Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Siguiente

Nuevas canciones (1917-1930)1

Antonio Machado

Ángel L. Prieto de Paula (ed. lit.)

Olivo del camino

A la memoria de D. Cristóbal Torres

I

Parejo de la encina castellana

crecida sobre el páramo, señero

en los campos de Córdoba la llana

que dieron su caballo al Romancero,

lejos de tus hermanos

que vela el ceño campesino -enjutos

pobladores de lomas y altozanos,

horros de sombra, grávidos de frutos-,

sin caricia de mano labradora

que limpie tu ramaje, y por olvido,

viejo olivo, del hacha leñadora,

¡cuán bello estás junto a la fuente erguido,

bajo este azul cobalto,

como un árbol silvestre, espeso y alto!

II

Hoy, a tu sombra, quiero

ver estos campos de mi Andalucía,

como a la vera ayer del alto Duero

la hermosa tierra de encinar veía.

Olivo solitario,

lejos del olivar, junto a la fuente,

olivo hospitalario

que das tu sombra a un hombre pensativo

y a un agua transparente,

al borde del camino que blanquea,

guarde tus verdes ramas, viejo olivo,

la diosa de ojos glaucos, Atenea.

III

Busque tu rama verde el suplicante

para el templo de un dios, árbol sombrío;

Deméter jadeante

pose a tu sombra, bajo el sol de estío.

Que reflorezca el día

en que la diosa huyó del ancho Urano,

cruzó la espalda de la mar bravía,

llegó a la tierra en que madura el grano,

y en su querida Eleusis, fatigada,

sentose a reposar junto al camino,

ceñido el peplo, yerta la mirada,

lleno de angustia el corazón divino...

Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero

un día recordar del sol de Homero.

IV

Al palacio de un rey llegó la dea,

solo divina en el mirar sereno,

ocultando su forma gigantea

de joven talle y de redondo seno,

trocado el manto azul por burda lana,

como sierva propicia a la tarea

de humilde oficio con que el pan se gana.

De Keleos la esposa venerable,

que daba al hijo en su vejez nacido,

a Demofón, un pecho miserable,

la reina de los bucles de ceniza,

del niño bien amado

a Deméter tomó para nodriza.

Y el niño floreció como criado

en brazos de una diosa,

o en las selvas feraces

-así el bastardo de Afrodita hermosa-,

al seno de las ninfas montaraces.

V

Mas siempre el ceño maternal espía,

y una noche, celando a la extranjera,

vio la reina una llama. En roja hoguera,

a Demofón, el príncipe lozano,

Deméter impasible revolvía,

y al cuello, al torso, al vientre, con su mano

una sierpe de fuego le ceñía.

Del regio lecho, en la aromada alcoba,

saltó la madre; al corredor sombrío

salió gritando, aullando, como loba

herida en las entrañas: ¡hijo mío!

VI

Deméter la miró con faz severa.

«Tal es, raza mortal, tu cobardía.

Mi llama el fuego de los dioses era».

Y al niño, que en sus brazos sonreía:

«Yo soy Deméter que los frutos grana,

¡oh príncipe nutrido por mi aliento,

y en mis brazos más rojo que manzana

madurada en otoño al sol y al viento!...

Vuelve al halda materna, y tu nodriza

no olvides, Demofón, que fue una diosa;

ella trocó en maciza

tu floja carne y la tiñó de rosa,

y te dio el ancho torso, el brazo fuerte,

y más te quiso dar y más te diera:

con la llama que libra de la muerte,

la eterna juventud por compañera».

VII

La madre de la bella Proserpina

trocó en moreno grano,

para el sabroso pan de blanca harina,

aguas de abril y soles del verano.

Trigales y trigales ha corrido

la rubia diosa de la hoz dorada,

y del campo a las eras del ejido,

con sus montes de mies agavillada,

llegaron los huesudos bueyes rojos,

la testa dolorida al yugo atada,

y con la tarde ubérrima en los ojos.

De segados trigales y alcaceles

hizo el fuego sequizos rastrojales;

en el huerto rezuma el higo mieles,

cuelga la oronda pera en los perales,

hay en las vides rubios moscateles,

y racimos de rosa en los parrales

que festonan la blanca almacería

de los huertos. Ya irá de glauca a bruna,

por llano, loma, alcor y serranía,

de los verdes olivos la aceituna...

Tu fruto, ¡oh polvoriento del camino

árbol ahíto de la estiva llama!,

no estrujarán las piedras del molino,

aguardará la fiesta, en la alta rama,

del alegre zorzal, o el estornino

lo llevará en su pico, alborozado.

Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado,

bajo la luna llena,

el ojo encandilado

del búho insomne de la sabia Atena.

Y que la diosa de la hoz bruñida

y de la adusta frente

materna sed y angustia de uranida

traiga a tu sombra, olivo de la fuente.

Y con tus ramas la divina hoguera

encienda en un hogar del campo mío,

por donde tuerce perezoso un río

que toda la campiña hace ribera

antes que un pueblo, hacia la mar, navío.


I

Desde mi ventana,

¡campo de Baeza,

a la luna clara!

¡Montes de Cazorla,

Aznaitín y Mágina!

¡De luna y de piedra

también los cachorros

de Sierra Morena!

II

Sobre el olivar,

se vio a la lechuza

volar y volar.

Campo, campo, campo.

Entre los olivos,

los cortijos blancos.

Y la encina negra,

a medio camino

de Úbeda a Baeza.

III

Por un ventanal,

entró la lechuza

en la catedral.

San Cristobalón

la quiso espantar,

al ver que bebía

del velón de aceite

de Santa María.

La Virgen habló:

Déjala que beba,

San Cristobalón.

IV

Sobre el olivar,

se vio a la lechuza

volar y volar.

A Santa María

un ramito verde

volando traía.

¡Campo de Baeza,

soñaré contigo

cuando no te vea!

V

Dondequiera vaya,

José de Mairena

lleva su guitarra.

Su guitarra lleva,

cuando va a caballo,

a la bandolera.

Y lleva el caballo

con la rienda corta,

la cerviz en alto.

VI

¡Pardos borriquillos

de ramón cargados,

entre los olivos!

VII

¡Tus sendas de cabras

y tus madroñeras,

Córdoba serrana!

VIII

¡La del Romancero,

Córdoba la llana!...

Guadalquivir hace vega,

el campo relincha y brama.

IX

Los olivos grises,

los caminos blancos.

El sol ha sorbido

la color del campo;

y hasta tu recuerdo

me lo va secando

este alma de polvo

de los días malos.


Hacia tierra baja

I

Rejas de hierro; rosas de grana.

¿A quién esperas,

con esos ojos y esas ojeras,

enjauladita como las fieras,

tras de los hierros de tu ventana?

Entre las rejas y los rosales,

¿sueñas amores

de bandoleros galanteadores,

fieros amores entre puñales?

Rondar tu calle nunca verás

ese que esperas; porque se fue

toda la España de Merimée.

Por esta calle -tú elegirás-

pasa un notario

que va al tresillo del boticario,

y un usurero, a su rosario.

También yo paso, viejo y tristón.

Dentro del pecho llevo un león.

II

Aunque me ves por la calle,

también yo tengo mis rejas,

mis rejas y mis rosales.

III

Un mesón de mi camino.

Con un gesto de vestal,

tú sirves el rojo vino

de una orgía de arrabal.

Los borrachos

de los ojos vivarachos

y la lengua fanfarrona

te requiebran, ¡oh varona!

Y otros borrachos suspiran

por tus ojos de diamante,

tus ojos que a nadie miran.

A la altura de tus senos,

la batea rebosante

llega en tus brazos morenos.

¡Oh, mujer,

dame también de beber!

IV

Una noche de verano.

El tren hacia el puerto va,

devorando aire marino.

Aún no se ve la mar.

      
*

Cuando lleguemos al puerto,

niña, verás

un abanico de nácar

que brilla sobre la mar.

      
*

A una japonesa

le dijo Sokán:

con la blanca luna

te abanicarás,

con la blanca luna,

a orillas del mar.

V

Una noche de verano,

en la playa de Sanlúcar,

oí una voz que cantaba:

antes que salga la luna.

Antes que salga la luna,

a la vera de la mar,

dos palabritas a solas

contigo tengo de hablar.

¡Playa de Sanlúcar,

noche de verano,

copla solitaria

junto al mar amargo!

¡A la orillita del agua,

por donde nadie nos vea,

antes que la luna salga!


I

En el azul la banda

de unos pájaros negros

que chillan, aletean y se posan

en el álamo yerto.

... En el desnudo álamo,

las graves chovas quietas y en silencio,

cual negras, frías notas

escritas en la pauta de febrero.

II

El monte azul, el río, las erectas

varas cobrizas de los finos álamos,

y el blanco del almendro en la colina,

¡oh nieve en flor y mariposa en árbol!

Con el aroma del habar, el viento

corre en la alegre soledad del campo.

III

Una centella blanca

en la nube de plomo culebrea.

¡Los asombrados ojos

del niño, y juntas cejas

-está el salón obscuro- de la madre!...

¡Oh cerrado balcón a la tormenta!

El viento aborrascado y el granizo

en el limpio cristal repiquetean.

IV

El iris y el balcón.

Las siete cuerdas

de la lira del sol vibran en sueños.

Un tímpano infantil da siete golpes

-agua y cristal-.

Acacias con jilgueros.

Cigüeñas en las torres.

En la plaza,

lavó la lluvia el mirto polvoriento.

En el amplio rectángulo ¿quién puso

ese grupo de vírgenes risueño,

y arriba ¡hosanna! entre la rota nube,

la palma de oro y el azul sereno?

V

Entre montes de almagre y peñas grises,

el tren devora su raíl de acero.

La hilera de brillantes ventanillas

lleva un doble perfil de camafeo,

tras el cristal de plata, repetido...

¿Quién ha punzado el corazón del tiempo?

VI

¿Quién puso, entre las rocas de ceniza,

para la miel del sueño,

esas retamas de oro

y esas azules flores del romero?

La sierra de violeta

y, en el poniente, el azafrán del cielo,

¿quién ha pintado? ¡El abejar, la ermita,

el tajo sobre el río, el sempiterno

rodar del agua entre las hondas peñas,

y el rubio verde de los campos nuevos,

y todo, hasta la tierra blanca y rosa

al pie de los almendros!

VII

En el silencio sigue

la liga pitagórica vibrando,

el iris en la luz, la luz que llena

mi estereoscopio vano.

Han cegado mis ojos las cenizas

del fuego heraclitano.

El mundo es, un momento,

transparente, vacío, ciego, alalo.


La luna, la sombra y el bufón

I

Fuera, la luna platea

cúpulas, torres, tejados;

dentro, mi sombra pasea

por los muros encalados.

Con esta luna, parece

que hasta la sombra envejece.

Ahorremos la serenata

de una cenestesia ingrata,

y una vejez intranquila,

y una luna de hojalata.

Cierra tu balcón, Lucila.

II

Se pintan panza y joroba

en la pared de mi alcoba.

Canta el bufón:

¡Qué bien van,

en un rostro de cartón,

unas barbas de azafrán!

Lucila, cierra el balcón.


Canciones de tierras altas

I

Por la sierra blanca...

La nieve menuda

y el viento de cara.

Por entre los pinos...

con la blanca nieve

se borra el camino.

Recio viento sopla

de Urbión a Moncayo.

¡Páramos de Soria!

II

Ya habrá cigüeñas al sol,

mirando la tarde roja,

entre Moncayo y Urbión.

III

Se abrió la puerta que tiene

gonces en mi corazón,

y otra vez la galería

de mi historia apareció.

Otra vez la plazoleta

de las acacias en flor,

y otra vez la fuente clara

cuenta un romance de amor.

IV

Es la parda encina

y el yermo de piedra.

Cuando el sol tramonta,

el río despierta.

¡Oh montes lejanos

de malva y violeta!

En el aire en sombra

solo el río suena.

¡Luna amoratada

de una tarde vieja,

en un campo frío,

más luna que tierra!

V

Soria de montes azules

y de yermos de violeta,

¡cuántas veces te he soñado

en esta florida vega

por donde se va,

entre naranjos de oro,

Guadalquivir a la mar!

VI

¡Cuántas veces me borraste,

tierra de ceniza,

estos limonares verdes

con sombras de tus encinas!

¡Oh campos de Dios,

entre Urbión el de Castilla

y Moncayo el de Aragón!

VII

En Córdoba, la serrana,

en Sevilla, marinera

y labradora, que tiene

hinchada, hacia el mar, la vela;

y en el ancho llano

por donde la arena sorbe

la baba del mar amargo,

hacia la fuente del Duero

mi corazón -¡Soria pura!-

se tornaba... ¡Oh, fronteriza

entre la tierra y la luna!

¡Alta paramera

donde corre el Duero niño,

tierra donde está su tierra!

VIII

El río despierta.

En el aire obscuro,

solo el río suena.

¡Oh, canción amarga

del agua en la piedra!

... Hacia el alto Espino,

bajo las estrellas.

Solo suena el río

al fondo del valle,

bajo el alto Espino.

IX

En medio del campo,

tiene la ventana abierta

la ermita sin ermitaño.

Un tejadillo verdoso.

Cuatro muros blancos.

Lejos relumbra la piedra

del áspero Guadarrama.

Agua que brilla y no suena.

En el aire claro,

¡los alamillos del soto,

sin hojas, liras de marzo!

X

(Iris de la noche)

A D. Ramón del Valle-Inclán

Hacia Madrid, una noche,

va el tren por el Guadarrama.

En el cielo, el arco iris

que hacen la luna y el agua.

¡Oh luna de abril, serena,

que empuja las nubes blancas!

La madre lleva a su niño,

dormido, sobre la falda.

Duerme el niño y, todavía,

ve el campo verde que pasa,

y arbolillos soleados,

y mariposas doradas.

La madre, ceño sombrío

entre un ayer y un mañana,

ve unas ascuas mortecinas

y una hornilla con arañas.

Hay un trágico viajero,

que debe ver cosas raras,

y habla solo y, cuando mira,

nos borra con la mirada.

Yo pienso en campos de nieve

y en pinos de otras montañas.

Y tú, Señor, por quien todos

vemos y que ves las almas,

dinos si todos, un día,

hemos de verte la cara.


I

Junto a la sierra florida,

bulle el ancho mar.

El panal de mis abejas

tiene granitos de sal.

II

Junto al agua negra.

Olor de mar y jazmines.

Noche malagueña.

III

La primavera ha venido.

Nadie sabe cómo ha sido.

IV

La primavera ha venido.

¡Aleluyas blancas

de los zarzales floridos!

V

¡Luna llena, luna llena,

tan oronda, tan redonda

en esta noche serena

de marzo, panal de luz

que labran blancas abejas!

VI

Noche castellana;

la canción se dice,

o, mejor, se calla.

Cuando duerman todos,

saldré a la ventana.

VII

Canta, canta en claro rimo,

el almendro en verde rama

y el doble sauce del río.

Canta de la parda encina

la rama que el hacha corta

y la flor que nadie mira.

De los perales del huerto

la blanca flor, la rosada

flor del melocotonero.

Y este olor

que arranca el viento mojado

a los habares en flor.

VIII

La fuente y las cuatro

acacias en flor

de la plazoleta.

Ya no quema el sol.

¡Tardecita alegre!

Canta, ruiseñor.

Es la misma hora

de mi corazón.

IX

¡Blanca hospedería,

celda de viajero,

con la sombra mía!

X

El acueducto romano

-canta una voz de mi tierra-

y el querer que nos tenemos,

chiquilla, ¡vaya firmeza!

XI

A las palabras de amor

les sienta bien su poquito

de exageración.

XII

En Santo Domingo,

la misa mayor.

Aunque me decían

hereje y masón,

rezando contigo,

¡cuánta devoción!

XIII

Hay fiesta en el prado verde

-pífano y tambor-.

Con su cayado florido

y abarcas de oro vino un pastor.

Del monte bajé,

solo por bailar con ella;

al monte me tornaré.

En los árboles del huerto

hay un ruiseñor;

canta de noche y de día,

canta a la luna y al sol.

Ronco de cantar:

al huerto vendrá la niña

y una rosa cortará.

Entre las negras encinas,

hay una fuente de piedra,

y un cantarillo de barro

que nunca se llena.

Por el encinar,

con la blanca luna,

ella volverá.

XIV

Contigo en Valonsadero,

fiesta de San Juan,

mañana en la Pampa,

del otro lado del mar.

Guárdame la fe,

que yo volveré.

Mañana seré pampero,

y se me irá el corazón

a orillas del alto Duero.

XV

Mientras danzáis en corro,

niñas, cantad:

«Ya están los prados verdes,

ya vino abril galán».

A la orilla del río,

por el negro encinar,

sus abarcas de plata

hemos visto brillar.

Ya están los prados verdes,

ya vino abril galán.


Canciones del alto Duero

(Canción de mozas)

I

Molinero es mi amante,

tiene un molino

bajo los pinos verdes,

cerca del río.

Niñas, cantad:

«Por la orilla del Duero

yo quisiera pasar».

II

Por las tierras de Soria

va mi pastor.

¡Si yo fuera una encina

sobre un alcor!

Para la siesta,

si yo fuera una encina

sombra le diera.

III

Colmenero es mi amante

y, en su abejar,

abejicas de oro

vienen y van.

De tu colmena,

colmenero del alma,

yo colmenera.

IV

En las sierras de Soria,

azul y nieve,

leñador es mi amante

de pinos verdes.

¡Quién fuera el águila

para ver a mi dueño

cortando ramas!

V

Hortelano es mi amante,

tiene su huerto,

en la tierra de Soria,

cerca del Duero.

¡Linda hortelana!

Llevaré saya verde,

monjil de grana.

VI

A la orilla del Duero,

lindas peonzas,

bailad, coloraditas

como amapolas.

¡Ay, garabí!...

Bailad, suene la flauta

y el tamboril.


Proverbios y cantares

A José Ortega y Gasset

I

El ojo que ves no es

ojo porque tú lo veas;

es ojo porque te ve.


II

Para dialogar,

preguntad, primero;

después... escuchad.


III

Todo narcisismo

es un vicio feo,

y ya viejo vicio.


IV

Mas busca en tu espejo al otro,

al otro que va contigo.


V

Entre el vivir y el soñar

hay una tercera cosa.

Adivínala.


VI

Ese tu Narciso

ya no se ve en el espejo

porque es el espejo mismo.


VII

¿Siglo nuevo? ¿Todavía

llamea la misma fragua?

¿Corre todavía el agua

por el cauce que tenía?


VIII

Hoy es siempre todavía.


IX

Sol en Aries. Mi ventana

está abierta al aire frío.

-¡Oh rumor de agua lejana!-.

La tarde despierta al río.


X

En el viejo caserío

-¡oh anchas torres con cigüeñas!-

enmudece el son gregario,

y en el campo solitario

suena el agua entre las peñas.


XI

Como otra vez, mi atención

está del agua cautiva;

pero del agua en la viva

roca de mi corazón.


XII

¿Sabes, cuando el agua suena,

si es agua de cumbre o valle,

de plaza, jardín o huerta?


XIII

Encuentro lo que no busco:

las hojas del toronjil

huelen a limón maduro.


XIV

Nunca traces tu frontera

ni cuides de tu perfil;

todo eso es cosa de fuera.


XV

Busca a tu complementario,

que marcha siempre contigo

y suele ser tu contrario.


XVI

Si vino la primavera,

volad a las flores;

no chupéis cera.


XVII

En mi soledad

he visto cosas muy claras,

que no son verdad.


XVIII

Buena es el agua y la sed;

buena es la sombra y el sol;

la miel de flor de romero,

la miel de campo sin flor.


XIX

A la vera del camino

hay una fuente de piedra,

y un cantarillo de barro

-glu-glu- que nadie se lleva.


XX

Adivina adivinanza,

qué quieren decir la fuente,

el cantarillo y el agua.


XXI

... Pero yo he visto beber

hasta en los charcos del suelo.

Caprichos tiene la sed...


XXII

Solo quede un símbolo:

quod elixum est ne assato.

No aséis lo que está cocido.


XXIII

Canta, canta, canta,

junto a su tomate,

el grillo en su jaula.


XXIV

Despacito y buena letra:

el hacer las cosas bien

importa más que el hacerlas.


XXV

Sin embargo...

¡Ah!, sin embargo,

importa avivar los remos,

dijo el caracol al galgo.


XXVI

¡Ya hay hombres activos!

Soñaba la charca

con sus mosquitos.


XXVII

¡Oh calavera vacía!

¡Y pensar que todo era,

dentro de ti, calavera!,

otro Pandolfo decía.


XXVIII

Cantores, dejad

palmas y jaleo

para los demás.


XIXX

Despertad, cantores:

acaben los ecos,

empiecen las voces.


XXX

Mas no busquéis disonancias;

porque, al fin, nada disuena,

siempre al son que tocan bailan.


XXXI

Luchador superfluo,

ayer lo más noble,

mañana lo más plebeyo.


XXXII

Camorrista, boxeador,

zúrratelas con el viento.


XXXIII

Sin embargo...

¡Oh!, sin embargo,

queda un fetiche que aguarda

ofrenda de puñetazos.


XXXIV

O rinnovarsi o perire...

No me suena bien.

Navigare è necessario...

Mejor: ¡vivir para ver!


XXXV

Ya maduró un nuevo cero,

que tendrá su devoción:

un ente de acción tan huero

como un ente de razón.


XXXVI

No es el yo fundamental

eso que busca el poeta,

sino el tú esencial.


XXXVII

Viejo como el mundo es

-dijo un doctor-, olvidado,

por sabido, y enterrado

cual la momia de Ramsés.


XXXVIII

Mas el doctor no sabía

que hoy es siempre todavía.


XXXIX

Busca en tu prójimo espejo;

pero no para afeitarte,

ni para teñirte el pelo.


XL

Los ojos por que suspiras,

sábelo bien,

los ojos en que te miras

son ojos porque te ven.


XLI

-Ya se oyen palabras viejas.

-Pues aguzad las orejas.


XLII

Enseña el Cristo: a tu prójimo

amarás como a ti mismo,

mas nunca olvides que es otro.


XLIII

Dijo otra verdad:

busca el tú que nunca es tuyo

ni puede serlo jamás.


XLIV

No desdeñéis la palabra;

el mundo es ruidoso y mudo,

poetas, solo Dios habla.


XLV

¿Todo para los demás?

Mancebo, llena tu jarro,

que ya te lo beberán.


XLVI

Se miente más de la cuenta

por falta de fantasía:

también la verdad se inventa.


XLVII

Autores, la escena acaba

con un dogma de teatro:

En el principio era la máscara.


XLVIII

Será el peor de los malos

bribón que olvide

su vocación de diablo.


XLIX

¿Dijiste media verdad?

Dirán que mientes dos veces

si dices la otra mitad.


L

Con el tú de mi canción

no te aludo, compañero;

ese tú soy yo.


LI

Demos tiempo al tiempo:

para que el vaso rebose

hay que llenarlo primero.


LII

Hora de mi corazón:

la hora de una esperanza

y una desesperación.


LIII

Tras el vivir y el soñar,

está lo que más importa:

despertar.


LIV

Le tiembla al cantar la voz.

Ya no le silban sus coplas,

que silba su corazón.


LV

Ya hubo quien pensó:

cogito ergo non sum.

¡Qué exageración!


LVI

Conversación de gitanos:

-¿Cómo vamos, compadrito?

-Dando vueltas al atajo.


LVII

Algunos desesperados

solo se curan con soga;

otros, con siete palabras:

la fe se ha puesto de moda.


LVIII

Creí mi hogar apagado,

y revolví la ceniza...

Me quemé la mano.


LXIX

¡Reventó de risa!

¡Un hombre tan serio!

... Nadie lo diría.


LX

Que se divida el trabajo:

los malos unten la flecha;

los buenos tiendan el arco.


LXI

Como don San Tob,

se tiñe las canas,

y con más razón.


LXII

Por dar al viento trabajo,

cosía con hilo doble

las hojas secas del árbol.


LXIII

Sentía los cuatro vientos,

en la encrucijada

de su pensamiento.


LXIV

¿Conoces los invisibles

hiladores de los sueños?

Son dos: la verde esperanza

y el torvo miedo.

Apuesta tienen de quien

hile más y más ligero:

ella, su copo dorado;

él, su copo negro.

Con el hilo que nos dan

tejemos, cuando tejemos.


LXV

Siembra la malva;

pero no la comas,

dijo Pitágoras.

Responde al hachazo

-ha dicho el Buda ¡y el Cristo!-

con tu aroma, como el sándalo.

Bueno es recordar

las palabras viejas

que han de volver a sonar.


LXVI

Poned atención:

un corazón solitario

no es un corazón.


LXVII

Abejas, cantores,

no a la miel, sino a las flores.


LXVIII


confunde valor y precio.


LXIX

Lo ha visto pasar en sueños...

Buen cazador de sí mismo,

siempre en acecho.


LXX

Cazó a su hombre malo,

el de los días azules,

siempre cabizbajo.


LXXI

Da doble luz a tu verso,

para leído de frente

y al sesgo.


LXXII

Mas no te importe si rueda

y pasa de mano en mano:

del oro se hace moneda.


LXXIII

De un «Arte de Bien Comer»,

primera lección:

No has de coger la cuchara

con el tenedor.


LXXIV

Señor San Jerónimo,

suelte usted la piedra

con que se machaca.

Me pegó con ella.


LXXV

Conversación de gitanos:

-Para rodear,

toma la calle de en medio;

nunca llegarás.


LXXVI

El tono lo da la lengua,

ni más alto ni más bajo;

solo acompáñate de ella.


LXXVII

¡Tartarín en Koenigsberg!

Con el puño en la mejilla,

todo lo llegó a saber.


LXXVIII

Crisolad oro en copela,

y burilad lira y arco

no en joya, sino en moneda.


LXXIX

Del romance castellano

no busques la sal castiza;

mejor que romance viejo,

poeta, cantar de niñas.

Déjale lo que no puedes

quitarle: su melodía

de cantar que canta y cuenta

un ayer que es todavía.


LXXX

Concepto mondo y lirondo

suele ser cáscara hueca;

puede ser caldera al rojo.


LXXXI

Si vivir es bueno,

es mejor soñar,

y mejor que todo,

madre, despertar.


LXXXII

No el sol, sino la campana,

cuando te despierta, es

lo mejor de la mañana.


LXXXIII

¡Qué gracia! En la Hesperia triste,

promontorio occidental,

en este cansino rabo

de Europa, por desollar,

y en una ciudad antigua,

chiquita como un dedal,

¡el hombrecillo que fuma

y piensa, y ríe al pensar:

cayeron las altas torres;

en un basurero están

la corona de Guillermo,

la testa de Nicolás!


Baeza, 1919

LXXXIV

Entre las brevas soy blando;

entre las rocas, de piedra.

¡Malo!


LXXXV

¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.


LXXXVI

Tengo a mis amigos

en mi soledad;

cuando estoy con ellos

¡qué lejos están!


LXXXVII

¡Oh Guadalquivir!

Te vi en Cazorla nacer;

hoy, en Sanlúcar morir.

Un borbollón de agua clara,

debajo de un pino verde,

eras tú, ¡qué bien sonabas!

Como yo, cerca del mar,

río de barro salobre,

¿sueñas con tu manantial?


LXXXVIII

El pensamiento barroco

pinta virutas de fuego,

hincha y complica el decoro.


LXXXIX

Sin embargo...

-Oh, sin embargo,

hay siempre un ascua de veras

en su incendio de teatro.


XC

¿Ya de su olor se avergüenzan

las hojas de la albahaca,

salvias y alhucemas?


XCI

Siempre en alto, siempre en alto.

¿Renovación? Desde arriba.

Dijo la cucaña al árbol.


XCII

Dijo el árbol: teme al hacha,

palo clavado en el suelo;

contigo la poda es tala.


XCIII

¿Cuál es la verdad? ¿El río

que fluye y pasa,

donde el barco y el barquero

son también ondas del agua?

¿O este soñar del marino

siempre con ribera y ancla?


XCIV

Doy consejo, a fuer de viejo:

nunca sigas mi consejo.


XCV

Pero tampoco es razón

desdeñar

consejo que es confesión.


XCVI

¿Ya sientes la savia nueva?

Cuida, arbolillo,

que nadie lo sepa.


XCVII

Cuida de que no se entere

la cucaña seca

de tus ojos verdes.


XCVIII

Tu profecía, poeta.

-Mañana hablarán los mudos:

el corazón y la piedra.


XCIX

-¿Mas el arte?...

-Es puro juego,

que es igual a pura vida,

que es igual a puro fuego.

Veréis el ascua encendida.


(Los ojos)

Al gigante ibérico, Miguel de
Unamuno, por quien la España
actual alcanza proceridad en el
mundo.

I

Cuando murió su amada

pensó en hacerse viejo

en la mansión cerrada,

solo, con su memoria y el espejo

donde ella se miraba un claro día.

Como el oro en el arca del avaro,

pensó que guardaría

todo un ayer en el espejo claro.

Ya el tiempo para él no correría.

II

Mas pasado el primer aniversario,

¿cómo eran -preguntó-, pardos o negros,

sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?

¿Cómo eran, ¡Santo Dios!, que no recuerdo?...

III

Salió a la calle un día

de primavera, y paseó en silencio

su doble luto, el corazón cerrado...

De una ventana en el sombrío hueco

vio unos ojos brillar. Bajó los suyos,

y siguió su camino... ¡Como esos!


-Niña, me voy a la mar.

-Si no me llevas contigo,

te olvidaré, capitán.

En el puente de su barco

quedó el capitán dormido;

durmió soñando con ella:

¡si no me llevas contigo!...

Cuando volvió de la mar

trajo un papagayo verde.

¡Te olvidaré, capitán!

Y otra vez la mar cruzó

con su papagayo verde.

¡Capitán, ya te olvidó!


Glosando a Ronsard y otras rimas

[I. Glosando a Ronsard]

Un poeta manda su retrato a una bella
dama, que le había enviado el suyo.

I

Cuando veáis esta sumida boca

que ya la sed no inquieta, la mirada

tan desvalida (su mitad, guardada

en viejo estuche, es de cristal de roca),

la barba que platea, y el estrago

del tiempo en la mejilla, hermosa dama,

diréis: ¿a qué volver sombra por llama,

negra moneda de joyel en pago?

¿Y qué esperáis de mí? Cuando a deshora

pasa un alba, yo sé que bien quisiera

el corazón su flecha más certera

arrancar de la aljaba vengadora.

¿No es mejor saludar la primavera

y devolver sus alas a la aurora?


II

Como fruta arrugada, ayer madura,

o como mustia rama, ayer florida,

y aun menos, en el árbol de mi vida,

es la imagen que os lleva esa pintura.

Porque el árbol ahonda en tierra dura,

en roca tiene su raíz prendida,

y si al labio no da fruta sabrida,

aún quiere dar al sol la que perdura.

Ni vos gritéis desilusión, señora,

negando al día ese carmín risueño,

ni a la manera usada, en el ahora

pongáis, cual negra tacha, el turbio ceño.

Tomad arco y aljaba -¡oh cazadora!-,

que ya es el alba: el despertar del sueño.


III

Pero si os place amar vuestro poeta,

que vive en la canción, no en el retrato,

¿no encontraréis en su perfil beato

conjuro de esa fúnebre careta?

Buscad del hondo cauce agua secreta,

del campanil que enronqueció a rebato

la víspera dormida, el timorato

pensado amor en hora recoleta.

Desdeñad lo que soy; de lo que he sido

trazad con firme mano la figura:

galán de amor soñado, amor fingido,

por anhelo inventor de la aventura.

Y en vuestro sabio espejo -luz y olvido-

algo seré también vuestra criatura.


[II. Otras rimas]

Que el caminante es suma del camino,

y en el jardín, junto del mar sereno,

le acompaña el aroma montesino,

ardor de seco henil en campo ameno;

que de luenga jornada peregrino

ponía al corazón un duro freno,

para aguardar el verso adamantino

que maduraba el alma en su hondo seno.

Esto soñé. Y del tiempo, el homicida,

que nos lleva a la muerte o fluye en vano,

que era un sueño no más del adanida.

Y un hombre vi que en la desnuda mano

mostraba al mundo el ascua de la vida,

sin cenizas el fuego heraclitano.


El amor y la sierra

Cabalgaba por agria serranía,

una tarde, entre roca cenicienta.

El plomizo balón de la tormenta

de monte en monte rebotar se oía.

Súbito, al vivo resplandor del rayo,

se encabritó, bajo de un alto pino,

al borde de una peña, su caballo.

A dura rienda le tornó al camino.

Y hubo visto la nube desgarrada,

y, dentro, la afilada crestería

de otra sierra más lueñe y levantada

-relámpago de piedra parecía-.

¿Y vio el rostro de Dios? Vio el de su amada.

Gritó: ¡Morir en esta sierra fría!


En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,

ha sorprendido, ingenuo paseante,

el mismo taedium vitae en vario idioma,

en múltiple careta igual semblante.

Atrás las manos enlazadas lleva,

y hacia la tierra, al pasear, se inclina;

todo el mundo a su paso es senda nueva,

camino por desmonte o por rüina.

Dio, aunque tardío, el siglo diecinueve

un ascua de su fuego al gran Baroja,

y otro siglo, al nacer, guerra le mueve,

que enceniza su cara pelirroja.

De la rosa romántica, en la nieve,

él ha visto caer la última hoja.


La roja tierra del trigal de fuego,

y del habar florido la fragancia,

y el lindo cáliz de azafrán manchego

amó, sin mengua de la lis de Francia.

¿Cúya es la doble faz, candor y hastío,

y la trémula voz y el gesto llano,

y esa noble apariencia de hombre frío

que corrige la fiebre de la mano?

No le pongáis, al fondo, la espesura

de aborrascado monte o selva huraña,

sino, en la luz de una mañana pura,

lueñe espuma de piedra, la montaña,

y el diminuto pueblo en la llanura,

¡la aguda torre en el azul de España!


Ramón Pérez de Ayala

Lo recuerdo... Un pintor me lo retrata,

no en el lino, en el tiempo. Rostro enjuto,

sobre el rojo manchón de la corbata,

bajo el amplio sombrero; resoluto

el ademán, y el gesto petulante

-un sí es no es- de mayorazgo en corte;

de bachelor en Oxford, o estudiante

en Salamanca, señoril el porte.

Gran poeta, el pacífico sendero

cantó que lleva a la asturiana aldea;

el mar polisonoro y sol de Homero

le dieron ancho ritmo, clara idea;

su innúmero camino el mar ibero,

su propio navegar, propia Odisea.


En la fiesta de Grandmontagne

Leído en el Mesón del Segoviano

I

Cuenta la historia que un día,

buscando mejor España,

Grandmontagne se partía

de una tierra de montaña,

de una tierra

de agria sierra.

¿Cuál? No sé. ¿La serranía

de Burgos? ¿El Pirineo?

¿Urbión donde el Duero nace?

Averiguadlo. Yo veo

un prado en que el negro toro

reposa, y la oveja pace

entre ginestas de oro;

y unos altos, verdes pinos;

más arriba, peña y peña,

y un rubio mozo que sueña

con caminos,

en el aire, de cigüeña,

entre montes, de merinos,

con rebaños trashumantes

y vapores de emigrantes

a pueblos ultramarinos.

II

Grandmontagne saludaba

a los suyos, en la popa

de un barco que se alejaba

del triste rabo de Europa.

Tras de mucho devorar

caminos del mar profundo,

vio las estrellas brillar

sobre la panza del mundo.

Arribado a un ancho estuario,

dio en la argentina Babel.

Él llevaba un diccionario

y siempre leía en él:

era su devocionario.

Y en la ciudad -no en el hampa-

y en la Pampa

hizo su propia conquista.

El cronista

de dos mundos, bajo el sol,

el duro pan se ganaba

y, de noche, fabricaba

su magnífico español.

La faena trabajosa,

y la mar y la llanura,

caminata o singladura,

siempre larga,

diéronle, para su prosa,

viento recio, sal amarga,

y la amplia línea armoniosa

del horizonte lejano.

Llevó del monte dureza,

calma le dio el oceano

y grandeza;

y de un pueblo americano

donde florece la hombría

nos trae la fe y la alegría

que ha perdido el castellano.

III

En este remolino de España, rompeolas

de las cuarenta y nueve provincias españolas

(Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente)

y en un mesón antiguo, y entre la poca gente

-¡tan poca!- sin librea, que sufre y que trabaja,

y aún corta solamente su pan con su navaja,

por Grandmontagne alcemos la copa. Al suelo indiano,

ungido de las letras embajador hispano,

«ayant pour tout laquais votre ombre seulement»

os vais, buen caballero... Que Dios os dé su mano,

que el mar y el cielo os sean propicios, capitán.


A don Ramón del Valle-Inclán

Yo era en mis sueños, don Ramón, viajero

del áspero camino, y tú, Caronte

de ojos de llama, el fúnebre barquero

de las revueltas aguas de Aqueronte.

Plúrima barba al pecho te caía.

(Yo quise ver tu manquedad en vano).

Sobre la negra barca aparecía

tu verde senectud de dios pagano.

Habla, dijiste, y yo: cantar quisiera

loor de tu don Juan y tu paisaje,

en esta hora de verdad sincera.

Porque faltó mi voz en tu homenaje,

permite que en la pálida ribera

te pague en áureo verso mi barcaje.


Al escultor Emiliano Barral

... Y tu cincel me esculpía

en una piedra rosada,

que lleva una aurora fría

eternamente encantada.

Y la agria melancolía

de una soñada grandeza,

que es lo español (fantasía

con que adobar la pereza),

fue surgiendo de esa roca,

que es mi espejo,

línea a línea, plano a plano,

y mi boca de sed poca,

y, so el arco de mi cejo,

dos ojos de un ver lejano,

que yo quisiera tener

como están en tu escultura:

cavados en piedra dura,

en piedra, para no ver.


A Julio Castro

Desde las altas tierras donde nace

un largo río de la triste Iberia,

del ancho promontorio de Occidente

-vasta lira, hacia el mar, de sol y piedra-,

con el milagro de tu verso, he visto

mi infancia marinera,

que yo también, de niño, ser quería

pastor de olas, capitán de estrellas.

Tú vives, yo soñaba;

pero a los dos, hermano, el mar nos tienta.

En cada verso tuyo

hay un golpe de mar, que me despierta

a sueños de otros días,

con regalo de conchas y de perlas.

Estrofa tienes como vela hinchada

de viento y luz, y copla donde suena

la caracola de un tritón, y el agua

que le brota al delfín en la cabeza.

¡Roncas sirenas en la bruma! ¡Faros

de puerto que en la noche parpadean!

¡Trajín de muelle, y algo más! Tu libro

dice lo que la mar nunca revela:

la historia de riberas florecidas

que cuenta el río al anegarse en ella.

De buen marino, ¡oh Julio!

-no de marino en tierra,

sino a bordo-, bitácora es tu verso

donde sonríe el norte a la tormenta.

Dios a tu copla y a tu barco guarde

seguro el ritmo, firmes las cuadernas,

y que del mar y del olvido triunfen,

poeta y capitán, nave y poema.


(Flor de verbasco)

A los jóvenes poetas que me
honraron con su visita en Segovia.

Sanatorio del alto Guadarrama,

más allá de la roca cenicienta

donde el chivo barbudo se encarama,

mansión de noche larga y fiebre lenta,

¿guardas mullida cama,

bajo seguro techo,

donde repose el huésped dolorido

del labio exangüe y el angosto pecho,

amplio balcón al campo florecido?

¡Hospital de la sierra!...

El tren, ligero,

rodea el monte y el pinar; emboca

por un desfiladero,

ya pasa al borde de tajada roca,

ya enarca, enhila o su convoy ajusta

al serpear de su carril de acero.

Por donde el tren avanza, sierra augusta,

yo te sé peña a peña y rama a rama;

conozco el agrio olor de tu romero,

vi la amarilla flor de tu retama;

los cantuesos morados, los jarales

blancos de primavera; muchos soles

incendiar tus desnudos berrocales,

reverberar en tus macizas moles.

Mas hoy, mientras camina

el tren, en el saber de tus pastores

pienso no más y -perdonad, doctores-

rememoro la vieja medicina.

¿Ya no se cuecen flores de verbasco?

¿No hay milagros de hierba montesina?

¿No brota el agua santa del peñasco?

*

Hospital de la sierra, en tus mañanas

de auroras sin campanas,

cuando la niebla va por los barrancos

o, desgarrada en el azul, enreda

sus guedejones blancos

en los picos de la áspera roqueda;

cuando el doctor -sienes de plata- advierte

los gráficos del muro y examina

los diminutos pasos de la muerte,

del áureo microscopio en la platina,

oirán en tus alcobas ordenadas

orejas bien sutiles,

hundidas en las tibias almohadas,

el trajinar de estos ferrocarriles.

…………………………………………

Lejos, Madrid se otea.

Y la locomotora

resuella, silba, humea

y su riel metálico devora,

ya sobre el ancho campo que verdea.

Mariposa montés, negra y dorada,

al azul de la abierta ventanilla

ha asomado un momento, y remozada,

una encina, de flor verdiamarilla...

Y pasan chopo y chopo en larga hilera,

los almendros del huerto junto al río...

Lejos quedó la amarga primavera

de la alta casa en Guadarrama frío.


Bodas de Francisco Romero

Porque leídas fueron

las palabras de Pablo,

y en este claro día

hay ciruelos en flor y almendros rosados

y torres con cigüeñas,

y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro,

y porque son las bodas de Francisco Romero,

cantad conmigo: ¡Gaudeamus!

Ya el ceño de la turbia soltería

se borrará en dos frentes ¡fortunati ambo!.

De hoy más sabréis, esposos,

cuánto la sed apaga el limpio jarro,

y cuánto lienzo cabe

dentro de un cofre, y cuántos

son minutos de paz, si el ahora vierte

su eternidad menuda grano a grano.

Fundación del querer vuestros amores

-nunca olvidéis la hipérbole del vándalo-

y un mundo cada día, pan moreno

sobre manteles blancos.

De hoy más la tierra sea

vega florida a vuestro doble paso.


Soledades a un maestro

I

No es profesor de energía

Francisco de Icaza,

sino de melancolía.

II

De su raza vieja

tiene la palabra corta,

honda la sentencia.

III

Como el olivar,

mucho fruto lleva,

poca sombra da.

IV

En su claro verso

se canta y medita

sin grito ni ceño.

V

Y en perfecto rimo

-así a la vera del agua

el doble chopo del río-.

VI

Sus cantares llevan

agua de remanso,

que parece quieta.

Y que no lo está;

mas no tiene prisa

por ir a la mar.

VII

Tienen sus canciones

aromas y acíbar

de viejos amores.

Y del indio sol

madurez de fruta

de rico sabor.

VIII

Francisco de Icaza,

de la España vieja

y de Nueva España,

que en áureo centén

se graben tu lira

y tu perfil de virrey.


A Eugenio d'Ors

Un amor que conversa y que razona,

sabio y antiguo -diálogo y presencia-,

nos trajo de su ilustre Barcelona;

y otro, distancia y horizonte: ausencia,

que es alma, a nuestro modo, le ofrecimos.

Y él aceptó la oferta, porque sabe

cuanto de lejos cerca le tuvimos,

y cuanto exilio en la presencia cabe.

Hoy, Xenius, hacia ti, viejo milano

las anchas alas en el aire ha abierto,

y una mata de espliego castellano

lleva en el pico a tu jardín diserto

-mirto y laureles- desde el alto llano

en donde el viento cimbra el chopo yerto.


Ávila, 1921

Los sueños dialogados

I
¡Cómo en el alto llano tu figura

se me aparece!... Mi palabra evoca

el prado verde y la árida llanura,

la zarza en flor, la cenicienta roca.

Y al recuerdo obediente, negra encina

brota en el cerro, baja el chopo al río;

el pastor va subiendo a la colina;

brilla un balcón de la ciudad: el mío,

el nuestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana,

la sierra de Moncayo, blanca y rosa...

Mira el incendio de esa nube grana

y aquella estrella en el azul, esposa.

Tras el Duero, la loma de Santana

se amorata en la tarde silenciosa.


II
¿Por qué, decisme, hacia los altos llanos

huye mi corazón de esta ribera,

y en tierra labradora y marinera

suspiro por los yermos castellanos?

Nadie elige su amor. Llevome un día

mi destino a los grises calvijares

donde ahuyenta al caer la nieve fría

las sombras de los muertos encinares.

De aquel trozo de España, alto y roquero,

hoy traigo a ti, Guadalquivir florido,

una mata del áspero romero.

Mi corazón está donde ha nacido,

no a la vida, al amor, cerca del Duero...

¡El muro blanco y el ciprés erguido!


III
Las ascuas de un crepúsculo, señora,

rota la parda nube de tormenta,

han pintado en la roca cenicienta

de lueñe cerro un resplandor de aurora.

Una aurora cuajada en roca fría,

que es asombro y pavor del caminante

más que fiero león en claro día,

o en garganta de monte osa gigante.

Con el incendio de un amor, prendido

al turbio sueño de esperanza y miedo,

yo voy hacia la mar, hacia el olvido

-y no como a la noche ese roquedo,

al girar del planeta ensombrecido-.

No me llaméis, porque tornar no puedo.


IV
¡Oh soledad, mi sola compañía,

oh musa del portento, que el vocablo

diste a mi voz que nunca te pedía!,

responde a mi pregunta: ¿con quién hablo?

Ausente de ruidosa mascarada,

divierto mi tristeza sin amigo,

contigo, dueña de la faz velada,

siempre velada al dialogar conmigo.

Hoy pienso: este que soy será quien sea;

no es ya mi grave enigma este semblante

que en el íntimo espejo se recrea,

sino el misterio de tu voz amante.

Descúbreme tu rostro, que yo vea

fijos en mí tus ojos de diamante.


De mi cartera

I

Ni mármol duro y eterno,

ni música ni pintura,

sino palabra en el tiempo.

II

Canto y cuento es la poesía.

Se canta una viva historia,

contando su melodía.

III

Crea el alma sus riberas;

montes de ceniza y plomo,

sotillos de primavera.

IV

Toda la imaginería

que no ha brotado del río,

barata bisutería.

V

Prefiere la rima pobre,

la asonancia indefinida.

Cuando nada cuenta el canto,

acaso huelga la rima.

VI

Verso libre, verso libre...

Líbrate, mejor, del verso

cuando te esclavice.

VII

La rima verbal y pobre,

y temporal, es la rica.

El adjetivo y el nombre,

remansos del agua limpia,

son accidentes del verbo

en la gramática lírica,

del Hoy que será Mañana,

del Ayer que es Todavía.


1924

I

Tuvo mi corazón, encrucijada

de cien caminos, todos pasajeros,

un gentío sin cita ni posada,

como en andén ruidoso de viajeros.

Hizo a los cuatro vientos su jornada,

disperso el corazón por cien senderos

de llana tierra o piedra aborrascada,

y a la suerte, en el mar, de cien veleros.

Hoy, enjambre que torna a su colmena

cuando el bando de cuervos enronquece

en busca de su peña denegrida,

vuelve mi corazón a su faena,

con néctares del campo que florece

y el luto de la tarde desabrida.


II

Verás la maravilla del camino,

camino de soñada Compostela

-¡oh monte lila y flavo!-, peregrino,

en un llano, entre chopos de candela.

Otoño con dos ríos ha dorado

el cerco del gigante centinela

de piedra y luz, prodigio torreado

que en el azul sin mancha se modela.

Verás en la llanura una jauría

de agudos galgos y un señor de caza,

cabalgando a lejana serranía,

vano fantasma de una vieja raza.

Debes entrar cuando en la tarde fría

brille un balcón de la desierta plaza.


III

¿Empañé tu memoria? ¡Cuántas veces!

La vida baja como un ancho río,

y cuando lleva al mar alto navío

va con cieno verdoso y turbias heces.

Y más si hubo tormenta en sus orillas

y él arrastra el botín de la tormenta,

si en su cielo la nube cenicienta

se incendió de centellas amarillas.

Pero aunque fluya hacia la mar ignota,

es la vida también agua de fuente

que de claro venero, gota a gota,

o ruidoso penacho de torrente,

bajo el azul, sobre la piedra brota.

Y allí suena tu nombre ¡eternamente!


IV

Esta luz de Sevilla... Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho. -La alta frente,

la breve mosca y el bigote lacio-.

Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea.

A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto

ahora vagar parecen, sin objeto

donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.


V

Huye del triste amor, amor pacato,

sin peligro, sin venda ni aventura,

que espera del amor prenda segura,

porque en amor locura es lo sensato.

Ese que el pecho esquiva al niño ciego

y blasfemó del fuego de la vida,

de una brasa pensada, y no encendida,

quiere ceniza que le guarde el fuego.

Y ceniza hallará, no de su llama,

cuando descubra el torpe desvarío

que pedía, sin flor, fruto en la rama.

Con negra llave el aposento frío

de su tiempo abrirá. ¡Desierta cama,

y turbio espejo y corazón vacío!


Viejas canciones

I

A la hora del rocío,

de la niebla salen

sierra blanca y prado verde.

¡El sol en los encinares!

Hasta borrarse en el cielo,

suben las alondras.

¿Quién puso plumas al campo?

¿Quién hizo alas de tierra loca?

Al viento, sobre la sierra,

tiene el águila dorada

las anchas alas abiertas.

Sobre la picota

donde nace el río,

sobre el lago de turquesa

y los barrancos de verdes pinos;

sobre veinte aldeas,

sobre cien caminos...

Por los senderos del aire,

señora águila,

¿dónde vais a todo vuelo tan de mañana?

II

Ya había un albor de luna

en el cielo azul.

¡La luna en los espartales,

cerca de Alicún!

Redonda sobre el alcor,

y rota en las turbias aguas

del Guadiana menor.

Entre Úbeda y Baeza

-loma de las dos hermanas:

Baeza, pobre y señora,

Úbeda, reina y gitana-.

Y en el encinar,

¡luna redonda y beata,

siempre conmigo a la par!

III

Cerca de Úbeda la grande,

cuyos cerros nadie verá,

me iba siguiendo la luna

sobre el olivar.

Una luna jadeante,

siempre conmigo a la par.

Yo pensaba: ¡bandoleros

de mi tierra!, al caminar

en mi caballo ligero.

¡Alguno conmigo irá!

Que esta luna me conoce

y, con el miedo, me da

el orgullo de haber sido

alguna vez capitán.

IV

En la sierra de Quesada

hay un águila gigante,

verdosa, negra y dorada,

siempre las alas abiertas.

Es de piedra y no se cansa.

Pasado Puerto Lorente,

entre las nubes galopa

el caballo de los montes.

Nunca se cansa: es de roca.

En el hondón del barranco

se ve al jinete caído,

que alza los brazos al cielo.

Los brazos son de granito.

Y allí donde nadie sube

hay una virgen risueña

con un río azul en brazos.

Es la Virgen de la Sierra.