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Necrología. Soledad Carrasco Urgoiti (1922-2007)

Francisco Márquez Villanueva





El 5 de octubre de 2007 fallecía en Nueva York Soledad Carrasco Urgoiti y se apagaba para el hispanismo una de sus más claras lumbreras. Nacida en Madrid en 1922, pertenecía a una familia allegada a la Institución Libre de Enseñanza, pero no dependiente ni inserta en ella. Un ambiente de refinada cultura inspirado por su ilustre abuelo, fundador del periódico liberal El Sol de históricos fastos. Bajo circunstancias difíciles se licenciaba en Letras (1944) en la que se llamaba Universidad Central de Madrid. Carente de ningún futuro debido a su apellido Urgoiti en el ambiente represor de aquellos años pasó en 1947 a Nueva York, en cuya Universidad de Columbia inició su docencia y se doctoró en 1954 con su tesis sobre El moro de Granada en la literatura. Publicada en España dos años más tarde devendría una referencia obligada, credencial básica de una ejemplar carrera académica y clásico de sabrosa lectura para multitud de lectores, un libro dedicado «A memoria de mi abuelo Nicolás Ma de Urgoiti que me inició en el amor al libro». El tema había sido sugerido por Dámaso Alonso, pero no solo su estudio, sino la vocación filológica de su autora se debieron a la sagaz intuición de Federico de Onís, pues Marisol (como la llamábamos) había pasado a América bajo el modesto propósito de perfeccionar su inglés con miras a ganarse la vida con su enseñanza. El veterano don Federico se tomó no escaso trabajo para persuadirla y allanarle todos los caminos. Todos nosotros somos hoy sus beneficiarios.

La investigación de Soledad Carrasco se ciñó por entero a la literatura de hibridación hispano-árabe en su etapa final del período clásico, y será preciso decir (porque jamás presumió de ello) que era una cumplida arabista, entrenada en los cursos de Emilio García Gómez. Ajena a toda delicuescencia, experimentaba una intensa simpatía hacia el problema humano de unos vencidos que sabían buscar y hallar espacios de excepción creadora ante la misma cara oficial del Santo Oficio. Atraída de primera intención hacia lo literario (novela, teatro, romancero, crónicas), su mirada fue precoz y felizmente interdisciplinar, ayudada por una innata capacidad de reconocer los hilos tantas veces entrecruzados. Personalmente he admirado en particular su exquisita sensibilidad ante el arte de Ginés Pérez de Hita, tan imposible de asimilar a nada europeo y que por ello atraerá de aquel modo a los románticos, incapacitados sin embargo para penetrar, por falta de conocimientos, más allá de un colorismo superficial. No cabe pasar por alto que Soledad Carrasco tenía en su subsuelo excelente madera de historiadora, como aflora en la impecable técnica de su libro de 1969 El problema morisco en Aragón al comienzo del reinado de Felipe II, luminoso como pocos (o casi ninguno) acerca de las minorías semíticas en dicho momento crucial. Su aportación de conjunto viene cifrada por el concepto de maurofilia, flotante en la crítica como advenediza anomalía hasta su palpitante análisis como literatura disidente de una intelligentsia oprimida y cuya simple evocación daba testimonio de la fibra moral e inconformista de la gentil nieta de Urgoiti. Naturalmente, no se dan en esto casualidades y es preciso anotar también la asimilación profunda de Américo Castro, no sin motivo tan cercano a El Sol en años anteriores a su exilio. No recuerdo haberla visto nunca señalada, pero puedo dar fe de la frecuencia con que su nombre y finísima exégesis afloraban en sus conversaciones. Castro y lo esencial de sus ideas están asumidas y puestas a contribución más allá de ninguna polémica, pues obviamente ni el campo ni menos su abordaje crítico habrían llegado a existir en ausencia de aquellas. El nombre de Soledad Carrasco representa de por sí la enriquecedora orilla femenina de la escuela de Castro.

Nuestra amiga venía a España con frecuencia para visita a familiares y amigos, además de para tomar el pulso de la tierra y adelantar sus trabajos, pero en realidad vivía un destino de doble exilio, porque seguía sin existir para su patria y su hogar intelectual y académico se hallaban en el corazón de Manhattan, con su Hunter College y el Graduate Center de la City University of New York, que absorbieron toda su laboriosa vida académica. El otro gran capítulo de la vida de Marisol fue su cultivo de la flor delicada de la amistad, regada de cariño, elegancia y buenos ratos, con personas como Francisco García Lorca, Eugenio Florit, Gonzalo Sobejano, Carmen de Zulueta y muchos otros, además de colegas y alumnos ampliamente representados.

Su retorno a Madrid en 1980 se debió a la necesidad de atender mejor a su madre Ana Graziella Urgoiti, dama de legendaria cultura, humor y muchas otras virtudes. Por encima de contrariedades Marisol vivía feliz, con su alma bien templada siempre a flor labios. La amistad se nos vino a las manos muy pronto, pues nuestras respectivas tareas se mostraban, sin ningún previo acuerdo, confluyentes y en algún momento resultaron indistinguibles, en especial cuando compartimos hombro con hombro la fundación del programa de doctorado en español de la City University of New York. Jamás mostró ninguna frustración, habló mal de nadie ni dejó de ayudar con su saber a quien lo necesitara o le pidiera ayuda. Ella no, pero yo sí. Marisol en Madrid vivía su momento de mayor madurez por entero ignorada del estamento académico, acogida solo por la Casa de Velázquez y el entusiasta grupo de antropólogos y folkloristas de la RDTP. Yo sufría no por ella, que vivía más allá de mezquindades, sino por los jóvenes españoles que tanto hubieran podido aprender de su ciencia y de su limpia ejecutoria humana. Nada puede colmar su vacío para cuantos tuvimos la suerte de conocerla y de admirarla de cerca.





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