perdonar a su mujer. Desde ahora sólo le queda la dura tarea de construir la leyenda del invencible. Tercer paso trágico, sin muertes pero con pérdidas terribles.

Escena 4: Va al Juzgado de Paz a enfrentar a «los justicias» y a encontrar alivio en la muerte. Pero ya es héroe trágico, su calvario es matar y no poder morir. Cuarto paso trágico.

Escena 5: Otra pulpería: el lugar donde crece el mito. La pelea con Navarro, el triunfo inevitable de Moreira y el respeto de Navarro, casi un Cruz para Moreira.

Escena 6: Una escena muda del último paso trágico de Moreira. La última pelea feroz en el Prostíbulo «La Estrella» y el último traidor, Chirino, que lo ajusticia por la espalda (Ante esto Moreira le dice simplemente: «¡Justicia tenías que ser!»). La muerte de Moreira es la imagen más pura del mito.

En el folletín de Gutiérrez las escenas y los personajes se multiplican, pero en la versión teatral que se limitaba al espacio del picadero criollo se muestra lo esencial: los pasos de la leyenda.






ArribaAbajoEl discurso criollista

Adolfo Prieto establece similitudes y diferencias entre el Fierro y el Moreira.

  1. El mismo esquema dramático.
  2. Diferencias de lenguajes. Hernández es poética criolla y Gutiérrez es periodismo culto.
  3. Fierro es levemente anacrónico (1872) y Moreira ya es anticuado (l879)
  4. El escenario del Fierro es el pasado y el de Moreira es el presente.
  5. Fierro es poesía. Moreira es folletín y teatro.
  6. Fierro es un hombre común. Moreira es un héroe mítico.
  7. El Fierro refleja un mundo campesino existente y el Moreira refleja un mundo campesino en disolución.

Estas observaciones de Adolfo Prieto son esenciales para interpretar dos momentos históricos que, apenas separados por unos pocos años, tienen diferencias bien marcadas. En el primero, el de Fierro, la suerte del gaucho está en discusión; en el segundo, el de Moreira, la suerte ya está echada: adaptarse o desaparecer. Son años en que el país se transforma velozmente y la gauchesca vivirá esas transformaciones de Fierro a Moreira, de Moreira a Don Zoilo y de Don Zoilo a Don Segundo Sombra.


La persistencia

Cuando se agota el protagonismo del país rural, el gaucho cede el centro de la escena a los personajes urbanos del nuevo país. Pero nunca desaparece del todo. En la comparsa carnavalesca de un sainete, en los que se mudan a la ciudad para ser parte de una comedia costumbrista o en los mundos marginales del teatro actual, siempre estará la sombra de un gaucho, de un criollo siquiera, guardando una última forma de vida o de muerte y nos saltará a la cara desde una noticia policial, una manifestación política, una pasión deportiva o una costumbre ancestral. Donde haya muchedumbre, donde haya pueblo, habrá siempre algo que nos remonte a esa sensación intransferible de lo nuestro.




Periplo de la gauchesca

La etapa del género es breve e intensa. En veinte años podemos encontrar los textos claves de su dramaturgia. Aunque es cierto que hay antecedentes que se pierden hacia el pasado con textos anónimos como «El amor de la estanciera» y secuelas del género que arriban a otras décadas posteriores con autores nativistas («Pasión y muerte de Silverio Leguizamón» de 1937) con autores contemporáneos («El herrero y el diablo» de Juan Carlos Gené de 1955) o a través de espectáculos populares del circo criollo, del cine y del radioteatro.

Pero la columna vertebral del género está ligada a la Compañía de los Hermanos Podestá:

  • «Juan Moreira» (1886)
  • «Juan Cuello» (1890)
  • «Martín Fierro» (1890)
  • «Pastor Luna» (1895)
  • «Calandria» (1896)
  • «Barranca abajo» (1905)

Son ellos (José, Jerónimo, Pablo) los que construyen un tipo de interpretación nada ortodoxa que tiene sus raíces en el circo criollo y que, poco a poco, conmoverá a la crítica y al público capitalino.




Razones de la gauchesca como género

La gauchesca alcanza su apogeo a contrapelo de uno de los acontecimientos más imborrables en la historia del país: la gran ola inmigratoria que va de 1870 a 1920. Y digo a contrapelo porque la gauchesca, en su forma y en su temática, parece querer frenar el gran cambio que se gesta en esos años y parece querer recuperar, con nostalgia, un mundo que se acaba. Y, a diferencia de otros géneros del teatro nacional que se nutrieron del presente inmediato, la gauchesca se alimenta de un presente que se está descomponiendo y huele, poco a poco, a pasado.

La gauchesca es, en lo inmediato, una mirada crítica sobre la sucesión de acontecimientos políticos que trazan el perfil de la Generación del Ochenta; y, en lo mediato, la composición de una identidad que, con el paso del tiempo, se irá institucionalizando como tal.

Por eso, tal vez, desde lo actual, «Facundo», «Fierro», «Moreira», «Don Zoilo» y «Don Segundo Sombra» no son más que perfectos eslabones de una sólida cadena que nos atraviesa sin fisuras. Sarmiento invocando a Facundo, Hernández delineando al Fierro, Gutiérrez transcribiendo a Moreira, Sánchez denunciando por boca de Don Zoilo y Guiraldes recordando a través de Don Segundo Sombra (dos veces sombra) son partes iguales de una necesidad de interpretarnos como argentinos. Ya que, en todos los casos, aunque la mirada se modifique, se trata de desentrañar lo que somos o lo que deberíamos ser. Y, sobre esa base, otros como Jorge Luís Borges y Leopoldo Lugones podrán ampliar el círculo del género; a tal punto, que varias décadas después, Juan José Saer en «Barro cocido» y Ricardo Piglia en «Las actas del juicio», con una óptica psicologista y minuciosa, se atreven al universo de lo criollo.

La gauchesca para los argentinos es la bisagra entre lo colonial y lo republicano, es la poética más certera de un tiempo histórico en el que el país se traza a sí mismo. Los versos del Martín Fierro, los actos de Juan Moreira, los reclamos de Don Zoilo en «Barranco abajo» y la sabiduría crepuscular de Don Segundo Sombra, se conjugan para darnos una identidad que nos aleja del vacío.




Resonancias literarias

La confesión de Robustiano Vega en «Las actas del juicio», un relato de Ricardo Piglia sobre el asesinato del General Urquiza, es una de las formas de dar continuidad a la gauchesca:

«Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, como apurados. Él apareció de golpe, al fondo del pasillo, solo y medio desnudo, contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hacía más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de aquella tarde, cuando bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.

Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. «No llore m´hija, que no hay razón», le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí, que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.

Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:

-Perdone, mi General- le dije y me apuré buscándole el medio del pecho para evitarle el sufrimiento».



Las pautas del honor y del respeto que, con aires casi trágicos, fueron temas esenciales en la gauchesca, vuelven a aparecer en relatos suburbanos como «Barro cocido» de Juan José Saer:

«Casi en el mismo momento en que el viejo entraba en el almacén, vimos emerger de la puerta del motel el alto cuerpo enfundado en el traje oscuro avanzando lentamente en dirección a nosotros. Se detuvo un momento a esperar el paso rápido y ruidoso de un gran ómnibus rojo y amarillo que hizo temblar la tierra, y cruzó el camino. Sonreía al acercarse. Instintivamente miramos el bulto que llevaba en el costado derecho, a la altura de la cintura. Estaba limpio y afeitado y parecía haber dormido desde la noche anterior hasta un momento antes. Pasó junto a la chata sin verla. Se detuvo junto a nosotros y nos saludó, sin dejar de sonreír. Estaba arrimando una silla para sentarse en la rueda con nosotros, dando la espalda a la puerta del almacén, cuando adivinó algo en nuestra mirada y se dio vuelta, justo para ver al viejo Blanco en el momento en que salía del almacén con paso lento, reflexivo, con la copa de amargo en una mano y la vara en la otra. El viejo primero no lo reconoció, o no lo miró; fue comprendiendo despacio, palpando la cosa con cautela, efectuando un complicado rito de verificación, como si ciertos contactos de su cerebro, enmohecidos por la falta de uso, hubiesen necesitado un determinado tiempo para comenzar a funcionar con regularidad. Se quedaron tan quietos que no parecían ni respirar; el cuerpo del viejo, en la puerta del almacén, dirigido no hacia el de la camioneta, que se hallaba a un costado, sino más bien hacia la chata con los dos caballos inmóviles, detenida enfrente suyo a una distancia de cinco metros; el viejo volvía al de la camioneta solamente la cabeza. Y el de la camioneta, con la boca abierta en una semisonrisa, tenía todavía la mano izquierda apoyada en el respaldar de la silla. Después todo fue tan rápido que apenas si se puede contar; el viejo salió de su inmovilidad saltando hacia delante con la vara en alto y empezó a golpear al de la camioneta furiosamente. Al principio, el de la camioneta se limitó a encogerse, recibiendo los primeros golpes en el cuerpo y en la cara. Nosotros nos levantamos en medio de un estrépito de sillas caídas, mirando alternativamente al viejo, que hacía subir y bajar la vara cimbreante con los ojos cerrados y al bulto que el de la camioneta llevaba en el costado derecho. Focchi salió corriendo del almacén y se paró en la puerta. No se oía más que el silbido cimbreante de la vara y el ruido seco de los golpes contra el cuerpo del de la camioneta, pero cuando el de la camioneta cayó al suelo y empezó a sangrar empezamos a oír también la respiración enfurecida del viejo y el jadeo del de la camioneta que empezó a arrastrarse por el suelo hasta que lo detuvo la pared de ladrillos. Le saltaron las lágrimas. El viejo siguió golpeando hasta que vio que el otro dejaba de moverse. Cuando detuvo la vara vimos que no había dejado en ningún momento de apretar el vaso de amargo y que lo había quebrado con la mano, de la que salía un chorro de sangre. El viejo dejó la vara, se inclinó hacia el otro, y comenzó a registrarlo, hasta que encontró un montón de billetes en el bolsillo del pantalón; separó dos o tres, los contó, volvió a contarlos, y dejando el resto de los billetes diseminados por el suelo se guardó los que había separado. Después subió a la chata, dio la vuelta y se alejó hacia la costa, levantando una polvareda amarilla que nos dejó como ciegos».



Jorge Luis Borges escribe «El fin», un pequeño relato para que el mito de Martín Fierro encontrara su desenlace y se cerrara otro círculo sobre la eterna gauchesca:

«Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en los pastos y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».








ArribaAbajoEl sainete

Según Tulio Carella, historiador del teatro argentino, el sainete tiene un origen incierto, pero hay antecedentes probables y remotos que vienen de distintas épocas del teatro universal.

El antecedente primero, dice Carella, se dio en Roma y fue «la atelana» (farsa originaria de Atella, ciudad toscana del Imperio). La atelana mezcla groseras caricaturas, burdas pavadas, imitaciones grotescas y dichos y bailes equívocos y obscenos. Tiene intriga y desenlace. Son personajes dados, sobre una urdimbre dada, donde el atelano improvisa cediendo a la inspiración del momento. Pero esto dura poco tiempo porque el arte latino prefiere al mimo.

Estos son vergonzosos espectáculos donde se alterna el libertinaje con la crueldad para un público insensibilizado en el ocaso del imperio.

La farsa (lo burdo, lo sainetesco) reaparece en la edad media como versión degenerada del teatro litúrgico medieval. Las distintas farsas (moral, litúrgica, de la muerte) van de Francia a España y en el tránsito, lo cómico se torna reflexión.

Ejemplo de un pasaje de farsa medieval:

ÁNGEL.-  ¡Eh, padre eterno! ¿No tenéis vergüenza? Dormís como un borracho y tu hijo ha muerto.

PADRE ETERNO.-  ¿Cómo? ¿Ha muerto?

ÁNGEL.-  Os lo aseguro bajo palabra de honor.

PADRE ETERNO.-   ¡Lléveme «el diablo» si sabía nada de eso!



Lo que va a ser el sainete, según Carella, es breve y procaz... y puede denominarse coloquio, auto, paso, entremés... Todos son géneros que preceden al sainete.

El sainete y sus parientes cercanos conforman el otro teatro, el teatro popular de todos los tiempos, la cara «grotesca» de las culturas. El sainete será el género chico.

La palabra «saín» quiere decir gordura, grosura y propiamente que resulta del sebo, del engordar artificial. El diminutivo «sainete» conserva el significado alimenticio: «Bocadito delicioso y gustoso, y traslaticiamente lo que aviva y realza el significado de alguna cosa, especial adorno de los vestidos, y también, por fin, pieza dramática breve y jocosa». Según el Diccionario: «Obra cómica de escasa duración» será la definición definitiva de sainete. Y el sainete, como todo género chico, será género bastardo.

Pero bien dice Juan de Valera: «No hay género chico y género grande. Hay género discreto y género tonto. Un sainete divertido y chistoso enriquece mucho más la literatura que varios dramas y tragedias cansadoras».

Y uno de nuestros grandes saineteros, Alberto Vacarezza, lo dice con gracia y con poesía:


«El que se atreva a decir
que no hay arte en un sainete,
no sabe dónde se mete
ni por dónde ha de salir».



Y yo diría que esta cuarteta de Vacarezza es una síntesis metafórica del espíritu y de la estructura del sainete.

Otro género popular de la época y de España, será la zarzuela, que viene a ser el sainete musical. La zarzuela, según Carella, aparece en 1629 con «La selva del amor» de Lope de Vega.

El país joven, la Argentina de la ola inmigratoria, necesitada de una rápida cultura propia, de una identidad nacional, se alimenta del género chico para lograr todo esto en velocidad. Sainetes al por mayor será la consecuencia de esa Argentina inmigrante. Y a través del sainete, nacerá el tango tal vez, porque es otra forma contundente de ser argentino. El tango y el sainete serán la conciencia de ser distintos aunque se haya bajado de los barcos.

El teatro es espejo de la vida y en esta etapa, más que nunca, el pueblo sube al escenario. El sainete refleja, entonces, la vida diaria y ciudadana.

Con el tiempo, esto parece no cambiar, porque el sainete sigue vigente o persiste en géneros más actuales.

Dice, entonces, Carella: «El arte pocas veces es popular y lo popular pocas veces es arte: el arte se desdobla. Con la risa el sainete borra las desigualdades sociales y mentales y crea un lazo de unión que sólo el tiempo hubiera hecho efectivo».

Según Bosch el teatro erudito argentino de esos tiempos imita o traduce el teatro europeo, en cambio el teatro de los saineteros es eminentemente nacional.

El buen teatro breve tendrá los seis elementos que reclamaba Aristóteles: fábula, caracteres, lenguaje, pensamiento, espectáculo, composición y música.

Y a diferencia del clásico sainete europeo, el sainete criollo admite una nota trágica.

El sainete tiene una idiosincrasia eruptiva que impone en cierto modo el acto puro.

El empuje dramático escueto, como arrancado de la existencia, es un rasgo esencial del sainete.

Y todos estos conceptos de Tulio Carella sobre el sainete tienen su punto culminante en este texto de Vacarezza que dice su personaje «Serpentina» en la obra «La comparsa se despide»:


«Un patio, un conventillo
un italiano encargao,
un yoyega retobao,
una percanta, un vivillo,
un chamuyo, una pasión,
choques, celos, discusión,
desafío, puñalada,
aspamento, disparada,
auxilio, cana... telón».



Y según el mismo «Serpentina» hay que cumplir con los siguientes requisitos:


«Debe el sainete tener,
rellenando el armazón,
la humanidad, la emoción,
la alegría, los donaires
y el color de Buenos Aires
metido en el corazón».



También, dice Carella, Carlos De Paoli ofrece una mirada poética sobre el sainete:


«Me procuro primero un compadrito,
un ruso, un francés, un cocoliche,
una vieja chismosa, un garabito,
un conventillo, una calle y un boliche.
Con todos estos elementos y una mina
que las va de cascarrienta y coquetea,
que se cree gran señora y es una rea,
un taita que la afila y un obrero
que atrás de ella con el taita la camina
y se chala por el paica y es cabrero,
ya con esto tiene basta el sainetero».



Buenos aires era un gran conventillo y toda la ciudad el escenario del sainete.

Así como la gauchesca fue dueña del campo y de sus ámbitos, el sainete se apropió de los lugares públicos de la ciudad que crecía día a día, y habrá que esperar al grotesco para meternos en la intimidad de las cuatro paredes.

Para mí el sainete tiene mi humor desfachatado y juvenil de mis años en el barrio y el grotesco la socarrona ironía trágica que aprendí en los bares del centro.

El conventillo, la casa de inquilinato, será el infierno donde se cocinan los sainetes y los grotescos. Y el sainete tendrá sus prototipos: personajes que expresan rasgos étnicos, nacionales y sociales. El trazo grueso de un tipo.

Acaso el cocoliche, dice Carella, sea el primer tipo que se concrete con caracteres propios, intransferibles. Y Ezequiel Martínez Estrada agrega: «El cocoliche señaló con su mueca grotesca a la dramaturgia nacional, hasta el punto de constituir en el sainete el argumento y la gracia».

En el sainete criollo el extranjero pasa a ser el antagonista ideal. Al respecto sostiene Borges:

«En el sainete criollo, los tipos del gallego y el gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados, lo cual importaría una dignidad, son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente, la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo con tosca precisión. "Eso" para el pueblo es el extranjero: un sujeto imperdonable, equivocado y bastante irreal».



Esto que dice Borges tiene absoluta vigencia en la mirada actual sobre los orientales y los latinoamericanos que han venido en los últimos tiempos. Mirada mezquina, defensiva, esquemática.

El sainete criollo es nuestra comedia del arte y su idioma un toma y daca con el lenguaje popular. Pero muchos lo vieron excesivo. El tema es discutible como en el tango. Como todo teatro popular, el lenguaje del sainete fue una gran ensalada.

Según Tulio Carella los abusos idiomáticos del sainete sirvieron para: 1) La creación de una literatura ciudadana y 2) para que los escritores estudien la lengua.

Digamos que en el idioma sainetero la vida y el arte se imitan mutuamente.

El actor será parte esencial de ese teatro espejo: Florencio Parravicini fue el actor por excelencia del género chico. «Hace reír sin hablar y cuando habla la gente se enferma de risa» dice una actriz sobre «Parra».

El sainete tiene una gran época de autores como Roberto Lino Cayol, Carlos Mauricio Pacheco, José González Castillo y Alberto Vacarezza.

Luis Ordaz criticó la fábrica de sainetes que se genera a pedido de divos y empresarios. Pero este teatro por encargo tuvo sus joyas.

El sainete morirá con su tiempo histórico y su última forma acabará siendo el grotesco.


Los disfrazados

De Carlos Mauricio Pacheco


Aproximación a su contenido:

Ámbito: Patio de conventillo pulcro.



Escena 1: Remedo de la gauchesca con gauchos de carnaval.

Escena 2: La cuestión dramática: todos estamos disfrazados.

Escena 3: El engaño amoroso es el disfraz que mueve la historia.

Escena 4: Aparición del prototipo cocoliche.

Escena 5: Los antagonistas del protagónico.

Escena 6: El contexto político.

Escena 7: La confesión del protagónico. El extranjero como víctima.

Escenas 8 y 9: Cruces de historias.

Escena 10. En la provocación a Don Pietro se insinúa el trágico desenlace.

Escena 11. Un esqueleto carnavalesco que pasa fugaz es metáfora de lo que se avecina.

Escena 12 y 13. Se concierta la cita nocturna que desatará el conflicto.

Escenas 14, 15, 16 y 17. Aquí reaparece el contexto: el carnaval y la competencia entre las comparsas. Y sobrevuela la reflexión irónica de Don Andrés sobre los disfrazados.

Escenas 18, 19, 20, 21 y 22. Se desarrollan dos triángulos amorosos en medio del conventillo: Uno será el motivo principal del drama y el otro, un mero juego inocente.

Escena 23. Otro ramalazo de mundo carnavalesco en el ensayo de la comparsa.

Escena 24. El retorno a escena de Don Andrés hace renacer el tema principal: «todos estamos disfrazados»

Escena 25. Preparativos y partidas en la noche de carnaval.

Escena 26. La nota cocoliche: Pelagatti relata la refriega entre comparsa.

Escena 27. Burla y oprobio sobre Don Pietro, el verdadero protagonista de esta historia.

Escena 28. Aquí se desata la tragedia: Don Pietro («un tigre disfrazado») abandona su extrema pasividad y reacciona con fiereza. Y ante la mirada de su amada Elisa, mata a Machín, el amante de ella.

«Los disfrazados» de Carlos Mauricio Pacheco es un fresco de esos años que contiene múltiples historias alrededor de un día de carnaval y el tono ligero y humorístico de los primeros cuadros se va oscureciendo poco a poco hasta hacerse dramático.






ArribaAbajoEl grotesco

Dice Luis Ordaz que el vocablo grotesco procede de crypta (del latín) y éste de kripté (del griego) y el término equivale a «bóveda subterránea». Por lo tanto, podemos decir, según Ordaz, que esa «interioridad» se refiere a las manifestaciones más inquietantes del nuevo teatro: el grotesco.

El antecedente directo del grotesco criollo será el grotesco italiano, tan cultivado por el gran siciliano Luigi Pirandello.

Este es un género teatral donde «bajo una faz enmascarada palpita la tragedia del ser». A tal punto es así, que uno de los primeros grotescos, escrito por el italiano Luigi Chiarelli en 1916, se titula «La máscara y el rostro».

Esa ambigüedad, esa esquizofrenia entre lo cierto y lo aparente, se me ocurre, es la imagen más rotunda del grotesco. Porque el grotesco es como la imagen de un hombre bajo el agua donde tal vez llora pero parece reír.

Pirandello definirá al grotesco por el Quijote. Porque el personaje de Cervantes es un personaje paradigmático que, a través de lo propiamente cómico, nos muestra el sentimiento de lo contrario.

La fusión, no la alternativa, la fusión de lo cómico con lo trágico produce lo tragicómico. Y lo tragicómico es la raíz del grotesco. Esta raíz que, al decir de Carlos Mauricio Pacheco, ya estaba instalada en el sainete criollo.

Es decir que, los argentinos tomamos dos géneros prototípicos de dos pueblos (el sainete español y el grotesco italiano) y los fusionamos con el contrario: Al sainete lo tornamos trágico y al grotesco, disparatado. Por eso «Los disfrazados» puede ser la forma ingenua de «Stéfano».

Este proceso nos llevará a «auténticos antihéroes dramáticos» como Stéfano, Don Miguel de «Mateo» o el Saverio de «El Organito, por citar solo la obra de Armando Discépolo. Discépolo, grotesco él mismo, vive 83 años (1887- 1971) para escribir sólo durante 24 años (1910-1934). Sus grotescos son la base del grotesco argentino. Y el propio Armando Discépolo es dueño de un aire grotesco, dice Don Luis Ordaz. Como también podríamos decirlo de su hermano Enrique Santos, creador de tantos tangos grotescos como «Chorra», «Soy un Arlequín» y «Cambalache». Don Armando ama la dramática «verista» de los italianos. Ese verismo dará al cine el neorrealismo y al teatro, piezas inigualables como «Seis personajes en busca de un autor», donde Pirandello se atreve a hacer subir al escenario al hombre de la calle, al mero público. Las obras de Discépolo como las de Pirandello, acaban por dibujar la realidad social y política de su tiempo. Los personajes discepolianos son la versión más descarnada de los diversos inmigrantes que iban poblando Buenos Aires.

La idea fija era retratar la realidad. Y la realidad de ese nuevo país que llega a tener más extranjeros que nativos está en el grotesco.

Ahora no será el patio del conventillo como en el sainete, sino la oscura intimidad de una pieza de inquilinato donde toda una familia vive más horror que el que hay en una novela de Dostoieswski, dice Ezequiel Martínez Estrada.

El colmo del grotesco puede encontrarse en ciertos pasajes de los grotescos discepolianos y, muy especialmente, en la última escena del «Stéfano» cuando el músico fracasado se enfrenta con Pastore, su mediocre discípulo. Allí Stéfano cree que va a desenmascarar al traidor y acaba encontrándose con un hombre fiel y solidario. Ellos serán un juego de espejos empañados donde no se reflejan por culpa de sus propios fracasos. Y allí está lo esquizofrénico, lo equívoco del mejor grotesco: el bruto será la sabiduría y el sabio apenas la torpeza.

Pero si seguimos hilando fino tendremos que caer en una anécdota del oficio. Se cuenta que el actor Carlos Muñoz no lograba expresar un texto clave del «Stéfano», aquel que le dice el músico a su mujer Margarita: «Mira esta mano que yo soñaba cubrire de briyante (Se la besa)... con olor a alcaucile»; entonces, Don Armando, que dirigía esa puesta en escena en 1965 en el Teatro Cervantes, le dice al confundido Muñoz que allí radica todo el grotesco: en la fusión del brillante con el alcaucil.

Los grandes grotescos argentinos son historias sobre oscuros fracasos.

El grotesco como el tango es la forma más propicia para el espíritu escéptico, socarrón e inestable del argentino.

Lo argentino es grotesco. La historia nacional es un gran friso grotesco. De allí que este género haya quedado para siempre y sobrevuele todo el otro teatro posterior, de allí que el «Stéfano» sea nuestro «Hamlet». Ese ser o no ser que está lleno de música, pero de espantosa música ajena. Y el «Stéfano» tuvo su actor apropiado, Luis Arata, un rostro hecho para el grotesco. Los divos de esa época marcaban los géneros de entonces: Un buen sainete estaba ligado a la picardía escénica de Florencio Parravicini como la gauchesca a José Podestá el drama rural a Pablo Podestá y el grotesco a ese cara de goma que fue Arata, un actor que a los treinta años pudo ser viejo y componer a los grandes protagonistas discepolianos.


Stéfano

Análisis breve.

1. La trama de Stéfano se puede sintetizar como el relato de un fracaso. A modo de coro griego sus padres anticipan la vida tormentosa del hijo y nos preparan para el arribo de un ser fracasado. Cuando éste entra a escena ya sabemos que vamos a presenciar la caída de un ídolo (el hijo diferente, el marido artista, el padre ejemplar y el maestro generoso). «¿Quién ha muerto?» son las primeras palabras de Stéfano y la respuesta, no dicha, está en el aire: El que ha muerto sos vos, Stéfano, parece decirle el autor desde la imagen creada.

2. Desde allí hasta el final de la escena con Pastore, el discípulo, Stéfano, irá acumulando pruebas de su fracaso en el fracaso que le reflejan los otros, los otros que pasan a ser el espejo donde Stéfano se mira caer de modo irremediable: Los padres que han perdido la Italia profunda para «ver llover libras esterlinas sobre Buenos Aires», Margarita que no tiene la mano enjoyada sino abrazada por el fuerte olor a alcaucil, Ñeca que no encuentra el punto preciso para que su sopa alegre a ese padre anoréxico de derrota, Radamés que sostiene la ilusión paterna como una bandera destrozada por el viento de lo real y Pastore que en su «iñorancia» es capaz de develar el mayor secreto: que el fracaso de Stéfano se esconde en el propio Stéfano aunque se refleje en los otros. Porque como dijo el poeta Ezra Pound «cada uno es responsable de su rostro» y como dijo Jean Paul Sartre «el infierno son los otros».

3. El epílogo que inserta Discépolo en esa historia que acaba con la partida de Pastore, vale como un anticipo de un oscuro futuro, siendo un oscuro relato, tan oscuro como la forma teatral de dicho epílogo. Es decir, este aire dantesco del epílogo es la forma futura de contar del autor, es la forma que encontraremos en su último grotesco, «Cremona».

4. Paradojal es el derrotero del propio Armando Discépolo, porque este autor, en pleno éxito a los 50 años, se llama a silencio como su Stéfano. ¿Qué pasó con Discépolo? ¿Estaba lleno de música ajena como Stéfano o la fuerza arrasante de ese puñado de grotescos le hizo sentir que ya había dicho todo? Discépolo cierra su ciclo autoral pero continúa dirigiendo teatro hasta su muerte a los 83 años. Raro ¿no? Un gran autor mudo que perfecciona desde la dirección escénica sus historias o las ajenas.

5. Lo cierto es que Stéfano se ha transformado con el tiempo en la obra capital de un gran autor y así como «Hamlet» es sinónimo de Shakespeare y de teatro isabelino y «La gaviota» es sinónimo de Chejov y de teatro naturalista, «Stéfano» es sinónimo de Discépolo y de grotesco criollo.


Apuntes sobre el grotesco

Si me nombran la palabra grotesco, se me hace una imagen: Un actor treintañero llamado Arata que está caracterizado como un músico cincuentón llamado Stéfano. Rostro cortado a cuchillo, ropaje enjuto, postura chaplinesca, voz cavernosa que puede aflautarse para soltar un discurso cocoliche y una dicción pastosa de la que salen hebras dolorosas para entremezclarse con hebras reideras. Mira fijo el cabrón, bajo un bombín mugroso y parece decir con la mirada: Sí, esto. Puro grotesco.

Después, un tiempo después, se me viene otra imagen desde el fondo de la mente: El rostro enojoso de Don Armando Discépolo. El rostro que parece decir: ¿Y ahora quién lo arregla? El rostro que acabará insinuando: Grotesco es la mano enjoyada con olor a alcahucile. El rostro que se llamará a silencio después de vomitar en pocos años todas esas historias quebradas por lo grotesco. Porque muchos, en esos años que rondaban la depresión del treinta, parecían no entender al género itálico que se hizo criollo; lo olían altisonante, tosco, oscuro y, por último, grotesco.

Entonces, entre la cara a hachazos de Arata y el rostro intransigente de Don Armando, como si fuese un duende, asoma Discepolín, Enrique Santos Discépolo, el hermano menor del otro, que desde sus peinados ensortijados y sus corbatas voladoras, tiraba más grotesco a través de sus negros tangos oscuros.

Cuando digo grotesco pienso en Arata y en cualquier partenaire, los que se ven encerrados en la escena memorable de Stéfano y Pastore; dos personajes patéticos que se rozan con pudor entre partituras ajadas y trombones oxidados para decirse por ejemplo: Maestro he yegado en mal momento. No, Pastore... nunca ha entrado tan a tiempo.

Cuando digo grotesco imagino a Discepolín con 37 kilos recibiendo las inyecciones en el sobretodo.

Cuando digo grotesco me topo con el silencio de Don Armando que dejó de contar lo suyo para dirigir lo ajeno.

Pero, llegado a un cierto punto, cuando digo grotesco ya no pienso tan sólo en un género teatral de una época histórica. No. Pienso en todo. En un país grotesco. Pienso en la impronta de Olmedo, en los escritos de Macedonio, en los pastiches de Bartís, en los bandoneones de Troilo, en los cronopios de Cortázar, en la poética tarada de Kartún, en el canto epiléptico del Polaco, en la ebullición dramática de Durán heredada por Ure, en los cross arltianos y en los chistes borgianos.

Pero después me calmo y me concentro un poco y pienso, por un momento, en lo que he hecho con otros sobre un escenario y sí, lo imagino grotesco.

Es decir, no sé qué es grotesco, pero está en nosotros, somos hijos del grotesco. Y el grotesco es parte de este país tan raro.

Grotesco es el tango, Locche esquivando, el tiro de Alem, Bonavena recibiendo, el tiro de Lisandro, el guiño de Perón, el cianuro de Lugones, el silencio de Irigoyen, los cascotazos a Sarmiento. Grotesco es un gesto argentino, una metáfora de nuestra suerte.

¿Y qué? ¿Qué hay de malo? Sí, somos un país tragicómico, un umbral entre el sainete y el grotesco... y todo lo que viene después se sigue pareciendo a eso.

Y gran parte de nuestro teatro nacional huele a eso: a grotesco. Grotesco son los Discépolos, pero también cierto Tito Cossa, cierto Tato Pavlovsky y ciertos muchachos de las corrientes alternativas que soplan con los nuevos vientos.

¿Nosotros mismos, nuestros equipos de provincia, no hemos sido grotescos en lo que contamos? ¿No ha sido grotesco hasta nuestro modo caprichoso de hacer teatro contra viento y marea?

No sé, tal vez exagero, me dejo llevar por las palabras, lo confundo todo... pero yo no tengo otras imágenes más ciertas que aquellas que, indefectiblemente, se tornan grotescas.

Veo a Moreira clavado en la tapia, al que miraba el humo en un sainete de Pacheco, al Pepino 88, al Dios ensabanado de Defilippis Novoa, a la Nona de Tito, al animador de Marathón, a la Madonnita en las pupilas de Basilio, al jorobadito arltiano con un revólver en la mano y al Dalmann borgiano con un cuchillo en la suya... y digo: grotesco, grotesco.

Como podrán percibir no tengo ninguna teoría pero cuento con oscuras sensaciones... Porque cuando actúo, cuando dirijo o cuando escribo para el teatro siempre se me dice: Una de cal y una de arena... Claro, grotesco, pienso yo, una de cal y una de arena, la risa y el llanto.

En síntesis: Me parece que este género, el grotesco, algo tiene para decirnos todavía y algo nos dice.

Yo dije una vez:

¿De qué e dueño el payaso?... ¿De qué e propietario?... De nada... Porque lo aplauso que se desparrama por la platea como viboreo, vuelven a la mano de la yente e se van con eyo... porque la carcajada salta de la boca al viento y en el viento, otro que están ayí se la manya... porque la luce se apagano e se mueren en un rincone de la noche... E porque la historia que cuenta el cómico se retorna a la calle e allí se préndeno como desesperada a la ropa de la yente a la que se la robamo e se pianta... De lo único que e propietario el cómico e de la lácrima... Esa sí que se queda... Esa mancha la boca grande e roja de carmine, pega en la punta del zapatone e se guarda en el corazone como una fruta amarga... La lácrima... La lácrima e la novia del pagliaccio... ¿Ma quién ha dicho que lo cómico somo lo dueño de la risa?... ¿Quién?... No, señora e señore, el cómico no e dueño de nada... De lo único que e propietario el cómico e de esa pobre alegría y de esa oscura pasione que nace e muere con lo foco que caen sobre la pista.



Y dije otra vez:

Me voy a comprar la Casa de los Cuervos. En un ala voy a poner un criadero de pollos y en la otra ala, un teatro. Allí voy a hacer tertulias con los grandes monólogos universales y con la plata que recaude, voy a comprar alimento balanceado. Cuando venda los pollos, compro escenografía y vestuario. Con la plata de otras funciones compro varios lotes de pollitos bebé. Y cuando ya no venga más público, voy a actuar para los pollos. ¡Total nunca duermen! Están siempre con las luces encendidas como en el teatro... Sí, mañana mismo me compro la Casa de los Cuervos.



Grotesco, yo he dicho de modo grotesco.

Y se me ocurre que para este país, el grotesco es un traje a medida, un cuenco perfecto, las dos caras de la única moneda que corre de mano a mano desde hace mucho tiempo.

La ostra ¡Quí fuera ostra! Dice Stéfano. Tiene la aurora adentro y el mar y está triste. ¿Quién comprende la tristeza de la ostra? ¿Quién comprende lo agridulce del grotesco y el amargo placer de ser argentinos?

Y retorno, entonces, a la primera imagen: Stéfano y Pastore, el gato y el ratón... pero el gato que poco a poco queda ratón y el ratón que poco a poco va haciéndose gato...

Y sobre ese transmutarse de los personajes grotescos: la carcajada que corre tras el llanto o el llanto tras la carcajada.

Un género bifronte para un país ecléctico.

Pero no todo acaba en la risa y el llanto, lo que importa del género es su carácter desacralizador. Y lo que desacraliza, transforma. Se hace grotesco.




Pasaje de bravura

(Al interpretar la escena memorable de Stéfano y Pastore, los actores de provincia reflexionan sobre el oficio de actor.)

PASTORE.-  Permiso, maestro.

STÉFANO.-   ¿Triste? Si estuviera alegre, yo me alegraría, pero no puede ser; estamo en tono menor e hay que tocar lo que está escrito.

PASTORE.-  Permiso, maestro.

STÉFANO.-  Yo también estoy triste. Triste como una ostra. ¿Ha visto la ostra pegada al nácar? ¡Qué pregunta! Sí la ha visto. Hemo nacido a un sitio que con sólo tirarse al mar se sale con la ostra fresca a la piel brillante.

PASTORE.-  Permiso, maestro.

STÉFANO.-  Cosa inexplicable la tristeza de la ostra. Tiene la aurora adentro y el mar y el cielo y está triste como una ostra.

PASTORE.-  Permiso, maestro.

STÉFANO.-  Misterio. No sabemo nada. ¡Uh! ¿Quién canta que no la oímo a la ostra? ¿A lo mejor es un talento su silencio?

PASTORE.-  Permiso, maestro.

STÉFANO.-   Todo lo que pasa en torno no le interesa... La alegría, el dolore, la fiesta, el yanto, lo grito, la música ajena, no la inquietan. Se caya, solitaria. La preocupa solamente lo que piensa, lo que tiene adentro, su ritmo. ¡Quí fuera ostra!

PASTORE.-   Permiso, maestro.

GORDO.-  El personaje no llora, Yiyo. Lo que llora es la historia.

YIYO.-  ¿Cómo es eso?

GORDO.-  En el teatro lo que vale es guarecerse, no la lluvia.

YIYO.-  Perdón, Gordo... ¿Vuelvo a entrar?

STÉFANO.-  No te esperaba tan pronto.

PASTORE.-  ¿No?

STÉFANO.-  No.

PASTORE.-   Sí, tenía que venir ante de ayer a traerle esta plata de la partitura pero... me venía mal y...

STÉFANO.-  Sí, comprendo... Tirá ayí esa plata...Sentate...Voy a terminare esto do compase... No, no vale la pena... ¡Pero sentate!

PASTORE.-   Maestro... he llegado en mal momento.

GORDO.-   ¿Ha llegado en mal momento?

YIYO.-  ¿Vos me lo preguntás a mí?

GORDO.-  Sí ¿a quién se lo voy a preguntar?

YIYO.-  Ha llegado en mal momento.

GORDO.-   ¿Vos me lo preguntás?

YIYO.-  No, no, lo afirmo.

GORDO.-  ¿Lo afirmás vos o Pastore?

YIYO.-   Yo creo que Pastore sabe que ha llegado en mal momento y yo creo que Pastore ha llegado en mal momento.

STÉFANO.-  No, al contrario.

YIYO.-   ¿Cómo al contrario?

STÉFANO.-   Ha entrado a tiempo. Poca vece ha entrado tan a tiempo con ese instrumento. Ponelo a la mesa.

PASTORE.-  Puedo volver mañana.

STÉFANO.-  Sentate.

PASTORE.-  ¿Que me siente?

STÉFANO.-  ¡No me haga el cortés!

PASTORE.-   Sí, maestro.

STÉFANO.-   ¿Sí?

PASTORE.-  No, maestro.

STÉFANO.-   «No, maestro» «Sí, maestro»... «¡Qué obediente «el alumño»!

YIYO.-  ¿El alumño? Más que cocoliche ese término se te desbarranca en el bastardo. ¿No te parece que se te yendo la mano con el decir inmigrante?

GORDO.-  ¿Pero gusta o no gusta?

YIYO.-   Gusta.

GORDO.-   Si gusta ¡vale!

YIYO.-   Hablás como los actores comerciales.

GORDO.-   Hablo como los actores experimentados.

YIYO.-   ¡Má sí! ¡Dale! ¡Seguí!

GORDO.-   No, no, no... Usted no me da la razón como a los locos.

YIYO.-   Gordo... Stéfano es el Hamlet de los argentinos.

GORDO.-   En estos tiempos a Hamlet hay que venderlo lo más parecido posible, sino lo toman otros y no le dejan ni el «to be or not to be».

YIYO.-  En eso estoy de acuerdo.

GORDO.-  ¡Entonces a la cancha!  (En STÉFANO.)  Fa, fa, fa... Mi, mi, mi... ¡Benedetto sea quí me enseñó la música!... ¡Povero maestro afortunado!... ¡Como todo lo que vale!... Sí, sí, sí ¡basta!... Sentate... Lamico Pastore... Sentate ¿qué tiene? ¿hormiga?

PASTORE.-  No, maestro... hace calor.

STÉFANO.-  Va a yover ¿No se lo anuncia la hernia?

PASTORE.-   No... e tiempo de que haga calor.

STÉFANO.-   Por lo general en verano hace calor. Sí, estamo de acuerdo. ¡Acorde perfeto!

PASTORE.-   Oh, maestro... he entrado a tiempo y hemo logrado el acorde perfeto... Se aprende junto al gran artista, al creadore.

STÉFANO.-   ¡No! Estoy yeno de música ajena, de mala música ajena, de spantévole música ajena robada a todo lo que muriérono a la miseria por buscarse a sí mismo.  (En GORDO.)  Este pasaje no me gusta.

YIYO.-  ¿Por qué no? Es hermoso, confesional.

GORDO.-  ¡Autobiográfico! ¡Puaj!

YIYO.-  Sin miedo, Gordo

STÉFANO.-  ¡Maledetta sea Euterpe!... ¿Sabe quié era Euterpe?... Euterpe e la musa de la música.

PASTORE.-  ¡La musa de la música!

STÉFANO.-  La musa son nove.

PASTORE.-  Nove.

STÉFANO.-  ¡Qué digo son! ¡Eran! Han morto la nove despedazada por la canalla

PASTORE.-  ¿La nove?

STÉFANO.-  Sí, la nove

PASTORE.-  ¡Poveretta la nove!

STÉFANO.-  Bah, me equivoco. Esto no son lo conocimiento que sirva para hacer carrera. Para hacer carrera basta con una buena cabeza que se agache, un buen cogote que calce una linda pechera y tirar, tirar pisoteando al que se ponga entre las patas. ¡Aunque sea el propio padre!... ¿Qué te parece la teoría, Pastore? La teoría e la prática!

PASTORE.-  Maestro...

GORDO.-  La que llora es la historia

PASTORE.-  Maestro...

STÉFANO.-  Solfeame esto a primera vista. Solfear a primera vista e la añañosía de un ejecutante de orquesta. Usté no puede porque e impermeable al solfeo. Solfeá! Solfeá!

PASTORE.-  Maestro...

STÉFANO.-  ¿Sabe qué é esto?

PASTORE.-  No.

STÉFANO.-  Bach.

PASTORE.-  Bach.

STÉFANO.-  ¿Quié e Bach y qué representa a la música? No sé. ¿E qué falta me hace saberlo? Basta que lo sepa usté, maestro, para poder maldecir contra la iñorancia e la villaquería... Aquí no se trata de saber, se trata de tener maestro. No se trata de cultivarse con la esperanza de poder bajar del árbol sin pelo a la rodiya y a lo codo, con un pálpito de amore o una idea de armonía, al contrario, maestro, se trata de aprender en ala cueva una nueva yimnástica que afacilite el asalto y la posesione, porque en esta manada humana está arriba quien puede estar arriba sin pensar en el dolor de los que ha aplastado.

YIYO.-  Gordo me estás haciendo mal... Me estás ahorcando...

GORDO.-  He perdido el delicado equilibrio. He pasado el umbral del inconciente. Me metí en la ficción con realidad y todo.

YIYO.-  ¿Te bandeaste?

GORDO.-  No, es la crisis que nos iguala a estos oscuros inmigrantes de los años treinta. Estamos hablando de nosotros.

YIYO.-  ¡Mejor!

STÉFANO.-  ¿Usté qué sabe? Nada. ¿Sabe que Beethoven agonizó a una cama yena de bichos? No le interesa. Lo único que le interesa de Beethoven e que cuando se toca una sinfonía lo yamen e le paguen. ¿Sabe quiéne el papá de la música? No é el empresario que paga a fin de mes, no; é Mozart ¿Quién era Mozart? ¿Alemán o polaco?

PASTORE.-  Polaco.

STÉFANO.-  No.

PASTORE.-  E verdad, alemán.

STÉFANO.-  Tampoco. Austríaco, inocente.

YIYO.-  Esto también es grueso, Gordo

GORDO.-  Sí pero es de Don Armando Discépolo. Y si él lo puso es porque en esa época era posible. Los grotescos del viejo son el mejor espejo de aquella mishiadura.  (En STÉFANO.)  No sabe nada, lo iñora todo. ¿Cuál es la capital de los EEUU de Norteamérica?

PASTORE.-  Eh... no tanto, maestro... Nova York.

STÉFANO.-  Washington, pastinaca... ¿Sabe que Colón era gayego? ¿Sí? ¿Quién se lo ha dicho? ¿La Pinta o La Niña?... ¿A que no sabe adónde tiene el peroné? Atrá de la tibia lo tiene. Este é el peroné!

PASTORE.-  Ay!!!

STÉFANO.-  Ecco! Lo único que le duele é la carne!

PASTORE.-  Maestro...

STÉFANO.-  ¿Pastore?

PASTORE.-  No me lo podré olvidar nunca este pasaje.

STÉFANO.-  Pasaje de bravura ¿no?

PASTORE.-  Me está haciendo doler el ánima.

STÉFANO.-  ¿La suya o la mía?

PASTORE.-  Usté no sabe, usté iñora.

STÉFANO.-  ¿Iñoro, io?

PASTORE.-  Iñora. No, mi deber es irme.

STÉFANO.-  Por ahí está la puerta.

PASTORE.-  Está bien. Soy un vile.

STÉFANO.-  ¿Qué iñoro?

PASTORE.-  El puesto suyo a la orquesta.

STÉFANO.-  ¡Ah se entendíamo! No é tan estúpido como parece.

PASTORE.-  No soy.

STÉFANO.-  ¡Me lo ha robado a lo puesto!

PASTORE.-  No.

STÉFANO.-  Sí que me ha robado.

PASTORE.-  No

STÉFANO.-  Se ha juntado con la camorra e me lo ha robado.

PASTORE.-  No, maestro; no.

GORDO.-  ¿Vos qué pensás? ¿Qué se lo ha robado o que no se lo ha robado? ¡Porque en esto radica la manera de contar!

YIYO.-  Gordo... en un par de parlamentos se devela el misterio.

GORDO.-  ¿Qué misterio?

YIYO.-  Que Pastore le hace ver que ya estaba echado de la orquesta y que él...

GORDO.-  ¡Pero eso es lo lineal! ¡lo que Discépolo cuenta para los espectadores ingenuos! Vos y yo estamos obligados a leer otra cosa. Que el hombre es un lobo para el hombre y que tu querido Pastore...

YIYO.-  Gordo... Vos querés contar otra historia, no la de ellos.

GORDO.-  Uno siempre acaba dibujando su propio rostro.

YIYO.-  Eso es Borges.

GORDO.-  Eso es cierto.

YIYO.-  Pastore es un tipo débil pero honrado y es capaz de cualquier cosa por Stéfano.

GORDO.-  Para vos que sos Pastore.

YIYO.-  ¿Qué soy Pastore?

GORDO.-  Tenés su edad, su suerte...

YIYO.-  ¡Yo no soy Pastore!

GORDO.-  ¿Y para qué te metés en el pellejo de ese desgraciado?

YIYO.-  ¡Porque me piacche! Es un personaje que me excita.

GORDO.-  ¡Está bien! Que Pastore sea lo que vos sientas y que Stéfano sea como yo quiera.

YIYO.-  No es tan así y vos lo sabés mejor que nadie.

GORDO.-  ¡Entonces que sean lo que digan los de la platea!

YIYO.-  Es que va a ser así.

GORDO.-  Tengo miedo, Yiyo.

YIYO.-  ¿De qué?

GORDO.-  Antes yo salía y entraba de los personajes como si nada. Ahora no. Ahora temo quedar entrampado en los peor de esos tipos extraños. Ya no soy un muchacho distraído. Tengo miedo de encontrarme con la última mueca.

YIYO.-  No te entiendo.

GORDO.-  Yo tampoco.

YIYO.-  ¡Seguí jugando!

GORDO.-  Es que me dan ganas de llorar.

YIYO.-  El personaje no llora, lo que llora es la historia.

 

(Los actores se abrazan y al separarse, retornan a los personajes.)

 

STÉFANO.-  ¿Qué iñoro?

PASTORE.-  El puesto suyo a la orquesta.

STÉFANO.-  ¡Ah se entendíamo! No es tan estúpido como parece.

PASTORE.-  No, no lo soy, maestro.

STÉFANO.-  ¡Me lo ha robado a lo puesto!

PASTORE.-  ¡No!

STÉFANO.-  ¡Sí que me lo ha robado!

PASTORE.-  ¡No, no!

STÉFANO.-  Se ha juntado con la camorra e me lo ha robado.

PASTORE.-  No, maestro, no. ¿Cómo explicarle?... Lo he achatado despué de saber que no se lo iban a dar má, e de pensarlo día a día, e de pedir parecere a sus amigos.

STÉFANO.-  No tengo amico. ¿E por qué no ha venido a aconsejarse aquí'? Era su obligación de hombre decente.

PASTORE.-  Sí... ¿Ma cómo se hace esto?... ¿Cómo se empieza una conversacione de tal especie con usté, maestro?... E que usté no sabe que hay abajo.

STÉFANO.-  ¿Qué va avere? ¡Envidia!

PASTORE.-  No, maestro, no.

STÉFANO.-  No haga el pobrecito, Pastore. No es esfuerce en darme lástima. Te la he perdido e para siempre. No trate de justificarse. Si a mé, nel íntimo, me complace. No sé qué sabor pruebo de ser combatido, de ser derrotado. Caer me parece triunfar en este ambiente. E como si me vengara del que me pisotea: «Estoy abajo, me pisa, pero no me comprende. Yo sé quién sos canalla e tú no»... Si no fuera por esto chico mío, me tiraba al suelo para que me pasaran todo por encima y poder expirar sonriendo a la vigliaquería humana.

PASTORE.-   (Llorando.) Maestro, maestro.

GORDO.-  ¿Te das cuenta que Stéfano conmueve? Porque está desnudando una gran perrada. Y, como Sastre, nos dice que el infierno son los otros.

YIYO.-  Gordo... Stéfano, como todo hombre, no quiere aceptar sus propias limitaciones... Escupe su sombra.

GORDO.-  «Escupe su sombra»... Encontraste la manera de contarla.

YIYO.-  ¿A qué?

GORDO.-  ¡A la historia que tenemos que contar!



Stéfano, un texto imborrable

Más allá de la última imagen que siempre queda de toda historia, de «Stéfano» nos quedan pasajes imborrables de un texto que se torna filosófico al ser atravesado por crudas y profundas verdades existenciales.

Ante su padre, ante sus hijos, ante su mujer o ante su discípulo, el personaje lastimado de Discépolo, el Stéfano inolvidable, va volcando como en una letanía sus agrias reflexiones para entender el mundo que lo rodea, ese espejo que estalla con la crisis del treinta.

ALFONSO.-  En cada hijo crece un ingrato. Lo pide todo e cuando lo tiene... lo tira.

STÉFANO.-  Yo también estoy triste, papá. Triste como una ostra. Cosa inexplicable la tristeza de la ostra. Tiene la aurora adentro y el mar y el cielo, y está triste como una ostra. ¡Quién sabe qué canta que no la oímo a la ostra! A lo mejor es un talento su silencio. Y le preocupa solamente lo que piensa, lo que tiene adentro, su ritmo. ¡Quí fuera ostra!



Y la mirada corrosiva del artista sigue cayendo sobre la ingenuidad del padre campesino.

ALFONSO.-  Yo no te he comprendido nunca.

STÉFANO.-  Y es mi padre. Ma no somo culpable ninguno de los dos. No hay a la creación otro ser que se entienda meno co su semejante quel hombre.



Stéfano explica y busca explicarse, se torna indescifrable para el viejo inmigrante y claro, profundamente claro, para los que padecen su mirada y su suerte.

STÉFANO.-  Papá... la vita e una cosa molesta que te ponen a la espalda cuando nace e que hay que seguir sosteniendo aunque te pese.

ALFONSO.-  ¡Gracie!

STÉFANO.-  ¡De nada!... E la caída de este peso cada ve má tremendo e la muerte. ¡Sémpliche! Lo único que te puede hacer descansar e lo ideale... pero lo ideale e una ilusión e ninguno la ha alcanzado. No hay a la historia, papá, un solo hombre, por má grande que sea, que haya alcanzado lo ideale. Al contrario, cuando má alto va menos ve. Porque a la fin fine, lo ideale e el catigo de Dio al orguyo humano; mejor dicho, lídiale e el fracaso del hombre.

ALFONSO.-  Entonce... el hombre que lo abusca, este ideale que no se encuentra, tiene que dejare todo como está.

STÉFANO.-  ¡Ve cómo entiende, papá!



Stéfano, ante su padre y ante los demás, se mira como en un espejo implacable. Stéfano acaba siendo los otros.

ALFONSO.-  Mientras tanto la ópera no la ha hecho. Chélebre no é. E la esterlina no yovieron sobre Buono Saire. ¡Mentira! La vida no é una ilusione.

STÉFANO.-  Papá... no puedo contestarle.

ALFONSO.-  ¿E qué va a contestare?

STÉFANO.-  Por ejemplo... que el dolor del hijo debía saberlo sufrir el padre.

ALFONSO.-  ¿Má todavía? ¡E mátame e ya está!



Ante Radamés, el hijo estrafalario, Stéfano confiesa su derrota como artista.

STÉFANO.-  Lo músico de la orquesta, hijo, son casi siempre artistas fracasados. Que se han hecho obreros.

RADAMES.-  ¡Ah, sí! ¡Como en la fábrica!... Uno con el martiyo, el otro con la raspa y todo al mismo tiempo.



Ante Ñeca, la hija dolorida, expresa su confuso afecto paterno.

STÉFANO.-  Ñeca... hijita... oiga; si yo hubiera nacido nada má que para tenerla así... al lado mío, yorando por lo que yoro... yo... estaría bien pago de haber nacido. ¿Me escucha?  (ÑECA afirma.) ¿Me entiende?  (ÑECA niega.)  No importa. Casi siempre lo que no se comprende hoy e la luz del mañana.



Ante Margarita, su mujer, reflexiona, de modo grotesco, sobre su suerte de hombre enamorado.

STÉFANO.-  Mire esta mano que yo soñaba cubrire de brillante...  (Se la besa con fervor.) ... con olor a alcaucile.



Y otra vez frente a Margarita, trata de dilucidar su fracaso de artista.

STÉFANO.-  E verdad. E la cruda verdá que me punza el cuore. Estoy frente a la realidá. Quiero e no puedo. ¿Po qué? Dío lo sá. Se tanta música como Puccini, conozco la orquesta como Strauss, tengo el arte aquí y aquí e no puedo. La fama está en una página... má hay que escribirla. ¡Tormento mío!



Y ya con Pastore, el discípulo, después de haber comprendido su peor equívoco: confundir al amigo con el traidor, Stéfano expresa su desazón ante el ruego del otro para que siga adelante.

PASTORE.-  Má no... exagera, maestro. ¿Qué le importa la orquesta? E mejor así. Está más tranquilo. Su hijo mayor ya trabaja. Recupere el tiempo perdido. Con lo que usté sabe... escriba esa ópera que tiene que escribir. Todo lo esperamo.

STÉFANO.-  ¿La ópera, Pastore?... Tu cariño merece una confesión, figlio... Ya no tengo qué cantar... El canto se ha perdido; se lo han yevado. Lo puse en un pane e me lo he comido. Me he dado en tanto pedazo que ahora que ahora que me busco no me encuentro. No existo. La última vez que intenté crear un tema que me enamoraba. Lo tenía acá  (Se toca el corazón.) ... Fluía tembloroso...  (Lo entona.) ... Era Schubert... «La inconclusa»... Lo ajeno ha aplastado lo mío.



Y ya solo, alucinado, borracho y perdido, al borde del infarto mortal y tirado en el piso, Stéfano hace y dice la última mueca grotesca.

STÉFANO.-  Uno se cré un rey... e lo espera la bolsa.








Pirandello define el grotesco

«Una vez superado lo trágico con la risa, a través de lo trágico mismo va quedando en descubierto todo lo ridículo de lo serio, y por eso también lo serio de lo ridículo, y la tragedia podría convertirse en farsa. Una farsa que incluya en la misma representación de la tragedia de su parodia y su caricatura, pero no como elementos superpuestos, sino como proyección de la sombra de su propio cuerpo, sombra torpe de todo gesto trágico».







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