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Mural contemporáneo en el cine experimental

Sergio Ramírez





Para pelear sus batallas, la juventud de las sociedades de consumo ha elegido una serie de armas sumamente eficaces, armas que no son más que los mismos instrumentos del enemigo, a los cuales se comunica un profundo sentido espiritual para hacerlos propios. Están allí, por ejemplo, los carteles, forman visual de comunicación directa y que desde los tiempos de Toulouse-Lautrec han ganado la categoría de obras de arte; la música, las canciones de protesta, que tienen un gran mercado y cuyo efecto se propaga desde las grabadoras eléctricas hasta las audiciones en estadios, teatros y gimnasios (Bob Dylan y Joan Baez son dos de los rapsodas contemporáneos más conspicuos); y en fin, los sitting in, en que los jóvenes oponen a las armas de la policía, sus flores, sus coros y sus actos de amor en público.

Entre estos medios de protesta, el cine viene cobrando una gran importancia pues resume a todos los otros y abre nuevas posibilidades. Así lo vi la semana pasada al presentarse en San José un Ciclo Cultural Norteamericano, en el que se incluyó una muestra de cine experimental. En un programa de una hora se exhibieron siete cortos, en cuya gama puede encontrarse desde la simple intención de transformación artística del cine apartándolo de lo comercial, hasta la alegre protesta pop contra la sociedad, o elegías en blanco y negro de la soledad y la incomunicación. Algunos de los directores de estos cortos son empleados de las grandes casas publicitarias productoras de anuncios para el cine y la televisión, que retomando las armas del enemigo como se hablaba al principio, y esta vez en su propio campo, ponen al revés los elementos de la publicidad comercial para dejar crudos testimonios de la destrucción cotidiana.

De la serie presentada, merecen citarse:

Ahora que desapareció el búfalo, de Burton Gershfield: la cámara fija con infinita tristeza correrías de indios apaches en las praderas americanas, tomas de fuertes abandonados, fotos fijas de generales que cobran inusitado movimiento y búfalos espectrales pastando, todo con la utilización de dos únicos colores: rojo y verde, que chocan y se repelen en la pantalla; los fantasmas, son así, por efecto de los colores, fantasmas modernos.

Ven a bailar conmigo, de Thomas Baum y Dennis Lo: entre las secuencias de una pareja bailando se intercalan por momentos, las imágenes del Presidente Johnson, del Papa Paulo VI, de Eisenhower y de otras no menos connotadas figuras, logrando la impresión de que todos participan del happening multicolor, la seriedad del jefe de estado y la pareja despreocupada de los problemas políticos del mundo, envueltos en la música que acalla las palabras de los discursos.

Tres mil años de Historia del Arte en tres minutos y medio, de Dan McLaughlin: en una vertiginosa secuencia que acompaña la Quinta Sinfonía de Beethoven, la pintura de todos los tiempos pasa ante los ojos del espectador a razón de un segundo por cuadro, desde los dibujos en las cuevas de Altamira hasta lo neofigurativo. La técnica del montaje y la velocidad, consiguen efectos magníficos como con el impresionismo, en que los colores parecen explotar como fuegos artificiales. Cuando este viaje relámpago concluye, un rótulo a la usanza del cine mudo anuncia: «Ahora ya puede usted decir que está culturizado».

Pop Show, de Fred Mogubgub: quizá este sea el eje de la muestra, si consideramos que la teoría general aplicada por todos los directores, es la de lo pop, como elemento dominante en la cultura norteamericana actual; en Pop Show, desfilan los artistas de cine, los héroes de las historietas cómicas, los personajes famosos, todos con sus globitos en las bocas. La sociedad de detergentes y refrescos está aquí desnuda: una muchacha muy guapa, como en los anuncios de televisión, vierte Coca Cola en un vaso y bebe después con deleite; a lo largo del film, repite la misma seductora operación, no sólo con bebidas gaseosas y cervezas, sino también con Pinesol, Ajax y Fab. La gama de deleite es infinita, y la muchacha no pierde ni su aire sexi ni su dulzura al sorber el jabón que limpia todo.

Muchacha solitaria, de Second City: ya para concluir la muestra, lo que había sido vértigo, color, estridencia, cobra un tono de elegía; el tema de la soledad en la gran ciudad, la imposibilidad del hombre por comunicarse con sus semejantes que ha dado tantas obras maestras en la literatura, principalmente en el teatro (Historia del zoo, Dos en el subibaja, por ejemplo) y en el cine (Masculino-Femenino, el Desierto Rojo) tiene aquí un gran breve momento: una muchacha que camina sola por las calles, sin tener qué hacer ni con quién hablar (será un sábado o un domingo) ve en un escaparate un disco y lo compra: «Cómo ganar un amigo»; va a su casa y lo pone: la voz, entrenada para divertir a los solitarios, la saluda, le pregunta por su trabajo, por sus gustos, con los espacios suficientes en la grabación para permitir una respuesta; después la invita a cantar, y cantan; le pide que se acerque. Ella ríe, con pena, con cierto miedo; él le dice que no tema, que va a decirle algo privado: has ganado tu primer amigo. Y acto seguido la misma voz amistosa que durante unos minutos la ha hecho reír y cantar y olvidar su soledad comienza a repetir fin fin fin fin fin.

Este tipo de cine experimental es por supuesto, un cine de minorías, porque no participa del gran negocio hollywoodense; se queda en colecciones privadas, como los cuadros valiosos (la muestra a que he aludido pertenece a la Bell & Howell Co.). Los directores, ninguno de ellos mayores de 40 años, están en la línea de vanguardia y vienen directamente de Jean-Luc Godard, de Antonioni. Su misión es, en un plano estrictamente artístico, la denuncia contra los vicios de su propia sociedad. Y descubren en el cine un nuevo arte de guerrilla cultural.

San José, Costa Rica, septiembre 1.º de 1969.





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