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Mozart y el caníbal

Ricardo Gullón





Todavía, después de los ejemplos de Altamira y Lascaux, se oye hablar del arrumbado mito del progreso en la sensibilidad y, por consecuencia, en el arte. Aun quedan rezagados para quienes el primitivo es un ser de otra contextura, más cercano de lo irracional que de lo humano. En La Tabla Ronde (junio, 1951) Gaétan Picon refiere una anécdota que tal vez ayude a convencer a los reacios.

«Uno de los exploradores -dice que recientemente recorrieron, entre el Orinoco y el Amazonas, porciones de selva virgen en donde ningún blanco había penetrado aún, cuenta que, para ganar el respeto y la confianza de los indios, tuvieron la idea de hacerles oír los discos que llevaban consigo. Música negra, música occidental de baile... En vano. Arriesgándose, decidieron poner la 26 Sinfonía de Mozart, y al oírla los indios no volvieron a dudar de su poder. Hemos podido ver la fotografía de un hombre de la edad de piedra, escuchando, mientras daba vueltas el disco de cera en que se hallaba depositado el producto más puro, el más sutil de la cultura occidental. Y era un rostro lleno de emoción.»

El primitivo, y precisamente por su primitivismo, por no estar contaminado de la barbarie vulgarizadora, conserva la pureza de espíritu necesaria para reconocer sin vacilación la grandeza del mensaje de Mozart. El salvaje, el negado de la espiritualidad y la emoción, no hay que buscarlo en la cuenca del Amazonas. Está bastante más cerca de nosotros. No hay tal Prehistoria, declaraba d'Ors no hace mucho. Y cada día su afirmación resulta más evidente.

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