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Necrología: El Excmo Sr. D. Joaquín García de Icazbalceta

Cesáreo Fernández Duro





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Se le conocía en los círculos literarios españoles desde mediados del siglo corriente como se conoce á los que de cualquier modo descuellan en los campos de la especulativa y de la erudición: por sus obras. Notando al mismo tiempo que la penetración del pensamiento, el primor de la exposición y la imparcialidad del juicio, con la serie biográfica de los descubridores y de los misioneros de Nueva España que se incluyó en el Diccionario universal de Historia y Geografía editado en Méjico por Andrade; con la traducción adicionada de la Historia de la conquista del Perú, de W. Prescott, y con la Historia original de la imprenta en México, á la vista, se le había inscrito, sin más averiguar, entre los investigadores acuciosos y entre los historiógrafos de buena ley, cuyo criterio se somete espontáneamente á los fueros de la verdad y de la justicia. Mas no sabía de su persona la generalidad de los lectores, hasta que La Ilustración española y americana dió á luz interesante biografía entre las de Escritores mexicanos contemporáneos que escribió D. Victoriano Agüeros1, creciendo desde entonces, con la estimación de las dotes excelentes reveladas, la simpatía hacia el autor que tan de lejos les proporcionaba esparcimiento grato.

Llegó, pues, á ser notorio á los que siguen el movimiento intelectual, haber venido al mundo García Icazbalceta en el teatro de las glorias de Hernán Cortés, en la ciudad alzada sobre las ruinas   —84→   de la Tenochtitlan indica, durante la crisis y revuelta de emancipación de la Corona en que el extremeño insigne la prendió.

Las perturbaciones por tal causa anormal acaecidas, ocasionaron que, muchacho, Benjamín en decena de Garcías, residiera algún tiempo D. Joaquín en tierra española, no precisamente en la riojana, cuna de su padre, sino en la que hermosea el caserío de Cádiz, cuyo recuerdo nunca se borró de su memoria.

De vuelta en Méjico, estaba destinado al escritorio mercantil, donde la inteligencia de sus antecesores ganó respetable crédito y situación desahogada independiente; escritorio al que efectivamente asistió hasta el último día de la vida, preciso en las horas, activo en el despacho, por más que en la consulta del libro mayor sintiera nacer inclinación irresistible, no abonada por la educación ni por los hábitos, hacia las letras que ordinariamente suelen andar en divorcio con las de cambio; empero, como sobresaliera entre los rasgos de su carácter el afán del trabajo de imaginación, sin permitirse ó desear otro solaz expansivo que los de la sociedad íntima de familia, siendo de los que, al decir común, fabrican tiempo, por saber excepcionalmente aprovecharlo, la gestión comercial y agrícola de la casa no le estorbó la reconcentración del espíritu á ratos en que buscaba para él distintas vías, instado por la vocación.

«Nunca he estudiado en parte alguna, ni aun he pisado una escuela primaria», dijo, al demandarle afectuosamente datos para la biografía citada: «nada aproveché tampoco con los maestros que me proporcionaron mis buenos padres.»

¿En qué sentido debía recibirse la declaración, extensiva á no exceder sus propósitos al conocimiento de algún idioma y al de la historia patria, procurados por sí mismo en los momentos libres de ocupaciones?

En el de la indicación evidente de otro de los rasgos característicos, porque alcanzaba el vagar desinteresado de García Icazbalceta al sostenimiento de correspondencia amistosa muy nutrida, y eliminado lo que pudiera parecer equívoco, resplandece en las cartas, con mayor intensidad que en los escritos destinados al examen público, la modestia delicada que por rareza deja de acompañar á la sabiduría. Y es de observar, por cierto, como   —85→   que salta á la vista, la materialidad de la escritura del que no pisó escuela de primeras letras, y las trazaba firmes, con la igualdad y belleza de las muestras caligráficas, en los días de la senectud casi septuagenaria.

Maestros suyos fueron los libros del siglo de oro de nuestra literatura, elegidos y juntos en la biblioteca que empezó á formar en los primeros tiempos con instintivo acierto; hoy, gracias al gusto depurado, depósito inapreciable de obras maestras, de rarezas envidiadas, de códices, autógrafos y manuscritos originales ó en copia, obtenidos á costa de multiplicadas diligencias, referentes en gran parte á la historia hispano-mejicana; esto es, á la historia del primer virreinato en las Indias orientales.

Cuarenta años tardó en acopiar los materiales para la Bibliografía Mexicana del siglo XVI, no satisfaciéndose á no tener en la mano ejemplares únicos ó de contadísima existencia, y menos sin descubrir noticias ignoradas de autores, impresores y Mecenas; y si no los cuarenta años enteros, dejó pasar muchos antes de creer sazonado el fruto de la meditación y dispuestos los medios con que procurarle forma tangible, haciéndose tipógrafo, adquiriendo reducida imprenta que instaló en su casa, llegando á ser en una pieza colector, cajista, corrector; tanto mortificaba á su gusto exquisito el atraso del arte de imprimir, por entonces; tanto le causaba horror la vista de ciertos libros modernos no admitidos, ni por gracia, en su biblioteca.

El Sr. Agüeros ha señalado con predilección la época en que los afanes de Icazbalceta se lograron; la marcha ordenada de los trabajos posteriores, acompañando á la noticia curiosas particularidades de lugar y momento, á más del juicio de que he de valerme compendiosamente, á reserva de insertar los que el autor apuntó de sí mismo en cartas confidenciales.

Empecemos por el tipógrafo. Habiendo encontrado una carta de Hernán Cortés, desconocida, hizo de propia mano (en 1855) edición de 60 ejemplares, que no tardó en recoger y destruir descontento de la obra. Pensó que aquella joya de su colección de autógrafos requería tipos y papel expresamente fabricados para ella, imitando en cuanto posible fuese á los buenos materiales de la época; y obtenidos á gusto, repitió la composición y   —86→   tirada, haciendo un juguete bibliográfico que tuvo alta estimación, si bien mayor la alcanzó el segundo alarde, de 60 ejemplares también, Apuntes para un Catálogo de escritores en lenguas indígenas de América, por eclipsar el mérito literario al artístico, haciendo descripción de más de un centenar de escritores peregrinos.

Separadamente publicó la epístola de Hernán Cortés en la Colección de documentos para la historia de México, sin que de ella desdijeran por importancia y novedad los que la acompañaban, piezas todas fundamentales, comentadas en la introducción, aquilatadas en la crítica, siendo de considerar, dice el autor, que de los papeles, sólo tres consiguió en Méjico; los demás hizo buscar en el extranjero. «Muchos de ellos, añade, tengo originales, y no es fácil que alguno se figure el trabajo que me ha costado la reunión, copia, confrontación, anotación é impresión de tantas piezas, ejecutado por mí solo, sin ayuda siquiera de un escribiente; aun la parte mayor de la composición es obra de mis manos.»

«Parece haberme tocado en suerte (decía en otro tomo) ser editor de los escritos de Fr. Jerónimo de Mendieta. Había yo recibido aviso de que existía un manuscrito de la obra capital, su Historia eclesiástica indiana de que tanto se había hablado y que ningún moderno había visto, por lo cual se consideraba perdida. Aquellos terribles tiempos (1862) en que nuestra tierra ardía de un extremo al otro, y yo sufría el incomportable peso de gravísimos pesares domésticos, no eran nada á propósito para pensar en tareas literarias. Sin embargo, era tal la importancia de la obra, que pedía un esfuerzo para salvarla de una pérdida acaso definitiva, y gracias á la benevolencia y activa intervención de mi inolvidable amigo Andrade, que por indicación mía adquirió á su costa en Madrid el manuscrito y lo puso liberalmente en mis manos, pude dar (en 1870) la edición príncipe.»

Dióla, en efecto, precedida de Noticias del autor y de la obra, y acompañada de comparación con la Monarquía indiana de Fray Juan de Torquemada, probando que este último se aprovechó del trabajo obscurecido del primero.

En los días de profundo dolor á que el rebuscador hace alusión, cambiado el curso de las ideas, escribió un devocionario titulado   —87→   El alma en el templo, de gran aceptación, juzgando por las ediciones que con provecho de los pobres se han sucedido, pues al alivio de necesidades dedicó los productos2; después, aplicando por medicación al espíritu atribulado mayor trabajo del usual, multiplicó los escritos y las publicaciones dando contingente valioso á las «Memorias de la Academia mexicana», al «Boletín de la Sociedad Geográfica», á los periódicos literarios, sin perjuicio de seguir exhumando del panteón del olvido, por empeño preferente, trabajos ajenos engarzados en el de su erudición que les presta realce, conocedor cual era, como nadie, de la historia y de la literatura colonial.

Dejó para el final de la carrera las obras de mayor aliento; una, que apareció en 1881 rezando la portada Don Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo y Arzobispo de México, Estudio biográfico y bibliográfico, es, en realidad, historia magistral de la primera época de la dominación, en que se dibujan las competencias, las rivalidades, el modo de ser de la sociedad que allí iba formando asiento, destruyendo con crítica irrebatible las falsedades inventadas, andando el tiempo, por la malignidad, con la idea de envenenar memorias y de manchar reputaciones. Dos puntos encierran superior interés sobre el que tienen todos los tratados; el relativo á la cuestión ardua de repartimientos y encomiendas, y el de la supuesta destrucción inquisitorial de códices y pinturas representativas de la cultura de los indios.

El juicio que mereció el estudio fué unánime en Europa; en la capital americana en que se realizó túvolo un crítico por «precioso ornamento de la literatura castellana; tributo de eterna gratitud á los insignes fundadores de la sociedad en Méjico; de los que la dieron fe, civilización y ventura».

En concepto distinto, se recibió con pláceme mayor, si cabe, la Biografía mexicana del siglo XVI; la labor paciente de tantos años; el jugo de la vida; un monumento. El Sr. Menéndez y Pelayo estima que, «en su línea, es obra de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna», habiendo consignado la opinión   —88→   sin propósito de emitir juicio sobre las de García Icazbalceta; al formar la Antología de poetas hispano-americanos3; pero era natural que enalteciendo á los que lo merecen, recordara al traductor de los Diálogos latinos de Francisco Cervantes Salazar, teniendo delante «uno de los trabajos más interesantes y amenos del sabio y profundo historiógrafo mejicano»; que citara los Coloquios y poesías sagradas del P. Fernán González Eslava, así como la disertación acerca de aquel género de espectáculos populares, y que no hiciera caso omiso del prólogo á la reimpresión de El peregrino indiano, ni de los fragmentos de la composición debida á Francisco de Terrazas, Nuevo Mundo y Conquista, descubiertos, juntamente con decires de otros poetas del siglo XVI por el que nuestro académico competente califica de «gran maestro de toda erudición mejicana».

No es mucho que á un admirador cercano4 ocurriera decir en conjunto de los libros de Icazbalceta: «¡Cuánto merecen celebrarse las bellezas de todo género que los adornan! Cada escrito es un venero riquísimo é inagotable de noticias curiosas, de datos interesantes, de oportunos conceptos; en cada una de sus frases, ¡cuánto hay que aplaudir y celebrar! ¡Qué claridad; qué método; qué sobriedad de inútiles adornos! La dicción es selecta y verdaderamente clásica, tersa y limpia, sin ahuecamiento; el estilo es natural y fácil, sencillo y elegante, sembrado de todos los primores del idioma castellano; y en sus palabras se revela el consumado hablista, el literato entendido, el conocedor profundo de los secretos del lenguaje. Y luego, ¡qué vasta erudición tan bien empleada y tan oportunamente traída; qué acierto en los juicios; qué concienzudo criterio; qué sagacidad y discreción; qué galanura y gallardía en el decir! Las obras de nuestro autor deleitan y admiran al mismo tiempo á cuantos recorren sus páginas... Todos los escritos revelan el conocimiento excepcional de la historia y de la literatura, y pasman verdaderamente, la facilidad, exactitud y madurez con que diserta sobre cualquier punto relativo á ambas materias. Tiempos, autores y libros; episodios,   —89→   incidentes y contradicciones; fechas, fundaciones y personajes, todo le es familiar, todo lo sabe y conoce como si se tratara de cosas de nuestros días, ó mejor tal vez que tratándose de sucesos contemporáneos.»

Estas opiniones no se parecen, ni mucho menos, á las sustentadas por el autor. Al saber que la Academia de la Historia, de que era antiguo correspondiente, le había elegido miembro honorario en significación del aprecio de su biografía de Zumárraga, escribía: «Estoy asombrado de ver el favor con que ha sido acogido mi estudio: no me lo esperaba ciertamente, pues no se me ocultan los defectos, así es que sólo veo en ello un efecto de la bondad é indulgencia propia de los hombres de saber, que conocen por experiencia la dificultad de tales trabajos... El hallazgo de nuevos documentos, como lo dije en el prólogo, inutilizará pronto mi libro; pero me doy por muy contento, porque mi principal objeto fué llamar la atención hacia el asunto y provocar otros trabajos. Aquí hay gran escasez de documentos antiguos, y siempre creí que no podría tener todos los necesarios...

Pronto comenzaré (volente Deo) la impresión de una "Bibliografía mexicana" ó Catálogo y noticia de las ediciones mexicanas del siglo XVI que he visto (unas ciento), con descripciones de los libros, biografías, disertaciones, etc., y de fotolitografías de portadas ó páginas notables. Tengo el sentimiento de que, habiendo pedido á esa, tiempo há, y varias veces, á personas que pudieran bien dármelas, noticias de sumo interés para mí, no me han contestado. Es sensible trabajar sabiendo que existen documentos necesarios y tener que pasarse sin ellos, exponiéndose á perder el tiempo en conjeturas y disertaciones para caer en errores que con tres líneas de un documento pudieran excusarse... Trabajo en ello por acabar lo que ya empecé, y me entristece pensar que después de tanto trabajo resultará una cosa imperfectísima. Si logro verle el fin, allí fué también el mío. En Agosto próximo (1885) cumpliré los sesenta, que es buen pico, y no hay que pensar ya en escribir, sino en preparar el viaje grande...»

Mas habiendo cumplido esa edad, e ainda, sin darse cuenta de la contradicción, dichosamente, volvía á decir con la mayor naturalidad:

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«Para no perder el tiempo he impreso un volumen de "Cartas de Religiosos", que será el primero de una "Nueva Colección de documentos" que me propongo publicar en tomos pequeños, para si me coge la última hora, lo ya publicado sirva y sólo quede incompleto un volumen. Tengo materiales como para diez, pero no espero llegar á ellos...

Allá va el tomito de Documentos con un tomazo de indigesta Bibliografía. Se acabó. No es propósito al aire el de colgar la péñola, sino resolución meditada. Ha llegado ya la hora de retirarme, y si me obstinara en traspasar los límites señalados por la naturaleza y la razón, merecería una buena silba, de que hasta ahora he escapado por milagro. En todo caso, aunque me empeñara en seguir escribiendo, no podría. Ni el espíritu, ni el cuerpo me ayudan. Hablando sinceramente, no creo haber hecho nada que valga la pena. Si me metí á escritor fué, en parte, por darme gusto, y en parte por ver que aquí nadie quería trabajar en ese terreno. Escribí el triste Zumárraga porque no hubo quien quisiera aprovechar los materiales que anduve ofreciendo, y la Bibliografía, que es una compilación laboriosa, y nada más, por no perder las estampas. La benevolencia de los buenos amigos es lo que me ha sostenido; pero nunca debió aspirar á ser escritor quien carece por completo de estudios literarios. Los "aficionados" son una plaga en todas materias. Me he convencido además, aunque tarde, de que para escribir algo de historia de América es preciso estar en España, donde hay tesoros inagotables, del todo desconocidos para nosotros. Aquí no podemos hacer sino papasales sin sustancia. Bastante papel he ensuciado ya. Si algo publico todavía para entretener algunas horas sobrantes (que lo dudo), será ajeno, que en todo caso valdrá mas que lo mío.»

Publicar cosas ajenas por el Sr. Icazbalceta equivalía (aquí tenemos alguien que en el particular mucho se le parece), equivalía, digo, al aderezo del plato proverbial en que por la salsa se perdonan los caracoles. Y de este modo siguió dando á luz varias «por no estar ocioso», según la explicación, venciendo los impulsos contrarios que ya sentía, con decir. «Deseo prestar algún servicio á mi país, trayéndole aunque sea una mínima parte de las riquezas que hay fuera, ya que no puedo ni tengo vida para más.»

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En los últimos años señala cada una de las cartas la lucha perturbadora de su espíritu. «Hace tiempo que sin causa aparente he caído en un abatimiento moral de que no puedo salir, y que no me permite escribir nada... No mejoro de ánimo; tengo frecuentes recaídas; trabajo sólo para terminar lo empezado. Por fortuna (á Dios mil gracias) tengo salud perfecta, y en mi vida he padecido enfermedad que me haya obligado á guardar cama.»

Las nieblas del alma sentía espesar con las heridas en el afecto entrañable de la familia, al perder una tras otra las personas que la constituían. «No me quedan fuerzas para nada», dejaba escribir á la pluma en una de las ocasiones dolorosas. «Han pasado ya tres meses y apenas comienzo á levantarme, pero no me recobro. Ha sido para mí un golpe verdaderamente cruel, que me ha hecho abandonar toda ocupación. Pero es preciso ir volviendo á las realidades de la vida: hablemos un poco de esas queridas letras que son el refugio (después de la religión) en las adversidades.»

Durante los meses de Enero y Febrero, pasados en el campo en compañía de hijos y nietos, cobraba alientos. Nunca abría con más gusto la caja mensual enviada por el librero de Madrid D. Gabriel Sánchez, y los paquetes de copias, compulsas y notas de los amigos. Poseía en el estado de Morelo una hacienda nombrada «Santa Clara», que así pintaba complacido.

«Bajo un cielo azul intenso, limpio hasta de la más pequeña nube, en un extenso valle terminado por lejanos cerros, entre los cuales se levanta el colosal Popocatepetl con sus nieves eternas, la bellísima perspectiva, el sol radiante, el cielo incomparable, el clima del paraíso, los cañaverales, los plátanos, las palmas, me hacen más tristes las quejas contra esos detestables climas (de Londres y de París), enemigos mortales que amargan y borran los goces y las grandezas de esas famosas ciudades. Yo no puedo vivir sin sol; un día nublado me abate; el frío me entontece, y con no ser el de México intenso, me echa de allí á refugiarme en estas tierras que llaman calientes, y no lo son. Esta hacienda, á unos 1.200 m. sobre el mar, es el último límite de la caña dulce, y se da muy bien. Raro es que el termómetro llegue á 30º centígrados en el peso de la tarde, en los meses de calor... El "dulce   —92→   jugo" alimenta á mi familia más hace de siglo y medio, por lo cual hay que verle con respeto y atención... es mi modus vivendi... y el que da para calaveradas literarias como la de la Bibliografía del siglo XVI.»

Llegaron á fatigarle también las excursiones hiberniegas aunque reconociera el beneficioso sacudimiento anual que le producían. «No me gusta ya moverme de mi casa...», declaraba; mas sin tardar mucho, á vuelta de protestas repetidas de haber abandonado de una vez el estudio; de no sentirse con aptitud para nada; de haber cobrado aversión al papel, incurriendo en alguna de sus contradicciones adorables, enviaba un tomo nuevo de Documentos, algún opúsculo inesperado, ó meditación de tanto precio como el plan para escribir la historia de México, que nuestra Academia publicó por modelo en su Boletín5 sin que él lo supiera.

Engañándose sin convencer á los demás, expresaba: «mato ahora el tiempo en ordenar materiales para un vocabulario hispano-mexicano: es trabajo que puede llamarse mecánico, y como primer ensayo resultará imperfectísimo; pero por algo se ha de empezar. México carece de una obra de esta clase que ya tienen casi todas las naciones hermanas. He empezado á imprimir las letras A-D; unos mil quinientos artículos que están concluídos. Casi todos llevan una ó más autoridades y cuando es posible me refiero á los vocabularios americanos de la especie, es decir, cuando encuentro en ellos palabras nuestras, porque la existencia de ellas, simultáneamente, en lugares tan apartados, induce á creer que vienen de un tronco común. Si puedo seguiré con las demás letras, que lo dudo. Pocas esperanzas tengo de llegar al fin del alfabeto.»

Esta vez acertó, por desdicha; pero cuatro horas antes de morir, el 26 de Noviembre, recibió pruebas de la imprenta, alcanzando á la letra F.

Solía juzgar á los demás con más benevolencia que á sí mismo: siempre veía algo que elogiar, siempre hallaba términos de consideración   —93→   para los otros. Copio todavía de sus cartas, por curiosidad, algunas frases que afectan á nuestros allegados.

«Mala nueva es la del fallecimiento del Sr. Rosell; no se llevará ya á cabo el pensamiento de publicar la Historia del P. Sahagún, y nos hace mucha falta una buena edición de esa grande obra, pues las dos que hay, corren parejas en lo malo. La empresa es grave: imposible aquí.

Me sorprendió desagradablemente la noticia de la muerte del Sr. D. Vicente de la Fuente; aunque nunca tuve la honra de que me conociese, yo sí le conocía por sus obras y fama. He visto que era un buen socio de las Conferencias de San Vicente de Paul. Yo también lo soy (aunque no bueno) hace treinta y cinco años, y ahora, por mis negras culpas, presido el Consejo superior de esta República.

Me agrada sobremanera la resolución del Sr. Fabié; el buen Obispo de México está pidiendo un monumento, y tengo barruntos de que la noticia producirá también aquí algo, aunque pobre, en ese sentido.

El Sr. Menéndez y Pelayo ha estado injusto conmigo en su admirable introducción á la "Antología". Y digo así, porque la justicia consiste en dar á cada uno lo que es suyo, y tanto puede pecarse por defecto como por exceso. El Sr. Menéndez ha pecado por exceso, dándome muchísimo más de lo que me pertenecía, y por ello le estoy muy reconocido, aunque me ha avergonzado.

Al Sr. Jiménez de la Espada debo noticias abundantes curiosísimas... con ellas podré sacar adelante al Zurita; en cambio nada he podido informarle de la estancia del P. Cobo por acá y tengo la pena de no decirle cosa que él no sepa; pero ¡quién ha de pretender saber más que el Sr. Espada!

El discurso del Sr. Vidart me ha complacido mucho, porque coincide con mis ideas, si bien él sabe expresarlas y yo no. Tengo igual concepto de la Historia y creo que, aunque no consiste en la relación seca de los sucesos, es preciso estudiar muy bien estos por medio de monografías.

Bueno y muy bueno (pensaba desde un principio) es ir purgando de fábulas nuestra historia, pues desgraciadamente hay bastantes... es muy debido que la verdad triunfe aunque se pierdan   —94→   ilusiones; pero eso no quita que duela perderlas... la crítica moderna es inexorable; restablece á menudo lo justo, mas nos hace ver con desconfianza todo lo que parece grande, temiendo que el día menos pensado venga al suelo.»

Ciertísimo; él mismo desilusionó á sus conciudadanos en ocasión en que proyectaban conmemorar proezas realizadas en la «Noche triste», al desaparecer la cortadura y puente que tenían el nombre del caudillo de la retaguardia. «Me encargaron la inscripción (contaba) y propuse esta: Aquí no saltó Alvarado, añadiendo que la piedra podría colocarse en cualquier punto, pues en todos diría la verdad.»

Pienso que estas pocas líneas de auto-biografía reservada dicen en elogio del Sr. García Icazbalceta mucho más que los conceptos rebuscados con que la admiración y el cariño pretendieran repetir lo notorio; que alejado de la política, sin ejercer cargo alguno de gobierno ni de administración pública, se deslizó su existencia tranquila, exenta de ambiciones, dichosa, distribuyendo los afectos del alma en lo terrenal, entre la familia, la naturaleza y la literatura, con reserva de la liberalidad para los necesitados, y del agrado y de la tolerancia para todos.

Sus compatriotas le honraron en vida con las distinciones que más podían satisfacerle; fué muchos años secretario perpetuo, y director después de la Academia; por elección unánime: el Gobierno español acordó justísimamente á sus méritos la Gran Cruz de la Orden americana de Isabel la Católica.

¿Quién no entenderá que el duelo de los mejicanos por su pérdida, alcanza á cuantos hablan nuestra lengua?





Madrid, 18 de Enero de 1895.



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