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Mujeres de los siglos XV y XVI

Concepción Gimeno de Flaquer





Los siglos XV y XVI son la era histórica más simpática: los inventos de estos siglos cambiaron la faz del mundo y dejaron huellas imperecederas. En esta brillante época se admira el gran desarrollo de la inteligencia humana, el genio del hombre dando feliz cima a empresas tan arduas como gigantescas. Todos los rayos de luz más fúlgida convergen hacia esa época de útiles exploraciones, en la cual los misioneros de la ciencia demuestran sus ingeniosos adelantos, en la que el atrevido Colón recorre los mares para arrancarles un nuevo mundo, mientras Copérnico escala los cielos para descubrirles nuevas constelaciones.

El carácter de estos siglos de oro es el de los descubrimientos, siendo el más importante el de la imprenta, que trasmite la idea con rapidez eléctrica y eterniza la palabra escrita: la imprenta, extirpadora del error, propagadora de la luz, bandera del progreso y aurora de la civilización.

Abraza tan glorioso periodo el Renacimiento, que es para el artista el libre vuelo de la fantasía, que es para los amantes de lo bello el suceso más importante en los fastos del arte, que es la moderna piqueta demoliendo antiguos gustos y antiguas ideas. En la época del Renacimiento es cuando más se desenvolvió el sentimiento estético, siendo tan ardiente la pasión de lo bello, que en Italia se celebraba con repique de campanas y grandes iluminaciones la aparición de una obra de Rafael, Brunelleschi, Miguel Ángel, Andrés del Sarto o Leonardo de Vinci, fijándose multitud de sonetos al pie de las obras pictóricas o arquitectónicas de los grandes maestros.

Estos siglos de la erudición, más famosos todavía por haberlos enaltecido los gloriosos nombres de Cervantes, Shakespeare, Tasso, Lope de Vega y Camoens, vate portugués que cual Ovidio fue desterrado por amante y por poeta, serán siempre memorables por la protección que se dispensó a las artes y a las letras desde las regiones más elevadas, dándoles gran impulso los Médicis en Florencia, Julio II y León X en Roma, Francisco I en Francia y Carlos V en España.

No podía permanecer indiferente a esta revolución intelectual la mujer; la mujer, innovadora siempre, apasionada de lo bello y entusiasta por lo grande; la mujer, que cuando no crea se hace eco vibrador de toda titánica creación. Ella comprendió el Renacimiento y lo alentó con todas sus fuerzas, mutilando las absurdas ideas de la Edad Media, que hacían vanagloriarse a la castellana de su ignorancia, considerándola signo de aristocrática nobleza.

Isabel la Católica, que tanto favoreció a España, dio grande importancia a la educación literaria de las mujeres; bajo su protección se imprimieron numerosos libros, de los cuales hacía donativos para propagar la cultura intelectual. Testimonio de su amor a la instrucción es la ley que dictó para que los libros no pagasen ningún derecho. Esta simpática reina fue discípula de Beatriz de Galindo, llamada la latina, que tanto brilló por sus conocimientos profundos de los clásicos antiguos, y ambas damas se rodearon de una pléyade de mujeres ilustradas, cuyos nombres no citamos por ser tan conocidos.

Margarita de Valois, reina de Navarra, es una de las mujeres que más trabajó en favor del Renacimiento; cultivó las letras y fue por su belleza y sabiduría la más renombrada de las tres célebres Margaritas del siglo XVI. Su amor a la ciencia la impulsaba a los estudios serios, aficionándose notablemente al hebreo, al griego y al latín. En España asombró por su elocuencia cuando fue a pedir gracia por su adorado hermano, y las cartas que dirigió a éste durante su cautiverio, son un modelo de ternura fraternal, y se hallan en estilo literario a la altura de las de Mme. de Sevigné. La divisa que había adoptado Margarita de Valois, colocada debajo de un girasol, revela su elevación de ideas: «Non inferiora secutus». (No seguir objetos vulgares.) -La mujer es la fortuna, dicen los pueblos de Oriente, y este axioma se ve realizado en Margarita, pues era el ángel bueno de su hermano.

El nombre de Margarita ha sido sinónimo de belleza, sabiduría y heroísmo en toda Europa: recuérdese a Margarita de Austria, a Margarita de Anjou, Margarita de Foix, condesa de Epernon, y Margarita de Escocia, tan amante del genio, que al ver dormido al poeta Alain Chartier, le besó en la frente, exclamando con entusiasmo: «Una cabeza que piensa tan bellas cosas bien merece el beso de una reina».

Las mujeres de todas épocas han amado la poesía: María Antonieta, después de ver una tragedia de Chamfort, le llamó para felicitarle, y le señaló una pensión; la hija de Francisco I se acompañaba siempre de poetas, y María de Médicis cada vez que encontraba al poeta Marino en la calle, hacía detener su carruaje para hablarle; María Teresa de Austria, asombro del siglo XVIII, premiaba a los que se distinguían en el estudio; Ninon de Lenclos adivinó el talento de Voltaire, y cuando este salió del colegio le acogió en su casa y le dio $400 para que comprase libros: otras distinguidas damas han seguido tan bello ejemplo.

La mujer deja sentir siempre su influencia; por eso Lutero no desdeñó ocuparse de su educación, y Rabelais decía en el siglo XVI que la mujer era la esfinge de la época, pues ella poseía el secreto del bien y del mal. Por el amor de una mujer se han practicado los mayores heroísmos: el amor de una mujer ha inspirado obras grandiosas.

No se sabe si el descubrimiento de la imprenta es un milagro del amor o una conquista del genio. Refiere la tradición que un pobre sacristán de la catedral de Harlem (Holanda), llamado Lorenzo Koster, muy enamorado de su prometida, cuando se hallaba ausente de ella se marchaba a pasear por el campo para distraer su tristeza, y se entretenía en esculpir sobre trozos de sauce arrancados del árbol y húmedos por la savia primaveral, frases tiernas dirigidas a su amada. Dedicado a este trabajo con la asiduidad de un amante, llegó a perfeccionarlo, hasta que un día talló toda una carta con gran esmero, y envolvió el trozo de madera que la contenía en un pergamino. Al desdoblarlo al día siguiente quedó admirado observando grabados en él los caracteres que su mano trazó: las letras en relieve habían reproducido su imagen a causa de la savia. Para él fue esto una revelación; talló nuevas letras, reemplazó la savia por la tinta, y obtuvo de este modo una plancha grosera, impotente para imprimir más de una página. Lorenzo Koster la presentó a Juan Guttenberg, y este, que meditaba desde largo tiempo sobre los medios de propagar los libros sagrados, vio en aquella prueba un rayo de luz divina. Una mujer, según la tradición, ha sido la causa del descubrimiento de la imprenta, que es el más grandioso de los descubrimientos.

La mujer que se eleva por la instrucción deja de ser frívola, y entonces adquiere iniciativa poderosa para todo lo grande. Ejemplo de este tipo de mujer, lo son Luisa de Saboya, Ana de Bretaña, Isabel de Médicis, la marquesa de Mantua, la duquesa de Este, la duquesa de Ovetz, María Estuardo e Isabel de Inglaterra, que convertidas en mecenas, estimularon el talento de los literatos de los siglos XV y XVI, concediéndoles una honrosa protección.

Una mujer, la interesante doctora de Ávila, admiró a los más sabios teólogos de su época; por eso las mujeres, para mayor gloria del sexo, debemos apellidar al siglo XVI «siglo de Santa Teresa.»

La cultura intelectual de la mujer siempre será útil a todas las sociedades: el hombre elabora la idea, la mujer la engendra en forma humana. La mujer está dotada de talento natural: la mujer no es inferior ni superior al hombre, la mujer es diferente. Si el hombre progresa y la mujer permanece en la más oscura retrogradación, ¿cómo queréis que haya paz en el hogar? De dos seres que deben ser armónicos, haréis dos antagonistas.

La mujer debe estar ligada al compañero de su vida por mil lazos, si es posible, y no son los menos fuertes los de la inteligencia. ¡Que no se hagan ilusiones los hombres! No se posee verdaderamente a una mujer, mientras no se posee su espíritu. Mientras no se realice la intimidad moral y mientras no se confundan los pensamientos, no existirá el matrimonio de las almas. La mujer debe participar de los proyectos y de las ambiciones de su marido, para crearse de este modo una actividad que nazca de la suya: la mujer debe participar hasta de sus pesares, porque como ha dicho un poeta, «sufrir juntos es amarse».

El objetivo de la vida conyugal debe ser confundir las existencias, evitando toda influencia exterior.

¿Y cómo queréis que la mujer marche de acuerdo con su consorte? ¿Cómo queréis que le comprenda, si no la educáis en las ideas de la época?

La necesidad de levantar el espíritu de la mujer despertando su amor a la instrucción, la comprendió Clemencia Isaura: ella fundó en Tolosa los juegos florales a mediados del siglo XV; también la comprendieron algunas mujeres de Lyon, capital del mediodía de la Francia, que tanto se parece a Italia por su clima y su cultura artística. Esa ciudad tan importante hoy en el mundo de la industria y el comercio, brillaba en el siglo XVI con el resplandor de la inteligencia, que es el más refulgente de todos los resplandores. Allí se agrupaban mujeres distinguidísimas para cultivar las artes y las letras, siendo muy célebres entre ellas Clemencia Bourges, cuyo nombre llegó, hasta la corte de Catalina de Médicis; Luisa Charey, que tocaba varios instrumentos con perfección; Juana Gaillarde, Gabriela de Gainar, las dos hermanas Claudina y Sibila Scéve, María de Romieu y otras muchas.

También aspiraron al premio del saber las mujeres del norte y centro de Francia, descollando entre las mujeres del pueblo, Susana Habert, Modesta Dupuis, Juana de la Fontaine, María Dentiers, Ana y Catalina Parthenay, y entre las damas de la aristocracia, Enriqueta de Claves, Catalina de Roches, Magdalena Heveu, Antonieta de Loynes, Ana de Lantier y otras muchas, como brillaban en Italia, Victoria Colonna, Olimpia Mareta, Angela Sirena, Porcia Malvezzi, Casandra Fedele y Gaspara Stampa.

Cuando a fines del siglo XVI se hallaban tan corrompidas las costumbres en Francia, una mujer, la marquesa de Rambouillet, se alejaba de la corte, y se encerraba en su hotel, rodeada de las personas honradas y doctas, trabajando por el refinamiento de la civilización. El hotel Rambouillet tuvo gran influencia en su época: los contertulios de la marquesa eran personas buenas y eruditas, que se imponían la misión de dirigir el gusto literario, depurar la lengua, corregir las costumbres e introducir el buen tono en las maneras y en la conversación.

Estas reuniones que tuvieron la gloria de inspirar a Richelieu la idea de crear la Academia francesa, eran presididas por la marquesa Rambouillet y su amiga Julia de Angennes, y en ellas se daba lectura a los trabajos literarios de los contertulios y de los amigos ausentes. A principios del siglo XVII fueron frecuentadas por La Rochefoucauld, Molière, Corneille y Bossuet. Más tarde algunos sucesores de la marquesa desnaturalizaron sus ideas, cayendo en una exageración que inspiró a Molière el asunto de Las preciosas ridículas.

Los malos imitadores destruyen las mejores creaciones, ponen en ridículo a sus maestros y hacen antipáticas las más sanas doctrinas.

Ya hemos visto que en la época del florecimiento literario la mujer trabajó para su engrandecimiento: la mujer, que en todas épocas ha brillado por sus virtudes, pues hija ha sido Antígona, esposa Eponina y madre Cornelia, también ha demostrado que posee aptitud para las obras intelectuales.

El artista es un hombre-mujer, ha dicho Michelet.

La mujer debe cultivar su inteligencia, para darle a su hija la primera educación: si la mujer educa a su hija, la ciencia llegará al cerebro de la niña por el camino del sentimiento, pues si para dirigirse el corazón del hombre hay que invocar la razón, en cambio no se llega a nuestro criterio sino por el sentimiento.

Todo hombre sensato dotado de levantadas ideas, desea a la mujer ilustrada; solo los necios y los libertinos la prefieren ignorante: estos para encontrarla inerme y vencerla más fácilmente, aquellos por no verse en ridículo ante ella.

Y no se crea que la mujer se hace pedante al cultivar su inteligencia: una mujer de verdadero talento, sabe hacerlo simpático por medio de la modestia y abnegación. La mujer de talento está obligada a ocultarlo ante los tontos, como el potentado sus galas ante el indigente, como el dichoso su ventura ante el infortunado.

La superioridad del espíritu impone muchos sacrificios: uno de ellos es saber descender del pedestal, para nivelarse con las medianías. El que no abdica frecuentemente de su superioridad, se ve aislado.

La humildad es una virtud muy recomendable, es una virtud que siempre debe acompañar a la mujer que se distingue por el talento o la hermosura.





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