Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Música y espacio figurado en Felisberto Hernández y Daniel Moyano: una poética de lo intangible

Ferran Riesgo Martínez





En la introducción a su libro de 1993, Inteligencia y espacio, el intelectual uruguayo Arturo Ardao hablaba del ascenso del «pensar filosófico espacialista, o espacialismo» a lo largo del siglo XX, un fenómeno que no consideraba una escuela, «ni siquiera un movimiento, sino solo una actitud [...], una distinta óptica de la relación, por un lado, entre el espacio y el tiempo, y por otro, entre el espacio y el hombre»1. Aunque nunca use el término, Ardao estaba dando cuenta de ese fenómeno crítico que fue una tendencia creciente a partir del medio siglo, y dominante en muchos ámbitos desde los años 80: el llamado Spatial Turn o «giro espacial», en castellano. Esta poderosa corriente, en la que se inscriben hitos del pensamiento académico como los estudios simbológicos de Gaston Bachelard, la poética del imaginario de Gilbert Durand o la geocrítica, desarrollada principalmente por Bertrand Westphal, no se restringe al análisis literario o estético, antes bien, se ha convertido en una manera global de interpretar realidades, y ha superado con creces ese estado de «ni siquiera un movimiento» que le atribuía Ardao en el 93. El comentario que sigue se fundamenta en algunos de los postulados que ha generado esta disciplina, aún en desarrollo, pero incorpora al análisis de los textos la dimensión musical, de una importancia capital en las obras de Moyano y Hernández.

En Tierras de la memoria (publ. póst. 1965), el uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) narra en primera persona el viaje en tren de un pianista que ha perdido su trabajo en una orquesta de café, y marcha a la ciudad de Mendoza, en el noroeste de Argentina (a unos 1300 km de Montevideo), tras la promesa de un empleo similar. El trayecto sirve como pretexto al narrador, correlato biográfico del escritor, para abismarse el recuerdo y contar una jornada anterior, con numerosas digresiones hacia zonas más lejanas de su biografía: otro trayecto a Mendoza, esta vez a pie y en su etapa adolescente, que se presenta como una suerte de viaje iniciático hacia la intimidad. Se configura así una prefiguración del narrador adulto, quien también busca a menudo abstraerse de la cotidianeidad fastidiosa que le rodea recurriendo a la música y a la introspección.

El Libro de navíos y borrascas (1983), de Daniel Moyano (1930-1992), propone un desarrollo narrativo parecido: el protagonista, el intelectual y violinista Rolando -también correlato del autor-, relata su viaje a bordo del Cristoforo Colombo, un barco italiano2 que cubre el trayecto Buenos Aire-Barcelona con un pasaje formado mayoritariamente por refugiados de las dictaduras argentina y uruguaya; en la vida de Daniel Moyano este viaje comenzó el 24 de mayo de 1976. La voz que narra esta novela, más extensa que Tierras de la memoria, también se caracteriza por las abundantes digresiones y analepsis y, en general, oscila entre la crónica del viaje, el memorialismo y la especulación sobre el futuro. La tendencia del discurso a la evasión es constante: se incluyen historias interpoladas (a veces de una longitud considerable, como la de la hija del guardafaro), y de continuo se desplaza el foco narrativo a los personajes secundarios, aunque la mirada y la escritura son siempre los de Rolando.

Ni la asociación de estas novelas, ni su disposición como crónicas de viajes (excéntricas, eso sí), ni las similitudes entre sus autores y protagonistas son casuales, pues Hernández y Moyano ejercieron como músicos profesionales durante años. Si bien el primero nunca conoció el exilio político, y acabó escorándose hacia un anticomunismo muy alejado del ideario izquierdista de Moyano, comparte con el argentino la vivencia del músico viajero, casi ambulante: trabajó como pianista de cine mudo, tocó en cafés y en residencias particulares, pero, lo que para el caso es más relevante, se extenuó en repetidas giras por las provincias de Argentina y Uruguay como pianista solista, o en compañía del poeta Yamandú Rodríguez. Los esfuerzos de Hernández por subsistir como músico «serio», que se alargaron hasta 1940, hablan de una vida ingrata y llena de desengaños, («una vida de tipo sentado en la cama de una pensión esperando que llegue la hora del concierto», en palabras de Marcos Abal3), como queda patente en una carta del autor a Lorenzo Destoc, donde relata la pugna para lograr que los caciques del casino le pagaran un concierto en Chivilcoy, una ciudad argentina de provincia:

A la noche reacción y la batalla más grande que he librado en mi vida. Fue junto a un billar, no me hicieron sentar para no perder tiempo y despachar pronto. Exposición de argumentos, soluciones, llamado a la cultura: todo negado. Insistencia, brazos cruzados. Silencios terribles. Yo, sudores fríos, pensamiento en mi propósito de lucha, familia, amigos y compañeros de pieza... Nueva embestida, nuevo fracaso; tratar de que no se vayan del billar4.



La narración continúa hasta que un rico de la villa decide desembolsar una cantidad simbólica. Daniel Moyano conoció experiencias parecidas durante sus años como miembro del Cuarteto de Cuerdas (más adelante Orquesta de Cámara) del Conservatorio Provincial, con el que realizó muchos conciertos por la Argentina rural, especialmente en la provincia de La Rioja. El tono discursivo de estas experiencias, cuando las recupera en su narrativa breve, es más amable y optimista que el de Hernández. Además, el viaje principal de su vida fue el que se narra en el Libro, y no tuvo trayecto de vuelta.

Sea como sea, ambos autores conocieron los modos diversos de la distancia y la desubicación espacial y social forzada (habría que considerar también el año que Hernández pasó en París, intentando asegurarse un lugar en la escena literaria europea); ambos se encontraron a menudo, literalmente, fuera de lugar. Tampoco es casual, por ello, que los viajes de ambas novelas comiencen con un trauma y un desarraigo. La acción del Libro de navíos, tras un preámbulo expositivo, se inicia con Rolando limpiando su violín, al que llama «el Gryga» (por su lutier) en el porche de su casa riojana, a la sombra de una parra, en una escena de un bucolismo exacerbado. Un excurso sobre las virtudes y cuidados del instrumento es bruscamente interrumpido por los agentes golpistas, que detienen a Rolando y se lo llevan con tanta prisa que no tiene tiempo de guardar el Gryga en la caja: «¿Rolando? Sí. Me llevaban, sabían mi nombre, eran tres [...]. El violincito, colgado de la parra para que tomara un sol modesto, se me fue alejando. Lo quieto era yo y era el violín lo que se iba»5. El violín se convertirá, de aquí en adelante, en un símbolo de todo lo perdido en el presidio y el exilio: la tierra, la música, la voz propia. El narrador sabe que no va a regresar.

En el caso de Tierras de la memoria, el trauma es más liviano; en la narrativa de Hernández no hay grandes tragedias: hay pequeñas tragedias vividas con gran intensidad, y tragedias de cierta envergadura soslayadas en la ligereza del relato. Al inicio de la novela el pianista ha acudido a la estación acompañado de su padre, y en el andén conoce a su compañero de viaje, el bandoneonista de su futura orquestina, un tipo detestable que se autodenomina «el mandolión». Refiriéndose al padre, escribe:

Al principio de la conversación yo había tenido cuidado de que él no viera los alargados y débiles filamentos de la melaza que yo sentía al irme despegando de Montevideo. Me mareaba la angustia, el ruido del ferrocarril, los grises de las casas rayados por la velocidad en la plaza de la ventanilla y el pensamiento de lo que dejaba en Montevideo: mi mujer, que estaba en mitad de una larga espera6.



Ambas experiencias muestran el centro del trauma como un problema de espacios, de desplazamientos forzados fuera del lugar propio. En su estudio Espacio y novela, Ricardo Gullón propone algunas claves que atañen no solo a la importancia del espacio en la novela, sino también a la idea de la novela considerada como viaje:

La novela crea un espacio -mítico, acaso, como el del viaje puede serlo- o lo inventa, como en la novela fantástica, o en la Comedia del Dante, para instalar en él una metáfora (viaje = vida = busca, descenso a los infiernos) genuinamente reveladora, como toda metáfora debe serlo. La Biblioteca y el Laberinto, de Borges, y la Niebla, de Unamuno, son espacios que se confunden e identifican con la metáfora que nace con ellos y los explica. Espacios-metáfora, autosuficientes en su reducción del todo a la imagen7.



En las dos novelas las metáforas de la vida como viaje y del viaje forzado como metáfora de una vida en fuga se retroalimentan. Algo más adelante, siguiendo este hilo, Gullón hablaba de «la disolución del ser en el espacio» como uno de los fenómenos comunes en la novela contemporánea, una idea que Robert T. Tally desarrolla por su cuenta en Spatiality: tomando de Lukács la noción de trascendental homelessness, cuya traducción mejor tal vez sea «desarraigo trascendental», Tally propone una asociación de conceptos que debieran explicar el sentir particular del ser humano en la espacialidad física, pero también figurada, de la posmodernidad. Una etiqueta que epocalmente explica mejor a Moyano que a Hernández, pero a nivel exegético encuadra perfectamente a los narradores hernandianos. Tally vincula el existencialismo de raíz sartreana con el Angst que definió Heidegger como, esencialmente, un sentimiento de «no sentirse en casa (en el hogar) en el mundo»; la relación con su concepto del Dasein es casi automática. El ovillo conceptual, complejo pero muy sugerente, queda completo con el hilo, iniciado por Freud, de lo siniestro: como sabemos, la expresión original en alemán es Das Unheimliche, del adjetivo unheimlich, que se opone a heimlich, una de cuyas posibles traducciones (apuntada por Freud mismo) sería «familiar», incluso «hogareño»8.

Gullón, por su parte, apunta que los espacios vitales que identificamos tienen «un detrás y un delante»; así, el «detrás» estaría formado por la historia (individual y colectiva), «que no es tan solo tiempo sino tejido en que se inserta la existencia; el delante, expectativa hacia el futuro, posibilidad de un cambio en el estar asociado a una paralela variación en el ser»9. Los narradores-personaje de las novelas que nos ocupan transitan de continuo por ese sentimiento de «sinhogaridad», y revisan obsesivamente su historia: los viajes físicos que realizan, que obviamente los conducen a un «delante» geográfico, los abocan también a esa posibilidad de cambio. El análisis de sí mismos, que tiene lugar tanto hacia el presente como hacia el pasado, siempre se detiene ante las posibilidades del futuro. Rolando escribe: «nos agarró un oleaje histórico, hermanito, de aquí a que el envión llegue a alguna costa y luego vuelva para adentro en el movimiento del mar, que es olvidadizo y tiene otros relojes, va a pasar un tiempo que está por encima de diagnósticos y abarca muertes y nacimientos»10. El narrador de Hernández, en cambio, ignora esas posibilidades, y si hay una personificación de ese tiempo por llegar es el infame «Mandolión» que lo importuna durante todo el viaje. Rolando opta por lo contrario: divaga y abre un abanico de posibles yoes futuros, de «variaciones del ser» que tan pronto lo encuentran solo y arruinado en Madrid como emparejado con la ilusoria Nieves, sobrina del cocinero del barco, con la que decide que para dentro de unos años ya habrá tenido un hijo.

Tally, en su ensayo, explica partiendo de Sartre esta necesidad de autofabulación, sea a través de la introspección hernandiana o de la producción de futuribles de Rolando:

One must have the freedom to create one's own meaningful existence, establishing a sense of place and purpose in the world, via a project in which the individual subject orchestrates the elements or aspects of life in some meaningful way [...]; Sartre's answer is that we create meaning or give shape to our existence through our projects. In the anxiety that causes one to feel disoriented or lost, one has the freedom to project a kind of schematic representation of the world and one's place in it11.



Con intención similar Rolando dice lo siguiente acerca del Cristoforo Colombo:

Arca para guardar virtualidades, objetos en proceso de génesis que hay que alimentar con el deseo hasta que crezcan, y volcarlos después en la realidad que nos imponen, aunque más no sea para enrarecerla. Ficción contra ficción, algo parecido a acoplar palabras propias a las del interrogador, para descolocarlo y hablar de igual a igual. Un barco para asegurar la existencia precaria de las virtualidades12.



En la novela de Hernández el individuo y su mundo interior son la única barrera que se interpone entre el desamparo del yo y su integridad, su perduración; lo hostil es el afuera. En Moyano, como se puede ver, el territorio seguro expande sus límites y queda periclitado al espacio del barco y el resto de refugiados. En esta dinámica en la que el viaje es un hecho traumático pero el destino una alternativa esperanzadora, el medio por el que se desplazan, el mar, deviene también un espacio hostil, planteamiento que resulta evidente en la historia del guardafaro. Ya Bachelard, en El agua y los sueños (1.ª ed. 1942) cuestionaba la validez onírica del mar, sosteniendo que «el agua del mar es un agua inhumana, que falta al primer deber de todo elemento reverenciado, que es el de servir directamente a los hombres»13; las cursivas son suyas. Esta percepción del mar como ente y espacio hostil radicaliza el sentimiento de «sinhogaridad» propuesto por Tally, pero además, el inconsciente marítimo que define Bachelard «es un inconsciente hablado, un inconsciente que se dispersa en relatos de aventuras, un inconsciente que no duerme. Por lo tanto, enseguida pierde sus fuerzas oníricas»14. Para Rolando el mar, el espacio global en que se mueve, no puede sugerir proyecciones autónomas ni positivas; el único creador capaz es el propio individuo.

¿Cuándo entra en juego la música en los sistemas de defensa que los narradores / protagonistas necesitan en sus viajes? En el caso de Rolando funciona a varios niveles. En primer lugar, su relación con la música es algo que el trauma del destierro no ha podido eliminar. Cuando ya navegan mar adentro el viajero rememora: «a mil doscientos kilómetros de aquí está lloviendo sobre el Gryga...»; sigue un largo y hermoso pasaje sobre su violín y su vínculo con él. Pero además, enfrentado al reto de narrar ese trauma, el escritor se cuestiona:

[Quizás] a esta altura final del segundo milenio y la destrucción de casi todo no valga realmente la pena contar nada, para qué. Más práctico y menos duro sería intentar una canción, una vidala o baguala o qué se yo, algo que en vez de meterte más en el mundo te saque de él. Una canción como una tregua. Y con cuatro estrofas todo dicho, como en la vidala15.



Por su parte, el correlato de Hernández, de cara a sus recuerdos, sugiere también esa capacidad de la música para compartimentar la realidad y establecer «treguas» con ella; rememora uno de los primeros conciertos a los que asistió de niño, en el que se sentía vivamente incómodo y azorado, y escribe:

Llegado el momento de oír música, por más prevenidos que estuviéramos, el arte invitaría a aflojar los frenos de la autocrítica, se produciría como una convencional libertad de relacionar el sentimiento del arte con nuestra historia sentimental y se permitiría y se justificaría la distensión de nuestros músculos y el abandono de nuestra conciencia [...]. El que observara los momentos en que se pasara al estado provocado por el arte, vería cómo naturalmente se iban esfumando poco a poco los límites en que se vivía un rato antes16.



En la narración de Moyano también hay un concierto, un recital de guitarra que se organiza sobre la cubierta del barco; Rolando abre un largo paréntesis para contar la historia de la guitarra de Fede, como hizo antes con su violín, mientras aquel toca canciones tradicionales del norte -sobre todo vidalas-, que le permiten volver a abstraerse de la realidad del viaje. No solo eso: el narrador ya había declarado en las primeras páginas el dominio de la música sobre el lenguaje: «no sé si va a salir. Lo mío es la música, antes que las palabras. Para mí todo este asunto de tener que salir del país comenzó cuando estaba lustrando mi violín bajo la parra, allá en el norte, distraído, lustrando como quien canta o lee, y llegaron ellos»17.

Con todo, la apelación definitiva al poder de la música viene más adelante. Comienza como un juego, mientras especula sobre su hipotético hijo en España. En caso de que vinieran a llevárselo, como a él cuando estaba limpiando el violín, ¿cómo ocultarlo de los captores? Rolando juzga que lo mejor sería darle un nombre musical en lugar de un nombre hablado, y comienza a proponer variaciones, en fragmentos de partituras, difíciles de tocar o, en cualquier caso, imposibles de pronunciar salvo para los conocedores del secreto. En las páginas de la novela se reproducen las ideas musicales:

imagen

Figura 1

imagen

Figura 2

El narrador creado por Hernández describía en Por los tiempos de Clemente Colling, (1942) la huida del mundo tangible en pos de una pieza de música: «yo no quería salir de casa [...]. Había empezado a desencadenar furia a favor -o contra- del Carnaval de Schumann y me había prendido de él con todas mis fuerzas»18; la naturaleza de la música reificada cambia, y pasa de ser un objeto al que aferrarse a ser un recinto en el que se puede entrar: «la noche antes había revuelto en él las manos, la cabeza y toda el alma hasta muy tarde». Algo similar sucede con el relato «Mi cuarto en el hotel», anterior, donde leemos: «había pensado cosas que me parecía que me agrandaban el espíritu, las paredes y las cosas me daban la sensación de estar saturadas de aquellas cosas, como si fueran las maderas de un instrumento viejo en el que hubiera tocado muchos años»19.

Es evidente que el recurso del arte como evasión de un cronotopo impuesto no es nada nuevo en la literatura, pero sí es llamativa la sinergia entre música y palabra que hay en estos relatos. Una vivencia tan intensa de la música resulta natural, al cabo, en dos autores que pasaron toda su vida intelectual divididos entre música y letras, y que tantas veces, por razones diferentes cada uno, necesitaron inventar refugios y pensar vías de fuga a las que solo ellos pudieran acceder.

En Spatiality, Tally sugiere que, en este nuevo enfoque de la literatura como un fenómeno esencialmente espacial, si los libros actúan como y se leen como mapas, los escritores devienen cartógrafos de los mundos a los que dan lugar, y los lectores deben leer como leería un geógrafo. Esta analogía cuadra especialmente bien para con estas dos novelas, dado que en el fondo ambas consisten en dos narradores que dibujan mundos propios mientras son llevados a destinos que no deseaban en el mundo real. Para encajar aun mejor con la idea de un mapa o planisferio, el mundo creado termina donde termina el mapa, especialmente si el mapa es una esfera. Tierras de la memoria y Libro de navíos y borrascas presentan una estructura absolutamente circular: ambas son discursos enunciados en el desplazamiento, ambas empiezan y terminan cuando lo hace el viaje, y ambas empiezan y terminan con los mismos elementos narratológicos. Cuando el mapa dibujado por el autor, el mundo particular por el que nos ofrece transitar, choca con el mundo real, el discurso de lo imaginado dentro de la narración choca, inevitablemente, con el discurso de lo narrado, y por eso las dos historias acaban con absoluta brusquedad cuando acaban los desplazamientos. El pianista de Felisberto Hernández sigue sentado en el tren, molesto con su compañero de viaje, y describe su «despertar» con una intensidad inusitada: «después de haber dado el grito que hizo derrumbar las paredes del sueño y me dejó con los ojos abiertos en plena noche, seguí revolviendo los escombros para ver de dónde había salido el grito»20; los «escombros» forman parte de las «tierras de la memoria» que ha recorrido durante el viaje. Solo el último párrafo de la novela sucede fuera del tren. El Rolando de Moyano, recién desembarcado en el puerto de Barcelona, escribe: «íbamos sobre un mapa que no habíamos dibujado nunca en el cuaderno, con una idea muy vaga de sus contorno». El anciano que le acompaña en el taxi le pregunta: «¿Usted cree que volveremos pronto?». «Justo a tiempo para podar la viña»21, contesta Rolando. Su último pensamiento en la novela es para la parra donde había quedado colgando el violín.

Los dos narradores describen mundos donde la realidad necesita ser mantenida a raya, necesita ser reimaginada por los sujetos que la transitan, y los dos cuentan viajes donde los anclajes con el origen geográfico y personal de cada uno necesitan ser invocados y reafirmados cuando hay ocasión. La propia individualidad y la dimensión de lo musical como expresión y salvaguarda de la misma actúan como pasajes seguros hasta el final de estos viajes, y, en cierto sentido, también como pasajes de vuelta. La decisión autoral de desafiar la linealidad temporal y la coherencia espacial forzada por ellos mismos resulta totalmente con la concepción diseminada y poco hilvanada del mundo contemporáneo que sancionaba Tally; como escribía Bertrand Westphal en referencia a Heráclito, en la narrativa de finales del siglo XX «la metáfora del río ya no es válida»22, y un continuo espacio-tiempo fragmentado y hostil empuja a los personajes a crear el suyo propio, en el que la entereza del individuo es una prioridad por encima de la linealidad e incluso de la presencia efectiva del continuo.






Bibliografía

  • Abal, Marcos, «Apariciones y desapariciones de Felisberto Hernández», Jot Down Magazine, 2011.
  • Aínsa, Fernando, Espacio literario y fronteras de la identidad, San José, Universidad de Costa Rica, 2005.
  • Ardao, Arturo, Espacio e inteligencia, Montevideo, FCU / Biblioteca de Marcha, 1993.
  • Bachelard, Gaston, El agua y los sueños, Madrid, FCE, 1994.
  • Corona Martínez, Cecilia, Literatura y música: confluencias en la obra de Daniel Moyano, Córdoba (Argentina), Universitas / Editorial Científica Universitaria, 2005.
  • Díaz, José Pedro, Felisberto Hernández. Su vida y obra, Montevideo, Planeta, 2000.
  • Gullón, Ricardo, Espacio y novela, Barcelona, Antoni Bosch, 1980.
  • Hernández, Felisberto, Narrativa completa, Jorge Monteleone (ed.), Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2015.
  • Hernández, Felisberto, Cartas y partituras, Daniel Morena (ed.), Montevideo, Paréntesis, 2016.
  • Moyano, Daniel, Libro de navíos y borrascas, Gijón, Noega, 1984.
  • Tally, Robert T., Spatiality, Londres; Nueva York, Routledge, 2013.
  • Westphal, Bertrand, Geocriticism, Robert T. Tally Jr. (trad.), New York, Palgrave Macmillan, 2011.


 
Indice