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Nacionalismo gauchesco ante el inmigrado italiano: el anti-italianismo del gaucho Martín Fierro (Causas socioculturales y modalidades estilísticas)

Giovanni Meo Zilio





En este trabajo hay que entender la noción de nacionalismo gauchesco, no tanto en el sentido patriótico -puesto que, por el contrario, el gaucho hernandiano tiene una actitud resentida y protestataria hacia su propia patria, la «Provincia», como él llama a la Argentina de entonces- cuanto en el sentido de cierto orgullo de su propia raza (de autóctono, descendiente de españoles) más que de su propia nación; orgullo de su propia tierra, sus tradiciones, sus costumbres, su tipo de vida y de trabajo en la pampa dentro de la así llamada civilización del caballo y del ganado; y, por consiguiente, cierto desprecio por todo lo que sea ajeno. Claro está que en este orgullo de la raza (y empleo aquí la palabra raza en sentido amplio) actúa, a pesar de todo, el tradicional orgullo español (andaluz, árabe y demás).

El gaucho Martín Fierro representa, por supuesto, el prototipo de lo gaucho, con todas sus connotaciones físicas, sicológicas, filosóficas y socio-culturales. Su actitud hacia lo diverso, lo diferente, es categórica (y no problemática) como lo es su personalidad; y lo diferente para él, si queremos establecer una progresión de menor a mayor (y dejando a un lado al indio que es su enemigo declarado), es el «pueblero» (el ciudadano) cuya civilización invadiente tiende a marginarlo; el negro (descendiente de los esclavos); el inmigrado italiano (que tiende a suplantarlo). Los inmigrados españoles que, juntos con los italianos, representan la inmensa mayoría de la inmigración, pueden incluirse, más bien, dentro de los «puebleros». El gaucho tiene menos simpatía, pues, por el italiano que por el negro (del cual no teme la competencia). En efecto, en el poema de Hernández, el episodio más saliente (canto XXX de la Vuelta: una especie de poema en el poema) está representado por la payada entre el protagonista blanco y el moreno: episodio en el que, a pesar de algunos momentos polémicos e hirientes, Martín Fierro reconoce la capacidad y altura de su contrincante de color. Hasta por aquel otro negro del canto VII de la Ida, que M. F., obnubilado por el trago, destripa en un duelo al arma blanca, éste prueba, al final, un sentimiento de pietas y manifiesta la intención de llevar algún día sus huesos al campo santo para que su alma ya «no pene tanto». Por el italiano, en cambio, no hay pietas en ninguno de los dos episodios que más lo representan: uno, el más extenso, dentro del canto IV de la Ida (vv. 847-930) y otro, casi de paso, en el canto XXIII de la Vuelta (vv. 3217-3240). Con todo, éste es menos sarcástico, menos cargado de resentimiento y desprecio en relación con aquél. Lo cual no nos debe extrañar puesto que tal atenuación anímica se coloca naturalmente dentro de aquella atenuación de la protesta del gaucho contra la civilización invadiente, contra los intrusos, en general, que los críticos ya han señalado en la segunda parte del poema. No se trata, pues, en la Vuelta, de una menor alergia del gaucho hacia los italianos sino de cierta evolución de la filosofía política del autor.

No es posible profundizar aquí las causas próximas y lejanas de la actitud xenófoba del gaucho, en general, y ante el italiano en especial. Baste recordar que los italianos representaban, para él, los intrusos por antonomasia y sus más acérrimos competidores (vale decir enemigos) ya sea numéricamente (en el censo de 1869, época de gestación de la Ida, en la sola Buenos Aires se registraron 44.233 italianos dentro de los 177.789 habitantes de la ciudad: un 38%), ya sea cualitativamente por su conocida dedicación y ahínco en el trabajo (debido, en parte, a una antigua tradición itálica y, en parte, al estímulo de la necesidad). Claro está que la tipología del italiano presentado por Hernández en el poema corresponde a una faceta parcial, en parte real, en parte caricatural, de la inmigración peninsular en aquella época: la de cierto tipo de pobres italianos meridionales llamados genérica e impropiamente napolitanos (apodo que, como lo veremos en seguida, M. F. convierte sarcásticamente en papolitanos) los que llegaban al Plata «col sacco sulle spalle», sin oficio ni profesión, a menudo analfabetos e incapaces de asimilar el idioma (cosa que el gaucho, por supuesto, no perdona); alérgicos a las tareas ganaderas y obligados a sobrevivir de alguna manera ejerciendo los oficios más humildes como ser mercachifles, vendedores de números de lotería («quinieleros»), o de helados o maníes o pororó, verduleros o lecheros ambulantes, limpiabotas o peluqueros... Agréguese su supuesto temperamento y código de cultura «bochincheros y charlatanes», bastante adictos a las mujeres, al bel canto y al juego (que les ayudarían a sobrellevar la miseria y la lucha por la vida), aficionados a la pastasciutta e mandolino... El gaucho hernandiano, cuyo ambiente se limitaba más bien a la pampa sin llegar a la ciudad, conocía muy poco, o desconocía del todo, al otro tipo del italiano encarnado por los parcos e industriosos genoveses que iban poblando desde entonces el conocido barrio marinero de La Boca, o los sobrios y robustos piamonteses que se iban esparciendo por las provincias de Rosario o Mendoza, Córdoba o Santa Fe, trasformando la pampa húmeda o las sierras en viñedos, frutales y trigales. Y tampoco le llegaría el eco de las hazañas de Garibaldi y la Legión Italiana en el Río de la Plata, o la presencia de tantos intelectuales italianos, de todas partes, ingresados al Plata por razones políticas; los industriales, los técnicos, los obreros especializados, los profesores, etc., a los que se debe, en buena parte, el progreso del país después de la independencia y sobre los cuales Jorge F. Sergi, entre otros, ha escrito un enjundioso tomo de más de 500 páginas (Buenos Aires, 1940).

Veamos ahora los episodios que a los italianos se refieren.

El primero lo encontramos en los vv. 319-324 de la Ida. Se trata, como es sabido, de la descripción de una leva forzosa efectuada por la policía en una «pulpería», en cuyas redes, junto con el mismo Martín Fierro, cayó un pobre gringo que andaba por ahí, ganándose la vida con su organito y una mona que bailaba:


Allí un gringo con un órgano
Y una mona que bailaba
Haciéndonos ráir estaba
Cuando le tocó el arreo.
¡Tan grande el gringo y tan feo!
¡Lo viera cómo lloraba!


El oficio del gringo, aquí, es el de hacer reír a los demás; y no es casual el hecho de que tal función de payaso esté reservada a un italiano en el relato del gaucho. Apúntese la connotación física también negativa (grandote y feo) y agréguese la connotación sicológica de lo debilucho y lo teatral del personaje: «¡Lo viera cómo lloraba!». Al presentar, pues, lo flojo, lo cobarde, lo «chancleta» del italiano (más adelante lo tratará hasta de «marica»), M. F. lo hace contrastar con lo varonil, lo macho del gaucho (que no llora nunca, sino en secreto, como lo dice en otra parte del poema). En efecto, el mismo M. F., más adelante, relatando el suplicio de la estaca al que, luego, fue sometido, nos informa que:


Entre cuatro bayonetas
Me tendieron en el suelo [...]
De las manos y las patas
Me ataron cuatro cinchones;
Les aguanté los tirones
Sin que ni un ¡ay! se me oyera.


(vv. 877 ss.)                


No cabe duda, pues, acerca de la oposición dialéctica entre lo gaucho y lo italiano, clara y orgullosamente establecida por M. F. Pero, al llegar a los versos que se acaban de citar, ya hemos entrado al segundo episodio (el más extenso y sintomático) que a los italianos se refiere (vv. 841. ss.).

Se trata de una escena sabrosa (pero con mucha púa) en la que M. F. relata cómo un día, al regresar al fortín, un gringo «enganchao» (vale decir «mercenario»: el término empleado ya nos adelanta su opinión acerca del personaje), lo desconoció, por borracho y, luego de un intercambio de mensajes verbales basados todos en el equívoco y el qui pro quo lingüístico, le dispara un tiro de fusil que casi lo mata. He aquí el polémico y cáustico juego de palabras:


Cuando me vido acercar:
Quen vívore?» -preguntó;
Qué víboras» -dije yo:
Haga arto!» -me pegó el grito,
Y yo dije despacito;
Más lagarto serás vos».


(vv. 859-864)                


M. F., además de «enganchao», lo define como «bozal» (vale decir «rústico e ignorante»: aplicado sobre todo a los extranjeros que chapucean el castellano: luego se le llamó cocoliche) y hasta duda de que sea «cristiano»: aquí en el sentido de que tal vez no sea un hombre sino un animal (según cierta tradición católica, asimilada, a su manera, por el gaucho, el no-cristiano, el no-bautizado, sería como un animal). Su mismo apodo de napolitano se convierte, sarcásticamente en «papolitano» (téngase en cuenta que aquí debe de haber una alusión picaresca a papo «órgano sexual femenino»). Más adelante lo llama «bruto» y, luego, «nación» (un equivalente del anterior «bozal»), insistiendo, pues, en la connotación despectiva de tipo lingüístico (la incapacidad de hablar decentemente el castellano), lo cual nos confirma, por si fuera necesario, que lo que irrita ante todo al autóctono, como siempre, es lo diverso en lo lingüístico (fenómeno, por otra parte, general en todo el mundo y en todas épocas: piénsese en el término de bárbaro que los griegos antiguos empleaban al respecto). El episodio termina con el mencionado suplicio del cepo para el desgraciado M. F., soltando su rabia contra el gringo maldito.

En este punto el mismo protagonista suelta una perorata contra los gringos en general (la «gringada»), conocidos por él en los fortines, y se indigna porque el Gobierno manda a la frontera


Gringada que ni siquiera
Se sabe atracar a un pingo. [...]
No hacen más que dar trabajo,
Pues no saben ni ensillar,
No sirven ni pa carniar [...]
Y lo pasan sus mercedes
Lengüetiando pico a pico [...]
Y, eso sí, en lo delicaos
Parecen hijos de rico. [...]
Cuando llueve se acoquinan
Como perro que oye truenos.
¡Qué diablos! sólo son güenos
Pa vivir entre maricas.
Y nunca se andan con chicas
Para alzar ponchos ajenos. [...]
Si salen a perseguir,
Después de mucho aparato,
Tuitos se pelan al rato [...].


(vv. 890-927)                


«Lengüetiando» ('charlatanes'); «delicados... hijos de rico»; «aprovechadores»; «acoquinados» ('cobardes'); «maricas»... Pero lo que menos les perdona el gaucho es que si montan a caballo para perseguir a los indios... ¡se les pela el trasero! Termina aquí este relato, después de un crescendo icónico cómico y contundente a la vez, que, mientras aspira a entretener, deja entrever, entre los pliegues jocosos, la reacción anímica, el rencor del gaucho hacia quienes representan (a su manera) el incipiente superestrato de aluvión inmigratorio que terminará (junto con otros factores concomitantes) por marginarlo.

Si de la Ida (1872) pasamos ahora a la Vuelta, la segunda parte del M. F. (1879), encontramos otro episodio que trata de los italianos, pero, como ya lo hemos dicho, menos resentido, esta vez, menos encarnizado (aunque siempre bastante cáustico), de acuerdo con aquella atenuación de la rebeldía y el egocentrismo del gaucho que, a su vez, corresponde a aquella evolución de la filosofía política del autor a la cual hemos aludido. No se olvide que la Ida, al contrario de la Vuelta, fue concebida durante el período de la presidencia de Sarmiento (1868-1874), quien despreciaba entrañablemente a los italianos y fue promotor y autor en primera persona de una despiadada campaña periodística contra ellos; lo que reflejaría cierta actitud general de los bonaerenses autóctonos, de cepa hispánica (relacionada, a su vez, con el contexto político y socio-económico del momento); actitud de la que en algo participaría, más o menos conscientemente, el propio Hernández que de sangre italiana no tenía ni una gota.

Veamos el episodio (vv. 3217 ss.). El que habla, esta vez, es otro gaucho, Picardía, el hijo del famoso sargento Cruz, quien le salvó la vida a M. F. y compartió su voluntario exilio entre los indios. Narra Picardía su encuentro con «un nápoles mercachifle», un napolitano vendedor ambulante de mercancía casera (obsérvese, desde ahora, el apodo despectivo «un nápoles» por «un italiano» y «mercachifle» por «mercante») a quien despluma alevosamente en un partido de billar quitándole hasta la «merchería» (la «mercancía»: dicha despectivamente). El pobre napolitano aquí juega el papel del zonzo, el angelito, puesto que cae en la trampa, mientras quiere hacerse el tonto: «se vino haciéndose el chiquito» para sacar preliminarmente alguna ventajita (vv. 3221-3222); y, además, el papel del flojo, puesto que, como las mujeres, no sabe detener sus lágrimas por las «chucherías» perdidas (vv. 3229-3230).

Aquí también el gaucho alude a la connotación de bárbaro por su castellano enclenque (bárbaro en el sentido griego mencionado), y reproduce burlescamente su queja cocolichesca («híbrida»): «'Ma ganao [me ha ganado] con picardía' / Decía el gringo y lagrimiaba». Leamos el pasaje:


«Ma ganao con picardía»
Decía el gringo y lagrimiaba,
Mientras yo en un poncho alzaba
Todita su merchería.
Quedó allí, aliviao del peso
Sollozando sin consuelo.
Había caído en el anzuelo,
Tal vez porque era domingo;
Y esa calidad de gringo
No tiene santo en el cielo.


(vv. 3231-3240)                


Como se puede ver, en la Vuelta, el gaucho se limita a una actitud de superioridad y suficiencia pero entremezclada con cierta benévola ironía que no llega, siquiera de lejos, al sarcasmo hiriente de la Ida. Hasta encontramos, en la misma Vuelta, una escena de otro personaje italiano presentado con tonos de emoción, de efectiva participación anímica, de sincera empatía. Se trata del «gringuito», el niño italiano cautivo, que los indios ahogan cruelmente en un charco por miedo de que fuera portador de la viruela:



Había un gringuito cautivo,
Que siempre hablaba del barco,
Y lo augaron en un charco,
Por causante de la peste;
Tenía los ojos celestes
Como potrillito zarco.

Que le dieran esa muerte
Dispuso una china vieja;
Y aunque se aflije y se queja,
Es inútil que resista.
Ponía el infeliz la vista
Como la pone la oveja.


(vv. 853-864)                


Escena cautivante, no sólo por lo que expresa sino también (en lo estético) por cómo lo expresa; por su notable tensión estilística y el mensaje poético que nos transmite. Con todo, ello no supone actitud anímica positiva; del gaucho frente al italiano en general. Aquí se trata de la actitud cariñosa y protectora ante un niño indefenso, de la emoción ante la bárbara muerte de una criatura inocente; lo que suele ser actitud instintiva y primaria del hombre así como del animal y que, como lo decimos en italiano, in questo caso non fa testo; vale decir: esto es otro cantar...





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