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Moyano, la ciudad y el sueño de Sarmiento

José Carlos Rovira





En su excelente lectura de Moyano, Virginia Gil1 se planteó las claves urbanas de la obra con ideas y rigor, y sabe la autora que, al plantearme de nuevo la ciudad en Moyano, dudaba de poder transitarla mucho más que ella, aunque a lo mejor, supongo, sí puedo intentar otros itinerarios. Creo en cualquier caso que sigue siendo muy valiosa la dialéctica que se establece en esa lectura entre la ciudad principal, Buenos Aires, y la ciudad del interior, habitada por los personajes del novelista, creando el mito poderoso de Buenos Aires, la europea Buenos Aires, como la construcción en último extremo de una forma de dialéctica entre la ciudad prepotente y sus víctimas de la provincia, y estableciendo también el mito urbano como salvífico, en una trayectoria sin embargo en la que las ciudades aparecen con el paradigma de deseo, consecución y frustración, como resolución continua de la vida cotidiana de esos personajes que anhelan la ciudad, llegan a poseerla y terminan destruidos en la misma. Las lecturas de Eduardo Mallea o de Ezequiel Martínez Estrada eran contrapuntos urbanos necesarios y amplificadores del amplio haz de sentidos que creó Moyano.

Me planteo, decía, si puedo transitar otros sentidos urbanos en la obra del escritor, avanzar un poco más en las contraseñas históricas mediante las que la ciudad se construye en su obra. Voy a intentarlo.


Los mitos fundacionales

Tengo los comienzos de las dos versiones de El trino del diablo2 como textos ejemplares para explicar divirtiéndome el concepto de ciudad ordenada que teorizó Ángel Rama y que responde a la tradición fundacional de las ciudades americanas.

Una ciudad, previamente a su aparición en la realidad, debía existir en una representación simbólica que obviamente sólo podían asegurar los signos: las palabras que traducían la voluntad de edificarla en aplicación de normas y, subsidiariamente, los diagramas gráficos, que las diseñaban en los planos, aunque con más frecuencia, en la imagen mental que de esos planos tenían los fundadores, los que podían sufrir correcciones derivadas del lugar o de prácticas inexpertas. Pensar la ciudad competía a esos instrumentos simbólicos que estaban adquiriendo su presta autonomía, la que los adecuaría aún mejor a las funciones que les reclamaba el poder absoluto3.



En el análisis de Rama encontramos la razón de los comportamientos que humorísticamente van a desarrollar los personajes de El trino del diablo. Todos sabemos que el hecho fundacional suponía una traza inicial, un damero que iba situando espacios en los cuadrados cuyas líneas, más que un sistema arquitectónico futuro, eran demostración normativa de la voluntad de orden de la monarquía española en el nuevo territorio. Fundar una ciudad era fundar un nuevo orden en un territorio salvaje. Las ordenanzas reales dejaban desde el principio constancia de ese deber del colonizador y de esa voluntad del poder.

Por esa razón es muy difícil no reírnos con la broma de Moyano, concentrada en la primera versión de El trino del diablo, amplificada y mucho más concreta en la segunda donde sabemos que lo que se está fundando es nada menos que la «Ciudad de todos los Santos de la Nueva Rioja». La segunda redacción es despliegue de la sensación del fundador. Recordemos el casi comienzo de El trino del diablo (primera versión):

Viendo Ramírez de Velasco que fundar una ciudad en medio del desierto, lejos de los demás centros, en un lugar que no era ni norte, ni centro, ni noroeste, podía traer algunas complicaciones prácticas futuras, además de problemas metafísicos de entidad, origen y todo lo demás, pensó que sería prudente anular lo hecho. Pero el escribano de la expedición, un poeta extremeño amigo de discutir, dijo que era imposible desfundar la ciudad y anular las actas labradas en nombre del rey.



La segunda redacción crea un entramado de diálogos, sorpresas y situaciones equívocas. Estamos en mayo de 1591, y el Alférez General Juan Ramírez de Velasco, señala un enorme cerro azul para indicar a sus soldados mediante una pequeña arenga que están «ante las entrañas mismas del oro y de la plata» (haciéndonos recordar a nosotros el mito fundacional de Potosí) y que van a proceder a la fundación, que es descrita en su orden minuciosos en el párrafo siguiente:

Sin pérdida de tiempo ordenó desmontar el bosque circundante para dar paso a la futura Plaza Mayor de la ciudad, en cuyo centro, cuando todavía no habían acabado de recoger los troncos y las ramas de los árboles caídos, ya estaba Ramírez izando el estandarte real diciendo «España» repetidamente, ya iba con pasos de danza dando golpes de mandoble en esos aires vírgenes a diestra y a siniestra, ya ordenaba que el padre Francisco improvisase un altar para la primera misa, ya estaba señalando con sus pasos el cuadrado de la plaza, cortando hierbas y diseñando la jurisdicción o plantando la horca de la futura justicia, ya estampando su rúbrica al pie del acta redactada por el notario, ya atronando el aire con los estampidos de los arcabuces...



Pero cuando la sed le hace pedir agua, descubrimos la maldición de origen de la ciudad fundada: se han equivocado los mapas y los topógrafos de la expedición, porque no hay río cercano. Se han equivocado en casi doscientas leguas al Norte y además hay indios por todas partes, y la propuesta de éstos de desfundar la ciudad, tiene la manifestación inmediata de lo imposible por parte del escribano:

¿Desfundar la ciudad? ¿Anular unas actas rubricadas y selladas en nombre del Rey? De eso, nada -dijo iracundo el escribano-. Sería un delito de lesa majestad.



Una situación delirante se abre a partir de aquí. «Vaya birria de fundación, vaya chapuza», exclama Ramírez de Velasco, mientras el padre Francisco inicia su intervención positiva y consoladora: otros fundarán ciudades mejores, y Nuestra Rioja será pobre «pero sus habitantes, hombres en devenir, serán la reserva espiritual, el refugio de los justos, el paraíso de los metafísicos...».

El padre Solano, quien luego sería San Francisco de Solano, nos dice el autor, inicia un concierto de violín con el que con el que amansa a dos mil indios pintados de guerra que les rodean, mientras Ramírez de Velasco consigue que el escribano le acepte una addenda en el acta fundacional: «Otro sí digo, que toda persona que bajo este cielo naciere sea debidamente indemnizada por el Rey».

La situación delirante continúa. Los indios rompen sus flechas y lagrimean arrodillados pidiendo que siga tocando su repertorio en el que están los Tres libros de cifras para vihuela de Alonso de Mudarra, Seys libros del Delphin de Luis de Narvaez, la Orphenica Lyra de Miguel de Fuenllana, o la Silva de sirenas de Henríquez de Valderrábano, piezas que todavía no podrá explicarles a los amansados indios a los que bendice, mientras los señala a Ramírez de Velasco como «amable caza».

Bromas y metáforas históricas como las que encontraremos en un divertido texto de Dario Fo, Johan Padan en el descubrimiento de las Américas4, que el actor, dramaturgo y premio Nobel de Literatura en 1997 publicó para conmemorar 1992 y el V Centenario. Es una historia disparatada, con héroe disparatado: un pícaro que huye de Venecia por mar, para evitar ser quemado por la Inquisición, hasta que llega a Sevilla y consigue embarcarse en el segundo viaje colombino y emprender su aventura americana: naufragios, inquisidores, conquistadores e indios, sexo, cantos religiosos enseñados a los indígenas para que parezcan buenos van configurando un liderazgo que Padan consigue reafirmar en la península de La Florida:

[...] el veintiuno de mayo de 1513 llegamos a la vista de Catchoches, a orillas del mar. Era una «ciudad» como la llamaban los españoles, con un fuerte y un puerto [...] un barrio con torres y murallas y, adentro, muchos esclavos indios encadenados. En la plaza había horcas con ahorcados colgados...



Pues bien, Johan Padan organiza una trampa al mando de ocho mil indios y consiste, dejando a siete mil fuera, en presentarse ante el Alcaide Mayor de la ciudad, quien les dice que van a trabajar cargando naves en el puerto y cortando maíz en los campos lo que provoca una alegría falsa

¡Viva! ¡Trabajamos! ¡Por fin trabajamos! Y venga a bailar felices.



y después una huida nocturna de la ciudad. La aventura concluirá con un enfrentamiento y una victoria de los indios y Padan que consigue que huyan los españoles de la ciudad y de la Florida. El texto es una broma contra la ciudad civilizadora y los civilizadores históricos. Disparatada como he dicho.

Las bromas de Moyano completan el cuadro fundacional, antes de comenzar la historia del violinista Triclinio, el protagonista de El trino del diablo que, como sabemos, inicia un brillante cuadro de otro tipo de metáforas urbanas, las contemporáneas.

La construcción del mito fundacional de la Rioja, a través de una larga broma, le ha servido a Moyano para encerrar la ciudad en un decurso civilizador falso, fatídico para los que la habiten. Todas las construcciones centradas en la Rioja, la tierra de Moyano, tienen que ser leídas probablemente con esta broma previa.




El rigor serio de la ciudad

Pero el tono burlesco de El trino del diablo no debe hacernos olvidar el rigor del modelo de ciudad que Moyano había creado hasta aquí. Es en su novela cordobesa Una luz muy lejana, aparecida en 19665, donde se despliega un modelo urbano que determina a los personajes hasta el punto de metaforizar su situación en la idea, sustentada por Virginia Gil en el trabajo principal citado, de que la ciudad es una cárcel. El capítulo que abre y el que cierra, «Entrada» y «Salida» es parte de una circularidad novelística y también urbana basada en la mirada del protagonista Ismael a la ciudad. Es la misma mirada con tiempos y resolución diferentes. Y en la misma mirada se ven las mismas cosas:

Desde los bordes, adonde le gustaba ir y sentarse durante horas para mirar, la ciudad parecía distinta. El humo y los vapores y los gases formaban una especie de niebla que mezclaba las cosas: el río con las calles, los vehículos con las personas, los edificios con el cielo



abriendo con párrafos casi idénticos el capítulo final, tras la historia desolada del protagonista en su tiempo de iniciación: la visión de la ciudad en la que Ismael vive por decisión propia entre marginales, en una ciudad envejecida como las estatuas que la pueblan. El capítulo final, precedido del viaje al pueblo abandonado del amigo Jacinto, en un viaje de restitución de la infancia, acaba con la salida de Ismael de la ciudad, reiterada como óptica aunque abierta a otra posibilidad fundacional:

La ciudad había terminado. Una llanura interminable apareció ante sus ojos, con un tren a lo lejos, sin ruido, que apenas se movía [...] La ciudad había terminado, pero quedaba aun el desierto. Allí cabían muchas casas, con otros hombres, y la vida podría continuar de otra manera. La ciudad había envejecido, las calles y sus nombres habían envejecido. Aquí, sin embargo, podrían hacer casas nuevas y poner otros nombres a las calles. Una calle, por ejemplo, se llamaría como el cabello de Beatriz, brotado súbitamente por el cuello del vestido, aunque no existiese una palabra para designar aquel hecho.



El fracaso de ciudad, un fracaso implacable que sumerge en la angustia a Ismael y en la destrucción a los personajes que le rodean, provoca de nuevo los sueños de ciudad, porque la oposición en Moyano no se da entre naturaleza y ciudad, sino entre el personaje y la ciudad que le es inevitable.




Un breve contexto de sueños urbanos

Cabría aquí un recorrido hacia la narrativa que, en los años 60, se inicia desde la provincia, pero supera el discurso ya antiguo de los regionalistas, la contraposición optimista que Benito Lynch por ejemplo había creado en las primeras décadas del siglo XX entre la vida en la naturaleza y la ciudad. Me refiero ahora a aquellos que, escribiendo desde la provincia, superan estilísticamente y temáticamente el regionalismo tradicional. Habría que determinar una nueva constante urbana en la narrativa de Antonio di Benedetto, a través de la metáfora del corregidor Diego de Zama6 y su ansiada repatriación a una ciudad capital del Virreinato del Plata desde la agobiante y solitaria espera en Paraguay; o los inventos contra el ruido de la ciudad que construye di Benedetto a través del protagonista de El silenciero (1964)7. Habría que ver la nueva visión porteña que Haroldo Conti construye en Alrededor de la jaula (1966)8 -excelente la película Crecer de golpe que Sergio Renán creó a partir de la novela- a través del viejo Silvestre y Milo en el puerto de Buenos Aires; donde la ciudad se junta con el río. Habría que recuperar aquí la provincia que Héctor Tizón recreó en los relatos de A un costado de los rieles (1960)9 a través del viaje de varios protagonistas, reafirmó -la vida cruel de la provincia- en Fuego en Casabindo (1969)10 y ha concluido metafóricamente en el viaje a Buenos Aires de Rossanna y Giovanni, los protagonistas de Luz de las crueles provincias (1995)11, encerrados en una habitación de la urbe, el alcohol y el miedo a la ciudad de principios de siglo.

Habrá que leer de nuevo también, y habrá que leer sobre todo en relación a Moyano, la imprescindible La ciudad de los sueños de Juan José Hernández (1971)12, donde la circularidad narrativa está marcada por la estampa de Matilde, la protagonista, en la casa provinciana en la hora de la siesta cuando niña, abriendo y cerrando la historia personal que nos transmite un diario que es el del deseo de abandonar la provincia, con sus personajes variados, en los años de ascenso del peronismo: la revista Élite, la amiga Lila que le permite la residencia en Buenos Aires, los personajes de la capital, el romance con el seductor Jorge Paez que narra la decadencia de Buenos Aires en los nuevos tiempos, la vida provinciana del afectado y culto Alfredo Urquijo que persiste en sus cartas a Matilde, hasta la constatación final «Me deprimen las ramas negras de las tipas, el cielo gris de Buenos Aires», cuando «la ciudad de los sueños» se ha destrozado en la cotidianidad de la protagonista que huyó de la provincia para salvarse.

Hay una dinámica de no querencia hacia la capital que en los años en los que está escribiendo Moyano (o Hernández, o Tizón) está invirtiendo los mitos optimistas que la fundaron literariamente en los años 20 y 30. Escribí hace tiempo sobre la fundación mítica, borgeana, de Buenos Aires, y hay mucha literatura sobre ese asunto para que yo deba hacer algo más que mencionar el tema. Un pequeño libro, reciente y excelente, es Buenos Aires entre dos calles de Pedro Mendiola13, donde se constata la fundación optimista de la ciudad cuando la vanguardia recorría Florida y el realismo urbano nos avisaba con menos optimismo desde Boedo. Pues bien, los novelistas de los 60, Moyano al que me refiero, hacen sentir a los personajes con la misma desolación cotidiana que la Rossanna y Giovanni de Héctor Tizón, o la Matilde de Juan José Hernández: es el hastío de Triclinio en el capítulo octavo de El trino del diablo (segunda versión):

Una tarde gris de tango; una tristísima tarde con ojeras; una tarde de sollozantes violines verlenianos; una tarde como las últimas tardes de este mundo; una tarde que lo encerraba en el fondo del patiecito de la nueva pensión, donde percutían y repercutían las discusiones tabernarias, las sirenas de los barcos que se alejaban entre adioses, los gritos de los fanáticos en las canchas de fútbol, las orquestas estridentes y desafinadas, el estallido de las bombas de gases lacrimógenos, las violentas cotizaciones del dolar y las declaraciones papales; una tarde patentizada por la certeza de que nunca más regresaría a la tierra de sus padres, que de paso era también la suya; en que las calles de Buenos Aires antes musicales habían perdido su inocencia y eran un puro ruido sin sonido, Triclinio, haciendo un gran esfuerzo anímico, evitó el afloramiento de una lágrima inútil.


(p. 43)                





La segunda aniquilación histórica de la ciudad

He pretendido plantear que Moyano había creado una secuencia histórica marco para aniquilar la ciudad desde su fundación. Y una secuencia marco es como una nota introductoria para el deambular problematizado de los personajes que terminan aniquilados en la ciudad, en la mal fundada, en la falsamente fundada. Si en la segunda redacción de El trino del diablo la ciudad es la «Ciudad de todos los Santos de la Nueva Rioja» en la primera no había un dato preciso que la determinara, cualquier ciudad argentina podía haber sido fundada por error.

A la fundación mítica de Buenos Aires en los años 30 del siglo pasado, hay que sumar una fundación cultural anterior que tiene en el entramado político y propagandístico de Domingo Faustino Sarmiento su base determinante. Me refiero a que cualquier niño argentino, haya nacido en Buenos Aires o en Córdoba en los años 30, ha tenido que conocer, casi memorizar, el aserto urbano de Sarmiento, en su fijación espacial de civilizaciones y barbaries:

En la República Argentina, se ven a un tiempo, dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno, dentro de las ciudades; el otro, en las campañas14.



Sarmiento se puso reiterativo con esta contraposición y con esta idea. Todos hemos notado que, con diferentes formas, la repite en el Facundo hasta la saciedad:

Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de hacer por nuestra falta de instrucción histórica, hecho por observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos...



Y otra vez, ya con precisos perfiles históricos:

Había, antes de 1810, en la República Argentina, dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas: la una, española, europea, culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la evolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo, se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y después de largos años de lucha la una absorbiese a la otra [...]. Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las montoneras provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo Quiroga, últimamente triunfante en todas partes, la campaña sobre las ciudades, y dominadas éstas en su espíritu, gobierno, civilización formarse al fin el Gobierno central, unitario, despótico, del estanciero don Juan Manuel Rosas que clava en la culta Buenos Aires, el caudillo del gaucho y destruye la obra de los siglos, la civilización, las leyes y la libertad.



Estoy recordando de todas formas a Sarmiento por un comentario de Moyano, del Moyano final que intensifica ácidamente un humor que ha sido relevante a lo largo de su obra. Me encantó en Un silencio de corchea el texto, escrito el 30 de septiembre de 1989, en el que Daniel Moyano recreaba el significado de Civilización y barbarie -el texto se llama exactamente así- y nos decía hablando de Sarmiento:

En sus tranquilas siestas provincianas veía, en sueños, puentes de Londres en cualquier río que bajase de la cordillera, teatros vieneses en cualquier guitarra, arcos de triunfo en todas las esquinas, y hasta unos indios trilingües vestidos a la inglesa que recitaban de corrido, gracias a la educación obligatoria, tanto la Ode to Nightingale como Bateau Ivre o las estridencias germánicas de Walter von del Vogelweide15.



Keats, Baudelaire o el medieval Vogelweide son un excelente aprendizaje lingüístico para los indios que soñó Sarmiento, construyendo Moyano otra secuencia histórica para entender la ciudad, destrozándola de nuevo en su refundación tras la independencia.

Cualquier conclusión que quiera hacer a partir de aquí tiene que ver con el desencanto urbano de Triclinio, cuando la ciudad había perdido la música de sus calles, el optimismo de sus calles, cuando los habitantes de las utópica Villa Violín eran asediados e intentaban huir a los montes, cuando algunos fueron violinistas desaparecidos o encarcelados y otros, un poco después, violinistas exiliados.







 
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