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Tomo I, núm. 2, septiembre de 1907

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(Primer capítulo de un libro en preparación)


(Continuación)


Roberto J. Payró


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Pero su atención se reconcentraba en Buenos Aires, en el punto a que convergen todas las fuerzas del país, como al cerebro todos los nervios del cuerpo. Buenos Aires era su pasión y su esperanza; daría la mitad de su vida por despertar dentro de un siglo y contemplarla durante un mes, quince días, una semana sólo. Y en su entusiasmo, vuelto ya al coche que rodaba sin sacudidas por los rieles del tranvía, hablaba menos incorrectamente que de costumbre, con el rostro animado, los ojos brillantes, señalando con ademanes expresivos las cosas que creía ver en el futuro.

-¡Hasta arte y literatura! Nada nos faltará, todo lo tendremos, todo está en germen, todo vibra y late ya. Comercio... ahí están esas casas, que mueven capitales enormes. Industria... ¡cuando uno llega a Buenos Aires, de cualquier lado, ve erguirse chimeneas y más chimeneas; en el suburbio: se multiplican, pero ya se elevarán a potencias, ya pulularán, ya no harán un toldo de humo, una niebla de progreso, y seremos Londres, y Nueva York y París, y todo junto! Tiempo al tiempo.

Sorprendíame su entusiasmo que no compartía yo tan vivamente, y le observé que quizás se hiciera ilusiones; muchas veces se cifran grandes esperanzas en aparencias engañosas que luego   —66→   desvanece cualquier soplo. Indudablemente, Buenos Aires tenía fuerzas de expansión ya en ejercicio, pero cualquier circunstancia, una guerra, la cesación de la corriente inmigratoria, un nuevo desastre económico, la desviación de los capitales extranjeros que fueran a otra parte, podían debilitarla de un momento a otro, producirle la anemia, hasta matarla quizás. Me miró con gesto de compasión risueña, sacudiendo la cabeza.

-No, no -dijo-, el triunfo de Buenos Aires es ley fatal y nada puede impedirlo. Todavía estamos en plena crisis económica, pero nada se ha detenido ni en los momentos más críticos; el progreso ha continuado sin cesar. ¿No ves? La edificación no se ha interrumpido; ha disminuido para ir luego creciendo otra vez lenta y seguramente...

Cuando lo produzcamos todo no necesitaremos oro, y por eso a larga es bueno el proteccionismo aunque momentáneamente nos haga sufrir. El oro no es una necesidad nacional, sino un tributo pagado al extranjero. Cierra la República a la importación y no moriremos de hambre.

Cuando nos instalamos de nuevo en su casa, continuó entonando su himno a la «capital de más porvenir de América del Sur».

-Parece que te hago un curso ¿no es cierto? Pero déjame hablar. ¡Hace tanto tiempo que no ves esto! Hay que ponerte al corriente.

Buenos Aires, que despertaba, lanzábase a una vida múltiple y complicada, impelida por las fuerzas más diversas, en plena modificación del medio, de la raza, de las costumbres. Nada en ella era definitivo: de un día para otro todo variaba, desde el tipo de la ciudad hasta el de sus habitantes. Cada raza nos traía algo de sus cualidades y defectos, y poco a poco esas razas iban confundiéndose, haciendo una sola, cuya evolución estaría completa dentro de un tiempo relativamente corto. El suelo se modificaba con el cultivo y la producción. La mezcla de sangre traía la mezcla de costumbres, y la creación de un carácter propio.

-Nuestro cosmopolitismo va a hacer nuestra nacionalidad. Cerrando las puertas a la inmigración, dentro de cincuenta años los extranjeros serían escasísimos, dentro de cien no habría uno solo en el país. Sin cerrarlas el resultado será muy semejante,   —67→   salvo que la inmigración tome entretanto un vuelo enorme, lo que sería de desear.

Nos hallamos sentados en el escritorio que hacía las veces de sala, mirando pasar los tranvías, que en un principio llevaban escasos pasajeros, y que, poco a poco, según adelantaba la tarde, iban pasando más llenos cada vez, como en una mudanza de media ciudad, hacia el arrabal de Belgrano y el barrio de Palermo, donde los alquileres son más baratos. La conversación decayó cuando las primeras sombras de la noche invadían el escritorio, casi desnudo de muebles, sin más adorno que una inmensa estantería llena de libros que ocupaba toda una pared, y sobre la que batía la luz que entraba por una de las ventanas de la calle. No había observado aún el pobre mueblaje: varias sillas y un sofá de nogal y esterilla, dos grandes sillones de Viena, una larga y ancha mesa cubierta de papeles y libros en desorden, en el centro, justamente debajo de la araña de gas; el piso estaba cubierto por una alfombra ordinaria, y las paredes modestamente blanqueadas y recuadradas.

-¿Estás pobre? -pregunté.

-¿Lo preguntas por mi instalación? No. Esta casa es mía, tengo otra más al centro que me da buena renta, y luego algunas entradillas que me producen de mil a mil doscientos pesos mensuales. Pero el lujo no es mi fuerte y me impediría trabajar y pensar. Ya verás la casa, que no es mala: fondo completo, de sesenta y cinco varas como en otro tiempo, pero el terreno está casi todo ocupado por la huerta, donde hago un poco de ejercicio por las mañanas. Ya verás. Pero es hora de ir acercándonos al centro, si queremos comer.

El sol, después de dorar los frentes de las casas de la izquierda, se había ocultado tras de las ligeras nubes rosas, y la lontananza evaporada, en aquel día de otoño, tomaba tonos violáceos, verdosos y sonrosados, con algunos toques apenas perceptibles de amarillo de Nápoles, mientras que, sobre nuestras cabezas el cielo estaba diáfano y pálido, de un celeste claro, más intenso hacia el naciente, donde las estrellas comenzaban a agujerear la bóveda como clavos de oro. Tomamos el tranvía, una jardinera que, casi vacía, rodaba con gran ruido de hierros, cruzándose con   —68→   otras, repletas de gente, los últimos que huían del centro una vez acabada la tarea.

-¡Cuando pensás irte? -preguntó Lové.

-A principio de Mayo, para llegar en primavera.

-Tengo tiempo entonces -murmuró entre dientes.

-¡Tiempo! ¿de qué?

-Nada; algo que se me ha puesto... Quisiera convencerte de que harías mejor visitando el país. Para eso tengo un proyecto, un excelente proyecto: vamos a visitar Buenos Aires en estos días; yo te serviré de guía. Es curioso Buenos Aires para el que sabe mirarle; yo me ocupo de estudiar sus modalidades, sus costumbres, su vida, desde hace mucho tiempo. Primero lo hice inconscientemente, con pensamientos vagos sobre lo que veía al azar, sin términos de comparación, no habiendo visitado otras ciudades; luego, poco a poco, fui dándome cuenta de que poseía ciertos elementos de juicio, en lo que se refiere a nuestra edilidad, al hojear estadísticas, al recorrer los artículos de los diarios; más tarde, cuando salí por la primera vez de la ciudad, vi más claro, libre del movimiento que tenía que arrastrarme como a los demás, y sobre todo escapado a la costumbre, verdadera venda que impide ver muchas cosas interesantes; entonces, cuando volví, me puse a observar de nuevo, conscientemente esta vez. Ahora estás desocupado ¿querés que trabajemos juntos?

-Si te parece tan interesante...

-¡Cómo no!

Yo le escuchaba, pasivo, interesado por su conversación, satisfecho de haber escapado a la trivialidad y el formulismo que me perseguían desde mi llegada. Sin embargo, una vez lo interrumpí: acababa de subir al tranvía, acompañada por una dama anciana, una joven de sorprendente belleza, morena, de cabellera opulenta, negra, con reflejos azulados, los ojos grandes, labios algo fuertes, muy rojos, el rostro oval, un poco alargado, la nariz fina, recta, la frente alta y tersa, la oreja pequeña.

-¡Mira! -exclamé tocando a mi amigo con el codo.

-¡Lindísima! -exclamó-; es la de Cuecho, una señorita de lo más distinguido, como dicen las crónicas.

Y como la niña miraba hacia nuestro lado, saludó, con ademán correcto, quitándose el sombrero e inclinándose levemente.

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¡Es una preciosura! -agregó, volviéndose hacia mí y dando por terminado el incidente, para continuar catequizándome.

Muy cerca de mi oído, hablábame con voz clara, rápidamente, como poseedor de tema hasta en sus menores detalles, mientras que yo consideraba a la niña, sentada algo adelante de nosotros y cuyo fino perfil me presentaba a veces al mirar a uno y otro lado. Sin duda era hermosísima, de aire distinguido, vestida con elegancia y riqueza, casi sonriente, tal era la placidez de su rostro y el brillo puro de sus ojos negros. Me extrañaba verla en el tranvía, porque indudablemente debía tener carruaje: la dama y ella parecían muy ricas, llevaban encima blondas y encajes de mucho valor.

-Mirá -seguía diciendo Lové-; no hay desperdicio en Buenos Aires, ni en la vida pública, ni en la vida social, ni en la vida privada. Nuestra política es nuestra y de nadie más: estamos tan lejos de las republiquetas centro americanas como de las repúblicas de Norte América y Europa. La prensa política tiene un tipo híbrido curioso y casi sin parentesco conocido. Los partidos sin rumbo claro, personalistas aunque excomulguen el personalismo, ambiciosos de mando más que de otra cosa, plutócratas casi todos o todos, ofrecen un campo inmenso a la observación. El socialismo nace en condiciones aparte, muy diversas de las de Europa, mientras que la anarquía no encuentra tierra fértil y muere antes de brotar. El pueblo, en su gran mayoría, queda indiferente, hasta en los grandes sacudimientos como la revolución del 90. Y el comercio ocupa a todo el mundo, y lo arrastra a una vida vertiginosa, la lleva a la especulación, lo trastorna y arrebata en una incesante lucha, con necesidades crecientes, con ambiciones cada vez mayores, en que el dinero es el único medio y el único fin. La industria, pequeña todavía, que sin embargo lo intenta todo y que fabrica espejos, mosaicos, pasamanería, paños, tejidos, tapicerías, carruajes, aceite, todo, todo lo necesario, todo, todo lo superfluo, hasta billares y barniz; artificial y de vida precaria en muchos ramos, pero en otros exuberante y sólida, llena de salud y porvenir. Y las profesiones liberales, con sus costumbres aparte, su psicología especial, como es especial la de sus comerciantes. Médicos, abogados, ingenieros, hasta artistas, envueltos en especulaciones de Bolsa, en sociedades   —70→   anónimas, en industrias agrícolas y ganaderas, haciendo entre cura y cura, entre pleito y pleito, entre plano y plana, operaciones bancarias, compraventas de tierra, de ganados, de cosechas. Y la turba de empleados públicos, ignorantes de la administración, refugiados por ineptos en las oficinas gubernativas, esperando una ocasión para hacer dinero: un secreto adivinado, una alta protección, un servicio inconfesable. La inmensa y doble centralización, una dentro del país, la capital; otra dentro de la capital, la city; hoy desde Callao al río y desde Alsina a Cuyo o Corrientes.

Se interrumpió. Las dos damas, madre e hija sin duda, iban a bajar del tranvía, y lo saludaban con una ligera inclinación de cabeza.

-¡Indudablemente es muy linda! -exclamé.

Me miró sonriendo, se encogió de hombros y continuó:

-Todo es curioso. El raro concepto que existe de la autoridad, que no toma para nosotros contornos respetables, en lo que nos queda de bonhomía de la aldea que fuimos y que no ha desaparecido del todo. El gobierno nacional, que codeamos todos los días al salir de la Casa Rosada, que casi tuteamos; el gobierno comunal, más cercano aún, sólo temible por los impuestos; las cámaras, cuya vida íntima conocemos de pe a pa, y de cuyos miembros habla el almacenero de la esquina como si se hubieran criado juntos, lo que suele ser cierto; la policía, más temida porque en otro tiempo solía hacer sus barrabasadas, pero no menos burlada por eso. ¡Y ya ves si hay tela en qué cortar!

-¡Y tanta! -exclamé.

-Lo que aquí sucede toma contornos propios, característicos, tanto en las manifestaciones de la vida pública como en las privadas. La beneficencia, que gasta al año enormes sumas, pésimamente invertidas en la generalidad de los casos; la instrucción primaria que, después de muchos tanteos, parece por fin tomar rumbo; la instrucción secundaria que deja a los muchachos tan ignorantes como si nada hubieran estudiado, y las facultades, que suelen limitarse a dar certificados de sapiencia: la de derecho, escolástica, metafísica, superficial; la de ingeniería que sólo abre el camino para que puedan estudiar y saber los que quieran, después de recibidos; la de medicina, donde todavía reina anarquía   —71→   de escuelas, de modo que el alumno tiene que tomar partido. Y la vida privada en sus múltiples manifestaciones, desde el conventillo hasta el palacio, desde las familias del país o ya aclimatadas hasta los que no se han despojado aún de las costumbres que trajeron de su tierra según la raza, la religión, los medios económicos, la educación, hasta la moda del momento, en un cosmopolitismo actual que es una verdadera maraña, pero que tiende poderosamente a la homogeneidad futura dentro de cada clase, porque como habrán notado, ya se fundan aristocracias, sobre bases tan falsas cuanto injustas.

-Tu plan de estudio -dije-, es demasiado vasto para que podamos recorrerlo ni aun superficialmente en un año entero. Y ya sabes que apenas tenemos más de un mes. Yo no renuncio a ir a Europa.

-Algo veremos, y peor es nada. Claro que para hacer un estudio profundo y concienzudo se necesita tiempo, mucho tiempo, y sobre todo conocimientos especiales, que ni tú ni yo tenemos... a menos que te hayas hecho un sabio en la estancia.

(Concluirá)



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