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ArribaAbajo Los derechos de la salud

Alfredo A. Bianchi


Con motivo de una crítica del señor Adolphe Brisson a propósito de una obra del señor Pierre Wolff, suscitose últimamente en París una polémica, en la que intervinieron, entre otros, el aludido señor Brisson, Henri Bernstein, Albert Guinon y Henri Bataille.

El señor Brisson reprochaba a la generación nueva de autores dramáticos su inmoralidad, su indiferencia ante el vicio o la virtud. Contraponía a este teatro, el de Augier y Dumas y hasta el de Meilhac y Halevy, Sardou y Henri Becque. Y concluía diciendo que el teatro no debía proponerse un estudio impasible de la vida, considerar el animal humano como el sabio observa putrefacciones en el campo del microscopio, indiferente a todo otro cuidado que el de anotar fenómenos, sino que tenía un rol menos humilde que cumplir: retratar los individuos, seguramente; pero, al mismo tiempo, despertar la conciencia del público, remover las fuentes de emoción que brotan de su corazón cuando se sabe golpearle en buen sitio, proponerle ejemplos, inspirarle el odio por la villanía y el egoísmo, el gusto de la honestidad, la idea justa y sana de que todo no es podredumbre acá abajo, que existen otras alegrías más delicadas que la feroz satisfacción de nuestros apetitos y que es bello alguna vez inmolarse a una idea, a un principio, a un escrúpulo...

Henri Bernstein, el notable autor de la Rafale y La Griffe, interpretando los sentimientos de sus colegas atacados, decía: «Sí, querido señor, vicio o virtud... Yo no odio el vicio. No escribiré, jamás una pieza que glorifique la virtud o que ataque un artículo del Código, ni tampoco que ataque o glorifique cualquier cosa. La vanidad de esos sermones laicos me hace sonreír; se me crispan los nervios ante el ruido bien conocido de las puertas desde largo tiempo abiertas y, que se pretende   —88→   aún abrir; honro el hecho raro, obscuro, ese momento de la vida, ese nudo de la cadena, ese minuto brutal, pero que es necesario tomar con todo lo que le rodea de existencias perturbadas y de almas puestas al desnudo. En fin, creo que los optimismos falsos, las abnegaciones sin amargura, los irreales triunfos de lo justo y de lo bello, son atentados contra el arte, insultos a la miseria humana y acciones impías.

»Usted admitirá que el teatro de los señores Guinon, Bataille, Coolus, Fabre, Picard, Tristán Bernard, (elijo entre la generación inculpada) respira una igual indiferencia, un igual desdén. Es que mis colegas son artistas y no profesionales. En ellos, el artista se inclina con una ternura compasiva, con una despiadada curiosidad hacia las pobrezas, las pequeñeces, las indecisiones, las torpezas, los inconfesables dolores y los remolinos fangosos del corazón de los hombres.

»Y el autor dramático sabe que la pasión, la ambición, la envidia, los celos, la sed de lucro, forman los resortes eternos de la actividad humana, que las purezas y las noblezas llevan derechamente a la beatitud y que un ser lilial y contemplativo sería un ridículo personaje de teatro.

»Somos touristas en busca febril de pintoresco. Soñamos extraños senderos apenas abiertos. El alma sin desfallecimientos de un perfecto hombre honrado, se asemeja a una bella avenida muy recta que nos fastidiara un poco...».

A su vez, el señor Guinon decía:

«Vemos en el teatro la consecuencia de la evolución de las costumbres... Una tendencia general de la educación y un movimiento general de las ideas, nos llevan a disminuir, a atenuar la responsabilidad humana. El asesino, el ladrón, el sátiro, o más simplemente, el hombre falto de delicadeza, incorrecto, son considerados como irresponsables. Ahora bien, nosotros como dramaturgos, somos el reflejo de nuestra época. Educados, crecidos en esta atmósfera de escepticismo y de indulgencia, es natural y lógico que escribamos obras inspirándose menos en la moralidad que las obras de épocas más disciplinadas y más rigurosas. Y por la misma razón esencial y profunda, el público no siente casi la necesidad de una sanción moral agregada a su placer intelectual».

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En vista de las discusiones ha que ha dado lugar la representación de la última obra del señor Florencio Sánchez, Los derechos de la salud, hemos juzgado interesante y útil el extractar largamente esta polémica, pues como se ha dicho que la obra no ha triunfado por carecer de bondad, de misericordia, de amor, hemos querido dejar sentado, por boca de los señores Bernstein y Guinon, que estas obras en que los personajes tienen un no se qué de violentos e inhumanos, están dentro de la evolución actual del teatro contemporáneo, obedecen a un cambio general de las ideas.

Por otra parte, pensamos con el mismo señor Guinon, que no hay ninguna diferencia de valor entre una obra provista de sanción moral y otra privada de ella, a condición de que tanto la una como la otra, sean concebidas y ejecutadas con una conciencia igual y un igual cuidado del arte.

El señor Florencio Sánchez es el más poderoso removedor de ideas con que cuenta nuestro teatro.

Ahí están para atestiguarlo todas sus obras, desde la populachera Canillita hasta sus últimos dramas serios, El pasado, Nuestros hijos, Los derechos de la salud.

El nuevo drama del señor Sánchez nos ofrece el raro placer de un primer acto admirablemente construido -la exposición es clara y rápida-, vigoroso y emocionante, y de un tercero de una intensidad de acción y una simplicidad de medios maravillosos.

En cuanto al segundo acto, el más perfecto de los tres, es insuperable. Contiene dos diálogos entre Luisa y Roberto, los de las escenas cuarta y séptima, de una realidad completa. Aquello es un girón palpitante de humanidad. Es la vida misma, pero aguzada, afinada, filtrada por la mano del más perspicaz de los psicólogos. Eso es verdaderamente arte dramático bien sólido.

Los caracteres están presentados de mano maestra. Al leer el drama, asombra el relieve de los mismos personajes secundarios: el de Mijita, el del doctor Ramos, el de Albertina.

Se ha sutilizado sobre ciertos caracteres: los de Roberto   —90→   y Renata. Se ha creído ver el esfuerzo del autor por hacer simpáticos esos personajes, y su incapacidad de conseguirlo.

Creemos que, como todo buen autor naturalista, el señor Sánchez piensa que en el teatro, el autor debe abstenerse de toda intervención. Por lo tanto, no desea que tal o cual personaje de sus obras resulte simpático. Tomados de la vida real, con sus teorías, sus sentimientos, su estilo propio, su acento y sus tics, los traslada a la escena y allí los hace actuar, indiferente a todo otro cuidado que el de anotar hechos. Pero para arribar a esta exactitud, que es la perfección, a la desaparición completa del autor detrás de sus creaciones, es necesario conocerlas a fondo, identificarse con ellas, entrar, como se dice, en su piel: en fin, es preciso un riguroso análisis psicológico.

Y como a esta identificación con sus personajes ha arribado el señor Sánchez en sus últimas obras, parece que los sentimientos o teorías de tal o cual protagonista, fueran del autor y no exclusivamente de aquél.

Se ha dicho también que el señor Sánchez no tiene estilo. En realidad, poco importa que la forma del señor Sánchez sea buena o mala. Se trata simplemente de saber si el autor de Los derechos de la salud está desprovisto de una personalidad definida, pues en esto únicamente consiste el estilo. Y todos sabemos que no hay una sola página del señor Sánchez que no sea reconocida inmediatamente por todo el mundo.

Por las consideraciones antecedentes, habrase visto que hemos hablado de la obra considerándola teatralmente, dejando a un lado la tesis de su protagonista, cruel e inaceptable a nuestro ver, pero que, con todo, no tiene fuerzas suficientes para obscurecer las bellezas de este fuerte y sobrio drama.

Los derechos de la salud, escrito en francés y estrenado en París, hubiera obtenido uno de esos éxitos que consagran un autor y hacen que su obra dé triunfalmente la vuelta al mundo. Entre nosotros, se ha dado sólo diez noches, ¡y ocho de ellas estaba el teatro vacío!