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Nuevas cartografías simbólicas: Espacio, identidad y crisis en la ensayística de Manuel Ugarte

Claudio Maíz






Las estructuras topológicas y la nacionalidad

La idea de nación está basada en una representación social del espacio como entidad física, material, cuya principal referencia es el territorio-frontera. Sin embargo, aunque necesario, el territorio no es suficiente para la constitución de una nación, sino que ésta depende de un conjunto de factores, entre ellos los simbólicos, que se combinan y armonizan. Podemos suponer, entonces que los cambios en los diseños imaginarios de la territorialidad, por tanto, de la nacionalidad, implican alteraciones en los paradigmas identitarios1. En efecto, los antropólogos han vinculado la cuestión de la alteridad (o de la identidad) al espacio2, en virtud de que todas las sociedades necesitan simbolizar tanto el tiempo como el espacio. Sin embargo, mientras que el tiempo no nos viene dado, el espacio sí, pues la relación del espacio con el hombre se origina en exigencias biológicas. La experiencia del espacio echa las bases sobre las que el ser humano «organiza conceptualmente los otros ámbitos de la realidad»3 y, en última instancia, tal experiencia forma parte de los procesos de cambios en la cultura. De ahí que parezca atinado plantear, en términos generales, que los cambios que sobrevienen a niveles de lo real actúan simultáneamente en el sistema de imágenes que lo representan. Basta pensar en la alteración de las identidades individuales y colectivas que significó transitar de la imagen de América como el espacio único colonial al establecimiento de unidades nacionales menores. La cartografía del siglo XIX sigue el ritmo inestable de la política. Los lugares se sitúan en un nivel simbólico que hace referencia a la identidad entendida como subjetividad, a lo relacional en cuanto proyección hacia el otro, y a lo histórico como sentido de la experiencia pasada común. Escribe el geógrafo e historiador Vidal Jiménez:

La experiencia colectiva del espacio -como la del tiempo- responde a las posibilidades de construcción simbólica intersubjetiva de ese ámbito de conexiones reales donde se proyecta la coexistencia social dotada de sentido. El espacio no es una realidad absoluta, autodeterminada ontológicamente fuera del sujeto que la percibe. Remite, ante todo, al modo específico en que una sociedad histórica concreta hace viable la apropiación y aprehensión imaginarias de las relaciones del individuo consigo mismo, con el otro y con el mundo. El espacio alude, por tanto, a la dimensión trayectiva de la vida humana4.



Ahora bien, en relación con el espacio como representación social, se podría decir que en Hispanoamérica han cohabitado dos cruciales nociones de la nacionalidad. La primera tiene una matriz romántica europea (francesa y alemana, especialmente), mayor actualidad a lo largo del siglo XIX y ofició de modelo de los proyectos de organización nacional. Es una idea de nación hegemónica en el pensamiento político hispanoamericano, que coloca la territorialidad y las fronteras físicas como la línea separadora de lo único y lo diferente, de un nosotros y un ellos. La segunda noción, se refiere a la hipótesis de una nacionalidad continental, que procede del nacimiento mismo de las repúblicas americanas y se actualiza en determinadas circunstancias. El criterio para la demarcación de las diferencias no es convencional sino de base histórico-cultural. Ante la persistencia de estos motivos predominantes, Alberto Zum Felde llegó a decir que lo característico de la ensayística hispanoamericana «es la presencia constante de la temática continental, junto a la nacional», y ello se debe no sólo a una razón de lengua, «sino del bloque histórico-territorial, continuación evolutiva del originario imperio colonial indohispano, transformado en agrupación de repúblicas»5.

Si nos detenemos en ciertos aspectos de la constitución de las nacionalidades en América, lo hacemos con el propósito de percibir el significado de la espacialidad que se inscribe en los discursos literarios, en sus vínculos con los paradigmas de la identidad. La literatura ha representado un papel preponderante en el diseño de la identidad, puesto que es a la vez reflejo y configuración de esa concepción global que toda cultura conlleva. Es el lugar donde la identidad se imprime, organiza y expresa como experiencia viva6. Importantes estudios culturales han asignado a la novela un papel protagónico7 durante el proceso de la construcción del estado-nación. La narrativa ha asumido una de las formas de imaginación más eficaz, desde el siglo XVIII europeo en adelante. La otra forma de imaginación de gran relevancia durante el mismo ciclo la constituye la prensa escrita. Dentro de la literatura hispanoamericana es evidente que la función, al menos en el transcurso del siglo XIX, asignada a la narrativa no es la misma que la europea8. Otro fue el discurso literario que tomó como tema el problema de la conformación de las nacionalidades. El lugar de la reflexión y la imaginación sobre estas cuestiones lo ocupó, de manera preponderante, el discurso ensayístico. Una función que no perdió con el cambio de siglo XIX al XX, más bien se afianzó en una estructura formada por el género (el ensayo), el horizonte (la modernidad) y el método (la interpretación de la realidad).

Para la inquisición del 'topos' en la definición identitaria de los lenguajes literarios, hemos aprovechado el método relacional espacio urbano/lenguaje literario puesto a funcionar en algunos estudios que articulan los discursos y sus condiciones de producción9. Estos enfoques han puesto el acento en la relación existente entre la urbe, la modernidad y las vanguardias literarias. En nuestro caso, el objetivo ha sido aproximarnos a las estructuras de ubicación y referencia geográfica en el discurso ensayístico de Manuel Ugarte (1875-1951), poniendo en juego otras nociones espaciales, tales como territorio, frontera, paisaje, etc.10, además de la urbe. De manera más específica, en el discurso ensayístico ugarteano se produce una modificación de la estructura de ubicación y referencia geográfica, tanto al nivel de la escala como en la imaginación de una nueva cartografía. Los cambios sobrevienen dentro de lo que podría llamarse la «imaginación territorial», que puede entenderse como una actividad fundamental de apropiación del terreno realizada por los sujetos letrados. Las alteraciones no pertenecen solamente a la esfera de la voluntad creativa sino que están impulsadas por condicionamientos políticos bien definidos. El discurso ensayístico ugarteano puede considerarse como una respuesta discursiva a la emergencia del imperialismo norteamericano, que es el fenómeno que actúa explícita o implícitamente en el horizonte de la época.




La tensión hemisférica y la escritura

Para el historiador Hernández Sánchez Barba los grandes marcos causales de ciertas situaciones primordiales, en el siglo XX, están determinadas por lo que denomina tensiones históricas. Los extremos de las fuerzas contrarias están representados, según el historiador, de un lado, por el auge del capitalismo norteamericano y, del otro, por el nacionalismo revolucionario mexicano11, instrumento de lucha para contrarrestar la colonización económica sudamericana. La relación entre ambas fuerzas no puede ser sino contradictoria, por lo tanto resultan los exponentes de una tensión12 a escala continental, en cuyo seno «se encuentra el fundamento de la situación contemporánea de Hispanoamérica». En tal sentido, Hernández Sánchez Barba afirma que el repertorio de posibilidades de los hombres hispanoamericanos, en la contemporaneidad, viene dado por los fenómenos aludidos que crean la experiencia, cuya expresión en ideas, creencias y actitudes derivadas, constituye el fundamento de tal situación13. La importancia que el historiador le confiere a la tensión se puede apreciar en el siguiente pasaje:

Toda la problemática histórica de los tiempos presentes, si quiere ser comprendida en su exacto horizonte, debe ser visualizada desde esta base sustantiva que viene a definir, con enorme claridad, los perfiles históricos, en profundidad y extensión, de las naciones hispánicas. El repertorio de posibilidades viene, en efecto, dado, por el choque de ambas tendencias que proporcionan a los hombres hispanoamericanos una experiencia y, con ella, las ideas y el sentido de su actuar histórico en el siglo XX14.



Ahora bien, la función de imaginar el territorio cumplida por la escritura es más ostensible después de las guerras independentistas, no obstante, la agresión imperialista norteamericana, luego de la guerra de 1898, reaviva el sentimiento telúrico y la intención de su custodia15. La estructura topológica que atendemos no se ocupa de las dimensiones mensurables, sino de «las relaciones entre la totalidad de un espacio y sus partes; de su dimensión y la relación entre interior y exterior»16. La variación de las escalas espaciales, ya sea por conflictos intraamericanos o bien por la agresión territorial imperialista, produjeron infaliblemente una mutación en los discursos, como se observa en la experiencia novecentista hacia los inicios del siglo, a través del discurso ensayístico de Manuel Ugarte. Pero también, en una línea que se continúa ininterrumpidamente desde los debates producidos a fines del siglo XVIII y principios del XIX.

Cuando consideramos en conjunto la obra del imperialismo en América, no es posible defenderse de cierta admiración ante la amplitud del esfuerzo y la perspicacia de las concepciones. Nunca se vio en la historia tanta sutileza y tanto espíritu de prosecución. Claro está -repito- que desde el punto de vista hispanoamericano se trata de una política que todos debemos contribuir a contrarrestar. No somos pocos los que desde hace largos años escribimos y hablamos sin reposo en ese sentido. Pero para oponerse al avance, lo que más urge es alcanzar el conocimiento pleno de la verdad y abandonar las vanas declamaciones. Cada pueblo fuerte extiende su ambición hasta donde le alcanzan los brazos, y cada pueblo débil dura lo que dura su energía para defenderse17.



Dentro de los epifenómenos discursivos que genera la tensión hemisférica, ya indicada, de la que hemos partido18, podemos decir que Mi campaña hispanoamericana (1922) de Manuel Ugarte, por su cercanía genérica con el libro de viaje, resulta un emplazamiento geográfico concreto de la elaboración, desarrollo y ejecución de la tesis de unidad continental. Ugarte, como viajero, se convierte en un «espectador», en el «protogenético sentido del padre Herodoto», es decir, «sabedor de visu», tal como ha caracterizado el filósofo José Gaos a Sarmiento, Unamuno u Ortega19, con quienes es factible comparar a nuestro autor. En términos generales, en el texto ugarteano se cumple la premisa de que el territorio, lo espacial y lo geográfico forman parte de la experiencia histórica del imperialismo20. Sobre los motivos de su viaje a través de Hispanoamérica, Ugarte escribe en Mi campaña:

Mi propósito era romper con la tradicional apatía; vivir, aunque fuera por breve tiempo, en cada uno de esos países, para poder rectificar o ratificar, según las observaciones hechas sobre el terreno, mi concepción de lo que era la patria grande. A este fin primordial, se unía el deseo de tratar personalmente a los gobernantes, a los hombres de negocios, a los escritores, a los publicistas, a los dirigentes del Gobierno y de la opinión, a la juventud, en fin, cuya simpatía sentía latir a lo lejos, y de la cual me llegaban ecos reconfortantes21.



La posición testimonial es coincidente desde el comienzo mismo de la gira, como se observa ya en 1910 en El porvenir de América Latina:

El que estas líneas tiene para insistir así sus razones. Ha estado en Cuba y ha palpado la desdeñosa superioridad con que el «Libertador» desgarraba en ensueño de un pueblo que puede competir en heroísmo con los más altos ejemplos de la historia. Ha departido largamente en París con personalidades centroamericanas y aún oye el relato conmovedor de los sucesos de Panamá, donde una empresa financiera organizaba la revolución. Ha ido a México, en fin, y sabe que las tropas yanquis logran violar los límites para sofocar en territorio mexicano una huelga de obreros mexicanos cuando ésta puede perjudicar a los accionistas de Nueva York. Y en todas partes ha advertido los mismos proyectos ambiciosos y el mismo desdén hacia nuestras naciones22.



Ugarte articula el recorrido por el territorio hispanoamericano a la intención de desmantelar los códigos incorporativos y universalizadores que el imperialismo impone en la intelección de la realidad. «La filosofía -dice Zea- de la historia universal, como disciplina filosófica, aparece, y no por azar en el momento en que Europa ha llevado su expansión y dominio al resto del planeta: Asia, África y América»23. Precisamente porque la primera razón política es la razón geográfica24, el contacto directo con la realidad problemática hispanoamericana se convierte en un paso previo a la formulación de otros códigos. Donde se desmonta el modelo imperialista y los códigos totalizadores «se vuelven ineficientes e inaplicables», «se empieza a construir un tipo de investigación y de conocimiento»25.

Así fui aprendiendo, al par que la historia del imperialismo, nuestra propia historia hispanoamericana en la amplitud de sus consecuencias y en su filosofía final. Lo que había aprendido en la escuela, era una interpretación regional y mutilada del vasto movimiento que hace un siglo separó de España a las antiguas colonias, una crónica local donde predominaba la anécdota, sin que llegara a surgir de los nombres y de las fechas una concepción superior, un criterio analítico o una percepción clara de lo que el fenómeno significaba para América y para el mundo26.



Entre las causas de los fracasos políticos hispanoamericanos no sólo se registran las agresiones territoriales imperialistas o la intervención en la política interna, sino que en los propios códigos de interpretación de esa realidad el fracaso ya se halla latente. Ugarte observa que los políticos hispanoamericanos establecen un orden de prioridades que no se corresponde con la problemática global. La gradación es otra: «primero el de la integridad territorial, étnica, política, económica, etc., es decir, la posesión real e indiscutible de la nación por la nación misma»27.




La frontera: entre línea demarcatoria y espacio

Consideramos acertado el enriquecimiento que cierta historiografía ha efectuado del concepto de frontera, al establecer relaciones entre los episodios históricos y las ideologías, las percepciones y las actuaciones, es decir, la frontera como un espacio de interacción y de una enorme fluidez semántica. Frente al desierto, el español tuvo el acicate de la ocupación, luego el modo como estas tierras desiertas devienen en fronteras, para Hebe Clementi, «es la historia de América en su sentido más pleno»28. A su vez, la interacción de espacio y situaciones ha dado lugar a ciertos tipos humanos, tomados luego como arquetipos: el pionero norteamericano, el bandeirante brasileño y el gaucho argentino29.

La idea de nación que ha funcionado en Hispanoamérica, como ya indicáramos, parte de una premisa en la que la territorialidad y las fronteras físicas son vistas como la línea separadora de lo único y lo diferente, de un nosotros y un ellos. La procedencia de esta concepción es decimonónica y en su formación tuvo implicancias el impacto ideológico del romanticismo. Para la generación romántica, la extensión espacial resultó un escollo imposible de sortear y conspiraba contra las ideas civilizatorias (Sarmiento frente a la fatalidad de la naturaleza escribía: «Deberíamos quejarnos, antes de la Providencia, y pedirle que rectifique la configuración de la tierra»)30. A la postre, la revisión de las categorías filosóficas y políticas del siglo XIX ha demostrado que el espacio único de la colonia fue sustituido, luego de la emancipación, por la concepción del nacionalismo romántico, fundamento de los estados nacionales. Con la independencia se perdió el centro español vigente durante la colonia, para deslizarse hacia Francia, Inglaterra, Estados Unidos. El concepto de frontera sufre un proceso de «iberoamericanización», es decir, pasa de entenderse como una línea a un espacio. En el discurso liberal decimonónico, el conjunto de Hispanoamérica pasa a constituir una frontera en la que se libraba una lucha entre la civilización y la barbarie31, que no resulta muy distinto de la idea de América como frontera para la expansión europea y también para la 'imago mundi'. En términos generales, es posible apreciar serias contradicciones entre la efectiva concreción política de esta noción y la vivencia traspuestas en las representaciones literarias. Puesto que, mientras en estas últimas, desde Güiraldes hasta Martínez Estrada, desde Cambaceres hasta Mallea, han sido vividas como factores de frustración32, en el orden de la acción política se experimentaron como estímulo para la conquista y domesticación, tal es el caso de la política de Julio A. Roca.

La idea de que la frontera es «el confín de un Estado», como lo señala la Real Academia, refuerza el sentido de fin o marca que divide. Dicha concepción de la frontera se puede remitir a la del pionero, donde la destreza y la habilidad para la sobrevivencia son capitales y sirven a la vez para la confrontación entre lo propio y lo de afuera que representa lo «inútil». Se trata de un significado de la frontera como una «zona marginal de poblamiento»33 que es palmaria en la acción de gobierno desde Hernandarias, Vértiz hasta Rosas, Mitre y Roca. José Hernández, en el poema de Martín Fierro, utilizó este último sentido, en el momento en que Fierro y Cruz se internan en el desierto («Y pronto, sin ser sentidos / por la frontera cruzaron. / Y cuando la habían pasao, / una madrugada clara / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones;»). Pero al mismo tiempo, Hernández alterna con otro significado del término frontera, es decir, la frontera como un espacio habitado por los «gringos» («Yo no sé porqué el gobierno / nos manda aquí a la frontera / gringada que ni siquiera / se sabe atracar a un pingo [...]»).




Los cambios durante la modernización

En el debate de principios de siglo, no estaba en cuestión, como en pleno siglo XIX, la conquista de territorios ocupados y dominados por los indios o el reconocimiento de regiones inaccesibles. El concepto de frontera se resignifica al instaurar un principio diferente de límite espacial. No era sólo la dimensión propiamente física del problema lo que interesaba, sino la de dar con una imagen de territorialidad fundada en otras percepciones, que fuera asequible simbólicamente, como una manera de salvaguardar los espacios nacionales de las agresiones territoriales imperialistas. La diferencia estriba en las dimensiones y en la mirada múltiple que era inexcusable adoptar para dar sentido a una nueva noción de espacialidad donde se produjera la relación identificatoria. Puesto que «nada más concreto que la tierra», ha dicho Hebe Clementi, lo que es tan cierto como que nada hay más abstracto que la aprehensión simbólica de la tierra34. Es así como en la raíz del nacionalismo continental novecentista operan factores culturales que contribuyen a la formulación de una nueva comunidad imaginada, en el sentido de Benedict Anderson35.

Hacia principios del siglo XX, desde la serie literaria, se producen notorias alteraciones en las nociones sobre la territorialidad. El caso de Horacio Quiroga ha sido ejemplar, ya que cumplió con las determinaciones del exotismo y la evasión modernistas de un modo especial. La búsqueda exótica en Quiroga, claro está, no fue a la manera versallesca de Darío, las japonerías de Gómez Carrrillo, o al estilo de Pierre Loti, uno de los más fuertes paradigmas del exotismo modernista. Visto desde el ángulo del lector, el exotismo de Quiroga significó la colonización literaria de un territorio hasta ese entonces desconocido, como lo era la selva misionera. Alimentó el imaginario de los consumidores de la prensa periódica, a quienes el mundo misionero resultaba tan apartado y extravagante como los territorios coloniales, desde donde Kipling escribía para los lectores ingleses. Cuando la burguesía comercial porteña creía consumado el destino de prosperidad y bonanza en una nación plenamente constituida, tal cual lo indican los fastos del Centenario, Quiroga, en ese mismo año, asume el papel de un verdadero pionero, demostrando, en el ciclo cuentístico que inaugura, sin sospecharlo siquiera, el grave desmembramiento geográfico y simbólico de la Argentina.

La propuesta de la llamada generación novecentista, una de las tendencias literarias del proceso de modernización latinoamericana, consistió en imaginar una nueva comunidad, para lo cual debió cuestionar el aparato ideológico heredado del nacionalismo decimonónico, que había fijado la frontera de las nacionalidades de acuerdo con un principio de línea fronteriza36. Manuel Ugarte, el argentino prominente de esta generación, observa, en esta concepción estrecha de la nacionalidad, un remedo de «petite Europa», que ampara muchas de las políticas erróneas. Aludiendo al tema, dice:

Una estrecha visión les hace considerar como acontecimientos de gravedad suma un ligero desacuerdo entre pueblos que hasta hace un siglo formaron parte de los mismos virreinatos; pero no les inquieta que Inglaterra, que defiende la tesis de que el Río de la Plata es un mar libre, siga haciendo flotar su bandera en las Malvinas y domine en la Honduras británica; ni les asusta que los Estados Unidos, que ocupan territorios en Santo Domingo, Nicaragua y Panamá, aspiren a extender sus posesiones hacia el Sur. Se diría que en la parodia infecunda de una petite Europa, sólo existen patriotismos locales, y que, salvado cierto límite, se pierde la visión de toda política y todo plan37.



El marco causal histórico en el que se produce el discurso ensayístico ugarteano resulta de una simultaneidad entre la emergencia del imperialismo norteamericano y el proceso de modernización en América Latina. De modo esquemático, ambos factores se enlazan en la respuesta discursiva ugarteana, mediante un programa estético-político que comprende la unidad continental, desde una óptica revisionista de la historia hispanoamericana. Ugarte propone una adhesión a la modernidad, que sea alternativa al paradigma hegemónico, es decir, que evite la posición subordinada de América Latina. La perspectiva totalizadora ugarteana representa una remoción de antiguos medios de religación, en el sentido de vincular los conceptos de nación, territorio e identidad como garantía de conservación del yo38. En ese entramado reposa su adhesión a la modernidad.

Como es sabido, la pregunta sobre la identidad, en Hispanoamérica, ha tenido tal constancia en el tiempo que hace necesario indagar sobre las razones que lo han permitido. Si bien las respuestas varían en el contenido y la forma de presentación, se mantiene inalterable la estructura que da origen al interrogante, es decir, históricamente, el problema de la identidad cultural ha estado ligado al problema de su autonomía económica, política, cultural. Vale decir que en el segmento que atendemos, en última instancia, funciona una invariante ontológica hispanoamericana, generada a partir de circunstancias históricas concretas. La búsqueda de la autonomía resulta de las circunstancias históricas que la impidieron o dificultaron, lo que ha provocado un inalterable choque de fuerzas divergentes. Todo ello se ha manifestado en forma de una tensión producida entre el colonialismo español, durante el siglo XIX, el neocolonialismo o el imperialismo norteamericano, en el XX, y los nacionalismos de diverso signo. Esta tensión condiciona el desenvolvimiento histórico hispanoamericano y ha sido considerado necesariamente como un fenómeno de vastas proporciones. Por tal motivo, gran parte de la literatura sobre el tema, ha enfocado la cuestión con vistas a un retorno a la unidad y con una concepción de la cultura entendida como una totalidad geográfica, política, lingüística, literaria, artística, ideológica39. Al «desideratum» de la autonomía ha estado asociado, entonces, el interrogante del ser americano40.

En consecuencia, debemos remarcar que el problema de la identidad guarda estrecha vinculación con la circunstancia histórica en la que se plantea41. Desde el punto de vista de nuestro planteo, nos resultan altamente significativos los segmentos temporales de transición, por tanto, de crisis, durante los cuales se activa el debate sobre la identidad. Así, la crisis de autoridad que sobreviene durante el siglo XIX tiene su origen tanto en la filosofía de la Ilustración europea, que cuestionó el orden social premoderno basado en una rigidez jerárquica, como también en la independencia americana42.  Aparece un nuevo protocolo de interrogantes que giran en torno al porvenir y se valida una conciencia libertaria del sujeto en condiciones de pensar y actuar sin limitaciones. Luego, el romanticismo invocará el asunto identitario de manera más clara hasta convertirlo en el centro de atención43. En la ensayística de Manuel Ugarte se interpela la identidad a partir del supuesto de que ha concluido una etapa de la historia hispanoamericana y una nueva se está iniciando. Es ostensible que se trata de una experiencia que capta el carácter de transición del momento. Es la característica que Luis Alberto Sánchez destaca como distintiva en Ugarte: «De todos modos, Ugarte señala el tránsito entre dos mundos, entre dos sensibilidades»44. El nuevo ciclo se caracteriza por un ordenamiento político e institucional que ha permitido a ciertos países hispanoamericanos, especialmente los del extremo sur, un evidente desarrollo económico. Pero la transición también tiene otro alcance: la percepción de la autoridad creciente de los Estados Unidos, «que ha cerrado el ciclo de la hegemonía mundial de Europa»45. Podría trazarse, entonces, un paralelismo entre el pasaje de la sociedad colonial a la postcolonial durante el siglo XIX y la transición que percibe Ugarte, en el sentido de que, además de producirse cambios de un orden político a otro, redefine las nuevas identidades colectivas46. En el primer tránsito, los cambios son más evidentes, circunstancia que se hace menos perceptible en el curso hacia un pacto neocolonial47, que se especifica por «la autoridad creciente de los Estados Unidos». En ese marco, las nuevas escalas de poder no están al margen de la organización de las identidades colectivas.

Por último, la unidad de análisis de la ensayística de Ugarte, que fue el género que mejor convino a la expresión de esta nueva interpretación de la nacionalidad, se organiza en una trama, en la que participan el discurso literario, las nociones ideológicas y los hechos de la realidad. La disposición de los elementos que componen la trama, tales como la dimensión territorial, la agresión imperialista, la elección del género discursivo, etc., depende de la preocupación por la identidad, centro del pensamiento cultural durante la era del imperialismo48. Tal es el marco en el que actúa Ugarte y su generación. La etapa de vigencia de la mentada unidad de análisis podría fijarse en las primeras décadas del siglo XX, principalmente. La estructura de sentimientos que emerge hacia finales del siglo XIX y principios del XX es consecuencia de un malestar en la cultura despertado por el «peligro yanqui», nombre con el que corrió una preocupación por el destino cultural, económico y político del continente. Si las respuestas ante este fenómeno fueron múltiples -morales, estéticas, políticas- coinciden, no obstante, en la inquisición del factor territorial al describir la experiencia histórica. El espacio americano habrá de ser incorporado a los lenguajes de la literatura también como parte de un proyecto ético-político. Es un momento de la cultura hispanoamericana en el que se redefinen las fronteras continentales sobre parámetros culturales antes que espaciales.





 
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