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ArribaAbajoLección XXVI

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo.-Del derecho público internacional


SUMARIO.

1. De la SOBERANÍA. Nociones preliminares.-2. Su definición. Explicación.-3. Fundamentos de la soberanía.-4. Sus caracteres distintivos.-5. Extensión y límites.-6. Dominio eminente.-7. Dominio de los mares. Son libres.-8. Libertad de los mares.-9. Excepciones.-10. Línea de respeto.-11. Mares Mediterráneos.

1. Obedeciendo al principio de sociabilidad, el hombre que nace en la familia, que vive en la familia, pero que tiende siempre, no sólo a ensanchar todas las esferas de acción de su vida, sino a perpetuar su existencia, ligándola en constante y estrecho vínculo con las de su semejante, que dotado de la facultad de generalizar pasa de lo particular a lo general, uniendo individualidades y formando esos cuerpos colectivos que se llaman pueblos, naciones, y que unidos a su vez, realizarán el universal, al agruparse sin perder su personalidad individual, sin destruirla, pero uniéndola, armonizándola con la personalidad individual de los demás, crea una nueva personalidad general y colectiva, que, aunque en más ancha esfera y con mayor generalidad, ostenta todos los caracteres de la individual. Los pueblos, las naciones, son entidades libres, voluntarias, inteligentes, racionales; en ellas, como en el hombre individuo, hay un dualismo constante e indestructible, pero que se armoniza y unifica a un fin general; las sociedades, pues, se presentan a nuestro estudio bajo el doble aspecto de personalidades materiales y espirituales, armonizando constantemente ambos elementos para que contribuyan a la realización del fin general, del bien general, libre y racionalmente concebido y libre y racionalmente ejecutado. Consistiendo ese fin general en la suma de los fines particulares que el hombre realiza en su vida evolutiva racionalmente, dijimos que la razón presidía y dirigía la realización de ese fin general, como presidía la del particular e individual del hombre, pero que no bastando con la razón individual, porque era esencialmente igual para imponerse a seres iguales también, el Estado aparecía como razón general superior a la del individuo, y destinada, por lo tanto, a dirigirla y suplirla cuando surgía un choque, una conflagración de intereses o de fuerzas y facultades individuales en el seno de la nueva personalidad colectiva, completándose así ésta y manifestándose con todos los caracteres integrales de la verdadera personalidad, que como principio de conocimiento estudiamos en pasadas lecciones.

Pues bien, de la misma manera que el principio de personalidad con relación al hombre le hacía aparecer como un ser distinto con existencia propia, con un fin propio y con facultades, elementos y fuerzas para desarrollarse en sí y por sí para realizar ese fin con una razón rectora y directora del movimiento, que, aunque emanación y destello de la razón suprema, se manifestaba en forma limitada del mismo modo que esa personalidad, envolviendo así la materia como el espíritu, era tan inherente a la humana naturaleza, tan esencial y necesaria, que no sólo el hombre no podía cederla ni enajenarla, sino que ni aun le era dado prescindir de ella ni permitir que por nadie ni por nada fuese vulnerada, puesto que no era árbitro de cumplir o dejar de cumplir su destino sobre la tierra sin faltar a la ley del deber; de la misma manera, elevándonos del particular e individual al general, vemos aparecer una nueva personalidad, o mejor dicho, formularse de distinta manera el principio, generalizándose, ampliando su esfera de acción y la personalidad individual, sin destruirse, es a las veces sustituida por la personalidad general y colectiva que se denomina nación, pueblo. Así como la individual es autónoma, libre, racional, inviolable e inenajenable, así lo es la que hemos llamado colectiva, sólo que cuando se habla de aquélla se la conoce sólo con el nombre de personalidad, y cuando de ésta, se la distingue además con el de soberanía.

2. La SOBERANÍA, pues, será la manifestación distinta, racional, independiente y libre de una asociación general, para cumplir fines generales también.

Decimos manifestación distinta, porque de la misma manera que en el hombre individuo, a pesar de tener un mismo fin que realizar, el bien, las mismas fuerzas y facultades, los mismos medios y condiciones esenciales para realizarlos, las apariciones formales son varias y distintas en cada ser, constituyendo así personalidades, unas en la esencia, pero varias y distintas en las formas externas que revisten; de modo tal, que siendo uno el principio de personalidad, ni se confunden ni se dejan de distinguir las de cada individuo, así la soberanía, o sea la personalidad colectiva que tiene unidad esencial de fin, de fuerzas, de facultades y de medios y condiciones; en su aparición formal y externa, ni se confunde ni deja de distinguirse, formando de cada entidad colectiva y social un ser jurídico y moral perfectamente caracterizado y con facilidad diferenciado.

Racional, independiente y libre: nosotros no podemos reconocer la existencia verdaderamente hominal, ni en el individuo ni en la entidad colectiva, que se llama sociedad, sin que la razón presida y dirija todos los movimientos, todas las evoluciones, los desarrollos todos del ser hacia un fin preconstituido, el bien; independiente, porque donde no hay independencia, autonomía, donde existe un superior que no sea la razón, no hay verdadera distinción, no hay verdadera personalidad; sin esas cualidades no se comprende la soberanía libre; las sociedades, como el hombre, son activas, puesto que si no lo fueran, el hombre, en vez de hallar en el principio de sociabilidad un elemento preciosísimo de perfección y de progreso, hallaría, por el contrario, una fuerza de inercia, de quietismo, y la inacción es la muerte del cuerpo y del espíritu; siendo activas y racionales han de desenvolverse, y hallando en sí las fuerzas, las facultades, los medios para hacerlo, lo verifican en sí y por sí, es decir, en el seno mismo de la asociación y por medio de sus elementos propios, en lo cual consiste la libertad.

De una asociación general, para cumplir fines generales también: el principio de sociabilidad y el derecho de asociación que engendra, se manifiestan, como hemos visto, en formas tan múltiples y variadas, cuanto que para todos los fines de la vida, por más estrechos y parciales que sean, puede la asociación prestar elementos de realización; pero mientras sólo se trate de fines parciales, aquellas asociaciones como estos fines, formarán parte integrante del fin individual del hombre, y caerán, por lo tanto, bajo el poder de la personalidad individual; sólo cuando se trate de fines generales que abracen los individuales, que necesiten, por lo tanto, para su cumplimiento, una esfera más amplia, más general; en una palabra, una esfera que los abrace todos, es cuando la personalidad individual cede el puesto a la general o colectiva, cuando nace la soberanía.

3. Lo dicho basta para comprender el fundamento filosófico de la soberanía; hemos dicho que el hombre no es un ser perfecto sino perfectible, que tiene un fin que realizar, y que este fin es el bien absoluto, pero que para poderlo conseguir tiene que desarrollarse y desenvolverse de manera tal, que salvando las barreras de lo limitado, de lo condicional, de lo finito, se acerque cuanto esto es posible a lo infinito, ilimitado e incondicional; pues mientras así no lo haga, no podrá llegar a lo absoluto. Pues bien, para conseguir esto, el hombre tiene que pasar de lo particular e individual a lo general y colectivo y de esto al universal; si fuera perfecto, o si, como el resto de los seres, el estacionarismo fuera su carácter, estaría desde luego en el universal, o no pasaría del punto en que al Creador le plugo colocarlo; pero como no es ni lo uno ni lo otro, debe necesariamente hallar en su vida evolutiva terrena los medios para verificar sus desenvolvimientos progresivos conforme con su naturaleza, y siempre de lo menos a lo más, y ampliando, por lo tanto, todas sus esferas de acción y de desarrollo; pero como, según hemos demostrado, a proporción que el hombre más se eleva y perfecciona, más se espiritualiza, y como sea cualidad inherente a las existencias, mientras más se elevan, que con más potencia se manifieste la facultad creadora, y más y más pierdan su poderío las fuerzas materiales que destruyen, de aquí que cuando el hombre da sus primeros pasos de progreso, elevándose de lo particular e individual a lo general y colectivo, esto es, espiritualizando más su existencia, ni destruya su vida individual, ni prescinda de su personalidad particular, muy al contrario, ligándolas con la general y colectiva las hace más ricas y poderosas, de la misma manera, creada la personalidad colectiva, soberanía, por virtud del principio de sociabilidad, necesario al hombre para realizar su destino, esta nueva creación no desaparecerá, aunque aparezca un día la personalidad universal. Podremos, pues, decir, que el fundamento de la soberanía está en la naturaleza esencial del hombre y en los principios de conocimiento que sirven de base y sólido cimiento al derecho.

En la naturaleza esencial del hombre, porque ésta exige que el hombre en su vida de perfeccionamiento y de progreso indispensable para la realización de su fin ulterior, ensanche y engrandezca todas las esferas de acción de su vida, pasando del particular al general sin destruir aquél, y creando al lado de su personalidad particular su personalidad general, en los principios de conocimiento, porque si el hombre no fuera un ser sociable, si debiera vivir, aislado y solo, jamás ostentaría otra personalidad que la individual; o creada la general, desaparecería aquélla absorbida en absoluto por ésta, como de cierta manera aconteció en la antigüedad.

4. Claro es que la soberanía, la personalidad colectiva de una asociación general, envolviendo la personalidad individual en todas sus formas, en todas sus manifestaciones integrales y de relación, pero sin destruirla, debe tener una esfera de acción tan general, tan amplia, que abrace cuantos elementos, medios y condiciones sean necesarias para la realización de los fines generales de la asociación, y de los particulares e individuales que en aquellos se encierran; por lo tanto, cuantos principios de conocimiento hemos señalado como orígenes y generadores del derecho absoluto y del derecho concreto y positivo, otros tantos se encierran en la soberanía y forman sus caracteres distintivos.

Así, pues, por razón de los tres principios generadores del derecho, el de personalidad, el de sociabilidad y el de propiedad, la soberanía se distingue con libertad y con independencia, se rige racionalmente, y por lo tanto, es autónoma: puede relacionarse socialmente con otras naciones soberanas también en relaciones de igualdad, y se apropia cuanto es necesario para que su existencia sea duradera y pueda así llenar todos los fines que le están asignados en el concierto armónico de la humanidad: por razón de los derechos absolutos que de los principios indicados emanan, la soberanía significará el ejercicio del de libertad, esto es, que se podrá desarrollar en sí y por sí, dictando todas las leyes que su razón le dicte para proteger el movimiento y hacerlo fructificar; la soberanía será esencialmente igual, y por lo tanto, no podrá legítimamente recibir las imposiciones de otra soberanía, de otra nacionalidad, sino que sus relaciones deberán ser recíprocas e iguales; tendrá el derecho de asociarse con otras entidades de su misma especie para engrandecer los fines generales que realiza; finalmente, podrá usar del derecho de apropiación sobre el territorio, y tendrá sobre él el dominio que los autores llaman eminente y que nosotros podremos llamar supremo.

Es indudable que siendo estos los caracteres distintivos de toda soberanía, cuanto las naciones en virtud de ella hagan para sostener esos caracteres, sin por eso atentar a la soberanía característica de otras naciones, será legítimo, justo, digno de respeto y de consideración; atentar a esos caracteres distintivos, tratar de amenguarlos será un acto de agresión injusta, ilegítima, reprensible, que podrá en ocasiones autorizar a la nación que de ella es víctima a repeler la fuerza por la fuerza; un caso de legítima defensa colectiva, idéntico y tan caracterizado como podrá serlo la individual, de que a su tiempo nos ocupamos, y véase por qué el sostener un ejército, el dictar leyes, batir moneda, administrar justicia, cobrar y administrar los impuestos, sostener una armada marítima, y en fin, darse una nación la forma de gobierno que tenga por conveniente, se han mirado como los principales derechos eminentes de la soberanía.

5. La soberanía se extenderá, no sólo por todo el territorio sometido a su dominación, sino que dentro de él y con relación a sus habitantes podrá ejercer todos sus caracteres distintivos y todos sus derechos eminentes, y está limitada por las fronteras, pues no puede ejercer función alguna en territorio que no le pertenezca, salvo el caso de exterritorialidad o si tratados especiales permiten el ejercicio de algunos derechos, en cuyos tratados, por punto general, se observa la más estricta reciprocidad.

Así, pues, el derecho de extradición, el de que las sentencias dadas por los tribunales de una nación tengan fuerza en otra, no significa que la soberanía de un país salve sus límites, sino que ha mediado entre ellas un convenio, al que en derecho internacional público se da el nombre genérico de tratado.

Por punto general, los límites del territorio donde cada nación puede ejercer su soberanía están previamente fijados y constituyen las fronteras de cada nación, por más que en la designación de límites suelen ocurrir cuestiones internacionales, no es difícil fijarlos ni llegar a un acuerdo. Donde la verdadera dificultad existe, como veremos luego, es en la designación de los límites a que en los mares se extiende la soberanía.

6. Como consecuencia de la soberanía sobre el territorio que le está sometido, es el dominio eminente o supremo que ejerce aun sobre la propiedad privada de los extranjeros, ya para dictar las reglas a que ha de obedecer en su forma, maneras de ser, transacciones de que puede ser objeto, cargas que sobre ella puedan pesar, ya para modificarla, variarla y aun expropiar a sus dueños por causas de pública utilidad, causas de guerra o necesidad legítima.

7. Hemos dicho que las cuestiones respecto a territorialidad no son difíciles de fijar cuando se trata del territorio encerrado en límites y fronteras, pero que es una de las cuestiones internacionales que encierra más gravedad cuando se trata de lo que se llama el dominio de los mares, al cual han aspirado muchas naciones245.

Filosóficamente hablando, y según los principios del derecho natural, las vastas soledades del Océano no son, no pueden ser, objeto de apropiación por parte de nadie, la estela que dejan los buques al surcarlas se desvanece tan pronto como se abre, sin que quede en las movibles olas rastro alguno de poder ni de dominación, y donde no puede quedar señal ninguna permanente del poder del hombre no es posible ni posesión ni propiedad.

8. Iniciada la cuestión del dominio de los mares bajo el punto de vista científico por Selden246, y contradicha por Grocio247, algunas naciones han querido reservárselo, pero estas pretensiones, contrarias, como hemos dicho, a la razón y al derecho natural, han sido abandonadas aun por los mismos que con más calor las defendieron y más pensaron aprovecharse de ellas.

9. Hoy, pues, la máxima sancionada por la ciencia y aceptada por todos los pueblos cultos, es que los mares son libres y que nadie puede sobre ellos ejercer dominio; pero entiéndase que hablamos del Océano, y que la regla general tiene las excepciones siguientes: 1.ª La línea de respeto que corresponde a cada nación por razón de sus costas. 2.ª Los mares Mediterráneos. 3.º Los mares interiores que bañan costas de distintas naciones.

10. 1.º Línea de respeto: es innegable que extendiéndose la soberanía por todo el territorio, las costas, como parte integrante de él, están sometidas a ella; pero bañadas las costas por mares que en el flujo y reflujo suelen dejar extensas playas unas veces, mientras otras las aguas lamen el límite terrestre, pareciendo que esa parte no puede segregarse a la soberanía de un pueblo, y además que debe haber una zona de mar en la que por seguridad de los pueblos se deba ejercer aquélla, se ha convenido casi universalmente en dejarles una extensión desde las costas mar adentro, que sometida a la soberanía, se denomina línea de respeto; pero si en interés recíproco y común de todas las naciones marítimas se ha sancionado este acuerdo, y la línea de respeto, así como el territorio, pueden considerarse como sometidos al dominio inminente del Estado, no existe igual acuerdo respecto a la extensión que desde la costa debe otorgarse a la línea de respeto, pues mientras unos pueblos han convenido que se extiende a cuanto la vista alcanza mar adentro desde la costa, otros la señalan hasta tres leguas, y otros adonde alcanza la bala de un cañón248.

Ninguna de las tres medidas es exacta; la vista varía, las leguas no son iguales en todos los pueblos, y hoy el tiro de un cañón es sumamente variable, merced a los progresos de la artillería; para dar fijeza, especialmente a las dos últimas medidas, sería necesario designar las leguas por el número de metros, y el trayecto de la bala, señalando las dimensiones y clase de la pieza de artillería.

11. 2.º Mares Mediterráneos: parece natural que estos mares pertenezcan a las naciones que los circunscriben; por una parte la línea de respeto de una y otra costa pueden casi tocarse, por otra la seguridad interior de cada nación exige que se le reconozca cierto dominio sobre estos mares; pero por punto general se atribuye el dominio sobre ellos a la nación cuyas costas cierran la entrada, sobre todo si está dominada por las baterías de la costa.

12. 3.º Mares interiores que bañan las costas de diversas naciones, pero en los que no se puede penetrar sino por un paso comprendido dentro de la línea de respeto de una de ellas; realmente y según las prescripciones del derecho natural y de la razón, parece que el dominio eminente de estos mares debía corresponder a las naciones que con sus costas cierran estos mares; pero sobre esta cuestión hay otra tan debatida como importante, que consiste en asignar los derechos que competen a la nación cuya línea de respeto cubre la entrada de esos mares. Algunas han pretendido no sólo tener el dominio en sus aguas, sino el derecho de cerrar la entrada y prohibir o permitir, según su voluntad, la entrada y salida de los buques: en buenos principios de derecho parece que el que la entrada de un mar interior esté dentro de la línea de respeto de una nación determinada, no puede ser jamás causa bastante para que ésta se atribuya la facultad de dominar las costas de las demás, e impedir, según su voluntad, el comercio con las otras naciones, todo lo que puede concedérseles es el derecho a que su línea de respeto no sea violada, y aun el de imponer ciertas gabelas a los buques que penetren por ellos como en reconocimiento de su soberanía; pero entre esto y cerrar esos mares al comercio y pesar sobre las demás naciones costaneras, hay una notable diferencia. Estas pretensiones han sido sostenidas por la Sublime Puerta respecto a los Dardanelos, y la Dinamarca, en virtud de tratados con las principales potencias, cobra un derecho por el paso del estrecho del Sund, que es el único que se cobra en Europa249.

Fuera de las tres excepciones marcadas, no existe ni puede existir dominio sobre los mares.




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Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo. Derecho público internacional


SUMARIO.

1. Vida de relación entre las naciones.-2. De los TRATADOS.-3. Qué sean.-4. Entre quienes pueden celebrarse.-5. Por qué causas pierden su fuerza.-6. 1.ª Trascurso de tiempo.-7. 2.ª Falta de objeto.-8. 3.ª Violaciones del tratado.-9. 4.ª Muerte de una de las partes contratantes.-10. 5.ª Cambio de gobierno.-11. 6.ª Duración ilimitada.-12. 7.ª La Guerra.

1. Hasta ahora nos hemos ocupado de los pueblos, de las naciones como personalidades colectivas que viven en sí y por sí; pero al designar los caracteres distintivos de la soberanía o personalidad jurídica de esas entidades colectivas, vimos que no sólo vivían la vida individual interna propia de cada pueblo o nación, sino que natural y necesariamente la exteriorizaban, y al hacerlo se ponían en relación con otros pueblos, con otras naciones, no de otro modo que el hombre, en su exuberante vida individual e interna, exteriorizaba también su acción y se relacionaba con su semejante, realizando así el principio de sociabilidad y ejerciendo el derecho de asociación.

Principio inherente a la naturaleza esencial del hombre el de sociabilidad, condición absoluta (derecho) para la realización de su vida externa el de asociación, el hombre no puede prescindir de la una ni del otro, y se crea la sociedad con todas sus cualidades propias y necesarias y con todos los elementos esenciales de vida y duración.

De la misma manera las naciones, consideradas como personalidades y viviendo por el derecho y debiendo realizar el derecho, reconocen como principio de su existencia la sociabilidad, y como condición absoluta la asociación, y obedeciendo al uno y a la otra se unen entre sí y surge la vida de relación; pero como el hombre y todo cuanto a él atañe se realiza en el tiempo y en el espacio, y bajo la influencia de la materia o del espíritu, de aquí que los desenvolvimientos no sean simultáneos sino sucesivos, no iguales sino progresivos, y que el individuo pueda realizar su vida más antes y con mayor actividad que el ente colectivo; por eso, mientras la vida individual propia y de relación toca hoy al tercer período de la segunda edad, la vida colectiva propia y de relación aún no ha entrado, puede decirse, en el segundo período, y que hoy se noten en ella casi los mismos signos característicos que en la antigüedad existían respecto al individuo.

Así, pues, la vida de relación entre las naciones no es todavía un hecho lógico, natural, generado por la razón, por ella dirigido y regulado, no; es más bien un acto convencional egoístico, interesado, nacido de la voluntad, restrictivo de la libertad casi siempre; aun inarmónico, y por lo tanto, poco ocasionado a dar origen a la unidad racional que ha de presidir a las relaciones entre los pueblos como preside a las que entre los hombres existen.

Las convenciones que dan origen a la vida de relación entre las naciones se celebran por los poderes soberanos, por el ESTADO, que como representante de la razón colectiva, las dirige y gobierna por medio de acuerdos y concordias mutuas que reciben el nombre de tratados.

2. Los TRATADOS, por punto general, se celebran, previas negociaciones y tratos diplomáticos, entre los diferentes gobiernos en interés mutuo de las naciones contratantes, y por lo tanto, con cierta reciprocidad que es más o menos perfecta a proporción que entre las partes contratantes hay más o menos igualdad de fuerza y poderío.

Pueden extenderse a multitud de objetos y pueden realizar todos los fines de la actividad humana; por punto general son restrictivos de la libertad de las naciones con objeto de evitar los choques y las conflagraciones que podrían surgir del ejercicio a las veces exagerado de la libertad, y suelen revestir, por lo tanto, caracteres graves e importantísimos; un tratado puede ser el engrandecimiento o la ruina de una nación, como puede ser su orgullo o su deshonra; los preliminares, la formación, la aprobación y el canje de los tratados, así como las formas y hasta el idioma en que han de redactarse, son materias que tratan detenidamente los autores de derecho internacional, y es tan importante a las veces, dada la susceptibilidad exquisita de las naciones, hasta el más pequeño detalle, que hasta por el lugar donde debe estamparse una firma se han roto negociaciones diplomáticas y relaciones de país a país.

Como generalmente los tratados se verifican entre naciones que hablan idiomas distintos, la diplomacia ha aceptado siempre un idioma para redactarlos; un tiempo fue el latín; más tarde, cuando el sol no se ponía en los dominios españoles, fue nuestro idioma el privilegiado; tocóle al francés cuando España perdió su alto puesto en el concierto de las naciones de primer orden, y quizá no esté lejano el día en que el alemán deba sustituir al francés.

3. Los tratados pueden definirse diciendo que son la convención verificada entre pueblos soberanos e independientes, para regular las relaciones que deben existir entre ellos por razón de su personalidad.

Convenciones, como verdaderos contratos, que son los tratados, sometidos deben estar a las leyes generales que regulan la contratación, así en su esencia como en sus formas, no pudiendo decirse lo mismo por lo que hace a su realización, porque así como ésta en los contratos particulares está garantida por el Estado, que, como razón colectiva, se impone a la individual, y hace al hombre cumplir aquello a que se obligó; en las convenciones internacionales no se conoce aún un poder superior que se imponga a las partes contratantes, y las obligue a cumplir lo que con libérrima voluntad estatuyeron; pues por más que hoy se haya empezado en estas cuestiones a apelar al arbitraje de otras naciones, no se ha llegado todavía a dar a este medio la generalidad ni el carácter preponderante para que ostente la superioridad necesaria en las cuestiones que nos ocupan.

Podremos, pues, sentar como reglas generales a que deben ajustarse los tratados: 1.ª, el concurso libre, espontáneo y cognoscente de dos o más voluntades; 2.ª, que se verifique por los poderes soberanos; 3.ª, que el objeto del tratado sea lícito.

1.ª Concurso libre, espontáneo y cognoscente de dos o más voluntades: los tratados, como hemos dicho, son convenciones verificadas entre dos o más naciones; por lo tanto, actos de dos o más voluntades distintas que convergen en uno o varios puntos, objetos o fines determinados, y por virtud de los que se obligan a cumplir lo estipulado; pero para que esto se pueda exigir según derecho, en una palabra, para que los actos de la voluntad puedan ser obligatorios, se hace necesario que haya plena libertad de acción en cuantos en la convención intervienen; todo lo que a la libertad se oponga vicia el contrato; así, pues, la fuerza, la violencia, la intimidación que coarten el ejercicio de la libertad, de manera tal que ésta no tome parte real y efectiva, serán causas, no de que el tratado sea nulo, porque esta clase de convenciones no pueden tratarse de la misma manera que las que son objeto del derecho privado, pero sí de que se le considere como inmoral y contrario al derecho natural. Los autores, teniendo en cuenta que la fuerza vicia el contrato, y que la guerra es un estado de fuerza, cuestionan sobre si el celebrarse un tratado después de una guerra implica su nulidad, y se deciden por la negativa, toda vez que, por punto general, la guerra se hace para conseguir un tratado de paz250. Nosotros creemos que hay que distinguir; en efecto, si como consecuencia de una guerra sostenida entre dos naciones se celebra un tratado de paz que le ponga término, o tratados que den cierto carácter a la beligerancia, no hay duda que serán válidos en todo rigor de la moral y del derecho; pero si la guerra se ha declarado injustificadamente por una potencia poderosa contra otra más débil, sola y exclusivamente con el objeto de debilitarla más, llegando así a una paz desastrosa, ese tratado, que no sería actualmente nulo, porque todavía la fuerza es la ley de las naciones, lo sería indudablemente juzgado a la clara luz de la razón y según las reglas eternas e inconcusas de la moral y del derecho natural. La verdad es una, el bien uno, una también la justicia, ya se apliquen estas nociones a la vida individual o colectiva de los hombres, y sobre ellas no pueden influir ni las conveniencias sociales, ni el interés general, ni el poderío de las naciones; lo que es esencialmente injusto, esencialmente malo, esencialmente falso, no dejará de serlo aunque se empeñen todas las potestades de la tierra.

De esperar es que estas ideas que aún no han penetrado en el terreno de las relaciones internacionales, pero que no por ello dejan de ser la expresión científica de la verdad más pura, lleguen a ser antes de mucho las bases del derecho de las naciones, como ya lo son del de los individuos.

2.º Que se verifique por los poderes soberanos: toda convención es un advenimiento de distintas voluntades que racionalmente convergen en un punto: no cabe, pues, convención, sino entre seres voluntarios, libres y racionales, esto es, entre seres que ostenten una personalidad plena y perfectamente definida: tratándose de seres colectivos, la personalidad no tiene otro representante que el ESTADO, el poder soberano, que asume la vida colectiva y es la razón general que la guía y que la dirige; por lo tanto, sólo a él compete celebrar convenciones internacionales o tratados. Bajo este aspecto todos los poderes se reconocen iguales, sea cual sea la forma política que ostenten, las condiciones externas de que se revistan, basta con que sean legítimos, esto es, aceptados por la nación y reconocidos por la otra parte contratante para que puedan celebrar convenios y tratados válidos.

3.º Que el objeto del tratado sea lícito: nada se hace en el mundo de la razón, individual ni colectivamente, sin intención deliberada por parte del agente, y sin que éste trate de realizar un objeto al poner en acción su actividad individual o colectiva; pero toda la actividad del ser racional en sus distintas manifestaciones, todos los objetos que el ejercicio de ella realiza, todo debe tender a la consecución de un fin ulterior, de un fin supremo, que, como hemos dicho con repetición, es siempre el bien; cuanto a la realización de ese fin se oponga, o siquiera lo dificulte, será un mal, y por lo tanto, contrario a la naturaleza racional del ser y al fin y objeto supremo de su existencia, y como esta teoría lo mismo se aplica al ser individual que al colectivo, así a la vida interna como de relación de ambos, de aquí que cuanto practiquen con un objeto ilícito y contrario al bien, sera reprensible y digno de reprobación: los tratados entre las naciones como las convenciones entre particulares realizan un objeto en la vida de relación de los unos y de las otras, pero este objeto es parte integrante del fin general; por lo tanto, sólo serán válidos los actos que le realizan, cuando el objeto sea lícito, o lo que es lo mismo, no se oponga a la moral ni al derecho, que a la moral y al derecho están sujetas, así las naciones como los hombres.

4.ª Entre pueblos soberanos e independientes: como los tratados se celebran por razón de la personalidad que caracteriza a las altas partes contratantes, y no pueda suponerse una verdadera personalidad sin soberanía e independencia en ella, claro es que sólo entre pueblos que pueden ostentar hasta ese grado su personalidad cabe la celebración de tratados.

No se crea, empero, dicen los autores, que los tratados se concluyen por los soberanos en persona, sino por medio de representantes, plenipotenciarios, que revestidos de su mandato los representan, según las instrucciones de antemano recibidas, y se suscita además la cuestión de si una vez ajustado entre ellos el tratado, es necesaria para su validez la ratificación de los respectivos soberanos, o basta con lo hecho por los mandatarios. Dos autores muy respetables en la materia se presentan como sostenedores de ambas opiniones. Martens251, fundándose en las reglas del derecho civil, según las cuales la convención es convención y produce todos sus efectos sin necesidad de acto ninguno posterior al convenio, cree que la ratificación es innecesaria. Otro252, teniendo en cuenta que los tratados son leyes obligatorias para las naciones, cree que no pueden considerarse como tales sin la sanción inmediata y expresa del soberano. Un tercer autor253 piensa que Pinheiro confunde la ratificación con la promulgación, y que si bien un tratado no será obligatorio para los individuos de una nación mientras no se promulgue como ley de ella, parece que debe serlo entre los soberanos contratantes desde el momento en que los plenipotenciarios con poder suficiente le han ajustado, pero, que, sin embargo, la gravedad de los intereses que se ventilan, y sobre todo la costumbre, han hecho necesaria la ratificación. Creemos que esta divergencia de opiniones nace de la manera de considerar la soberanía, y de la falta de fijeza en las reglas, leyes del derecho público internacional, pues por una parte se ha considerado aquélla como radicando en una sola persona, a la que se ha llamado soberano y que asumía todos los poderes, y por otra, y partiendo de la teoría, que personificaba en ella el Estado, se ha querido dejar con la ratificación una evasiva por donde poder tal vez invalidar lo hecho por los mandatarios si mientras la discusión y formación del tratado han ocurrido acontecimientos que puedan influir en la decisión de alguna de las partes contratantes. Parécenos que, según los principios racionales del derecho, celebrándose los tratados por los pueblos y para los pueblos, que son las verdaderas personalidades soberanas, la ratificación no es necesaria, toda vez que los plenipotenciarios tengan legítimos poderes, y que aun aceptada su necesidad, no será el soberano, en la acepción general que se da a esta palabra, sino el poder legislativo el encargado de la ratificación, como el ejecutivo dentro de cada nación contratante el que se encargue de la promulgación en caso necesario.

Creemos que la nueva organización político-interna que se ha dado a la mayor parte de los estados de Europa, significa un cambio radical en las formas del derecho internacional público, como el inmenso vuelo que han recibido los estudios científicos del derecho significa un cambio no menos profundo y radical en el fondo.

5. Hemos visto cómo se forman los tratados, y dicho en esta lección lo bastante para poder comprender cómo se observan, toda vez que si, como hemos indicado, no existe una voluntad, una razón, un poder superior a las partes contratantes que las obligue, caso necesario, a cumplir sus obligaciones, es claro que sólo la buena fe o el interés serán las causas impulsoras, y que en caso de falta de realización por parte de alguna de ellas, sólo la guerra puede poner término al estado de divergencia que surja de esa falta. Tratemos ahora de una cuestión tan difícil como debatida, es a saber, de cómo pierden su fuerza los tratados.

Varias son las causas por las que los tratados pierden su fuerza, muchas de ellas son tan obvias y claras que no pueden dar lugar a duda; que si un tratado se ajustó por determinado tiempo, pasado éste deja de existir; si para un objeto determinado, llenándose el objeto, cosa es que todos comprenden; pero hay otros acontecimientos no tan fáciles ni claros, y en los que puede ocurrir gravísimas dudas y ser origen de males no menos graves.

Generalmente los autores fijan ciertas causas por las que los tratados pierden su fuerza, y las más principales de que nos vamos a ocupar, son:

1.ª Por el trascurso del tiempo.

2.ª Falta de objeto en el tratado.

3.ª Violación del mismo por las partes contratantes.

4.ª Muerte de una de las partes.

5.ª Cambio de gobierno.

6.ª Duración ilimitada del tratado.

7.ª Declaración de guerra.

6. 1.º Por el trascurso del tiempo. Claro es que cuando un tratado se ha ajustado entre naciones para que sólo rija por un espacio de tiempo limitado, basta con el trascurso de éste para que el tratado caduque; las naciones al ajustar una convención obran en toda la plenitud de su libertad y de su derecho, y son, por lo tanto, árbitras de fijar en la convención todas cuantas condiciones crean convenientes, y una vez ajustadas deben cumplirlas religiosamente; por lo tanto, así pueden hacerlas sin fijar el tiempo como fijándolo, y en este caso la sola obligación de las partes contratantes consiste en cumplir religiosa y fielmente el contrato durante el tiempo estipulado; por su trascurso, adquieren de hecho y de derecho plena libertad para apartarse de la convención.

7. 2.º Falta de objeto en el tratado. Como hemos dicho, los actos todos del ser racional, ya se le considere individual o colectivamente, han de tener un objeto; los tratados que se celebran entre las naciones se ajustan para algo, esto es, se hacen con un objeto determinado; pues bien, cuando éste no existe, cuando por causas especiales ha dejado de ser realizable, el tratado no tiene razón de ser e ipso facto concluye.

8. 3.º Violación del tratado por las partes contratantes. Realmente un tratado no es otra cosa más que un contrato bilateral, que produce derechos y deberes recíprocos en cada una de las partes que intervienen en su otorgamiento; el contrato, por lo mismo, vive y produce sus efectos mientras dura la armonía y reciprocidad de derechos y de obligaciones, mientras las partes contratantes cumplen lo que su voluntad libre y racionalmente creara; desde el momento en que esa armonía mutua y recíproca cesa; desde el punto en que una o todas las partes contratantes violan la convención, ésta pierde su fuerza; en el primer caso, porque cuando uno de los contratantes falta a la fe prometida no se puede exigir de los demás que sigan fieles a ella; en el segundo, porque la violación representa un acto de la voluntad contrario al que creó la convención, y es claro que cuando las partes contratantes lo practican, demuestran con ello que quieren terminarla por el medio mismo que la dio origen.

9. 4.º Muerte de una de las partes contratantes. En el derecho privado podrá a las veces la muerte de una de las partes contratantes ser causa de que un contrato deje de producir sus efectos, porque la personalidad individual muere con el individuo, y aunque las sucesiones sean un medio jurídico de continuarla, ello es lo cierto que en ocasiones esa continuación de una personalidad individual que ha dejado realmente de existir es imposible; pero tratándose del derecho público internacional, en que la personalidad no es individual, no muere con la muerte natural del jefe del Estado; en que la convención, en buenos términos de derecho, no se ha hecho tampoco en interés de ese jefe, sino en el de todos los asociados, como no de aquél exclusivamente, sino de todos éstos, es la obligación contraída, parece fuera de duda que la muerte de un soberano no puede, no debe influir lo más mínimo en la validez o invalidez de los tratados. Ha sido, sin embargo, costumbre generalmente admitida, la de que los príncipes, a su advenimiento al trono, ratifiquen los tratados hechos por sus predecesores; esto, que podrá aceptarse como una nueva especie de compromiso personal para la seguridad de las relaciones existentes; esto, que podría ser muy necesario cuando el Gran Rey decía El Estado soy yo, es de todo punto innecesario, a nuestro entender, hoy. La muerte, pues, de una de las partes contratantes de un tratado internacional, en buenos principios de derecho, no lo invalida.

10. 5.º Cambio de gobierno. Es un principio de derecho natural que los pueblos, como entidades autónomas, libres, racionales e independientes, que viven en sí vida propia, pueden darse la forma de gobierno que más les convenga, sin que las demás tengan derecho a inmiscuirse en sus asuntos interiores; pero cuando una revolución ha cambiado por completo la faz política de un país; cuando por su medio una forma de gobierno ha desaparecido para dar lugar a otra forma nueva y distinta; cuando, en una palabra, cosas, personas e ideas, todo, todo ha cambiado esencialmente, ¿el nuevo gobierno estará obligado a continuar observando los tratados ajustados por el que ha caído, merced a la voluntad del pueblo? Si se resolviese la cuestión sólo en el terreno de la voluntad y del interés, la resolución sería muy sencilla; el nuevo gobierno no estaba personalmente obligado a nada de lo que hubiesen hecho sus predecesores si no le convenía; pero si la cuestión se ha de resolver por el prisma de la razón y del derecho, se presentará sin duda alguna más difícil y compleja. En efecto, hemos dicho que el poder soberano, hoy no ajusta tratados por sí ni para sí, sino por la personalidad colectiva que se llama nación, y para ella; por lo tanto, el cambio en la forma de gobierno no significa un cambio en la personalidad colectiva nación, y menos un cambio tan radical que pueda prescindir en absoluto de lo existente, que no deba en general respetarlo; pero podrá suceder, y muy a menudo sucede, que las revoluciones tienen su origen en la desatentada conducta de los gobiernos, y que para destruir lo malo que hicieron, los pueblos se lanzan en ellas; ¿cómo acordar ese respeto que decimos debe en ocasiones guardarse a lo existente con la necesidad de cambiar, modificar y destruir, que suele originar las revoluciones? Tratándose de cuestiones internacionales, nos parece que hay que distinguir: o el gobierno revolucionario ha sido desde luego reconocido o no: en el primer caso, creemos debe cumplir fielmente los tratados existentes con las naciones que le han reconocido, sin perjuicio de poder intentar desde luego las modificaciones que en ellos crea necesarias por la vía diplomática y con las formalidades oportunas; en el segundo caso, parécenos que se halla en completa libertad para romper desde luego los tratados, y que esto puede extenderse aun al caso en que haya habido reconocimiento de hecho; pues mientras no sea de derecho y no se acepte su personalidad con todas sus consecuencias naturales, el gobierno revolucionario puede decirse que no existe para aquellas naciones que, negándole el reconocimiento, le niegan el derecho; y donde no existe éste no puede existir la obligación.

11. 6.º Duración ilimitada de un tratado. Nada de cuanto debe su origen a la voluntad y al poder humano es ni puede ser perpetuo, las relaciones existentes entre los seres racionales no lo son en su forma ni en sus accidentes, y formas y accidentes de la vida de relación entre las naciones son los tratados. Que éstos pueden hacerse para que rijan durante un tiempo limitado y fijo, o que pueden hacerse sin limitación de tiempo, es cosa que no puede dejar género alguno de duda; pero que por no haberse fijado el tiempo, más aún, que por haberse dicho que para siempre, un tratado haya de ser perpetuo, cosa es que nadie puede defender; hijos de la voluntad de las naciones, respondiendo a las necesidades de la vida de relación de ellas, que varían en el tiempo y en el espacio, los tratados son convenios accidentales, y como todo lo accidental, variables. Así que, las circunstancias, las condiciones de cada momento histórico serán las que decidan de la validez de los tratados, a no ser que éstos recaigan sobre algún punto de estricta moral o de derecho absoluto, en cuyo caso serán sin duda alguna perpetuos, no por la limitación o ilimitación, sino por la esencia de la cosa sobre que recaen, que es absoluta e invariable.

12. 7.º La guerra. Cuando dos naciones se colocan frente a frente en lucha abierta; cuando entre ellas estalla la guerra, que es un estado de fuerza, el derecho y cuanto de él surge, parece como que se retira y cede el campo a la materia; los tratados, pues, todas las relaciones racionales de derecho, quedan en suspenso, y las naciones beligerantes se apartan por completo para hostilizarse con más libertad y energía; sin embargo, aun en este caso pueden existir tratados que no pierdan su fuerza, y lo que es más, pueden celebrarse especialmente para el caso de que la guerra llegue a estallar; pudiendo tal vez suceder que al par que los tratados puramente políticos se suspendan e invaliden, los de comercio o de derecho internacional privado no sufran menoscabo, y esto puede decirse que es, al menos en principio, la tendencia de los pueblos cultos en los tiempos actuales254.




ArribaAbajoLección XXVIII

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo.-Derecho público internacional


SUMARIO.

1. De los agentes diplomáticos. Qué son.-2. Sus caracteres.-3. Diferentes clases de agentes diplomáticos.-4. Agentes consulares; sus funciones.-5. Condiciones personales.-6. Privilegios.-7. De la etiqueta; qué sea.-8. Etiqueta diplomática.-9. Marítima. Su clase y sus reglas-10. Cómo se exige su cumplimiento.

1. Hemos dicho que las relaciones internacionales se sostienen, y que los tratados de paz, alianza y comercio se ajustan, no por los soberanos en persona, sino por medio de ciertos mandatarios que los representan; pues bien, estos mandatarios se conocen bajo el nombre de agentes diplomáticos, que además son los encargados de velar por que los intereses públicos y particulares de su país queden a salvo en el país extranjero en que residen, y de proteger a los individuos de su nación en sus personas e intereses; gozando, para que puedan ejercer esta misión debidamente, de cierta inviolabilidad, de ciertos privilegios.

Además de los agentes diplomáticos existen los agentes consulares, cuya misión es más limitada, pues realmente sólo alcanza a proteger los intereses mercantiles de los súbditos del país que representan, por más que alguna vez se les invista con cierto carácter diplomático, pero que jamás debe confundirse con el consular.

2. Los caracteres distintivos de los agentes diplomáticos pueden condensarse en dos principales, a saber: 1.º, representar la soberanía; 2.º, gozar de cierta especie de inviolabilidad por razón de su cargo.

1.º Representar la soberanía: así, pues, los agentes diplomáticos sólo pueden ser nombrados por un soberano legítimo y reconocido, y sólo a éstos pueden representar; no pudiendo, por lo tanto, ser nombrados por provincias, ciudades o corporaciones que no sean independientes y soberanas ni representarlas; como representantes de poderes soberanos y reconocidos como tales, sólo pueden estar acreditados cerca de soberanos independientes y reconocidos.

2.º Gozar de cierta inviolabilidad: por una parte, representando un poder soberano, que es siempre inviolable respecto a los otros poderes soberanos también, deben ostentar la misma inviolabilidad que su mandante; por otra, mal podrían sostener la independencia de su mandato y defender los intereses que les están encomendados, si no fuesen por su inviolabilidad que los hace absolutamente independientes del Estado y poderes de la nación donde están acreditados y ejercen sus funciones. Los derechos y las inmunidades que constituyen esa especie de inviolabilidad, y que han sido aceptados y reconocidos por todos los pueblos cultos, se extienden, no sólo a la persona del agente diplomático, sino a su casa, que se considera como territorio de la nación representada por el agente.

3. Los AGENTES DIPLOMÁTICOS ocupan, por punto general, tres distintas categorías: ocupan la primera los embajadores y enviados del Soberano Pontífice. La segunda los enviados extraordinarios o ministros plenipotenciarios; y la tercera los ministros residentes o encargados de negocios.

Cada una de estas categorías significa un grado distinto en la escala diplomática, y es muy importante fijarse en ellas, porque en cada uno son diferentes los privilegios, exenciones y preeminencias de que gozan los agentes diplomáticos por razón de su cargo y sean las que sean sus condiciones personales.

Primera categoría. Embajadores o enviados del Papa; nacido el derecho internacional y la diplomática en los tiempos en que el sistema monárquico puro dominaba en el mundo, se ha tomado como punto de partida para dar mayor o menor importancia a los agentes diplomáticos, el carácter real de los soberanos que los nombran; así, pues, sólo pueden nombrar embajadores los reyes o los Estados que gozan de los honores y prerrogativas reconocidas a los monarcas, tales como algunos grandes ducados o repúblicas importantes; así, pues, los grandes Estados no sólo no acreditarán embajadores cerca de otros Estados que no gocen los honores reales, sino que no reconocerán como embajadores a los agentes diplomáticos que éstos nombren cerca de aquéllos.

Segunda. Enviados y ministros plenipotenciarios, que son los que por punto general se acreditan cuando no hay graves complicaciones o relaciones muy especiales entre grandes potencias, y a cuya categoría corresponden los internuncios del Papa y el que el Austria sostiene en Constantinopla; puede decirse que entre éstos y los de la primera categoría la diferencia más esencial consiste en los honores y preeminencias.

Tercera. Encargados de negocios y ministros residentes: algunos autores colocan a los encargados de negocios en una cuarta categoría, toda vez que éstos, a diferencia de los que ocupan las tres categorías primeras, no suelen estar acreditados cerca de los príncipes o soberanos, sino de los ministros de Estado o de Negocios extranjeros, y ni obtendrán audiencia del Soberano ni a él presentarán las credenciales y recredenciales255.

4. CÓNSULES: fuera de la esfera diplomática, éstos, más que otra cosa, son agentes comerciales, que carecen de aquella representación propiamente dicha, y tienen sólo el encargo de prestar auxilio y protección a los comerciantes y navegantes de la nación que representan; generalmente son elegidos entre los súbditos mismos de la nación donde deben residir, y gozan de las inmunidades respecto a su persona y domicilio concedidas al pabellón que los cubre. Casi en todas las naciones forman la excepción los cónsules generales acreditados cerca de los estados berberiscos y costas de Levante, que se consideran con el doble carácter de agentes consulares y diplomáticos, gozando de todos los derechos de ministros, y por lo tanto, del privilegio de exterritorialidad.

5. Respecto a las condiciones personales para ejercer las funciones diplomáticas, y a la extensión de éstas, puede decirse que no hay otra regla que la libérrima voluntad del soberano que los nombra, y que puede elegir a quien quiera, habiéndose dado el caso de encargar misiones diplomáticas de importancia hasta a mujeres256.

Hasta hace poco tiempo, como los agentes diplomáticos, especialmente los embajadores, representaban la persona del monarca, se les escogía entre los súbditos de la primera nobleza, y solían ser los secretarios los verdaderos encargados de llevar adelante las negociaciones diplomáticas; desde principios del presente siglo la etiqueta en este punto ha variado mucho, y la libertad de elección es casi absoluta; por lo que toca a la misión que deben desempeñar, ésta consta siempre del mandato o credenciales que se le entregan, que así pueden ser generales como especiales, así ordinarias como extraordinarias, tales como representar al Soberano en el matrimonio o coronación de otro soberano. Las credenciales, o mandato o carta de presentación, deciden también de los privilegios que debe gozar cada agente diplomático y que son respectivos a su categoría y carácter.

6. Presentada por el agente diplomático la carta credencial que le acredita cerca del soberano a cuya corte ha sido enviado, y que marca su carácter y misión, el agente comienza a gozar de los privilegios que son inherentes a su cargo, y que podemos decir constituyen:

1.º La inviolabilidad.

2.º La exterritorialidad.

3.º La exención de jurisdicción civil y criminal.

4.º La exención de pechos e impuestos.

1.º Inviolabilidad, tanto en tiempo de paz como en el de guerra: la persona de un agente diplomático es inviolable, y esta inviolabilidad se extiende hasta a los parlamentarios, y se lleva tan a rigor, que el haber los turcos hecho fuego en Navarino contra una barca que conducía parlamentarios, decidió a los almirantes de las flotas enemigas a quemar la turquesca257. Representando, como hemos dicho, los agentes diplomáticos a sus soberanos, atentar a la inviolabilidad de aquéllos se considera como si se atentase a la de éstos, y por eso esos actos suelen decidir la declaración de guerra cuando la nación cuyo derecho se ha violado es poderosa, o cuando menos la ruptura de relaciones diplomáticas; ruptura que suele terminar por una satisfacción que la potencia ofensora da a la ofendida o por un tratado.

2.º Exterritorialidad: así como la persona del agente diplomático se considera inviolable por representar la de su soberano, así la casa donde habita se considera también como territorio de la nación a que el agente pertenece; y así como no le es dado a ningún soberano violar el territorio de otro soberano, bajo ningún pretexto, así no puede por los poderes públicos de una nación allanarse la morada del agente diplomático de otra, ni por la fuerza pública ni por los agentes de la autoridad judicial, ya se persiga a uno de los individuos que forman parte de la embajada, ya a un regnícola que en ella se haya refugiado; pero, como muy pronto se notase que acordar en absoluto estos derechos a los ministros era contrario a los derechos que para administrar justicia tienen todos los pueblos, y no pudiera ser la mente de los que sostenían relaciones internacionales acordar el derecho de asilo a sus representantes en perjuicio de una nación amiga, el derecho y la costumbre sancionaron el derecho de extradición y el de asegurar la persona del criminal refugiado en una embajada, mediante ciertas fórmulas, que dejando siempre a salvo el respeto debido al soberano y al pabellón representado, no dejasen ilusorio el ejercicio de la justicia, los autores de derecho internacional se ocupan de estos detalles, de que nosotros tenemos que prescindir258.

3.º Exención de la jurisdicción civil y criminal: ningún agente diplomático puede ser citado por deudas ni contratos personales ante los tribunales de la nación donde reside, pero sí y con ciertas formalidades259 en contratos reales, por razón de los inmuebles que posea. Relativamente a los delitos cometidos por ellos tampoco puede perseguírseles, pero sí exigir del soberano a quien representan que los retire; hay, sin embargo, un caso grave y de no muy fácil solución, que es cuando un embajador conspira contra el gobierno cerca de que está acreditado, y la conspiración es tan activa, tan eminente, que esperar a que el agente sea retirado es exponerse a que la conspiración estalle; en un caso extremo, el gobierno contra quien conspira puede apoderarse de su persona, y debidamente escoltada, pero sin hacerle mal alguno, guardándole todos los miramientos posibles, y sin jamás someterla a los tribunales, conducirla hasta la frontera más próxima260.

4.º Exención de pechos e impuestos: para fijar bien el carácter de esta exención, es conveniente tener en cuenta que los impuestos pueden ser personales y directos, tales que signifiquen soberanía en quien los impone, y sumisión en quien los soporta; o indirectos o reales, esto es, sobre la propiedad inmueble. La exención sólo alcanza a los primeros, de ningún modo a los indirectos, como consumos y otros, y mucho menos a los que graven a los inmuebles que pueda poseer, pues respecto a estos últimos se considera como regnícola. Es costumbre generalmente recibida eximir de los derechos de aduana a los objetos que los agentes diplomáticos traigan; pero los autores consideran esta exención, más que como un derecho, como una galantería recíproca entre las naciones.

Téngase en cuenta que los privilegios que acabamos de enunciar se refieren sólo a los agentes diplomáticos de las tres categorías que hemos explicado en el párrafo tercero de esta lección; no alcanzan a los cónsules: éstos no tienen otra cosa más que la inviolabilidad personal y de su domicilio, a no estar investidos de funciones diplomáticas.

7. Vamos a ocuparnos de una palabra que realmente no debía tener significación ni importancia en el derecho racional; que en verdad y científicamente hablando no la tiene, pero que ha influido a las veces tanto en las relaciones internacionales, y ha pesado de tal manera sobre ellas y sobre el estado y el porvenir de los pueblos, que no podemos menos de dedicarle nuestra atención. ¡La etiqueta, el ceremonial! He aquí el fantasma aterrador que ha producido guerras cruelísimas, ruptura repetida de relaciones diplomáticas y hasta tratados internacionales de importancia suma, y que ha ocupado las vigilias de hombres de ciencia y de renombrados escritores261.

La etiqueta, el ceremonial cortesano, ofrece tantas dificultades, da motivo a tantas y tan repetidas cuestiones, que el que acertare a fijarlo haría un gran servicio al mundo civilizado, y es tal el tiránico poder de la etiqueta, que pesa aun sobre las mismas testas coronadas. En efecto, ni éstas pueden, fuera de su territorio, tomar el título que les plazca, ni variar el que tienen, sin un reconocimiento de las demás naciones.

Tratándose de las testas coronadas, en la mayor parte de ellas sigue el principio de la igualdad de rango, sin distinción entre reyes o emperadores; sin embargo, no fue siempre así, tanto que el papa Julio II (en 1504) tuvo que fijar el orden de preeminencia, dando, como es de creer, el primer lugar que hoy conserva entre los estados católicos el papado; deferencia que no aceptan los estados protestantes, como no se acepta ya, después de la protesta, la clasificación de Julio II. Después de los reyes y emperadores vienen los soberanos que tienen título de Alteza Real, como los grandes duques, grandes electores, etc.; ocupando las repúblicas unas veces el tercer puesto, otras el segundo después de los reyes, pero antes que los grandes duques; y otras, en fin, el primero entre los reyes y emperadores, como ha pretendido y obtenido la república francesa.

La etiqueta puede dividirse en terrestre y marítima.

8. Etiqueta terrestre: es de suma importancia, sobre todo en las relaciones que se sostienen entre los agentes diplomáticos de diferentes estados acreditados cerca de uno mismo, y todo, las visitas, el estar o no cubiertos delante de un soberano, el lugar que han de ocupar en las comidas, todo, todo es objeto de etiqueta y de cuestiones de ceremonial.

Comienza éste desde el momento en que un embajador llega; lo primero que hace es dar parte de que ha llegado a los que ya residían en la corte, por medio de un secretario de embajada, y recibirá inmediatamente su visita, que devolverá al momento; pero si el recién llegado es un ministro de un rango inferior, hará la primera visita a los embajadores, después de hacerse fijar la hora, y pasará a ver a los del mismo rango, dejándoles tarjeta.

Tiene todo ministro, a su llegada, el derecho de ser recibido en audiencia por el soberano cerca de quien viene acreditado, para entregarle las credenciales; y el ceremonial de la recepción será más o menos solemne, según el rango del enviado, pero siempre deberá fijarse de antemano por reglamentos de corte; y deberá pronunciar un discurso en su idioma propio o en francés, que será contestado por el Soberano.

Los embajadores tienen el derecho de ser conducidos en carruaje de corte, tirado por seis caballos; que se les bata marcha al pasar por un puesto militar, y a no descubrirse delante del Soberano.

Si los enviados tienen que reunirse en un congreso para tratar de algún asunto en común, las dificultades del ceremonial y de la etiqueta acrecen, y suelen preceder largas negociaciones para fijarle en la manera y prioridad de entrar en la sala de sesiones, en la del lugar que cada uno debe ocupar en la mesa.

Y no por haberse terminado un tratado, las cuestiones de etiqueta cesan; la colocación de las firmas da lugar a cuestiones nuevas para saber quién será el primero nombrado en el cuerpo del escrito, quién ocupará el lugar de honor en las firmas; claro es que toda esta etiqueta surge entre ministros de igual rango, por razón de su categoría y del soberano que representan; pero ello es que dan lugar a contestaciones, a tratados, a subterfugios y protestas, que en general harían reír a hombres serios, tales como el reunirse en un salón que tenga muchas puertas para que todos puedan entrar al par, hacer redonda la mesa en que se colocan para que todos los puestos sean iguales, y otras por el estilo262.

9. Esta es la etiqueta terrestre, que, como hemos dicho, da lugar a graves y acaloradas cuestiones internacionales; pero hay otra etiqueta más grave aún, más molesta, más tiránica y menos racional, y es la etiqueta marítima. ¡Mentira parece que, siendo, como hemos dicho, los mares completamente libres por naturaleza, acusando con su inmensidad la humana pequeñez, hayan querido los hombres llevar hasta sus ondas el orgullo y la sed de dominación! Y sin embargo, la falta de un saludo marítimo ha hecho muchas veces correr arroyos de sangre.

El saludo marítimo puede ser de tres especies, a saber: 1.º, saludo de cañón; 2.º, de pabellón; 3.º, de velas.

1.º Saludo de cañón: consiste éste en que cuando dos buques se encuentran disparen cierto número de cañonazos, tiro a tiro y en número siempre impar, pues ésta es la costumbre admitida en todas las naciones, menos en Suecia, que usa el número par; jamás los cañonazos podrán exceder de veinte y uno, que es el saludo real, y los disparos de cada buque variarán según la mayor o menor categoría del oficial que los mande.

2.º Saludo de pabellón, que consiste en hacer descender el pabellón del buque a medio palo, o más alto o más bajo; sólo tiene lugar cuando una nave pasa por delante de una fortaleza o de otra nave en la línea marítima de respeto de una nación, y puede decirse que es una especie de reconocimiento de la soberanía y autoridad de la nación en cuyas aguas entra el buque que, saludando, cumple con un deber de respeto y cortesía muy natural entre naciones amigas.

3.º Saludo de velas: éste, que es el más molesto y vejatorio de todos, porque obliga a un buque a mover todo su aparejo y velamen, a las veces en condiciones difíciles y aun expuestas, sólo pesa sobre los buques mercantes.

Las reglas principales para fijar las clases de saludo y a quién corresponde saludar primero, son las siguientes:

Primera. Las naves extranjeras que navegan por mares del dominio de otra nación saludan primero a las fortalezas por donde pasan, a los puertos donde van a entrar y a los buques de guerra que encuentran.

Segunda. El saludo será de pabellón y de cañón, pero la contestación será sólo de cañón por parte de las plazas, fuertes, bajeles o puertos saludados.

Tercera. En mares libres, toda nave que navega sola, saluda la primera a una flota o escuadra, y si se encuentran sólo dos naves de naciones distintas, la de grado inferior saluda la primera; no está decidido cuándo el saludo ha de ser de cañón solo o de cañón y pabellón.

Cuarta. Los buques mercantes tienen que hacer el saludo de velas cuando encuentran uno de guerra; pero hoy, este saludo molestísimo va dejando de usarse en casi todas las naciones.

Quinta. Si un buque conduce un príncipe soberano, no será el que deba saludar primero, sino que será saludado por la fortaleza, puertos o buques respectivamente.

Hemos dicho que la etiqueta marítima es más tiránica aún que la de tierra, porque tiene medios más expeditos y terribles para su cumplimiento; en efecto, cuando dos buques se encuentren, y el que debe saludar no se dispone a hacerlo, suele advertírsele por medio de señales y de un cañonazo con pólvora sola, y a veces, si la advertencia no basta, suele disparársele con bala.

La cuestión de saludos entre monarquías y repúblicas no se ha fijado, habiendo soberanos que han querido que las repúblicas saluden antes de cañón y pabellón para devolverle sólo el saludo de cañón, y que prefieren no dar ni recibir saludo a que en éste haya igualdad.




ArribaAbajoLección XXIX

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo. Derecho público internacional


SUMARIO.

1. De la GUERRA. Su definición.-2. Justos motivos para la declaración de guerra. 1.º Acrecentamiento de poder de una nación. 2.º Aumento de territorio. 3.º Revoluciones políticas. 4.º Violación del derecho natural. 5.º Armamentos extraordinarios.-3. Derechos de las partes beligerantes. 1.º Sobre los prisioneros. 2.º Pillaje y botín. 3.º Cobro de contribuciones. 4.º Patentes de corso. 5.º Bloqueo.-4. Neutralidad.-5. De la paz.-6. De la paz perpetua.-7. Asociación universal.

1. Así como mientras el hombre vive en sí y sin exteriorizar sus acciones, sin crear la vida de relación, puede desenvolverse con plena y absoluta libertad; pero en el momento en que se relaciona ya con otro ser, el desenvolvimiento libre y voluntario de ambos puede chocar y producir una conflagración; así las naciones, que aisladas pueden vivir en el uso completo y absoluto de su libertad, en el momento en que se unen y se relacionan, tienen natural y necesariamente que regular el movimiento libre de cada una, de manera tal que no se oponga al de las demás, so pena de que la conflagración y la lucha estallen; conflagración y lucha que es mucho más temible y fatal tratándose de las naciones que de los individuos, no sólo porque aquéllas disponen de una suma de fuerzas muy superior, y la lucha es además más larga y enconada, sino porque influye poderosamente en la vida de las demás naciones, y porque en la lucha individual puede existir un poder, el Estado, que la ponga término, y en la lucha de nación a nación, en la guerra, no hay poder ninguno que pueda imponerse a las partes beligerantes, ni, por lo tanto, dar una dirección racional a la lucha material que se suscita.

Ya hemos indicado que la GUERRA es un estado material de fuerza, y por lo tanto, opuesto a la razón y al derecho; un estado más general y más terrible a proporción que más fuerza y más poderío tiene la materia sobre el espíritu. Conviniendo todos en que la guerra es uno de los azotes que más duramente han afligido y afligen aún a la humanidad, unos la han creído un mal necesario e inherente a la triste condición humana; otros, con mayor razón, un mal que, como todos, está llamado a desaparecer cuando la razón haya conquistado sus verdaderos fueros. En lo que sí no podemos menos de convenir es, en que las guerras, sea cual sea el horrible aparato que las rodee y los tristísimos efectos que producen, han sido tal vez un mal necesario que ha precipitado el movimiento de progreso de los pueblos y de la humanidad.

Al tratar de definir la guerra, unos la han considerado esencialmente, otros sólo por sus efectos; así que, mientras aquéllos la definen un estado permanente de violencias indeterminadas263, éstos lo hacen diciendo que es el arte de destruir las fuerzas enemigas264.

Arte de paralizar las fuerzas del enemigo la definen otros265, queriendo así quitar a la guerra, en cuanto esto es posible, la parte de crueldad y de destrucción; pero ninguna de estas definiciones satisface ni puede considerarse como científica; de aceptarlas, tendríamos que aprobar todas las terribles consecuencias que de ellas se deducen: en efecto, si fuera un estado permanente e indeterminado de violencias, todas cuantas en el estado de guerra se cometieran, tendrían que aceptarse sin examen ni contradicción; si el arte de paralizar las fuerzas enemigas, también sería legítimo cuanto a ello tendiese; y véase cómo la guerra de exterminio, sin cuartel, sin misericordia, de la edad antigua, podría hoy aceptarse y defenderse de acuerdo con las dos definiciones citadas. Un autor266 la define el arte de forzar al gobierno enemigo a hacer una paz justa; y esta manera de considerar la guerra nos parece más aceptable, porque sin duda alguna el objeto de toda guerra es obligarse mutuamente las partes beligerantes a ajustar una paz; el exigirse en la definición que ésta sea justa nos parece que es señalar a la guerra un fin altamente moral, y aceptable, por lo tanto; pero aun así, la definición no nos satisface, porque en un estado de fuerza, como es la guerra, aunque el fin pueda ser legítimo, los medios pueden ser reprobados; supongamos, por ejemplo, que una nación ha visto invadido parte de su territorio por otra nación, sin motivos justos, sin razón, y que le declare la guerra con objeto de obligarla a devolver el territorio usurpado, esto es justo; pero, supongamos también que la nación invadida cree que el mejor medio de obligar a la invasora a practicar el hecho justo de la devolución, es hacer la guerra sin cuartel; la definición no se opone a ello; en tanto en cuanto esto sea medio de ajustar una paz justa, según la definición, debe aceptarse.

Parécenos que la última definición que hemos trascrito podría completarse satisfactoriamente con sólo añadirle una palabra, y definiríamos nosotros la guerra diciendo que es el arte RACIONAL de obligar al enemigo a hacer una paz justa. Así la definición, nos parece que la guerra perderá todo su carácter feroz y salvaje, y de ese modo, y no de otro, es como puede hacerse, y para bien de la humanidad se hace en el siglo presente. Comprendemos que, siendo la guerra un estado material, en que la fuerza sólo impera, y que sólo tiene lugar cuando todos los medios de persuasión y arreglo se han tocado sin fruto, tomando parte en ella los odios, los rencores, los intereses tal vez de largo tiempo vulnerados, no es fácil que pierda sus caracteres de rudo materialismo; pero así como hemos dicho repetidas veces que el hombre es un ser racional, que no es posible jamás considerarle como completamente abandonado por la razón, y que ésta se impone a los movimientos puramente materiales, comunicándoles acertada dirección; del mismo modo, tratándose del ente colectivo sociedad, creemos que, aun obrando en la esfera de la materia y de la fuerza, no es posible de modo alguno desnudarla por completo de la parte espiritual de la razón, y, sobre todo, aceptada nuestra definición, que condena todo medio irracional, queda, por lo menos, el derecho de protestar, cuando éstos se pongan en práctica, contra la nación que lo haga, y hasta el de que las demás naciones ajenas a la lucha puedan obligar a las partes beligerantes a no excederse de esos mismos medios de defensa hasta donde es posible, morales y racionales.

Sin duda alguna, el mundo moderno, sin poder todavía prescindir de las guerras, porque, como hemos dicho, en las cuestiones de nación a nación no hay aún una razón superior que se imponga y las dilucide y resuelva, como hace el Estado respecto a la lucha de individuo a individuo, y constituyendo, según el adagio latino, la ultima ratio regum, ha aceptado en principio nuestra definición, y ya se ha visto, cuando una guerra se ha encarnizado, protestar a las naciones neutras, y aun obligar a los beligerantes a modificar, humanizándolos, los términos de la lucha.

2. De lo dicho se deduce que la guerra, para no ser condenable en absoluto, es necesario que se declare por justos motivos; que será lícito todo lo que racionalmente precipite la celebración de la paz, y que debe evitarse en ella cuanto esto es posible todo perjuicio a los particulares en su persona y en sus propiedades; toda guerra que prescinda de esto será reprensible, criminal e ilegítima. Veamos ahora cuáles pueden considerarse como justos motivos para declarar la guerra, que no generalizaremos mucho, porque siendo para nosotros la guerra un gran mal, debemos ser muy parcos en aceptar motivos productores de ese mismo mal gravísimo; por lo tanto, sólo señalaremos cinco casos, a saber:

1.º Acrecentamiento de poder en una nación.

2.º Aumento de territorio.

3.º Revoluciones políticas ulteriores.

4.º Violación del derecho natural.

5.º Armamentos extraordinarios.

1.º Aumento de poder en una nación: los pueblos, como los hombres, son seres perfectibles, y el perfeccionamiento, así en unos como en otros, trae como consecuencia necesaria un aumento natural y necesario de poder; pero éste, así como el perfeccionamiento que lo origina, son acontecimientos naturales legítimos, que ni en los hombres ni en los pueblos pueden ser contestados ni contradichos por nadie; así, pues, el acrecentamiento de poder de un pueblo, debido a sus desenvolvimientos naturales y legítimos, por medio de los cuales llega a un grado de perfeccionamiento superior, ni puede motivar una guerra, ni ésta, si llegase a estallar, sería justa; el acrecentamiento de poder que puede legitimar una declaración de guerra será el que se haya obtenido por medios reprobados, el que amenace la vida, la integridad de otra nación; en este caso, y sólo en él, habrá motivo justo para declaración de guerra267.

2.º Aumento de territorio. Que los pueblos, las naciones, pueden acrecentar su territorio, ya sea por descubrimientos, por conquistas, por alianza y por matrimonios, es una cosa fuera de toda duda; hemos dicho que tienen personalidad, y consecuencia de ésta es el que puedan aumentar sus propiedades; pero entre las naciones se ha establecido una especie de equilibrio, tácitamente reconocido unas veces, expresamente otras, y en mutua y recíproca seguridad siempre, que puede ser causa de que el aumento de territorio de una potencia, considerándose como una amenaza, como un peligro, para la seguridad de las demás, produzca una ruptura y una guerra. Sin embargo, esta causa no se mira por todos como bastantemente justa para declararla, y algunos llegan hasta llamarla la ley agraria del derecho de gentes268. Parece que sólo podrá serlo cuando el aumento de territorio, llevado a cabo por una nación, se traduzca real y efectivamente en un peligro grave y eminente para otra269; porque, como toda nación, por el derecho de personalidad que le es inherente, tiene el derecho de conservarse, el de defenderse y el de no permitir que nadie atente a su vida, a su integridad y a su seguridad personal, cuando fundada y racionalmente tema que estos males puedan ocurrir, tendrá el derecho de evitarlos, y cuando esto no pueda conseguirse por la vía diplomática, hasta el de acudir a las de hecho, esto es, a la declaración de guerra. Hoy, en el estado de relaciones que sostienen los pueblos cultos, y cuando la integridad de cada una está garantida por todos los demás, parece que el aumento de territorio no debe considerarse como motivo bastante justo para declarar la guerra, y ejemplos recientes tenemos de naciones que han acrecentado su territorio a ciencia y paciencia, y aun con ayuda de otras, sin que por ello sean un peligro para el equilibrio internacional, ni haya ese acrecentamiento dado lugar a guerras, aunque haya debido su origen a la fuerza de las armas.

Esto no quiere decir que una nación no pueda, en caso de guerra de conquista, aliarse con la nación amenazada, contra la que quiere invadir su territorio, y estorbarlo.

3.º Revoluciones políticas interiores. Cada nación, personalmente considerada, es libre de arreglar su vida interna como mejor le plazca, y de darse, por lo tanto, el gobierno que tenga por conveniente; mientras esto sea así, mientras los pueblos obren, en virtud de su independencia y autonomía, y dentro de sí mismos, el cambio de gobierno o de formas políticas, las revoluciones, en una palabra, no deberán ser justa causa de intervención armada ni aun en el caso presentado por algunos autores de que el poder constituido se haga solidario con algún partido y contra la mayoría de la nación; parécenos que sólo puede haber dos casos en que las revoluciones políticas internas de un pueblo puedan considerarse como justa causa para declarar la guerra e intervenir a mano armada, y serán: primero, cuando la lucha política y civil se haya ensangrentado tanto y sea tan cruel, que consentirla pueda considerarse como un insulto a la moral de las naciones; y segundo, cuando, por su carácter propagandista, pueda ser un verdadero peligro para la paz interior de otros pueblos; en ambos casos la intervención podrá ser justa, sobre todo si no mueven a la nación o naciones que intervienen miras interesadas.

4.º Violación de la ley o derecho natural. Indudable cosa es que la violación de los preceptos del derecho natural, ya se haga por los individuos o por los pueblos, constituye un verdadero crimen, pero la cuestión grave consiste en saber si este crimen es causa suficiente para la declaración de guerra270. Creemos que habrá que distinguir dos casos: o la violación del derecho natural ha tenido lugar dentro de una nación, o ésta ha exteriorizado el acto, y por lo tanto la violación puede afectar directa e indirectamente a otros pueblos. En ambos casos la cuestión se presenta, como hemos dicho, con suma gravedad, pero nos parece que la tiene mayor que en el primero, en el segundo; en efecto, la violación del derecho natural, en todo caso, puede, según hemos indicado, considerarse como un crimen de lesa humanidad; pero si esta violación se ha verificado en el seno de una asociación política, en su vida íntima; si no ha pasado a la vida de relación internacional, hácese necesario para decidir tener muy en cuenta, por una parte, la gravedad de la violación, por otra, la personalidad e independencia de cada estado, la igualdad de derechos que tiene con respecto a los demás, y en fin los males que la violación puede producir a las demás naciones. Sucede en este caso como cuando el hombre, en el seno de la sociedad, viola un deber moral; que mientras esta violación es interna, mientras no se manifiesta a la vida exterior, a la vida de relación, el hombre no puede ser castigado por el poder social, y aunque en la personalidad colectiva de las naciones aun los actos internos de ellas se exteriorizan más que los internos del individuo, no pueden considerarse como verdaderamente externos, ni por lo tanto sujetos a coacción exterior de ningún género; por otra parte, es muy difícil, en la relación de igualdad que existe entre las naciones, que una pueda ser árbitra juzgadora de la extensión y gravedad del mal cometido por la otra en la violación de un derecho natural; pues, como éstos, según hemos visto, se desenvuelven y acrecen y perfeccionan en el tiempo y en el espacio, tal vez lo que aparece y realmente es una violación del derecho, pierda su gravedad por las circunstancias concomitantes de que viene acompañado; así, por ejemplo, nadie puede dudar de que el derecho de libertad es un derecho absoluto e inviolable, pero tampoco podrá caber duda de que su más o menos extenso ejercicio depende del grado de ilustración y de cultura de un pueblo; si este derecho se restringe, en una nación dada, casi hasta reducirlo a la nada, hay una verdadera violación de derecho natural; pero ¿será éste, por ventura, un mal mayor que el que podría resultar de dejar su ejercicio libérrimo en un pueblo que convirtiese la libertad en licencia? ¿Y no habría grande exposición en conceder a los pueblos esa intervención constante de los unos en la manera de ser de los otros?271

Diferente cosa es cuando se trata de hechos que afectan a la moral general de las naciones, cuando al realizarse tocan a la vida externa y de relación; si un pueblo hiciese prisioneros a los que llegasen a sus costas, si los sometiese a la esclavitud, si los sacrificase, como esta violación era externa, como afectaba a la vida de relación con las demás naciones, la guerra sería justa.

5.º Armamentos extraordinarios. Consecuencia necesaria de la personalidad de las naciones es el derecho que les asiste para armarse, proveyendo así como tengan por conveniente a su seguridad; pero, como esa personalidad es recíproca y alcanza a todas, siempre que una tema que esos armamentos extraordinarios, sin razón y sin motivo, se puedan convertir en contra suya, tendrá el derecho de exigir explicaciones, que si no son satisfactorias y bastantes a tranquilizarla racionalmente, podrán provocar una guerra justa272.

Indicadas las causas que pueden justificar una declaración de guerra, nos resta repetir lo dicho ya en párrafos anteriores, que nunca el derecho las restringirá bastante, habida consideración a que la guerra es un estado material de fuerza, y por lo tanto, contrario a la razón, a la justicia y al derecho; que el triunfo no representa otra cosa que el triunfo de la fuerza, de la materia sobre la razón y sobre el espíritu; además, que aun en un estado semejante ni puede ni debe prescindirse de la razón sin exponerse a que las guerras tomen un carácter de ferocidad horrible.

3. Definida la guerra, señaladas las causas justas para declararla, veamos ahora cuál puede y debe ser la esfera de acción de las partes beligerantes, o lo que es lo mismo, qué cosas pueden y cuáles no pueden hacer en buenos principios de derecho, y no decimos de moral, porque desde luego toda guerra, toda lucha puramente material, es contraria a la moral que radica en el espíritu.

4. Los autores suelen fijar tres principios como puntos de partida para señalar la esfera de acción de las partes beligerantes: primero, que la guerra sólo se hace para conseguir la paz; segundo, que se hace de gobierno a gobierno, y no a los particulares; y tercero, que autoriza todo medio leal de vencer la resistencia del enemigo y de paralizar el poder de la nación contraria273.

No nos satisfacen los tres principios sentados, no porque no sean verdaderos, sino porque siéndolo, son insuficientes para marcar la esfera de acción, extensión y límites del derecho de los contendientes. Basta fijarse en las definiciones dadas anteriormente, para comprender que, según las ideas que de la guerra se tengan, así ésta, sin salir de los tres principios, podrá ser más o menos ruda, más o menos sangrienta, porque lo único que podría servir de correctivo y de regla es la lealtad en los medios, pero esto es oscuro y poco seguro. La lealtad ni es la justicia ni la razón, y nosotros creemos que es necesario que a todas las acciones humanas externas presidan la razón y la justicia, pues de lo contrario no producirán el bien en que consiste todo fin humano, así sea individual o parcial, como general o universal.

Parécenos que para marcar la verdadera esfera de acción de la guerra, para que este hecho de fuerza material, y por lo tanto, siempre condenable en el hombre y en los pueblos, no sea en absoluto contrario a la moral y al derecho, es necesario que deduzcamos su extensión y límites, precisamente de la definición por nosotros aceptada en el párrafo primero de esta lección, puesto que si los medios de que las partes beligerantes se han de valer para llegar al establecimiento de una paz justa han de ser racionales, claro es que la esfera de acción de la lucha, racional debe ser también, o lo que es lo mismo, todo cuanto a la razón se oponga, en los medios empleados para vencer, será reprensible en quien los emplee y digno de general reprobación; teniendo esto en cuenta y ajustándose a ello, los tres principios sentados por los tratadistas tienen una fácil aplicación.

Nada, pues, que oponiéndose a la moral y al derecho sea contrario a la razón, puede aceptarse por el hombre, ni aun en el estado de guerra, en que sin duda alguna el hombre colectivo, la sociedad, se encuentra más lejos del espíritu, más cerca de la materia, aceptado hasta para el estado de guerra, el elemento racional, como la base de toda acción, aunque la guerra sea para conseguir la paz, ni la crueldad ni el engaño ni la dolosa falsía podrán ser medios de acción aceptable, ni podrán causarse a los particulares otros daños que los absolutamente necesarios, ni podrá caber duda respecto a la lealtad de los medios para paralizar el poder de los contrarios.

Fundados en estos preliminares, veamos ahora hasta dónde se extiende la esfera de acción de las partes beligerantes; que ésta alcanza así a las personas como a las cosas de los pueblos que luchan, es cosa indudable, como lo es que deben, cuanto esto sea posible, ser respetadas, así las cosas como las personas.

Al examinar la esfera de acción de la guerra, ya con respecto a las personas, ya a las cosas, los autores274 se ocupan: 1.º De los prisioneros. 2.º Del pillaje o botín. 3.º Del derecho a cobrar contribuciones al enemigo. 4.º De las patentes de corso. 5.º Del bloqueo. 6.º De las represalias o retorsión. 7.º De los ardides de guerra. 8.º Del uso de ciertas armas.

1.º De los prisioneros. La guerra es el medio extremo, pero racional, de obligar al enemigo, debilitándolo, a llegar a una paz justa; pero dada la necesidad de que existan los pueblos, las naciones, dada asimismo la personalidad de estos entes colectivos, que les obliga y da derecho a conservarse y a defenderse, el ciudadano que toma las armas en defensa de su patria, justa o injustamente amenazada por otra nación, no podrá considerarse jamás como culpable ni criminal; por lo tanto, la guerra de exterminio, reconocida y aceptada por el mundo antiguo, tendrá que merecer la reprobación de la civilización moderna, que sólo trata de debilitar las fuerzas del enemigo, pero no de destruir su existencia; la matanza de los prisioneros, sea cual sea el motivo en que se la quiera fundar, la guerra sin cuartel, la servidumbre o los trabajos forzados impuestos al prisionero de guerra, serán, en la nación que tales actos cometa, crímenes de lesa humanidad, que el mundo civilizado condenará con todas sus fuerzas y energía.

Suscítase la cuestión de si deberá considerarse como prisioneros de guerra sólo a los militares, o también a los paisanos armados; nosotros creemos que no debe hacerse distinción, toda vez que el único derecho que sobre ellos reconocemos es el de retenerlos para evitar que las fuerzas del enemigo se acrezcan, o canjearlos, puesto que siendo el canje mutuo, no influye en pro ni en contra de unos ni de otros. Nadie, tomando las armas para defender su patria; nadie, repetimos, comete un crimen; nadie puede castigar un hecho lícito; además, la guerra no es el arte de exterminar, sino el de paralizar o debilitar las fuerzas enemigas.

2.º Del botín o pillaje. Consecuencia del socialismo antiguo y de la estrecha solidaridad que establecía entre el individuo y la nación de que era miembro, se hizo regla general que en el estado de guerra era lícito apoderarse de todo cuanto al enemigo pertenecía, ya fuese por dominio público, ya por el particular o privado, y el pillaje y el botín lo mismo se ejercían sobre los bienes del Estado que, sobre los de los particulares; como todavía la moderna civilización no se ha desnudado por completo de las reminiscencias de la antigua, el pillaje y el botín, si bien en general reprobados y en desuso, alcanzan, cuando se practican, tanto al Estado cuanto a los particulares, y vemos aún sostenidas por los modernos autores las teorías y las reglas que debieron desaparecer cuando el coloso romano, al hundirse en el polvo de las edades, arrastró un mundo y una civilización. En buenos principios de derecho, las naciones beligerantes sólo tienen derecho a apoderarse de los fondos públicos, de las municiones de guerra y boca del enemigo, pero no de la propiedad particular, que siempre y en todo caso debe ser sagrada; y sin embargo, como hemos dicho, muy a menudo sucede que el botín se extiende a las cosas de los particulares, y con tal poder, con tanta energía y con tan poca equidad, que sólo cuando son recobradas dentro de las veinticuatro horas de apresadas se les aplica el derecho de postliminio, y pasadas se hacen propiedad, no sólo del aprehensor, sino del que de él las adquirió275. Más dura es aún la regla cuando se trata de presa marítima, puesto que pasadas las veinte y cuatro horas, aunque sea recobrada por la nación cuya bandera la cobijaba, no se hará de su verdadero dueño, sino del reaprehensor276. La injusticia de estas reglas no creemos que necesita demostrarse.

3.º Derecho a cobrar las contribuciones del enemigo. Si sólo se trata de recaudar lo que el pueblo enemigo invadido debe dar a su gobierno, parece que el derecho es innegable, dadas las condiciones esenciales de la guerra; pero no es tan clara la cuestión cuando se trata de un impuesto extraordinario, porque entonces no es sobre el Estado, sino sobre el particular, sobre quien pesa la gabela; esto no quiere decir que en caso de necesidad no se pueda obligar a los particulares a ciertas prestaciones, como bagajes, raciones, municiones, objetos de parque sanitario y otros, pero los contendientes deben ser muy parcos, aun en esto.

4.º De las patentes de corso. Son documentos otorgados por las potencias marítimas beligerantes a sus buques mercantes para que puedan armarse como naves de guerra, y atacar y hacer presa en los buques también mercantes del enemigo; las patentes de corso no son otra cosa que una legitimación del pillaje marítimo reprobado en la guerra terrestre. Si, del mismo modo que ellas someten al buque que la obtiene a la disciplina militar y le colocan bajo las órdenes de los jefes de la marina de guerra, se empleasen sólo contra la marina militar enemiga, las patentes de corso podrían aceptarse; pero la razón y el derecho las condenan cuando se convierten en arma dirigida sola y exclusivamente contra el particular inerme e indefenso. Las presas corresponden al buque corsario, y el tribunal encargado de juzgarlas buena presa es nombrado por la nación apresadora. La patente de corso quita al bajel corsario el carácter de pirata, que se le reconocería en otro caso277.

5.º Del bloqueo. Tiene lugar como medio de hostilidad contra un puerto enemigo, aislándolo y cercándolo de modo tal, que no pueda penetrar en él buque alguno; el bloqueo no sólo es perjudicial a la nación cuyos puertos están bloqueados, sino a su comercio en particular, y aun al de las demás naciones neutrales en la lucha; pero no puede condenarse, porque a las veces ese aislamiento, ese cerco, será un medio necesario para obtener la supremacía, y tal vez el menos cruel y terrible. Con objeto de evitar los perjuicios al comercio en general, suele anunciarse el bloqueo, y todos los buques cargados antes suelen dejarse penetrar o salir con conocimiento del jefe de las fuerzas navales bloqueadoras, que hará buena presa a los que quieran entrar fraudulentamente.

Algunos autores, impregnados todavía de las ideas antiguas respecto a la guerra, sostienen que en el bloqueo hay hasta el derecho de imponer la pena de la vida a los que lo quebranten278. La injusticia resalta de una manera tal, que no perderemos el tiempo en demostrarla.

6.º De las represalias o retorsión. Hemos dicho que uno de los caracteres necesarios que acompañan siempre a las relaciones internacionales, es la reciprocidad, y de aquí han deducido algunos autores279, que en estado de guerra una nación tiene el derecho de tratar a su enemigo de la misma manera que ha sido tratada. Efectivamente, a primera vista, teniendo en cuenta la absoluta igualdad de derechos que entre nación y nación debe existir, la reciprocidad que de ella se origina, y el objeto a que en la lucha deben aspirar las partes contendientes, parece que las represalias o retorsión no deben estar reprobadas por el derecho natural o de gentes; pero no es así, jamás en la vida de relación individual ni colectiva, el que uno de los seres que se relacionan realice un mal, es causa justificante para que el otro realice también un mal idéntico; podrá repeler el mal causado por todos los medios que estén a su alcance, pero no seguir el mal ejemplo sentado; así, pues, si declarada la guerra entre dos naciones, la una la comienza negando el cuartel, y por lo tanto, asesinando a los prisioneros, los defensores del derecho de retorsión o represalias quieren que la otra nación beligerante niegue el cuartel y asesine a los prisioneros en número y condiciones iguales a los que le han sido asesinados; en una palabra, aplican aquí en toda su fuerza la ley del Talión.

Nosotros creemos y sostenemos que las represalias deben usarse con gran parsimonia; pues siendo más que otra cosa un acto de venganza, pueden conducir a los pueblos al estado más terrible de crueldad y de horrible salvajismo. Por otra parte, como jamás se dirigen contra el que con sus actos ha dado lugar a ellas, sino contra inocentes, todavía su uso aparece más absurdo e injustificado; aun en el caso más favorable, que es cuando tienen por objeto evitar que el mal se reproduzca, aun en ese caso las combatiremos; no es lícito al hombre corregir el mal por el mal; el mal se corrige sola y exclusivamente por el bien, y aparte de que el resultado sería siempre inseguro, aunque no lo fuese, no podremos considerar sino como una iniquidad el que por salvar a algunos se toque a solo un cabello de un inocente280.

7. De los ardides de guerra. Cuestión muy debatida también es la de saber hasta qué punto son aceptables los ardides de guerra; que ellos pueden ser un medio poderoso de debilitar al enemigo preparando por ello una paz, es cosa indudable; pero aunque sea así, y aunque la paz que por los ardides empleados en la guerra se consiga sea justa, no todos son aceptables. Mientras su uso no signifique un dolo inmoral, pueden aceptarse; desde el momento en que aparezca la inmoralidad, la falta de nobleza, es necesario rechazarlos por la razón y en la práctica. Así, por ejemplo, el general que finge una retirada con el objeto de atraer al enemigo a mejores posiciones y poder vencerle a menos costa, ha usado de un ardid de guerra que nadie puede condenar; pero el general que firmase un armisticio, una tregua, y durante ella se arrojase sobre el enemigo, confiado e indefenso, para destrozarlo, cometería un delito de lesa humanidad, que el mundo entero condenaría con enérgica protesta. Como ardid de guerra se ha considerado y aceptado el apoderarse de la correspondencia y correos enemigos, para poder así conocer y combatir o destruir sus planes, pero sólo de la oficial, respetando la particular y privada, que nadie tiene derecho a abrir.

8.º Del uso de ciertas armas. Que el estado de guerra, como de lucha material de fuerza, tiende a destruir, y por lo tanto, que todas las armas que se empleen han de ser destructoras y mortíferas, es sabida cosa; pero debe serlo también la regla general de que debe inferirse en la lucha el menor mal posible, y sólo el absolutamente necesario; así, pues, toda arma que haga esencialmente mortales las heridas o que aumente el dolor y el sufrimiento; los bombardeos, cuando no se dirigen sólo contra las fortalezas, factorías o almacenes de guerra enemigos, deben reprobarse; pero aunque de consuno los reprueben la moral y el derecho, no se ha llegado a una práctica aplicación, y todavía se bombardean los pueblos y se destruye la propiedad particular y los monumentos del arte más preciados en aras de la ambición, del orgullo o de la venganza.

4. Derecho de neutralidad281. En caso de guerra entre dos o más naciones, otras pueden presenciar la lucha entablada, tomando o sin tomar parte en ella; si la toman se convierten en beligerantes, y como tales seguirán en todo los achaques de la lucha; si, por el contrario, no toman parte alguna en ellas, sino que esperan impasibles su resultado, se dice que son neutras o neutrales. La neutralidad puede revestir una doble forma: si consiste sólo en presenciar la lucha, sin ocuparse de ella para nada ni en pro ni en contra, y sin tomar ninguna medida ni precaución particular, la neutralidad se denomina simple; pero si manteniéndose ajena a la lucha se arma y se prepara para el caso eventual de que alguna de las partes beligerantes pueda violar sus derechos, defenderse, la neutralidad será armada.

Reconocido el derecho de neutralidad en todos los tiempos y por todas las naciones, produce desde luego: 1.º, la inviolabilidad del territorio neutral, que no podrá jamás ser invadido ni ocupado bajo ningún pretexto por las partes contendientes; 2.º, la obligación de no prestar socorro de ninguna especie a ninguna de las partes beligerantes, ya sea activo o indirecto, comerciando con géneros de guerra, que se denominarán contrabando, y que, por lo menos, serán apresados; 3.º, el derecho de continuar en todo lo demás el comercio, pudiendo entrar, salir, arribar y traficar con todos los puertos de las naciones enemigas entre sí, salvo el caso de bloqueo.

La neutralidad, si se refiere a la vida y al comercio marítimo de los pueblos, es, no sólo cuando tiene más aplicación, sino más dificultades de realización; la máxima dominante es la de que el pabellón cubre la mercancía, y por lo mismo, todas las que son conducidas en buques neutros, aunque pertenezcan a individuos del país enemigo, serán en absoluto respetadas: pero como sea necesario que en caso de encontrarse buques neutros con buques de las potencias beligerantes, éstos adquieran la seguridad de que aquéllos tienen la cualidad indicada, será indispensable distinguir el caso en que el buque neutro viaja en convoy con otros buques mercantes y de guerra de su nación, y el en que viajan solos; en el primer caso, basta con que el oficial jefe de los buques convoy antes dé su palabra de que aquéllos pertenecen a su nación y no conducen contrabando de guerra282. En el segundo, los buques podrán ser visitados y deberán exhibir los documentos que acrediten su pabellón, procedencia y género de cargamento283. Si realmente el buque es neutro, aunque conduzca en su cargamento objetos de la propiedad de los enemigos del buque visitante, no se hará presa ni en éste ni en aquél; pero si, por el contrario, el buque es enemigo, aunque el cargamento pertenezca a comerciantes de las naciones neutrales, buque y cargamento serán considerados como buena presa284.

Esta es la regla general, y de todas las naciones cultas; sólo Inglaterra quiere, siguiendo la prescripción del célebre código marítimo, conocido con el nombre de Consulado del mar, declarar que toda mercancía perteneciente a enemigos es buena presa, sea el que sea el pabellón que la cubra.

5. Según hemos visto al definir la guerra, ésta es un estado de fuerza material, cuyo objeto es venir a ajustar una paz justa; y en efecto, tras una guerra más o menos cruel y desastrosa, viene una paz que será también, a su vez, más o menos justa; pues casi siempre la justicia de la paz dependerá de las ventajas que cada nación haya obtenido en la lucha. Este resultado, general en el mundo moderno, no lo era en la antigüedad; el objeto de la guerra allí era el exterminio, la destrucción de los vencidos, la absorción absoluta del vencido por el vencedor.

La paz en los Estados modernos se ajusta en virtud de tratados diplomáticos, que se celebran entre las naciones contendientes; y en esto, como en casi todos los hechos que son objeto del derecho internacional, influye mucho el poderío y la preponderancia de cada nación.

6. Los desastres sin cuento que las guerras traen siempre consigo como estados de lucha en que prepondera la fuerza material sobre el espíritu y la razón, los inmensos perjuicios que pueden producir, no sólo para las naciones beligerantes y para su comercio, sino hasta para los pueblos y el comercio que no han tomado parte en la lucha, han movido a escritores de mérito, alta ciencia y noble corazón, a arbitrar los medios para asegurar entre todos los Estados un estado permanente de paz, a cuya teoría se llama hoy de la paz perpetua285.

El pensamiento, sin duda alguna, es grande y generoso; su realización sería el más bello desiderátum del mundo moderno; pero es de temer que pase aún mucho tiempo antes de que la paz perpetua pase siquiera de ser una aspiración de la ciencia, a la que se opondrá el orgullo, el egoísmo y hasta el sentimiento de independencia de las naciones.

Basta recordar lo que hemos dicho en el curso de estas lecciones, no sólo para comprender las dificultades con que ha de luchar el proyecto de paz perpetua, sino para fijar los únicos medios de preparar el momento, en que pueda, siquiera imperfectamente, realizarse. En efecto, ocupándonos de la vida de relación de los pueblos, decíamos que éstos se hallaban en el segundo período de la segunda edad, o lo que es lo mismo, que los elementos preponderantes de su acción eran la libertad, la espontaneidad y la independencia enérgica que de ellas surge; así, pues, creyendo los pueblos, las naciones, bastarse a sí mismas, toda vez que hallaban en sí todos los medios y elementos necesarios para desenvolverse por sí, querían hacerlo para sí y sin consideración a los demás, por lo cual, en el ejercicio siempre material, egoísta siempre de esas facultades, chocaban unas con otras, y no reconociendo a la razón, como elemento superior y rector, por lo tanto, de su acción; no existiendo tampoco una fórmula terrena de la razón suprema que dirige al mundo, suficientemente caracterizada, fuerte y enérgica para imponerse a las naciones y dar a su libertad acertada y conveniente dirección, el choque producía la lucha, la guerra, esto es, la fuerza material se sobreponía al espíritu, a la razón. Así como en el hombre, apenas la vida de relación ensancha sus límites y se hace más rica, la misión del Estado, como representante de la razón colectiva, imponiéndose a la razón y libertad individuales, aleja la lucha y hace más racional la vida individual, así también los pueblos, en su vida de relación, a proporción que más amplíen su esfera de actividad, que más se unan, que sus intereses aparezcan más solidarios, que comprendan que tienen el deber de realizar un fin universal, el fin de la humanidad, darán forma externa y universal a la razón suprema, de modo tal, tan amplio y tan enérgico, que se pueda sobreponer a la razón y libertad colectivas de cada nación y dirigirlas hacia la consecución de ese mismo fin universal. ¿Qué es necesario para que esto suceda? En primer lugar, que los pueblos se unan en un sentimiento más espiritual que el que hoy los domina, que comprendan que su destino es una parte del destino universal, que sus intereses son comunes y solidarios, que ni la libertad ni la espontaneidad son todos los elementos, todas las condiciones de que el hombre individuo y el hombre colectivo disponen para la realización de su destinación ulterior y suprema, y que ésta no podrá realizarse mientras la razón no ilumine y dirija el movimiento.

Los autores citados al comenzar este párrafo, ocupándose de los medios de asegurar la paz perpetua, han tocado con otra cuestión e importantísima teoría, que es la de la asociación universal; porque al buscar una forma externa que revele la razón suprema en un grado bastante enérgico para poderse imponer a la individual y colectiva, la han hallado en la asociación o confederación de todos los estados europeos, que a imitación de la germánica constituya una dieta general o estado supremo, representante de la razón universal, y que se imponga y decida de todas las cuestiones internacionales que se puedan suscitar; como se ve, esto no es más que la repetición de lo que sucede en la vida colectiva interna de las naciones; el Estado, representante de la razón general, surge en su forma de la voluntad de los coasociados; así, cuando se pueda formar una asociación de todos los pueblos, de ella surgirá ese estado universal, que, representante de la razón suprema, dirija y regule la acción personal colectiva de las naciones por el camino que conduce al bien universal.

Pero esto no podrá conseguirse mientras los pueblos todos no estén suficientemente ilustrados para sacrificar una parte de sus instintos, de sus tendencias, de su espontaneidad, libertad e independencia colectivo-personales, en aras de esa gran personalidad que se llama humanidad y de sus destinos ulteriores y supremos.

7. Hemos llegado a plantear el problema, tal vez más arduo, más importante y de más lejana solución que encierra la ciencia del derecho. ¡La asociación universal! ¡el sueño, la utopía de algunas almas generosas que desde el comienzo de la edad histórica viene acariciándose por algunos! ¿Se realizará sobre la tierra?

Que el hombre dotado de la facultad de generalizar, agitándose constantemente y progresando siempre, camina sin tregua ni descanso del parcial al universal, del individual al general, es cosa fuera de toda duda y que la historia y la experiencia de los siglos cumplidamente nos demuestran; pero no es menos cierto que realizar el universal en todas sus manifestaciones, es el destino supremo del hombre, es el triunfo absoluto del espíritu sobre la materia, y el día en que esto se verifique, el hombre habrá terminado su misión sobre la tierra; su actividad no tendrá objeto; por lo tanto, ese bello ideal de la ciencia, si llegara a realizarse, está aún muy lejos de nosotros, como está muy lejos el término y realización de la tercera edad humanitaria, única en que esto puede tener lugar.

Es más todavía, la asociación universal se comprende por punto general como el término y la muerte de las asociaciones parciales; pueblos, naciones, estados, y éste es un error gravísimo.

El carácter esencial, distintivo de toda noción espiritual, consiste en ser una potencia creadora; el espíritu, en sus constantes evoluciones, crea, progresa, se eleva; jamás destruye, jamás retrocede; aprovecha todos los elementos, todas las existencias inferiores; las da vida, las esclarece, las ilustra, las levanta, no las destruye; así, pues, si alguna vez llegase la asociación universal a ser un hecho práctico, lejos de herir, de matar, las nacionalidades, las fortalecería, les daría vida más amplia, más rica, más estable; las nacionalidades son, con respecto a la asociación universal, lo que los individuos respecto a las asociaciones políticas; y así como éstas ostentan una personalidad colectiva que encierra viva en su seno la personalidad individual perfeccionándola, extendiéndola, enriqueciéndola, así la personalidad universal, si alguna vez aparece, cobijará bajo su manto la personalidad colectiva y la individual sin destruirlas.

Que la tendencia constante del ser hominal le lleva a extender indefinidamente la asociación, como todos los derechos absolutos, sin gran esfuerzo, se comprende; que los lazos nuevos, y cada vez más múltiples y más fuertes que se van estableciendo de nación a nación, la generalidad y solidaridad de intereses que entre ellas existe, la facilidad de las comunicaciones de todo género que parece que van a hacer ilusorios el tiempo y el espacio, tienden, no como algunos creen, a destruir por completo las fronteras y las nacionalidades, pero sí a darles unidad de acción, de pensamiento y de intereses, preparando así la unión más universal y profunda entre ellas; hechos son que se ven, que se palpan y que nos acercan sin duda alguna al bello ideal de la asociación humanitaria. Tal vez jamás se realice, pero algo parecido ha de señalar el ingreso a la tercera edad.




ArribaAbajoLección XXX

Del derecho concreto bajo su aspecto objetivo. Derecho público político o constitucional


SUMARIO.

1. Del DERECHO POLÍTICO o CONSTITUCIONAL. Qué sea. Sus fundamentos.-2. Del Poder social. Su origen. Opiniones.-3. Fijación de la doctrina.-4. En quién reside el Poder.-5. Sus formas.-6. Gobiernos absolutos. Gobiernos mixtos o templados.-7. Análisis de las distintas formas de gobierno: 1.º Monárquico. 2.º Republicano. 3.º Constitucional.-8. Ventajas e inconvenientes de cada una.-9. Manifestación del Poder en cada una de ellas.-10. Divisiones del Poder: 1.º Legislativo. 2.º Ejecutivo. 3.º Judicial. Sus funciones.-11. Confusión de poderes. Sus efectos.-12. Del DERECHO ADMINISTRATIVO.

1. La segunda aparición del derecho público es el que los autores llaman político o constitucional; llamado a regular las relaciones que por razón del principio de sociabilidad y del derecho absoluto de asociación nacen y se establecen entre los hombres, es sin duda de importancia suma; nosotros, sin embargo, le trataremos con la mayor posible concisión, por lo mismo que es tal vez el que más se ha estudiado y sobre el que más se ha escrito, presentándolo bajo todos los aspectos científicos posibles, siquiera no se ha llegado todavía a una solución concreta de ninguno de los principios que le constituyen; pero no es porque se desconozcan, sino porque han estado constantemente en lucha los intereses egoísticos y particulares con los generales de la asociación.

No aspiramos a realizarlos, pero sí a estudiarlos de un modo científico y con arreglo a las nociones y principios absolutos que sirven de base y de cimiento a la ciencia y que hemos estudiado y desenvuelto en estas lecciones. En ellas hemos ya286 definido el Estado y fijado su noción filosófica, considerándolo como la manifestación terrena del espíritu supremo que penetra en el mundo y se realiza en él con deliberada conciencia287; esto es, como forma terrena y general de la razón suprema que gobierna al mundo. Concebida y explicada la noción filosófica y absoluta del Estado en sus relaciones con el individuo y con la sociedad, tócanos ahora estudiar su manifestación concreta, que es precisamente a la que se refiere el derecho constitucional.

Para hacerlo, fijaremos algunas ideas, que indicadas ya, deben tener ahora su desarrollo. Hemos considerado al Estado como manifestación terrena, externa, por lo tanto, de la razón suprema, y es claro que el Estado realizará, por lo mismo, el derecho; al considerarle como lo hemos hecho, claro está que hemos separado su noción de la de sociedad, separación que no se ha hecho hasta nuestros días y que ha producido fatales consecuencias; siendo, pues, la Sociedad y el Estado dos entidades distintas, pero relacionándose estrecha e íntimamente ambas, y apareciendo el segundo como el elemento racional que realiza el derecho en la primera, claro es que ha de hallar condiciones para ello, y éstas son las que constituyen el derecho político o constitucional.

Podemos, pues, definir el DERECHO POLÍTICO CONSTITUCIONAL, diciendo que es la reunión de condiciones por virtud de las que se determina la forma externa que debe revestir el ESTADO y se regulan las relaciones que entre él y la sociedad deben existir.

2. Si el Estado es la manifestación terrena de la razón general, si en sus relaciones con la sociedad y con los individuos que la componen es el que está llamado a regular y dirigir la acción racionalmente y según el derecho, es claro que no puede concretarse la noción de Estado, que no puede concebirse que realice su misión sin concederle poder para ello, las ideas de Estado y de Poder están íntimamente ligadas, mejor dicho, el Estado es el Poder que rige a la sociedad.

En todos los tiempos, en todos los pueblos, por todos los hombres, se ha concebido de la misma manera el Estado; siempre y por todos se le ha considerado como Poder; las diferencias de apreciación, las opiniones, sólo han surgido cuando se ha tratado de caracterizar ese Poder, de fijar su origen, de legitimar su acción; pues entonces es cuando, según el mayor o menor predominio de la materia o del espíritu, la noción de Estado, de Poder, se ha materializado hasta hacerlo consistir en la fuerza, como lo hizo el mundo antiguo, o en la razón, como lo hace la ciencia en la edad moderna.

Las consecuencias que de esta manera tan opuesta de considerar el Poder social surgen, no son difíciles de comprender, como no es difícil tampoco, teniendo en cuenta lo que dijimos al tratar de la historia del desenvolvimiento del derecho, fijar las varias y contradictorias opiniones que han tratado de explicar el origen del Poder, y como allí demostramos que ninguna de ellas es suficiente para enseñarnos los orígenes del derecho, las mismas razones aducidas nos enseñarán que no bastan tampoco para fijar el de Poder.

El Poder, el Estado, como hemos dicho, tiene su origen en la razón suprema, es una cualidad inherente a la naturaleza humana; pues siendo el hombre sociable, de la misma manera que como individuo, debe estar dirigido y gobernado por la razón como ente colectivo, en ella debe reconocer su fuerza rectora y reguladora, el origen esencial del Poder es divino, pero no confundamos el origen esencial con el formal, porque nos expondríamos a convertir el Poder social en un elemento invariable, eterno, y por lo tanto, contrario a toda acción, a todo movimiento.

No se halla tampoco el origen del Poder en la voluntad, porque si así fuera, ésta le sería superior, y por lo tanto, jamás aquél podría imponérsele: hácese, pues, necesario distinguir entre el origen esencial y el origen formal; aquél es divino, éste puede ser producto de la razón y de la voluntad.

Tendremos que el origen de todo Poder constituido, de todo Estado, se presenta bajo el doble aspecto esencial y formal, pero siempre como existencia racional que realiza el derecho, y como al tratar del Estado fijamos su origen esencial, vamos ahora a fijar el formal o puramente externo.

Quiénes, confundiendo ambos orígenes, sosteniendo que viene de Dios, le dan la unidad y la omnipotencia divina, y crean un poder absoluto, invariable, estacionario en su esencia y en su forma, y que no reviste, no puede revestir jamás, el carácter racional, sino el de fuerza material que se impone y domina.

Quiénes, por el contrario, siguiendo la misma confusión, pero haciendo predominar la forma sobre la esencia, no sólo hacen del Poder un elemento variable, modificable, perfectible, si no que, como hemos visto, le hacen en un todo dependiente de la voluntad general.

Finalmente, otros, uniendo ambas teorías, pero sin segregar lo esencial de lo formal, hacen del Estado, del Poder, un orden particular del orden social, pero en relación orgánica con toda la vida social.

Separando nosotros, como ya lo hemos hecho, el origen esencial del formal, y ocupándonos de este último, diremos que así como el Poder, esencialmente considerado, es de origen divino, y por lo mismo, uno, invariable, eterno, así bajo su aspecto formal, es temporal, vario, modificable a impulso de multitud de causas, según la cultura intelectual y moral de los pueblos, y según su voluntad manifestada libremente y con conciencia.

4. Suscítase otra cuestión como consecuencia de la que hemos tratado, y es la de señalar en quien reside el Poder social, esto es, quién puede darle forma externa y qué personalidad jurídica nacida de esa forma ha de representar la razón colectiva que constituye el Poder, el Estado.

Al estudiar el principio de sociabilidad y el derecho absoluto de asociación vimos que, relacionados, que unidos los hombres natural y necesariamente, formaban de su colectividad un todo orgánico, libre, cognoscente, voluntario, que se llamaba pueblo, nación, que tenía una personalidad, esto es, que se ostentaba como una existencia completa, distinta, con sus caracteres y cualidades propias, libre, racional, voluntaria; el Poder, por lo tanto, la forma terrena de la razón suprema llamada a dirigir esa personalidad colectiva, está en ella como la razón individual, forma terrena también, manifestación limitada de la razón suprema, se halla en el individuo. El Poder, pues, reside en esa personalidad colectiva, en la nación, y reside de hecho y de derecho; la nación es la única que puede darle forma, que puede exteriorizarlo, y que lo realiza, ya otorgándoselo a un ser que considera superior, y al que, por lo tanto, da la plenitud de todo el poder, ya conservándolo en su seno, ya, en fin, reservándose el derecho de intervenir los actos del hombre, a quien invistiera del poder supremo, de la soberanía.

De aquí, pues, la división que se hace del Poder, por razón de su forma, en poderes absolutos y mixtos o templados; los primeros son aquellos en quienes la soberanía radica, sin condición, sin límite de ningún género, y aunque generalmente sólo se considera absoluto el poder cuando le ejerce un hombre solo sin más guía que su voluntad, no puede negarse que absoluto será el poder ejercido por la colectividad, si sólo a la voluntad general acepta como reguladora y limitadora de la vida social; no es el número el que da el absolutismo, es la preponderancia de la voluntad sobre la razón. Los segundos son aquellos en que la voluntad de uno tiene como correctivo la voluntad de los demás, y en los que de esta lucha de voluntades parece que debe resultar el predominio de la razón.

De aquí la división de las formas del Poder o de Gobierno, que con este nombre se conoce el Poder formalmente manifestado, en monárquico, republicano y constitucional, división que se debe a Montesquieu:

1.º Gobierno monárquico: es aquel en que el poder reside en un hombre, que le ejerce según su voluntad más o menos libre. Cuando no existe para el Monarca más ley que esa misma voluntad, cuando ella es la ley suprema que preside a su acción, la monarquía es despótica o autocrática; si su voluntad está de cierta manera sometida a leyes por él mismo dictadas, la monarquía será absoluta, y en la persona del Monarca residirán en una y en otra todos los poderes.

2.º Gobierno republicano: el poder no reside en un solo hombre, sino en todo el pueblo o en los elegidos del pueblo, como mandatarios suyos. En éste cabe el despotismo y el absolutismo lo mismo que en el gobierno monárquico, porque el despotismo o absolutismo del poder no resulta del número mayor o menor de hombres que le constituyen, sino de la manera de ejercerlo.

3.º Gobiernos templados o mixtos: Mr. de Montesquieu, fijando su atención en la manera de ser política de Inglaterra, viendo que el Rey tenía templado su poder por la voluntad general, manifestada ya en una ley orgánica, ya en las Cámaras compuestas de cierto número de ciudadanos elegidos por la nación, creyó que estos gobiernos así constituidos podrían realizar el bello ideal del Poder.

8. Cuestión muy debatida es la de señalar las ventajas e inconvenientes de las tres formas de gobierno que acabamos de indicar; ninguno de ellos llena de seguro la alta misión que el Poder está llamado a realizar en la vida social; mejor dicho, en ninguno de ellos el Poder se ostenta con el carácter de razón colectiva superior que hemos visto debe caracterizarlo; en todos ellos vemos aparecer como elemento dominante y característico el voluntario y no el racional; en el monárquico es la voluntad de uno, en el republicano la de muchos, pero la voluntad y siempre la voluntad; y como la forma del Poder, del Estado, debe estar en íntimo constante acuerdo con su esencia, de aquí que siendo las formas de gobierno que hemos indicado expresión de la voluntad y no de la razón, la forma y la esencia se contradicen; por eso en la práctica las formas republicanas y monárquicas puras, como rara excepción, han producido el bien. ¿Pero le podrán producir las templadas o mixtas? Mucho lo dudamos, porque además de que en ellas predomina también sobre el elemento racional el voluntario, existe otra causa de perturbación constante, que es la lucha del Poder que representa el Monarca con el que representan las Cámaras, creadas como custodia y guardadoras de los derechos generales, y en oposición necesaria, constante, y, por punto general, estéril con el Rey.

Las formas que hasta ahora ha revestido el Poder, puede asegurarse, como hemos dicho, que están en constante oposición con la manera de ser esencial del Poder mismo, y como hasta ahora el Estado, no revistiendo forma adecuada, no ha podido hacer una manifestación integral conforme con su esencia racional, no ha podido producir los resultados que a su alta misión corresponden.

9. El Poder se manifiesta en cada forma de gobierno de una manera externa, distinta, pero casi siempre como voluntad, sólo que unas veces esta voluntad preponderante está representada por un hombre solo, como en la monarquía, otras por la generalidad de los asociados, como en la república, y otras, en fin, por una combinación habilidosa, pero casi siempre estéril, entre la individualidad y la colectividad, y es que las manifestaciones del Poder hasta ahora son puramente formales, y sólo en la forma se distinguen, siendo así que la verdadera manifestación debe ser esencial; en efecto, si, como hasta ahora acontece, la manifestación esencial del Poder es la espontaneidad, la voluntariedad y no la razón, poco importa que se ostente con la forma monárquica, republicana o mixta; pues en cualquiera de ellas tendremos siempre que el Poder gobierna a las sociedades por su voluntad, así como en la edad antigua los gobernaba por la fuerza, ya se cubriese con el manto de despóticos imperios o de no menos despóticas repúblicas. La verdadera manifestación integral y filosófica del Poder no está en una determinada forma de gobierno, no; está en que represente una noción activa, enérgica; así, pues, podemos decir que el Poder se puede manifestar como fuerza, y tal fue su manifestación antigua; como voluntad, que es la manifestación de la edad moderna, existente todavía; finalmente, como razón, que es la manifestación verdadera, la de lo por venir, la que hoy comienza ya a vislumbrarse y a quererse practicar, y este movimiento constante y progresivo de la noción de Poder, que el proceso histórico del mundo nos prueba cumplidamente, viene a demostrar lo que en otras lecciones hemos ya indicado, esto es, que en todos los desarrollos de cuanto con el ser hominal se liga, hay unidad esencial, y que de la misma manera que en el hombre aparece primero la materia dominando para dar después ingreso al espíritu que hace su primera aparición como voluntad y libertad, para preparar la aparición de la razón, verdadero poder rector del movimiento, así sucede también en la vida social.

La ciencia moderna, comprendiéndolo así, se ha esforzado en preparar el momento en que la razón, sustituyendo a la fuerza y a la voluntad, sea el verdadero poder social, y para conseguirlo, ha tratado de examinar cuáles deben ser los elementos constitutivos del Poder, y creído que agregándolos, individualizándolos, personificándolos mejor dicho, puede llegar a evitar las intrusiones del Poder, a encerrarlo dentro de un círculo del que no pueda extralimitarse. La separación de los elementos constitutivos del Poder formando entidades distintas, si bien estrechamente relacionadas, será sin duda alguna un medio de limitarlo, y si se quiere, de quitarle medios de dominación, de tiranía, pero no de convertir el Poder de lo que es en lo que debe ser, no; los males gravísimos que las extralimitaciones del Poder pueden producir no están ciertamente en que sea más o menos enérgica, más o menos poderosa su acción, sino en el carácter esencial de la acción misma; si la dirige la fuerza, será siempre material, despótica, fatal si la voluntad y la libertad, espiritual, pero inarmónica, desordenada; sólo cuando la dirija la razón será eminentemente espiritual, ordenada, armonizadora, y producirá la verdadera unidad que realiza el bien en todas sus esferas y manifestaciones.

Sin embargo, la segregación de los distintos elementos constitutivos del Poder es un verdadero progreso que prepara el triunfo de la razón, y que puede decirse constituye ya su implícito reconocimiento. En efecto, el Poder, para que como noción racional pueda llegar a ser lo que debe, para que pueda racionalmente imponerse a la colectividad, es necesario: 1.º Que pueda dictarle reglas de acción, de desenvolvimiento y de vitalidad social. 2.º Que tenga la facultad de ejecutar y hacer que los demás ejecuten todo lo que es y constituye un bien general. 3.º Que juzgue y decida siempre que se susciten dudas y cuestiones en el seno de la asociación, evitando así conflagraciones y luchas.

Como hasta ahora es la voluntad la que impera y forma la cualidad esencial y constitutiva del Poder, y como a proporción que es más enérgica y extiende más su acción, hay mayor peligro de que abuse de ella y tiranice a la colectividad, de aquí el que con objeto de debilitarla y evitar que pueda hacerlo se hayan querido segregar, y se hayan segregado realmente, al Estado, al Poder, esos elementos constitutivos, y que cada uno de ellos forme un cuerpo, un Poder, que se agite dentro de la esfera del general o central; pero con cierta independencia mutua y del mismo Poder central. Examinemos rápidamente esos tres elementos constitutivos del Poder abstractamente considerado, que reciben también el nombre genérico de poderes.

1.º Poder legislativo: decíamos, al ocuparnos de la transición del derecho natural al derecho positivo, que si todos los hombres obrasen siempre racionalmente, si en todos la razón y la inteligencia hubiesen llegado a un grado conveniente de desarrollo y perfección, tal vez bastasen las prescripciones del derecho racional absoluto para dirigir todas las acciones humanas, pero que, como esto no es así, como el hombre no ha llegado aún a su grado de perfección, no basta con las prescripciones siempre abstractas del derecho natural, y se necesitan otras más concretas, más tangibles, más positivas, cuyo conjunto forma lo que la ciencia reconoce con el nombre de derecho concreto o positivo, y cuya formación corresponde sin duda alguna a la sociedad representada por el Poder, que al ejercer esta función se llama legislativo.

El Poder legislativo, conociendo el derecho absoluto, apoyándose en él como base firmísima de su acción, es el que debe dictar las reglas, leyes concretas, que traduciendo a la vida práctica, externa y de relación los principios absolutos del derecho, los aplica a todas las acciones humanas. Cuando el derecho y el poder eran la manifestación de la fuerza, cuando por la fuerza se gobernaban y dirigían los estados, lo que hoy se llama Poder legislativo debía ser también representación genuina de la fuerza, así que radicaba en el que representaba la fuerza material, en el jefe del Estado, en la encarnación del Poder, ya fuese un solo hombre, ya una colectividad: cuando más tarde la fuerza hace plaza a la libertad y a la voluntad, y cuando estos elementos son también los que deciden la acción de todos los coasociados, éstos, por el temor fundado de que el Poder, absorbiendo en su voluntad la voluntad y libertad de todos legislase de un modo fatal para ellas, trataron de segregar del Poder central y general el de dictar leyes, y lo reservaron a la colectividad de varias maneras representada, el Poder legislativo, pues, se constituyó con independencia del central, pero relacionados ambos en cierta relación que es más estrecha a proporción que más fuerza se concede al poder central, y más laxa cuando éste es menos fuerte y poderoso.

2.º Poder ejecutivo: no basta con que el derecho natural se formule y concrete por virtud del derecho positivo; no basta con que se forme y discuta y apruebe la ley concreta y positiva, es necesario que estas leyes se ejecuten, que produzcan sus efectos prácticos tangibles, sin lo cual la ley no tendría objeto; el Poder que se impone, que hace que la ley concreta se cumpla, que tiene el deber de proporcionar los medios para ello, es el Poder ejecutivo. Éste a veces y de cierta manera legisla, toda vez que siempre que para la ejecución de la ley son necesarias disposiciones secundarias, de reglamentación, prácticas, el Poder ejecutivo es el encargado de hacerlas; generalmente el Poder ejecutivo es el que constituye el verdadero gobierno, la forma más tangible del Poder, porque es el más activo, el que se agita con más constancia en mayor número de esferas de acción generales e individuales, y como es el que ejecuta las leyes y las reglamenta de cierta manera, aun no concediéndole el derecho de sanción, influye en ellas muy directamente.

3.º El Poder judicial es el encargado de aplicar las leyes en los casos que ocurren por razón de las luchas y cuestiones particulares, y como la administración de la justicia pesa sobre todos y cada uno de los seres que forman el cuerpo colectivo, sociedad, y como la vida, la fortuna, la honra de todos depende de la acertada aplicación de la ley, de aquí que el poder judicial tenga una importancia suma, y que su independencia sea una garantía de la independencia del Estado y de los individuos que componen una sociedad.

10. Concretando la doctrina, podremos decir que las funciones de los poderes considerados como elementos constitutivos del general del Estado, son: las del legislativo, la formación de las leyes o reglas de conducta que emanadas del derecho natural han de formar el derecho positivo, y a las que todos los miembros de la asociación deben arreglar sus acciones: las del ejecutivo, ejecutar esas leyes, poner a los pueblos en situación de que se sirvan de ellas y obtengan los resultados que deben producir, administrar, esto es, regular la acción de los coasociados entre sí y la de éstos con el Poder, garantir los intereses generales y particulares, prestar medios de desarrollo al individuo y a la colectividad, y prepararle y garantirle todas las condiciones necesarias para que se realicen los destinos parciales e individuales y generales o universales del ser: finalmente, las funciones del poder judicial, no menos augustas, no menos importantes que las de los otros dos, consisten en hacer triunfar el bien y la justicia en la lucha jurídica que ha sustituido a la material de los tiempos primitivos, completando así la acción y los fines ulteriores de los otros dos poderes.

11. Considerando como hasta ahora se hace, a lo menos en la práctica, al Poder, al Estado, como la representación de la voluntad y libertad y no de la razón, es claro que la confusión de los elementos constitutivos del Estado o sean los poderes parciales de que nos hemos hecho cargo en el párrafo precedente, deben separarse y constituir existencias distintas, tenemos el elemento variedad; pero, como hemos dicho con repetición, la variedad, para que pueda convertirse en elemento de bien, es necesario que se unifique espiritualmente por medio de la armonía; pero como al par, el constituirse la variedad puede decirse que es un paso de progreso sobre la unidad puramente material y embrional de los tiempos primitivos que nos acerca a la unidad espiritual, sintética de la tercera edad, la disgregación de los poderes es sin duda alguna un progreso en la marcha y en la vida de los pueblos modernos que nos acerca y prepara el momento en que se unifiquen, armonizándose racionalmente. Mientras esto no suceda, la diversificación de los poderes, que significa una disminución en las fuerzas vivas, voluntarias y libres, pero aún no racionales, del Estado, lejos de combatirse, debe aceptarse y defenderse; pues si el Estado, como antes sucedía, asumiese en sí y con igual energía todos los elementos constitutivos que hemos designado con los nombres de poder legislativo, ejecutivo y judicial, esto es, si formase la ley, si la ejecutase y aplicase, el Estado podría abusar sin correctivo de ninguna especie de su Poder omnímodo y extensísimo, e imponer su voluntad con fuerza e intención tales, que convirtiéndose en poderoso elemento de tiranía lo fuese de injusticia y de destrucción.

Pero esa segregación de los poderes, que es acertada y conveniente; que, como hemos dicho, constituye la variedad que ha sustituido a la unidad embrional de la materia, volverá a unificarse por medio de la armonía, sin por eso confundirse ni perder su variedad, desde el momento en que el Estado, el Poder, sean, como deben ser, la representación genuina de la razón, dominando y dirigiendo al mundo.

El poder judicial no sólo se extiende a las cuestiones meramente contenciosas que surgen entre los particulares, sino a las que pueden surgir entre éstos y el Estado, en las varias relaciones que ambos sostienen constantemente y cuyas reglas o leyes forman lo que se llama derecho administrativo.

12. EL DERECHO ADMINISTRATIVO es la reunión de condiciones en virtud de las que el Poder lleva a cabo su acción externa.

La esfera de acción del derecho administrativo es inmensa; puede decirse que abraza toda la vida externa y material de los pueblos; así, pues, la hacienda, la milicia, la vida municipal, la vida provincial, la instrucción, las artes, todo, todo cuanto a la acción colectiva se refiere, todo cae bajo su poder, que la antigüedad no reconoció ni supo deslindar, pero que en la edad moderna reviste suma importancia; por cuya causa, deslindadas las atribuciones del poder judicial y del administrativo, para que éste forme parte del ejecutivo, se han creado cuerpos y tribunales especiales que apliquen las leyes que forman este derecho.

Los órganos superiores de la acción administrativa en el orden gubernamental de los pueblos modernos son los Ministerios, que en cada Estado se dividen y clasifican de una manera especial, que unidos con el jefe del Estado forman el Poder ejecutivo, y separados cada uno de por sí un centro de acción y de dirección administrativa.

A pesar de la importancia del derecho administrativo no nos detenemos más en su examen, porque nos hemos ocupado de casi todos los elementos que le componen.