Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Noche XXX

     He salvado el honor, he trabajado para mi gloria. El infortunio no me ha eximido de su rigor: ¿tengo yo acaso la culpa? Mis enemigos tampoco han podido perdonarme los dones que me concedió la naturaleza. ¡Ay de aquel a quien se da tan funesto perdón!

     Los disturbios del país... Las vicisitudes de un príncipe desgraciado... ¡Ah! Padre mío; todos hemos tenido la fortuna enemiga.

     Separado de ti desde mis tiernos años... restituido a tu lado por un breve instante... ¡y condenado después a estar siempre lejos de ti!... Deja en un mar tempestuoso una navecilla sin piloto que la dirija. Presentando ora un costado, ora el opuesto, a los embravecidos vientos, resistirá por algún tiempo los ímpetus de la tormenta; expuesta a estrellarse contra un escollo, ¿cómo podrá jamás llegar a un puerto seguro?

     He aquí; esta navecilla es tu hijo. ¡Oh!, lejos de mí un solo lamento.

     Tú no has podido ignorar mi piedad. Tú, desde la eterna luz en que vives, la ves ahora en toda su extensión. ¡Oh, padre mío! Tu Torcuato es infeliz; pero no culpable.

     Amé con demasiado ardor... Pero no encendí yo en mi corazón esta infausta llama. La creó una fuerza más poderosa que yo. Me fué preciso obedecerla.

     Levántate, celestial mujer. A ti te corresponde mi defensa: a ti que no te ofendiste de mi pasión.

     ¿Y sabe alguno hasta qué punto debí alimentarla? He aquí el inmenso cuadro en que se ven descritos los desvaríos de los hombres. Los míos están también marcados aquí. Y bien: ¿qué dedo señalará la línea fuera de la cual no era permitido extenderme?

     Sagrado es el alto y noble objeto de mi amor. ¿Lo habré profanado yo? ¡Padre! ¡Padre!, pronuncia tú con tus santos labios...

     ¡Ah! llegará el día en que reuniéndome a ti en la mansión celeste, do vives inmortal, oiré la sentencia. Espero, invoco este día. ¡Oh! Si algo pueden tus votos en favor de un hijo desgraciado, anticípalo. Yo soy una parte de tu ser: ¿y qué será de mí, si dejado atrás en el incierto y fatal camino en que me hallo ahora extraviado, tardas en socorrerme? Mira mi horrible situación. Mira los inmensos males que se han agolpado sobre tu Torcuato. No te hablo del corazón. ¡Mísero! ¡De cuántas saetas es el blanco! De mi entendimiento te hablo. ¿Y qué le queda ya al hombre, si se le despoja del entendimiento?

     He aquí una impostura. Ha sido urdida por un tirano. Pero ya la sabe toda Italia. Y, desgraciadamente, estoy en un lugar reservado para aquellos que ignoran hasta lo que pasa dentro de sí mismos.

     ¡Infames! ¡Con tal vil pretexto cubrís la negra trama! ¡Ah! Si el cielo vela sobre los justos, ¿por qué retarda la venganza que pido? Y si parte del cuidado del cielo consiste en substraerme a los indignos tratamientos que sufro, ¿por qué, ¡oh Dios omnipotente!, no me arrebatáis a vuestras celestes moradas?...

     Tasso, espera. La esperanza templará tus angustias.



ArribaAbajo

Noche XXXI

     ¡Torcuato! ¿dónde estás? -¿Dónde?... -Antes estaba yo en la corte... Deseoso de adquirir fama; ambición de ser apreciado, anhelo de alternar con los grandes, y obtener favor... ¡Favor de los grandes!...

     Sí; toda Italia exaltaba a los Estenses. Aquí -decían- reina, aunque en reducido imperio, un Augusto, no contaminado con la infamia de las proscripciones. Su palacio es la reunión y asilo de los grandes talentos del siglo. Él los obsequia, los favorece, y los colma de honores. Vamos allá. Seamos el Virgilio de tal Augusto.

     Llegué, pues, a la corte. ¡Oh, cuán sujeto está el hombre a ser seducido! Magnificencia, profusión, lealtad... ¿Qué no me pareció ver allí? Encontré muchos talentos, dos solamente de los cuales hubieran bastado para ilustrar a su siglo. Hallé aún conservada la memoria de otros muchos... También quedarán engañadas las futuras generaciones, y dirán que nuestro siglo fué tan bello como el de Pericles.

     Ignoro la historia de la corte de Pericles. Pero estoy cierto no haber leído jamás que ningún filósofo, orador o poeta atraído a Atenas para celebrar las virtudes de aquel príncipe, haya sido por él mismo mandado a la cárcel. ¿Y no es cárcel, infeliz, esta en que tú te hallas? Sal de ella, si tanto puedes.

     ¡Ah! Cárcel es, sí -¿Por qué?... -¿Intenté acaso alguna traición? ¿Urdí conspiraciones? ¿Yo? Nada he imaginado siquiera de todo esto.

     De su familia vi yo... una... una... joven, la más hermosa... Es verdad. ¡Ah! Porque la vi. ¿Es delito el verla? Todos los demás cortesanos la miraron igualmente que yo.

     Osé amarla. ¿El amarla es un delito? ¿Y no merece ella ser amada? ¡Ah! Para esto la hizo el cielo tan bella... ¡Cortesanos! ¿no la habéis amado también vosotros? No, no; yo solo la amé, yo solo. Éste es mi delito.

     Detenedme, aherrojadme, martirizadme, dadme la muerte. Yo porfiaré en este delito: la amé... y la amo. Pereceré; pero la amaré hasta el postrer aliento. Si se me quiere abreviar la vida, para que cese de adorarla, se intensificará la llama de mi amor; y en su corta duración absorberá y contendrá el sentimiento de largos años. Se convertirá en fuego; y excitaré un voraz incendio en mis entrañas. Se verán salir llamas de mi pecho, elevarse en torno, llenar este aposento, y todo el espacio. Quedaré reducido a cenizas; y los que vendrán a contemplarlas, leerán en ellas mi inmenso amor, las mirarán con un temor sagrado, y nunca en el transcurso de los siglos se apoderará de ellas el hielo sepulcral.

     ¡Pero qué! Acabarás tú, Torcuato. ¿Acabará tu amor? ¡Qué negro pensamiento! El amor tiende a la eternidad. Para un corazón ya prevenido, ¿qué es la idea de la muerte? Más terrible es la idea de que pueda tener fin su amor...

     El mío seguramente no lo tendrá. Hay en mí una parte, que vencerá al tiempo destructor. Libre del frágil despojo que la circunda, volará al inmenso campo de la eternidad, en donde igual constantemente a sí misma, e inmóvil en su sentimiento, no conocerá ni medida, ni gradación en los tiempos. Un solo pensamiento constituirá su vida; un puro pensamiento sin interrupción, ni mezcla de otro alguno, perenne, continuo: único el pensamiento de la excelsa mujer que idolatro. Este pensamiento será mi puro amor: mi vida entonces será sólo un sentimiento, u otra cosa mejor que constituya vida, alegría y beatitud: si lo constituye todo, mi todo será siempre.

     ¡Agravad, pues, mis penas, crueles! Quitadme el aire que respiro, barbaros, ya que me habéis privado de la vista que hacía mi felicidad. No hacéis con esto más que anticipar el momento de mi bienestar. Ya estoy contemplando su grandeza.

     ¡Oh tú, alto objeto de mis deseos! ¡Pueda al menos verte una vez antes de volver a contemplarte en el lugar donde se halla el arquetipo de toda terrena belleza! En todo instante estás presente a mi imaginación: tu divina figura, tus facciones celestiales, tu rostro sobrehumano, tus adornos, tus gracias, tus caricias, todo lo estoy viendo, aunque estés lejos de mí: pero el verte siquiera una vez sería para mí una delicia suma. Me quedarían entonces esculpidas en el corazón, en el más profundo seno de mi corazón, tus elegantes formas, tus dulces maneras... y aquellas palabras que respiran celestial naturaleza, las cuales, desde la primera vez que te vi, causaron en mi alma una impresión tan viva, un temblor tan dulce, que aun duran ahora sus palpitaciones; aun siento yo su golpeteo. ¡Ay, y no la tornaré a ver... ya no la veré más!...

     ¡Corte engañadora! ¡He aquí lo que fuí a buscar a Ferrara! ¿Quién me sugirió el execrable pensamiento?...

     ¡Oh! vosotros que habéis recibido de la naturaleza un tierno corazón, huid de esta tierra; sí, de esta tierra: es enemiga de los hombres y del amor.



ArribaAbajo

Noche XXXII

     No camina para todos los mortales con iguales pasos el tiempo regulador de los días. Encuentra el cortesano breves y fugitivas todas las horas. Escucha sus quejas. Quisiera gustar a sorbos y lentamente las delicias de su fortuna; y mientras tanto tiembla receloso de que llegue el instante fatal, en que la fortuna girando con velocidad su rueda, le precipite cruelmente del encumbrado lugar en que le colocó.

     Pero para mí el tiempo procede con suma lentitud en su carrera. Largos son los días, largas son las horas, y ¡ah! ¡cuán lejos está todavía el momento de mi libertad!

     ¡Libertad! ¡Cielos, aun es necesario que la inocencia pronuncie esta palabra en el país de la tiranía! Yo he hecho voto... Un mismo objeto tienen todos mis anhelos; y aquel momento no llega. ¿Qué haré, pues, en esta situación? Morir... morir.

     ¡Qué negras sombras me rodean! ¡Qué fantasmas tan horrendos tengo a la vista! La muerte está aquí. Éstos son sus precursores. ¡Torcuato!, tiéndete en el suelo. Esta posición es conveniente a tu dolor. Estas manos deben descansar sobre el pecho. No, no; al lado izquierdo. Aquí, donde palpita el corazón. La cabeza también inclinada hacia aquella parte. Pero que mire a la puerta, para que todo mi cuerpo se ofrezca desde luego a la vista de los que entren.

     Me represento ya aquel instante en que vendrán a verme... Vendrán, sí, al saber que he muerto.

     ¡Cielos! No permitáis sea uno de aquellos muertos faltos de expresión en su helado rostro. No, no seré de aquéllos.

     Mi fisonomía, aunque desfigurada y cárdena, ofrecerá, sin duda, la imagen del más vivo dolor. Dirán, los muertos no se quejan; ¡pero observa cómo éste tiene arrugadas las cejas, hundidos los ojos, y temblorosos los labios! ¡Repara en su actitud!

     ¿Ignoráis por ventura vosotros el cruel martirio que ha consumido a esta alma? ¿No sabéis que amó con un ardor superior a las fuerzas humanas; que amó cual aman las inteligencias libres de los caducos restos del cuerpo, y que esta mortal cubierta no sirvió más que para irritar su mismo amor; el cual, contrariado por los hombres, y por el mismo cielo, se reconcentró en su corazón, produciéndole el cruel dolor que ha causado su muerte?

     Se llevan mi cadáver. Entonces se mostrará tener piedad de mí. ¿Qué fúnebre pompa? ¡Cuántas hachas encendidas! ¡Qué acompañamiento! Toda Ferrara acude, diciendo: «Vamos a ver a Tasso.»

     Se recordará entonces que fuí gentilhombre, favorecido en la corte del duque, que merecí el mayor aprecio en ésta y otras muchas ciudades de Italia; que fuí reputado feliz por mi talento; que aumenté el esplendor de las letras; que ilustré mi siglo.

     Se dirá después que jamás causé daño alguno a nadie; que hice bien a muchos; que si alguna vez estuve poseído de la cólera recobré luego la calma; que los delirios de mi imaginación fueron inocentes...

     Callad, que no tengo necesidad de vuestros inútiles elogios. No hacéis uno siquiera digno de mí. Y qué, ¿no habláis de la perversidad de mis enemigos? ¿No habláis del asesinato cruel, que me ha conducido al sepulcro?

     ¡Bajos aduladores! Hasta con los muertos sois injustos.

     Aprisa; sepultadme en la profunda huesa donde han de consumirse mis miembros. Sacadme de una vez de esta atmósfera envenenada. En aquellas tinieblas nada más oiré, nada veré. Si no tengo paz, a lo menos no recibiré insulto alguno.

     ¡Oh, Torcuato! Llegaste por fin a tu eterna morada. ¿Para qué viviste, infeliz?

Una voz me despierta. ¡Ah! Todavía no estoy muerto. Oigo una voz... pero qué lánguida, y qué mal articulada. Elévate, benigna voz, esfuerza tu grato sonido. La voz amiga se aproxima. ¡Gran Dios! Haz que no me engañe. ¿Si habré tocado al colmo de la miseria para verme de repente en el seno de la felicidad?

     ¡Qué oigo! Mis ojos no distinguen el objeto que hay delante de mí. Lo distingue mi corazón... ¡Oh, eres tú!... ¡tú!... me falta el aliento. Alárgame la mano. ¡Oh!, cuán dulce es la muerte en este instante.



ArribaAbajo

Noche XXXIII

     Ve a dar testimonio de ello al mundo entero. Tú quedaste deslumbrado por el inmenso resplandor, que de improviso disipó las tinieblas de tu aposento en la pasada noche. ¿Viste?..., ¡ah!, ¡tal vez, miserable! Tus ojos vulgares, y tus toscos sentidos no te han permitido participar del divino espectáculo. Lo tengo bien presente yo, que lo contemplé todo, y formé parte de él.

     ¡El genio tutelar de Tasso -dije entonces- se ha avergonzado al fin del abandono en que me hallo!

     Un brazo sobrehumano me arranca del lecho, sordo e inútil testigo de mis suspiros, y de mi llanto. Todo cambia a mi alrededor. Las paredes de este aposento se deshacen como blanda cera. Me circunda una luz, cien veces más espléndida que la del sol de julio; tan benigna y suave al mismo tiempo, que hiriendo dulcemente mis sentidos los llena y embriaga de un deleite inefable.

     Ven. Yo me hallo sentado sobre un carro de fuego. Ferrara, tan orgullosa de su vasta extensión y de sus torres, apenas se percibe con la vista. El soberbio Po, que osa luchar con el mar, el Po aparece por un momento como una angosta cinta blanca, y luego se pierde entre las cerúleas sombras. El carro, mientras tanto, se eleva rápidamente entre las nubes, y yo me encuentro ya en los inmensos espacios del aire, elemento solo de los superiores espíritus.

     Vamos adonde nos aguarda mejor destino. Tasso, Tasso, debía asomar al fin el día de tu triunfo. Está ya cerca, sí; el cielo es quien me prepara suerte tan fausta, deseada desde tanto tiempo, y bien sabes tú si la tenía merecida.

     Ella dirige la vista hacia mí: toda el alma tiene en sus inflamados ojos... ¡toda el alma! ¡Oh, con qué fuego tan vivo me abrasas, mientras me estrechan tus brazos, divina mujer! En la tierra donde ardió tanto mi corazón, no sentí, no sentí jamás una llama tan intensa, ni tan deliciosa. Paz, paz. Elevémonos ahora: con el aura de las regiones celestiales quedará purificado tu amante de cuanto queda en él todavía de terreno.

     El arco de los bellos colores del iris está cerca. Los blancos caballos que conducen el carro baten sus alas con más velocidad hacia este arco. Un torrente de luz se desprende repentinamente de su centro, y rasgada la nube se presenta un nuevo prodigio en su abierto seno.

     He aquí, he aquí el término de la larga carrera. Mira el delicioso país que nos está destinado, donde reinan puros afectos y no negras desconfianzas; donde no perturba la envidia ni persigue el orgullo. Mira la amenidad de sus llanuras y esas tranquilas moradas inaccesibles a la tiranía. Aquí, entre el balsámico olor de los mirtos consagrados al amor, nuestra pasión se alimentará de sí misma; en sí mismo quedará saciado el amor nuestro... Una amiga multitud se dirige hacia nosotros... Descendamos. ¡Oh felicidad! Todo lo pasado se borra en mi pensamiento. Ya no queda en el corazón vestigio alguno de dolor. ¡Oh! mía, mía para siempre, nunca me serás ya disputada; abrázame. ¿Es un dios quien me hace este presente, o eres tú? Tú eres el dios mío.

     ¡Ah!.., muere, muere, y ocúltate a tu propia vergüenza. ¿Qué más te queda? ¿O qué mas has menester?... ¡Oh!, mucho tiempo ha que esta fatal necesidad me atormenta, y no tengo fuerza... no... no tengo fuerza... ni aun valor para morir.

     ¿Acaso estoy soñando?¿Y cómo creeré que es sueño lo que han visto estos ojos..., lo que con estas manos?...

     Había yo puesto pie en tierra; y alargaba entonces la mano a mi bien, levantado ya en actitud de descender. Tan presente tengo todo esto, que sería una locura ponerlo en duda.

     ¡Ah!, al descender debía haberla asido del brazo: no me la hubieran arrebatado otra vez por los aires aquellos malditos caballos. Yo tengo la culpa.

     ¡Pero tú!... ¡Oh tormento execrable y grato! ¿Cómo es que creado para conservar la naturaleza, y dar vida a los corazones, te conviertes tan a menudo en veneno, y te haces peor que la muerte? Nadie habla ya más de amor. Desterradlo de la tierra; no es éste su lugar. Al infierno..., aquélla debe ser su atmósfera.

     Pero tú, que yo poseía al fin... ¿Dónde estás? ¿A quién has sido concedida?... ¿Te veré nunca más?...

     Habladme de ella... sólo y siempre de ella... No de otra cosa puede ocuparse este desventurado corazón, ni querría ocuparse si ser pudiera.

     ¡Ay! Todo se oscurece. Retiembla el suelo. Yo no puedo tenerme. ¡He aquí el término de mis infortunios!...



ArribaAbajo

Noche XXXIV

     ¡Yo libre! No, no deliro. La puerta está abierta. Claras son las palabras que aquél me ha dirigido. Soy libre.

     ¡Oh, justo cielo! ¿Qué es lo que he hecho? ¿En qué me he ocupado hasta aquí? De nada me acuerdo. Fué un sueño..., ¡qué largo sueño! ¡Ah, es posible, Torcuato! A tal punto de miseria habías llegado... Preparémonos para marchar...

     Pero, ¿qué papeles son éstos?... Los depositarios de mis delirios. Id hechos mil pedazos juguete de los vientos, ¡oh testimonios infelices de mi debilidad! ¡Que ni siquiera quede de vosotros memoria, ni de mi vergüenza!...

     Mas, no; conservaos. Nunca fue mengua amar a un noble objeto; y estas expansiones inocentes a que se abandonó el alma mía, deben ser sagradas para todos. Conservaos, pues.

     He leído rápidamente estos escritos. ¡Qué enfermedad tan terrible es el amor! No quisiera padecerla más.

     Es inútil, empero, el disimularlo. Esta enfermedad tan tremenda tiene sobrados atractivos con que seducir al corazón. Estos mismos papeles en donde sólo brillan algunas leves chispas del ciego ardor de que acabo de salvarme; estos mismos papeles despiertan en mí cierta dulce conmoción... ¡Ah! ¡Los que conocéis el amor sabréis tener piedad de mí!

     Pero hay un gran número de hombres, que acostumbrados a la severidad, oirán con enfado que Tasso haya estado por algún tiempo muerto a la razón. Ocultemos estos escritos a tales hombres. Sacarán de ellos un argumento sobrado funesto para mí [...](1)

     Pero verán algún día la luz pública. Yo ya no seré del número de los vivientes. Entonces serán leídos con ansia, y tal vez con un sentimiento de piedad. Mas, sobre todo, deseo que sean leídos con provecho. Grande lección habré dado con estos delirios.

Arriba