Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

No más mostrador

Comedia original en cinco actos

Mariano José de Larra



portada



Hic vivimus ambitiosa Paupertate.

Pobres y vanos: éste es nuestro carácter.


JUV. SÁT. V.                




PERSONAJES
 
ACTORES
 
DON DEOGRACIAS,    comerciante. SR. JOSÉ GALINDO.
DOÑA BIBIANA,   su mujer.SRA. DOLORES PINTO.
JULIA,   su hija. SRA. CATALINA BRAVO.
BERNARDO,    su amante. SR. PEDRO MONTAÑO.
EL CONDE DEL VERDE SAÚCO.SR. PEDRO GONZÁLEZ MATE.
SIMÓN,    su ayuda de cámara. SR. IGNACIO SILVOSTRI.
SEÑOR BORDERÓ,    sastre. SR. SANTOS DÍEZ.
FRANCISCO,    criado. SR. EMILIO ALVERÁ.
PASCASIO,   jardinero. SR. GUILLERMO FERNÁNDEZ.
UN JOCKEY DEL CONDE.SR. MARIANO GARCÍA.
 

La escena es en Madrid en casa de DON DEOGRACIAS.

   

El teatro representa la trastienda de un grande almacén; en el fondo habrá una puerta que conduce al almacén; a la izquierda una puerta que da salida a la calle, y otra que figura dar a un jardín; a la derecha dos puertas, una que conduce a las habitaciones interiores, y la otra al cuarto de DON DEOGRACIAS. Muebles de moda.

 




ArribaAbajoActo I


Escena I

 

DON DEOGRACIAS y DOÑA BIBIANA.

 

DON DEOGRACIAS.-  Pero, mujer, ¿es posible que hayas perdido el juicio hasta el punto de querer hacer la señora? Tú, hija de una honrada corchetera, que en toda su vida no supo salir de los portales de Santa Cruz con su puesto de botones de hueso y abanicos de novia... Tu abuelo un pobre cordonero de la calle de las Urosas, que, gracias a tu boda conmigo, concluyó sus días en una cama de tres colchones con colcha de cotonía...

DOÑA BIBIANA.-  ¿Y qué tenemos con esa relación tan larga de mi padre, y de mi abuelo, y de mí?... Vaya, que es gracioso. Sí señor, quiero dejar el comercio; sabe Dios lo que la suerte me reserva todavía: verdad es que mi madre vendía botones; pero por eso mismo no los quiero vender yo... sobre todo, si yo conozco mi genio... y, vamos a ver, dime: ¿qué era la marquesa del Encantillo, que anda desempedrando esas calles de Dios en un magnífico landó? A ver si su abuelo no era un pobre valenciano, que vino vendiendo estera, y se ponía por más señas en un portal de la calle de las Recogidas, hecho un pordiosero, que era lo que había que ver. En fin, fuera cuestiones, Deogracias; te lo he dicho, no quiero más comercio. Llevo ya veinticuatro años de medir sedas, y de estirar la cotanza para escatimar un dedo de tela a los parroquianos, y de poner la cortina a la puerta para que no se vean las macas de las piezas... qué sé yo... maldito mostrador; basta, basta, no más mostrador.

DON DEOGRACIAS.-  Pero, mujer, ven acá. ¿No es el comercio, que tanto maldices, el mismo que nos ha puesto en estado de hacer los señores, y de gastar, y de?...

DOÑA BIBIANA.-  Tanto más motivo para dejarlo, y para descansar y disfrutar lo que hemos ganado. Cada vez que me acuerdo del baile de la otra noche, adonde fui con nuestra hija Julia, y de cómo tiene puesta la casa doña Amelia... vaya... Deogracias, desengáñate, mientras yo no tenga mi magnífica casa, y esté en un soberbio taburete recibiendo la gente del gran tono, y dando disposiciones para las arañas, y los quinqués, y la mesa de juego, y las alfombras, y el ambigú, y no entren mis lacayos abriendo la mampara, y anunciando: «el conde tal... el vizconde cual...» y mientras no tenga palco en la ópera, y un jockey que me acompañe al Prado por las mañanas en invierno, con mi chal en el brazo, y mi sombrilla en la mano... desengáñate, me verás aburrida morirme de tedio...

DON DEOGRACIAS.-  Valiente papel haré yo en tu magnífico salón, allí revuelto con aquellos condes y marqueses... yo que nunca he salido, como quien dice, de los portales de Guadalajara. Vamos, créeme, Bibiana.

DOÑA BIBIANA.-  ¡Bibiana! ¡Dios mío! ¡Qué marido tan ordinario! ¿No te he dicho ya cien mil veces que no quiero que me vuelvas a llamar Bibiana? ¿Dónde has visto tú una mujer del gran tono que se llame Bibiana? Concha me llamo, y me quiero llamar; y señora doña Concha seré hasta que me muera, y me lo llamarán, sí señor, que para eso tengo dinero, y «¿cómo está usted, Conchita? -¡Conchita, qué mona es usted!».

DON DEOGRACIAS.-  Mira, mujer. Bibiana Cartucho eras cuando me enamoré de ti, por mi mala estrella: con Bibiana Cartucho me casé, que ojalá fuera mentira, para purgar sin duda mis pecados en este mundo; y para mí Bibiana Cartucho has sido, eres y serás hasta que me muera; y si te mueres tú antes, en tu lápida he de poner: «aquí yace Bibiana Cartucho», y nada más.

DOÑA BIBIANA.-  ¡Ay, Dios mío, qué vergüenza! ¡Hasta después de mi muerte! Pues bien, rencoroso, enhorabuena, quédate en tus portales de Guadalajara, hecho un criado de todo el que te venga a pedir una cuarta de bayeta... haz lo que quieras, ya que eres un pobre hombre, y no quieres brillar y darte tono así como así, no son los maridos en lo que más reparan las gentes; pero tienes hijos, y no me parece que será cosa de sacrificarlos a tu capricho: creo que no harás ánimo de que sean también horteras.

DON DEOGRACIAS.-  Sí, por cierto. Teodoro, que va a cumplir catorce años, saldrá de la Escuela Pía en cuanto tenga más formada su letra, y sepa decir alguna cosa en latín, no para ver de ponerle los cordones, como tú crees, sino para reemplazarme en el almacén. No ceñirá espada; pero sin eso podrá ser un buen español: no tendrá, a imitación mía, más insignia que la vara de medir; pero ¿quién duda que podrá servir con ella a Dios y al Rey tan bien como cualquier otro? Además de que no le faltan al Rey jóvenes nobles y bien dispuestos, que han nacido para defenderle, y que saben sostener el brillo de su casaca, el honor de sus antepasados y los derechos de su Soberano.

DOÑA BIBIANA.-  ¿Es posible? Bien; pero en cuanto a mi hija Julia... ya está en edad de poderse casar... una joven de su mérito, que la he criado yo misma, que canta, que baila, que toca... Es verdad que no sabe fregar, ni barrer, ni coser ninguna cosa; pero para ser elegante tampoco lo necesita.

DON DEOGRACIAS.-  Sí, Julia se casará; ya hace tiempo que tengo tratada su boda; y si no lo sabes ya, tú tienes la culpa. Tus eternos deseos de casarla con un personaje me han obligado a ocultártelo; pienso casarla con Bernardo, el hijo de mi amigo Benedicto, comerciante de tapices de Barcelona.

DOÑA BIBIANA.-  ¡Yo! ¿Suegra de un tapicero?

DON DEOGRACIAS.-  De un tapicero; ¿y por qué no? ¡Cuánto mejor es un tapicero, que puede contar con cien mil reales de renta al año y probidad, que un elegante jugador, un marqués plagado de trampas, un militar sin juicio, un abogado sin clientela, un médico sin enfermos!...

DOÑA BIBIANA.-  Bien... pero, ¿y si tu hija experimentase una aversión particular hacia esa boda?

DON DEOGRACIAS.-  Aversión, no es posible; ni aún le conoce; yo mismo, si le veo en la calle, no puedo decir «éste es»: ya se ve, como que no le he visto nunca. Su padre me escribió el proyecto de casar a nuestros hijos; y yo, que no creo poder encontrar partido alguno más ventajoso, he aceptado. Por lo que hace a Julia, yo creo que ni piensa en eso: tú la vuelves loca.

DOÑA BIBIANA.-  Corriente; pues me remito a ella; ella puede decidir entre los dos.

DON DEOGRACIAS.-  Enhorabuena; yo sé que la chica es otra cosa.

DOÑA BIBIANA.-  ¡Julia! ¡Julia!

DON DEOGRACIAS.-  Ella nos dirá su gusto; pero en la inteligencia que si quiere, la boda se hará al momento.

DOÑA BIBIANA.-  ¡Tal precipitación! ¡Julia!

DON DEOGRACIAS.-  Sí señor; ésta es una buena ocasión de colocarla; y sabe Dios, si la dejamos escapar, cómo nos veremos luego para encontrar otra igual.



Escena II

 

DOÑA BIBIANA, DON DEOGRACIAS, JULIA.

 

JULIA.-  Mamá, ¿me llamaba usted?

DON DEOGRACIAS.-  Ven aquí, hija mía. Vas a responder con toda libertad, sin ceñirte a nuestro gusto... a declararnos francamente el tuyo.

DOÑA BIBIANA.-  Se trata de un asunto muy serio para ti; tu padre quiere casarte.

JULIA.-  ¡Casarme! ¡Dios mío! Ahora...  (Aparte.) 

DOÑA BIBIANA.-  Levanta la cabeza; mírame; sin cortedad, ¿quieres casarte?  (Le hace señas con la cabeza que diga que no.)  la verdad.

JULIA.-  Mamá... casarme... ahora soy tan joven...

DON DEOGRACIAS.-  Eres joven; pero, hija...

DOÑA BIBIANA.-  Eso no es lo pactado; ya ves que yo no la obligo a responder; así déjala tú también en plena libertad. Vaya, hija mía, di, ¿y si tratasen de casarte con un rico tapicero de Barcelona, de más de cien mil reales de renta?...

JULIA.-  ¡Ah! No tiene trazas mi querido de tapicero.  (Aparte.) 

DOÑA BIBIANA.-  Vaya, responde.  (Vuelve a hacerla señas.) 

JULIA.-  Mamá, si usted se empeñase... quién sabe... me resignaría obediente...

DON DEOGRACIAS.-  No señor, la verdad; nada de resignación, ni de obediencia, ni de calabaza... sí, o no.

JULIA.-  Papá... en verdad, no me siento inclinada...

DON DEOGRACIAS.-  ¿No?

DOÑA BIBIANA.-  Cómo, hija, ¿no te gustaría estar todo el día en un hermoso almacén de tapices midiendo, y cobrando, y?...

JULIA.-  No, mamá.

DOÑA BIBIANA.-  Ya lo oyes tú mismo; ahora ella sola habla.

DON DEOGRACIAS.-  Estoy confundido.

DOÑA BIBIANA.-  Y en caso de casarte ¿querrías mejor un elegante que no tuviera nada que hacer en todo el día, que fuese noble y no ganase la comida, que llevase todos los días a su mujer a Vista-Alegre y a la ópera, que te pasease por el Prado en tílburi o en landó, que te regalase sortijas, chales, gorros, plumas, pieles y cadenas... en fin, que no mirase nunca la cuenta de la modista, que te dejase el maestro de piano, y dar conciertos, como, por ejemplo, el conde del Verde Saúco, que se fue a París, y de que tanto nos han hablado, di, querrías?...  (La hace seña.) 

JULIA.-  Sí, mamá.

DON DEOGRACIAS.-  Sí, mamá;  (Remedándola.)  pues usted, señorita, tomará el marido...

DOÑA BIBIANA.-  Vuelves a infringir nuestros tratados... a pesar de lo convenido te alteras...

DON DEOGRACIAS.-  No, mujer, no me altero... pero a lo menos que oiga el que yo la propongo, que le conozca y le trate, y después... mira, Bernardo a la hora esta debe haber llegado ya de Barcelona; habrá consagrado los primeros instantes a sus parientes; pero de un momento a otro le tendremos aquí, y es preciso recibirle como a quien viene a ser mi yerno: le conoceréis, y después...

DOÑA BIBIANA.-  Bastante conocido le tenemos ya por tanto como nos has dicho de él; y es bien doloroso haber de dar mi hija a un hombre de su laya; para eso la tomé yo el maestro de baile, y de dibujo, y de francés, y de italiano; para eso la he estado yo pagando cuatro años seguidos el maestro de piano; hija mía de mis entrañas, ¿de qué te sirve haber trabajado tanto, tantos afanes, cuando nunca podías dar con la escala, para aprender el dúo del Crociato, y el de la Semíramis, y el aria de la Donna, y todito el papel de la Césari en el Osmir?... Todo, todo va a perecer en la humillación del mostrador.

DON DEOGRACIAS.-  La humillación del mostrador. ¡Bibiana! ¡Bibiana!

DOÑA BIBIANA.-  Vuelta con Bibiana. ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! Si lo oyen...

DON DEOGRACIAS.-  Pero, en el almacén hay gente; vamos, a despachar, que aquel muchacho es tan torpe... y tal vez será el sastre Borderó, que tiene que venir por una pieza de muaré, y el terciopelo gris perle.

DOÑA BIBIANA.-  Sí iré... pero atiende a lo que te digo; tú podrás casar a tu hija con Bernardo, podrás sacrificarla; pero en cuanto a mí te equivocas. Hoy es el último día que despacho en el almacén: mañana se cerrará, o tomarás el partido que gustes: no quiero, no quiero más mostrador. Vamos, hija.



Escena III

 

DON DEOGRACIAS.

 

DON DEOGRACIAS.-  ¡Id benditas de Dios! ¿Hay cosa más ardua para un marido que hacer entender la razón a su mujer? ¿Y que me casara yo? ¿Y qué remedio, si el tal desatino no hace más que la bagatela de veinticuatro años que le hice? Todos los días es lo mismo... y no hay más, que se desbaratará mi proyecto de boda como cuantos he hecho desde aquella fecha, pero ¡hola!, ¿quién viene?



Escena IV

 

DON DEOGRACIAS, BERNARDO, que entra por la puerta de la izquierda vestido sencillamente.

 

BERNARDO.-  ¿Tengo el gusto de hablar a don Deogracias de la Plantilla?

DON DEOGRACIAS.-  Servidor de usted; ¿qué tiene usted que mandarme?

BERNARDO.-  Ya creo que estará usted informado de mi llegada; vengo de Barcelona, y debe usted de haber recibido carta de mi padre anunciándole...

DON DEOGRACIAS.-  ¡Calle! No diga usted más; ¿pues no he de haber recibido? Ya hace dos correos. ¡Bernardo! Deme usted los brazos, amigo, aunque no tengo el gusto de conocerle; sin embargo, la memoria de su padre me es muy grata; y al fin el objeto de su viaje me autoriza a darle esta demostración de mi cariño.

BERNARDO.-  Señor don Deogracias...

DON DEOGRACIAS.-  Pero, hombre, ¡calle! ¡Qué guapo es usted! Y qué buena cara, y qué... vamos, vamos, que mi hija... sí, efectivamente... vuélvase usted... muy bien; pues señor, muy bien, y qué alto... ¿Y qué tal, qué tal camino ha traído usted?

BERNARDO.-  Muy bueno: he venido con dos religiosos de excelente humor, un andaluz que mentía por los codos, y un buen señor que viene a tomar las aguas del Molar: ello siempre se estaba quejando, pero...

DON DEOGRACIAS.-  Vaya, me alegro; y contratiempo ninguno, ni ladrones...

BERNARDO.-  Ladrones... buenos miedos hemos pasado, y ahí en la venta... ya se ve, también da miedo ver algunas caras... en una palabra, ladrones ha habido; pero a Dios gracias no nos han robado nada.

DON DEOGRACIAS.-  Vaya, me alegro; y ¿cuándo ha llegado usted? ¿Querrá usted almorzar?

BERNARDO.-  No señor, nada; para mí ya es tarde: no he llegado hoy...

DON DEOGRACIAS.-  Ya... ¿y su padre de usted? Dígame usted, dígame usted, ¿cómo queda?

BERNARDO.-  Tal cualillo está ahora; y si no fuera por unos dolores reumáticos que le pasean todo el cuerpo, y la gota maldita, y aquel ojo tan rebelde...

DON DEOGRACIAS.-  Yo lo creo; pero si se fía de aquellos cirujanos; yo se lo decía: «mira, Benedicto, que esos hombres te van a matar, no los creas»; pero él nada; erre que erre, y que se ha de curar, y que se ha de poner bueno... Ya se ve... no deja de tener razón... pero es lo que yo digo, en llegando un hombre a los sesenta años, qué cirujanos, ni qué botica, ni qué...

BERNARDO.-  Tiene usted razón.

DON DEOGRACIAS.-  Oh si la tengo; tiene sesenta años; y no ve usted que ése es un mal que se va empeorando todos los días, y le irá comiendo, comiendo... hasta que dé con él en tierra: siéntese usted;  (Cierra la puerta que da al almacén.)  deje usted ese sombrero, que si ha de ser usted mi yerno es preciso que dejemos cumplimientos.

BERNARDO.-  Como usted guste; tampoco yo soy amigo de monadas, aunque por desgracia tengo a veces también que hacerlas, porque hay que vivir con todo el mundo. Por esta misma razón no he venido antes aquí, porque quería venir a mi satisfacción, y he tratado de desocuparme antes de visitas. Ya conoce usted a mi tío el canónigo, que está aquí, y no hay fuerzas humanas que le hagan ir a su catedral...

DON DEOGRACIAS.-  Ya sé, ya.

BERNARDO.-  Pues, como vine a parar a su casa, y me quiere tanto, fue preciso presentarme en varias casas donde había hablado muy bien de mí; pero casas de etiqueta, donde juega él sus ecartés con los señores mayores y los maridos, mientras que los jóvenes bailamos, o nos estamos de pie con el sombrero en la mano; para esto se empeñó en que se me hiciese en cuanto llegué un equipaje completo de elegante, dos fraques, una levita, un surtú... ¿Qué sé yo?... Me llevó a todas partes.

DON DEOGRACIAS.-  ¡Hola! De modo que le ha relacionado a usted.

BERNARDO.-  Sí, señor; el primer día estaba atado, no podía moverme; pero como me veían tan bien vestido, no se puede usted figurar las amistades que he hecho; y como tampoco me ha faltado dinero para el café y otras frioleras... pero qué, si cuando me compongo, yo no he visto cosa más ridícula; la primera vez que me vi al espejo no me conocí; unas caderas, un talle... en fin, un conjunto tan incómodo, que ya tenía ganas de venir aquí para quitármelo.

DON DEOGRACIAS.-  Pues ha hecho usted muy mal: ¿usted sabe lo que ha hecho?

BERNARDO.-  ¡Cómo! ¿Pues no acaba usted de decir?...

DON DEOGRACIAS.-  Sí señor, y me explicaré. Soy el más desgraciado de todos los maridos. Ha de saber usted que mi mujer está loca, pero de una locura bastante admitida en la sociedad; se le ha puesto en la cabeza brillar, hacer la marquesa; ahora mismo acabo de tener una contienda con ella acerca de esta boda: ella me echa a perder a mi hija; pero qué más, si a mí mismo, aquí donde usted me ve, con mis años y mi juicio, me hace jugar, y bailar, e ir con ella aquí y allí... y, desengáñese usted, siempre que usted se presente como está ahora, esté usted seguro de llevar calabazas.

BERNARDO.-  ¿Qué dice usted? Pero es el caso que si tiene esa manía, no querrá casar a su hija con un comerciante; y ya ve usted que aunque yo me vista de capitán general, nunca seré más que Bernardo.

DON DEOGRACIAS.-  Sí señor, es verdad; pero no importa, quién sabe si la primera impresión... en fin, es preciso que se vaya usted a vestir, que venga usted haciendo muchos gestos, muchos ascos, muchas contorsiones; que hable usted algo de francés, algo de italiano, español poco y mal, y siempre sin fundamento; que baile, que saque un reloj de salto de Breguet, que hable mucho de la ópera, y de París, y si puede ser de Londres; que tenga deudas, que... ya me entiende usted.

BERNARDO.-  Demasiado, y felizmente no me será dificultoso, como dure poco esta farsa.

DON DEOGRACIAS.-  ¿Tiene usted lente y anteojos?

BERNARDO.-  No señor.

DON DEOGRACIAS.-  Pues cómprelo usted; vamos, pronto.

BERNARDO.-  Pero señor ¿para qué? Si no los necesito, yo veo claro.

DON DEOGRACIAS.-  No importa. ¿Y látigo y espolines?

BERNARDO.-  No señor, pero tampoco tengo caballo.

DON DEOGRACIAS.-  No importa; por lo que pueda suceder.

BERNARDO.-  Pero señor...

DON DEOGRACIAS.-  Cómprelo usted.

BERNARDO.-  Pero señor, a mí me parece... ¿cuánto más fácil sería que usted, como amo de su casa, manifestase desde luego su voluntad, su decisión?...

DON DEOGRACIAS.-  Se conoce que no está usted casado; en primer lugar yo no me atrevo con mi mujer; y luego ¿qué adelantaría usted con que mi mujer me arañase? Por la fuerza, la chica, que piensa casi como ella, le cobraría a usted odio, y sería peor. Cuánto mejor es hacerse querer, y luego veremos; sabe Dios si podremos hacer carrera de ellas, y corregirlas; déjeme usted a mí, déjese usted llevar... pero voy a ver... oigo gente, no vengan, y...  (Registra y cierra las puertas.) 

BERNARDO.-   (Aparte.)  Y mi amable desconocida... Yo he retardado todo lo que he podido venir aquí; pero ella tampoco me conoce a mí; resolución, y dejémoslo. Esta boda es la que me dicta mi interés, la que agrada a mi padre...

DON DEOGRACIAS.-  ¿Qué hace usted pensativo?

BERNARDO.-  Nada.

DON DEOGRACIAS.-  Pues aprovechemos tiempo; nadie le ha visto a usted; vuele usted a componerse, y vuelva dentro de una hora; déjese usted llevar.

BERNARDO.-  Corriente, vengo en ello gustoso; hasta después.



Escena V

 

DON DEOGRACIAS.

 

DON DEOGRACIAS.-   (Volviendo a abrir las puertas.)  Ello es arriesgado... y yo, que nunca las he visto más gordas, a la cabeza de una intriga, y una intriga para casar a mi hija; sabe Dios cómo saldré de ella; tanto más cuanto que no suelen ser los padres los que se encargan de este ramo de la casa; luego esto me ahorra una riña con mi mujer; no es un ahorro despreciable; pero ella viene; lo mejor es dejarla el campo.



Escena VI

 

DOÑA BIBIANA y JULIA.

 

DOÑA BIBIANA.-  Gracias a Dios que nos dejan un momento en paz. ¡Julia!

JULIA.-  Mamá...

DOÑA BIBIANA.-  Dime, y aquel elegante que te estuvo hablando al oído toda la noche en la calle de Valverde parecía que se inclinaba... ¿no has vuelto a saber? Debía ser un caballero, y tú tal vez tan torpe que no harías lo posible por manifestarle...

JULIA.-   (Aparte.)  ¡Ah! ¡No sabe bien lo que haría por él!

DOÑA BIBIANA.-  Responde; ¿no supiste quién era? ¿No te ha vuelto a seguir?

JULIA.-  No he podido saber quién es; pregunté a varias amigas, pero dijeron que le habían presentado aquella noche, que sólo sabían que acababa de llegar de fuera, y yo lo creo.

DOÑA BIBIANA.-  Él iría por casualidad, no era casa de bastante tono para él; lo que siento es que nos haya visto allí, y no en casa de la marquesa.

JULIA.-  El domingo cuando fuimos a misa estaba junto al Buen-Suceso; yo le vi de reojo; en cuanto nos atisbó, si viera usted qué apretarse por entre la gente para estar a nuestro lado; al subir los escalones me tomó la mano...

DOÑA BIBIANA.-  ¿Y te la apretó?

JULIA.-  Sí, señora; pero yo hice como que me recataba de usted, y que no me gustaba, y la quité... A pesar de eso toda la misa estuvo mirando; yo, haciendo como que no le veía, y todo era darle a usted con el pie, y usted pensando que la pisaba, hasta que tuve que dejarlo. Después nos siguió, y sin duda al volver la calle hubo de perdernos de vista, porque yo no le volví a ver; y no debe saber nuestra casa.

DOÑA BIBIANA.-  Ya se ve, tú tampoco procurarías decírsela.

JULIA.-  ¡Yo! ¿Cómo quiere usted que le dijese?...

DOÑA BIBIANA.-  Sí, señora, hay modos de decir las cosas; por ejemplo, se dice: «estoy tan cansada; hemos estado en el Prado, y como está tan lejos de casa; ya se ve, lo último de la calle Mayor, y precisamente el número tantos, que cae tan allá...». ¿Entiendes?

JULIA.-  Sí, señora.

DOÑA BIBIANA.-  Pues ya lo sabes para otra vez; y ya puedes sacar el vestido de cotepalí, y ese canesú que te acabas de hacer: esta noche hemos de volver... quién sabe si estará allí. ¿Y en esta circunstancia te habías de casar con Bernardo? No será, o habrá en casa lo que tu padre no quiera oír.




IndiceSiguiente