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No hay sexo débil

Concepción Gimeno de Flaquer





Acepta mi sexo el renombre de tierno y piadoso, pero no puede aceptar el que le apellidéis débil.

El error ha sido siempre la onerosa carga que ha gravitado sobre la pobre humanidad, y el hombre continúa siendo víctima del error al juzgar a la mujer; a la mujer, que es la parte más considerable de la sociedad.

Denominar débil a la mujer en nuestra nueva era, es un anacronismo: pudiérase admitir este injurioso dictado en aquellas épocas en que la fuerza bruta era el todo; en aquellas épocas de piedra, en aquel siglo de hierro en que se concedía el imperio de la razón al que ostentaba colosales fuerzas; mas hoy quedan abolidos los derechos del fuerte, para dar paso a los derechos del que tiene razón. Guiadas por la antorcha de la razón, nos alistamos en las filas de la justicia, enarbolando la bandera de la verdad para pedir lo que legítimamente nos pertenece, no tolerando ser clasificadas a vuestro antojo que obedece al egoísmo, móvil siempre de vuestras acciones.

El hombre ha demostrado constantemente una tendencia poco delicada; el deseo mezquino de rebajar a la mujer convirtiéndola en ser pasivo, en maniquí, en criatura nula y ciega, incapaz de caminar al lado suyo por los mundos elevados de la ilustración y la inteligencia.

El hombre ha querido ciega a su compañera para que no le viese caminar por sendas cubiertas de fango; la ha querido sin criterio para que no le pidiera cuenta de su conducta ligera, y para subyugarla sin razonamiento de ninguna especie ante las despóticas leyes de su caprichosa fantasía; ha comprendido el hombre que al suavizarse las costumbres, el cetro del mundo pertenece a los reyes de la inteligencia, y para doblegar a su compañera, sometiéndola a un ominoso yugo y a una postración moral muy lamentable, ha mutilado sus facultades intelectuales y la ha sepultado en las tinieblas, sumiéndola en la más oscura ignorancia, para que se estrellara indefensa y sola en los escollos de la vida. Sola, repito; la ha dejado sola, porque la ignorancia es la orfandad del alma, y la orfandad del alma es una soledad moral muy desconsoladora.

El hombre quiere débil a la mujer para ejercer en su hogar un predominio tiránico, que le permita calmar, ya que no extinguir, la ardiente sed que siente de una dominación más vasta sobre el universo.

El hombre quiere débil a la mujer para hacerla su juguete, para explotar su debilidad; permítaseme esta frase escapada a mi indignación y que repugna a mi delicadeza, frase que no borro por no encontrar otra más gráfica para lo que quiero expresar.

Hay hombres que desean débil a la mujer, y otros que afirman no existe la mujer fuerte: estos son pedantes y aturdidos; aquellos insensatos y poco delicados. Decidnos los primeros: aunque triunfaran vuestras groseras pasiones de la debilidad de la mujer, después de satisfechas estas, ¿puede conveniros un ser que no tenga resolución, ideas fijas, decisión y constancia? No, no es conveniente un ser así; la lógica, la cordura lo dictan, y hasta el positivismo, que es vuestro dios, lo publica a grandes voces.

¿Cómo ha de dirigir la educación de sus hijos y el orden doméstico, una mujer sin carácter?

Es absurdo que deseéis débil a la mujer: vuestra tenaz obcecación os hace conspirar contra vuestros propios intereses.

A los que no conocéis la mujer fuerte, puedo contestaros con poderosos argumentos que derrocarán el edificio de vuestras falsas ideas. Decidnos: si tan débil es la mujer, si todas lo son, ¿por qué les entregáis vuestro nombre?, ¿por qué les fiais el cuidado de guardar vuestra honra? Si no hay mujeres difíciles, si no hay mujeres dignas, os estimáis en muy poco al uniros a ellas en eternos lazos. Los hombres casados están en mayoría; por consiguiente, no habiendo mujeres virtuosas, sois más censurables que ellas al hacerlas compañeras de vuestra vida.

¡Hombres aturdidos, cuando negáis la virtud de la mujer, pensad en vuestra madre y en vuestra hermana!

Los que denomináis fácil a la mujer, es porque habéis tratado mujeres que valían muy poco; no conocéis del sexo más que la escoria. No conocéis a las mujeres fuertes, porque ocultan las luchas del alma bajo un velo de indiferencia y frialdad.

La mujer, a pesar de tener corazón de fuego y ardiente fantasía, se doblega ante el frío sentimiento del deber y le rinde respetuoso culto.

Hay mujeres que abrasadas en una pasión ilícita y con el corazón hecho trizas, se defienden cual el guerrero envuelto en su propia sangre. ¿Creéis que estas mujeres son menos fuertes? Estáis en un error: cuanto mayor es la lucha, más gloriosa es la victoria.

Si la mujer abrasada por la fiebre del alma, muere sin haberse rendido, no la apellidéis débil; sus fuerzas físicas habrán sucumbido, pero sin sufrir derrota alguna sus fuerzas morales.

La mujer lo pospone todo ante su dignidad.

En el raro caso de que no hubiese mujeres honradas por virtud, las habría por altivez; esto es exacto: observad que lo asegura una mujer.

La mujer no es débil; si alguna os dice que lo es, no la creáis; hay mujeres que quieren cubrir sus extravíos con la capa de la debilidad, mujeres que se dejan arrastrar al abismo de la perdición porque el vicio las atrae, porque necesitan vivir en una atmósfera de corrupción muy en armonía con sus costumbres depravadas. Afortunadamente estas mujeres son rarísimas excepciones, y no se hallan entre las hispano-americanas.

La mujer virtuosa es fuerte, está protegida por el escudo de su virtud, se halla envuelta en el arnés de su decoro, y a esta mujer honrada y digna no alcanzan las tentativas de los libertinos.

Hay mujeres que se imponen con la pureza de su mirada; mujeres que saben hacerse respetar con la expresión del semblante.

Muchos hombres impugnan a la mujer, no por convicción, mas sí por lucir frases brillantes que lisonjean el amor propio del que las concibe.

Un poeta inglés, haciendo alarde de ingenio a expensas de la verdad, exclamó:

«Fragilidad, tu nombre es femenino»; y sátiras semejantes han dirigido muchos filósofos al sexo que debieran respetar.

Considerad a la mujer bajo cualquier aspecto, y la encontraréis fuerte y valerosa: la mujer es igual al hombre en fuerza moral.

Abrid las páginas de la historia y hallaréis mujeres enérgicas, espíritus viriles, cuyas hazañas os harán comprender que el talento de los grandes generales no es patrimonio exclusivo del sexo dominador: observad que el heroísmo es común a los dos sexos, porque el heroísmo es hijo del entusiasmo, cual lo son todas las grandes acciones, y el entusiasmo tiene su cuna en el alma. El heroísmo, el genio y el alma, no tienen edad ni sexo.

El entusiasmo es como el amor, lo más divino del corazón del hombre; el entusiasmo es la elevación del alma, el placer de exponerse a la muerte por abnegación cuando nuestra naturaleza nos llama a la vida; el entusiasmo por la patria conduce al hombre con el rostro sereno al peligro; el entusiasmo alienta en los momentos de dolor; el entusiasmo guía el pincel del artista y la pluma del poeta; el entusiasmo embriaga el corazón de dicha, y aunque la felicidad haya huido, deja una brillante estela que nos ilumina constantemente.

Las mujeres han tenido su epopeya cual los hombres: si existió un Pelayo, Temístocles, Alejandro, Scévola, Bayardo, un Cid y otros muchos, contamos con una Isabel la Católica, cuyo retrato engalana hoy las páginas de nuestro periódico; contamos con una Semíramis, Artemisa, Juana de Montford, María la Valiente, Agustina de Aragón, María Pacheco, Carlota Corday, Juana de Flandes, hija del conde de Hevers, y la interesante Juana de Arco, que fue víctima de la más cruel ingratitud.

Alisia de Champaña, reina de Francia y madre de Felipe Augusto, gobernó la nación durante la expedición de su hijo a Tierra Santa. La hija de Jacobo II, rey de Inglaterra, reinó a la muerte del rey Guillermo, y su reinado fue muy glorioso. Ana Fernández se señaló con heroicas acciones en el cerco que los turcos pusieron a Diu, fortaleza que los portugueses poseían en el reino de Cambaya. Saliendo un día a visitar el baluarte por donde los enemigos intentaban abrir la brecha, halló muerto a su hijo, de diez y ocho años de edad; le cogió en sus brazos, y después de besarle tiernamente, volvió al combate con el más extraordinario denuedo. Berenguela, hija de Fernando IV, conde de Barcelona, casada con Alfonso VII de León en 1128, fue célebre por el valor con que sostuvo el cerco de Toledo contra los moros. Viéndose estrechada, subió sobre la muralla y dijo con energía a los enemigos: «Mala fazaña facéis con una mujer; id a defender a Orega, que asedia mi marido con numeroso ejército». Los moros, no menos galantes que bravos, admiraron su fría impavidez, y levantaron el sitio. A Isabel la Católica se debe la conquista de Granada, como a Sancha de Valenzuela la defensa de Baeza. Ninguna reina mereció tan en alto grado las simpatías de su pueblo, como María Teresa de Austria. Su fama se extendió por todo el mundo; se hizo completamente popular, pues lo mismo la adoraban los magnates que los campesinos.

No es preciso remontarnos a tan lejanas épocas, para admirar notables mujeres que han tenido en sus delicadas manos las riendas del gobierno.

Isabel II gobernó la nación española en días de gran efervescencia política, y ha dejado un recuerdo indeleble de su grandeza de alma y generosos sentimientos. El dolor encuentra siempre eco en su noble corazón; de sus labios brotan constantemente frases de ternura y de perdón.

Hombres, tened presente que no os disputamos la fuerza física; pero nos declaramos en fuerza moral iguales a vosotros.

Queréis despojar a la mujer de su energía, mas vuestro intento es vano: la época del fervor religioso nos presenta tipos tan notables como Prisca alentando a su hija Valeria a sufrir la muerte antes que entregar su mano a un gentil. No es menos admirable Athia exhortando a su hijo Eleuterio a que buscase el martirio por la predicación de la fe, y acompañándole en su apostólica misión hasta sufrir ambos la muerte.

Flaccila, dirigiendo el corazón de su marido, el gran Teodosio, aparece simpática y conmovedora. El triunfo definitivo del cristianismo se debió a la piadosa Elena, madre de Constantino, y a otras piadosas mujeres que aparecen en los fastos de nuestra religión.

Lo repetimos mil veces: la mujer, que ha sido siempre inspiradora de grandes obras, es muy apta para crearlas. Leed detenidamente las eruditas páginas de Concepción Arenal, y convendréis conmigo en que la Arenal es nuestro Pascal español, un nuevo Catón, un gran pensador, con el cual puede honrarse el siglo XIX.

Pocas personas desconocen el glorioso nombre de Fernán Caballero, la gran cantora de las costumbres populares, y el ilustre nombre de Carolina Coronado, la tierna poetisa que con suaves acentos nos traduce el lenguaje de las aves, y con vigorosa inspiración escribe una novela filosófica.

No ha mucho tiempo contábamos en el Parnaso español, ocupando un primer puesto, a la inmortal Avellaneda, a la célebre mujer apellidada eminente poeta por Ferrer del Río, título que mereció dicha señora, pues la Avellaneda era un Hércules de la inteligencia.

La mujer es fuerte por la virtud, poeta y artista por el sentimiento. Nadie puede negarle sus títulos de soberanía en la esfera de la sensibilidad; nadie puede apellidarla débil a pesar de su ternura.

Vale mucho la ternura de la mujer, pero muchísimo más el que sepa defenderse a tiempo de un acceso de ella, cual sabe hacerlo.

Deseo sea comprendido el espíritu que me anima al trazar estas líneas: quiero revelar que moralmente se halla la mujer a la altura del hombre; quiero la emancipación de la mujer únicamente en las esferas de la inteligencia; anhelo verla elevada a los mundos de la ilustración; quiero a la mujer, ante todo madre; y no lo dudéis, será buena esposa y buena madre, si recibe una ilustración que le rasgue la venda fatal de la ignorancia, el error y la superstición.

La mujer será todo lo que quiera ser si la animáis vosotros: ya sabéis que es fuerte a pesar de su débil contextura; seguidla en los campos de batalla desafiando los elementos, curando malignas epidemias, sin temor al contagio, y disputándole a la Parca cuantas víctimas puede, sin conmoverse al silbido de las balas y al estridente estampido del cañón; seguidla donde os digo, y la declararéis fuerte cual yo la declaro.

Poco vale que algunos hayan dicho: la mujer está rendida desde que oye con paciencia una declaración de amor.

Nada suponen los sofismas de los que han exclamado: «Las mujeres no caen porque son débiles, sino porque se consideran fuertes».

¿Acaso no es más fuerte la mujer que el hombre?

El hombre ataca, la mujer resiste, y esa resistencia es la mayor fuerza.

La mujer, dotada por la naturaleza de más sensibilidad que el hombre, sabe dominar, sin embargo, pasiones que aquel no domina.

La mujer es héroe por el corazón.

No apellidéis débil a la mujer, si no queréis que patentice vuestra debilidad.

¿Quién conoce vuestras debilidades mejor que la mujer?

Hombres, no lo dudéis, en ambos sexos será siempre el más fuerte aquel que sea más virtuoso.





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