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ArribaAbajo- LXVIII -

Desdén o desamor por la aptitud que se tiene. Desproporción entre la vocación y la aptitud.


El abandono de cierto modo de actividad, que corresponda a verdadera y natural disposición, nace, frecuentemente, de que la aptitud no estuvo nunca acompañada y servida de una vocación tan enérgica y leal como la mereciera. No es peregrino caso el de que aquel que posee una habilidad superior y tiene conciencia de ello, lejos de estimarla y honrarla, grato a la dádiva de la Naturaleza, pague esta dádiva con indiferencia y desamor.

Aun en los que desenvuelven y ejercitan consecuentemente su aptitud real, suele el aprecio que hacen de sus dones ser poco más que nulo, y estar muy por bajo del que consagran a otra aptitud inferior de que son dueños, o a una que, ilusoriamente, piensan poseer. Es fama que en Stendhal la mediana estima que tuvo por su tardía y negligente vocación literaria, contrastaba con la vehemencia de sus sueños y nostalgias de hombre de acción, fascinado por la deslumbradora personalidad de Bonaparte. Igual displicente non curanza del propio nombre literario profesaba, o pretendía profesar, Horacio Walpole, que reservaba las complacencias de su vanidad para sus superficiales condiciones de político y de hombre de mundo. La posteridad, que reconoce y honra, en la memoria de Priestley, al ilustre experimentador, no sospecharía que esta aptitud apenas fue en él sino afición para las horas de ocio, y que la mayor vehemencia de su vocación, y su perseverante actividad, se consumieron en disputas teológicas, que no han dejado más huella que el humo. Levantándonos más alto: ¿no es el Discurso de las armas y las letras un indicio de que en la predilección y el respeto de Cervantes ocupaba el primer lugar, no la vocación de la fantasía novelesca (aunque también la consagrara amor y orgullo), sino aquella otra, nunca llegada a completo desenvolvimiento, que le movió en la juventud a perseguir la gloria militar, hasta caer cautivo después de dejar la mano compañera de la que había de escribir el Quijote, peleando en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros?

La desestima inocente y candorosa por un don superior que se tiene, como de parvulillo que juega con un diamante que se ha encontrado en el suelo, vese en Fray Luis de León, que jamás abrigó el pensamiento de dar a conocer los versos que compuso, y que, cuando en la vejez y a instancias de un amigo, los copia en un cuaderno, pone delante las famosas palabras: «Se me cayeron, como de entre las manos, estas obrillas...». Pero no cabe ejemplo tal de desproporción entre la magnitud soberana de la facultad y la desdeñosa indiferencia de la vocación, como el ejemplo de Shakespeare. Ese muchacho turbulento, hijo pródigo de familia burguesa; inaplacable corredor de aventuras; casado antes de tiempo por reparar la honra de una mujer de más años que él; gran bebedor; cazador furtivo; que llega a escribir para el teatro por sugestión de su oficio fortuito de cómico de baja estofa, produciendo, con absoluto desgaire y despreocupación del arte y la fama, maravillas de cuyos quilates, ciertamente, nunca tuvo sospecha; y que luego, apenas logra redondear algunos bienes de fortuna, se retira, en plena fuerza de edad, a la aldea, como cualquier hombre vulgar que asienta el seso después de pasado el hervor de la juventud; y en la aldea lleva vida de juicioso propietario, ejerciendo cargos comunales, administrando su peculio y prestando dinero a logro; sin que nunca más muestre la menor veleidad de invención poética; ni el más mínimo interés por la suerte de sus obras, dispersas y a pique de perderse en abandonados manuscritos; ni la más insignificante afección por el mundo de criaturas ideales a que ha dado vida y gloria perennes: es rareza que sugiere la idea de un cambio de personalidad, como el del magnetizado que, vuelto a su ser autonómico, no guarda impresión ni recuerdo de lo que dijo o hizo mientras lo embargaba una voluntad ajena, que en este caso referiríamos a influjo sobrenatural: a la obsesión de un numen. En presencia de tal desamor, no es presunción absurda la de que, si el bienestar que conquistó duramente, hubiera venido a Shakespeare más temprano y por herencia o azar que excusasen su esfuerzo, la facultad monstruosa que había en él hubiera quedado estática y en la sombra. El desdén de la fama es cosa fácil de concebir, y aun puede tenérsele por flor de sabiduría y de exquisita y noble superioridad; pero lo que parece salir fuera de las leyes de la naturaleza es la ausencia, o el estancamiento prematuro, en facultad de tal energía y dotada de los medios de manifestarse, del estímulo de la producción por la producción misma: por la necesidad de desenvolver y realizar la propia fuerza: connatural impulso de la vocación, que ha bastado para sostener en el solitario embeleso de la obra a espíritus que nunca conocieron en el mundo el halago del renombre ni de la ajena comprensión: sabios como Copérnico; poetas como Andrés Chénier y como Bécquer; pensadores como el delicado y hondo Joubert.

El general menosprecio en que la concepción ascética de la vida confundió todos los bienes y superioridades de la tierra, ha sacrificado, sin duda, durante muchas generaciones humanas, tesoros cuantiosísimos de genio, de habilidad, de energía, reprimidos en lo interior del alma por los mismos que los poseyeron, juzgándolos vanidad, pérfido señuelo del mundo, tentación de frialdad y apartamiento respecto de la única idea que consideraban digna de amor. A veces, lo que el asceta de genio sacrifica no es, por fortuna, la aptitud, sino sólo la gloria que nace de ella, condenando a eterno olvido el propio nombre, pero salvando para la humanidad el rédito de su genio, siquiera lo manifieste únicamente como medio subordinado a la idea que le tiene en sonambulismo. Los artistas de maravillosa inspiración, que, salidos de los claustros de la Edad Media, guiaron a las muchedumbres a levantar, en formas sublimes, las piedras arrancadas para encarnación de la fe, y los maestros organeros que animaron con aladas voces la cavidad de las imponentes catedrales, opusieron a la inmortalidad de sus obras la eterna obscuridad de sus personas. El autor de la admirable Imitación escribe en una de sus páginas: Haz, Señor, que mi nombre quede ignorado para siempre; y cumpliéndose la aspiración de su humildad, ésta es la hora en que el mundo no sabe con certeza su nombre. Pero el mismo sentimiento que movía en él ese ruego, ha conducido, sin duda, veces infinitas, no a la abnegación de la fama únicamente, sino a la represión y el sacrificio de la propia aptitud. Un día, el santo de Asís se ensaya, por distracción, en esculpir una copa, y descubre una habilidad, no sospechada, de su espíritu. La copa se modela gallardamente; el cincel realiza primores; pero la voluntad del santo, celosa de todo género de ocupación que pueda ser incentivo de vanidad, se apresura a hacerle soltar de la mano el instrumento que le ha dado conciencia de su genio de artífice. Estas inhibiciones del fervor religioso pueden producirse también como obra, ya de una filosofía, de una organización social, de una preocupación flotante en el ambiente, que pugnen con ciertas formas de actividad; ya de una pasión o un interés muy vivos, a cuyo paso se interponga, o para cuyo logro quite tiempo, el ejercicio de una aptitud que se tiene y que, por tal manera, llega a ser objeto de desestima y olvido.

¿Podrá esta falta de amor exaltarse alguna vez hasta el odio? ¿Será posible que el desvío para con el don superior que recibimos de la Naturaleza, llegue hasta el aborrecimiento del don y el arrebato iracundo contra él?... ¿Por qué no, cuando el instinto de la aptitud se alza y rebela contra la condena injusta: cuando la necesidad, el prurito irrefrenable, de expansión, que suele estar en la esencia de las aptitudes grandes, lucha contra el desesperado esfuerzo que hace la voluntad por domeñarlo y reprimirlo?...





ArribaAbajo- LXIX -

Vestigios de una primera vocación en otra que la sustituye.


Una primera vocación que desaparece, ya porque se extenúa en el alma el impulso espontáneo de que nacía, ya porque la fatalidad exterior opone a su desenvolvimiento obstáculos que la fuerzan a ceder su plaza a otra, suele manifestarse veladamente en el carácter de esta que la sigue y prevalece sobre ella.

No ha muerto, en realidad, la primera vocación, en la que Naturaleza puso acaso su voz más íntima y pura: sólo está soterrada y contenida en lo hondo del alma; y desde allí, logra vengarse del desconocimiento y olvido a que se la condenó, o de la suerte cruel que torció, malogrando la aptitud, el cauce de la vida: se venga de ellos penetrando de su esencia y tiñendo con sus reflejos las obras de la nueva vocación que la sustituye.

Así, en Ignacio de Loyola, la institución del fundador que se desviste la armadura para ceñirse los hábitos, muestra, en su índole y carácter, temple de milicia.

Así, en aquellos escritores cuya inclinación literaria no se ha pronunciado sino después de una tendencia, más o menos duradera y activa, a la profesión de otra arte, suele ésta poner de relieve la persistencia de su espíritu, en los procedimientos y costumbres de la pluma. Tal es el caso de Gautier, pintor de vocación vehementísima en su adolescencia, pintor no resignado nunca al abandono que hizo de su arte por el de escritor, en que luego fijó para siempre su personalidad; y cuya literatura es una perpetua reproducción del mundo sensible: pinacoteca enorme y varia, en que resplandecen toda la luz, todo el color, todas las formas armoniosas, que hubiera podido realizar con el pincel más peregrino. Idéntica transformación se manifiesta en Edmundo y Julio de Goncourt, pintores también antes de plantar su tienda en la novela; y luego, como escritores, maestros en la descripción intensa y animada hasta producir la ilusión de cosa vista; y en el idílico Töpffer, cuyas incomparables descripciones de la naturaleza son un glorioso esfuerzo para obtener por la virtualidad de la palabra lo que la prohibición paterna le apartó, desde su infancia, de obtener por medio del color.

Fácil sería citar muchos ejemplos semejantes; casos todos de una facultad superior que, no pudiendo manifestarse en su forma natural y espontánea, resurte bajo la apariencia de una aplicación extraña a su objeto. En general, si se conociera menudamente la historia psicológica de todos aquellos artistas cuyo estilo y manera se caracterizan por alguna singularidad que se relacione con la trasposición de los procedimientos de un arte al campo de otra arte, yo creo que se había de encontrar casi constantemente, para ello, la clave de una primera vocación truncada y sustituida.




ArribaAbajo- LXX -

Riesgos y engaños en el cambio de vocación.


Mientras la vocación que se ha adoptado en un principio abone con sus obras la existencia real de la aptitud y no encuentre ante sí obstáculo de los que obligan al ánimo varonil y juicioso, el progresivo desenvolvimiento del espíritu debe continuarse siempre en torno de ella; diversificándola, mejorándola, extendiéndola; y complementándola, si cabe, con nuevas, diferentes aptitudes; pero sin quitarle la predilección y preeminencia, legitimadas por su prioridad, que hace de ella como el eje, en justo equilibrio, a cuyo alrededor se han ordenado las disposiciones y costumbres íntimas del alma.

El cambio voluntario en la preferente aplicación de la vida; el cambio para el que no obra fuerza de la necesidad, ni transformación natural y evolutiva de una vocación en otra, ni consciencia segura del superior valer de la nueva aptitud descubierta, o de su oportunidad mayor, suele ser forma de engaño y vanidad contra la que importa prevenirse. Todos los motivos de error que conspiran a alentar mentidas vocaciones antes de dejar espacio para que salga a luz la verdadera, tienen también poder con que desviar a ésta de su curso y sustituirla sin razón ni ventaja. Pero, además, el bien de la gloria no se diferencia de los otros bienes humanos en que esté exento de esa herrumbre de la saciedad y del hastío. La posesión de un género de gloria engendra acaso saciedad, y despierta el anhelo de trocarlo por otro de prestigio ignorado y tentador. Agréguese que es sentimiento frecuente en los que descuellan en la cumbre la nostalgia del esfuerzo y la lucha, apetecidos quizá por el triunfador con tan vehemente deseo como el que cifró en la posesión del bien, cuando aún no lo gozaba. El principiante que envidia la paz, duramente conquistada, del maestro, ignora que el maestro envidia tal vez, con intensidad igual, la emoción de sus dulces ansias y las alternativas de su ambición inquieta. Únanse estas causas de error a las mismas que obran para mover, desde un principio, falsas vocaciones: el halago de la prosperidad material, la codicia del vulgar aplauso, la imitación fascinada e inconsulta; y se verá cuán fácil es que, aun en los casos en que el alma ha hallado ya su verdadero camino, se aparte de él cediendo a la tentación de un llamamiento falaz.

El abandono de la vocación personal por otra ficticia, en espíritus de pensamiento y de arte que, hastiados de los ramos sin sabroso fruto con que sólo los recompensa la contemplación, aspiran a aquel género de triunfos que granjean autoridad o fortuna, es caso asaz frecuente; como lo fue, en tiempos pasados, la apostasía de esa misma casta de espíritus, y de los que lucían en la acción heroica, cuando, llegados a cierta edad de la vida, o a ciertos desengaños del mundo, olvidaban el don recibido de la Naturaleza por la estéril sombra del claustro.

Quien sienta en sí el estímulo de un cambio de frente en cuanto al objeto de su actividad, después de una aplicación cuyo acierto haya sido confirmado por obras y para cuya prosecución vea aún despejado el camino, ha de empezar por someter a crítica severa, no sólo la realidad de la nueva aptitud que piensa haber hallado en su alma, sino también las ventajas que pueda aportar, para los demás y para sí propio, esa como expatriación de su mente.




ArribaAbajo- LXXI -

Desviaciones transitorias de la vocación, y utilidad que cabe en ellas.


Pero el abandono de la vocación verdadera y eficaz puede no ser sino una desviación transitoria, y a veces conducente y benéfica, después de la cual el espíritu vuelve con nuevo ímpetu al cauce que le fue trazado por Naturaleza. Tal, por ejemplo, cuando Choron, el gran teórico de la música, puesto ya en el camino de su vocación artística, convierte un día su atención a las matemáticas; y durante algún tiempo se inclina a cultivarlas por sí mismas, independientemente de sus conexiones con el arte del sonido, y parece arraigar en ellas; hasta que la primera voz, que era la íntima, recobra su eclipsado imperio, y Choron, dueño de nuevas luces que le valen, restituye para siempre su interés a la teoría de la música: o bien cuando Weber, el compositor, impresionado en la adolescencia, y estando ya en posesión de su genio musical, por la invención del arte litográfica, siente reanimarse veleidades que tuvo en su niñez por las disciplinas del dibujo, y se consagra con entusiasmo a perfeccionar los ensayos de Senefelder, manifestando en ello hábil y original disposición; para volver después, definitivamente, a aquella otra aptitud más alta y más connaturalizada con su espíritu, que le exaltó a la gloria.

La utilidad de estas desviaciones pasajeras consiste a menudo en dilatar, con provecho de la misma vocación de que aparentemente se apostata, el campo de la observación y la experiencia, y proporcionar a la aptitud fundamental elementos que la corroboran y amplían: como por un viaje de la mente, de cuyo término tornara ésta al solar propio con mayor riqueza y ciencia del mundo. Éste es el caso de Choron; y es el que manifiesta, además, la vida de Schiller, cuando, después del período juvenil de su producción dramática, el poeta de Don Carlos abandona por cierto tiempo el teatro, y se aplica al cultivo de la historia. Los libros que como historiador produjo Schiller, aunque de alto valer, no hubieran justificado el abandono de su primera y esencial vocación, si hubiese sido olvidada para siempre; pero cuando volvió a esta casa de su espíritu, su nuevo teatro, el que comienza con la trilogía de Wallenstein, mostró los beneficios de aquel temporario apartamiento, porque la historia había dado al nobilísimo poeta el sentido de la objetividad y de la verdad humana, ahogadas, en las obras de su juventud, por el desborde de un subjetivismo tumultuoso.





ArribaAbajo- LXXII -

Voz inquietante. Los mármoles sepultos.



Y ahora quiero dar voz a un sentimiento que, en el transcurso de este divagar sobre las vocaciones humanas, cien veces me ha subido del corazón, repitiendo por lo bajo una pregunta que viene, en coro, de mil puntos dispersos, y suena en son de amargura y agravio. Dice la pregunta: «¿Y nosotros?»...; y me deja una desazón semejante a la que experimento cuando me figuro los mármoles antiguos que permanecen sepultados e ignorados para siempre...

Cada vez que, por revelación de la casualidad, como cuando se iluminó de hermosura el campo venturoso de Milo; o de la investigación sagaz, que impone a la avaricia de las ruinas sus conjuros, la civilización recupera una obra de arte perdida o ignorada: una estatua, un bajorrelieve, un vaso precioso, un frontón, una columna, el mismo pensamiento me obsede. De la idea de ese objeto ganado, para la gloria y la admiración humanas, al reino de las sombras, pasa mi mente a aquellos otros que aún permanecen ocultos, entre el polvo de grandezas concluidas, en soledad agreste o profunda prisión: allá en el Ática, en sus llanos gloriosos y sus colinas purpúreas; en Olimpia y Corinto, ricas de tesoros arcanos; bajo las ondas del mar de Jonia y del Egeo, o bien bajo el gran manto de Roma y las lavas seculares de Nápoles. Transparentando la corteza de la tierra y las aguas del mar, ilumina mi espíritu ese seno oriental del Mediterráneo, donde hunden sus áncoras eternas las rocas sobre que alzó sus ciudades la raza por quien empezó a ser obra de hombres la belleza; y en una rara, hiperbólica figuración, tierra y mar se me representan como una inmensa tumba de estatuas, museo disperso donde la piedra que fue olímpica, los despojos de los dioses que, en seis siglos de arte, esculpieron los cinceles de Atenas, de Sicione y de Pérgamo, reposan bajo la agitación indiferente de la Naturaleza, que un día personificaron, y de la humanidad, que fue suya...

Dioses caídos, dioses de mármol y de bronce volcados por el ala del tiempo o el arrebato de los bárbaros; hechos para la luz y condenados a la sombra de un misterio sin majestad y sin decoro, su imagen me suspende en una suerte de angustia de la imaginación. De su actual sepulcro, algunos resurgirán, quizás, en la deslumbradora plenitud de su belleza; intactos, salvados, por misteriosa elección, de los azares que se conjuran para su abandono: como esos pocos que la humanidad ha podido reponer enteros sobre el pedestal, con entereza no debida a restauraciones profanas, y que perpetúan, en la promiscuidad de los museos, la actitud con que ejercieron su soberanía desdeñosa sobre frentes no menos serenas que ellos mismos... Otros, despedazados, truncos; devueltos, como tras el golpe vengador de los Titanes, a las caricias de la luz; vejados por la superstición, tumbados en los derrumbes, mordidos por el fuego, hollados por los potros que pasaron en la vorágine de las irrupciones, entregarán a la posteridad un adorable cuerpo decapitado, como la Nice de Samotracia; un torso maravilloso, como el Hércules de Belvedere; y su invalidez divina hará sentir a los que sean capaces de reconocer su hermosura, la especie sublime de piedad que experimentaba, en presencia de los infortunios de estirpes sobrehumanas, el espectador de Esquilo o de Sófocles...

Pero los que más me conmueven son aquellos que no resucitarán jamás; los que no han de incorporarse ni al llamado de la investigación ni al del acaso; los que duermen un sueño eterno en las entrañas del terrón que nunca partirá el golpe del hierro, o en los antros del mar, donde el secreto no será nunca violado: detentadores de una belleza perdida, perdida para siempre, negada por cien velos espesos a los arrobos de la contemplación, y que, persistiendo en la integridad de la forma, a un mismo tiempo vive y ha muerto...




ArribaAbajo- LXXIII -

Las aptitudes perdidas en el fondo obscuro de la sociedad humana. La influencia negativa del medio social.


La idea de los dones superiores que sacrifica el ciego hado social se presentaba a la mente del poeta inglés en el cementerio de la aldea, frente a las humildes tumbas anónimas. A mí la triste idea me hiere, más que en ninguna otra ocasión, viendo pasar ante mis ojos el monstruo de la enorme muchedumbre. ¡Las fuerzas capaces de un alto dinamismo que quedan ignoradas, y para siempre se pierden, en el fondo obscuro de las sociedades humanas! ¿Hay pensamiento más merecedor de atención profunda y grave que éste?... Cuando nos brota del pecho, al paso del héroe, el vítor glorificador; cuando vertemos lágrimas de admiración y de entusiasmo ante el prodigio del artista, o nos embebe en recogimiento cuasi religioso la especulación de un sublime entendimiento, ¡cuán pocas veces consagramos un recuerdo piadoso y melancólico a las energías semejantes que, no por propia culpa, y sin tener, en su muy mayor parte, conciencia de su injusto destino, pasan de la vida a la muerte tan en principio y obscuridad como vinieron al mundo!

Pero ellas no están sólo en las muchedumbres que carecen de luces y suelen carecer de pan. Aun por arriba de este fondo de sombra, mil fatalidades sepultan para siempre bajo un género trivial de actividad (donde acaso lo escogido del alma estorbe para la competencia y el medro), nobles aptitudes, que serían capaces de reproducir y reemplazar, sin inferioridad ni sitio vacante, el armonioso conjunto de las que se desenvuelven en acción. Y en la masa informe y opaca del espíritu de la vulgaridad hay así, en potencia, una primorosa literatura, y un arte excelso, y una ciencia preñada de claridad, y mil batallas heroicas, a la manera que, según la soberana imagen de Tyndall, también los dramas de Shakespeare estaban, como lo demás, potencialmente, en el claustro materno de la primitiva nebulosa.

Cada sociedad humana, decíamos, levanta a su superficie almas de héroes en la proporción en que las sueña y necesita para los propósitos que lleva adelante; pero no ha de entenderse que exista la misma equidad entre el número de ellas que pasan de tal manera al acto, y las que el cuerpo social guarda en germen o potencia. Pensarlo así valdría tanto como reducir la cantidad de las semillas que difunde el viento, a la de las que caen en disposición de arraigar y convertirse en plantas. Muchas más son las semillas que la tierra deja perder que las que acoge. La espontaneidad individual lucha por quebrantar el límite que la capacidad del medio le señala; y en alguna medida, logra crear en la multitud que la resiste un aumento de necesidades y deseos heroicos; pero nunca este esfuerzo ensancha el campo en la extensión que se requeriría para una cabal y justa distribución de todas las energías personales dignas de noble y superior empleo. En el perenne certamen que determina cuáles serán los escogidos en el número de los llamados, ya que no hay espacio para todos, prevalece la mayor adecuación o mayor fuerza: triunfa y se impone la superioridad; pero esto solo no da satisfacción a la justicia, pues aún falta contar aquellos que no son ni de los escogidos ni de los llamados: los que no pueden llegar a la arena del certamen, porque viven en tales condiciones que se ignoran a sí mismos o no les es lícito aplicarse a sacar el oro de su mina; y entre éstos ¡ay! ¿quién sabe si alguna vez no están los primeros y mejores?...

Generaciones enteras pasaron al no ser, cuando la actividad de la inteligencia humana padeció eclipse de siglos, sin que de la luz virtual de su fantasía brotara un relámpago, sin que de la energía estática en su pensamiento partiera un impulso. Y en todas las generaciones, y en todos los pueblos, el sacrificio se reproduce para algún linaje de almas, grandes en su peculiar calidad: la calidad de aptitud que no halla acomodo dentro de las condiciones y necesidades propias del ambiente; aun sin considerar esa otra multitud de almas que, por injusta preterición individual, quedan fuera de cada una de aquellas mismas actividades que el ambiente admite y propicia.

La ráfaga de pasión aventurera y sueños de ambición que desató sobre la España reveladora de un mundo, este horizonte inmenso abierto de improviso, arrancó de la sombra de humildes y pacíficas labores, para levantarlos a las más épicas eminencias de la acción, espíritus cuya garra se hubiera embotado, de otra suerte, en forzosa quietud: agricultores como Balboa, estudiantes como Cortés, pastores como Pizarro. El magnetismo de la Revolución del 89 despertó en el alma de abogados obscuros y de retóricos sin unción, el numen del heroísmo militar, el genio de la elocuencia política; y destacó de entre la modesta oficialidad al condottiere de Taine, capaz de trocarse, sobre la pendiente de los destinos humanos, en rayo de la guerra y árbitro del mundo. -¿No has pensado alguna vez qué sería del genio de un Rembrandt o un Velázquez nacidos en la comunión del Islam, que no consiente la imitación figurada de las cosas vivas?...

Tan doloroso como este absoluto misterio y pasividad de la aptitud por el ambiente ingrato en que yace sumergida, es el rebajamiento de su actividad, orientada a su objeto propio, pero empequeñecida y deformada por los estrechos límites donde ha de contenerse. Cuéntase que, pasando el ejército de César por una aldea de los Alpes, se asombraron los romanos de ver cómo, en aquella pequeñez y aquella humildad, eran apetecidas las dignidades del mezquino gobierno y suscitaban disputas y emulaciones enconadas, tanto como las mismas magistraturas de la ciudad cuyo dominio era el del mundo. Las ambiciones de poder, de proselitismo, de fama, en los escenarios pequeños, no ponen en movimiento menos energías de pasión y voluntad que las que se manifiestan ante el solemne concurso de la atención humana; y en ellas pueden gastarse, sin que se conozca, ni valga para las sanciones de la gloria, tan altas dotes como las que consume el logro de la preeminencia o el lauro que traen consigo el respeto: del mundo y el augurio de la inmortalidad. No es otro el interés característico que Stendhal infundió en el Julián Sorel de Rojo y negro, dando por marco la sociedad de un pueblo miserable a un espíritu en que asiste el instinto superior de la acción.

El ambiente, por las múltiples formas de su influencia negativa: la incapacidad para alentar y dar campo a determinada manera de aptitud; el desamparo de la ignorancia y la pobreza; la adaptación forzosa a cierto género de actividad, que tiende a convertirse en vocación ficticia, hunde en la sombra, lícito es conjeturarlo, mayor suma de disposiciones superiores que las que levanta y estimula.




ArribaAbajo- LXXIV -

Lucha entre la aptitud individual y la resistencia del medio. El pesimismo de Larra.


Pocos casos de tan hondo interés en la historia del espíritu como el de la aptitud genial tomada a brazo partido con la sociedad que la rodea, para forzarla a que conozca y honre su superioridad. Cuando esta lucha se prolonga, y a la mente de elección viene aparejado un ánimo cabal y heroico, surge la inspiración del satírico provocador, que se adelanta a despertar a latigazos la bestia amodorrada que no lo atiende. Cuando la voluntad del incomprendido es débil o está enferma, su soledad y abandono se traducen en un abatimiento de desesperanza y hastío, que acaso asume también la forma de la sátira: de una sátira tanto más acerba cuanto que no la acompaña el optimismo final y paradójico de quien esgrime la burla y el sarcasmo como medios de acción en cuya eficacia cree.

Es éste el género de pesimismo que representa, mejor que nadie, Larra: entendimiento no lejano del genio, voluntad viciada y doliente, a quien deparó su mala estrella un medio social donde el proponer ideas era como vano soliloquio, que él comparaba a las angustias de «quien busca voz sin encontrarla, en una pesadilla abrumadora y violenta». ¡Qué inenarrable fondo de amargura bajo la sátira nerviosa de aquellas páginas donde considera Fígaro, en una u otra relación, la decadencia de la España de su tiempo; la limitación de los horizontes; el estupor intelectual: el ritmo invariable, tedioso, de la vida! Su personalidad de escritor reclamaba el grande escenario: la electrizada atmósfera de la sociedad que inspira y estimula al pensamiento de Schlegel en los grandes días de Weimar; la tribuna, de todas partes escuchada, que difunde la oratoria crítica de Villemain, desde el centro donde escribe Balzac y canta Hugo; la hoja vibrante de la revista que esparce la palabra de Macaulay a los cuatro vientos del mundo literario... Y aquellas críticas incomparables, que reflejaban la irradiación de un espíritu no menos digno de las cumbres, no menos legítimamente ansioso de la luz, nacían destinadas a perderse, como el bólido errante, en el vacío de una sociedad sin atención enérgica, sin coro, a ciegas en la orientación del ideal, desalentada y enferma... Este sentimiento de amargura se manifiesta, por la sonrisa melancólica o por la displicencia del hastío, en las más ligeras páginas que arrojaba a aquel abismo de indiferencia el gran escritor, y estalla, con la potente vibración del sollozo, en la crítica de las Horas de invierno y en la Necrología del Conde de Campo-Alange.





ArribaAbajo- LXXV -

Superioridad posible de los incultos y los autodidactos. De cómo la cultura debe procurar parecerse a la ignorancia.



Aptitudes sin cuento, y entre ellas más de una superior, y acaso que el genio mismo magnifica, se pierden ignoradas en la muchedumbre que sustrae a los estímulos de la cultura la aciaga ley de la desigualdad humana. Pero, para redondear la verdad, falta añadir que, si la disciplina y el régimen en que consiste la cultura, son aquellos, estrechos y tiránicos, que hacen de ella un encierro claustral, o un sonambulismo metódicamente provocado en beneficio de una idea, cabe en la cultura también la responsabilidad, cuando no de la anulación, del empequeñecimiento de aptitudes, grandes tal vez por su fuerza virtual, pero que vinieron unidas por naturaleza a esa débil resistencia del carácter, a esa ineptitud para la negación y la protesta, propia de las almas en quienes las facultades de credibilidad e imitación son más poderosas que la fe y confianza en sí mismas.

Las escuelas de espíritu concreto, y si cabe decirlo así, inmanente, en ciencia o arte; los métodos de enseñanza calculados para sofocar la libre respiración del alma dentro de un compás mecánico, han rebajado, seguramente, en todos los tiempos, al nivel medio de la aptitud, dotes que, desplegándose en otras condiciones, hubieran excedido los límites que apartan lo mediano de lo alto, y aun lo alto de lo sublime. ¡Qué enorme suma de energía, de rebelde audacia, ha menester, si se piensa, una conciencia individual, librada a sus fuerzas, para romper el círculo de hierro de una autoridad secular organizada con todos los prestigios de la tradición, del magister dixit, del consenso unánime, como la filosofía escolástica, el sistema geocéntrico, o el clasicismo del siglo XVIII!... Suele el genio acompañarse, como característica moral, de la voluntad atrevida y la arrogancia heroica en cuanto a la confesión y profesión de la verdad nueva que ha hallado; pero no es seguro que lo que en el dominio de la inteligencia denominamos genio, como aptitud de descubrir lo nuevo, tenga siempre, en la esfera de la voluntad, el concomitante de la audacia irrefrenable con que revelarlo y defenderlo. Y en los casos en que falta esta audacia, que complementaría la originalidad de la visión genial, lo que puede salvar la independencia del espíritu incapaz de resistir, conscientemente, a la autoridad que prevalece, es ignorarla.

La renovación del pensamiento humano, inseparable ley de su vida, debe buenos servicios a los grandes incultos y a los grandes autodidactos. La observación real y directa, sustituida al testimonio de los libros, donde el iniciado en ellos acude tal vez a buscar la observación, que supone definitiva, de otros; la propia ausencia de un método que contenga los movimientos del espíritu dentro de vías usadas; el forzoso ejercicio de espontaneidad, originalidad y atrevimiento, son causas que concurren a explicar la frecuente eficacia de la cultura personal y libre, para los grandes impulsos de invención y de reforma.

El extranjero, el vagabundo, el incauto, se arriesgan, con facilidad candorosa, en hondos desiertos, en ásperas sierras, en comarcas llenas de espesos matorrales, que los avisados no frecuentan porque es punto convenido que allí sólo crecen vanos sueños, error y confusión, pero donde alguna vez una esquiva senda lleva a averiguar cierta cosa que no estaba en los libros; y por esto Leibnitz opinó que la persecución de las tres grandes quimeras, -tria magna inania-: la cuadratura del círculo, la piedra filosofal y el movimiento perpetuo, ha sido ocasión de esfuerzos y experiencias en que el espíritu humano ha aprovechado más que en gran número de investigaciones donde se marcha derechamente a la verdad con adecuado instrumento y método seguro.

La más grande de las revoluciones morales nació en el seno de un villorio de Galilea, adonde no pudo alcanzar, sino en muy débil reflejo, el resplandor de las letras rabínicas. -«Y llegado el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga; y muchos oyéndole estaban atónitos, diciendo: -¿De dónde tiene éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es ésta que le es dada?... ¿No es éste el carpintero hijo de María, hermano de Santiago, y de Joseph, y de Judas, y de Simón?»... La escena del desconcierto de los doctores de la Ley frente a la ciencia infusa del sublime niño que no ha pasado bajo la férula de su enseñanza, tiene un profundo e imperecedero sentido. Obras y nombres menos altos, pero gloriosos, lo confirman en todo tiempo. La fuerza de originalidad con que Ambrosio Paré sentó los fundamentos de la cirugía moderna, acudiendo a los medios experimentales, algo debe, sin duda, a la relativa independencia, en que permaneció su juventud, de la autoridad de los antiguos, por su desconocimiento de las lenguas sabias, en cuyos caracteres volvía a luz la doctrina de los Hipócrates, Galenos y Albucasis. Bernardo de Palissy fue un desamparado de la escuela, a quien la libertad de su ignorancia permitió pasar los falsos límites de la ciencia de su siglo. Si Burns hubiera estudiado los preceptos de Blair, ¿habría desatado sobre una literatura artificiosa su olada de fertilizante y oportuna barbarie?... Tipo del innovador sin disciplinadas letras es Rousseau. Su intrepidez rebelde; su despreocupación de la verdad inconcusa; su valor para esgrimir la irreverente paradoja; aquel ingenuo sofisma, tan lleno de alumbramientos y gérmenes felices, ofrecen juntos todos los excesos y todas las ventajas de la originalidad semi-inculta. Otro tanto podría decirse de Sarmiento en nuestro escenario americano. Con este mismo orden de hechos se relaciona el caso de que los espíritus de más fuerza inventiva en una ciencia o un arte, suelen ser extraños a ellos por su consagración profesional, y haber tocado en tal arte o ciencia sólo como pasajera desviación de su camino, ya apurando una particularidad de sus estudios propios, ya por simple curiosidad y esparcimiento.

La cultura de la inteligencia ha de procurar unir a sus inmensos beneficios los que son peculiares y característicos de una relativa ignorancia, apropiándose de éstos por la libertad que, en medio de su disciplina, consienta al espíritu; por los hábitos de investigación personal que en él estimule; y por el don de sugerir y abrir vistas sobre lo que queda más allá de las soluciones y verdades concretas.




ArribaAbajo- LXXVI -

Engaños de la imitación cuando no se concilia con la autonomía de la personalidad. Falsedad radical de las escuelas.


La imitación es poderosa fuerza movedora de energías y aptitudes latentes, mientras deja íntegra y en punto la personalidad, limitándose a excitar el natural desenvolvimiento de ella. Pero cuando la personalidad, por naturaleza, no existe, o cuando un supersticioso culto del modelo la inhibe y anula, la imitación no es resplandor que guía, sino bruma que engaña. Frecuente es que ella obre, desde luego, como origen de falsas vocaciones, extraviando el concepto que de su propio contenido y virtualidad forma el espíritu, y estimulando una ilusión de aptitud, que es a la vocación verdadera lo que a la libre actividad del hombre despierto, el movimiento maquinal con que el hipnotizado realiza los mandatos de la voluntad que lo subyuga.

En el camino de todo género de superioridad, de las que mantienen sobre la conciencia de las sociedades humanas una enérgica y persistente sugestión, corre siempre una muchedumbre de engañados, en quienes el sonambulismo que aquella fuerza superior produce, no se detiene en sus pasivas formas de admiración y de creencia, sino que asume la forma activa de la emulación, del remedo, del anch'io... Y si, en los más, esto importa apenas una manifestación de la ausencia de personalidad y sello propio, a que de todas suertes estaría sujeto su espíritu, en algunos de esos engañados hay tal vez la virtualidad de una aptitud superior y distinta, que perdió la conciencia de sí ofuscada por el sentimiento ilusorio de la otra, y que acaso no se revelará jamás, ya perdida el alma en una dirección que no es la que le fue señalada por la naturaleza.

Entre los antiguos era fama que, cuando Platón llegó a Siracusa, y Dionisio el tirano mostró deseos de iniciarse, con las lecciones del filósofo, en el estudio de la geometría, una legión inesperada de geómetras apareció de pronto en la corte de Dionisio, y su palacio se llenaba a toda hora de las nubes de polvo que levantaba la gente cortesana trazando figuras. Luego, hastiado el tirano de la ciencia, los geómetras pasaron con la facilidad de aquellas nubes de polvo. Inclinaciones de no más firme origen son muchas de las que parecen venir, por su fervor, de hondo e instintivo impulso: el alma enajenada por el magnetismo de la imitación piensa obedecer a una divina voz que le habla de adentro, y no obedece sino a la voz exterior y grosera de un pastor que reúne su hato...

Pero aun cuando la vocación sea verdadera y nacida de la íntima posesión de la aptitud, para su disciplina y desenvolvimiento suele obrar también la imitación como fuerza excéntrica y perturbadora. Así, en arte, toda gran personalidad que triunfa e impera, arrastra en su séquito, junto con los secuaces que tienen real afinidad con su espíritu, multitud de otros secuaces apartados de su tendencia natural y espontánea y de los procedimientos que les serían congeniales, por la fascinación de aquel ejemplo glorioso. ¡Cuándo nos persuadiremos de que los caracteres por que se distinguen las escuelas de arte: la propensión a lo real o a lo ideal, a la libertad o al orden severo, al subjetivismo o a la impersonalidad, son diferencias que atañen a la historia y clasificación de los espíritus, mucho más que a la potestad disciplinaria de las ideas; y de tal modo ha de considerárselas, no ya respetando, sino suscitando y favoreciendo en cada cual la espontaneidad del impulso venido de lo hondo de sí mismo! Cuando así se entendiera, la más anárquica, fecunda y deliciosa paz pondría en simultánea eflorescencia la infinita extensión de la fantasía; pero es grande el poder de las fórmulas, y por mucho que se alardee de amplitud, la tiranía del gusto de una época produce al fin, fuera de algunos espíritus solitarios, una falsa uniformidad, que se logra siempre a costa de buena parte de naturalezas violentadas y sacadas de quicio.

Tener conciencia clara del carácter de las facultades propias, cuando una avasalladora norma exterior impone modelos y procedimientos, por todos acatados, es punto de observación difícil; y orientarse según los datos de esa misma conciencia, cuando ellos pugnan con los caracteres que halagan a la afición común y a la fama, suele ser acto de resolución heroica. Pero de esta resolución nace la gloria de bronce que prevalece cuando se han fundido las glorias de cera; tanto más si lo que se ha levantado sobre la corriente no es sólo la natural propensión de las facultades propias, sino también más altos fueros e ideas. La virtud intelectual de más subidos quilates, es, sin duda, la que consiste en la sinceridad y estoicidad necesarias para salvar, en épocas de obscurecimiento de la razón o de extravío del gusto, la independencia de juicio y la entereza del temperamento personal, renunciando a transitorias predilecciones de la fama, con tal de llevar la aptitud por su rumbo cierto y seguro: el que dejará constituida la personalidad y en su punto la obra, aunque esto importe alejarse, al paso que se avanza, del lado donde resuenan los aplausos del circo.





ArribaAbajo- LXXVII -

Vocaciones malogradas. «Ven, muerte, tan escondida...». Andrés Chénier.


Sabemos ya cómo el medio ingrato deja sin nacer superiores aptitudes, y cómo en ciertos casos empequeñece y deforma, por la adaptación a límites mezquinos, la función de aquellas mismas a que consiente vivir. Otro maleficio de las cosas que clasificamos bajo el nombre de medio es el que se traduce por las vocaciones nobles, que, ya después de definidas y entradas en acto, la indiferencia común interrumpe y hiela, de modo que no reducen sólo su virtualidad y energía manteniéndose dentro de su peculiar actividad, sino que renuncian para siempre a ésta; y habiendo comenzado el espíritu su paso por el mundo con un soberano arranque de vuelo, lo continúa y termina ¡lastimoso tránsito! sin una aspiración que exceda de la vida vulgar.

Una de las raíces de la inferioridad de la cultura de nuestra América para la producción de belleza o verdad, consiste en que los espíritus capaces de producir abandonan, en su mayor parte, la obra antes de alcanzar la madurez. El cultivo de la ciencia, la literatura o el arte, suele ser, en tierra de América, flor de la mocedad, muerta apenas la Naturaleza comenzaba a preparar la transición del fruto. Esta temprana pérdida, cuando la superior perseverancia de la voluntad no se encrespa para impedirla, es la imposición del hado social, que prevalece sobre la espontánea energía de las almas no bien se ha agotado en ellas el dinamismo de la juventud: ese impulso de inercia de la fuerza adquirida cuando somos lanzados de lo alto a la escena del mundo. Muere el obrero noble que había en el alma, y la muerte viene para él, como en la antigua copla, escondida:

Ven, muerte, tan escondida...

Se extenúa o se paraliza la aptitud, a imitación de esas corrientes perezosas que, faltas de empuje y de pendiente, quedan poco a poco embebidas en las arenas del desierto, o se duermen, sin llegar a la mar, en mansos estanques. El bosquejo como forma definitiva, la promesa como término de gloria: tales han sido hasta hoy, en pensamiento y arte, las originalidades autóctonas de América.


Aún hay, más tristes que las que hiela lo ingrato del ambiente en connivencia con lo flaco de la voluntad, otras esperanzas perdidas. Pero sobre éstas no cabe sino piedad y silencio. Son aquellas ¡ay! que excitan en el alma los sentimientos más graves y angustiosos que puedan conmoverla, en cuanto a la realidad del orden del mundo y de la justicia que cabe en las leyes que lo rigen. Los destinos segados por temprana muerte, ésa en que el poeta antiguo vio una prenda de amor de los dioses, son el agravio que nunca olvida la esperanza. Para estos destinos, existe una personificación (ya aletea acaso en tu recuerdo) quizá más típica que cualquiera otra: por la inmensidad de los secretos de belleza que se llevó a las sombras de lo desconocido, y por el modo cómo inmortalizó, expresándola, la conciencia de su propio infortunio: la personificación de Andrés Chénier, arrastrado a la muerte cuando el albor de su genio; arrastrado a la muerte en el carro de ignominia, donde, golpeando su frente, afirmó que algo había tras ella, mientras quedaban, de su cosecha en la viña antigua, unas pocas ánforas llenas, que la posteridad desenterró cuando la calma volvió al mundo: así un resto de vino añejado en cántaros de Formio, que los nietos del viñador encontraran, removiendo la tierra, después del paso de los bárbaros.




ArribaAbajo- LXXVIII -

Áyax.


... Florecía el jacinto en los prados de Laconia y a márgenes del Tíber, y había una especie de él cuya flor tenía estampados, sobre cada uno de los pétalos, dos signos de color obscuro. El uno imitaba el dibujo de una alpha; el otro el de una i griega. La imaginación antigua se apropió de esto como de toda singularidad y capricho de las cosas. En la égloga tercera de Virgilio, Menalcas propone, por enigma, a Palemón, cuál es la flor que lleva escrito un nombre augusto. Alude a que con las dos letras del jacinto da comienzo el nombre de Áyax, el héroe homérico que envuelto por la niebla en densas sombras, pide a los dioses luz, sólo luz, para luchar, aun cuando sea contra ellos.

En tiempos en que Roma congregaba todas las filosofías, vivió en ella Lupercio, geómetra y filósofo. De un amor juvenil tuvo Lupercio una hija a quien dio el nombre de Urania y educó en la afición de la sabiduría. Imaginemos a Hipatia en un albor de adolescencia: candorosa alma de invernáculo sobre la cual los ojos habían reflejado tan intensamente la luz que parte de las Ideas increadas y baña la tersa faz de los papiros, como poco y en reducido espacio la luz real que el sol derrama sobre la palpitación de la Naturaleza. Nada sabía del campo. Cierto día, una ráfaga que vino de lo espontáneo y misterioso de los sentimientos, llamóla a conocer la agreste extensión. Dejó su encierro. Desentumida el alma por el contento de la fuga, vio extenderse ante sí, bajo la frescura matinal, el Agro romano. La tierra sonreía, toda llena de flores. Junto a una pared en ruina el manso viento mecía unas de color azul, que fueron gratas a Urania. Eran seis, dispuestas en espiga a la extremidad de esbelto bohordo, cuya graciosa cimbra arrancaba de entre hojas comparables a unos glaucos puñales. Urania se inclinó sobre las flores de jacinto; y más que con la suavidad de su fragancia, se embelesó con aquellas dos letras, que provocaron en su espíritu la ilusión de una Naturaleza sellada por los signos de la inteligencia. Aún fue mayor su hechizo al columbrar que, como impresión de la Idea soberana, era el nombre de Áyax el que estaba así desparramado sobre lo más limpio y primoroso de la corteza del mundo; segura prenda -pensó- de que, por encima de los dioses, resplandece la luz que Áyax pidió para vencerlos... Pero las flores no tenían sino dos letras de aquel nombre, y en Urania dominaba un concepto sobrado ideal del orden infinito para creer que, una vez el nombre comenzado por mano de la Naturaleza, hubiera podido quedar, como en aquellas flores, inconcluso. Ocurrió en vano a nuevos bohordos de jacinto. Quizá las letras que faltaban se hallarían sobre las hojas de otras flores. Grande era lo visible del campo, y en toda su extensión variadas flores lo esmaltaban. Buscando las letras terminales aventuróse Urania campo adentro. Miró en las margaritas, mártires diezmadas por la rueda y el casco; en las rojinegras amapolas; en los narcisos, que guardan oro entre la nieve; en los pálidos lirios; en las violetas, amigas de la esquividad; llegó a la orilla de una charca donde frescos nenúfares mentían imágenes del sueño de la onda dormida. Todo en vano... Tanto se había obstinado en la búsqueda que ya se aproximaba la noche. Contó su cuita a un boyero que recogía su hato, y él se rió de su candor. Cansada, y triste con la decepción que desvanecía su sueño de una Naturaleza sellada por las cifras de las ideas, volvió el paso a la ciudad, que extendía, frente adonde se había abismado el sol, su sombra enorme.

Eacute;ste fue el día de campo de Urania. En presencia de los destinos incompletos; de la risueña vida cortada en sus albores; del bien que promete y no madura, ¡quién no ha experimentado alguna vez el sentimiento con que se preguntaba Urania cómo la Naturaleza pudo no completar en ninguna parte el nombre de Áyax habiendo impreso las dos primeras letras en la corola del jacinto!...





ArribaAbajo- LXXIX -

Resumen: vocación y aptitud.


La aptitud, en lo que tiene de virtual y primitivo, es secreto de la Naturaleza. El arte de la educación que obre sin conocimiento de este límite, llegará fatalmente a la conclusión de Bernardo el Trevisano, cuando, después de consumir su existencia en los misterios de la crisopeya, afirmó con desengaño, ante la vanidad de sus ennegrecidas retortas: Para hacer oro, es necesario oro... Pero el precioso metal no está siempre en el haz de la tierra, ni en las arenas que dejan en sus márgenes las corrientes auríferas, sino, a menudo, retraído de la vista humana, en hondos veneros, en cuevas recónditas y obscuras, donde es menester ir a buscarlo. Ni menos está siempre, en su natural condición, limpio y luciente, sino las más veces impuro, mezclado con la escoria, que lo confunde dentro de su grosera apariencia, antes de que el fuego le hinque la garra y quede apto para que lo consagre el cincel del artífice.

La vocación es el sentimiento íntimo de una aptitud; la vocación es el aviso por que la aptitud se reconoce a sí propia y busca instintivamente sus medios de desenvolvimiento. Pero no siempre vocación y aptitud van de la mano. En aquellas mismas ocasiones en que las enlaza un solo objeto, no siempre guardan justa correspondencia y proporción. Y si no cabe producir artificiosamente la aptitud superior allí donde por naturaleza no existe, cabe despertarla cuando ella no es consciente de sí; cabe formarla donde permanece incierta y desorganizada; cabe robustecerla, mediante la doctrina, la educación y la costumbre; cabe dotarla de la energía de voluntad con que venza los obstáculos del mundo; cabe sustituirla, si acaso pierde su virtud, removiendo el fondo obscuro del alma, donde duermen tal vez disposiciones y gérmenes latentes; cabe dilatarla, por este mismo hallazgo de nuevas aptitudes, aun cuando la primera persista y prevalezca entre las otras; cabe en fin, suscitar amor por ella, cuando en el alma donde habita la esterilicen indiferencia o desvío, y disuadir el amor vano, y desarraigar la falsa vocación, allí donde la aptitud no sea más que sombra ilusoria.





ArribaAbajo- LXXX -

Quien no avanza, retrocede. El cambio ha de armonizarse con el orden. La inquietud del febricitante.


REFORMARSE ES VIVIR. Aun fuera de los casos en que es menester levantar del fondo de uno mismo la personalidad verdadera, falseada por sortilegios del mundo; y aun fuera de aquellos otros en que un hado inconjurable se opone al paso de la vocación que se seguía, del propósito en que se hallaba norma, la tendencia a modificarse y renovarse es natural virtualidad del alma que realmente vive; y esta virtualidad se manifiesta así en el pensamiento como en la acción.

Cuanto más emancipado y fuerte un espíritu, cuanto más señor y dueño de sí, tanto más capaz de adaptar, por su libre iniciativa o por participación consciente en la obra de la necesidad, la dirección de sus ideas y sus actos, según los cambios de tiempo, de lugar, de condiciones circunstantes; según su propio desenvolvimiento interior y el resultado de su deliberación y su experiencia. Y cuanto más pujante y fervorosa la vida, tanto más intenso el anhelo de renovarla y ensancharla. Sólo con la regresión y el empobrecimiento vital empiezan la desconfianza de lo nuevo y el temor a romper la autoridad de la costumbre. Quien en su existencia no se siente estimulado a avanzar, quien no avanza, retrocede. No hay estación posible en la corriente cuyo curso debemos remontar, dominando las rápidas ondas: o el impulso propio nos saca adelante, o la corriente nos lleva hacia atrás. El batelero de Virgilio es cada uno de nosotros; las aguas sobre que boga son las fuerzas que gobiernan el mundo.

Pero esta renovación continua precisa armonizarse, como todo movimiento que haya de tener finalidad y eficacia, con el principio soberano del orden; nuestro deseo de cambio y novedad ha de someterse, como todo deseo que no concluya en fuego fatuo, a la razón, que lo defina y oriente, y a la energía voluntaria, que lo guíe a su adecuada realización. No siempre una inaplacable inquietud, como signo revelador de un carácter, es manifestación de exuberancia y de fuerza. La disconformidad respecto de las condiciones de lo actual, la aspiración a cosa nueva o mejor, cuando no estén determinados racionalmente y no se traduzcan en acción resuelta y constante, serán fiebre que devora y no calor que infunde vida: el desasosiego estéril es, tanto como la quietud soporosa, una dolencia de la voluntad.

Repara, pues, en que hay dos modos contrarios de ceder a la indefinida sustitución de los deseos. Es el uno propio de espíritus hastiados antes del goce, fatigados antes de la acción; incapaces de hallar su ambiente en ninguna forma de la actividad y ningún empleo de la vida, porque a ninguno han de aplicarse con sinceridad y aliento; espíritus que son como vanas y volanderas semillas, que, a la merced del aire, caen cien veces en la tierra y otras tantas veces se levantan, hasta trocarse, disueltas, en polvo del camino. En ellos, la ansiedad perpetua del cambio no es más que la señal de un mal interior. Se trata entonces de la desazón del calenturiento, de la incapacidad del enervado, de la imperseverancia del que se agita y consume entre las representaciones contradictorias de la duda. Pero hay también el anhelo de renovación que es signo de vida, de salud; impulso de adelanto, sostenido por la constancia de la acción enérgica, rítmica y fecunda, que, por lo mismo que triunfa y se realza al fin de cada aplicación parcial, no se satisface ni apacigua con ella; antes la mira sólo como un peldaño que ha de dejar atrás en su ascensión, y mide la grandeza del triunfo, no tanto por la magnitud del bien que él le franquea, cuanto por la proporción que le ofrece de aspirar a mayor bien.

Si comparas la angustiada inquietud de los primeros con la agitación del enfermo que busca ansiosamente una postura que alivie su dolor, y no la encuentra a pesar de sus esfuerzos desesperados y tenaces, reconocerás la imagen del alma a quien la virtud de su firme voluntad renueva, en el viajero que sube una pendiente, un fresco día de Otoño; por acicate, la brisa tónica y fragante; y que cada vez que pone el pie en el suelo, con el sentimiento de placer que nace del libre despliegue de nuestras energías, de la elasticidad de los músculos vigorosos y del ímpetu de la sangre encendida en las puras ondas del aire, experimenta el redoblado deseo de subir, de subir más, hasta enseñorearse de la cumbre que levanta, allá lejos, su frente luminosa.

Detestan enfermo y viajero la quietud; sienten ambos la necesidad de modificar, a cada instante, la posición de su cuerpo; de sustituir cada uno de sus movimientos por otro; pero mientras los del enfermo se suceden desordenados, inconexos, y disipan su fuerza en fatiga dolorosa e inútil, ordenados y fáciles los del viajero, son la expresión de una energía que sostiene su actividad sin atormentarse y contenta al deseo sin extinguirlo.




ArribaAbajo- LXXXI -

Vulgar facilidad para el cambio por deficiencia de personalidad.


Frecuente es en el vulgo de los caracteres esa misma condición del cambio desconcertado y baldío, que diferenciamos de la plasticidad del carácter superior; pero no manifestándose ya con angustia y pena y por enfermedad del ánimo, como en el caso del febricitante, sino de modo fácil y espontáneo y por natural deficiencia de personalidad. Si distinta del movimiento que lleva adelante a quien lo ejecuta es la agitación que engendra en el alma enferma la fiebre, no lo son menos la inconstancia e instabilidad de aquel que, no teniendo constituido un carácter propio, se refunde, dócil y variabilísimamente, en deseos, propósitos y gustos, al tenor de las sugestiones de cada tiempo y lugar, sin saber oponerles fuerza alguna de resistencia ni reacción. El carácter así indeterminado y flotante recorre con celeridad pasmosa todo el círculo de la vida moral; pasa por sobre términos de transición que a los demás exigirían laborioso esfuerzo; responde indistintamente a los más varios motivos; pero esta disposición para el cambio instantáneo, sin afán y sin lucha, lejos de ser favorable, es esencialmente opuesta a la aptitud de las modificaciones medidas y orientadas, en que consiste la superioridad del carácter capaz de orgánico desenvolvimiento. Ni la iniciativa propia, ni la moción y ejemplo de otros, tendrán poder de suscitar en el alma privada de cierta energía retentiva de su ser personal, una dirección de conducta que no esté expuesta a fracasar y ser sustituida, sin razón ni ventaja, con el más mínimo trueque de influencias. El cambio consciente y ordenado implica, pues, fuerza y constancia de personalidad, con que ésta se habilite para esculpirse y retocarse a sí misma. Las construcciones de la educación han menester de un firme cimiento personal, sin cuyo apoyo equivaldrán a edificar sobre las olas. Echar las bases de una personalidad, si ella no está aún firmemente instituida, es paso previo a la obra de removerla y reformarla.




ArribaAbajo- LXXXII -

Ejemplo típico de renovación personal. El espíritu de Goethe.


El más alto, perfecto y típico ejemplar de vida progresiva, gobernada por un principio de constante renovación y de aprendizaje infatigable, que nos ofrezca, en lo moderno, la historia natural de los espíritus, es, sin duda, el de Goethe. Ninguna alma más cambiante que aquélla, vasta como el mar y como él libérrima e incoercible; ninguna más rica en formas múltiples; pero esta perpetua inquietud y diversidad, lejos de ser movimiento vano, dispersión estéril, son el hercúleo trabajo de engrandecimiento y perfección, de una naturaleza dotada, en mayor grado que otra alguna, de la aptitud del cultivo propio; son obra viva en la empresa de erigir lo que él llamaba, con majestuosa imagen, la pirámide de su existencia.

Retocar los lineamientos de su personalidad, a la manera del descontentadizo pintor que nunca logra estar en paz con su tela; ganar, a cada paso del tiempo, en extensión, en intensidad, en fuerza, en armonía; y para esto, vencer cotidianamente un límite más: verificar una nueva aleccionadora experiencia; participar, ya por directa impresión, ya por simpatía humana, de un sentimiento ignorado; penetrar una idea desconocida o enigmática, comprender un carácter divergente del propio: tal es la norma de esta vida, que sube, en espiral gigantesca, hasta circunscribir el más amplio y espléndido horizonte que hayan dominado jamás ojos humanos. Por eso, tanto como la inacción que paraliza y enerva, odia la monotonía, la uniformidad, la repetición de sí mismo, que son el modo como la inercia se disfraza de acción. Para su grande espíritu es alto don del hombre la inconsecuencia, porque habla de la inconsecuencia del que se mejora; y no importan las contradicciones flaqueza, si son las contradicciones del que se depura y rectifica.

Todo en él contribuye a un proceso de renovación incesante: inteligencia, sentimiento, voluntad. Su afán infinito de saber, difundido por cuanto abarcan la naturaleza y el espíritu, aporta sin descanso nuevos combustibles a la hoguera devoradora de su pensamiento; y cada forma de arte, cada manera de ciencia, en que pone la mano, le brindan, como en arras de sus amores, una original hermosura, una insospechada verdad. Incapaz de contenerse en los límites de un sistema o una escuela; reacio a toda disciplina que trabe el arranque espontáneo y sincero de su reflexión, su filosofía es, con la luz de cada aurora, cosa nueva, porque nace, no de un formalismo lógico, sino del vivo y fundente seno de un alma. Cuanto trae hasta él al través del espacio y el tiempo, el eco de una grande aspiración humana, un credo de fe, un sueño de heroísmo o de belleza, es imán de su interés y simpatía. Y a este carácter dinámico de su pensamiento, corresponde idéntico atributo en su sensibilidad. Se lanza, ávido de combates y deleites, a la realidad del mundo; quiere apurar la experiencia de su corazón hasta agotar la copa de la vida; perennemente ama, perennemente anhela; pero cuida de remover sus deseos y pasiones de modo que no le posean sino hasta el instante en que pueden cooperar a la obra de su perfeccionamiento. No fue más siervo de un afecto inmutable que de una idea exclusiva. Agotada en su alma la fuerza vivificadora, o la balsámica virtud, de una pasión; reducida ésta a impulso de inercia o a dejo ingrato y malsano, se apresura a reivindicar su libertad; y perpetuando en forma de arte el recuerdo de lo que sintió, acude, por espontáneo arranque de la vida, al reclamo del amor nuevo. Sobre toda esta efervescencia de su mundo interior, se cierne, siempre emancipada y potente, la fuerza indomable de su voluntad. Se dilata y renueva y reproduce en la acción, no menos que en las ideas y en los afectos. Su esperanza es como el natural resplandor de su energía. Nunca el amargo sabor de la derrota es para él sino el estímulo de nuevas luchas; ni la salud perdida, la dicha malograda, la gloria que palidece y flaquea, se resisten largamente a las reacciones de su voluntad heroica. Tomado a brazo partido con el tiempo para forzarle a dar capacidad a cuantos propósitos acumula y concierta, multiplica los años con el coeficiente de su actividad sobrehumana. No hay en su vida sol que ilumine la imitación maquinal, el desfallecido reflejo, de lo que alumbraron los otros. Cada día es un renuevo de originalidad para él. Cada día, distinto; cada día, más amplio; cada día, mejor; cada uno de ellos, consagrado, como un Sísifo de su propia persona, a levantar otro Goethe de las profundidades de su alma, nunca cesa de atormentarle el pensamiento de que dejará la concepción de su destino incompleta: ambicionaría mirar por los ojos de todos, reproducir en su interior la infinita complejidad del drama humano, identificarse con cuanto tiene ser, sumergirse en las mismas fuentes de la vida... Llega así al pináculo de su ancianidad gloriosa, aún más capaz y abierta que sus verdes años, y expira pidiendo más luz, y este anhelo sublime es como el sello estampado en su existencia y su genio, porque traduce a la vez, el ansia de saber en que perseveró su espíritu insaciable, y la necesidad de expansión que acicateó su vitalidad inmensa...




ArribaAbajo- LXXXIII -

El dilettantismo. Complejidad del alma contemporánea.


Tal es el anhelo de renovarse cuando lo mueve y orienta un propósito de educación humana y cuando se sanciona y realiza por la eficacia de la acción. Si la finalidad, y el orden que la finalidad impone, faltan; si la realización activa falta también, quédase aquel deseo en el prurito de transformación intelectual característico del dilettante. El dilettantismo no es sino el anhelo indefinido de renovación, privado de una idea que lo encauce y gobierne, y defraudado por la parálisis de la voluntad, que lo retiene en los límites de la actitud contemplativa.

De lo que el impulso de renovación encierra virtualmente de fecundo y hermoso, nacen todas las superioridades y prestigios que en el espíritu del dilettante concurren y que le redimen, para la contemplación y la crítica, de aquello que su filosofía entraña de funesto si se la toma como concepción de la vida y escuela de entendimiento práctico. El don de universal simpatía; el interés por toda cosa que vive, en la realidad o en pensamiento de hombre; la curiosidad solícita; la comprensión penetrante y vivaz; la nostalgia de cuanto aún permanece ignorado; la aversión por las eliminaciones y proscripciones absolutas: tales son los puntos de contacto entre el dilettante y el temperamento de veras amplio y perfectible. Y por esta su parte de virtudes, el dilettantismo nos representa hoy en lo mejor que de característico nos queda, y es, en algún modo, la forma natural de los espíritus contemporáneos, como fueron la intolerancia y la pasión la forma natural de los espíritus en las épocas enterizas y heroicas.

El fondo múltiple, que es propio de la humana naturaleza, lo es en nuestro tiempo con más intensidad que nunca. De las vertientes del pasado vienen, más que en ninguna ocasión vinieron, distintas corrientes sobre nosotros, posteridad de abuelos enemigos que no han cesado de darse guerra en nuestra sangre; almas de esparcidísimos orígenes, en las que se congrega el genio de muchos pueblos, el jugo de muchas tierras, la pertinaz esencia de diferentes civilizaciones. Y aun más compleja y contradictoria que la personalidad que recibimos en esbozo de la naturaleza, es, en nosotros, la parte de personalidad adquirida: aquélla que se agrega a la otra, y la complementa e integra, por la acción del medio en que la vida pasa. Cada una de esas grandes fuerzas de sugestión, de esas grandes asociaciones de ejemplos, de sentimientos, de ideas, en que se reparte la total influencia del ambiente donde están sumergidas nuestras almas: la sociedad con que vivimos inmediatamente en relación, los libros que remueven el curso de nuestro pensamiento, la profesión en que se encauza nuestra actividad, la comunión de ideas bajo cuyas banderas militamos; cada una de estas sugestiones, es una energía que a menudo obra divergentemente de las otras. Este inmenso organismo moral que del mundo, para nuestros abuelos dividido en almas nacionales, como en islas el archipiélago, han hecho la comunicación constante y fácil, el intercambio de ideas, la tolerancia religiosa, la curiosidad cosmopolita, el hilo del telégrafo, la nave de vapor, nos envuelve en una red de solicitaciones continuas y cambiantes. Del tiempo muerto, de la humanidad que ya no es, no sólo vienen a nosotros muchas y muy diversas influencias por la complexidad de nuestro origen étnico, sino que el número e intensidad de estas influencias se multiplican a favor de ese maravilloso sentido de simpatía histórica, de esa segunda vista del pasado, que ha sido, en los últimos cien años, uno de los más interesantes caracteres, y una iluminación cuasi profética, de la actividad espiritual. Ninguna edad como la nuestra ha comprendido el alma de las civilizaciones que pasaron y la ha evocado a nueva vida, valiéndose de la taumaturgia de la imaginación y el sentimiento; y por este medio también, el pasado es para nosotros un magnetizador capaz de imponernos sugestiones hondas y tenaces, no limitadas ya, como cuando el entusiasmo histórico del Renacimiento, al legado y el genio de una sola civilización, sino procedentes de donde quiera que la humanidad ha perseguido un objetivo ideal y volcado en troquel nuevo y enérgico su espíritu. La anulación de las diferencias sociales suscita, para las aspiraciones de cada uno, vías divergentes y contrapuestos llamados que se lo disputan, en vez del camino raso e invariable prescripto antes por la fatalidad de la condición social y del ejemplo paterno. Tan poderosos motivos de diversidad y competencia interior, entrecruzándose, multiplicándose en virtud de la imitación recíproca, que adquiere eficacísimo instrumento con la prodigiosa difusión del pensamiento escrito, o si decimos mejor: del alma escrita (porque lo que se transmite en las letras es también, y con superior dominio, sensibilidad y voluntad): tan poderosos motivos, hacen de nuestro desenvolvimiento personal una perenne elección entre propuestas infinitas. Alma musical es la nuestra; alma forjada como de la substancia de la música; vaga, cambiante e incoercible; y a ello se debe que esa arte sin vestidura carnal sea la que, mejor que otra alguna, nos resume y expresa; al modo como la firme precisión y la olímpica serenidad de la estatua son la imagen fiel de la actitud de permanencia y sosiego con que nos figuramos, por su menor o menos inarmónica complejidad, el alma de las razas antiguas.




ArribaAbajo- LXXXIV -

Diferencia entre el dilettantismo y la renovación positiva de la personalidad.


Hay, pues, en el dilettantismo un fondo que concuerda con la virtualidad más espontánea y noble del espíritu de nuestra civilización. Pero el dilettante, que tiene infinitamente activas la inteligencia, la sensibilidad artística y la fantasía, tiene inactiva y yerta la voluntad; y éste es el abismo que lo separa de aquel superior linaje de temperamentos, que hemos personificado en la grande alma de Goethe. La incapacidad de querer del dilettante, su radical ineptitud para la obra de formar y dirigir la personalidad propia, reducen el movimiento interior de su conciencia a un espectáculo en que ella se ofrece a sí misma como inagotable panorama. Bástale con la renovación y la movilidad que tienen su término en las representaciones de la fantasía; bástale con la sombra y la apariencia. Así, todo es digno de contemplación para él; nada lo es de anhelo real, de voluntad afirmativa; todo merece el esfuerzo de la mente puesta a comprender o imaginar; nada el esfuerzo de la voluntad aplicada a obra viva y concreta. No cuida el dilettante del desenvolvimiento de su personalidad, porque ha renunciado a ella de antemano: desmenuza y dispersa su yo en el ámbito del mundo; se impersonaliza; y gusta la voluptuosidad que procede de esta liberación respecto de su ser individual; liberación por cuya virtud llega a hacer del propio espíritu una potencia ilimitada, capaz de modelarse transitoriamente según toda personalidad y toda forma. No aspira su razón a una certidumbre, porque aun cuando reconociera medio de hallarla, se atendría al desfile pintoresco de las conjeturas posibles. No acata un imperativo su conciencia, porque es el instinto del buen gusto la sola brújula de su nave indolente.

En el espíritu activo al par que amplio y educable, el movimiento de renovación es, por lo contrario, obra real y fecunda, limitada y regida mediante las reacciones de una voluntad que lleva por norma la integración de un carácter personal. Mientras, en el dilettante, las impresiones, los sentimientos, las doctrinas, a que, con indistinto amor, franquea su conciencia, se suceden en vagabundo capricho, y pasan como las ondas sobre el agua, aquél que se renueva de verdad escoge y recoge, en la extensión por donde activamente se difunde: cosecha, para el fondo real de su carácter, para el acervo de sus ideas; relaciona lo que disperso halló, triunfa de disonancias y contradicciones transitorias, y ordena, dentro de la unidad de su alma, como por círculos concéntricos, sus adquisiciones sucesivas, engrandeciendo de esta suerte el campo de su personalidad, cuyo centro: la voluntad que mantiene viva la acción y la dirige, persiste y queda siempre en su punto, como uno permanece el común centro de los círculos, aun cuando se les reproduzca y dilate infinitamente. En tanto que, en la contemplación inmóvil de sus sueños, se anula Hamlet para la realidad de la vida, el alma de Fausto, como el espíritu que su magia evoca, en la tempestad de la acción se renueva; es un torbellino; sube y baja. No envenena y marchita el alma de este temple las raíces de la voluntad con los sofismas del renunciamiento perezoso: no teme conocer la realidad de lo soñado, ni probar la pena del esfuerzo, ni adelanta y da por cierta la saciedad; sino que, mientras permanece en el mundo, aspira y lucha; y de las sugestiones del desencanto y el hastío, adquiere luz con que emprender nuevos combates. Realiza la concordia y armonía entre el pensamiento y la acción, sin que la amplitud generosa del uno dañe a la seguridad y eficacia de la otra, ni el fervor de la energía voluntaria se oponga a la expansión anhelante del espíritu. Y realiza también la conciliación de las mudanzas y sustituciones propias del que se mejora, con la persistencia de la integridad individual. Lejos de descaracterizarse en el continuo cambio de las influencias, no amengua, sino que acrece, su originalidad cada día, porque cada día es en mayor proporción artífice y maestro de sí mismo. No degenera su poder de simpatía en negación de su persona; no se desvanece y absorbe en cada objeto, para despertar de este como sueño, en que el dilettante se complace, reducido a una pura virtualidad, devuelto a una fluidez indiferente e informe, apto sólo para otras personificaciones ficticias y otros sueños; sino que se sumerge en el nuevo objeto de amor para resurgir de él transfigurado, dilatado, dueño de nuevos aspectos y potencias, y con todo, más personal y más constante que nunca, como quien saliera de un mirífico baño de energía, inteligencia y juventud.

Remedo es el dilettantismo, y desorden; orden y realidad, la vida activa y perfectible. Así como antes discernimos la positiva renovación de la personalidad, del equilibrio instable en que vive aquel que de personalidad carece, y de la inquietud angustiada y estéril del calenturiento, sepamos discernirla también de la vana y tentadora ilusión del dilettante.




ArribaAbajo- LXXXV -

Renovación falaz y artificiosa. Alcibíades.


Aún hay otro falso modo de flexibilidad de espíritu, que importa separar de aquella que de veras renueva y enriquece los elementos de la vida moral; y es el que consiste en la aptitud del cambio activo, pero puramente exterior y habilidoso; ordenado a cierto designio y finalidad, pero no a los de una superior cultura de uno mismo; suficiente para recorrer, en movimiento serpeante, las condiciones y los círculos más opuestos, ganando en destreza y ciencia práctica, pero no en la ciencia austera del perfeccionamiento interior, ni con moción honda de la personalidad; aptitud histriónica, que ninguna relación íntima tiene con la noble y rara facultad en que se funda el carácter altamente educable; aunque no pocas veces logre la una ennoblecer su calidad, ante los ojos del mundo, con el simulacro y prestigio de la otra.

El talento de acción, rico en diversidad de formas y matices; la inteligencia rápida y aguda; la intuición infalible de las conveniencias de cada papel; el hechizo de una superficial virtud de simpatía; la plasticidad, como de cera, de los distintos medios de expresión, en semblante, modos y palabra: tales son los elementos con que se compone este tipo acomodaticio y flexible, leve y sinuoso, capaz de amoldarse a toda situación, de identificarse con toda sociedad, de improvisar o suplir toda costumbre; apto para las transiciones más variadas y súbitas, no con la obediente pasividad del sugestionado y el amorfo, sino por su libre y sagaz iniciativa; tipo que es al trabajador sincero de la propia personalidad lo que al Hermes helénico, dueño de mil mañas y recaudos, pero en sentido religioso y sublime, su avatar, el Mercurio latinizado, astuto y utilitarista... El legendario abuelo de esta casta de almas es Panurgo; su personificación plebeya y andariega se llama Gil Blas; y Fígaro, si se la enfervoriza con cierta nota de poesía y entusiasmo.

Pero en la realidad de la historia, y levantándose a mucha más alta esfera de selección y de elegancia, tiene un nombre inmortal: el nombre de Alcibíades.

La gracia del proteísmo simulado y hábil fue, en este griego, como una alegre invención de la Naturaleza. Nadie más olímpicamente inmutable en su realidad de vivo mármol jovial. Nadie de alma más ajena a esos impulsos de rectificación y reforma de uno mismo, que nacen de la sinceridad del pensamiento y de la comunicación de simpatía con los sentimientos de los otros. Nadie, en lo esencial, más impenetrable a toda influencia desvinculada de aquel ambiente que era como una dilatación de su espíritu: el ambiente de Atenas. Pero Alcibíades, uno en el fondo de su natural ligero y elegante, es legión en la apariencia artificiosa y el remedo feliz. Se despoja a voluntad de todo aquello que lo transparenta y acusa; y allí donde está toma al punto la máscara típica de la raza, o de la escuela, o del gremio; de suerte que logra ser hombre representativo entre todos; y si, en Esparta, no hay quien le aventaje en el vivir austero y el temple militar, nadie le supera, en la Tracia, como bebedor y jinete; ni, en las satrapías asiáticas, por el esplendor y pompa de la vida. Si se le observa en el estrado de Aspasia, es el libertino de Atenas; si cuando asiste a las lecciones de Sócrates: es el dialoguista de El Convite; si en Potidea y en Delium: es el hoplita heroico; si en el estadio de Olimpia: es el atleta vencedor. Toma cien formas, usa cien antifaces, arregla de cien modos distintos su aspecto y sus acciones; pero nada de esto alcanza a lo íntimo, al corazón, a la conciencia; en nada se ha modificado al través de tantos cambios lo que hay de real y vivo en su personalidad. Él es siempre Alcibíades, cómico en la escena del mundo, Proteo de parodia, cifra de esa condición sinuosa y falaz del genio griego, que personifica, en la epopeya, Ulises, y por la cual Taine reconoce a este divino tramposo de la edad heroica en el argumentar de los sofistas y en las artes del greculus refinado y artero, parásito de las casas romanas.





ArribaAbajo- LXXXVI -

Los viajes como instrumento de renovación. Aureola o penumbra de nuestro «yo».


La práctica de la idea de nuestra renovación tiene un precepto máximo: el viajar. Reformarse es vivir. Viajar es reformarse.

Contra las tendencias primitivas e inferiores de la imitación, que consisten en la obediencia maquinal al ejemplo de lo aproximado y semejante a la naturaleza del imitador, de donde toma su primer impulso esa otra imitación de uno mismo que llamamos hábito, no hay energía tan eficaz como la imitación que obra en sentido nuevo y divergente de la herencia, de la costumbre y de la autoridad del temor o el afecto. Fuerza servil si se la compara con la invención y con la soberana espontaneidad de la conciencia, que son superioridades a las que no se llega de inmediato desde la imitación rutinaria, y que no cabe extender nunca a todos los pensamientos y actos de la vida, la sugestión de lo ajeno y apartado es fuerza liberadora en cuanto nos realza sobre la estrecha sociabilidad que circunscriben la familia y la patria; y además, comienza a hacer flexible y ágil el espíritu y ejercita los bríos de la voluntad, para acercarnos a esa completa emancipación del ser propio, que constituye el término ideal de una existencia progresivamente llevada.

Hay en la personalidad de cada uno de nosotros una parte difusa, que radica en las cosas que ordinariamente nos rodean: en las cosas que forman como el molde a que, desde el nacer, nos adaptamos. Trocar por otro este complemento, mudando el lugar en que se vive, es propender a modificar, en mayor o menor grado, por una relación necesaria, lo esencial y característico de la personalidad. Toda la muchedumbre de imágenes que se ordenan y sintetizan en la grande imagen de la patria: el cielo, el aire, la luz; los tintes y formas de la tierra; las líneas de los edificios; los ruidos del campo o de la calle; la fisonomía de las personas; el son de las voces conocidas: todo ese armónico conjunto, no está fuera de ti, sino que hace parte de ti mismo, y te imprime su sello, y se refleja en cada uno de tus actos y palabras: es, cuando más objetivamente se lo considere, una aureola o penumbra de tu yo. Y de esas cosas familiares que el sentir material te pone delante a toda hora, válense el hábito, la tradición, el alma anónima que brota del concierto de una sociedad humana, para uncirte a ciertas maneras de pensar, a ciertas automáticas uniformidades, a ciertas idolatrías, a ciertas obsesiones. Alejadas de tus sentidos aquellas cosas materiales, las fuerzas cautivadoras que se valen de ellas pierden gran parte de su influjo; y aunque persistan los lazos que responden a inclinaciones perdurables y sagradas de la naturaleza, aquellos otros, más endebles, que sólo nacen de hosquedad, preocupación o prejuicio, se rompen y desvanecen, a modo de los hilos de una vasta telaraña, dentro de la cual permanecía impedida, como la mosca prisionera, tu libertad de juzgar y de hacer. La expatriación de los viajes es, por eso, antídoto supremo del pensamiento rutinario, de la pasión fanática, y de toda suerte de rigidez y obcecación. Y aún puede más; y a menudo ejerce, para vencer mayores extravíos morales, si ellos arraigan en la ocasión constante y la costumbre, una inmediata virtud regeneradora; como, en el orden físico, alcanza a contener en su desenvolvimiento males inveterados, que se afirmarían para siempre sin un cambio en el método de vida y en las influencias circunstantes. El prófugo que deja atrás el teatro de su tentación y de su oprobio, presencia el espectáculo del trabajo remunerador, toma la esteva del arado, y es el colono que exprime en paz el suelo fecundo. Un ambiente impregnado de sensualidad prepara, ya desde las entrañas de la madre, el alma de la cortesana; la permanencia en él la lleva a su fatal florecimiento; la novedad del desierto la redime: tal es la historia de Manon.

En lo que siente quien de luengas tierras vuelve a la propia, suele mezclarse a la impresión de desconocimiento de las cosas con que fue íntimo y que ve de otra manera que antes, cierto desconocimiento de su misma personalidad del pasado, que allí, en el mundo donde la formó, resurge en su memoria y se proyecta ante sus ojos, como si fuese la figura de un extraño. Aquel cuento de los tratados de San Ambrosio, del amante que, para dar al olvido su pasión, busca la ausencia, y peregrina largo tiempo, hasta que, al volver, es requerido por su antigua enamorada, que le dice: «Reconóceme; soy yo, soy yo misma»; a lo que arguye él: «Pero yo ya no soy yo», presta vivos colores a una verdad psicológica que aparece más patente hoy que sabemos cuánto hay de relativo y de precario en la unidad de la persona humana; verdad, la de la respuesta, que confirma, entre tantos otros, Sully, en su admirable estudio de las «Ilusiones de la sensación y del espíritu», mostrando cómo un cambio considerable y violento de las circunstancias exteriores, no solamente tiende a determinar modificaciones profundas en nuestros sentimientos e ideas, sino que llega a conmover y escindir, aunque sea sólo parcialmente, la noción de nuestra continuidad personal.




ArribaAbajo- LXXXVII -


ArribaAbajoLa emancipación personal y la soledad.

Para burlar la sugestión del ambiente en que se vive y reivindicar la libertad interior, apartándose de él, hay dos modos de apartamiento: los viajes y la soledad. En rigor, los dos son necesarios; y una vida bien ordenada a los fines de su renovación perseverante y eficaz, sabrá conceder lugar dentro de sí a períodos de incomunicación respecto de la sociedad que sea habitualmente la suya, distribuyéndolos con sabiduría entre el recurso de la soledad y el de los viajes.

La soledad es escudo diamantino, sueño reparador, bálsamo inefable, en ciertas situaciones de alma y por determinado espacio de tiempo. Pero como medio único y constante de asegurar la plenitud de la personalidad contra las opresiones y falacias del mundo, marra la soledad, porque le faltan: un instrumento eficacísimo con que desenvolver el contenido de nuestra conciencia: la acción, y una preciosa alianza a quien fiar lo que no logre consumar de su obra: la simpatía. Sólo el sacudimiento de la acción es apto para traer a la superficie del alma todo lo que en el fondo de ésta hay posado e inerte; y sólo el estímulo de la simpatía alcanza a corroborar y sostener nuestra reacción espontánea hasta el punto que se requiere para emanciparse firmemente de los vínculos de la preocupación y la costumbre. La soledad continua ampara y fomenta conceptos engañosos, no sólo en cuanto a la realidad exterior, de cuya percepción nos aparta, sino también en cuanto a nosotros mismos, sugiriéndonos quizá, sobre nuestro propio ser y nuestras fuerzas, figuraciones que, luego, al más leve tropiezo con la realidad, han de trocarse en polvo, porque no se las valoró en las tablas de la comparación con los demás, ni se las puso a prueba en las piedras de toque de la tentación y de la lucha.




ArribaAbajoEl monje Teótimo.

Acaso nunca ha habido anacoreta que viviese en tan desapacible retiro como Teótimo, monje penitente, en alturas más propias que de penitentes, de águilas. Tras de placer y gloria, gustó lo amargo del mundo; debió su conversión al dolor; buscó un refugio, bien alto, sobre la vana agitación de los hombres; y le eligió donde la montaña era más dura, donde la roca era más árida, donde la soledad era más triste. Cumbres escuetas, de un ferruginoso color, cerraban en reducido espacio el horizonte. El suelo era como gigantesca espalda desnuda: ni árboles, ni aun rastreras matas, en él. A largos trechos, se abría en un resalte de la roca una concavidad que semejaba negra herida, y en una de ellas halló Teótimo su amparo. Todo era inmóvil y muerto en la extensión visible, a no ser un torrente que precipitaba su escaso raudal por cauce estrecho, fingiendo llantos de la roca, y las águilas que solían cruzarse entre las cimas. En esta espantosa soledad clavó Teótimo su alma, como el jirón de una bandera destrozada en lides del mundo, para que el viento de Dios la limpiase de la sangre y el cieno. Bien pronto, casi sin luchas de tentación y sin nostálgicas memorias, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido del cansancio. Logró la entera sumersión del pecho en el amor de Dios; y al paso que este amor crecía, un sentimiento intenso, lúcido, de la pequeñez humana, se concretaba dentro de él, en este diamante de la gracia: la más rendida y congojosa humildad. De las cien máscaras del pecado tomó en mayor aborrecimiento a la soberbia, que, por ser primera en el tiempo que las otras, antes que máscara del pecado le pareció su semblante natural. Y sobre la roca yerma y desolada, frente al adusto silencio de las cumbres, Teótimo vivió, sin otros pensamientos que el de la única grandeza velada allá tras la celeste bóveda que sólo en reducida parte veía, y el de su propia pequeñez e indignidad.

Pasaron años de esta suerte; largos años durante los cuales la conciencia de Teótimo sólo reflejó de su alma imágenes de abatimiento y penitencia. Si acaso alguna duda de la constancia de su piedad humilde le amargaba, ella nacía del extremo de su misma humildad. Fue condición que Teótimo había puesto en su voto, ir, una vez que pasase determinado tiempo de retiro, a visitar la tumba de sus padres, y volver luego, para siempre, al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del más cercano valle. La montaña perdía, en lo tendido de su falda, parte de su aridez, y algunas matas, rezagadas de vegetación más copiosa, interrumpían lo desnudo del suelo. Teótimo se sentó a descansar junto a una de ellas. ¿Cuántos años hacía que no posaba los ojos en una flor, en una rama, en nada de lo que compone el manto alegre y undoso colgado de los hombros del mundo?... Miró a sus pies, y vio una blanca florecilla que nacía de un tallo acamado sobre el césped; trémula, y como medrosa, con el soplo del aura. Era de una gracia suave, tímida; sin hermosura, sin aroma... Teótimo, que reparó en ella sin quererlo, se puso a contemplarla con tranquilo deleite. Mientras notaba la sencilla armonía de sus hojuelas blancas, el ritmo de sus movimientos, la gracia de su debilidad, una idea súbita nació de la contemplación de Teótimo. ¡También cuidaba el cielo de aquella tierna florecilla; también a ella destinaba un rayo de su amor, de su complacencia en la obra que vio buena!... Y esta idea no era en él grata, afectuosa, dulcemente conmovida, como acaso la tuvimos nosotros. Era amarga, y promovía, dentro de su pecho, como una hesitante rebelión. Sobre la roca yerma y desolada nunca había nublado su humildad el pensamiento que ahora le inquietaba. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? ¿El mundo no era el yermo sobre el cual, única flor, flor de espinoso cardo, el alma humana se entreabría, sabedora de no merecer la luz del cielo, pero sola en gozar del beneficio de esta luz? Vano fue que luchara por quitar los ojos del alma, de este obstinado pensamiento, porque él volvía a presentársele, cual si lo empujase a la claridad de la conciencia de Teótimo una tenaz persecución. Y tras él, sentía el eremita venir de lo hondo de su ser, un rugido cada vez más cercano..., un rugido cada vez más siniestro..., un rugido cuyo son conocía, y que brotaba de unas fauces que creyó mortalmente secas en su alma. Bastó una débil florecilla para que el monstruo oculto, la soberbia apostada tras la ilusión de la humildad, dejase, con avasallador empuje, su guarida... Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras tocaba en su pecho un rayo de sol, Teótimo, torvo y airado, puso el pie sobre la flor indefensa...






ArribaAbajo- LXXXVIII -

La soledad y la permanencia en la patria.


La reclusión en el pedazo de tierra donde se ha nacido, es soledad amplificada, o penumbra de soledad. Todos los engaños que la soledad constante e ininterrumpida cría en la imaginación del solitario, en cuanto al juicio que forma de sí mismo, suelen arraigar también en el espíritu del que no salió nunca de su patria; y cuando ha respirado el aire del extranjero, se disipan: ya se traduzca esto en desmerecimiento o en reintegración; ya sea para palpar la vanidad de la fama que le lisonjeaba entre los suyos; ya, por lo contrario, para saber que ha de estimarse en más y que puede dar de sí más que pensaba: ya como el ermitaño cuya ilusión de santidad se deshizo en presencia de la silvestre florecilla; ya como aquel que, viviendo en retraimiento e inacción, se creyera a sí propio débil y cobarde, hasta que, envuelto inopinadamente en la ocasión del peligro, desplegase un valor que él no sospechaba, y una vez adquirida la conciencia de esta superioridad, obrase en adelante estimulado por ella, subiendo el tono de su altivez y extendiendo el vuelo de sus ambiciones.




ArribaAbajo- LXXXIX -

Los viajes y nuestra capacidad de simpatía.


El viajar dilata nuestra facultad de simpatía, fuerza que obra en la imitación transformante, redimiéndonos de la reclusión y la modorra en los límites de la propia personalidad. Mientras nuestra figuración de los hombres y cosas distintos de los que nos rodean, no se apoya en el conocimiento de una parte de la realidad infinita que hay más allá de nuestro inmediato contorno, nunca tal vez las imágenes que de ellos concibamos tendrán sobre nuestra sensibilidad la fuerza de que son capaces cuando, nutrida y amaestrada la fantasía con las preseas de una varia y extensa visión real, queda luego en aptitud de representarse, con cálida semblanza de vida, otras cosas que no han llegado a ella por intermedio de los ojos.

El primer viaje que haces es una iniciación liberadora de tu fantasía, que rompe la falsa uniformidad de las imágenes que has forjado sólo con elementos de tu realidad circunstante. Tu capacidad para prevenir y figurar desemejanzas en el inagotable contenido de la naturaleza se hace mayor desde el momento en que quebrantas, del modo como sólo es posible mediante el testimonio directo del sentido, la tendencia inconsciente a generalizar todo lo de esa estrecha realidad que te circunda. Por eso, no enseña el viajar únicamente a representarse luego con exactitud las cosas que pasen, en ausencia nuestra, en los países que hemos visto: también aumenta la perspicacia y el brío de la imaginación para suplir al conocimiento real de lo demás que hay en el mundo. Y aun más que en el mundo de nuestro mismo tiempo: la propia intuición de lo pasado, la concepción viviente y colorida de otras épocas, de otras civilizaciones, ganan en ti desde que viajas una vez, aun cuando sea por pueblos donde no haya huellas ni reliquias de aquel pasado. Lo que importa es que te emancipes, por la eficacia de tu viaje primero, de la torpeza imaginativa a que, más o menos, nos condena siempre la visión de una sola cara de la realidad: la que hallamos, al nacer, delante de los ojos. De esa manera, desentumida y estimulada tu fantasía, será ágil después para transportarse, ya en el espacio, ya en el tiempo, a la visión de cualquiera realidad distinta de la que el sentir material te pone delante.

En la andantesca escuela del mundo, la facultad de concebir imágenes se extiende, se realza, se multiplica; y como la sensibilidad es potencia sometida al influjo de la imaginación, y siente más quien mejor imagina aquello de que siente, cuanto mejor y con más brio imagines la vida de remotos hombres, tanto más apto serás para participar, por simpatía, de sus dolores, de sus regocijos y entusiasmos; y de este modo se ensanchará el horizonte de tu vida moral, como el de tus ojos cuando subes a una montaña; y conocerás, com partiéndolas, emociones diferentes de aquellas que te han herido en carne propia o de los tuyos; de donde nace que para el hombre de imaginación difundida y adiestrada por el mucho ver, haya siempre mayor posibilidad de aflojar los lazos opresores del hábito y de redimir o reformar su personalidad.




ArribaAbajo- XC -

La nostalgia: elementos que entran en ella.


Sagrada es la melancólica voz que, en tu ausencia de la tierra nativa, viene de lo hondo de tu alma a pedirte que tornes a su seno y a despertar el leve enjambre de las dulces memorias. Bella y compasible es la nostalgia. Pero a su idealidad de pena que nace de amor, mézclanse, en realidad, elementos menos nobles y puros; y no siempre es una delicada forma de sentir lo que obra en ella.

¡Cuántas veces lo que tienes por impulso fiel del corazón en tu desvío de las cosas nuevas que ves y de las nuevas gentes que tratas, no es sino la protesta que tu personalidad, subyugada por el hábito, entumecida en la quietud, opone a cuanto importe de algún modo dilatarla y moverla!... Todo lo que nace en ti de limitación, de inactividad, de servidumbre, se disfraza entonces, para tu propia conciencia, con la máscara de aquel amor. Te enoja, inconscientemente, aquello que te pone a la vista tus inferioridades o las de los tuyos; eludes el esfuerzo íntimo que reclama de ti la comprensión de cuanto, en lo humano, te es ajeno; tocas el límite de tu capacidad simpática; resguardas, por instintivo movimiento, los prejuicios con que estás encariñado y las ignorancias lisonjeadoras de tu egoísmo o de tu orgullo; y todo esto se decora y poetiza con la melancolía del recuerdo amante, que es lo más puro y mejor de la nostalgia; aunque en el complexo de ella predominan elementos menos nobles, como son: las resistencias de una personalidad esquiva y huraña; el desequilibrio de su economía a favor de los elementos de conservación y de costumbre; su defecto de aptitud proteica, llamando así a la virtud de renovarse y transformarse merced a esa facultad de adaptación que hace del hombre ciudadano del mundo, y que, en su expresión más intensa, engendra otra especie de nostalgia, conocida de las organizaciones bien dotadas de simpatía y amplitud: la nostalgia de las tierras que no se han visto, de los pueblos a que aún no se ha cobrado amor, de las emociones humanas de que nunca se ha participado.




ArribaAbajo- XCI -

El viajero de vocación es un alma opuesta al asceta y el estoico. El vagabondaggio.


Porque los viajes son incentivo de renovación; inquietud y laboriosidad enemigas de toda suerte de herrumbre, orín y moho; fuego y martillo con que se rehacen las ideas y los sentimientos, suelen mirarlos con desvío quienes propenden a asegurar la constancia de la personalidad por las cadenas de una idea votiva, huraña e inmutable. La variedad en el escenario de la vida no se compadece con la mortal permanencia de las cosas de adentro. El viajero de instinto es, en la historia natural de las almas, una especie antagónica de las del asceta y el estoico. Recuerda cómo el estoicismo de Séneca truena en las Cartas a Lucilio contra los que piensan, viajando, variar de «alma, como si no viajasen en compañía de ellos mismos»; y recuerda a Kempis cuando enseña que «la imaginación y mudanza de lugar a muchos han dado engaño».

Tal vez el solo espíritu comprensivo y curioso que haya mirado con desvío el placer de viajar es Montaigne; pero en este amable escéptico la vocación sedentaria fue, sin duda, más que rasgo de su naturaleza, persuasión de la enfermedad, que le movía a horror por la agitación y afán de los viajes. Entre los inventores, los revolucionarios, los rebeldes, y los aguijoneados por la perspicacia de la duda y la crítica, compusieron siempre mayor número las almas que guardan algo de los nómadas; las almas para quienes el no ver lo lejano es tedio y melancolía de ceguera; para quienes el cambiar alguna vez de aire y de luz es necesidad vital, cuya insuficiente satisfacción origina una angustia y un padecimiento tan duros de sobrellevar como ése que ha llamado Beaunis, en sus Sensaciones internas, «dolor de inacción», si entendemos por tal el que nace de inmovilidad prolongada en una misma actitud, siquiera sea la del mejor dispuesto reposo: género de dolor que vence acaso en extremos de crueldad a las más descompasadas tensiones del movimiento y el esfuerzo.

En esta inclinación ambulativa, a veces tiránica y como proveniente de obsesión, radica esa nota del vagabondaggio, que incluyen entre los estigmas congeniales al entendimiento superior los que ven en éste una degeneración de cierta forma; estigma casi siempre bienaventurado y fecundo, como cuantos dan lugar a esa asimilación, en que las máculas del empobrecimiento vital participan de nombre con los caracteres de una centuplicada y todopoderosa salud de espíritu; vagabondaggio que, en Jordano Bruno, es aquel ir y venir de su batalladora madurez, de ciudad en ciudad, de una a otra escuela famosa, anhelando por la autoridad con quien pelear, por el sofisma y la preocupación que destruir, a modo del lebrel que husmea inquieto el rastro de la pieza; y que, en Byron, es el desasosiego inaplacable, la aspiración nostálgica e inmensa, que, como al Satán de Milton cuando desde las sombras busca la senda de los cielos, le arrebata al través de tierras y de mares, en pos de un sueño de libertad indómita y sublime, de belleza, de verdad, de amor; más allá, más allá siempre, dejando atrás los jardines de la Bética... atrás los mármoles de Italia... atrás el Partenón; más allá siempre, mientras no interpone los brazos la pálida cerradora del camino; traslado fiel de la agitación de las olas, que más de una vez mostraron a sus ojos imágenes que hablaban de su destino y de su alma, saltando a los costados del bajel errabundo de Harold y el Corsario:

Once more upon the waters! yet once more!...




ArribaAbajo- XCII -

Los viajeros del Renacimiento. El caminante: Paracelso. El viajero de vocación es siempre el caminante.


¡Al norte! ¡al sur! ¡al oriente! ¡al occidente! Son las naves que parten; son las naves de la antigua hechura: los galeones y las carabelas, tras cuyo suelto velamen sigue un dios de inflados carrillos; son las gloriosas naves del Renacimiento, que parten a redondear la forma del mundo... Y cuando los redivivos argonautas que van en ellas vuelven de sus Cólquidas, no traen sólo magnificada idea de la tierra y milagrosa riqueza material: traen consigo, también, un alma nueva, una nueva concepción de la vida, una nueva especie de hombres, que se propaga por emulación y simpatía, y que consiste, en cuanto a la inteligencia, en el sentido de la observación y la malicia de la duda; en cuanto al sentimiento, en la alegría de vivir y el amor de la libertad, que han de volver estrecho el recinto del claustro; y en cuanto a la voluntad, en el ánimo de las heroicas empresas y la ambición de gloria y fortuna, que alza del polvo la frente en penitencia y empuja hacia adelante la cavidad del pecho hundido entre los hombros bajo la humilde cota del sayal.

Pero no es en estos épicos viajeros en quienes me propongo figurar la influencia de los viajes sobre el desenvolvimiento del espíritu. Yo quiero figurarla más bien en otra suerte, menos extraordinaria y gigantesca, de almas nómadas, que, por el mismo tiempo, y ya desde otros siglos, aparece encarnada, para la posteridad, en nombres famosos. Aludo al caminante, al que viajaba por sus pies: obrero que, para completar su aprendizaje, o curioso que, para dar vado a su pasión, medía a lentos pasos comarcas y naciones enteras; de burgo en burgo, de castillo en castillo; viviendo del trabajo de sus manos o de la misericordia del cielo, y acariciando con miradas morosas la belleza desnuda de la realidad.

La personificación de este viajero libador de saber y «ciencia de mundo»; vago de noble especie; estudioso cuya biblioteca está a lo largo del camino; sabio cuya mano conoce menos la pluma que el bordón, podría ser aquel grande y singular Paracelso. Rebelde alzado, sin otros fueros que su propio juicio, contra la enseñanza de la tradición; alquimista por quien la alquimia pasó a ser conocimiento real y destinado en lo moderno a insigne gloria; renovador de la ciencia médica y el arte de curar, y, por lo exterior y aparente de su espíritu, pintoresco ejemplo de hombres raros, Paracelso trajo como innata en la mente la idea de leer a la Naturaleza en sí misma, más que en las páginas de los libros ilustres. La escuela de este observador y experimentalista instintivo, fue su infatigable viajar, de que la tradición ha hecho leyenda; viajar voluntarioso y errabundo, de pordiosero o de juglar, en que corrió todas las tierras sabidas de su tiempo; el saco al hombro; nunca seguro del rumbo que habría de seguir el día de mañana; atentos los ojos y el oído no sólo al más leve movimiento y al más vago rumor que partiesen del vulgo de las cosas, sino también a todo testimonio y juicio venidos del vulgo de las almas: la prédica del fraile, la observación del menestral, el cuento del barbero, la profecía del gitano, la receta del ensalmador, la experiencia del verdugo.

A esta casta de espíritus pertenece siempre, en lo íntimo y esencial, el viajero que lo es por naturaleza; aunque viva siglos después de Paracelso, y viaje en alas de la locomotora, de la cual, por otra parte, sabrá prescindir alguna vez. Porque el monstruo flamígero con que hemos vencido a las distancias, es símbolo glorioso si lo juzgamos en cuanto a la utilidad de cambiar rápidamente ideas y productos, y a los lazos que estrecha y los prejuicios que aparta; pero si se le refiere a la disciplina del viajar, sería símbolo del ver mal y somero y del ser llevado en rebaño, por el invariable camino que fijan en la inmensidad del campo dos cintas de hierro, a las ciudades donde luego gobernará los pasos del huésped una oficiosa guía, que reúne, en octavo menor, las instrucciones del Sentido Común, personificado en un librero de Leipzig o un impresor de la Street Albemarle. El genuino viajero es aquel que acierta a rescatar, por la espontánea tendencia de su espíritu, todo lo que esos medios de facilidad y bienestar quitan a los viajes, tratándose de la generalidad de las gentes, de su interés original y sabroso, y de la virtud de educar que siempre tuvieron. Por el modo intuitivo de dirigir su observación, como a favor de una aguja magnética que llevase dentro del alma; por la manera de guardar su libertad, y de palpar para creer lo que está escrito, y de tomar por la senda desusada, y de detenerse allí donde se ha convenido que no hay cosa que ver, el viajero de instinto es siempre el caminante, el andariego, el vagabundo.




ArribaAbajo- XCIII -

Viajeros que, a su vuelta, magnetizan una sociedad. Contrarias formas de esta influencia.


Para los superiores elementos de la sociedad, a quienes está cometido modelarla por lo que proponen a la imitación y la costumbre, debieran ser en todas partes los viajes una institución, un ejercicio de calidad, como el que, en pasados tiempos, cifraba en la pericia de las armas el brillo y honor de la nobleza. Allí donde el hábito educador de los viajes falte a los que prevalecen y dominan, y dan la ley de la opinión y del gusto, todas las aplicaciones de la actividad social se resentirán, en algún modo, de esa sedentaria condición de los mejores o preponderantes.

En el desenvolvimiento del espíritu, en el progreso de las leyes, en la transformación de las costumbres, un viaje de un hombre superior es, a menudo, el Término que separa dos épocas, el reloj que suena una grande hora. Vuelve el viajero trayendo fija en el alma una sugestión que irradia de él y se propaga hasta abarcar, en su red magnética, toda una sociedad. El viaje de Voltaire a Inglaterra es hecho en que se cifra la comunicación de las doctrinas de libertad al espíritu francés, donde ellas debían engrandecerse y transfigurarse para asumir la forma humanitaria y generosa de la inmortal Revolución; como, más tarde, el viaje de Madame de Staël a Alemania indica el punto en que comienza el cambio de ideas que llegó a su plenitud con la renovación literaria, filosófica y política de 1830. Del soplo de los vientos de Italia al oído de Garcilaso, vino, o adquirió definitiva forma, el nuevo estilo de rimar, que dio su instrumento adecuado y magnífico a la gran literatura española; como, pasados los siglos, el duque de Rivas había de traer, de sus viajes de proscripto el primer rayo de la aurora literaria que devolvió a la fantasía de su pueblo alguna parte de su fuerza y originalidad: viajes, éstos del autor de Don Álvaro, como paralelos y concordes con los que Almeida Garret realizaba al propio tiempo, y también aventado por la discordia civil, para infundir, a su vuelta, en el espíritu patrio, el mismo oportuno fermento del romanticismo. Los legendarios viajes de Miranda, héroe al lado de Washington y héroe al lado de Dumouriez; y el viaje de Bolívar por la Europa inflamada en la gloria de las campañas napoleónicas, son los resquicios que dan paso, en la clausura colonial de América, a las auras presagiosas de la libertad.

Estos viajes históricos obran generalmente por la virtud de la admiración y el entusiasmo de que el ánimo del viajero viene poseído; pero no falta la ocasión en que la eficacia de un viaje glorioso consiste, por el contrario, en la influencia negativa de la decepción y el desengaño. Si el caso es el primero, la nueva realidad conocida queda en la mente como un original, como una norma, a la que luego se procura adaptar la vieja realidad a cuyo seno se vuelve. En el segundo caso, las cosas con que se traba conocimiento defraudan y desvanecen el anticipado concepto que de ellas se tenía, o ponen a la vista del viajero males que él no sospechaba; y entonces el modelo que el viajero trae de retorno obtiénelo por negación y oposición. Ejemplos típicos de estas opuestas formas de la influencia de los viajes, son, respectivamente, el de Pedro el Grande a los países de Occidente, y el de Lutero a la corte de Roma. Sugestionado Pedro por los prestigios de la civilización occidental, vuelve a su imperio concentrando toda el alma en el pensamiento de rehacer esta bárbara arcilla según el modelo que lo obsede; y pone mano a la obra, con su feliz brutalidad de Hércules civilizador. Espantado Lutero de las abominaciones de la Roma pontificia, adonde ha ido sin ánimo aún de rebelión, compara esa baja realidad con la idea sublime que ella invoca y usurpa; siente despertarse dentro de sí la indignación del burlado, la consternación del cómplice sacrílego, y arde desde ese instante en el anhelo de oponer a aquella impura Babilonia la divina Jerusalén de sus sueños.




ArribaAbajo- XCIV -

Los viajes en la educación del artista.


Todo viajero en quien la observación perspicaz se anima con una centella de la fantasía, tiene, al volver, algo del antiguo aventurero de viajes legendarios; del tripulante de los buques que, allá cuando el mundo guardaba aún el hechizo del misterio, fueron a grandes cosas; del camarada de Marco Polo o Vasco de Gama, que torna de extrañas tierras con mil preseas de los climas remotos y fecundos: oro, y esencias, y marfil, y el tesoro de los cuentos pintorescos, flamantes de gloria y de color, que se escuchan en corro por el auditorio suspenso y extasiado.

Para el espíritu inventor del artista el viajar es como, para melificadora abeja, el libre vuelo por prados florentísimos. Uno y otra volverán a su laboriosa celda cargados de botín. No solamente porque la imaginación, provisionada con nuevos despojos de la realidad, podrá descubrir o componer ignotas armonías, dentro de la variedad infinita de las cosas. Los que han sondado los misterios de la invención artística nos hablan de cómo, sin que a menudo lo sepamos, todos los elementos que han de entrar en una obra de nuestra imaginación están presentes y semiordenados en ella. Faltan sólo una impresión, una idea, un objeto visto, que den el toque por cuya virtud se completará y animará aquella síntesis inacabada, apareciendo viva a la conciencia del artífice y a la mirada de los hombres. Es la operación inefable y decisiva de un momento. Mientras él no llega, la obra es como el cuadro en cuarto obscuro; es como Galatea antes del beso de amor. Tal vez no llega nunca, y la obra que pudo ser gloriosa queda abismada y perdida para siempre. Pero cuanto mayor sea el cambio y movimiento de tu sensibilidad; cuantos más objetos diferentes veas; cuanto más percibas de las confidencias sutiles de las cosas, tanto más fácil será que la ocasión del dichoso toque se produzca. Así, una forma que te hiere al pasar, un matiz, un acento, un temblor de realidad humana sorprendido en la varia superficie del mundo, pueden ser la piadosa mano que salve a una inmortal criatura de tu mente.

Los cuadros de la Naturaleza, el espectáculo de la hermosura difundida sobre lo inanimado y lo vivo, sobre la tierra y las aguas, por virtud de la forma o del color, en la inmensa tela ondulante que el viajar extiende ante tus ojos, no educan sólo tu sentido plástico y tu fantasía; sino que obran en lo más espiritual e inefable de tu sentimiento, y te revelan cosas hondas de ti y del alma humana, en cuya profundidad está sumergida tu alma individual; porque, merced a nuestra facultad de proyectar la sombra del espíritu sobre todo cuanto vemos, un paisaje nos descubre acaso un nuevo estado íntimo, y como que se descifra en la conciencia por una clave misteriosa, y abre nuevas ventajas sobre el alcázar encantado de Psiquis.

Viaje quien sienta en sí una chispa capaz de alzarse en llama de arte. Para el que no ha de saber penetrar en la viva realidad con ojo zahorí, el misterio del mundo se acaba con la estampa y el libro; pero, para el artista, todo viaje es un descubrimiento, y para artistas grandes, más que un descubrimiento, una creación. Cada vez que uno de estos magos vencedores de la Naturaleza mueve los sentidos y el alma por entre la extendida multitud de las cosas, un orbe nuevo nace, rico de color y de vida. Un grande artista que viaja es el Dios que crea el mundo y ve que es bueno. No ve el artista lo que había, creado por la mano de Dios, sino que lo vuelve a crear y se complace en la hermosura de su obra.




ArribaAbajo- XCV -

Naturaleza y arte: Italia. Milton; Goethe.


Naturaleza y arte, el eterno original y el simulacro excelso, la madre joven y amantísima y el hijo lleno de gracia que brinca en su regazo, compiten en provocar, con las señas que nos hacen, la sugestión que despierta las vocaciones latentes y define y encauza las que permanecen en incertidumbre. ¡Qué potestad, como de iluminación extática, puede ejercer la visión de las cosas sublimes del mundo material, en aquel que por primera vez las ve, con el candoroso júbilo, o con el candoroso pasmo, de quien las descubriera!... El mar... la montaña... el desierto... En la soledad de la selva americana, Chateaubriand encuentra la espaciosidad infinita necesaria para volcar el alma opresa por las convenciones del mundo; y entonces nace René, y en un abrazo inmenso se juntan la grandeza de la tierra salvaje con la grandeza del humano dolor. Y en cuanto a la virtud de las maravillas del arte sobre los espíritus en quienes una facultad superior espera sólo ser llamada y sacudida, hable Italia, que sabe de esto; hablen sus ruinas, sus cuadros, sus estatuas; hablen las salas de sus teatros y los coros de sus iglesias, y si el tiempo tiene capacidad para contener tantos nombres, digan los de aquellos que, en un momento de sus viajes, sintieron anunciarse a su espíritu una vocación que ignoraban, o bien corroboraron y dieron rumbo cierto a una ya sabida; los que, como Poussin, desbastaron allí su genio inculto; los que, como Rubens, fueron a redondear su maestría en la contemplación de los modelos; los que, como Meyerbeer y Mendelssohn, en el divino arte de la música, debieron a la que allí escucharon un elemento indispensable para la integración de su personalidad y de su gloria.

Quien una vez ha hecho esta romería, queda edificado para siempre por ella. Si Milton logró preservar, dentro de sí, del humo de tristeza y de tedio con que el puritanismo enturbiaba su ambiente y su propia alma, la flor de la alta poesía, ¡en cuánta parte no lo debió a la unción luminosa que el sol de Italia dejó en las reconditeces de su espíritu, desde el viaje aquel en que trabó conocimiento con la alegría de la Naturaleza y con el orden soberano de la imaginación! La austeridad teológica, la moral desapacible y árida, la limitación fanática del juicio, subyugaron, en él, la parte de personalidad que manifestó en la acción y la polémica; pero su fantasía y su sensibilidad guardaron, para regocijo de los hombres, el premio que recibió su alma de aquella visitación de peregrino.

Aún más hermoso ejemplo es el de Goethe, transfigurado por el mismo espectáculo del arte y la naturaleza de Italia. En el constante y triunfal desenvolvimiento de su genio, esta ocasión de su viaje al país por quien luego hizo suspirar a Mignon, es como tránsito glorioso, desde el cual, magnificado su sentimiento de la vida, aquietada su mente, retemplada y como bruñida su sensibilidad, llega a la entera posesión de sí mismo y rige con firme mano las cuadrigas de su fuerza creadora. Cuando, frente a las reliquias de la sagrada antigüedad y abierta el alma a la luz del Mediodía, reconoce, por contemplación real y directa, lo que, por intuitiva y amorosa prefiguración, había vislumbrado ya de aquel mundo que concordaba con lo que en él había de más íntimo, es la honda realidad de su propio ser la que descubre y la que, desde entonces, prevalece en su vida, gobernada de lejos por la serenidad y perfección de los mármoles, limpia de vanas nieblas y de flaquezas de pasión.




ArribaAbajo- XCVI -

Inconfundible sello de los viajes en la obra artística.


En el escritor y el artista que han pasado con amor y aprovechamiento por esta iniciación de los viajes, hay un soplo inconfundible de realidad, de animación, de frescura, que trasciende de lejos, como el fragante aliento del mar, o como el aroma de la tierra mojada por la lluvia.

Este soplo más se siente que se define. Los libros que lo contienen son ambrosía de la imaginación. Contiénelo el Quijote, donde a cada página está transparentándose, bajo lo que se narra o describe, el hombre que ha andado por el mundo; y si nos remontamos al ejemplo original y arquetípico, contiénelo, con argumento aún más adecuado, la Odisea, en cuyos deleitosos cantos el genuino sentimiento de curiosidad y de aventura, y aquella exactitud y precisión que no fallan, en la descripción de rutas y lugares, revelan claramente la experiencia del viajador: del isleño de Chíos o el costeño de Smirna, que, antes de referir los trabajos de su héroe, ha surcado, en la balsa movida con remos, las ondas «de color vinoso», y ha gozado, entre gentes distintas, las mercedes de Júpiter Hospitalario.

En un mismo escritor es fácil discernir, a menudo, por las condiciones, ya de pensamiento, ya de estilo, la obra que precede, de la obra que sigue, a esta ocasión trascendente de sus viajes. Teófilo Gautier nació para ver y expresar lo hermoso de las cosas; pero mientras no hubo espectáculo real que cautivase sus sentidos, dominados por el instinto de lo extraordinario, su mirada anhelante, vuelta a lo interior de la propia fantasía, se satisfizo en una naturaleza de convención y de quimera. Fue el viaje a España; el viaje que dura en aquel maravilloso libro por quien la prosa entra, como bronce fundente, a tomar las formas de la realidad material, y transparenta, mejor que el aire mismo, sus colores; fue el viaje a España el que reveló a Gautier la grande, inmortal Naturaleza. Ebrio del viento tibio y la esplendente luz; hechizado por la magia oriental de Andalucía; presa de tentaciones pánicas ante los torrentes y abismos de las sierras, Gautier descubrió entonces los tesoros de la realidad, y su imaginación, encendida para siempre en el amor de los viajes, se apercibió a extenderse (así un río que se desbordara, ávido de nuevos tintes y reflejos), por la inmensidad gloriosa del mundo.




ArribaAbajo- XCVII -

Los viajes en la revelación y el desenvolvimiento de las vocaciones científicas. Montesquieu; Stuart Mill.


Si, tratándose de la vocación del artista, la variedad de objetos propios para interesarle, favorece al hallazgo del que acertará a despertar el estímulo de la obra, otro tanto sucede con los géneros de aptitud que caen dentro de los términos de la ciencia. Un objeto que la perpetua mudanza de los viajes pone ante los ojos, mueve acaso el impulso original de atención, de curiosidad, de interés, que se prolonga en obsesión fecunda y decide a la actividad perseverante y entusiástica en determinado orden de investigación. Sea éste, por ejemplo, la historia. De paso Gibbon en la Ciudad Eterna, detiénese, un día, allí donde era el Foro; y la contemplación de las ruinas, preñadas de recuerdos, suscita en él la idea de su magno propósito de historiador. Viajando Irving por los pueblos de Europa, sin haber hallado aún la manera como debe concretar una vaga vocación literaria, llega a Castilla; reanímanse en su mente, en aquellas muertas ciudades, los grandes tiempos del descubrimiento de América; busca sus huellas en los archivos y los monumentos, y esto le pone en el camino por donde ha de vincular su nombre a la inmortalidad de tanta gloria.

Pero más todavía que en la revelación de la aptitud, vese este influjo en su desenvolvimiento y ejercicio. Los viajes son escuela inexhausta de observación y de experiencia; museo donde nada falta; laboratorio cuya extensión y riqueza se miden por la superficie y contenido del mundo; y dicho esto huelga añadir en qué grado eminente importan a la cultura y el trabajo del pensamiento investigador. Aun prescindiendo de las ciencias de la naturaleza, en las que el viajar es modo de conocimiento sin el cual no se concebiría cabalmente la obra de un Humboldt, un Darwin o un Haeckel; aun en las ciencias del espíritu y de la sociedad, donde la observación sensible no es tanta parte del método, pero es siempre parte importantísima, fácil será imaginar hasta qué punto puede acrisolarse la eficacia de la observación, en quien ha nacido para ejercitarla, con la infinita diversidad de las circunstancias y los hechos; y el apartamiento de las cosas tras que se amparan la pasión y la costumbre; y el cotejo de la versión vulgar o libresca con el hecho vivo; y el poner a prueba cada día la inducción naciente en nuevas piedras de toque, con que se lleve a sus posibles extremos de rigurosidad las que llamó Bacon tablas de ausencia y de presencia.

La tradición antigua, que muestra antecedida de largos y prolijos viajes la labor de los primitivos historiadores, como Herodoto; de los legisladores y educadores de pueblos, como Licurgo y Solón; de los filósofos, desde Thales y Pitágoras, no indica sólo un hecho derivado de las condiciones peculiares de una civilización naciente y menesterosa del impulso extraño: encierra un ejemplo más alto y esencial, para la disciplina del espíritu y la sólida confirmación del saber; y la oportunidad de este ejemplo persiste, aun después que los libros impresos traen al acervo común la averiguación de cada uno, y que la noticia de las cosas se trasmite casi instantáneamente a las antípodas de donde se producen o de donde se piensan. Dos ilustres maestros de las ciencias políticas, entre otros que pudieran citarse, dieron prueba de tener en su justo valor la observación real y directa, que en los viajes se aplica, como medio para la originalidad y sinceridad del pensador: Montesquieu, que cuando vislumbra la idea del Espíritu de las leyes dedica años de su vida a recorrer los pueblos de Europa, antes de recluirse en su castillo de Brede, a fin de concentrar el pensamiento en la porfiada ejecución; y Adam Smith, cuya magna obra De la riqueza de las naciones fue precedida por los viajes que, en compañía del duque de Buckleng, realizó acumulando los elementos que con la observación de cada sociedad adquiría, para retirarse luego a elaborar esta preciosa cosecha en su casa de campo de Kirkaldi, que vio nacer a aquella Biblia de la utilidad.





ArribaAbajo- XCVIII -

Almas simples e inmutables: una sola idea; un solo impulso de pasión. Sublimidad posible de estos caracteres.


Lo mismo en las regiones de la superioridad de espíritu que en el nivel de la vulgaridad, hállanse almas constituidas para una mayor permanencia que las otras; almas que parecen sustraerse al imperio omnímodo del cambio y la evolución. Tallada su naturaleza de una vez para siempre, los sentimientos e ideas que componen el fondo de su vida se mantienen unos y constantes, así en su número y especie como en su intensidad y en sus maneras de relacionarse o asociarse. No menos que el ser real, el aparente desconoce en ellas todo arte con que se reduzca a circunstancias distintas. Nada ganan ni pierden en el comercio del mundo, respecto del patrimonio con que entraron a él. El paso del tiempo las deja relativamente íntegras e intactas, diferenciando apenas los matices de su carácter según las condiciones de cada edad, sin llegar a removerlo en lo hondo: así la cúpula de hierro o la pared de granito, donde, a medida que el sol pasa, se pintan los cambiantes de la luz y la sombra, sin que esta modificación exterior alcance en lo mínimo a lo inmutable de su contextura.

Este tipo de almas adquiere su manifestación mas característica y completa cuando las tendencias entre que se reparte la extensión de la personalidad son muy pocas y simples, y hay entre ellas una que somete con rigor despótico a las otras; de manera que a la monotonía sucesiva que nace de aquella inalterable igualdad, se une la monotonía simultánea de un conjunto psíquico en que todo se reduce a algunos elementos, muy sencillamente combinados. Pocos sentimientos e ideas, y éstos duraderos cuanto la vida misma, y convergentes dentro de la más rígida unidad: tal es la fórmula extrema de estos caracteres, que ocupan las antípodas de las almas ricas y educables, siempre en vía de formación, siempre capaces de acrecentar su contenido y de modificar las relaciones entre unas y otras de las partes que lo constituyen.

Nuestra natural complexidad, que no consiente alma sin alguna lucha interior y alguna inconsecuencia, se opone a la realización perfecta de este tipo, más abstracto que humano; pero la naturaleza suele dar la perfección relativa de él: el monolito adecuado para esculpir la estatua de una sola pieza, y luego la voluntad se aplica a trabajar esa estatua, por el gobierno de sí misma, por la práctica de la única especie de educación que se aviene con la índole de tales caracteres desde que se consolidan y toman su camino en el mundo: la educación que consiste en restringir, depurar y sistematizar, cada vez más, el campo de la propia conciencia, haciendo, de día en día, más netos y fijos sus aspectos, más tiránicos los principios por que se rige, más indisolubles las asociaciones en que reposan sus costumbres; a diferencia de la educación realmente progresiva, que sistematiza y ordena, pero con cargo de aumentar correlativamente los elementos que reduce a una superior unidad.

Es el concepto de la perfección que inspiró el ideal lacedemonio, la disciplina férrea calculada para reprimir la libre y armoniosa expansión de los instintos humanos, en beneficio de un único e idolátrico deber. Es también la inmovilidad de abstención y resistencia que se predicó en el pórtico de Stoa; y es la idea que, en aquel linaje de espíritus que representan el lado adusto y ascético del cristianismo, responde al anhelo de modelarse a imitación de la absoluta permanencia de lo divino: Soy el Señor, y no cambio.

Visible es la grandeza de esta forma personal en el magnetizado por una idea o pasión de calidad sublime; en el fanático superior; en el iluminado o visionario, en el monomaníaco de genio: en todas esas almas que, yendo en derechura a su objeto, cruzan, como quien anduviese por los aires, sobre los tortuosos senderos de la vida real. Figúrate la prolongación indefinida de dos instantes que en tu existencia no se reproducen sino en contadas ocasiones: figúrate que la sucesión alternativa de ambos dura y persiste, sin solución de continuidad, y que, entre ellos solos, tejen, uno la trama, otro la urdimbre, de tu vida. Recuerda, por una parte, aquel momento en que una extrema atención reúne todo el ser de tu alma en un punto; ya sea cuando, deteniendo tu marcha al través de medrosa soledad, pones el oído a un rumor vago; ya cuando, resolviendo arduo problema, llegas al ápice del raciocinio, a la mayor tensión de pensamiento y de interés. Y por otra parte, recuerda aquel instante en que la pasión estalla en ti con su mas ciego impulso; en que un movimiento superior a ti mismo, arrollada tu voluntad por tu emoción, junta en una tus fuerzas; las multiplica, si es preciso, con maravillosa intensidad, y te arrebata a defender el bien que te disputan; a atacar al enemigo a quien odias; a realizar, o hacer tuyo el objeto que anhelas.

No de otro modo hemos de representarnos ciertas vidas: un solo término de atención, una solitaria idea, dueña y absoluta señora del alma; y por concomitante afectivo, un solo impulso de entusiasmo y deseo, supeditado a aquella idea para su servicio y ejecución. Ya es el ardor guerrero, ya la fe religiosa, ya la pasión de mando, ya el amor de la ciencia o el arte, la potestad absoluta que excluye del alma cuanto no se acomoda incondicionalmente a su dominio. No quita esto que, aun en las existencias más uniformes y fatales, haya, como en la de toda humana criatura, instantes rebeldes al orden del conjunto, gérmenes de diversidad y novedad, que podrían ser el punto de partida de una ampliación, y aun quizá, de una sustitución, del carácter; pero si el plan de la voluntad, en vez de estimularlos, los reprime y ahoga en su nacer, y no hallan fuerzas con que pasar de tales instantes y gérmenes en el transcurso de la vida, ésta mantendrá hasta el fin su imponente unidad. Ejemplos de semejante concentración anímica son: en lo religioso, San Bruno, el fundador de la Cartuja, como personificación del asceta que sacrifica al inextinguible anhelo de su fe, no ya toda otra forma superior de sentimiento, sino el natural instinto de la libertad y la prerrogativa racional de la palabra; y en lo guerrero, Carlos XII de Suecia, el conquistador que vive a perpetuidad sobre el lomo de su caballo, sin experimentar jamás una emoción de amor, ni una tentación de placer, ni una necesidad de tregua y respiro. Preciso es convenir en que el secreto de la eficacia del genio es, a menudo, esta avasalladora obsesión; la fuerza implacable de una idea que ha clavado la garra en una conciencia humana. Sólo para esa idea tiene entonces capacidad el tiempo. «Mi oración es tan continua -dice Santa Teresa de Jesús- que ni aun en sueños puedo interrumpir su curso». Nada hay que de alguna manera no confirme la idea y se le amolde: todo lo del mundo se derrite y rehace según ella, como por la operación de un fuego divino. Para las demás ideas, ceguedad, ininteligencia, desprecio. Es la pasión de celos que suele acompañar al entusiasmo de la vocación, al fervor del apostolado: ¡Marta, Marta, una sola cosa es necesaria!

La faz estética de estos caracteres, si se les toma en lo eminente de su especie, mira, más que a lo bello, a lo sublime. La igualdad perenne, yendo unida a un don superior del alma; la alteza trágica de esa despiadada inmolación de todas las pasiones a una sola, dan de sí una sublimidad, ya estática y austera, como la del desierto y la montaña: la de la abnegación altiva y silenciosa, la de la voluntad firmísima acompañada de poco ímpetu de sensibilidad; ya dinámica y violenta, como la del huracán y el mar desencadenado: la de una formidable pasión en movimiento; la del alma en perpetua erupción de amor o de heroísmo.