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Nuestro hombre en San Juan

Sergio Ramírez





Las reglas de la edad dicen que las amistades de fondo se hacen desde temprano, amigos de la adolescencia solidarios en los juegos prohibidos, y amigos de la juventud cómplices de desvelos y amaneceres de infortunios, pasiones colmadas, y resacas. He venido comprobándolo en estos años de la madurez, cuando los entendimientos nuevos se hacen verdaderamente difíciles, como si uno hubiera cerrado ya desde hace tiempo el cuadro, porque ha perdido la avidez por lo desconocido y el entusiasmo por los arcanos.

Pero no hay regla sin excepciones, ya se sabe, y yo encontré la mía en Edgardo Rodríguez Juliá, desde que fuimos compañeros en el jurado del premio Rómulo Gallegos, alojados en un hotel recién estrenado, moderno y suntuoso en Caracas, del que éramos huéspedes únicos los miembros de aquel tribunal literario que premió en buena hora a Enrique Vila-Matas por su novela El viaje vertical.

Las amistades nacen, entonces, también, cualquiera que sea la edad, por chispazos de comprensión, guiños de complicidad, afinidades electivas en los gustos literarios, y también inquinas, por qué no, escondidas tras el velo de la ironía, de la que Edgardo es maestro, con maestría caribeña. Y desde entonces descubrí que teníamos también dos cosas en común: la gota, que lo postró en la cama, una enfermedad aristocrática, de la que presumir, que a mí también me visita de cuando en cuando; y luego, cuando le visité por primera vez en su casa de San Juan, nuestra devoción por Thelonius Monk, y por el disco suyo Underground, que ningún de los dos olvidó nunca desde aquellos espléndidos años sesenta del siglo pasado.

El retrato literario de Edgardo, si tratáramos de componerlo en base a las tendencias o especialidades de su escritura, vendría a resultar como una pintura de Francis Bacon, distorsión desgarrada, carne viva por un lado, mueca de lo que queda bajo la piel arrancada, y por el otro, veracidad incólume pasada por el fuego de la ironía, una ironía apegada a la ferocidad sonriente. Las maneras seductoras de quien lanza vitriolo en la cara y asume la inocencia de quien no quiebra un plato, empezando por sus crónicas.

Detrás de esas crónicas hay un palpitar de timbales y un ruido apresurado de maracas, la voz solitaria de un saxofón, que van dando a cada paso el ritmo y melodía de la prosa, marcadas también a cada paso, por otra parte, por luminosas reflexiones que hacen siempre sonreír con gozo, porque Edgardo va clavando cada dardo en el lugar certero. Esto es lo que podría llamarse un humor negro, sino fuera luminoso como lo es, una mezcla, o un concierto, en el que están presentes Dashiell Hammett, Quentin Tarantino, y los hermanos Marx, más Tito Puente, Rafael Cortijo y el Gato Barbieri que ensayan, quizás, la Múcura que está en el suelo.

Basta citar, entre tantas joyas, aquella de altos quilates que es «Los mercaderes», fiel relato porque se habla de fieles, de la visita del Papa Wojtyla a San Juan en 1985, y todo el espectáculo teatral de la misa celebrada en los predios de Plaza las Américas, el mall comercial más grande del Caribe, o la otra que acompaña el mismo libro y que le da título, «Una noche con Iris Chacón» -mejor combinación no podría esperarse- un himno a ritmo de rumba al nalgatorio más espectacular que hayan visto los siglos en islas y tierra firme; o la que narra el apoteósico entierro de Cortijo, que estremeció al mundo repicando sobre el parche las fugas infinitas del ritmo de la bomba cangrejera, entierros que sólo pueden darse en tierras de tormenta, los músicos y cantantes enterrados como héroes helénicos, o como santos milagreros en medio de una barahúnda que es a la vez fiesta cumbanchera y despedida a lágrima partida, Cortijo, Julio Jaramillo, Pedro Infante, y también los poetas, Rubén Darío paseado en andas descubiertas con las canéforas por delante regando flores. Y también están sus crónicas socarronas de Caribeños, islas a la deriva apresadas por su mano y dirigidas por su pulso, personajes de esas islas de Puerto Rico, Cuba, Santo Domingo, Martinica, Venezuela en tierra firme, alzados por la marea del destino y rebajados por su resaca. ¿Qué otra cosa se puede esperar de una isla que ha dado al mundo tanto a Iris Chacón, diosa de la abundancia, como a Yiye Ávila, predicador de multitudes embriagadas por la fe?

El cronista total. Bailarinas que escriben la historia con la punta de sus tacones, entierros como fiestas colosales, visitas papales bajo cielos de tormenta, y también retratos de beisboleros, los de su libro Peloteros, y los sabores y los olores de las fondas puertorriqueñas, los de su libro Elogio de la fonda, porque todo es pasión en el caribe, el béisbol de figuras legendarias, la comida de platos legendarios, todo es digno de asombro, todo tiene un ritmo que debe ser copiado en el sentimiento de la prosa. Son crónicas periodísticas, que tienen factura clásica, crónicas pensadas, que significan una reflexión sobre el lenguaje, unas crónicas, en este sentido, como las de antes, que hacían del periodismo un asunto de sustancia, y de estética.

El humor negro que destila la piel de la noche, fermento de sudor, olores malandrines, y que Edgardo utiliza para dar color a sus novelas, ese color oscuro que es el mismo de la desgracia, como en dos de ellas que he leído como si fueran hermanas de mala leche, Sol de medianoche y Mujer con sombrero de panamá, detectives pervertidos hijos de su propia locura, perseguidos por las erinnias que vuelan sobre sus cabezas como arañas con alas, unos detectives profanos en los que ya quisiera verse Sam Spade, sin gabán y de guayabera, reciclados en el calor de la lumbre tropical, que también tiene sus noches para acunar fetos y cadáveres de apuñaleados, la misma noche de la que salió un día Pedro Navaja. Pero también está su relato del mito enfebrecido en su otra novela La noche oscura del niño Avilés, esa ciudad para negros cimarrones creada por la mano de un cura apostólico en los suampos costeros, con canales y góndolas, como Venecia, una ciudad salida de la bruma, que es decir, de la nada, donde moran todos los poderes de la invención.

El universo de Edgardo es un universo abigarrado, donde nada queda a merced del pasado y todo viene a resurgir en una composición de modernidad, que necesita del pasado como un instrumento crítico, un pasado que se pueda compadecer con el presente. Un universo revelado en los fragores y los destellos de un lenguaje incisivo, acerado, una prosa con dientes que saca la sangre o saca la risa, y de la que el lector no puede dejar de hacerse cómplice.

Musarañas de domingo, el libro de Edgardo que venimos a presentar hoy, publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, recoge las crónicas, y también artículos y reseñas publicadas en su mayor parte en los suplementos Domingo y En grande de El Nuevo Día de San Juan, a lo largo de los últimos quince años, entre 1988 y 1994, una secuencia de la que salieron las piezas que forman Peloteros y Elogio de la fonda.

Se trata de un libro ecuménico, a través de cuyas páginas es posible repetirse a cada paso las preguntas fundamentales sobre la cultura de Puerto Rico, compuesta de elementos variados y contradictorios, algo que según Edgardo no existe plenamente, una cultura con sentido colonial -de colonia a colonia a lo largo de los siglos- y también de desarraigo -media población del país arraigado en Nueva York, los nuyorican-, una cultura abrumada por la modernidad, que es a la vez una modernidad embargada. La cultura de estado libre asociado, espejismo adobado con los atractivos del estado de bienestar, cultura de subsidio y de impostaciones, una clase media voraz que corre hacia el consumo, una patria campesina que desaparece bajo capas de asfalto, un todo popular que se debate entre el recuerdo de la identidad y la rebeldía que busque sus cauces de expresión, la idea de independencia con un dos por ciento en las votaciones, pero que ha votado abrumadoramente por mantener al español como la lengua oficial.

La lengua como reducto. Y esa misma identidad en estado de rebelión que se revela sobre todo en la música, la más poderosa de las expresiones del país, según Edgardo, y que podría resumir todo lo demás. Dice: «Puerto Rico es un país donde la música popular importa más que la literatura, más que la poesía, más que ese estado de sentimiento etílico que llamamos bohemia, y cuya condición extrema llevaría -ya lo hemos repetido tantas veces, a que el país enloqueciera y votara por la independencia». El único país del mundo que tiene por himno nacional un son tropical, que podría bailarse mientras se ejecuta.

De manera que en este libro ecuménico está la pintura de Puerto Rico, Nick Quijano, Carmelo Sobrino, Hernández Acevedo, Eloy Blanco, Raimundo Figueroa, Rafael Ríos Rey, variadas expresiones que nos dan una composición de lugar a través de lo que el ojo del cronista y crítico ve, por encima de la visión de los pintores en el lienzo. Está fotografía, otra vez el ojo del cronista asomándose al visor de la cámara de Jack Delano, o la de Héctor Méndez Caratini; están las artes gráficas, la artesanía, la historia, la política, hay un apartado sobre la cotidianidad, a la cabeza el relato «El cigarrillo, la lluvia y tú». Los deportes, por supuesto, y la música, por supuesto.

En el estudio de Edgardo en San Juan hay una fotografía de gran formato. Es la histórica foto tomada por Art Kane en 1958, en la calle 127 de Harlem, donde aparecen las grandes luminarias del jazz al frente de un edificio, como si acabaran de salir de una convención, colmando la escalera, y la acera. Le pedí que los identificara, y no falló en uno solo: Art Farmer, Benny Golson, Osie Johnson, Coleman Hawkins, Lester Young, Rex Stewart, Roy Eldridge, Dizzy Gillespie, Thelonius Monk. Recomiendo mucho las crónicas sobre el jazz que contiene este libro, ese «sol negro» según Edgardo, too good for americans, según Dizzy Gillespie. Van a disfrutarlas.

Y también disfrutarán las que están dedicadas a Marc Anthony, José Feliciano y José «Furito» Ríos, y las disquisiciones filosóficas de Edgardo sobre el bolero, que tiene toda una metafísica, la del llanto por abandono, el desconsuelo que trasciende la esencia del ser y alcanza alturas de tragedia, lágrimas y flores negras, aullidos de soledad y ponzoña de la nostalgia, el sueño imposible que busca la noche, nada más eso somos.

Aquí está, pues, un libro para celebrar a un país, Puerto Rico, para celebrar al Caribe, y para celebrar a América Latina. En estas crónicas podemos reconocernos. Y reconocer a Edgardo Rodríguez Juliá como el cronista de Puerto Rico, nuestro hombre en San Juan.





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