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ArribaAbajo Los orientales

Víctor Arreguine


Gente española descubrió el Uruguay, y como pereciesen bastantes en un desembarco, a manos de los aborígenes, ni entonces ni en lo sucesivo se procedió a la comedia de arrancar puñados de pasto, girar en el aire las espadas y tomar posesión del territorio en nombre del rey.

El país estuvo abandonado dos siglos, pues no ofrecía aliciente a los buscadores de Ofires. La primer tentativa de colonización -si tal puede nombrarse un fortín, antes que se elevase vivienda española en todo el atlántico del sud- fue arrasada por los indígenas.

Fundada Buenos Aires, al otro lado del río, hubo nuevos intentos de erigir villas en la Banda Oriental, pero tampoco prosperaron. La gran tribu bélica de los charrúas, con sus hachas y boleadoras de piedra, señoreaba el largo del Plata y dificultaba su conquista.

A la luz de la leyenda -prosa y versos de soldados y frailes-, combaten sin cesar, con sombrío furor, los hombres de las hachas de piedra, y en tales fabulosas páginas cualquier tribu vale por Troya y cualquier cacique sale hombro a hombro con Eneas.

La concentración de los conquistadores, desde el siglo XVI, se operaba hacia el Oeste y tomó fuerza con la fundación del Sacramento   —82→   por los lusitanos, viéndose de allí en adelante guerras e incendios en los contornos de la ciudad del contrabando, disputándose algo menos de una legua de tierra -en tanto que el resto del país permanecía salvaje- españoles, lusitanos e ingleses, con fortalezas y navíos.

Grandes naves calaban las aguas del Sacramento o la Colonia. Naves inglesas, portuguesas, holandesas. Importaban negros esclavos, manufacturas y armas de Europa, sedas de la India, té y porcelanas de la China, especias de Molucas, de que surtían al continente clausurado al comercio, y exportaban, en cambio, sebo, cueros y crines. Guerras y tratados con Portugal para recuperar la Colonia, inútiles. Apoyado por Inglaterra el intruso planeó señorear nuevos territorios baldíos, y a ese fin ocupó por armas y flota la desierta bahía de Montevideo. De allí logró echarlos el español y alzar villorrio socorrido de fuerte. ¿Debemos decir que cualquier casa de comercio de la época podía enorgullecerse de estar más poblada que el villorrio? Vino, sin embargo, a engrosarlo, al poco tiempo, desde la península, un cargamento de gallegos que los temporales no quisieron hundir...

La lucha con los portugueses no amainó, y al cabo estos, por habilidad y diplomacia, se quedaron con Río Grande, grande como un reino europeo, templado de clima, y aunque montañoso propio para ganados. Perdió también España parte de las Misiones, el Guayrá y Matogroso.

En su génesis, la conquista española recordaba poco o nada un poder central. Sus tropas, ni cultas ni moderadas. Antes bien hombres de presa y delincuentes arrancados a los presidios.

Nada más desemejante que los fanáticos y honrados compañeros de Penn y los aventureros de Carlos V. Iban estos por donde les placía y en nombre del rey asaltaban imperios y ciudades.

Sin nociones de humanidad, ni ideales de ninguna especie, traicionaban y mataban a los indígenas con igual despreocupación que si estuvieran dormidos y soñando. Ni los ríos de plata, ni la estupenda majestad de las montañas, despertaban asomos   —83→   de admiración en estos hombres de pura vida interna. Y cruzaban eriales a las mismas aves ingratos, bosques de nocturna oscuridad, ciénagas habitadas de caimanes, abatiendo naciones con las espadas. Ni eran mejores entonces las costumbres de los Estados que las particulares, siendo en ellos la lealtad, extranjera. Un cristianismo degenerado encubría hipocresías peores sin comparación, que las paganas. ¿O tenían algo de común los asesinos de la Inquisición con el riente escepticismo ciceroniano?

La brutalidad germánica había segado todas las flores del Imperio: gracia, delicadeza, poesía. Pan era un diablo; diablos las divinidades de la infancia del mundo, las deificadas fuerzas. El diablo, católico o protestante, asomaba su silueta sulfurosa por toda aquella tiniebla que el reciente descubrimiento de las Indias Nuevas iba a tocar de rosicler.

La ciencia sepultada bajo siete piedras. Epicuro vagando, a modo de sombra infernal, en el Oreo dantesco. Los sabios devoraban leñosa corteza aristotélica. Del crimen se redimían los mortales con bulas y teorías de gracia.

¿Qué guerreros podían salir de una semejante sociedad?

Al Plata vinieron gentes menos bruscas y la conquista no pesó con el horror de la tragedia, siendo acaso el cargo más fuerte imputable a los dominadores, sus estrechas miras fiscales. «Es preciso confesar, dice el virtuoso sacerdote revolucionario Juan Ignacio Gorriti, que el gobierno español, después del francés, fue el menos tiránico. Sería honorable para la nación española y consolante a la humanidad, poder contribuir esta lenidad comparativa a un resto de pudor y de amor a la justicia, que no le permitía los refinamientos de tiranía que ejercen otras naciones en sus colonias. El pueblo americano estaba educado en la ignorancia más estúpida. Si se hacía ostentación de algunos establecimientos literarios, era para hacer perder su tiempo e inutilizar a la juventud en el estudio de ciencias estériles. Las matemáticas, la física experimental, la geografía, el derecho público, la economía política, la ciencia de la legislación, eran materias   —84→   proscriptas en las universidades. Los libros que trataban estas materias nos eran prohibidos inquisitorialmente en nombre de la religión. Se sospechaba de la creencia de los que a escondidas se atrevían a leerlos. Las costumbres no eran mejor tratadas que las ciencias. Se fomentaban ciertas prácticas minuciosas y se decuidaban las de una virtud sólida. Un hombre que se inscribía en todas las cofradías y hermandades, que oía todos los domingos misa y frecuentaba sacramentos, era aceptado por ejemplar, aunque fuese un avaro injusto, aunque desease ganancias sórdidas y defraudase al jornalero del precio de su trabajo; aunque fuese un marido duro e intratable, un padre cruel, ciudadano indolente y amigo infiel. Por medios indirectos se fomentaba en los americanos la pereza y con ella los vicios que la siguen, trabando los progresos de la industria y poniéndonos en la necesidad de miserables pisando las riquezas».

Poco prosperó la Banda Oriental bajo los españoles. Cala sobre sus villorrios la sombra del poder militar. Las playas, llenas de guardacostas; el litoral, sin un faro, de suerte que las noches en las riberas se asemejaban en su soledad a las noches primitivas.

Las mercaderías de España llegaban aquí por el camino del Perú, trepando el Ande. La inteligencia sin libros hacía juego con los campos incultos, casi sin un arado. La sociedad, dividida en castas. Media población, negros de lanuda cabeza, esclavos. La otra mitad, o poco menos, gauchos o jinetes pasiores. Y rigiendo a estas 25 ó 30 mil almas, medio millar de funcionarios; dos o tres mil soldados. Los gauchos, enemigos de toda autoridad, formados a los rigores del clima, sintiéndose libres en sus desiertos, acabaron por rebelarse contra los españoles; pero antes ocurrió lo de las invasiones inglesas que rindieron a Montevideo y a casi todo el país, abandonado al fin por capitulación de su general en las calles de Buenos Aires.

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La revuelta de los nativos estalló en los campos de Asencio. V. Benavídez era un intrépido ambicioso. Entró al servicio de España y fue ascendido a cabo; pero el cabo no se sentía a gusto y le fastidiaba verse entre locuaces gallegos y maldicientes catalanes.

Reía para sus adentros viendo los oros del general de su guarnición y la faz ceñuda de sus jefes, y en cuanto el vecino Pedro Viera le habló secretamente de algo que en secreto sabía, vio acercarse el tiempo que amaba.

Viera le enseñó letras de Artigas, nombre que resonaba en los campos. Se le sabía tratando con la Junta de Mayo, tratando de levantar en la región una tempestad de aceros. Y aquella carta, dirigida al comandante militar del pago, don Román Fernández el injustamente sumergido en el olvido, hombre circunspecto, valiente y buen patriota, no dejaba dudas, pues ordenaba sublevarse en las cuchillas, fuese con un hombre, fuese con mil. La carta pasaba de mano en mano, sin temor de traiciones, y cada paisano que la oía leer o la leía quedaba conquistado para la causa. Hartos estaban de gobierno español. Ni olvidaban la campaña de los criollos del pago de Mercedes contra los indios charrúas, invencibles para el español en siglos de lucha; ni cómo ellos, trepando en sus potros, tras un galopar de dos días y dos noches habían vencido a la tribu, pecho a pecho, y degollado a sus caciques entre los pastos. Esto los erguía y lo de haber peleado contra el inglés, mientras todo un virrey de las Españas huía. Menospreciaban al español y escupían cada vez que se encontraban con uno de sus titulados señores. Las cosas se hicieron según indicaba la carta. La guerra costó poco a los gauchos.

A mucho perder, perderían 1000 hombres en 3 años de guerra, bastando tres combates serios -dos en tierra y el otro en el mar del Buceo- para dar buena cuenta de la dominación.

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Los argentinos costearon en gran parte la campaña de la Banda Oriental. José Artigas, viejo blandengue, cuyos años viriles corrieron en los campos salvajes, no amaba la civilización de las comodidades, vale decir de las ciudades, inclinadas al orden, aunque fuese un rey quien mandara.

Nacido «el Oriente» -como llamaban a esta tierra sus hijos- dos siglos más tarde que el país argentino, carecía de una clase social de alta cultura, de bienes y de propio poder. Sin fortuna, sin aristocracia, el país de los gauchos repudiaba toda intención monárquica. Era un estado anárquico lo que por ley natural debía surgir entre esa gente sin tradiciones de gobierno y que aún no hacía un siglo estaba asentada sobre el país. ¿Gobierno? Los cañones de las plazas fuertes de Montevideo, Maldonado y la Colonia. Más allá del tiro de cañón, toda autoridad, a no ser la del coraje, irrisoria. Tomados los cañones, ya no había tutela. Este era, más o menos, el confuso presentimiento de aquel pueblo. Varias generaciones vivieron y murieron de Garay a Zabala, padres de las dos metrópolis platenses, y en tanto la Pampa de Buenos Aires era hollada por jinetes pacíficos en 1600, en 1800 apenas se veía otra cosa que bosques silvestres, ganados sin dueño y bandas de perros cimarrones en las campiñas de «el Oriente». Artigas simbolizaba, pues -sin ser inculto- el héroe de poncho, igual que, el héroe de Salta o Entre Ríos en su misma época. Y sin embargo, titulándose «Protector de los pueblos libres, plantea el problema formidable del futuro, él antes que nadie, intentando imponer ásperamente su solución y su hegemonía local a las clases ilustradas de Buenos Aires, oscilantes entre la democracia y el reino. Gobierno democrático, representativo, federal; libertad de cultos; amplia difusión del saber, eso pide el displiciente jefe de lanzas. Los otros caudillos de provincia, suerte de reyes bárbaros, adhieren a los planes de este enorme caudillo y dan al virreinato antiguo el aspecto del Caos. ¿No debería llamárseles, antes que bárbaros, históricos señores feudales   —87→   de las Indias Nuevas? Maldecirlos ¿no es maldecir también las leyes de la evolución humana?

No guerreó solamente contra el directorio el jefe oriental. Peleó asimismo contra los portugueses, conquistadores de su tierra. Ellos echaron al quemadero miles de veteranos. En un lustro de guerra la comarca perdió el 50 % de su población viril. Se riñeron centenares de acciones. Con razón, en cada surco de la tierra oriental socavado por las lluvias, se ve aún el plomo de sus peleas. Derrotado su postrer girón de batallas, pasó el Protector a los campos de Entre Ríos, a exigir obediencia a uno de sus aliados, que acababa de imponer a la metrópoli el federalismo por la victoria. Pelearon. Vencido el viejo Protector, se refugió en el Paraguay, donde se entraba para no salir, y en esta China americana vio acercarse las grandes sombras del olvido y de la muerte.

Heredó el Brasil a Portugal en sus dominios americanos. 33 orientales, acaudillados por Lavalleja, héroe de la vieja guerra, iniciaron la nueva contra el Imperio. F. Rivera, engañosamente adicto al conquistador desde que su país fue enteramente subyugado, se pasó a los suyos, dando con ello seriedad a la revuelta. Un congreso proclamó en las cuchillas la independencia local y la anexión del país a los argentinos, quienes, agitados por los federales, bando de un nacionalismo furioso, acabaron por ser parte en la contienda. La flota imperial bloqueó en el acto a Buenos Aires que halló medio de formar marina. Esta marina, bisoña y audaz, supo cubrirse de gloria en el estuario, en los ríos y en el mar brasileño. En los campos de Ituzaingó, una sola batalla, precedida, y seguida de combates, resolvió el arduo pleito. La terquedad y soberbia del emperador prolongaron un tiempo la paz belicosa que siguió a la rota de sus armas. Los intereses mercantiles y usurarios de la Gran Bretaña, el cansancio de los   —88→   beligerantes, la conquista de las Misiones por Rivera, y, finalmente, la indisplina, de la gente oriental, convirtieron la tácita tregua en paz definitiva, y el debate sobre posesión en declaratoria de independencia de una nueva república.

Ni Portugal ni el Brasil pudieron hacer algo en provecho de la comarca, mientras la dominaron. De ellos no quedó influencia alguna, y apenas si al idioma incorporose el nombre de una moneda de cobre. Dominio todo militar. Las hijas del país no se casaban ni con portugueses ni con brasileños, llevando su fidelidad patriótica hasta el sepulcro por un novio muerto en la guerra.

Los dominadores importaron una causa de degeneración: la caña. Muchos gauchos se volvieron dipsómanos, haciéndose con esto más sanguinarios.

Diose la república una Constitución calculada para los ricos y el clero. Tal carta, madre de dictaduras y madrina de demagogias, fue jurada por el pueblo ignorante de su contenido. ¿Qué podía saber el pueblo de esta clase de códigos si no sabía leer y sus propios constituyentes carecían de luces, debido al atraso colectivo y a cuatro lustros de pelea?

La nación de los acantilados y las ondas atlánticas, que parecía por su ubicación hecha a soñar el imperio marítimo, continuó siendo arena de gauchos batalladores.

¿Qué de extraño, si aún hoy, con caballos sin enfrenar, riñen los gauchos sus combates ecuestres?

Casualidad fue que la vida autónoma no se iniciase con arroyos de sangre. Los bandos movilizaron sus fuerzas y sólo las contuvo el temor a la prevista intervención de los vecinos.

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De los dos caudillos, el menos liberal asumió el mando provisorio.

La primer presidencia efectiva se la llevó Rivera, hombre en su exterior grave como un templo, y en su interior festivo, amante del placer, enamorado de la Acción. Tal solían ser también los gauchos, fugitiva sombra sangrienta, no sin claridades tempestuosas. Lloraban en sus guitarras desdenes; pero cuando se presentaba el peligro lo acuchillaban, hombre o perro hidrófobo.

Rivera gobernó «sin cobrar ni pagar a nadie». No miraba el dinero. Todo lo daba: ajeno o propio.

Su émulo Lavalloja, aliándose a Oribe, tentó derrocarlo, pero tracionando por su torvo compañero, hubo de salvar ríos a nado, y confiar su vida a la protección de los montes. De su falta de lealtad le vino a Oribe la segunda presidencia que perdió guerreando contra su antecesor. Rivera, nuevamente en el mando, aliose a la Francia que exigía a Rozas el cumplimiento de sencillos deberes internacionales, y viendo su tierra invadida, no sólo humilló con un torbellino de lanzas las armas del dictador terrible, pero invadió a su vez a Entre Ríos y presentó batalla a fuerzas muy superiores y aguerridas de la Confederación, mandadas por Oribe, servidor de Rozas. Quedó deshecho, y su rival no paró hasta el Cerrito de Montevideo, desde donde, titulándose «presidente legal», reclamara sus tres meses de presidencia perdidos años atrás en un mal de sangre. Con escaso arrojo tomara la plaza defendida par cortos centenares de negros. Mas, desperdiciada la ocasión, sus 20.000 soldados -incluidos los de Urquiza- el mayor ejército que hasta entonces se viera en la América del Sud- se habituaron a vivir frente a la plaza visitada por el fantasma del hambre y a diario retemplado por héroes y a poco defendida por legiones de residentes italianos, argentinos, franceses. ¿Héroes? Ciertamente. Allí alientan José María Paz; Melchor Pacheco, el Bolívar local, Chimborazo de entusiasmos, Ares desde el ministerio de la guerra; Thiebaud con sus intrépidos franceses; y con sus italianos de ardiente corazón, el mayor de los corazones itálicos, como si toda su camiseta roja fuese toda ella un corazón. ¿Y aquel teniente, grave y alto, que murmuran comparte sus horas entre una batería y las Musas familiares?   —90→   Grande será su surco en la tierra argentina. Será legislador y general y presidente, y traducirá a Horacio. En verdad, esta lucha de Montevideo, es el combate de la poesía y la prosa. Melchor Pacheco, Mitre, Garibaldi, Francisco Acuña, versifican. Tal vez el mismo Thiebaud busca una rima mientras los asados chorrean grasa en el campo contrario y el chimango avizor traza sus curvas sobre la hoguera federal.

Fuerza será, no obstante, advertir que la prolongación del asedio, antes que a motivos bélicos fue debida a causas no bélicas. Tales: que los sitiadores monopolizaban la venta del ganado siete mil leguas de campiñas; que el clima y el país los alaban.

Eran la horda y con la borda, el saqueo. Sangrientos guerreros, fatigados por combates y travesías por desiertos de pajonales y espinoso cardo, experimentaban en aquellas horas el amoroso yugo de la comarca: la bahía azul; floreal y fructidor; la caricia del mar; la música de las brisas; el rielado de las brillantes ondas; el sol en las armas; las polvaredas en los caminos.

Hombres de la selva, la llanura o la montaña, bien se hallaban en la región de las colinas, sobre un montículo, con la rapiña y la abundancia. Mitad bandidos, mitad poetas, gustaban del ondulante trebolar, del silbo del errante tordo fantaseador. La vida bella en la Naturaleza bella, cuando era sabor americano todavía el de la tierra americana.

Muchos Aquiles tenía Oribe. Ningún Néstor y menos algún prudente Ulises. No se parecía al reyecito del cerro de Troya, pues se resignaba con su «presidencia legal» en las laderas del Cerrito. Jamás mordiérase los puños, seco buitre zahereño, frente al centelleo de los astros. Montevideo triunfó de la prueba y el día que puso fin a sus guerrillas, con un generoso «no hay vencidos ni vencedores», juntando sus armas a las de Urquiza, marchó a derribar el ídolo rojo de los que no concibían la humanidad fuera de sí mismos.