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Nudos entre identidad y otredad. Una lectura de «El silenciero»

Jorge Bracamonte

Señala la psicóloga Arabella Kurtz:

La posición esquizo-paranoide predomina durante los primeros meses de vida; es una etapa común a todos nosotros. El infante percibe a las otras personas como fragmentos, no como totalidades tridimensionales. En respuesta a una intensa sensación de amenaza externa, se ponen en marcha diversas defensas psíquicas. La escisión y la proyección sirven para que el niño se libre de sentimientos ambivalentes: de ese modo ordena las cosas del mundo -personas y objetos- en términos relativamente simples, en blanco y negro, y no reconoce como propios los sentimientos negativos, que atribuye a otras personas.

Y esta autora continúa:

De suerte que a menudo actúa una especie de superyó primitivo, que resulta de la proyección de las frustraciones y el odio, que el niño ubica en el Otro en lugar de concebirlas como un aspecto del yo. Ese Otro se vuelve cada vez más ajeno y amenazador y es representado internamente de esa manera. De ese estado mental surgen los monstruos y los cucos; la persona paranoide es alguien que vive toda su vida bajo la influencia de esas figuras persecutorias.

Y luego agrega:

En circunstancias favorables, la evolución hacia la posición depresiva se inicia en la segunda mitad del primer año de vida. Se caracteriza por la representación interna de los otros significativos como totalidades tridimensionales, como objetos constituidos por distintas partes, algunas de las cuales suscitan sentimientos de frustración y odio, mientras que otras despiertan sentimientos de gratificación y amor. El niño ya no puede dividir el mundo en términos simples y experimenta los complejos sentimientos ambivalentes que suscitan las relaciones con otras personas como algo que emerge del yo, en lugar de librarse defensivamente de ellos proyectándolos en los objetos externos.

(Kurtz en Coetzee y Kurtz, 2015: 81-82)



Para afirmar en tono de conclusión general: «No dominamos este tipo de pensamientos de una vez para siempre; las oscilaciones entre las dos posiciones que he descripto forman parte integral de la vida» (Kurtz en Coetzee y Kurtz, 2015: 83).

Pedimos, por favor, que se nos excuse por las extensas citas anteriores con que hemos iniciado este escrito. Pero, por cierto, nos ha resultado interesante comenzar con dichas reflexiones para aquello que proponemos pensar a continuación. No tanto porque pretendamos dar por sentado, o caso contrario discutir, lo que afirma Kurtz en aquella conversación con J. M. Coetzee. Antes bien, nos ha parecido interesante arrancar por aquello debido a que esos abarcadores «tipos de pensamiento», posiciones entre las que oscila la «parte integral» de la vida de los sujetos, podrían dar pie para posteriores consideraciones acerca del sujeto central que configura la novela El silenciero (1964), de Antonio Di Benedetto (1922-1986). Decimos bien, dar pie; pues -vale aclararlo- no pensamos aquel personaje -el protagonista narrador cuya voz organiza el relato y cuyo nombre no conocemos -como caso clínico-. Los pensamos, sí, como personaje o actor ficcional, en interacción con otros, cuyo despliegue en las puestas en escenas textuales nos permite trazar diálogos con ciertas consideraciones psicoanalíticas y filosóficas, y desde allí, incluso, pensar desde lugares diferentes lo histórico. Nuestros interrogantes, y propuesta de lectura, giran en torno a las cuestiones de las identidades, los procesos de identificación, y su interacción con las configuraciones de otredades en dicha narración, pensado esto desde aquellos actores y tramas.

La novela, y la poética que la sustenta, se nos ocurren muy sugestivas para los interrogantes y propuesta de lectura aquí ensayados. Las mismas son emergentes de un momento cultural en que los cruces entre lo literario y lo filosófico, lo literario y lo psicológico, adquieren una gran riqueza y diversidad de líneas y manifestaciones. En particular esto se aprecia de manera más -si queremos- ostensible en la abundante escritura -y específicamente narrativa o prosa en general- neovanguardista y experimental que, en Argentina, se vuelve más visible desde la aparición de Rayuela (1963) de Julio Cortázar pero que luego adquiere otras manifestaciones a veces muy diferentes y hasta ruptoras con la novela de Cortázar. Pero en esta ocasión no elegimos examinar aquellos cruces, con foco en el diálogo y dialéctica entre identidad-otredad, en los textos argentinos más experimentales y neovanguadistas de los '60 y '70. Escogemos esta obra -El silenciero- que antes bien remite, en todo caso, a transformaciones previas de los realismos en la poética de su autor, para devenir casi simultáneamente un proyecto moderadamente experimental -según ya especificaremos-. Nos parece un campo interesante, para examinar aquel nudo identidad-otredad, el de esta singular poética y, más específicamente, el de esta novela peculiarmente realista y a la vez deliberadamente filosófica -según ya también especificaremos-, sobre todo porque permite partir en sus efectos miméticos de una inevitable ilusión a nivel de los personajes o actores ficcionales y fábulas y tramas, para poner en escena luego posibles transformaciones en juego de los aspectos de identidades y otredades que se abren, de manera verosímil, tanto hacia los órdenes subjetivos donde se puede examinar aquel nudo como hacia los objetivos, incluidos en particular lo social e histórico -pero sin resultar esta novela de estética predominantemente social e historicista-. Además, a partir de lo señalado, y precisamente por esos rasgos singulares, al trazar exámenes e interpretaciones en torno a los enlaces identidades-otredades, podremos dejar esbozada una distinción, atada a los anteriores enlaces, entre verdades subjetivas y verdades objetivas, un aspecto que nos resulta relevante si bien pensándolo aquí, por supuesto, solamente en vinculación a ese nudo identidad/otredad y de la mano de considerarlo en relación a lo ficcional en el espacio literario.

La amenaza de lo Otro y una absurda invasión del yo

Podríamos presumir que la presencia y exploración de los otros, en la poética de Antonio Di Benedetto, no parece de un carácter tan constitutivo como lo resulta en otras poéticas, tales las de Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar o Ricardo Piglia. Ya lo hemos señalado en otros trabajos: si bien la cuestión de los otros siempre puede resultar relevante en toda literatura, hay poéticas donde dicha cuestión actúa como un principio constitutivo de las mismas -tales los casos enumerados- y no como algo sólo contingente (Bracamonte en Bracamonte y Marengo, 2014: 26-27; Bracamonte en Romero, 2015: 145-167). Pero aquel parecer inicial sobre la poética de Di Benedetto, puede transformarse a medida que se explora y revisa su obra. Ya en El pentágono (1953) y sobre todo en Zama (1956), la cuestión de los otros es crítica, problemática, sobre todo en esa incapacidad que manifiesta Diego de Zama de poder contactarse realmente -en lo físico, pero también en una comunicación y en un diálogo- con los otros que es a su vez una dificultad de encontrarse consigo mismo. Aquella cuestión resulta una constante en la narrativa dibenedettiana, también apreciable en numerosos cuentos, como ocurre con la relevancia del malentendido entre el empleado del ferrocarril y los habitantes del paraje rural en «El juicio de Dios» o entre el padre y el hijo en «Enroscado» (en Cuentos claros de 1957), pero que llega a una perturbadora plasmación artística en su novela El silenciero (1964), complementándose con la posterior Los suicidas (1969). Aquí centramos nuestra reflexión en El silenciero -tomando como referencia su versión corregida y aumentada por el autor en 1975-, porque posiblemente en la misma el asunto del Otro y los otros adquiera una cima y aporte detalles para pensar que, de una manera diferente a Borges, Cortázar, Marechal y Piglia -por citar solamente los casos emblemáticos ya mencionados-, asimismo en la poética dibenedettiana aquel asunto resulta decisivo, si bien quizá de una manera más oblicua que en las otras poéticas.

Un conveniente punto de partida es postular que en El silenciero podría distinguirse entre aquel Otro -que aquí se configura amenazante- y los otros y otras diversos con los que interactúa el protagonista -amenazadores en algunos casos, amistosos en otros, indiferentes en otras circunstancias-. Ese Otro, que nos hace pensar en el Otro simbólico que Jacques Lacan señala como el significante fundante del Yo, del Ego, aparece en esta novela metonimizado en parte en el ruido, la constante e intolerable amenaza que signa las peripecias del protagonista, quien otorga voz y perspectiva central -aunque no exclusiva- al relato. Y es que ese ruido, ese significante, lo ha constituido desde su infancia y proviene en el presente narrado a la vez de su interior: «Es la herrería. Mi niñez la identifica y mi yo adulto la incorpora al cuadro lógico del pueblo elemental./ Fragua y fuelle, un yunque y sus martillos... Mi desconsuelo» (Di Benedetto, 2007: 107). Reiteraremos esta observación, relevante para esta lectura.

Es esta presencia ominosa de ese Otro la que va a ir alterando, desde el inicio pero con consecuencias en principio insospechadas, las relaciones que ese protagonista -cuyo nombre, como ya dijimos, nunca sabemos- traza con los otros y las otras concretos, siendo relaciones interferidas, perturbadas, incluso fracasadas por aquella alteración.

Desde el comienzo de la novela se aprecia la coexistencia entre lo Otro y los otros, estos abarcados por aquella instancia simbólica. Se da cuando leemos: «La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro del ruido» (13). Así, durante el relato, la apertura de ese «Yo» hacia algo exterior estará signada, o mejor interferida, por el ruido. Uno de los pocos factores que, al menos en la parte I de la narración, parece atenuar el impacto de los ruidos, es la voz de la madre (el otro factor son los ruidos agradables, ciertos sonidos armónicos, como la música clásica o el llanto del bebé de Nina y el protagonista en la parte II). Pero en general, deviene una acentuación a lo largo del relato del impacto del ruido en ese sujeto, que así cada vez se sentirá y pensará más «menguado» ante lo Otro (vuelve a aparecer en esta narración ese adjetivo -«menguado»- tan distintivo de Di Benedetto, ya en Zama ya aquí, y que alude no solo a una condición de los objetos sino sobre todo a un efecto de deterioro, de restricción contra la voluntad -o a pesar de la voluntad- de los sujetos ante las circunstancias existenciales).

De esta manera la secuencia que va desde el ruido del motor, a la focalización del taller del fondo de la casa como un espacio de sujetos amenazantes, hasta las gestiones que el «silenciero» comienza a realizar -con poco apoyo de los otros, sus vecinos- para hacer cerrar dicho taller, y que define en gran medida la parte I de la novela, indica esa percepción e intelección atroz del Mundo por parte de ese sujeto -donde lo Otro es un gran ruido con el que viene confrontado desde su propia genealogía de sujeto-, que a la vez tiene como correlato que sus sucesivas o simultáneas relaciones con los otros y otras se marca por una decisiva tensión entre lo más hospitalario/lo más hostil, tendiendo a prevalecer el segundo polo, el de la hostilidad (Barei en Barei y Leunda, 2008: 11). Por lo cual, podríamos decir que en este relato las relaciones con los otros jamás pueden permanecer en la indiferencia, y en cambio se da esa constante tensión entre la subjetividad del protagonista y su interacción positiva o negativa con los otros, condicionada por aquello del mundo -pero que también está en él, en su propia constitución- que define el sentido y tono de aquella interacción.

Por ello, en este camino, se da la importancia de los aliados en esa confrontación con el ruido del mundo por parte de la voz-protagonista: su madre, Besarión, el periodista Reato, finalmente -junto a la casi constante presencia de Besarión- Nina.

Con Nina, tras el primer intento de acercamiento amoroso con Leila, se explora -a través de las paradojas y opacidad desde las cuales narra la voz-protagonista- lo amoroso conyugal en las relaciones con los otros. Y hasta en ello se aprecia la permanente tensión de la subjetividad del «silenciero» con ese mundo ominoso, intimidatorio. Las restricciones de ese mundo lo tensionan hacia la autorrestricción, evidentes en sus dificultades de llegar a Leila, pero que lo llevarán a pasar de la amistad al amor conyugal con Nina. A su vez, con Besarión, la relación expone la posibilidad de la amistad con el otro, casi llegando por momentos a encontrar en ese otro un otro-yo (incluso, como ha observado Jimena Néspolo, esto alcanza una suma ambigüedad en la parte II cuando, por momentos, queda indecidible si Besarión en efecto ha sido y es un otro o básicamente ha sido y es una proyección de ese «Yo»). Finalmente, está la relación de alianza coyuntural con el periodista Reato, a quien proveerá los materiales para la sección periodística «Chasquidos de látigos» que luego permitirán a Reato obtener un cargo de concejal en la ciudad. Decimos bien, una alianza o amistad coyuntural, que luego se desarmará, y que posteriormente deviene rencor -ruptura de amistad, enemistad evidente- del protagonista contra el oportunista Reato. La relación con Reato es relevante en la medida que a partir de lo que ocurre en torno a la misma se introduce lo histórico y político en el relato, entendido lo histórico como un sistema que amenaza al sujeto y lo político como una apreciación y crítica al funcionamiento imperfecto de las instituciones de la sociedad -al menos como un funcionamiento imperfecto para proteger a un individuo que se siente amenazado ante lo posiblemente indeseable del avance moderno de esa misma sociedad-. Es aquello que desde el inicio de la novela aparece cifrado en su advertencia, y que por cierto es un código hermenéutico global según el cual asimismo resulta inevitable leerla: «De haber ocurrido, esta historia supuesta pudo darse en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año 50 y su después resultan admisibles)» (Di Benedetto, 2007: 12; cursivas del original).

La amenaza de los otros y de lo Otro, ese nudo donde en El silenciero se juega la tensión entre identidad («menguada»)/otredad, se abre de esta manera a una diversidad de aspectos sobre los cuales reflexionar. Ya aludimos a lo histórico y a lo político, pero puede reconocerse que son los aspectos filosóficos y psicológicos aquellos que permiten una consideración más interesante de aquel nudo, porque además ayudan a comprender mejor esa opacidad del sujeto que la novela pone en escena con una escritura de disposición sintáctica tendiente a la transparencia.

Tomemos, en primer lugar, el aspecto filosófico, y lo pensemos desde el adentro del texto. Obsérvese que al finalizar la parte I, al casarse con Nina, huyen hacia un pueblo alejado de la ciudad donde ha transcurrido la acción hasta el momento. Cree reencontrar ese silencio «primordial» -de ideal vientre materno- que anhela. Pero resultará imposible. Allí, como ya señalamos, descubre que su horror al ruido lo ha constituido en su arqueología de sujeto. Vale la pena reiterar la cita: «Es la herrería. Mi niñez la identifica y mi yo adulto la incorpora al cuadro lógico del pueblo elemental./ Fragua y fuelle, un yunque y sus martillos... Mi desconsuelo». Esto a la vez lleva a la comprensión del salto temporal de tres años entre lo narrado en la parte I y lo narrado en la II, y del nomadismo que marca dicho tiempo y lo que ocurre en la última parte novelesca, entre la sucesión de alquileres y compra de la casa, todo cada vez más condicionado por lo que el «Yo» siente como la constante persecución del ruido. Es en ese momento donde ese «Yo» encuentra en la lectura del breve ensayo de Arthur Schopenhauer titulado «Sobre ruido y barullo» aquellos argumentos que le permiten no solo comprender, sino sobre todo sostener su posición (Schopenhauer, 2009: 655-658). Esta instancia resulta crucial no solamente para la novela, sino asimismo para la posibilidad reflexiva sobre aquella tensión identidad/otredad sobre la cual este texto se focaliza. Indica un instante donde este sujeto puede intentar una comprensión de su sufrimiento y reacción ante el mundo encontrándose en otros textos, otras letras, diferentes argumentaciones que lo incluyen porque, resulta pertinente postular, en esa instancia de la letra puede leer, como en un espejo, su propio inconsciente.

La lectura de esta página (la voz del protagonista se refiere a la de Schopenhauer, a la que antes parcialmente ha citado en su relato) me produjo un estado de ánimo melancólico, porque me filió entre los que pueden ser distraídos y perturbados, dio uno de los posibles motivos de la postergación reiterada de mi libro -que yo siempre atribuyo a la inestabilidad de mi vivienda- y me hizo notar la falta de un debido contrapeso, puesto que no puedo presumir de un espíritu eminente.

(Di Benedetto, 2007: 118, nuestra aclaración en cursivas)



Texto que además le otorga, por lo pronto para sí mismo, una ubicación al menos imaginaria en el mundo -asumirse como un «espíritu» no «eminente»-. Este segmento de su relato, donde aparecen en parte materiales que constituyen la sección «Chasquidos de un látigo» que los lectores también podemos ver y donde se encuentran correlatos en la filosofía, la literatura, el cine o el relato clásico de su propia ubicación existencial, le permite construir una mínima intelección de dicha situación en el plano de las vivencias. Es en este momento de la novela donde podría reconocerse una articulación, un enlace entre esta representación mimética de este sujeto-voz-protagonista, entre su caracterización psicológica que leemos, y lo conceptual, lo filosófico que se incorpora al texto, pero desde el interior, desde el adentro del texto, desde las propias reflexiones de ese protagonista, que a su vez que se tocan con otras reflexiones de otros personajes -Besarión, Reato- confluyen o difieren con las mismas -pero siempre centradas en el obsesivo motivo de todo el relato: los ruidos.

Hemos señalado en otra parte el diálogo oblicuo y decisivo que la escritura de Di Benedetto sostiene -desde el relato, desde la ficción- con la filosofía, en particular con las corrientes existencialistas (Bracamonte, 2015). También puede afirmarse algo similar respecto a su diálogo, desde lo que relata, con el psicoanálisis, en particular con el freudiano. Pero en este sentido resulta importante subrayar que no por esto su narrativa es «de tesis», en el sentido de que ciertas ideas previas provenientes de la filosofía o el psicoanálisis busquen luego ser representadas en la narración ficticia.

Es por argumentos como los sugeridos que Jimena Néspolo habla de Di Benedetto como «escritor-filósofo», en la acepción que esta denominación adquiere para filósofos existencialistas como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus, este último escritor y pensador clave -quizá paradigmático- para el escritor mendocino. Precisamente, en el sentido que Albert Camus entiende al «escritor-filósofo» es que se puede comprender cómo Di Benedetto practica la relación entre escritura y pensamiento. Dice Camus:

Los grandes novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka, para no citar más que algunos [...] Pero, justamente, el hecho de que hayan preferido escribir con imágenes más que con razonamientos revela cierto pensamiento que les es común, convencidos de la inutilidad de todo principio de explicación y del mensaje docente de la apariencia sensible. Consideran que la obra es al mismo tiempo un fin y un principio. Es el resultado de una filosofía con frecuencia inexpresada, su ilustración y su coronamiento.

(Camus, 1975 (1953): 110-111)



Es la idea de pensamiento con imágenes, en desarrollo desde la misma narración, aquella que, postulamos, podemos observar que logra con plasticidad mimética a la vez que versatilidad conceptual, reflexiva, esta novela dibenedettiana, un rasgo que no resulta exclusivo de El silenciero, sino que igualmente puede apreciarse de manera similar en Los suicidas.

Pero lo apuntado asimismo refuerza otro aspecto interesante para el tema de este ensayo. Aquella plasticidad mimética conjugada con esa versatilidad conceptual, reflexiva, notable desde el mismo interior del texto, surgida de la diégesis del relato, posibilita comprender en El silenciero aquel enlace entre lo psicológico en constante crisis apreciable en las conductas y acciones del actor ficcional-voz-protagonista y las miradas filosóficas que él mismo, otros personajes e incluso el lector -interpelado por lo que lee en el relato- construyen sobre su situación. El lector, tal como Reato, y sobre todo como Besarión, puede trazar conjeturas sobre la situación existencial de esa identidad en constante crisis; conjeturas que en el caso de Besarión ponen énfasis en lo metafísico -este personaje parece estar contagiado de una percepción heideggeriana de los otros y así interpreta al protagonista- de la percepción del ruido por parte del silenciero, pero para relacionarlo, a su vez, con lo psicológico:

Mucho antes, cuando vivía con mi madre, Besarión me hizo un diagnóstico: «Su aventura contra el ruido es metafísica»./ «¿Por qué lo dice?... No puedo entenderlo, no conozco una palabra de esa materia.»/ Pretendió estar al corriente: «Usted oye ruidos metafísicos»./ «¿Pero qué son, Besarión, los ruidos metafísicos?»/ Besarión dijo: «Los que alteran el ser» [...] No obstante, en aquella ocasión, Besarión o evolucionó de ideas o estaba trampeando, porque enseguida disminuyó la importancia de sus apreciaciones y cambió de argumento:/ «Su aventura es metafísica aunque resulte ajena a todo lo que sea filosófico, porque usted la teje, y especialmente en la cabeza, con sutiles elementos, a partir de nada»./ Eso ya se parecía a desdén o incomprensión. Sin embargo, toleré que siguiera:/ «Pero está equivocado o agranda. Su trastorno es fisiológico o psíquico o nervioso. Fisiología, no metafísica».

(Di Benedetto, 2007; 175-176)



Besarión -exótico nombre inspirado en un antiguo anacoreta y en un Obispo de la Antigua Iglesia Ortodoxa de Constantinopla- ensaya diferentes miradas conectadas acerca de la reacción obsesiva-agresiva ante lo Otro del mundo que su amigo realiza al percibir esto como amenazante. Y en ese ensayar, enlaza esos aspectos -lo filosófico, lo psicológico- que tan relevantes nos resultan desde esta novela.

La posibilidad de reflexionar sobre la tensión entre identidad/otredad en El silenciero se da entre esa representación de lo psicológico y las miradas que lo filosófico vuelve sobre ello, desde el adentro textual. Las otredades, lo Otro, según lo que hemos apuntado al inicio, surge como un problema muy interesante de pensar, en un primer movimiento, en diálogo con el psicoanálisis: El silenciero, a pesar de su prosa tan sugestivamente transparente, pone en escena la opacidad del sujeto; opacidad en primer lugar problemática para sí mismo. Pero además desde allí dialoga con posibles marcos filosóficos, que se interrogan sobre todo por lo existencial. Sugiere, a su vez, una «arqueología» de ese sujeto y su construcción en definitiva paranoica del mundo, de la percepción de lo Otro y los otros (Bracamonte, 2016; Ricoeur, 1990).

Lo curioso es que, aun cuando las reflexiones de Kurt y Coetzee apuntadas al comienzo de este ensayo no surgen bajo la invocación de Lacan sino de Melanie Klein -dos teorías psicoanalíticas diferenciadas y que incluso polemizan entre sí-, lo antes apuntado podría complementarse en nuestra meditación sobre esta novela con aquello que, extensamente, citamos al comienzo. La voz del protagonista de la novela oscila entre aquellas dos actitudes aludidas allá por Kurtz. Lo melancólico, lo depresivo, contrarresta en la identidad en crisis puesta en escena en El silenciero sus tendencias esquizo-paranoides, hacia las cuales a su vez deviene al percibir ese mundo ominoso manifiesto amenazante y opresivo por ese ruido que no lo deja retornar al «silencio» primordial que de modo explícito evoca -y del cual, en el presente narrado, le cuesta tanto despegarse, como de hecho le cuesta alejarse de su madre.

Descentramientos del sujeto, descentramientos en el texto

De manera relevante para la innovación en el desarrollo de la novelística argentina entre las décadas de 1960 y 1970, las novelas medianas o breves en extensión de Antonio Di Benedetto se caracterizan por desarrollar una sigilosa explosión -que en su reverso es una implosión- del discurso mimético, sin renunciar a elementos básicos constituyentes de este, sobre todo retomar lo referencial de ciertas realidades objetivas o externas reconocibles y transformarlas mediante un intenso trabajo de superposición de perspectivas y puntos de vista que vuelven «extrañado», con una configuración novedosa, aquello referencial. Por esto aludíamos, al principio de este escrito, a que esta estética puede entenderse como moderadamente experimental.

Hemos advertido sobre lo interesante de razonar acerca de lo anterior desde el adentro textual. Nos parece provocador y productivo reflexionar en relación a aquellas cuestiones, desde dicha óptica, porque además así podemos descentrar un texto que, en apariencia, genera de manera particular un efecto centrado en/desde lo mimético. En otras palabras, es muy difícil descentrar ese efecto de enunciación de la voz que organiza el relato; pero para volver a focalizar la cuestión en la interacción entre Lo Mismo/Lo Otro desde esa voz que enuncia, resulta imprescindible revisar este texto desde otros posibles ángulos.

Podría postularse que hay ciertos momentos cruciales donde en El silenciero se observa aquello. Se agudiza ese descentramiento sobre todo al comienzo de la parte II, cuando ya no solamente se leen los diálogos que la voz-protagonista tiene con los otros y las otras, sino también cuando surge la lectura del texto de Schopenhauer que, de por sí, muestra al protagonista algo de su propio reflejo interior; si bien resulta un reflejo que parece de un espejo o bien cóncavo o bien convexo, con algún plus de deformación de su propia imagen. Pero como sea y como antes sugerimos, se lee ese momento como una instancia textual donde su subjetividad trastornada por el ruido, y el lenguaje e imagen que le dan forma, convergen con la instancia de la letra del texto del filósofo alemán. La expresión «Vine a encontrar a Schopenhauer de mi lado» (118) muestra que allí el protagonista encuentra una legitimación a sus reacciones desde su interior ante el mundo. Pero también allí, en esa escritura que lee, se comienza a encontrar en parte a sí mismo; en esa letra se encuentra con parte de su consciencia y sobre todo con fragmentos de su inconsciente, que comienzan a explicarle -en primer lugar para sí mismo- aquellas reacciones. Sin haberlo sabido, aquel texto de Schopenhauer lo filia «entre los que pueden ser distraídos y perturbados» y por esto queda sumergido en ese «estado de ánimo melancólico».

La novela familiar del neurótico, según la conceptuación freudiana, aparece en esta novela puesta en escena de escritura, y en sus dilemas, en este pasaje. Así como, más allá de lo anterior y de modo correlativo, desde la ficción misma leemos el «Complejo de Edipo», definido desde el principio por los vínculos simbólicos entre el Silenciero, su madre, la figura paterna ausente y sus lábiles sustitutos, como la fugaz presencia de su tío, al principio; vínculos cuya lógica luego circula, por cierto transformada, en el resto del relato (Masotta, 2015: 27-49). Además, de hecho, la voz del protagonista se asume como la identidad de un escritor novel, que desea comenzar a escribir. Lo subrayamos: aquella lectura del pasaje de Schopenhauer también, simultáneamente a producirle aquel estado de ánimo melancólico, le ««dio unos de los posibles motivos de la postergación reiterada de mi libro -que yo siempre atribuyo a la inestabilidad de mi vivienda- y me hizo notar la falta de un debido contrapeso». (118). Como sabemos, hasta ese momento ha estado empeñado, infructuosamente, en escribir esa novela «El techo». Pero decide cambiar esta ambición escritural, que luego explicita:

Mi casa termina cerca, no es profunda [...] Mi piecita de estar solo -torre impensada- cabalga el edificio. He forrado el interior de libros. Aguardo de nuevo su contagio. Lo que tengo adentro requiere de lenta infiltración./ Revivirá./ Quizás no debería hacer el aprendizaje con «El techo» (o como al final lo llame), sino reservar el asunto para mi labor de madurez./ Antes podría escribir una novela menos responsable, que adiestre mi estilo y me active la imaginación. Una novela policial, posiblemente./

(140, nuestros subrayados)



El pasaje resulta sugestivo. Desde comenzar a sentirse ahora forrado de escrituras interiormente -tras el efecto de haberse encontrado con letras donde ha (re)encontrado su (in)consciente-, hasta la decisión de modificar su programa, su proyecto de novela, de escritura. Las letras pueden manifestar de una manera más pronunciada a este sujeto, ya que funcionan como un forro que permite expresar de alguna manera «el interior», su interior. Y es desde este punto donde, a la vez, ese sujeto decide cambiar de novela a escribir, con la cual realizar su aprendizaje. Antes, cuando por primera vez había leído la cita de Schopenhauer, había llegado a la conclusión de que era el ruido, y no las mudanzas, la razón de la «postergación reiterada» (118) de su libro. Y resulta llamativo el uso de la expresión «novela menos responsable» -por novela de género policial-, precisamente por las consecuencias de la respuesta -pensemos en la resonancia de «respuesta» en la filosofía existencialista, en tanto réplica ante una situación concreta que trae consecuencias- que luego el sujeto realiza inspirado, de allí en más, en leer y escribir casi todo lo que le sucede con una mirada policial hacia el entorno.

Como decimos, en estas secuencias de la parte II, se agudiza aquel descentramiento del sujeto desde lo textual en la superficie novelesca. Y este descentramiento se produce tanto con efectos hacia afuera como hacia su interior. Ese hacia afuera lo notamos porque a partir de aquel hallazgo de la cita schopenhaueriana, buscará gestionar efectos, si bien indirectos, en la esfera pública; proveyendo de materiales al periodista Reato para que publique aquella sección de cuestionamiento al ruido, en particular moderno, titulada «Chasquidos de látigos». La aparición de dicha sección periodística, que en parte leemos, muestra miradas tanto del protagonista como de Reato y otros, en torno al tema que angustia al Silenciero: «(Reato) Agregó una fantasía propia, sobre Schopenhauer en la segunda mitad del siglo XX...» (fantasía de Reato a la vez inspirada en una famosa escena de la vida de Nietzsche) (119). Y además «Chasquidos de látigos» combina fantasías, alegorías y relatos populares y tradicionales, notas periodísticas y comentarios sobre un film, sugiriendo que a partir de aquella lectura schopenhaueriana del protagonista se reactiva la reacción de lo imaginario por parte del protagonista -y otros a partir de él- que comienza a incidir aún más en la realidad»(Reato logra el cargo de concejal y el protagonista cada vez actúa de manera más directa, culminando esto, a nivel diegético, en el final del relato).

Y hacia el interior del sujeto protagonista, pero que luego a su vez se vuelve hacia el afuera -que se pone en escena en la historia contada-, aparece sobre todo el efecto de comenzar a explorar lo real como una investigación policial, a partir de su opción de practicar el género policial.

Hacer tropezar ciertas recetas de las novelas policiales. En estas, el autor sabe quién es el asesino, solo que hasta el final se lo esconde a la policía y al lector, y además les pone datos falsos para despistarlos./ Mi novela tendría un crimen y varios sospechosos, pero yo mismo -el autor- ignoraría quién es el criminal. De este modo, el libro estaría en condiciones de prolongarse indefinidamente, hasta que el crimen narrado cayera en el olvido./ O bien tendría uno de estos dos finales...

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Y a continuación brinda no solamente dos, sino tres finales posibles de esa novela, que a su vez podrían ser aplicados al desenlace de esta misma novela de Di Benedetto que leemos, y que se caracterizan como posibilidades de lógica narrativa basadas en gran medida en los roles que pueden tener para el logro de ese final tanto la participación del autor como del lector en resolver el enigma. Este momento entonces parece, por un lado, poner en escena ese género de escritura -el policial- que el protagonista invoca que va a ejercer escribiendo. Por otra parte, dicho pasaje sugiere un rasgo de novela que experimenta, tenuemente desde su trabajo mimético, con un rol, una participación muy activa del autor y el lector, en cierta colaboración para lograr el texto -en este caso sería una novela policial aludida en la historia novelesca que juega con sus posibilidades de lógica narrativa, tal como ya había practicado en Argentina Alberto Vanasco desde Sin embargo Juan vivía (1947) o como también practican escritores contemporáneos afines a Di Benedetto como Alain Robbe-Grillet-. Este rasgo de novela policial de experimentación lógica con posibilidades de acciones, anticipa a su vez, en espejo, el tipo de final que caracteriza a la misma novela El silenciero.

Como sugerimos, el descentramiento del sujeto, entre una lectura que ata lo psicoanalítico con lo filosófico y que se aprecia en torno a la voz del protagonista de la novela, se percibe desde nuestro examen e interpretación desde este descentramiento textual, puesto en escena desde el mismo adentro del texto, donde se articulan lo que se narra y cómo se narra en la historia novelesca. A su vez, en particular en esta segunda parte, será lo policial uno de los elementos que enlazan el adentro textual con las configuraciones de mundo a las cuales esta novela pretende aludir. Lo policial es el marco, de género y de modalidad discursiva, que vincula aquella subjetividad depresiva-agresiva-paranoica que parece ser figurada en el protagonista y el universo asfixiante en el cual se mueve, con ciertas visiones y marcos de mundo a los cuales aquello aludiría.

Sobre los condicionantes para las relaciones con los otros

Al mismo tiempo la pequeña y excéntrica narración policial -la cual manifiesta el nuevo descentramiento del sujeto al cual aludimos-, lo va a llevar desde la novela de género que quiere escribir a pensar su realidad desde allí.

Pero también para mi novela policial carezco de experiencia. Si decido hacerla antes de escribir «El techo», tendré que elegir un sujeto de la realidad como posible víctima y suponerme yo el homicida. En esa forma, estudiándolo y estudiándome, podría ir construyendo el libro./ La víctima, tal vez, podría ser el mono.

(142)



Donde ese «mono» aludido amplía los posibles alcances de otros seres a los que podría afectar su acción homicida -la reverberación ontológica va y vuelve en esta narración-. Pero además, y es lo más importante, marca que lo policial, pensado previamente como un género literario a practicar, pasa a ser más viable como forma, como modo posible de actuar sobre otros sujetos de la realidad (ya hemos insistido en que por más que en la novela se diga «la realidad», las variaciones de perspectivas hacen que la misma tenga varias posibilidades, que sean relativas durante el relato). Dice el protagonista: «Podría matar -en mi novela policial anterior "al techo"- al presidente del Club./ Pero sólo entornarían la puerta unas cuarenta y ocho horas y cancelarían el primer baile, no el segundo, que se haría con el motivo adicional de festejar al nuevo presidente» (152); donde además del delito en la vida real de la novela que se proyecta -en ese momento imaginariamente-, se observa ese tono de comedia que de modo simultáneo atenúa el clima de lograda tensión asfixiante que signa ese último tramo. Allí lo policial deviene narración paranoica, o «ficción paranoica», que según Piglia no sería sólo una manera de leer el relato policial en un mundo contemporáneo tan concentracionario sino que ese mismo carácter habría estado en el origen del género, nacido en tensión con la presencia supuestamente amenazante de las multitudes en la vida cotidiana: «Por eso yo llamo "ficción paranoica" al estado del género y también a su origen. No se trata de usar criterios psiquiátricos, sino de hablar de un tipo de relato que trabaja con la amenaza, con la persecución, con el exceso de interpretación, la tentación paranoica de encontrarle a todo una razón, una causa» (Piglia, 2015: 174).

Por cierto, no usamos criterios psiquiátricos. Sino de diálogo desde lo literario y desde la crítica con ciertos aportes diversos del psicoanálisis. Pero allí en la ficción paranoica, y a propósito de El silenciero, encontramos ciertos nudos entre identidades (menguadas)/ otredades de aquellas relaciones de nuestro título. Lo señalado por Piglia, y pensado desde esta novela, es lo que entra en tensión con esa modernidad tan crítica y paradójica que configura la narración -donde el ruido es una metonimia de la misma, pero también el logro de los vuelos espaciales que el protagonista valora positivamente- y que quizá se encontraría condensada en el marco que la voz del escritor-narrador sintetiza en la advertencia que apertura la novela y que ya hemos citado.

Si bien es cierto que ya el Silenciero no ve el mundo y los otros solo como negro y blanco, una cosa o la otra de manera taxativa, tampoco deja de ser cierto que, retomando lo citado al principio de este ensayo, para el Silenciero «Ese Otro se vuelve cada vez más ajeno y amenazador y es representado internamente de esa manera. De ese estado mental surgen los monstruos y los cucos; la persona paranoide es alguien que vive toda su vida bajo la influencia de esas figuras persecutorias» (Kurtz en Coetzee y Kurtz, 2015: 81-82). En este caso, uno podría abordarlo desde las diferentes entradas que ensayamos, en diálogo con el psicoanálisis, y de todas formas ese Otro aparece con esa configuración simbólica -pensarlo desde Lacan nos ha permitido asimismo ver como ese Otro simbólico es un significante que se articula con la interioridad de esa voz-protagonista que, si bien por un lado es solamente un actor ficcional, en esto imaginario precisamente radica su gran valor para la presente meditación-. En todo caso, es la oscilación violenta entre aquellas posiciones, la esquizo-paranoide y la depresiva, lo que marca la configuración ficcional de aquel personaje. Pero incluso, si ensayáramos pensar dicho personaje en relación con los tipos libidinales que Freud conceptúa, veríamos que una vez más ese personaje, esa voz protagonista, desemboca quizá en cierta paranoia, ajustándose a la vez al tipo del Obsesivo, quien:

[...] se caracteriza por el predominio del super-yo, que se ha segregado del yo bajo elevada tensión. Las personas de este tipo se hallan minadas por la angustia ante la conciencia, en lugar del miedo a la pérdida del amor; exhiben, por así decirlo, una dependencia interna en vez de la externa; despliegan alto grado de autonomía y socialmente son los verdaderos portadores de la cultura, con orientación predominantemente conservadora.

(1987: 116)



Reflexionar en diálogo con el psicoanálisis nos permite entonces, inclusive, apreciar aún más el profundo alcance que adquiere en esta novela lo policial, entendido esto aquí más bien como esa «ficción paranoica» según el término utilizado por Piglia. Así avanzamos en describir esos nudos que enlazarían en tensión esa identidad, que parece estar sobre el vacío y que por ello no deja de estar «menguada» -es decir acobardada, vuelta o tendiente a lo insignificante-, y la configuración de los otros a partir de ese Otro que parece menguar, constantemente, esa identificación siempre sobre el vacío.

No es casual que cuando Besarión le cuenta al protagonista de sus búsquedas por Europa -si bien ya estamos aquí en la Parte de la novela donde con ambivalencia podemos pensar que Besarión puede ser tanto un otro o bien un otro yo del protagonista-, y de que tenía expectativas de que un tal Ludwig Lücke le diera «signo, señal» para las mismas, termina diciéndole que nunca encontró al tal Lücke y que: «No. Nunca lo vi. Aprendí una cantidad de palabras alemanas: Lücke significa vacío» (145). Con lo cual, si ese otro además es un otro yo -si Besarión no es otro que el mismo Silenciero-, siempre está el hecho de que la búsqueda en definitiva llega al vacío, está siempre en el vacío. El vacío es aquello en lo que se asienta esa angustia del Silenciero ante el mundo, pero el vacío es también aquello a lo que inevitablemente pareciera llegar. Una situación paradójica y absurda, que el relato pone en escena, en diálogo con lo apuntado en términos psicológicos, pero también si lo hacemos conversar con lo filosófico -recordemos lo sugerido sobre la reelaboración de Camus y los existencialismos desde este texto- y aún si lo ponemos en diálogo con el gran marco histórico-cultural trazado desde la «Advertencia» de la novela.

Lo cual -nos referimos a lo señalado sobre el «vacío»- asimismo se torna más complejo, y rico para nuestra reflexión, si agregamos que Lücke también significa «hueco», «laguna», «hiato». Y que «hiato» es una interrupción en el espacio y el tiempo, y un encuentro de dos vocales contiguas que no forman diptongo, y por tanto, van en sílabas separadas. Así, esto último es un «encuentro» que tiene un «hueco», una separación, una interrupción, con lo cual vuelve a comprenderse el círculo «interrumpido» de identidades: Si el Silenciero es Besarión, y Besarión se encuentra con el vacío, hay una interrupción entre el Silenciero y Besarión aun siendo los mismos. O incluso si lo que pareciera ocurrir es un devenir de un encuentro entre una identidad en proceso y una otredad igualmente en proceso: el Silenciero no es Besarión, pero Besarión se encuentra con el vacío, por lo cual también hay una interrupción que impide ese encuentro entre lo Mismo (el Silenciero) y ese otro (Besarión); ese otro, el más cercano posible, según el relato, a la voz-protagonista.

Puntos, instancias del texto, cuyo análisis e interpretación nos permiten proponer zonas desde las cuales reflexionar sobre la difícil tensión de las relaciones entre identidades/otredades según esta novela, donde predomina un marcado escepticismo sobre las reales posibilidades de encuentro con el otro, por lo pronto en el mundo de la modernidad que, como horizonte, configura la narración. Decimos «por lo pronto» porque no es solo en la modernidad donde hay interferencias para ese encuentro hospitalario: la novela parece sugerir un escepticismo al respecto al menos en todo lugar y tiempo -desde el más lejano pasado al futuro- donde lo humano pueda intervenir y crear cultura. Sin dudas, al respecto, lo novelado sugiere una mirada que, desde las imágenes y palabras que plasman su económica y alusiva mímesis de un mundo reconocible, dialoga sobre aquello con lo psicológico, lo filosófico, lo histórico, para construir una verdad del sujeto, una fundada verdad subjetiva, en el mundo donde está caído en perpetua guerra, en una perpetua y difícil o casi imposible adaptación o adecuación. De aquí lo que señala Juan José Saer sobre esta obra:

El ruido introduce en el mundo el accidente, la asimetría, el sufrimiento. Para el narrador, lo que precede la creación del mundo, los atributos del Reposo, son la noche y el silencio, hacia lo que todo tiende otra vez, y «nuestros ruidosos años», como diría Shakespeare, no son más que un paréntesis adverso, una interrupción dolorosa de lo estable [...] Pero el ruido también representa la mundanidad [...] e implica además una noción de comportamiento social irreflexivo casi programático, como forma de oposición o de postulación hiperafirmativa de sí, y hasta de imperativo generacional. La expresión «estar en el ruido», que el narrador define como una consigna de la época, le atribuye al ruido la encarnación de lo óptimo, la esencia positiva del existir, lo cual por carácter transitivo aportaría la justificación última del universo. Hay por lo tanto entre el narrador y el mundo una guerra de principios, un antagonismo orgánico, irreconciliable y extremo.

(Saer en Di Benedetto, 2016: 9)



Aquello caracterizado por Saer es, entre otras cosas, el lugar -y todo lugar puede ser a la vez múltiples tiempos- donde se ubica esa relación en tensión en la que nos hemos detenido atendiendo a algunos detalles. Porque en El silenciero aquella guerra de principios, «aquel antagonismo orgánico, irreconciliable y extremo», en definitiva torna imposible, interfiere y perturba, que ese otro pueda advenir (Derrida, 2016: 13-66). Pero con ello no hace más que subrayarlo, sugerirlo como problema. De allí que su importancia, más allá de que pueda resultar oblicua, extremadamente sugerida, se vuelva simultáneamente capital para esta novela, y además indique que puede ser relevante para reflexionar sobre la poética del escritor.

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