Escena I
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DON DEOGRACIAS y
DOÑA BIBIANA.
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DON DEOGRACIAS.-
Pero, mujer, ¿es posible que
hayas perdido el juicio hasta el punto de querer hacer la señora?
Tú, hija de una honrada corchetera, que en toda su vida no supo salir de
los portales de Santa Cruz con su puesto de botones de hueso y abanicos de
novia... Tu abuelo un pobre cordonero de la calle de las Urosas, que, gracias a
tu boda conmigo, concluyó sus días en una cama de tres colchones
con colcha de cotonía...
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DOÑA BIBIANA.-
¿Y qué tenemos con esa
relación tan larga de mi padre, y de mi abuelo, y de mí?... Vaya,
que es gracioso. Sí señor, quiero dejar el comercio; sabe Dios lo
que la suerte me reserva todavía: verdad es que mi madre vendía
botones; pero por eso mismo no los quiero vender yo... sobre todo, si yo
conozco mi genio... y, vamos a ver, dime: ¿qué era la marquesa
del Encantillo, que anda desempedrando esas calles de Dios en un
magnífico
landó? A ver si su abuelo no era un
pobre valenciano, que vino vendiendo estera, y se ponía por más
señas en un portal de la calle de las Recogidas, hecho un pordiosero,
que era lo que había que ver. En fin, fuera cuestiones, Deogracias; te
lo he dicho, no quiero más comercio. Llevo ya veinticuatro años
de medir sedas, y de estirar la cotanza para escatimar un dedo de tela a los
parroquianos, y de poner la cortina a la puerta para que no se vean las macas
de las piezas... qué sé yo... maldito mostrador; basta, basta, no
más mostrador.
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DON DEOGRACIAS.-
Pero, mujer, ven acá.
¿No es el comercio, que tanto maldices, el mismo que nos ha puesto en
estado de hacer los señores, y de gastar, y de?...
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DOÑA BIBIANA.-
Tanto más motivo para dejarlo,
y para descansar y disfrutar lo que hemos ganado. Cada vez que me acuerdo del
baile de la otra noche, adonde fui con nuestra hija Julia, y de cómo
tiene puesta la casa doña Amelia... vaya... Deogracias,
desengáñate, mientras yo no tenga mi magnífica casa, y
esté en un soberbio taburete recibiendo la gente del gran tono, y dando
disposiciones para las arañas, y los quinqués, y la mesa de
juego, y las alfombras, y el ambigú, y no entren mis lacayos abriendo la
mampara, y anunciando: «el conde tal... el vizconde cual...» y
mientras no tenga palco en la ópera, y un jockey que me acompañe
al Prado por las mañanas en invierno, con mi chal en el brazo, y mi
sombrilla en la mano... desengáñate, me verás aburrida
morirme de tedio...
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DON DEOGRACIAS.-
Valiente papel haré yo en tu
magnífico salón, allí revuelto con aquellos condes y
marqueses... yo que nunca he salido, como quien dice, de los portales de
Guadalajara. Vamos, créeme, Bibiana.
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DOÑA BIBIANA.-
¡Bibiana! ¡Dios
mío! ¡Qué marido tan ordinario! ¿No te he dicho ya
cien mil veces que no quiero que me vuelvas a llamar Bibiana?
¿Dónde has visto tú una mujer del gran tono que se llame
Bibiana? Concha me llamo, y me quiero llamar; y señora doña
Concha seré hasta que me muera, y me lo llamarán, sí
señor, que para eso tengo dinero, y «¿cómo
está usted, Conchita? -¡Conchita, qué mona es
usted!».
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DON DEOGRACIAS.-
Mira, mujer. Bibiana Cartucho eras
cuando me enamoré de ti, por mi mala estrella: con Bibiana Cartucho me
casé, que ojalá fuera mentira, para purgar sin duda mis pecados
en este mundo; y para mí Bibiana Cartucho has sido, eres y serás
hasta que me muera; y si te mueres tú antes, en tu lápida he de
poner: «aquí yace Bibiana Cartucho», y nada más.
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DOÑA BIBIANA.-
¡Ay, Dios mío, qué
vergüenza! ¡Hasta después de mi muerte! Pues bien, rencoroso,
enhorabuena, quédate en tus portales de Guadalajara, hecho un criado de
todo el que te venga a pedir una cuarta de bayeta... haz lo que quieras, ya que
eres un pobre hombre, y no quieres brillar y darte tono así como
así, no son los maridos en lo que más reparan las gentes; pero
tienes hijos, y no me parece que será cosa de sacrificarlos a tu
capricho: creo que no harás ánimo de que sean también
horteras.
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DON DEOGRACIAS.-
Sí, por cierto. Teodoro, que va
a cumplir catorce años, saldrá de la Escuela Pía en cuanto
tenga más formada su letra, y sepa decir alguna cosa en latín, no
para ver de ponerle los cordones, como tú crees, sino para reemplazarme
en el almacén. No ceñirá espada; pero sin eso podrá
ser un buen español: no tendrá, a imitación mía,
más insignia que la vara de medir; pero ¿quién duda que
podrá servir con ella a Dios y al Rey tan bien como cualquier otro?
Además de que no le faltan al Rey jóvenes nobles y bien
dispuestos, que han nacido para defenderle, y que saben sostener el brillo de
su casaca, el honor de sus antepasados y los derechos de su Soberano.
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DOÑA BIBIANA.-
¿Es posible? Bien; pero en
cuanto a mi hija Julia... ya está en edad de poderse casar... una joven
de su mérito, que la he criado yo misma, que canta, que baila, que
toca... Es verdad que no sabe fregar, ni barrer, ni coser ninguna cosa; pero
para ser elegante tampoco lo necesita.
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DON DEOGRACIAS.-
Sí, Julia se casará; ya
hace tiempo que tengo tratada su boda; y si no lo sabes ya, tú tienes la
culpa. Tus eternos deseos de casarla con un personaje me han obligado a
ocultártelo; pienso casarla con Bernardo, el hijo de mi amigo Benedicto,
comerciante de tapices de Barcelona.
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DOÑA BIBIANA.-
¡Yo! ¿Suegra de un
tapicero?
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DON DEOGRACIAS.-
De un tapicero; ¿y por
qué no? ¡Cuánto mejor es un tapicero, que puede contar con
cien mil reales de renta al año y probidad, que un elegante jugador, un
marqués plagado de trampas, un militar sin juicio, un abogado sin
clientela, un médico sin enfermos!...
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DOÑA BIBIANA.-
Bien... pero, ¿y si tu hija
experimentase una aversión particular hacia esa boda?
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DON DEOGRACIAS.-
Aversión, no es posible; ni
aún le conoce; yo mismo, si le veo en la calle, no puedo decir
«éste es»: ya se ve, como que no le he visto nunca. Su padre
me escribió el proyecto de casar a nuestros hijos; y yo, que no creo
poder encontrar partido alguno más ventajoso, he aceptado. Por lo que
hace a Julia, yo creo que ni piensa en eso: tú la vuelves loca.
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DOÑA BIBIANA.-
Corriente; pues me remito a ella; ella
puede decidir entre los dos.
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DON DEOGRACIAS.-
Enhorabuena; yo sé que la chica
es otra cosa.
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DOÑA BIBIANA.-
¡Julia! ¡Julia!
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DON DEOGRACIAS.-
Ella nos dirá su gusto; pero en
la inteligencia que si quiere, la boda se hará al momento.
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DOÑA BIBIANA.-
¡Tal precipitación!
¡Julia!
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DON DEOGRACIAS.-
Sí señor; ésta es
una buena ocasión de colocarla; y sabe Dios, si la dejamos escapar,
cómo nos veremos luego para encontrar otra igual.
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Escena II
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DOÑA BIBIANA,
DON DEOGRACIAS,
JULIA.
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JULIA.-
Mamá, ¿me llamaba
usted?
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DON DEOGRACIAS.-
Ven aquí, hija mía. Vas
a responder con toda libertad, sin ceñirte a nuestro gusto... a
declararnos francamente el tuyo.
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DOÑA BIBIANA.-
Se trata de un asunto muy serio para
ti; tu padre quiere casarte.
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JULIA.-
¡Casarme! ¡Dios
mío! Ahora...
(Aparte.)
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DOÑA BIBIANA.-
Levanta la cabeza; mírame; sin
cortedad, ¿quieres casarte?
(Le hace señas con la cabeza que
diga que no.) la verdad.
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JULIA.-
Mamá... casarme... ahora soy
tan joven...
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DON DEOGRACIAS.-
Eres joven; pero, hija...
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DOÑA BIBIANA.-
Eso no es lo pactado; ya ves que yo no
la obligo a responder; así déjala tú también en
plena libertad. Vaya, hija mía, di, ¿y si tratasen de casarte con
un rico tapicero de Barcelona, de más de cien mil reales de
renta?...
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JULIA.-
¡Ah! No tiene trazas mi querido
de tapicero.
(Aparte.)
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DOÑA BIBIANA.-
Vaya, responde.
(Vuelve a hacerla
señas.)
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JULIA.-
Mamá, si usted se
empeñase... quién sabe... me resignaría obediente...
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DON DEOGRACIAS.-
No señor, la verdad; nada de
resignación, ni de obediencia, ni de calabaza... sí, o no.
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JULIA.-
Papá... en verdad, no me siento
inclinada...
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DON DEOGRACIAS.-
¿No?
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DOÑA BIBIANA.-
Cómo, hija, ¿no te
gustaría estar todo el día en un hermoso almacén de
tapices midiendo, y cobrando, y?...
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JULIA.-
No, mamá.
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DOÑA BIBIANA.-
Ya lo oyes tú mismo; ahora ella
sola habla.
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DON DEOGRACIAS.-
Estoy confundido.
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DOÑA BIBIANA.-
Y en caso de casarte
¿querrías mejor un elegante que no tuviera nada que hacer en todo
el día, que fuese noble y no ganase la comida, que llevase todos los
días a su mujer a Vista-Alegre y a la ópera, que te pasease por
el Prado en tílburi o en landó, que te regalase sortijas, chales,
gorros, plumas, pieles y cadenas... en fin, que no mirase nunca la cuenta de la
modista, que te dejase el maestro de piano, y dar conciertos, como, por
ejemplo, el conde del Verde Saúco, que se fue a París, y de que
tanto nos han hablado, di, querrías?...
(La hace seña.)
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JULIA.-
Sí, mamá.
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DON DEOGRACIAS.-
Sí, mamá;
(Remedándola.) pues usted,
señorita, tomará el marido...
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DOÑA BIBIANA.-
Vuelves a infringir nuestros
tratados... a pesar de lo convenido te alteras...
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DON DEOGRACIAS.-
No, mujer, no me altero... pero a lo
menos que oiga el que yo la propongo, que le conozca y le trate, y
después... mira, Bernardo a la hora esta debe haber llegado ya de
Barcelona; habrá consagrado los primeros instantes a sus parientes; pero
de un momento a otro le tendremos aquí, y es preciso recibirle como a
quien viene a ser mi yerno: le conoceréis, y después...
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DOÑA BIBIANA.-
Bastante conocido le tenemos ya por
tanto como nos has dicho de él; y es bien doloroso haber de dar mi hija
a un hombre de su laya; para eso la tomé yo el maestro de baile, y de
dibujo, y de francés, y de italiano; para eso la he estado yo pagando
cuatro años seguidos el maestro de piano; hija mía de mis
entrañas, ¿de qué te sirve haber trabajado tanto, tantos
afanes, cuando nunca podías dar con la escala, para aprender el
dúo del Crociato, y el de la Semíramis, y el aria de la Donna, y
todito el papel de la Césari en el Osmir?... Todo, todo va a perecer en
la humillación del mostrador.
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DON DEOGRACIAS.-
La humillación del mostrador.
¡Bibiana! ¡Bibiana!
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DOÑA BIBIANA.-
Vuelta con Bibiana. ¡Dios
mío! ¡Qué vergüenza! Si lo oyen...
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DON DEOGRACIAS.-
Pero, en el almacén hay gente;
vamos, a despachar, que aquel muchacho es tan torpe... y tal vez será el
sastre Borderó, que tiene que venir por una pieza de
muaré, y el terciopelo
gris perle.
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DOÑA BIBIANA.-
Sí iré... pero atiende a
lo que te digo; tú podrás casar a tu hija con Bernardo,
podrás sacrificarla; pero en cuanto a mí te equivocas. Hoy es el
último día que despacho en el almacén: mañana se
cerrará, o tomarás el partido que gustes: no quiero, no quiero
más mostrador. Vamos, hija.
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Escena IV
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DON DEOGRACIAS,
BERNARDO, que entra por la puerta de la izquierda
vestido sencillamente.
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BERNARDO.-
¿Tengo el gusto de hablar a don
Deogracias de la Plantilla?
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DON DEOGRACIAS.-
Servidor de usted; ¿qué
tiene usted que mandarme?
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BERNARDO.-
Ya creo que estará usted
informado de mi llegada; vengo de Barcelona, y debe usted de haber recibido
carta de mi padre anunciándole...
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DON DEOGRACIAS.-
¡Calle! No diga usted
más; ¿pues no he de haber recibido? Ya hace dos correos.
¡Bernardo! Deme usted los brazos, amigo, aunque no tengo el gusto de
conocerle; sin embargo, la memoria de su padre me es muy grata; y al fin el
objeto de su viaje me autoriza a darle esta demostración de mi
cariño.
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BERNARDO.-
Señor don Deogracias...
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DON DEOGRACIAS.-
Pero, hombre, ¡calle!
¡Qué guapo es usted! Y qué buena cara, y qué...
vamos, vamos, que mi hija... sí, efectivamente... vuélvase
usted... muy bien; pues señor, muy bien, y qué alto... ¿Y
qué tal, qué tal camino ha traído usted?
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BERNARDO.-
Muy bueno: he venido con dos
religiosos de excelente humor, un andaluz que mentía por los codos, y un
buen señor que viene a tomar las aguas del Molar: ello siempre se estaba
quejando, pero...
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DON DEOGRACIAS.-
Vaya, me alegro; y contratiempo
ninguno, ni ladrones...
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BERNARDO.-
Ladrones... buenos miedos hemos
pasado, y ahí en la venta... ya se ve, también da miedo ver
algunas caras... en una palabra, ladrones ha habido; pero a Dios gracias no nos
han robado nada.
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DON DEOGRACIAS.-
Vaya, me alegro; y
¿cuándo ha llegado usted? ¿Querrá usted
almorzar?
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BERNARDO.-
No señor, nada; para mí
ya es tarde: no he llegado hoy...
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DON DEOGRACIAS.-
Ya... ¿y su padre de usted?
Dígame usted, dígame usted, ¿cómo queda?
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BERNARDO.-
Tal cualillo está ahora; y si
no fuera por unos dolores reumáticos que le pasean todo el cuerpo, y la
gota maldita, y aquel ojo tan rebelde...
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DON DEOGRACIAS.-
Yo lo creo; pero si se fía de
aquellos cirujanos; yo se lo decía: «mira, Benedicto, que esos
hombres te van a matar, no los creas»; pero él nada; erre que
erre, y que se ha de curar, y que se ha de poner bueno... Ya se ve... no deja
de tener razón... pero es lo que yo digo, en llegando un hombre a los
sesenta años, qué cirujanos, ni qué botica, ni
qué...
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BERNARDO.-
Tiene usted razón.
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DON DEOGRACIAS.-
Oh si la tengo; tiene sesenta
años; y no ve usted que ése es un mal que se va empeorando todos
los días, y le irá comiendo, comiendo... hasta que dé con
él en tierra: siéntese usted;
(Cierra la puerta que da al
almacén.) deje usted ese sombrero, que si ha de ser usted mi
yerno es preciso que dejemos cumplimientos.
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BERNARDO.-
Como usted guste; tampoco yo soy amigo
de monadas, aunque por desgracia tengo a veces también que hacerlas,
porque hay que vivir con todo el mundo. Por esta misma razón no he
venido antes aquí, porque quería venir a mi satisfacción,
y he tratado de desocuparme antes de visitas. Ya conoce usted a mi tío
el canónigo, que está aquí, y no hay fuerzas humanas que
le hagan ir a su catedral...
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DON DEOGRACIAS.-
Ya sé, ya.
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BERNARDO.-
Pues, como vine a parar a su casa, y
me quiere tanto, fue preciso presentarme en varias casas donde había
hablado muy bien de mí; pero casas de etiqueta, donde juega él
sus ecartés con los señores mayores y los maridos, mientras que
los jóvenes bailamos, o nos estamos de pie con el sombrero en la mano;
para esto se empeñó en que se me hiciese en cuanto llegué
un equipaje completo de elegante, dos fraques, una levita, un
surtú... ¿Qué
sé yo?... Me llevó a todas partes.
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DON DEOGRACIAS.-
¡Hola! De modo que le ha
relacionado a usted.
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BERNARDO.-
Sí, señor; el primer
día estaba atado, no podía moverme; pero como me veían tan
bien vestido, no se puede usted figurar las amistades que he hecho; y como
tampoco me ha faltado dinero para el café y otras frioleras... pero
qué, si cuando me compongo, yo no he visto cosa más
ridícula; la primera vez que me vi al espejo no me conocí; unas
caderas, un talle... en fin, un conjunto tan incómodo, que ya
tenía ganas de venir aquí para quitármelo.
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DON DEOGRACIAS.-
Pues ha hecho usted muy mal:
¿usted sabe lo que ha hecho?
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BERNARDO.-
¡Cómo! ¿Pues no
acaba usted de decir?...
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DON DEOGRACIAS.-
Sí señor, y me
explicaré. Soy el más desgraciado de todos los maridos. Ha de
saber usted que mi mujer está loca, pero de una locura bastante admitida
en la sociedad; se le ha puesto en la cabeza brillar, hacer la marquesa; ahora
mismo acabo de tener una contienda con ella acerca de esta boda: ella me echa a
perder a mi hija; pero qué más, si a mí mismo, aquí
donde usted me ve, con mis años y mi juicio, me hace jugar, y bailar, e
ir con ella aquí y allí... y, desengáñese usted,
siempre que usted se presente como está ahora, esté usted seguro
de llevar calabazas.
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BERNARDO.-
¿Qué dice usted? Pero es
el caso que si tiene esa manía, no querrá casar a su hija con un
comerciante; y ya ve usted que aunque yo me vista de capitán general,
nunca seré más que Bernardo.
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DON DEOGRACIAS.-
Sí señor, es verdad;
pero no importa, quién sabe si la primera impresión... en fin, es
preciso que se vaya usted a vestir, que venga usted haciendo muchos gestos,
muchos ascos, muchas contorsiones; que hable usted algo de francés, algo
de italiano, español poco y mal, y siempre sin fundamento; que baile,
que saque un reloj de salto de Breguet, que hable mucho de la ópera, y
de París, y si puede ser de Londres; que tenga deudas, que... ya me
entiende usted.
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BERNARDO.-
Demasiado, y felizmente no me
será dificultoso, como dure poco esta farsa.
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DON DEOGRACIAS.-
¿Tiene usted lente y
anteojos?
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BERNARDO.-
No señor.
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DON DEOGRACIAS.-
Pues cómprelo usted; vamos,
pronto.
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BERNARDO.-
Pero señor ¿para
qué? Si no los necesito, yo veo claro.
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DON DEOGRACIAS.-
No importa. ¿Y látigo y
espolines?
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BERNARDO.-
No señor, pero tampoco tengo
caballo.
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DON DEOGRACIAS.-
No importa; por lo que pueda
suceder.
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BERNARDO.-
Pero señor...
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DON DEOGRACIAS.-
Cómprelo usted.
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BERNARDO.-
Pero señor, a mí me
parece... ¿cuánto más fácil sería que usted,
como amo de su casa, manifestase desde luego su voluntad, su
decisión?...
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DON DEOGRACIAS.-
Se conoce que no está usted
casado; en primer lugar yo no me atrevo con mi mujer; y luego
¿qué adelantaría usted con que mi mujer me arañase?
Por la fuerza, la chica, que piensa casi como ella, le cobraría a usted
odio, y sería peor. Cuánto mejor es hacerse querer, y luego
veremos; sabe Dios si podremos hacer carrera de ellas, y corregirlas;
déjeme usted a mí, déjese usted llevar... pero voy a
ver... oigo gente, no vengan, y...
(Registra y cierra las
puertas.)
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BERNARDO.-
(Aparte.) Y mi amable
desconocida... Yo he retardado todo lo que he podido venir aquí; pero
ella tampoco me conoce a mí; resolución, y dejémoslo. Esta
boda es la que me dicta mi interés, la que agrada a mi padre...
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DON DEOGRACIAS.-
¿Qué hace usted
pensativo?
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BERNARDO.-
Nada.
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DON DEOGRACIAS.-
Pues aprovechemos tiempo; nadie le ha
visto a usted; vuele usted a componerse, y vuelva dentro de una hora;
déjese usted llevar.
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BERNARDO.-
Corriente, vengo en ello gustoso;
hasta después.
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Escena VI
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DOÑA BIBIANA y
JULIA.
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DOÑA BIBIANA.-
Gracias a Dios que nos dejan un
momento en paz. ¡Julia!
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JULIA.-
Mamá...
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DOÑA BIBIANA.-
Dime, y aquel elegante que te estuvo
hablando al oído toda la noche en la calle de Valverde parecía
que se inclinaba... ¿no has vuelto a saber? Debía ser un
caballero, y tú tal vez tan torpe que no harías lo posible por
manifestarle...
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JULIA.-
(Aparte.) ¡Ah! ¡No
sabe bien lo que haría por él!
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DOÑA BIBIANA.-
Responde; ¿no supiste
quién era? ¿No te ha vuelto a seguir?
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JULIA.-
No he podido saber quién es;
pregunté a varias amigas, pero dijeron que le habían presentado
aquella noche, que sólo sabían que acababa de llegar de fuera, y
yo lo creo.
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DOÑA BIBIANA.-
Él iría por casualidad,
no era casa de bastante tono para él; lo que siento es que nos haya
visto allí, y no en casa de la marquesa.
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JULIA.-
El domingo cuando fuimos a misa estaba
junto al Buen-Suceso; yo le vi de reojo; en cuanto nos atisbó, si viera
usted qué apretarse por entre la gente para estar a nuestro lado; al
subir los escalones me tomó la mano...
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DOÑA BIBIANA.-
¿Y te la apretó?
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JULIA.-
Sí, señora; pero yo hice
como que me recataba de usted, y que no me gustaba, y la quité... A
pesar de eso toda la misa estuvo mirando; yo, haciendo como que no le
veía, y todo era darle a usted con el pie, y usted pensando que la
pisaba, hasta que tuve que dejarlo. Después nos siguió, y sin
duda al volver la calle hubo de perdernos de vista, porque yo no le
volví a ver; y no debe saber nuestra casa.
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DOÑA BIBIANA.-
Ya se ve, tú tampoco
procurarías decírsela.
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JULIA.-
¡Yo! ¿Cómo quiere
usted que le dijese?...
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DOÑA BIBIANA.-
Sí, señora, hay modos de
decir las cosas; por ejemplo, se dice: «estoy tan cansada; hemos estado
en el Prado, y como está tan lejos de casa; ya se ve, lo último
de la calle Mayor, y precisamente el número tantos, que cae tan
allá...». ¿Entiendes?
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JULIA.-
Sí, señora.
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DOÑA BIBIANA.-
Pues ya lo sabes para otra vez; y ya
puedes sacar el vestido de cotepalí, y ese canesú que te acabas
de hacer: esta noche hemos de volver... quién sabe si estará
allí. ¿Y en esta circunstancia te habías de casar con
Bernardo? No será, o habrá en casa lo que tu padre no quiera
oír.
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