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ArribaAbajoV. El cuento de los dos amigos

(Cervantes y la tradición literaria. Primera perspectiva)


Pedro Alfonso, en su Disciplina clericalis, fue el que introdujo nuestro cuento en España. En alas de la popularidad de esta obra se difundió por toda Europa y motivó numerosísimas versiones. Hago caso omiso de la mayoría, pues mi propósito ha sido ceñirme estrictamente a los ejemplos peninsulares, sin más incursiones en las demás literaturas que las necesarias para aclarar relaciones y dependencias en el campo hispánico.122

Nuestra historia hace su primera aparición precedida por el cuento del medio amigo,123 y más tarde se le agrega también el de los tres amigos, tomado del Barlaán y Josafat.124 Estos dos cuentos tuvieron cierta fortuna literaria, pero no influyeron en nada en la evolución de nuestro tema.125 Con los primeros ejemplos renacentistas éste cobra individualidad propia y se desarrolla por sí solo; debido a tales razones lo estudio en forma aislada y especial.

Unas palabras sobre el método expositivo. Divido mi trabajo en tres secciones: la primera estudia los textos en que se halla el cuento de los dos amigos; trato de seguir, en la medida de lo posible, el orden cronológico. Doy resumen de la versión en el caso de que ésta ofrezca variantes de importancia, y después agrego las notas y observaciones que creo necesarias. En la segunda sección agrupo las alusiones o reelaboraciones episódicas. Por último, en la tercera parte trato de recoger todos los cabos sueltos y estudiar el progreso de la tradición, señalando las diversas etapas de su desarrollo.


ArribaAbajo I. Textos

1. Pedro Alfonso, Disciplina clericalis (comienzos del siglo XII).126 El segundo cuento de esta recopilación es el de los dos amigos. Dos mercaderes, uno de Baldach (Bagdad) y el otro de Egipto, se conocen sólo de oídas. El de Baldach va a Egipto, donde es recibido y tratado fastuosamente por el otro mercader, quien lo aloja en su casa. A los pocos días cae enfermo y se descubre que esto se debe al amor de una joven con quien el egipcio estaba por casarse y que vivía en su misma casa. Llevado por la amistad, el egipcio cede la mujer a su amigo, se celebran las bodas y el de Bagdad vuelve con su esposa a su tierra. Poco después el egipcio pierde toda su fortuna y, reducido a la pobreza, se dirige a Baldach en busca de su amigo. Llega de noche y decide pasarla en un templo. En las cercanías ocurre un asesinato, y al ruido acude gente, que lo interroga sobre el crimen. Para escapar a su pobreza el egipcio se confiesa como el autor, es llevado ante los jueces y condenado a muerte. Cuando ya se va a hacer justicia, lo reconoce el mercader de Baldach y, sin vacilar, se declara culpable del crimen. El verdadero asesino se enternece ante estos extremos y admite la culpa. Los jueces, maravillados, los llevan ante el rey, quien perdona a los tres, una vez averiguada la verdad. El de Baldach reparte su fortuna con su amigo, y éste se vuelve a Egipto.

Como el resto de la colección, este apólogo es de origen oriental y, al parecer, de transmisión oral.127 Así me fuese posible, no sería de mayor importancia asignarle fuente. Basta, para mi propósito, establecer que Pedro Alfonso introduce el cuento en España, y de aquí pasa al resto de Europa, como afirman cuantos han tratado del tema.128

La Disciplina clericalis es, ante todo, un manual de ética, y el propio autor la consideraba como tal.129 Pero el moralista, en el caso de Pedro Alfonso, va de la mano con el hombre de letras consciente de su oficio, y los dos buscan, con propósito deliberado, cautivar al gran público.130 Ambas personalidades se complementan y contrarrestan, pero, como sucede en los demás ejemplarios medievales, no se integran en el cuerpo de la obra, sino que proceden por separado: primero expone el moralista, después narra el literato. El principio jerarquizador, tan caro a la mentalidad medieval, supedita el relato a la exposición moral; la fábula queda relegada a segundo plano y su desarrollo artístico sufre en consecuencia. De intento se despoja el relato de toda superfluidad, y la narración así aligerada se nos ofrece descarnada, reducida a sus líneas esenciales. Los personajes tienen sólo valor simbólico, y en este plano actúan. Por consiguiente, sus acciones interesan nada más que en la medida en que ayudan a la revelación y acentuación de ese valor. Quedan así casi anulados los excursos narrativos amplificatorios; si se detiene o desvía la acción es sólo para dar las explicaciones mínimas necesarias que adelanten el progreso de la fábula. Las posibilidades novelísticas se sacrifican al propósito didáctico. Desde el punto de vista literario, éste se podría llamar el estado embrionario, y en él permanece el apólogo durante toda la Edad Media española.

2. El libro del caballero Cifar (hacia 1300).131 Dos jóvenes se crían juntos y con gran amistad en una ciudad, en «tierras del Corán». Uno de ellos (A) abandona la ciudad para buscar fortuna, y la hace en otra tierra. B permanece en su casa, pero a la muerte de sus padres pierde todos sus bienes, y sale a buscar a A. Lo encuentra y es tratado a cuerpo de rey. Se enamora de la prometida de A y sus deseos reprimidos lo ponen a punto de muerte. Se confiesa con un capellán, quien le cuenta a A lo ocurrido. Éste se presenta de inmediato ante su amigo y le convence de que debe tomar a la joven por mujer; cosa nada difícil, pues ella, a su vez, está enamorada de B. Celebrada la boda, los novios parten, y A soporta la furia de los parientes de la joven, que se consideran deshonrados. Las luchas con ellos terminan por arruinarle, y abandona su casa, buscando la protección de B. En el camino le sucede un tropiezo, pero llega, sin embargo, a la ciudad de su amigo. Como es de noche, las puertas están cerradas, y A se recoge en una ermita. Esa noche riñen en la ciudad dos hombres, y uno mata al otro. La justicia halla al muerto, e inmediatamente va a comprobar si las puertas de la ciudad están cerradas. La que da a la ermita está abierta, y por ella salen los guardias y apresan a A. Sin vacilar él confiesa el crimen, y es condenado a muerte. Llega B y, al reconocer a su amigo, se acusa del asesinato. El verdadero culpable siente remordimiento y declara lo sucedido. Se presenta el caso al emperador, quien perdona a todos. A, B y el asesino se hacen amigos y viven felices y ricos.

Como se puede apreciar, las divergencias con Pedro Alfonso son numerosas.132 El conjunto de ellas, y en especial algunas, me inclinan a suponer que el anónimo autor conoció una versión distinta. Existe, desde luego, la posibilidad de la transmisión oral, pero escrita u oral, me parece que la fuente del Cifar no se remonta directamente a Pedro Alfonso, sino más bien a una versión parecida a la de los Gesta Romanorum.133 Los amigos no son ya mercaderes, en lo que coinciden el Cifar y los Gesta, si bien éstos los hacen caballeros. El caso de los tres reos, en ambas obras, no es juzgado por un rey, como en la Disciplina, sino por un emperador. Por último, tanto los Gesta como el Cifar omiten la partición final de la fortuna con el amigo empobrecido.

El carácter del autor anónimo de la novela está trazado con fuertes rasgos a lo largo de toda su obra. Como dice María Rosa Lida de Malkiel: «Evidentemente era quien lo escribió un clérigo muy devoto, muy predicador y, a la vez, muy amigo de golpes y batallas y muy lector de toda suerte de narraciones, pero con clara preferencia por sus normas eclesiásticas ».134 El autor, imbuido de un irrefrenable didacticismo, no se abandona del todo a su ficción caballeresca, y el conflicto creado por esta tensión hace que la obra se debata entre ambos extremos sin llegar a integrarlos. A esta vena didáctica se une un desmedido afán amplificatorio (típico, hasta cierto punto, de la prédica religiosa) que a veces diluye demasiado la materia artística. Ambas características quedan bien ejemplificadas en nuestro cuento.

En Pedro Alfonso el desarrollo del ejemplo no se interrumpe para demostrar la obvia moraleja; se espera a cerrar el paréntesis narrativo para acumular las interpretaciones moralizadoras. Al autor del Cifar esto no le resulta suficiente: su desvelo didáctico le hace incorporar la moraleja al cuerpo de la fábula, y en nuestro cuento llega a inventar todo un nuevo episodio para abrirse nuevas posibilidades de predicar. Cuando A, empobrecido, parte en busca de B, pernocta en casa de un avariento que le da mal y tarde de comer, a tal punto que provoca la compasión de los circunstantes. Y se apresura a agregar el autor: «E porende dize la escriptura que tres maneras son de ome de quien deue ome auer piedat, e son éstas: el pobre que ha de demandar al rico escaso, el sabio que se ha de guiar por el torpe, el cuerdo que ha de beuir en tierra syn justicia; ca éstos son tristes e cuytados porque se non cumple en aquéllos lo que deuía, e segunt aquello que Dios puso en ellos». Satisfecho el impulso didáctico, se retoma el hilo de la narración.

Algunas de las amplificaciones del Cifar obedecen al simple deseo de dar mayor extensión al marco narrativo. Así, la primera prueba de la amistad en esta obra (salida de A, empobrecimiento de B, viaje de éste y dádivas de A) no es más que repetición, con los personajes trocados y menor detalle, de la segunda prueba. El autor agrega, además, un previo matrimonio de A, del que éste ha quedado viudo. En otras ocasiones la materia artística se amplía para dar cabida a la observación del detalle simple y concreto, con esa tendencia típicamente española a enlazar el mundo artísticamente creado con el cotidiano. La descripción del asesinato que provoca la final prueba de amistad ilustra bien este punto:

E en essa noche, alboroçando dos omes de esa cibdat, ouieron sus palabras e denostáronse e metiéronse otros en medio e despartiéronlos. E el vno dellos pensó esa noche de yr matar el otro en la mañana, ca sabía que cada mañana yua a matines, e fuelo a esperar tras la su puerta, e en saliendo el otro de su casa metió mano a la su espada e diole un golpe en la cabeça e matolo, e fuese para su posada, ca non lo vio ninguno quando le mató.135


O las palabras con que el asesino declara su culpa:

Señores, estos omes que mandades matar non han culpa en la muerte de aquel ome bueno que le maté por la mi desauentura. E porque creades que es asy, preguntad a tales omes buenos, e ellos vos dirán de cómmo anoche tarde auíamos nuestras palabras muy feas yo e él, e ellos nos partieron. Mas el diablo, que se trabaja siempre de mal fazer, metiome en coraçón en esta noche que le fuese matar, e fizlo asy; e enbiat a mi casa e fallarán que del golpe que le dy quebró vn pedaço de la mi espada, e non sé sy fincó en la cabeça del muerto.136


El autor del Cifar vislumbró las posibilidades novelísticas del cuento y trató de darle mayor amplitud, pero su entusiasmo didáctico le impidió desarrollarlas plenamente. La narración no sólo no se libera de su marco ejemplarizador, sino que éste adquiere mayor relieve. Así y todo, se hacen tanteos en el aprovechamiento artístico de la fábula, pero este intento no tiene imitadores hasta mucho más tarde.

3. Clemente Sánchez de Vercial, El libro de exemplos, por A. B. C. (1400-1421).137 El autor de esta recopilación traduce casi íntegra la Disciplina clericalis, y tan fielmente, que González Palencia pudo utilizar su texto como parcial versión castellana de Pedro Alfonso. En el caso de nuestro cuento hay una sola variante de cierta importancia: condenado el amigo a muerte, «ducitur ad crucem» (Disciplina), pero «leuáronlo a la forca» en el Libro de exemplos. Desde luego, el ajusticiamiento por crucifixión resultaba demasiado insólito para Clemente Sánchez (aparte de las imágenes piadosas que despierta), así es que lo traduce en términos de su propia experiencia. En todos los demás respectos su versión traslada a la letra el texto latino.

Existe el problema de si este libro es recopilación original o mera traducción de alguno de los innumerables Alphabeta exemplorum o narrationum de la época. Morel-Fatio y A. H. Krappe se inclinaron por la última teoría, aunque buscaron su modelo en vano. Mi opinión, mientras los especialistas no demuestren lo contrario, es que la obra es original, si se puede hablar de originalidad en este caso.138 De todos modos, la decisión de la causa en favor de una u otra teoría no cambiaría en absoluto lo que tengo que decir ahora sobre la obra.

El libro de exemplos es ni más ni menos que un diccionario de ejemplos apropiados para la enseñanza y los sermones.139 Pertenece, pues, a una frondosa rama de las letras medievales, representada en todas las literaturas europeas.140 Pero esta misma característica formal lo aparta decididamente de la Disciplina clericalis: aquí, los cuentos se engarzan mal que bien en las pláticas entre dos personas (como en losCastigos y documentos o en el Conde Lucanor) y hay cierta unidad temática en la agrupación;141 en el Libro de exemplos, la alfabetización, si bien facilita los fines didácticos del autor, da al traste con toda posible unidad y la obra se convierte en simple repertorio de temas. La Disciplina queda totalmente atomizada, y su coherencia destrozada para satisfacer las conveniencias alfabéticas. No es ésta la obra para buscar una reelaboración del tema.

4. La vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas (Zaragoza, 1489).142 Esta narración también sigue muy de cerca el relato de Pedro Alfonso. En una sola ocasión se aparta un tanto de su modelo: el mercader egipcio se refugia en el templo, «donde reboluiendo e pensando muchas cosas entre sí, se enojó de estar allí e salió dende por causa de quitar sus pensamientos andando fuera; e saliendo del templo él encontró con dos ombres en la calle, el vno de los quales mató al otro e fuyó ascondiéndose por esa cibdad» (fol. CXII v.º). A esto se reduce la originalidad del anónimo traductor.

La vida del Ysopet agrega hacia el final algunas fábulas que no son esópicas (como las de Aviano) y algunos cuentos -que no fábulas, como se puede apreciar- tomados de Pedro Alfonso, Poggio y otros. Pero esta curiosa recopilación no es obra del traductor anónimo, pues se basa casi íntegramente en el texto latino que estableció el alemán Heinrich Steinhöwel y que se publicó en Ulm hacia 1474.143 Las únicas divergencias con Steinhöwel ocurren justamente en la última parte, «Fábulas colletas», que es donde figura nuestro cuento. El número es de veintidós en la edición de Zaragoza, 1489, pero se aumentó a veintiséis en la de Burgos, 1496 (Libro del Ysopo, famoso fabulador historiado en romance). Comenzando con la fábula 15 de esta parte, el orden respecto a Steinhöwel está levemente cambiado, y tres de ellas (17, 21 y 22) van añadidas por el traductor español.144 Poco puso este de su cosecha, y el cuento de los dos amigos, como ya he indicado, no es ninguna excepción. El relato figura en Steinhöwel, pero sin las frases copiadas más arriba.145

Nada nuevo agrega el Ysopet a la tradición pero el hecho de incluirse aquí nuestro cuento es de capital importancia. En primer lugar, las fábulas de Esopo eran bienes mostrencos de amplísima circulación entre letrados y analfabetos; así, el cuento de los dos amigos ganó en popularidad; las continuas reimpresiones del Esopo de 1489 mantuvieron viva la parábola. Ésta se reimprimió con el resto de las fábulas por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando criterios filológicos más ceñidos redujeron su número a las estrictamente esópicas.146

5. Martín de Reina, Dechado de la vida humana moralmente sacado del juego del axedrez (Valladolid, 1549).147 La narración es aún más apretada que en la Disciplina clericalis. Sólo al final discrepa: la causa es fallada por un juez, y el mercader egipcio recibe no sólo la mitad de los bienes de su amigo, sino también a la hermana de éste como esposa.148

Nuevamente nos hallamos frente a la traducción de un modelo extranjero. El licenciado Reina no conoció el nombre del autor de su original y no nos da el título de éste,149 pero es indudable que el «anónimo» no es otro que Jacques de Cessoles (Jacopus de Cessolis) y la obra su Libellus de ludo scacchorum (fines del siglo XIII, comienzos del XIV). Este tratado doctrinal tuvo gran difusión y fue traducido, además, al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés.150 Allí se hallan las novedades ya indicadas del Dechado. Sin embargo, la tarea de Martín de Reina no fue la de un mero traductor. Todos los preliminares hasta el comienzo del primer capítulo son de su pluma, y hacia el final vuelve a adicionar la obra con autoridades y reflexiones originales.151 En esta última parte, sobre todo, Reina escribe por cuenta propia y lo hace, aunque sin originalidad conceptual, con la vehemencia propia del moralista escandalizado.152 A través de estas páginas podemos vislumbrar algo de la personalidad del autor. Cita con elogio a Erasmo, en época en que se estaba haciendo peligroso el solo hecho de mencionarlo.153 Pero cuando llega el momento de criticar a la Iglesia no lo hace dentro del espíritu erasmista de renovación espiritual, sino dentro de la tendencia medieval a la sátira social (fol. XLVIII r.º). Su no muy profundo barniz humanista también deja traslucir su formación tradicional, aunque, con algo de la nueva actitud, trata de hallar la concordancia entre las autoridades clásicas y las religiosas.154 Por último, escribiendo como escribió casi a mediados del siglo XVI, la única autoridad española reciente que cita es la de Santillana en sus Refranes (fol. LIII r.º).155 Estos rasgos nos muestran cómo Reina, dentro de su limitada esfera intelectual, reacciona en igual manera que sus contemporáneos de mayor renombre ante las nuevas fronteras ideológicas que abre el siglo XVI. Se conoce y se estudia lo nuevo, pero se contrapesa con el valor vivo de la tradición, en mayor o menor grado según la idiosincrasia individual.

La obra de Reina introduce en España un final modificado de nuestro cuento que resulta más satisfactorio porque completa el paralelismo de las acciones de los dos amigos. Pero su extrema concisión nos demuestra que el filón novelístico latente en él permanece ignorado por el autor.156

6. Boccaccio, Decamerón, X, 8. Al llegar a este punto se impone abrir un paréntesis y abandonar momentáneamente el hilo de la tradición hispánica y la exposición cronológica. El siglo XVI es el momento en que el Decamerón triunfa en España, y esto enriquece considerablemente la historia del cuento de los dos amigos. Si inserto a Boccaccio a esta altura es porque antes de ahora no tuvo influencia.

La historia del Decamerón es la siguiente: El padre de Tito Quinzio, Fulvo, noble romano, lo envía a Atenas a estudiar y lo pone a cargo de su viejo amigo Cremete. Allí se hace íntimo amigo de Gisippo, hijo de Cremete. A la muerte de su padre, Gisippo, escuchando el consejo de amigos y parientes, decide casarse con Sofronia, pero antes de hacerlo se la presenta a Tito. Éste se enamora perdidamente y de resultas cae enfermo. Asediado por su amigo confiesa al cabo la verdad, y Gisippo lo consuela diciéndole que le cederá su novia: siempre podrá encontrar otra mujer, pero nunca otro amigo como Tito. Convienen en que la ceremonia proceda conforme a lo establecido, pero que en la noche Tito sustituya a su amigo en el lecho nupcial. Así se hace y el engaño continúa por cierto tiempo hasta que Tito recibe una carta en que se le pide que regrese a Roma porque su padre ha muerto. Esta circunstancia fuerza el descubrimiento de la verdad, pero Tito convence a los parientes de Sofronia de que ésta ha salido mejorada del engaño. El romano parte con su mujer; al poco tiempo Gisippo es desterrado de Atenas por motivos políticos y abandona su patria en la más dura pobreza. Se encamina hacia Roma y a su llegada se detiene ante la casa de su amigo. Tito no lo reconoce y Gisippo, desesperado, se refugia en una cueva donde se queda dormido. Dos ladrones entran a dividir su botín, y después de un altercado uno de ellos mata al otro. Gisippo es apresado y se acusa del crimen. Por casualidad Tito aparece en la corte, reconoce a su amigo e inmediatamente decide confesarse asesino. El pretor Varrón queda estupefacto, y más aún cuando el verdadero matador reconoce su fechoría. El caso llega a oídos del emperador Octaviano, quien da la libertad a los tres. Tito divide su fortuna con Gisippo y le da su hermana como esposa.

El problema que apasiona a los especialistas es el de las fuentes de esta historia. Tres son las soluciones propuestas: 1) Boccaccio utilizó la Disciplina clericalis; 2) su fuente es el poema francés del siglo XIII, Athis et Prophilias, atribuido a Alexandre de Bernay, ramificación del cuento de los dos amigos; 3) Boccaccio se inspiró en una novela bizantina perdida que también fue usada por el autor de Athis et Prophilias. Pero esta cuestión cae fuera de los límites que me he trazado.

Lo que me interesa es el nuevo sentido que da Boccaccio al cuento. Característica arraigada en la literatura medieval es su trascendentalismo, el hecho de que para captar el sentido último de estas obras hay que leerlas en relación con el orden universal dispuesto por la religión. Pero el Decamerón echa por un nuevo rumbo y hace caso omiso de esta dependencia entre lo artístico y lo religioso. Los alegres mozos y mozas que dan origen a la narración huyen de Florencia, de la peste, y se aíslan del mundo exterior recluyéndose en apartada finca para pasar los días en amable conversación, sin preocupaciones de ningún otro orden. En forma paralela al aislamiento físico de sus protagonistas, el Decamerón se cierra a las consideraciones espirituales; el ámbito de la obra son, en el sentido propio y figurado, los jardines de la finca, el hic et nunc. La novela se vuelca hacia adentro buscando todo su apoyo en consideraciones estéticas, ajenas por completo a los propósitos morales. La explicación de la obra es ahora desde dentro, sin salirse de los límites trazados por un arte liberado audazmente de toda sujeción espiritual.

De acuerdo con estas características, el cuento de los dos amigos también cambia de sentido. La lección ejemplarizadora es lo que menos interesa al autor; se acentúa en cambio la peripecia y, en general, la materia novelística pasa a primer plano. Al mismo tiempo esta materia no es demostración de un postulado doctrinal; se basta a sí misma, sin sostenerse en moralidades anejas; la moral didáctica se reemplaza por un exaltado himno a la amistad. Todos estos puntos eran, justamente, los que daban cierta unidad a los testimonios medievales aducidos hasta aquí. Mientras el fin didáctico fue lo primordial no se veía la necesidad de reelaborar la materia; pero ahora se persigue el fin artístico, y para llegar a él cada autor moldeará el cuento de acuerdo con sus intenciones. En esta forma se inicia en España la segunda etapa del recorrido literario de la historia de los dos amigos.

7. Alonso Pérez, Ocho libros de la segunda parte de la Diana de Jorge de Montemayor (Valencia, 1564).157 Partenio y Delicio, mozos idénticos como dos gotas de agua, se crían bajo la tutela de dos pastores en distintos lugares de Trinacria (Sicilia). Una casualidad los reúne -lo que da lugar a diversas equivocaciones-, y los muchachos terminan haciéndose íntimos amigos. La fama de su parecido llega a la corte de Eolia, y son llamados por el rey. Allí viven un tiempo hasta que les entra el deseo de saber quiénes son sus verdaderos padres. Parten juntos a buscarlos, y llegan a Lusitania, a las orillas del Duero. Oyen un dulcísimo canto entonado por Stela y bruscamente interrumpido por la aparición del enamorado gigante Gorforosto, quien la persigue hasta las propias márgenes del río. Las ninfas del Duero esconden a Stela en el fondo del agua. Pero la visión de la doncella ha bastado para cautivar a los dos mozos. Delicio es el primero en confesar su pasión, y Partenio decide sacrificar la suya en aras de su amistad (libro III, fols. 64 r.º-85 v.º). A los pocos días reaparece Stela, acompañada de Crimene, una de las ninfas, y se siguen largas pláticas con los dos jóvenes. En el curso de éstas Crimene se enamora de los dos y luego se decide por Partenio, quien encubre su pasión por Stela. Al mismo tiempo Partenio, con gran disimulo, ha trabado amistad con Gorforosto (libro IV, fols. 93 r.º-122 v.º). El gigante se entera del amor de Delicio por Stela y decide castigarlo, pero lo detiene el temor de equivocarse por su parecido con su amigo Partenio. Para resolver todos los problemas, éste último decide partir solo y dejar a Delicio que ocupe su lugar. Pero Delicio descubre la pasión de su amigo y, a su vez, decide sacrificarse por la amistad. Furtivamente sale del lugar y deja a Partenio que goce del amor de Stela, pero Gorforosto, al ver a ambos juntos, cree que Partenio es Delicio, lo atrapa y lo encierra en una cueva. Desconsoladas, Crimene y Stela parten en busca de Delicio (libro V, fols. 125 r.º-157 r.º). La historia queda trunca, pues la obra termina sin dar solución al embrollo.

Nuestro cuento resulta casi irreconocible en esta versión y, a la verdad, muy poco de él utiliza Pérez. El médico salmantino estaba muy ufano de sus conocimientos humanísticos, y en ellos, según él, estriban los méritos de su obra.158 Imita dentro de la medida de sus fuerzas la égloga clásica y la moderna, pero, al mismo tiempo, siendo su obra continuación de la Diana de Montemayor, la influencia de la novela pastoril española se une a la de la literatura grecolatina. A todo esto hay que sumar la evidente afición de Pérez a los libros de caballerías. El total de estas partes merece, con toda justicia, la hoguera a que fue condenado por el cura cervantino, si bien su carácter experimental le confiere gran interés dentro de la evolución de la novela española. El salmantino carecía de todo poder de síntesis, y estas dispares influencias no llegan a armonizarse nunca, sino que chocan entre sí continuamente. La recreación del mundo pastoril es incompleta y se deslizan así elementos sorprendentes por su incongruencia con el vivir paradisíaco de los pastores.159 Esta Diana queda como una abortada tentativa de amplificación de la materia bucólica.

La historia de Delicio y Partenio se plasma, principalmente, sobre las literaturas clásicas. Tres situaciones distintas rigen el curso de las tres partes del cuento. En la primera se sigue el modelo de los Menecmos de Plauto, sin que se pueda hablar de imitación, pues la versión de Pérez es muy libre. La comedia plautina circulaba en España desde hacía, por lo menos, diez años, en el rifacimento, que no traducción, de Timoneda (1554);160 en el texto original era conocida desde hacía mucho tiempo. Los puntos de contacto entre Plauto y Alonso Pérez son los siguientes: 1) los hermanos son idénticos; 2) son naturales de Sicilia; 3) han vivido separados por cierto tiempo; 4) ambos hermanos emprenden un viaje para buscar a sus padres (en Plauto uno de los Menecmos viaja extensamente buscando al otro). Al llegar a este punto el salmantino deja de lado la comedia latina y adapta otro tema también clásico: los amores de Acis, Galatea y Polifemo. Acis es ahora Delicio-Partenio; Galatea es Stela, y Polifemo, Gorforosto. La imitación se ciñe aquí más al modelo, Ovidio, al punto de versificarse en no despreciables octavas las quejas de Polifemo (fols. 139 r.º-142 v.º).161 (Por otra parte, este pasaje de las Metamorfosis es uno de los más socorridos en la lírica del siglo XVI.) El final es distinto del de la fábula clásica, pues el novelista, por asociación de ideas y temas, pasa del Polifemo ovidiano al Polifemo homérico, y Partenio termina encerrado en su cueva en la misma forma que Ulises y sus compañeros.

Pero todos estos materiales de procedencia clásica nada tienen que ver con nuestro cuento. Las aficiones humanistas del autor agobian la historia de los amigos bajo el peso de los temas grecolatinos. De ella sólo se salvan el hecho de que ambos estén enamorados de la misma persona y las mutuas pruebas de abnegación al tratar cada uno de ellos de acallar su pasión. Estos detalles no son suficientes para decidir si Pérez se inspiró en la versión tradicional del cuento o en la de Boccaccio, o en ambas a la vez, lo que no tendría nada de extraño vistas la popularidad y difusión de las dos.162

8. Juan de Timoneda, El Patrañuelo (Valencia, 1567).163 La versión de Timoneda es, en lo esencial, copia del Decamerón, aunque algunas de sus variantes no carecen de interés. Por ejemplo, los dos amigos (Federico y Urbino), aunque sin relación sanguínea, son idénticos en apariencia. Esto no arguye en absoluto imitación de Alonso Pérez, ya que, si vamos al caso, Timoneda fue el popularizador de los Menecmos en España y, por otra parte, el tema de los mellizos es fecundísimo en todas las literaturas. La identidad da mayor verosimilitud al «casamiento engañoso» y, por ende, no alarma tanto a la moral. Otra diferencia: la ruina de Federico es maquinada por los deudos de su prometida esposa, en lo cual se parece al Caballero Cifar, aunque no interviene la violencia. Las demás variantes son, principalmente, cambios en el orden de los episodios.

El genio de Timoneda era de cuentista, no de novelista, y así sus versiones de historias ajenas se hacen notar por el descarte de lo no narrativo. Por esta razón desaparece el hermoso discurso de Tito, y el diálogo entre los dos amigos, en que Gisippo inquiere las causas de la enfermedad del otro, se reduce a lo esencial. En general, la «patraña» es más breve y más dramática que su modelo, pero cala menos hondo en el análisis de la materia. De todas maneras, la inserción de nuestro cuento en el Patrañuelo contribuye a asegurarle nueva vida.

La obra total de Timoneda nos enfrenta a un caso curioso; si la eliminamos, la literatura española no pierde casi nada desde el punto de vista de la realización estética,164 pero al mismo tiempo sería difícil de explicar la concepción de buena parte de las obras anecdótico-narrativas y dramáticas posteriores. En otras palabras, Timoneda es un gran medianero literario. Tanto en sus ediciones de obras ajenas165 como en sus libros originales (si es válido el término aplicado a este autor), su labor consiste en recoger la materia artística ya elaborada y darle la mayor difusión posible gracias a su doble actividad de adaptador y librero. En este sentido no es el menor de sus galardones su tratamiento de la literatura folklórica. Timoneda colecciona temas populares y los desbasta un poco, dándoles una forma semiartística, trabajada a medias, pero suficiente para conferirles nueva categoría que les permite circular en el mundo de las letras, prontos a ser aprovechados más ventajosamente.166

9. Gonçalo Fernandes Trancoso, Histórias de proveito e exemplo (Lisboa, 1575).167 Durante toda la primera mitad de la historia. Trancoso imita muy de cerca a Timoneda, al punto de traducirlo a veces, como se puede ver por estos ejemplos:

Y como la noche es encubridora de muchas faltas de naturaleza, todo hombre se pensaba que fuese Federico el desposado.


(Patrañuelo, ed. cit., p. 232).                


Como a noite é encobridora de moitas faltas, e êles eram tâo somelhantes, todos os que se acharam presentes cuidaram que o noivo era o própio Cornélio, filho daquele rico mercador de Coimbra.


(Histórias, ed. cit., página 155).                


Venida la mañana y levantado Urbino del costado de su querida Antonia, vista la presente, se fue a dar gracias a Federico de su contentamiento, al cual halló en la cama; y allí los dos determinaron de llamar a Guillermo para descubrirle lo que entre los dos había pasado [...] «Pues para eso -dijo Federico-, señor Padre, le habemos hallado y dado parte desto, que en satisfacción de nosotros sea relatador de lo dicho y desculpe nuestro yerro, si yerro le ha parecido».


(Pp. 232-233).                


Vinda a manhâ, levantou-se Fabrício de par de sua querida esposada, e foi dar parte de seus contentamentos a seu amigo Cornélio, o qual achou deitado na cama. Ali os dos determinaram de buscar seu pai, e de lhe descobrir o que entre ambos havia passado [...] «Pois para isso, senhor pai -disseram êles-, o mandamos chamar: para que dando-lhe parte deste caso, seja nosso relator diante esses senhores, para que nâo tomem a mal o que já está feito, pois o senhor Fabrício é quem êles sabem, e fique desculpado noso erro, se erro se pode chamar».


(Pp. 156-157).                


Estas muestras ponen en claro las relaciones entre Timoneda y Trancoso, no bien puntualizadas hasta ahora. Pero no toda la historia es imitación tan servil. En la segunda parte el portugués se aparta algo de su modelo, o mejor dicho, amplifica lo ya expresado por Timoneda e inventa discursos que éste apenas insinúa. Tal es el caso de la larga acusación del verdadero criminal, seguida de su propia historia, ésta última creación de Trancoso.168

En contraste con su modelo español, ajeno por completo a propósitos didácticos, a Trancoso le preocupan las cuestiones de ética, y sus fines son siempre moralizadores. Pero ya no es el continuo machacar del didacticismo medieval, que aplasta la materia artística. Trancoso da a ésta expresión completa y se entrega libremente a la creación novelística. Cumplido su cometido, recupera la gravedad y se encarga de puntualizar la historia allí contenida, aunque por lo general en forma concisa y elegante.

10. Cervantes, La Galatea (Alcalá de Henares, 1585).169 Timbrio y Silerio, caballeros jerezanos, viven en la más estrecha amistad. Por un lance de honor Timbrio parte para Italia, donde espera batirse con su contrincante. Silerio decide acompañarlo, pero en esos días está enfermo, y sale en pos de su amigo un poco después. Al llegar su nave a las playas catalanas, desembarca y por un accidente se ve abandonado, pues zarpan dejándole en el puerto. Mientras hace sus preparativos para ir a Barcelona y tomar otro barco oye un tumulto en la calle. Sale a investigar y ve el cortejo de un condenado a muerte; el reo no es otro que su amigo Timbrio. Sin pararse a medir las consecuencias, embiste a los guardias espada en mano: Timbrio escapa pero Silerio es preso. A su vez condenado a muerte, esa noche logra huir al abrigo de la horrible confusión creada por un desembarco de moros. Sin perder tiempo se encamina a Nápoles, donde encuentra a su amigo penando por amores de Nísida. Silerio, decidido a ayudarlo, se disfraza de truhán y entretiene a la dama. En el curso de estas actividades él también se enamora de Nísida y, por una indiscreción suya, Timbrio se entera de su pasión. El buen Timbrio quiere huir para no estorbar estos amores, pero Silerio alcanza a convencerlo de que su verdadera amada es la hermana de Nísida. En este momento llega el jerezano agraviado y se concierta el desafío. Nísida, aterrada ante el duelo inminente, confiesa a Silerio su pasión por Timbrio. Silerio le promete correr a avisarle el resultado del desafío: si su amigo vence, se atará una toca blanca al brazo. Timbrio vence, pero Silerio, en su exaltación, olvida la señal convenida. Nísida cae en un «parasismo» y la creen muerta; corre este rumor por la ciudad y, al llegar a oídos de Timbrio, éste huye desesperado. Con el corazón angustiado Silerio vuelve a España y se refugia en una ermita. Así termina la historia de Silerio, puesta en sus labios. La continuación, con su feliz desenlace, es relatada por el propio Timbrio, pero no hace al propósito de estas páginas.170

La historia de Timbrio y Silerio se identifica con nuestro cuento por dos rasgos esenciales: un amigo se sacrifica para liberar al otro de una muerte segura, y los dos amigos se enamoran de la misma mujer, con las consiguientes pruebas de amistad; lo demás es contribución cervantina al tema. Por otra parte, los dos episodios identificables están invertidos en su orden respecto a las versiones anteriores.

Todos los críticos citados en nota están contestes en ver en esta historia una imitación de Boccaccio. Desde la perspectiva que nos permiten las páginas precedentes, creo que las cosas cambian un poco de aspecto, y que Cervantes no acudió necesariamente al Decamerón. De las versiones estudiadas conocía, casi con seguridad, las del Ysopet, Alonso Pérez y Timoneda; además, no creo que sea arriesgado suponer que circulasen versiones orales, como las hubo más tarde. Pero, dejando de lado lo hipotético, hay dos puntos en que la historia de Timbrio y Silerio repite circunstancias que se hallan en los ejemplos hispánicos y no en Boccaccio. Silerio, acongojado por la presunta muerte de Nísida y la desaparición de su amigo, busca refugio en una ermita y es allí donde lo encuentran los pastores. En el Caballero Cifar también es una ermita el puerto de refugio del amigo desesperado. Además, Timbrio enferma de amores, pero poco después nos enteramos de que su pasión por Nísida es correspondida. Nuevamente este detalle aparece en el Cifar. Aunque no es nada seguro, parece probable, dada la curiosidad de Cervantes por el género caballeresco, que hubiera leído esta novela (recordemos los curiosos paralelos entre el Ribaldo y Sancho), pero no quisiera caer en el error de quienes necesitan buscar una fuente libresca para cada página cervantina. Lo evidente e irrecusable es que Cervantes utilizó estos dos detalles en que se aparta de Boccaccio y se acerca a la tradición hispánica.

El desarrollo de la historia de Timbrio y Silerio, tan distinto del de casi todos los ejemplos recogidos, se asemeja en varios pormenores, sin embargo, a la versión de Alonso Pérez. El parecido más general y evidente es que, en ambos casos, se trata de un cuento interpolado en una novela pastoril.171 En ambas ocasiones es uno de los amigos quien empieza a contar la historia, pero su relato es terminado por otros narradores (Timbrio en la Galatea, Crimene y Stela en la Diana segunda). Por lo tanto, la historia no se cuenta de un tirón, sino que se parcela debido a que el mundo que rodea al narrador irrumpe continuamente en el de su relato, cortando el hilo. Por último, en el momento en que se narra la historia ambos amigos están separados y sólo mucho después se reúnen.172

Estas observaciones sirven de demostración adicional de un hecho evidente: durante su noviciado literario, Cervantes se confía a los géneros ya consagrados y, formalmente, se mantiene muy cerca de ellos, como acabamos de ver en el párrafo anterior. La novedad de la Galatea, que no es poca, no hay que buscarla por este camino, sino más bien en la cantidad de materia extrapastoril que se infiltra tenazmente en el vivir edénico de sus personajes.

Antes de pasar a otro tipo de comparaciones quiero estudiar de cerca dos episodios de la historia de Silerio. Cuando éste decide disfrazarse de truhán para acercarse a Nísida se detiene a ponderar su ardid con las siguientes palabras: «Usé de un artificio el más estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído» (Biblioteca de Autores Españoles, I, p. 28b). La afirmación hiperbólica seguida por el contraste brusco con la categoría real del hecho es una de las formas favoritas de la ironía cervantina -recordemos, para no ir más lejos, algún epígrafe del Quijote, como el de la aventura de los batanes: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha» (parte I, cap. XX)-. En nuestro caso, Cervantes hereda la fórmula de la literatura caballeresca, pero en vez de mantener el término introductor y el introducido en el mismo nivel elevado (como ocurre en la caballeresca), se complace en marcar una profunda diferencia en el tono de ambos, al punto de que se vacía de sentido lo dicho en la introducción. Entre definidor y definido hay como un escamoteo de la materia artística. Aquí, como en tantos otros casos, la fórmula aceptada no es más que un trampolín para pasar a otras esferas artísticas. Pero volvamos a Silerio: las razones de su hipérbole, una vez expuestas, le roban a ésta todo fundamento, como sucede continuamente en la obra cervantina. Una afirmación como la de Silerio es siempre un toque de atención del autor: lo que sigue negará el antecedente. Y así sucede aquí: la estratagema «inaudita» consistirá en disfrazarse de truhán, artificio que se encuentra en la literatura, por lo menos desde las Folies Tristan (ambos poemas de la segunda mitad del siglo XII) y ha circulado incesantemente en el folklore europeo.173 El otro punto que quiero señalar es también un viejo motivo literario: Silerio se olvida de atarse la blanca toca al brazo, señal de la victoria de Timbrio, y esto casi provoca una tragedia. Pero el mismo olvido (no izar las velas blancas, indicadoras de la llegada de Iseo) acarrea la muerte de Tristán, y mucho antes ya había tenido funestas consecuencias en la leyenda de Teseo.174

Una de las características de Cervantes es su continua vuelta a los mismos temas para ir encarándolos desde diversos puntos de vista. Al correr de estas páginas espero haber demostrado cómo esta característica implica una simultánea reconsideración de lo estético y lo ideológico. Considerada de esta forma, la Galatea cobra nueva importancia. El interés por lo pastoril nunca decayó en Cervantes, y en sus últimas palabras escritas todavía promete la segunda parte de su Galatea.175 En este sentido es interesante la comparación entre la historia de Timbrio y Silerio y El curioso impertinente. El autor establece en ambos casos el mismo ambiente temático. En la Galatea el relato se inicia con la siguiente declaración: «Casi olvidándose a los que nos conocían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-, solamente los dos amigos nos llamaban» (ed. cit., I, p. 26a). En el Quijote la situación es idéntica, pero se presta mayor atención a la exactitud verbal: «En la provincia que llaman Toscana vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados» (parte I, capítulo XXXIII).176 El eco verbal refuerza la intención del autor: crear la ilusión de que el lector se halla ante otra elaboración del cuento de los dos amigos, si bien la intención artística en el Curioso atiende a un efecto «mitificador», como se explica en el ensayo anterior. Pero así y todo, aquí entra en juego el torcedor de la verdad; la afirmación se tergiversa y anula finalmente, en forma semejante a la ya explicada, con otros fines, más arriba. El resultado es la tremenda ironía de aplicar a Anselmo y Lotario el calificativo de «los dos amigos por antonomasia». La ilusión inicial se desvanece rápidamente, pues Cervantes quiere ahora explorar otra posibilidad del tema.177 Los dos amigos, paradigmas de lealtad y fidelidad, ya han sido tratados exhaustivamente en la Galatea, pero la historia puede dar más de sí si se alteran los valores. Aceptado el cambio de enfoque, una de las preguntas que surgen es ésta: ¿qué pasaría si uno de los amigos no fuera ni fiel ni leal? En el plano de la creación artística, la respuesta se formula en la novella del Quijote. Así, El curioso impertinente es lógico desarrollo, y superación, del cuento de Timbrio y Silerio. Más aún: las acciones de Lotario, paralelas en sentido inverso a las de Silerio, se justifican con su triunfo, y esta victoria inmoral provoca el derrumbamiento del mito. Considerado en esa forma, El curioso impertinente es etapa última en el desenvolvimiento de la historia de los dos amigos, y al mismo tiempo su destrucción. Es el tope de finalidad absoluta, después del cual no cabe plantearse el cuento de los dos amigos como problema.178

11. Lope de Vega, La boda entre dos maridos (1595-1601).179 Las líneas generales repiten la historia del Decamerón, pero hay ciertas divergencias y amplificaciones de importancia. El cambio de maridos, sobre todo, se ajusta a la moral vigente: Lauro, que está por casarse con Fabia, se retira al campo y deja como representante para la boda a su amigo Febo. Pero el poder está hecho en tal forma, que resulta ser Febo y no Lauro quien realmente se casa con Fabia. Esto salvaguarda la moral, y ahora sí puede Febo sustituir a su amigo en el lecho nupcial (acto II). Cuando se conoce la verdad, los parientes de Fabia se enfurecen; tratan de matar a Lauro y por último lo arruinan. Éste huye con su criado a París, patria de su amigo. En el camino son saqueados por unos bandoleros, pero Lauro consigue llegar a París. Ve a Febo hablando con su tío el preboste y le pide una limosna; Febo no lo reconoce y se la niega. Mientras tanto, otro de los personajes ha tenido un duelo y ha matado a su contrincante, cuyo cadáver esconde en una cueva. A ésta llega el apesadumbrado Lauro, y cuando aparece la guardia, que anda persiguiendo a los bandoleros, se acusa del crimen. Es llevado ante el preboste y esta vez Febo sí lo reconoce. Se sigue la competencia de generosidad y la comedia termina con el matrimonio entre Lauro y una hermana de Fabia.

La mayoría de los cambios introducidos por Lope obedecen a las necesidades de la comedia. Las acciones necesitan explicación dramática, lo cual exige un aumento del número de personajes; uno de ellos es el gracioso Pinabel, criado de Lauro. El dinamismo esencial de la comedia de Lope requiere una sucesión más rápida de los acontecimientos, problema que el autor resuelve introduciendo una intriga secundaria que se entrecruza con la acción principal para apresurar el argumento y no dejarlo decaer. Si se entienden estas necesidades del género, tal como lo concebía Lope, quedan sin fundamento las principales críticas dirigidas a esta comedia.180

La fuente parece ser Boccaccio, pero hay pasajes que no se hallan en la historia de Tito y Gisippo, y sí en algunos de los ejemplos españoles. La violenta reacción de la familia engañada nos recuerda la versión del Caballero Cifar, aunque bien podría explicarse por la convención literaria del código del honor. Cuando Febo parte a su patria, lo hace no sólo con su esposa, sino también con Celia, hermana de ésta. En la misma forma Timbrio, en la Galatea, llega a España acompañado de Nísida y su hermana Blanca.181 El viaje de Lauro, interrumpido por su captura, recuerda la detención de Timbrio en Cataluña, también por unos bandoleros, episodio que se halla igualmente en Timoneda. El mismo Lauro durante toda la comedia no tiene ojos más que para Fabia, pero al final, sin preparación alguna, termina casándose con Celia, de quien nunca se nos dijo que estuviese enamorado; recuérdese que, en Boccaccio, Gisippo se casa con la hermana de su amigo. El casamiento final es convención de la comedia, pero sucede que también Silerio suspira solo por Nísida y se casa inesperadamente con su hermana Blanca. Por último, cuando Lauro llega a París pide personalmente limosna a Febo, quien no lo reconoce. En el Decamerón Gisippo se detiene frente a la casa de Tito, hasta que éste pasa sin dar señales de reconocerlo. Pero el episodio de la limosna se halla ya en Timoneda.182

12. Matías de los Reyes, El curial del Parnaso (Madrid, 1624).183 Esta versión no se inspira en Timoneda, como ha venido afirmándose,184 sino que imita el cuento de Fernandes Trancoso, y tan de cerca que llega a la traducción casi literal. Baste la comparación del siguiente trozo, tomado del discurso del verdadero asesino, y que no se halla más que en estas dos versiones (Trancoso, ed. cit., p. 170; Reyes, pp. 40-41):

V. A. saberá que eu e aquele homem morto éramos dois grandes companheiros e amigos, os quais há muitos anos que vivemos de grandes roubos, que nesta cidade temos feitos, pelos quais vivíamos com muito aparato de nossas pessoas, tratando-nos muito bem, por onde éramos habidos e tínhamos entrada com tôdas as pessoas nobres que aqui entraram, a ver as preguntas deste homem.


Yo y aquel hombre difunto éramos dos grandes amigos, como muchos de los circunstantes saben, los cuales ha muchos años vivimos en esta corte de robos y latrocinios, con los cuales pasábamos con gran ostentación de nuestras personas, tratándonos honrosa y lucidamente. De aquí resultaba el crédito con que teníamos libre en trada en todas las casas desta corte, desde vuestro Real Palacio a la casa del escudero más humilde.


Sigue paso a paso la adaptación de Trancoso,185 y en algunos lugares la suplementa con detalles tomados de la comedia de Lope.186 Es, por lo tanto, producto netamente peninsular.187

En lo que sí es original Reyes es en la forma de narrar la historia: al comenzar la acción una tropa de ministros de la justicia apresa a un pobre hombre (Lisardo) en una cueva. Se le acusa de asesinato y cuando es condenado a muerte en juicio público, aparece otro individuo (Ricardo) que se confiesa autor del crimen. Al aclararse el enredo el juez les pide que cuenten su historia. Ricardo primero cuenta la suya y después Lisardo relata sus malandanzas. Este comienzo in medias res es novedoso dentro de la tradición que estudio, como puede apreciar el lector, pero nada de la técnica narrativa es invención de Reyes. El iniciar la narración con un suceso inexplicado, para después remontarse a las fuentes de ese suceso, era ya procedimiento usual no sólo en las novelas escritas a imitación de las bizantinas (donde se origina tal artificio), sino también en la pastoril.188 La forma de relato alternado también proviene de la novela pastoril, y ya hemos visto dos ejemplos de ellos (n.os 7 y 10). Pero esto no quita originalidad a Reyes, pues la nueva combinación de viejos artificios técnicos produce la versión más dramática del cuento de los dos amigos, aunque la amanerada prosa descriptiva, propia, por otra parte, de su tiempo, nos impida gustar debidamente el relato.189

Lo que llama poderosamente la atención del lector es la obsesión de Reyes por las referencias temporales.190 Tal insistencia no es casual y tiene su explicación histórica. El hombre del siglo XVII corre desalado en pos del presente, que continuamente se le escapa de entre las manos, dejándole nada más que «el polvo, la sombra y la nada» de algo que ya pasó. La conciencia de esta temporalidad -la discontinuidad del tiempo que se fragmenta en presentes-pasados- se hace carne en el individuo y produce una angustia más íntima aún que en otras épocas de sentir semejante. El fijar el tiempo crea la ilusión de una continuidad poseíble.191

13. Cristóbal Lozano, David perseguido y alivio de lastimados, primera parte (Madrid, 1652).192 Un mancebo cristiano dedicado al comercio enviaba sus barcos a distintos puertos. En uno de esos viajes un barco suyo llegó a cierta ciudad de Oriente, donde un mercader gentil agasajó extremosamente a la tripulación, dándole, además, grandes regalos para el mancebo. El cristiano los recibió con alegría y retribuyó el presente con otros más ricos aún; el gentil devolvió los dones doblados. Con esto se pica la curiosidad del mancebo, quien parte para conocer a tan generoso amigo. El gentil lo recibe con grandes honores. Pasado un tiempo el cristiano quiere volver a su tierra, pero su amigo se niega a dejarlo partir sin que se lleve parte de sus riquezas. No acepta el mancebo y el mercader gentil insiste, le muestra su harén y lo insta a que elija una mujer como esposa. Vencido, el cristiano escoge una, que resulta ser la más amada por el gentil. Parte el mancebo con su mujer y, después de bautizada, se casa con ella. Mientras tanto el gentil cae en una negra tristeza y, a la larga, pierde toda su fortuna. Sale en busca de su amigo y llega, por fin, a la ciudad donde éste vive. Se presenta en su casa, pero el portero no lo admite y le da con la puerta en las narices. Se recoge el gentil al portal de una iglesia y allí se duerme. Esa misma noche un ladrón mata a su víctima y la echa al mismo portal. Con la mañana se descubre el crimen y es acusado el mercader de Oriente. Reconoce éste su supuesta culpa y es llevado a ajusticiar en la plaza. Aquí lo ve el mancebo, quien se reconoce culpable a gritos. La conciencia del verdadero asesino lo obliga a confesarse como tal; se averigua la verdad y los tres son perdonados. El gentil se bautiza y el cristiano le da una prima suya como esposa, junto con la mitad de sus bienes.

Como en la mayoría de los casos, Lozano declara su fuente, y esta es el Bonum universale (ejemplo 2, cap. 19) del monje belga Tomas Cantipratanus (de Cantimpré). Su versión sigue el original tan de cerca que no hay variante de importancia.

Lozano es un escritor de poca imaginación, y pertenece a una época en que se estaban agotando rapidísimamente las facultades creadoras de todo el pueblo español. A esto se une el general deseo de evasión de la realidad, que se resuelve, en él, en un refugio en lo tradicional, en el pasado. Así, pues, su obra toda, no sólo los tres Davides, es un verdadero tejido de leyendas contadas, por lo general, con discreto talento. Esta labor reviste en la historia literaria una gran importancia porque Lozano es, en muchísimos casos, el puente que une el Siglo de Oro con el romanticismo. En vida de Lozano se dan las últimas reelaboraciones artísticas de los temas tradicionales que, con escasas excepciones, no volverán a ser utilizados hasta el siglo XIX. Y sus obras, verdaderos arsenales legendarios, serán las fuentes favoritas en que se inspirarán escritores románticos como Espronceda y Zorrilla. En este papel de transmisor de temas radica su verdadera importancia literaria.

La enorme popularidad de que gozaron las obras de Lozano dio, en muchos casos, forma casi definitiva a las leyendas por él recogidas. El cuento de los dos amigos no es excepción. Lozano, hombre de indudable erudición, se remonta a una primitiva versión de la historia, que se halla muy cerca de la Disciplina clericalis, omitidas las circunstancias de que uno de los mercaderes es cristiano y la boda final. Esta forma, que ignora los diversos tratamientos de los siglos XVI y XVII, es la que se consagra en los siglos posteriores.

14. El cristiano y el gentil (Valencia, 1814).193 Hilka encontró este romance vulgar plebeyo -que no popular, como él supuso- en la Staatsbibliothek de Berlín: es un pliego suelto impreso en Valencia en 1814. En los dos últimos versos el coplero declara su nombre («Y Juan Méndez pide a todos / el perdón de sus defectos»). Al comienzo hace lo mismo respecto a sus fuentes: «Podrá mi inconstante pluma / escribir sin embarazo / la historia que nos refiere / Tomás, y yo mencionado / lo hallo en David perseguido, / en su primero tratado». Por Tomás se entiende el de Cantimpré, pero con toda seguridad Juan Méndez no conoció esta obra ni por las tapas y tomó la referencia de la declaración de fuentes de Lozano, su verdadero modelo.194

En tres puntos solamente se aparta de la versión del David perseguido:195 algunos de los personajes quedan identificados (don Félix es el cristiano, Flora la mujer que le cede el oriental, y éste al convertirse recibe el nombre de Pablo); don Félix es originario de Mesina, «puerto de las costas de Levante» (que en Lozano se menciona como uno de los destinos de sus navíos); Pablo se casa con una hermana de don Félix (en el David es una prima).

Esta versión pertenece al desdichado romancero del siglo XVIII, si es que las coplas de ciego merecen tal nombre. El Romancero Viejo y el Nuevo quedan reemplazados por la jácara, por las composiciones inspiradas en la novelística universal o de pura imaginación. El público también cambia: estos romances escritos por zafios copleros están dirigidos a sus pares. Pero entre ellos gozaban de envidiable popularidad, al punto de que el Gobierno trató de prohibir su publicación.196

El dudoso servicio que el poetilla Juan Méndez hace al cuento desde el punto de vista artístico se convierte, por otra parte, en no despreciable favor, si lo consideramos desde el punto de vista de la popularidad. A través del pliego suelto los dos amigos se difunden por todos los rincones de las clases bajas.

15. José Zorrilla, Dos hombres generosos (Madrid, 1842).197 El argumento es casi idéntico al de Lozano y Méndez, en especial al de este último. El cristiano se llama aquí don Luis Tenorio y vive en Cádiz; su esposa no se llama Flora, sino Eliodora (como mora se llamaba Zulima), y el musulmán convertido se casa con una hermana de don Luis.

Se ha dicho siempre que la fuente de Zorrilla es el David perseguido de Lozano.198 Verdad es que Zorrilla saqueó despiadada y repetidamente las páginas de esta obra, pero los críticos no conocieron el romance plebeyo de Juan

Méndez, texto que cambia un poco la cuestión. El propio poeta declara en Dos hombres generosos que éste «es un cuento asaz entretenido / con puntas de moral, sana y sencilla / en Castilla aprendido, / a manera contado de Castilla». Los críticos, acostumbrados a aceptar con escepticismo las declaraciones de fuentes de Zorrilla, han hecho caso omiso de esta explícita admisión, y en ello han errado. Indudablemente, el cuento de los dos amigos existía en la tradición oral, al menos en la forma de romance plebeyo, y Zorrilla lo puede haber conocido en esta versión o en otra parecida. Si añadimos el hecho de que aquí el gentil también se casa con una hermana del cristiano (como en Méndez; «prima» en Lozano), se hace casi seguro que el poeta no imitó el David perseguido, sino su versión populachera.

En la ingente producción de Zorrilla, la leyenda de los Dos hombres generosos no reviste ninguna importancia especial. Es una más entre muchas, con todos los vicios en que incurrió la irrestañable vena poética de su autor, sobre todo el descuido en la composición y el prosaísmo.199 Pero como en todas sus composiciones, por flojas que sean, siempre encuentra el lector algún pasaje de deslumbradora belleza descriptiva; en nuestro poema se destaca en este sentido la evocación del harén del moro.




ArribaAbajoII. Adaptaciones episódicas200

1. Lope de Vega, El amigo por fuerza (1599-1603).201 Es comedia puramente novelesca, con argumento un tanto disparatado. Al comienzo del segundo acto el príncipe Turbino está durmiendo en una habitación de la cárcel. Las dos heroínas entran allí seguidas por el lascivo alcaide y ninguno de los tres ve a Turbino. Lucinda y Lisaura matan a puñaladas al alcaide, quien se desploma al lado del príncipe, aunque sin despertarlo. Poco más tarde llegan unos guardias, quienes al ver tal espectáculo inmediatamente consideran culpable a Turbino,

Este breve episodio se parece mucho a las causas de la prisión del segundo amigo. En ambos casos el protagonista duerme, se comete un crimen en sus cercanías y es falsamente acusado de éste. De aquí en adelante Lope echa por rumbos muy distintos.

2. Lope de Vega, El amigo hasta la muerte (1606-1612, probablemente 1610-1612).202 El tema general es el de nuestro cuento: las diversas pruebas a que se somete la amistad de dos hombres (don Bernardo y don Sancho). Las pruebas en sí no se asemejan en nada a las que ya conocemos como tradicionales; pero el final se parece al de la historia de los dos amigos, no por inspiración directa, según creo, sino por reminiscencia de La boda entre dos maridos.

Es lugar común de la crítica, por lo evidente de las circunstancias, el referirse a la facilidad inventiva de Lope.203 Pero no es menos evidente, aunque no se ha hecho hincapié en ello, que en obra de tan monstruosas dimensiones es casi inevitable la repetición de ciertas circunstancias o episodios. No mezquina parte del arte de Lope consiste, precisamente, en reelaborar temas ya tratados sin dar apariencias de ello.204 Pero no es ésta la ocasión de entrar en tales honduras: baste lo dicho para explicar el parecido.

En el último acto don Sancho, tratando de salvar el honor de don Bernardo, mata al hermano de éste sin conocerlo. Don Sancho huye y la justicia apresa a don Bernardo, quien, para asegurar la libertad de su amigo, se acusa del crimen. Es llevado a la cárcel, donde aparece don Sancho confesándose culpable. Síguense las consabidas pruebas de abnegación hasta que el caso llega a oídos del rey Felipe II, quien envía su sentencia de exculpación por medio del duque de Medinasidonia. Al mismo tiempo le encarga a éste que ruegue a los amigos que lo incluyan en su amistad.

El debate sobre quién es el verdadero culpable es esencial a nuestro tema. La circunstancia de que el rey no aparezca en escena, sino que envíe su mensaje por un ministro, rogando a los dos amigos que compartan su amistad con él, es idéntica a la del desenlace de La boda entre dos maridos.

3. Tirso de Molina, Cómo han de ser los amigos (1612).205 El parecido es de orden muy general para que sea indudable la filiación. Don Manrique de Lara traba íntima amistad con don Gastón, conde de Fox. Este último está enamorado de Armesinda y don Manrique le ayuda a conquistarla, pero en el ínterin queda también hechizado por la dama. Sacrifica su amor y deja el campo libre al amigo, sin aludir a su pasión. Esto acarrea su locura y un desenlace que no tiene nada que ver con nuestro cuento. Queda, sin embargo, el conflicto entre amor y amistad, de importancia básica en la versión tradicional.

4. Juan Ruiz de Alarcón, Ganar amigos (¿1617-1618?).206 Nuevo caso de relación demasiado vaga, por lo general del parecido. Al final de la obra el marqués don Fadrique está en la cárcel condenado a muerte, a pesar de su inocencia. Tres amigos suyos aparecen para inculparse y salvar al marqués, en forma semejante a la de nuestro cuento.207

5. Lope de Vega, Amistad y obligación (1620-1625, probablemente 1622-1623).208 Las líneas generales de su argumento se acercan lo suficiente a la adaptación del tema en la Galatea para hacerme creer que Lope la recordaba en el momento de escribir su comedia. Don Martín de Perea tiene que abandonar su patria, Navarra, por un lance de honor. Se embarca para Francia con su íntimo amigo, don Félix de Peralta. Durante una tempestad ambos amigos se ven separados. Se vuelven a reunir ya en tierras de Francia, donde ambos se enamoran de la misma dama, Leonarda. Don Martín es el primero en confesar su amor, y don Félix no sólo acalla el suyo, sino que ayuda al amigo en la conquista de Leonarda. Se repiten, pues, las principales circunstancias de la amistad de Timbrio y Silerio.

6. Juan Pérez de Montalbán, Sucesos y prodigios de amor (Madrid, 1624).209 La novela sexta de esta obra se intitula «La desgraciada amistad» y presenta un parecido episódico con nuestro cuento. Los dos amigos son Felisardo y don Fadrique de Mendoza, quienes se enamoran de la misma persona, la condesa Rosaura, si bien Felisardo calla su amor para no ofender a don Fadrique. Rosaura es raptada por un tercer competidor, don Álvaro, y en su desesperación Felisardo confiesa su pasión al amigo. Don Fadrique le promete que Rosaura será suya. Aquí termina el parecido con el cuento tradicional, pues la novela pronto se convierte en una espesa maraña de elementos tomados de la historia de cautivos y de la novela bizantina.

Montalbán fue un parásito literario que medró gracias a la protección de Lope, reflejos de cuya gloria llegaron a tocarle. Su obra, de regulares dimensiones, es toda de segundo orden. Sin embargo, la novelita «La desgraciada amistad» gozó el honor póstumo de ser imitada por un escritor de mucho más talento. En Le diable boiteux, de Lesage, aparece la misma historia con el título «La force de l'amitié»; los pocos cambios introducidos ocurren casi todos hacia el final.210




ArribaAbajo III. Resumen

Este cuento, seguramente de origen oriental, se esparce por España y Europa merced a la enorme popularidad de la Disciplina clericalis obra en la que halla su primera forma. Debido a las especiales preocupaciones del vivir medieval, el cuento se mantiene, hasta bien entrado el siglo XVI, muy cercano a su primero y esquemático modelo. La validez de la moral es lo esencial, las filigranas artísticas, lo de menos; de aquí la repetición de la materia sin variar casi la forma. Cuando el desarrollo artístico recibe mayor consideración (Caballero Cifar), lo hace de la mano de una ampliación del fin didáctico. Las propias circunstancias de nuestro cuento lo convierten en instrumento ideal de las ejemplificaciones éticas; de aquí que reaparezca continuamente en los numerosos Libri exemplorum.

La continuidad del tema en España, sin embargo, no es producto de la mera copia del antecedente cronológico: en literatura no se conoce la línea recta. A la Disciplina clericalis sigue el Cifar, que con sus adiciones detallistas parece indicar un modelo extranjero. El cuento se origina, para nuestro propósito, en España y rápidamente se populariza por el resto del continente y de allí vuelve a su patria. Entre la Disciplina y el Cifar hay todo un proceso de emigración, adaptación en el extranjero y regreso, que encontramos repetidamente en la historia posterior del cuento. El Libro de exemplos de Sánchez de Vercial ignora el desarrollo intermedio y va a inspirarse directamente en la obra de Pedro Alfonso. La evolución temática representada por el Cifar queda marginalizada y se vuelve a la forma primitiva. Este ignorar las formas más desarrolladas para volver a las más enjutas es otra característica de nuestro tema -y de nuestro pensar hispánico- que reaparece más tarde. El Ysopet ignora de nuevo la tradición peninsular y usa un modelo de fuera (Steinhöwel). Una adaptación del cuento de Pedro Alfonso, hecha durante sus andanzas por el extranjero, regresa a su país de origen como una novedad. Es lo mismo que sucede con la obra de Martín de Reina, desconocedor de todos los ejemplos españoles anteriores, al punto de hacer de Pedro Alfonso «un filósofo de Arabia». Al traducir el Libellus de ludo scacchorum vierte al castellano una versión extranjera de algo que se había iniciado en la misma España.

Hasta aquí, las versiones del cuento sacrifican las posibilidades novelísticas a la moral. Esta escala de valores les impide diferenciarse, pues, para sus autores, el verdadero interés no está en el contenido narrativo, sino en el contenido simbólico, que por definición es el mismo. Pero en el Renacimiento todo sufre un desplazamiento; lo que Lovejoy llama «the great chain of being» recibe un duro golpe y varios de sus eslabones saltan, para no ser reemplazados más. Se deja de mirar al cielo; el mundo se vuelve inmanente, y el hombre, libre de opresiones jerárquicas, se contempla a sí mismo, asombrado del hallazgo.

Todo esto se refleja en los nuevos tratamientos de nuestro cuento, liberado ahora de su dependencia de la moral. A ello contribuye la popularidad que por entonces alcanza el Decamerón. En una de las obras de un autor admirado por todos se halla el viejo cuento de Pedro Alfonso, desarrollado ahora con nueva eficacia narrativa que busca ante todo el realce de la peripecia y el primor artístico. Siguiendo las nuevas pautas se adentran los autores en las posibilidades del tema, y en menos de cien años (de Alonso Pérez, 1564, a Cristóbal Lozano, 1652) hallamos doble número de ejemplos que en los cuatro siglos largos que median entre Pedro Alfonso y el Ysopet. Paralela a la liberación espiritual, y como resultado de ésta, tenemos la liberación de temas y formas.

El primer explotador de los nuevos horizontes es Alonso Pérez, quien, en forma característica, injerta en el viejo tronco frondosos brotes de la tradición grecolatina. Del cuento, tal como lo conoció Pedro Alfonso, queda sólo un atisbo; lo demás es producto de las lecturas clásicas del autor. En cambio, Timoneda, hombre de escasa formación humanística, prefiere seguir un modelo determinado, y para el efecto elige a Boccaccio, lo que no deja de ser significativo. No copia servilmente, sin embargo, e introduce innovaciones que son continuadas y adicionadas por Gonçalo Fernandes Trancoso; éste no sigue a Boccaccio, sino al librero valenciano. La obra del cuentista portugués inspira a Matías de los Reyes, quien a su vez corrige y aumenta a su modelo. Tenemos así el curioso caso de un cuento originariamente español (Pedro Alfonso) que directa o indirectamente pasó al italiano (Boccaccio), de aquí al castellano (Timoneda) y de éste al portugués (Trancoso), para volver, por fin, al castellano (Reyes).

De la conjunción de la Diana de Alonso Pérez con versiones tradicionales de nuestro cuento surge la historia de Timbrio y Silerio en la Galatea, que tiene, a su vez, desarrollo propio e independiente. Este cuento recibe en la obra cervantina una nueva forma y perspectiva en El curioso impertinente, última evolución posible de un aspecto de la problemática de la historia. En muchos sentidos la obra de Cervantes constituyó el Calpe y Abila de su época. Sus conceptos de vida, verdad, literatura y la telaraña de interrelaciones que los unen actúan en una zona de fronteras que, aun hoy día, están a medio explorar. En nuestro caso particular, la materia tradicional del cuento de los dos amigos se desmenuza ante la inaudita torsión que le impone El curioso impertinente. Pero en la literatura, como en la física, nada se pierde: el espacio ocupado por la tradición se llena ahora con las profundas implicaciones artístico-ideológicas de la nueva consecución.

Con Lope de Vega (La boda entre dos maridos) nos hallamos nuevamente más cerca de la forma tradicional. Sigue el cuento de Boccaccio, probablemente a través de la versión de Timoneda, y lo adereza con recuerdos de la Galatea. La lectura de esta última obra se manifiesta más claramente en la concepción de otra comedia suya, Amistad y obligación. Para esta época el cuento de los dos amigos era popularísimo y, como en todos los órdenes literarios, la popularidad acarrea la fragmentación. En vez de utilizar la totalidad de la historia, ahora se pueden usar episodios aislados. Florece el proceso alusivo; el autor sabe que será entendido de todos, dada la popularidad del original. Así ocurre en los ejemplos de Tirso, Alarcón, Montalbán y el mismo Lope.

Con Cristóbal Lozano, gran lector de toda suerte de historias, el cuento vuelve casi a su forma primigenia. Desconocedor de la Disciplina clericalis, utiliza, en cambio, la derivación de Tomás de Cantimpré. Hace retroceder a la tradición, por lo tanto, unos cuatro siglos. Este brusco giro, que arrastra tras sí la última etapa del desarrollo del cuento, tiene valor sintomático. La retirada que emprende España en el siglo XVII no es sólo espacial (en los Países Bajos, por ejemplo), sino también temporal. Se añora y busca la vía de reintegro en el seno del pasado, tesoro de glorias irrepetibles. Este deseo de retroceso deja su clara impronta hasta en nuestro cuento.

La leidísima obra de Lozano impone, pues, esta vieja forma del tema, y de ella dependen los dos últimos ejemplos. El romance plebeyo es mero calco de la historia de Lozano, y la leyenda de Zorilla se inspira, a su vez, en el romance. Con esto la tradición ha descrito un círculo casi perfecto. A partir del Caballero Cifar nos alejamos poco a poco de la versión original. El proceso se acelera en los siglos XVI y XVII, hasta llegar a casos tan alejados como el de Cervantes. Con Lozano, bruscamente, la tradición vuelve sobre sus pasos, hasta terminar casi en el mismo punto de partida. Pero, señal de que el correr del tiempo nunca es vano, el anónimo mercader de Bagdad es ahora el gaditano don Luis Tenorio.

Al seguir el cuento de los dos amigos a lo largo de unos siete siglos, comprobamos que la tradición no avanza ni en forma rectilínea ni se aumenta en progresión aritmética. Es decir, el avance en el tiempo no indica adelanto en el desarrollo, sino, en nuestro caso, todo lo contrario. La línea de desenvolvimiento es un verdadero zigzag de progresos y retrocesos sucesivos o casi contemporáneos. Además, una nueva versión no significa necesariamente la incorporación de los materiales ya existentes en la anterior, sino que puede representar un empobrecimiento de la tradición (compárese la opulencia del Caballero Cifar con la esencialidad del Dechado de la vida humana, a dos siglos de distancia). Por último, el tema no es un eslabonamiento de diversas reelaboraciones, sino, más bien, una malla tejida con materiales de diversas procedencias. Así vemos que de los siete primeros ejemplos aquí estudiados, sólo uno (el Libro de exemplos) se relaciona directamente con Pedro Alfonso. Todos los demás son en gran parte independientes y, por lo general, hallan su razón de ser fuera de la Península. Es justamente esta continua migración la que mantiene vivo el tema.

En el título de estas páginas he hablado de una tradición literaria. Sin embargo, el lector observará que muchos de los autores aquí incluidos no tienen conciencia de adaptar un tema tradicional; al contrario, creen innovar, inventar. (Cervantes, como siempre, es el que nos da con mayor claridad el doble módulo: por un lado, comunión con lo tradicional, mas por el otro, pronta y radical innovación de la materia aceptada, que se irisa en cambiantes soluciones.) Pero la perspectiva impuesta por el tiempo nos permite enfilar a estos diversos y dispares escritores y ponerles el común denominador de la tradición. La unidad vital interna que proporciona ésta permite abarcar, en modesta escala por cierto, casi todas las épocas de la literatura española. Al poner el ojo a esta mínima rendija desfilan ante nuestra vista más de siete siglos de hacer literario.






ArribaAbajo VI. Tres comienzos de novela

(Cervantes y la tradición literaria. Segunda perspectiva)


Se trata más bien de sortilegios, recitados por el novelista en ciernes con el fin de arrancarle una partícula a la nada.211 De ello nacerá, o no, esa irreal realidad que llamamos ficción. El novelista, taumaturgo, pronuncia su abracadabra, y, quizás, el conejo se quede, aburrido, en la copa del sombrero, o, quizás, salte, vivito y coleando, y engarce en sus zapatetas a toda una legión de escopeteros-lectores, que nunca podrán llenar sus morrales con tan próvido trofeo.

Intento analizar tres conjuros fecundos, disecar tres conejos (que para mí serán, por lo tanto, conejillos de Indias), que con su frondosa progenie han hecho historia, la historia de la novela española: el Amadís, el Lazarillo, el Quijote. Son tres directrices de la novelística peninsular, y en su tiempo lo fueron, también, de la novelística mundial. ¿Qué sortilegios usaron estos autores para apropiarse la nada, y hacer con ella mundos imprevistos?

Pero la crítica también tiene sus conjuros, y el buen crítico posee el poder taumatúrgico de resucitar el pasado. Es de esperar que la fórmula mágica sea, en esta ocasión, la acertada, para que no me ocurran las del aprendiz de brujo de Goethe. Con estas providencias, y esperanzadamente, empiezo mi conjuro.

Amadís de Gaula, novela que fue, entre otras muchas cosas, modelo artístico para Cervantes, y modelo de vida para su protagonista. Así comienza:

No muchos años después de la Passión de Nuestro Redemptor y Saluador Jesu Xpo, fue un rey cristiano en la pequeña Bretaña, por nombre Garínter, el qual seyendo en la ley de la verdad, de mucha deuoción y buenas maneras era acompañado. Este rey ouo dos fijas en vna noble dueña su muger, y la mayor fue casada con Languines, rey de Escocia, y fue llamada la Dueña de la Guirnalda, porque el rey su marido nunca la consintió cubrir sus fermosos cabellos sino de vna muy rica guirnalda, tanto era pagado de los ver [...] La otra fija, que Helisena fue llamada, en grand quantidad mucho más hermosa que la primera fue. Y como quiera que de muy grandes príncipes en casamiento demandada fuesse, nunca con ninguno dellos casar le plugo, antes su retraymiento y santa vida dieron causa a que todos beata perdida la llamassen, considerando que persona de tan gran guisa, dotada de tanta hermosura, de tantos grandes por matrimonio demandada, no le era conueniente tal estilo de vida tomar.



Como es bien sabido, Helisena se enamora poco después del famosísimo rey Perión de Gaula, y fruto de estos amores es el inmarcesible Amadís de Gaula. Nos hallamos, como es evidente, en un mundo paradigmático, voluntariosamente cerrado sobre sí mismo, pues las perfecciones de que se hace materia no son relativas, sino absolutas, y funcionan, en consecuencia, desasidas de la normalidad.

Hay, además, un fuerte determinismo, propio del género épico-caballeresco, y sustentado por la atávica interpretación mágica de la herencia de sangre, determinismo que marcará vivamente a la novela hasta la época de Cervantes. La vida de Amadís de Gaula, el arquetipo y prototipo del caballero andante, queda firmemente encuadrada y determinada por las noticias que nos dan los primeros capítulos acerca de su padre, madre, abuelos y circunstancias de su nacimiento. Como dirá el propio Cervantes en otra ocasión: «nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo» (Quijote, I, cap. L). Amadís de Gaula, como los otros caballeros andantes, sus epígonos, es producto de un estricto determinismo que lo configura y prepara a nativitate para su sino heroico.

Al hacer su materia de ese sino heroico, el desconocido autor de Amadís de Gaula recurre a la ingenua ficción de que lo que él narra es historia. Su materia es el ciclo completo de una vida, cerrado por las circunstancias naturales de nacimiento y muerte, desenlace ausente en la versión que conocemos, pero que fue el del primitivo autor, como teorizó María Rosa Lida de Malkiel y demostró palmariamente el feliz hallazgo de Antonio Rodríguez-Moñino.

La ficción narrativa, al simular que su materia es histórica, nos quiere hacer suponer que el primitivo autor del Amadís ve ese ciclo desde fuera, acabado y perfecto, finiquitado por el término natural de una vida. Con esa perspectiva, lo que se finge que en cierto momento fue vida, adquiere homogeneidad y lógica. Sabiendo, como se sabe, cuál fue el fin último de las acciones cotidianas, es fácil desentrañarles un sentido que las haga apuntar a una comunidad ideal de conducta. El sino heroico se convierte así en el denominador común de ese especial tipo de hacer cotidiano a que está entregado el caballero. En este sentido, la concepción de la novela caballeresca presupone (más que cualquier otro tipo de novela, con la excepción de la moderna novela policial), una organización genética al revés, no de principio al fin, sino de fin a principio. En esa teórica marcha a redropelo, la peripecia, su materia y resultado, todo se uniformiza y adquiere sentido único, polarizado por la fuerza magnética de un ideal de conducta que fundamenta al sino heroico. La ficción histórica presupone, en nuestro caso, una uniforme lógica en las acciones, y éstas atienden todas a racionalizar lo heroico, vale decir, a desmontarlo con cuidado en mil peripecias ejemplares. ¡No en balde el Amadís de Gaula se convirtió en manual de cortesanía para las generaciones europeas subsiguientes, y en ejemplario de esfuerzo heroico para las españolas!

Todo esto nos acerca al meollo de la cuestión. Según se demuestra desde el propio comienzo del Amadís, la prehistoria del héroe (padres y abuelos), su historia, y su posthistoria (su hijo Esplandián), tienen unidad de sentido y apuntan, unánimes, a un mismo blanco: el ejemplar progreso, personificado en Amadís, de lo bueno a lo óptimo. Porque, la verdad sea dicha, el caballero andante no cabalga, sino que marcha sobre rieles en esa dirección única. Y el comienzo de la novela se abulta con todo género de indicadores que señalan esa dirección única de la trayectoria ejemplar. Ésta, a su vez, determina el ambiente en que se desempeña Amadís, pues para seguir el progreso de su trayectoria vital bueno-óptimo, sus propias aventuras tienen que desarrollarse en un ambiente de parecido cambio de signo: normal-descomunal.

Lo que posibilita todo lo anterior es que el autor se plantea la materia de su novela como historia y no como vida, como lo hecho y no lo por hacer. Él está fuera de la órbita de su novela: él está en el aquí y ahora, mientras que sus personajes están en el allá y entonces. El autor puede, en consecuencia, contemplar las vidas que pueblan su novela en la totalidad de sus perspectivas y trayectorias, y se encuentra así en absoluta libertad para infundir a las acciones la lógica a posteriori, por así decirlo, que su intención artística conocía a priori. Tal tarea hubiera sido imposible de haberse planteado el autor su materia novelística como vida, donde lo ilógico se conjuga con lo imprevisto. Historia era lo que necesitaba la intención ejemplar del Amadís, o sea, tiempo pasado y acontecer finiquitado, para impedir que se colase el presente con su teoría de posibilidades.

Otro tipo de problemas nos plantea el comienzo del Lazarillo de Tormes, obra cuya influencia sobre el arte narrativo de Cervantes ha demostrado elocuentemente Américo Castro en más de una oportunidad.

Pues sepa V. M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomole el parto y pariome allí; de manera que con verdad me puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías malhechas en los costales de los que allí, a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados.



Se ha convertido en lugar común hablar de Lázaro como un anti-héroe, y de la novela como la anti-caballeresca, epítetos que han pasado a engrosar las filas de las frialdades que han constituido la historia canónica de la picaresca en general.

Hay en el Lazarillo, es evidente, un determinismo semejante al del Amadís, aunque de signo contrario. Además, ese determinismo se fundamenta no ya sólo en la interpretación mágica de la sangre heredada, sino también en actitudes específicamente bíblicas, como la que expresa, entre otros, el siguiente versículo del Éxodo: «Ego sum Dominus Deus tuus fortis zelotes, visitans iniquitatem patrum in filios, in tertiam et quartam generationem eorum qui oderunt me» (XX, 5). Así, pues, a los monarcas que engendran a Amadís, corresponden aquí unos padres de ínfima categoría social, siendo uno de ellos un molinero ladrón. El sino del protagonista queda ya dibujado, y su prehistoria informará su historia. El autor hace esta correspondencia más aguda aún, al encuadrar toda su historia entre dos amancebamientos: el de su madre con el negro esclavo, y el de su propia mujer con el arcipreste de San Salvador. Como en el Amadís, hay perfecta armonía entre término introductor (padres) y término introducido (protagonista). Y la ecuación de igualdad entre ambos términos produce la definición. El Amadís y el Lazarillo son, radicalmente, dos intentos de definir al hombre.

Pero esa armonía entre términos se da, en las dos novelas, en dos escalas distintas. En la novela de caballerías el recién nacido Amadís es echado al río en un bote, y por ser salvado más tarde en alta mar recibirá el noble apodo de Doncel del Mar. En la otra novela, el protagonista, en parecidas circunstancias, se tendrá que conformar con un plebeyizante Lazarillo de Tormes, o sea un tragicómico Doncel del Tormes, como dijo en uno de sus últimos escritos nuestra inolvidable María Rosa Lida de Malkiel. Hay, pues, un primer ademán definitorio en ambas novelas, que corresponderá estrechamente al mundo artístico que se va a crear.

Aquí, sin embargo, cumple recordar la diferencia más obvia entre ambas obras: el Lazarillo, en oposición al Amadís, es una autobiografía. O sea que el personaje literario es el propio autor, que busca redefinirse en el tiempo al quedarse a solas con su conciencia. El vivir, por lo tanto, está en íntima relación con el contemplarse vivir, de ahí la unicidad de perspectiva: el mundo está visto desde su punto de vista (el del autor-personaje), y éste es el único que le permite su ínfima condición social. La exclusión de otros puntos de vista constituye el fenómeno que llamamos dogmatismo. Hay, pues, un dogmatismo en el Lazarillo, mas también lo hay en el Amadís, ya que la perspectiva histórica, tal como se la concibe en esta novela, también es excluyente. Sólo que si en el Amadís el dogma es el de la perfectibilidad humana, en el Lazarillo lo es el de la imperfectibilidad del hombre. Para hablar con mayor propiedad: el determinante del Amadís es la gloria (lo heroico), mientras que el determinante del Lazarillo es el éxito (lo humano). De lo perfecto a lo imperfecto hay la misma distancia que de la gloria al éxito.

Porque Lázaro, al escribir su vida, se repiensa desde su momento de éxito: «Pues en ese tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna» (tratado VII, al final). En forma parecida a la del Amadís, pero por distintos motivos, se escribirá a posteriori, pero con una concepción ordenadora de la vida a priori. Porque a lo que va Lázaro es a explicar su éxito dentro del contexto de su vida, como hace explícito en el prólogo al hablar de los que «con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto». El éxito tendrá para Lázaro las mismas características jerarquizadoras que la gloria para Amadís, o llamémosla fama, para ponernos a tono con el contexto lingüístico de aquellas épocas.

Desde lo más alto de la rueda de la Fortuna, Lázaro hurgará su vida para desentrañar aquellos elementos coadyuvantes a su éxito. Quizá por esto es que se hace tan viva su conciencia del determinismo, tal como éste queda expresado en su prehistoria, que el autor-personaje narra con morosos detalles, ya que allí está la semilla del árbol de su vida. A partir de su prehistoria, Lázaro escogerá de su vida, con desatención al cabal transcurso temporal, aquellos incidentes que él considera, desde su trono, como de efectividad actuante en la consecución del éxito. Visto desde este punto de mira, Lázaro tiene que haber sido como fue para llegar a encaramarse a lo alto de la rueda de la

Fortuna. O mejor dicho, el autor-personaje considera que él tiene que haber sido de tal manera, y no otra, para haber obtenido los resultados evidentes en el momento de poner la pluma al papel. En consecuencia, hay en todo momento, por parte del personaje-autor, conciencia plena del determinismo. Y con esto nos apartamos del rígido esquematismo del Amadís, impuesto desde fuera, para adentrarnos en otro tipo de esquematismo, pero impuesto por la conciencia de ser algo.

Todo lo anterior sólo cabe, desde luego, en un mundo en que los valores están al revés, ya que el éxito de Lázaro es la consagración de la malicia y el pecado. «Arrímate a los buenos», es el consejo que da la madre al niño Lázaro, al entrar en concubinato con el negro esclavo; «arrímate a los buenos», repite el escudero toledano al demostrar sus aptitudes de sicofanta. Y Lázaro se arrima a los buenos: su mujer es la manceba del arcipreste, quien les protege y da de comer. En su momento de éxito, Lázaro demuestra cuán bien ha aprendido la lección: el amancebamiento de su mujer es el corolario de una vida dedicada a arrimarse a los buenos. Así como la vida de Amadís ejemplificaba la limpia trayectoria de lo bueno a lo óptimo, la de Lázaro demostrará la no menos desembarazada trayectoria de lo malo a lo pésimo. Y el personaje-autor pone especial ahínco en realzar la nitidez de esa trayectoria al dejar en paréntesis largos pasajes de su vida, que, al quedar en el tintero, constituyen verdaderos hiatos narrativos entre algunos tratados.

Para el cumplimiento de esa trayectoria, Lázaro tendrá, previamente, que apropiarse el engaño. El paso de víctima a victimario le asegura su sitial en la rueda de la Fortuna. Ahora bien, Amadís es siempre el sujeto agente de su mundo, mientras que Lázaro es el objeto pasivo del suyo; cuando deja de serlo es porque se ha apropiado el engaño. O sea que la única forma de ser sujeto agente en su mundo es por el uso del engaño. Así, con ese determinismo casi dogmático que distingue su mundo, Lázaro terminará como el marido cornudo encumbrado en la rueda de la Fortuna. Difícil es dirimir quién engaña a quien, en este episodio final, porque si bien el arcipreste goza a su mujer, los cuernos le sirven a Lázaro para comer bien, y en esto radica, en gran parte, la medida de su éxito.

Y ahora podremos agregar un corolario nuestro a esta vida ajena: el apropiarse el engaño es determinante del éxito.

El acabado paralelismo con que se abre y se cierra la obra (los dos amancebamientos, «arrimarse a los buenos»), creo que hace lícito el desenfrenar un poco la imaginación, ya que la decidida semejanza entre principio y fin parece, casi, un conato de permuta ordinal. Supongamos que a partir del momento en que escribe su vida, la mujer de Lázaro, barragana del arcipreste, tuviese un hijo. Ese niño se encontraría, respecto a sus padres, en las mismas circunstancias que Lázaro respecto al concubinato de su madre y el negro esclavo, y la moral inmoral de esa situación de desahogo material sería otra vez el ritornello de «arrimarse a los buenos», ya que el arrimo al arcipreste decide el éxito. La armazón determinista estaría de nuevo en pie, y el ciclo vital de Lázaro se repetiría, en nueva encarnación pero bajo el mismo signo. Así, pues, tendríamos la prehistoria de la autobiografía (padres de Lázaro), la historia de Lázaro, y su posthistoria (posible hijo de Lázaro), todas ordenadas férreamente en un sentido único, y apuntadas al mismo inmoral blanco. Y todo está en explícito embrión en el comienzo de la novela. Lázaro se arrastra por parecidos rieles a los que Amadís recorre gallardo, pero con dirección y destino opuestos. Una vía expeditiva homónima lleva a Lázaro a personificar la infamia, así como Amadís hace lo propio con la fama.

En el análisis del comienzo del Lazarillo nos queda por dilucidar la necesidad artística de la forma autobiográfica. Lo primero que se puede decir es que Lázaro, como Luzbel, se ha encumbrado para caer. Ningún lector del siglo XVI se podría llamar a engaño respecto al final del Lazarillo: el «estar en la cumbre de toda buena fortuna» implicaba, indefectiblemente, la caída, dadas las consabidas y voltarias cualidades de la diosa Fortuna. Pero esa inminente caída queda en suspenso, aunque fuertemente insinuada por el tiempo verbal escogido: «En este tiempo estaba en mi prosperidad [...]». En la novela-historia tradicional un final así es impensable, porque en ese tipo de narración todas las acciones son explícitas y acabadas, como cumple, dadas las características «históricas» que se atribuyen al relato. Un proceso parecido de alusión y elusión sólo es dable cuando el artista empieza a desatender las acciones de sus personajes para atender a sus conciencias. Y la forma más directa y económica de llegar a esto último era a través de la ficción autobiográfica, que se llegara a canonizar en la novela picaresca posterior. Pero acuciantes razones ideológicas promovidas por la Reforma Católica hacen inadmisible ya un análogo proceso de alusión-elusión. Todo debe quedar bien explícito, para no dejar margen ninguno al error. Guzmán de Alfarache, en consecuencia, escribe después de su conversión, con lo que no puede caber duda alguna acerca de su destino final.

El hecho de que la caída de Lázaro quede sólo insinuada y pendiente, le da a ese final más ahincada ejemplaridad que la que podría tener un castigo explícito, porque de tal manera los posibles finales, todos malos, se agigantan en la linterna mágica de la imaginación de generaciones de lectores. Para lograr esta pequeña maravilla artística de reticencia, el autor tenía que ser su propio personaje, para dar así verosimilitud a la ficción de escribir desde el precario equilibrio de un momento no finito.

De tal manera, la ficción autobiográfica era imperativa, pero también lo era por otros motivos. Para que relumbrase la conciencia del determinismo en el personaje existía la necesidad perentoria de que la decisión, la acción y el juicio fuesen unánimes y unívocos. La decisión de hacer algo y el juicio consiguientes tenían que partir de la misma idea del mundo, y esa idea no se podía centrar más que en una conciencia única, en que se fundiesen personaje y autor. Esa conciencia única descubrirá, al repensarse, que el éxito alcanzado es resultado directo de la apropiación del engaño, y esta verificación será la que dispondrá, ordenará y seleccionará, desde un principio, los episodios ejemplificativos. La ficción autobiográfica se impone. Y esto sin entrar en consideraciones psicológicas acerca de la extraña fascinación, morbosa casi, que produce el ver a un hombre (real o fingido) que, al autobiografiarse, se nos presenta voluntariamente en diversos estados de desnudez. Y hemos llegado a nuestro texto final, el comienzo del Quijote, para cuya intelección servirán de directrices las calas anteriores.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.



El material crítico acumulado sobre este comienzo de novela hace recomendable el uso, al menos de momento, del método histórico. Conviene delimitar los diversos niveles alcanzados en la interpretación de este pasaje para poder avanzar con más seguro pie en la siempre problemática exégesis cervantina.

En el siglo XIX, a partir del Romanticismo, tuvo gran auge la crítica biográfica, o sea la interpretación de la obra literaria como una biografía esencial, en la que el autor engarza sus experiencias en forma más o menos disfrazada. Con la llegada del positivismo, esto se rigoriza en método: un inteligente, o al menos minucioso, estudio de la vida del autor y su carácter revelará los secretos de la obra literaria, que en muchas ocasiones se ve así reducida a una mera trasposición de lo acontecido. Tan lamentable miopía metodológica afectó también al Quijote, y se procedió, en consecuencia, a interrogar la vida de Cervantes, mal conocida entonces y no bien del todo ahora, para desentrañar el misterio de ese innominado lugar de la Mancha. Con algunas buenas y muchas malas razones se llegó a identificar ese lugar con Argamasilla de Alba (algunos versos del Quijote bueno señalaron el camino, seguido ya en aquella época por Alonso Fernández de Avellaneda), y se supuso que allí estuvo preso Cervantes, quien con este motivo, y en desquite, silenció el nombre de la localidad. Uno de los resultados más inesperados y chuscos de todo esto, fue que a Argamasilla de Alba trasladó Manuel Rivadeneyra su gran imprenta en el año 1863, para imprimir allí la lujosa edición del Quijote que dirigió Juan Eugenio Hartzenbusch.

Poco más tarde empezaron a entrar dudas acerca de tan inverosímil venganza por parte de Cervantes, en especial cuando se descubrió que «En un lugar de la Mancha» era nada menos que uno de los versos iniciales de una ensaladilla burlesca que rodaba impresa desde la Octava parte de las Flores del Parnaso (Toledo, 1596), de donde pasó al Romancero general (Madrid, 1600). Dice así:


Un lencero portugués
recién venido a Castilla,
más valiente que Roldán
y más galán que Macías,
en un lugar de la Mancha,
que no le saldrá en su vida,
se enamoró muy despacio
de una bella casadilla.



Con este hallazgo los críticos volvieron a hacer hincapié en el tono de farsa regocijada de tantas páginas del Quijote, y discernieron una intención paródica en el autor, que se comenzaría a expresar desde el propio pórtico de su nueva obra.

Todo esto se hace muy verosímil no bien empezamos a ahondar en este filón, pues de inmediato topamos con las palabras del amigo de Cervantes, en el prólogo al Quijote de 1605, en que se declara la intención paladina de la obra en los siguientes términos: «Llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más, que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco». Aunque el deliberado arcaísmo verbal se burla conscientemente de la propia intención declarada (aspecto normal en la técnica ironizadora de Cervantes, por lo demás), no es menos cierto ni menos evidente el papel fundamental que juega la caballeresca en la génesis del Quijote.

Seguir por este camino sería entrar en terreno fértil en perogrulladas. Detengámonos aquí, entonces, en este punto de mira. Si la parodia resulta ser resorte estilístico y narrativo, bien se pueden considerar esas primeras frases de la novela como desrealización burlesca del mundo caballeresco. Hemos visto la plenitud de datos deterministas que se acumulan sobre Amadís de Gaula, y que lo disponen, a nativitate, para su heroico sino. Que el lector del siglo XVI entendía ese tipo de datos en un sentido efectivamente determinista se hace obvio al repasar el comienzo del Lazarillo, donde se repiten las mismas circunstancias de nacimiento, pero con el signo cambiado. Dado el supuesto determinista que anima a ambas obras por igual, el héroe se metamorfosea en el anti-héroe, el noble se plebeyiza, el Doncel del Mar queda reducido al nivel de un Lázaro de Tormes.

También Cervantes opta por cortarle las alas al ideal desaforado de la caballeresca, pero en forma más sutil y menos cruel, ya que el primer plano de su obra no lo ocupará la sátira social. En consecuencia, se recortan con cuidado todos aquellos datos que singularizan desde un comienzo al caballero andante: su patria, sus padres, su nacimiento y hasta su nombre, como se dice en un pasaje que conviene recordar ahora: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad». Cervantes ha adanizado, efectivamente, a Amadís, y como consecuencia el héroe caballeresco se ha quedado en cueros, porque a eso equivale el tener un hidalgo sin linaje. Nos hallamos, evidentemente, ante una forma muy especial de la anti-caballeresca; el protagonista no se nos anuncia ni glorificado ni encenagado, sólo mediocrizado. El heroico paladín se ha metamorfoseado en la encarnación de la burguesa medianía, que cifra su bienestar en comer palominos los domingos. Desde luego que la lección de la obra en conjunto es muy distinta, pues nos demuestra cómo hasta la propia medianía se puede alzar a pulso por el asiduo cultivo de un limpio ideal de conducta, pero eso ya es otro asunto.

Desde este punto de mira, la intención paródica del comienzo del Quijote lleva a esencializar al héroe en su contorno más humano, y anti-heroico en consecuencia. No se nos da su realidad genealógica, sino su realidad sociológica, no el por qué es sino el cómo es. Y siguiendo ésta, al parecer, ligera vena de la parodia desembocamos en el serio asunto de que nuestro nuevo protagonista se nos da sin prehistoria, vale decir, sin factores determinantes. Tiempo habrá de volver a esto.

La interpretación precedente la podemos contrastar con los resultados de dos puntos de vista análogos. Según el primero, en la fórmula inicial «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme [...]» se han hallado semejanzas con una fórmula propia de la narración popular de todos los tiempos y lugares. Así, por ejemplo, ya Heródoto, al hablar de un falsario, dice «cuyo nombre no recordaré, aunque lo sé» (I, 51). Y en Las mil y una noches, la historia de Aladino y su lámpara maravillosa se introduce de esta manera: «He llegado a saber que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de China, de cuyo nombre no me acuerdo en este instante, había [...]». O bien, Don Juan Manuel comienza el último ejemplo de su Conde Lucanor con las siguientes palabras: «Señor conde, dixo Patronio, en una tierra de que non me acuerdo el nombre, había un rey [...]». La estilización que imprime Cervantes a esta fórmula popular, folklórica, realza la intención de distanciarse en lo posible de lo que es canónico en la literatura caballeresca. A la fanfarria heroica con que se abre el Amadís se oponen aquí unos tonos grises y apagados, propios de la anonimia popular y colectiva del folklore.

Otro tipo de tradición en que se puede engarzar la fórmula «no quiero acordarme» es la curialesca. En el lenguaje notarial de la época de Cervantes abundan los ejemplos del tipo de los siguientes: «Dibersas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]». «Muchas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]». Era, al parecer, fórmula propia de las probanzas. De todas maneras, el resultado de la parodia estilística sería homólogo al del caso anterior, y ejemplificaría una misma voluntad de deformación de lo canónico caballeresco. Sólo que aquí el instrumento deformador sería todavía más deleznable, pues se trataría de una fórmula que se le venía a los puntos de la pluma a cualquier cagatintas de aquellos siglos. La historia del nuevo héroe caballeresco se encuadraría así en los términos del lenguaje más sobradamente curialesco. En consecuencia, la historia del caballero se desploma del nivel artístico al nivel notorial.

En lo que quiero hacer hincapié ahora es en el hecho extraordinario de que en el Quijote un sistema de términos no desplaza y anula enteramente al otro. Lo anti-heroico como tal no tiene ni existencia ni sentido propios; como todo término relativo necesita imperiosamente la presencia real o aludida del punto de comparación apropiado. Así como en los termómetros la temperatura de ebullición es relativa a la de congelación, así lo anti-heroico es algo que se entiende sólo en la medida en que existe el modelo de acción heroica. Si podemos hablar de Lazarillo como un anti-Amadís, es porque la comunidad explícita que ambos tienen en sus circunstancias de nacimiento despierta la imaginativa al paralelismo deseado por el autor. Por eso Cervantes tiene siempre buen cuidado de dejar la puerta abierta al trasmundo heroico, ya que si no el protagonista se debatiría en un mundo empobrecido en la mitad de su sentido. Porque ese trasmundo heroico es el lugar adonde se puede escapar el hombre, al menos mentalmente, para hallar por un momento su plenitud soñada. Esto se lleva a cabo por un muy rico y complejo sistema de alusión y elusión, en el que si bien las cosas apuntan siempre más allá de sí mismas, se nos escamotea el término preciso de comparación, al menos en su forma más explícita. Como dirá mucho más adelante el propio don Quijote, haciendo buen uso de este proceso de alusión-elusión: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica, y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (II, cap. XXXII).

En nuestro caso concreto de la interpretación de las primeras frases del Quijote, Cervantes alude repetidamente al mundo caballeresco en el «Prólogo» y en los versos preliminares, mientras que elude con cuidado su caracterización. Por eso es que cuando el primer capítulo nos abre las puertas a su nuevo mundo de caballerías, casi nos caemos de bruces, porque hay que alzar mucho la vista para mirar las alturas paradigmáticas del Amadís de Gaula, mientras que aquí hemos tropezado con la bajeza de un lugar de la Mancha que ni siquiera merece ser nombrado. Este proceso de alusión-elusión, por el que se nos propone algo, y se nos entrega otra cosa muy distinta, se convierte rápidamente en uno de los recursos estilísticos y narrativos más socorridos en la obra, como ocurre, para no citar más que un ejemplo, con aquel capítulo propuesto por el siguiente rimbombante epígrafe: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha», capítulo que en su texto nos entrega la regocijada y maloliente aventura de los batanes.

Este proceso lo podemos designar, en términos generales, como ironía, ya que ironía es, en su aspecto esencial, la forma verbal de darnos gato por liebre. «Disimulo» entendían los griegos cuando pronunciaban eironeia, o sea presentar lo que es bajo el disfraz de lo que no es. En este sentido, pues, y frente al Amadís de Gaula, por ejemplo, el comienzo del Quijote introduce la ironización de una situación literaria dada. Por un lado tenemos la realidad literaria consagrada del mundo de la caballeresca, con sus Gaulas y Amadises, todo explícito y perfecto, ab initio, como suele ocurrir en el mundo de los mitos. Por el otro lado, el comienzo del Quijote nos revela la intención firme y voluntariosa («no quiero acordarme») de crear una nueva realidad artística, cuya identidad no estará dada por los términos del ideal caballeresco, ni tampoco por los términos de la realidad empírica de una Argamasilla de Alba, por así llamarla, aunque ambos términos están allí presentes por el ya referido sistema de alusión-elusión. Y este sistema es, precisamente, el que posibilita que el mundo del Quijote sea de una manera y se nos presente de otra, lo que viene a consagrar el libre desempeño de la ironía.

Se esboza aquí ya el fertilísimo conflicto que conscientemente crea Cervantes entre el mundo caballeresco, ideal y tradicional, y este mundo sui generis, que él está sacando de la nada. La tensión creada por este conflicto va mucho más allá de los datos puramente objetivos, como habla ocurrido en las relaciones entre Amadís y Lazarillo: Amadís, heroico hijo del noble rey Perión de Gaula, Lázaro antiheroico hijo de un molinero ladrón. Porque a esta proposión inicial en el Lazarillo, le sigue una tal cerrazón temática, impuesta por el determinismo, que toda posible efectividad actuante de Amadís como modelo de vida queda marginalizada. En el Quijote, al contrario, ambos sistemas coexisten y se complementan, y el autor invita así a nuestra imaginativa a que abra un compás que abarque, desde un principio, el polo literario de la idealización positiva, como lo es el mundo de las caballerías, y el polo literario de la idealización negativa, como lo es el antiheroico y aburguesado hidalgo de aldea, que se describe en los términos más alejados de la caballería andante.

Como consecuencia, nuestra imaginación se ve obligada a recorrer continuamente la distancia que separa ambos polos, para poder abarcar en alguna medida el intrincado proceso de alusión-elusión-ironización. Y es, precisamente, este ejercicio imaginativo el que va dando dimensiones y densidad al relato. Porque lo más significativo de todo esto es que Cervantes no nos introduce a un mundo ya dado y hecho, como lo es la Gaula de Amadís, o la Salamanca de Lazarillo (de allí la importancia de la prehistoria en ambas novelas), sino a un mundo que se está haciendo ante nuestros ojos, y con el propio vagar de nuestros ojos (de ahí la carencia de prehistoria en este relato). Esto se explica porque desde un principio estamos viendo el mundo mítico de la caballeresca desde la perspectiva muy topográfica que nos permite ese innominado lugar de la Mancha. Y éste, a su vez, lo observamos desde las alturas del mito. Se hace posible así, desde el primer momento, la multiplicidad de perspectivas sobre la nueva realidad literaria, y ésta se da en el momento y zona de cruce de esas perspectivas. Y en consecuencia, el Quijote no tiene, ni puede tener, al revés de los Amadises y los Lazarillos, ni prehistoria ni posthistoria, ni tampoco, en sentido estricto, historia, ya que su materia narrativa no es lo ya dado y hecho, sino ese asiduo cruzarse de cambiantes aspiraciones y perspectivas que denominamos vida.

En esta forma Cervantes va dando marco a su nuevo tipo de narración, que no es ni literatura idealista ni literatura realista, aunque participa de ambas. Una forma de apreciar la distancia a que se coloca el relato de esos dos términos es repensar los parecidos y diferencias que existen entre «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme», y las fórmulas ya vistas de la novela caballeresca (o la novela picaresca, cuento folklórico, fórmula notarial, etc.). A riesgo de estampar una perogrullada de las gordas, diré que resulta evidente, para mí, la superioridad artística implicada en ese voluntarioso negarle localización específica a su relato, pues se alude y elude, de esta manera, a toda una serie de posibles localizaciones, con lo que ésta tiene de valor determinista en la conformación de un relato. Tan inimaginable resulta un Lazarillo de Gaula como un Amadís de Tormes. Pero sí nos parece de presencia inmediata un hidalgo cuya patria y nombre específicos se silencian con firme voluntad. Y si a ese hidalgo le conocemos más tarde por el apelativo toponímico de don Quijote de la Mancha, esto es fruto exclusivo de su voluntad de ser lo que él ha identificado con su destino. Don Quijote se llama a sí mismo «de la Mancha»; a Amadís y a Lázaro les llaman de Gaula, de Tormes. Autodeterminación por un lado, determinismo, por el otro.

Ahora bien, ya se ha visto cómo la forma que Cervantes adopta para ocultar esa información determinista es variante de una fórmula folklórica (o notarial, tanto monta, para mis fines). Pero es variante con una innovación capital. La fórmula tradicional del cuento Cervantes la conoce y la usa, en el Persiles y Sigismunda, donde se dice que « llegó a un lugar no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, cap. X). La variante, consiste, pues, en esas nada innocuas palabras «no quiero acordarme». En esta expresión de voluntarismo creo yo que radica una de las claves para la interpretación recta, no sólo del pasaje que estamos estudiando, sino de la nueva concepción de novela que informa al Quijote.212 Y que esas palabras son expresión de libérrima voluntad y no otra cosa, como entendió Rodríguez Marín, lo refrendó el propio Cervantes, diez años después de estampadas, al escribir, al tiempo de la muerte del héroe: «Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo».

En primer lugar, se cifra en esas breves palabras del comienzo todo un programa de acción literaria, pues se afirma en ellas, con toda claridad y firmeza, la libre voluntad del escritor. Pero esto es algo nuevo e insólito en la época de Cervantes, ya que la creación artística estaba entonces supeditada (para su bien y para su mal) a la fuerza gravitatoria de la tradición, que al atraer magnéticamente a la imaginación creadora la limitaba en su libre desempeño. Por eso, cuando un escritor de la época se libera de los dictámenes de esa tradición para crear una realidad literaria de novedad radical, como ocurre con el caso del Lazarillo, ese autor se ve obligado a refugiarse en el anonimato. Frente a esa actitud normativa, propia de las teorías literarias de la época, Cervantes proclama, desde el pórtico de su nueva obra, la libertad del artista, al colocar el querer del autor por encima del deber de los cánones. Resultado directo de esa liberación serán las palabras que escribirá más adelante, y cuya sorna no está enteramente disociada del nuevo sentimiento de autonomía: el autor «pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II, cap. XLIV). Si el artista está en plena libertad creativa es natural que lo que no escribe tenga tanto valor indicial como lo escrito, lo que se corresponde al tema de la nueva filosofía de que la vida del hombre adquiere su plenitud de sentido en el filo del hacer y el no hacer. La libertad de elección es la medida concreta de la liberación del hombre, o del artista.

Pero arriemos velas, no encallemos en algún malentendido. La libertad de que hablo en Cervantes es doble; en parte, es reacción contra la cuadrícula de la tradición literaria, y en parte, expresión de la más ahincada aspiración del hombre: la aspiración a ser libre en la elección de su forma de ser dentro del marco impuesto por el destino o circunstancia, que diría Ortega. Pero este último tipo de libertad tiene una muy fuerte carga ética, arraigada en inconmovibles principios de jerarquía. No se trata, en absoluto, de las demasías anárquicas del Romanticismo, pese a las interpretaciones cervantinas de los propios románticos, y de algunos neorrománticos. Se trata de libertad, no de libertinaje.

Volviendo a lo nuestro: desde el momento inicial el relato se nos manifiesta como apoyado sólidamente sobre una voluntad, que, a su vez, respalda a una cierta intención. En nuestro caso particular de exégesis, la intención expresa el anhelo de liberación. «No quiero acordarme» es la cabal forma de expresar la toma de conciencia del autor y su mundo artístico por crear, que se realizará dentro del concluyente marco de un querer personalizado y absoluto. De la misma manera, el autobautismo del héroe en ciernes constituye la toma de conciencia del protagonista y su mundo individual, cuando el novel caballero se libera de su salpicón y pantuflos cotidianos para expresar su absoluta voluntad de destino. Con todo esto se vienen abajo los términos de la estética imperante, que delimitaban el campo de la creación artística entre el deber y el no deber, o sea, lo que llamamos la teoría renacentista de la imitación de los modelos. En el Quijote, y desde un comienzo, estos términos quedan suplantados por el querer y el no querer, con lo que la realidad mental del artista se convierte en una suerte de imperativo categórico. Y cuando surge, explícitamente, el tema de la imitación de los modelos, como ocurre en el episodio de la penitencia de Sierra Morena, dicha imitación no viene impuesta por ningún tipo de consideraciones extrínsecas, sino por la libérrima voluntad del protagonista, como lo manifiesta éste claramente en el largo razonamiento con su escudero: «[...] El toque está en desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? [...]». Se glorifica así, para siempre, la libertad del artista, pero Cervantes va aún más allá de esto, pues ya queda apuntado que la liberación del personaje es la otra cara de la medalla de la libertad del artista. En la literatura de ficción hasta entonces escrita, el personaje estaba inmovilizado en una situación de vida: el caballero como caballero, el pastor como pastor y el pícaro como pícaro. El personaje era lo que era porque un doble determinismo, estético y vital, le impedía ser de otra forma, así, por ejemplo, la novela picaresca se termina cuando el pícaro se arrepiente y se torna, en consecuencia, en otro distinto al que era. Estos personajes, en cuanto materia de la narración, estaban efectivamente fosilizados en una situación de vida. De allí la homogeneidad del relato, y de allí su posible parcelación en cantidades análogas, como prehistoria, posthistoria.213

Por contrapartida, obsérvese lo que ocurre en el Quijote, y desde el mismo comienzo de la novela. Apenas el protagonista empieza a desvariar por la lectura de sus libros de caballerías, se entusiasma de tal manera con «aquella inacabable aventura» que «muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran». Es evidente que el protagonista tiene ya, desde que pisa la escena, una triple opción: seguir la vida vegetativa de un hidalguete de aldea, o hacerse escritor, o hacerse caballero andante. El voluntarioso abandono de la vida vegetativa implica una indeclinable renuncia a esa prehistoria suya que no conoceremos jamás. Esto, a su vez, implica un corte total con las formas tradicionales de la novela. El hacerse caballero andante, posibilidad la más inverosímil de todas, es la cabal expresión de su absoluta libertad de escoger. ¿Y el hacerse escritor?

Observemos que esta última opción queda posibilitada sólo después de que el protagonista ha enloquecido. Es su desvarío el que lo inclina a hacerse novelista y a ensartar imaginadas aventuras. Pero ésta es, precisamente, la tarea a que está abocado Cervantes, en perfecta sincronía con las posibilidades vitales abiertas a su protagonista. Cervantes está imaginando ensartar aventuras al unísono con los desvaríos literarios de su ya enloquecido protagonista. Es lícito suponer, entonces, que tan loco está el autor como el personaje. Y esto no va de chirigota. Al contrario, va muy en serio. Debemos entender que esta deliciosa ironía es la más entrañable forma de crear esa casi divina proporción de semejanza entre creador y criatura: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno», dirá Cervantes al dejar la pluma. Y esa proporción de semejanza es la que libera, enaltece y dignifica a la criatura, con máxima carga de efectividad actuante. Y la adquisición de dignidad presupone, consecuentemente, la adquisición de voluntad, de querer ser él y no otro, o sea la opción vital segura y firme (infra).

Por eso que al abrirse la novela el protagonista aparece desdibujado en la nebulosa de una significativa polionomasia: Quijada, Quesada, Quejana. Estos nombres encierran en cifra la diversidad de posibilidades vitales de ese ser en estado embrionario, de ese héroe en ciernes. Pero el autobautismo aclara y define: él será don Quijote de la Mancha, y no otro. Sabido es que en la tradición hebreo-cristiana el cambio de nombre de la persona refleja un cambio de horizonte: Jacob-Israel, Saulo de Tarso-San Pablo. Los diversos nombres del protagonista, por lo tanto, desarrollan, como en película, sus diversos horizontes vitales, pero allí está la limpia y libérrima opción, representada por el autobautismo, que le orienta seguramente hacia una forma de ser y un destino (infra).

Sin embargo, lo más curioso y distintivo del Quijote es que la inmensa mayoría de sus personajes aparecen como lo que no son, así el hidalgo manchego aparece como caballero andante, el zafio rústico como escudero, Dorotea como la princesa Micomicona, y los demás por el estilo. Si recapacitamos sobre el hecho que, según la definición anterior, ironía es ese frágil puente con que nuestra mente une el ser y el no ser, parecería como si Cervantes hubiese entendido que más que una gala del ingenio y un artificio estilístico, la ironía es una forma de vida. Más aún: la ironía sería, desde este prisma, la única forma de vida compatible con lo que Américo Castro ha llamado la «realidad oscilante». En el mundo de los baciyelmos la ironía es una necesidad vital. O quizá sea al revés.

De todas maneras, en cualquier situación de vida en que se presenten estos personajes radicalmente irónicos, alienta en ellos, y les da integridad, la firmísima intención de ser ellos mismos, y no otros. Considérense, por ejemplo, las circunstancias de don Quijote después de haber sido apaleado por los mercaderes toledanos. Ante este primer tropiezo en su nueva vida, y con un deshonroso dolor que le recorre todo el cuerpo, el héroe, despechado, casi olvida su reciente vocación vital y se pone a divagar, suponiéndose ya Valdovinos, ya el moro Abindarráez. Se trata, efectivamente, de la primera y única vez en que don Quijote parece renunciar a su plan de vida, y las causas psicológicas ya quedan mencionadas. Pero basta que el caritativo labriego, que le recoge, le recuerde que él no es ni Valdovinos, ni Abindarráez, sino «el honrado hidalgo del señor Quijana», para que a don Quijote se le encalabrine su nuevo yo, y exclame: «Yo sé quien soy, y sé que puedo ser, no, sólo los que he dicho, sino todos los pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías». Al ser tomado por otro del que se quiere ser, el héroe olvida el dolor y el despecho, y se redefine en su nuevo plan de vida con más firmeza que nunca. A la momentánea alteración (ese «sentirge otro», único en el libro), le sigue un más profundo y efectivo ensimismamiento.

Lo mismo se puede decir de Sancho, a su entrada en la Ínsula Barataria. Se le ha elevado a tal pináculo de gloria que corre riesgo propincuo de alterarse, y así reacciona el buen escudero: «Yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas».

Hay, pues, un verdadero frenesí de autorrealización por parte de los personajes. Y si volvemos por última vez al comienzo de la novela, se podrá observar cómo dispuso Cervantes las cosas para dar expediente a esos pujos de autorrealización. Al repasar las frases iniciales en que describe a don Quijote, se observará que el protagonista está captado como una oquedad. «Un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», y todo lo demás que sigue, son todos rasgos exteriores que dibujan el hueco de un hombre. Ésta es la silueta del protagonista, trazada por todo aquello que le es adjetivo. Lo sustantivo, lo que nos daría la densidad y el calor humanos, todo eso ha quedado cuidadosamente eludido, de momento. Según la ya vieja fórmula orteguiana, lo que Cervantes nos ha dado es la circunstancia, pero nos ha escamoteado el yo que la ordena. Y ese yo, como todos, es un plan de vida. O sea que falta, por el momento, la característica esencial que distingue al hombre particular del hombre genérico. Esta indiferenciación inicial se complica por el hecho de que voluntariosamente se vela el nombre de su patria. Si unimos a esto las dudas sobre el nombre del protagonista, se observará cómo el personaje se termina de liberar del determinismo apriorístico que en tantos sentidos cimentaba la literatura anterior. Por primera vez el personaje literario aparece en estado adánico, un nuevo Adán que está libre de coordenadas preestablecidas, y deterministas, y ajenas a él. Está el personaje, en consecuencia, en situación óptima para trazarse su plan de vida, sin amarras de ningún tipo que le impidan el libre ejercicio de su voluntad de ser él. En estas circunstancias, liberado de la determinación y determinismo de patria, padres, nombre, y demás datos especificadores, el personaje pronuncia el fiat lux de su mundo, que se estructura de inmediato con la solidez que le confiere el descansar sobre una consciente voluntad de autorrealización: él, don Quijote, su caballo, Rocinante, su amada, Dulcinea.

Si la contemplación de este mundo acabado nos produce una impresión de maravilla, esto se debe, en buena parte, al extraordinario hecho de que nosotros mismos hemos participado en la forja de este último gran mito occidental. Y a esa participación nos invitó indeclinablemente el autor al escribir, con un guiño de ojos, seguramente, «no quiero acordarme».




ArribaAbajoVII. La Numancia

(Cervantes y la tradición histórica)



I

La misión del crítico es luciferina: llevar luz al pasado. Pero cada antorcha recrea, al destacar, los objetos de su ámbito a su manera, según la disposición del nicho que la sustenta. Y no menos cambiante es la realidad histórica que recrea la luz de las antorchas críticas, sustentadas en espacios y tiempos mentales intransferibles. Por ello, el número finito de valores historiables parece agigantarse en infinitud, ante la ilusión óptica de las transfiguraciones sucesivas provocadas por estos juegos de luces.

En las literaturas hispánicas, tan pobres en valores iluminados con luz meridiana, los focos conjuntivos son necesidad imperiosa. Quizá así resplandezcan algún día ciertas obras con destellos tales, que hagan menos inseguro nuestro paso en la oscuridad del pasado.

Tal es el caso de La Numancia de Cervantes, en la que si bien no se ha derrochado la luz crítica -nunca esto puede ocurrir-, sí se ha llegado a perfilarla con nitidez.214 Pero en este claroscuro hay sombras que se pueden disipar si atendemos a la polémica que es la vida del intelectual con su circunstancia. No hablo del menester biográfico -impostergable en su ocasión-, sino de la entrañable relación que existe en todo momento entre unas ideas, un tiempo, un espacio y una vida. Y lo que nunca debemos perder de vista es el hecho de que la suma de los tres primeros términos nunca nos dará el cuarto. Con estas prevenciones emprendo camino.




II

JORNADA I. Es, en realidad, una suerte de introito a la obra. Cervantes comulga todavía con la teoría (y práctica) expresada por Torres Naharro en el «Prohemio» de su Propaladia: simplificar las cuatro partes del drama clásico a dos, introito y argumento. Esta acción preliminar, que sienta los módulos dramáticos, comienza en el campamento de Escipión ante los muros de Numancia, y termina con la profecía del Duero. La estructura reposa así sobre dos dimensiones distintas de tiempo y espacio. El campamento de Escipión nos coloca en un espacio y tiempo circunstanciales, históricos e indeclinables: las afueras de Numancia en el año 134 a. de C. La profecía del Duero, en cambio, se desborda por todos los tiempos y espacios. En su calidad de profecía, crea un tiempo apocalíptico, que es la destilación de todos los tiempos. Y en cuanto al espacio, siendo el tema del vaticinio, como lo es, la trayectoria imperial de España, se condensan aquí todos los espacios, como bien cumple con la idea de Imperium.

Principio y fin de jornada quedan colocados, de esta manera, a la máxima distancia conceptual. La forma de salvar distancias es ejemplar, y entraña ya la razón poética de la obra. Las circunstancias en el campamento de Escipión son calamitosas: su ejército se ha entregado a la disipación y al vicio, y su valor y esfuerzo se agostan en ciernes. Escipión se aboca a la dura tarea de renovar estos ánimos, a sacar a sus hombres del vicio, exhortándoles a renovarse: «Esto deseo: / volver a nuevo trato nuestra gente» (vs. 21-22). Sólo de esta forma llegarán a adquirir sus tropas la gloria y el trofeo que tienen olvidados (v. 19). Pero este hombre nuevo que predica Escipión, implica como puntal de apoyo el viejo concepto de renovatio. Desde el punto de vista religioso, esto es el sacramento del bautismo, que renueva al hombre y lo admite a nueva vida: «Consepulti enim sumus cum illo per baptismum in mortem; quomodo Christus surrexit a mortuis per gloriam Patris, ita et nos in novitate vitae ambulemus» (Romanos, VI, 4; cf. Efesios, IV, 23: «renovamini autem spiritu mentis vestrae»). Pero en el mundo de las ideas seculares, la renovatio es concepto político -lo que en el contexto medieval en que nace tiene nítidos ecos escatológicos, como ocurre con las profecías de Joaquín de Flora-, pues sustenta la renovación de la idea imperial. Ya hay destellos de esto en la De Monarchia de Dante, que se convierten en llamaradas patrióticas en Petrarca.215 Y todo esto desemboca en el ensueño político-escatológico de Cola di Rienzo, de una renovatio literal de la hegemonía romana.216

O sea que la renovatio, Jano ideológico, mira en dos direcciones, aunque, para el vivir teleológico del hombre medieval, éstas no son más que dos aspectos de la unidad conceptual. Por un lado, renovatio expresa el más íntimo y acuciante quehacer del hombre, un trance supremo, mientras que por el otro es expresión del ideal político-escatológico de la renovación del Imperio.

Y en forma paralela, esta renovatio bifronte sirve de puente de unión entre las dimensiones espacio-temporales con que se abre y se cierra esta primera jornada. El sentido humano e individual de renovatio anima la arenga de Escipión a sus soldados, frente a los muros numantinos: «Bien se os ha de hacer dificultoso / dar a vuestras costumbres nuevo asiento; / mas, si no las mudáis, estará firme / la guerra que esta afrenta más confirme» (vs. 149-152). Pero si la hueste se ha de renovar para vencer, hay que partir del supuesto homólogo de que esto será en guerra justa: «La fuerza del ejército se acorta / cuando va sin arrimo de justicia» (vs. 61-62). La solidaridad de la idea imperial hace que Cervantes atribuya, en este momento, a los romanos motivaciones propias de la España quinientista, ya que guerra justa es el concepto que agobia el pensamiento de militares, políticos y moralistas de la época.217 Y en forma recíproca y tácita, la guerra justa de los españoles imperiales presupone la renovatio individual y nacional.

De este plano individual (y nacional, por alusión-elusión), Cervantes nos lleva, al final de la jornada, al concepto de renovatio en su marco más amplio: España, en la profecía del Duero, renueva la idea de Imperio, y sojuzga, al hacerlo, a la propia Roma. La exaltación apocalíptica de las palabras del Duero al describir la trayectoria imperial, le hacen considerar el saco de Roma de 1527 como un loor español, ya que este acto de justicia retributiva da la medida precisa del encumbramiento de España, con lo que la renovatio se convierte en realidad apodíctica: «Y portillos abriendo en Vaticano / sus bravos hijos y otros extranjeros, / harán que para huir vuelva la planta / el gran piloto de la nave santa» (vs. 485-488). El regere imperio populos virgiliano late en estas afirmaciones, que dan al traste con las apologías, excusas y coartadas históricas que enardecieron en su momento la opinión pública.218

Este auge de las fortunas imperiales de España, que se consagra con el saco de Roma, está captado en limpia trayectoria, que si bien se inicia con la opresión romana, se convierte, por intervención de los godos,219 en fatídica marea que alza a España al pináculo de la gloria, al «imperio tan dichoso» (v. 513). Conviene mencionar el hecho de que, para hacer más nítida esta trayectoria, se evita mencionar la conquista de España por los moros, omisión que si bien puede parecer obvia en la retórica patriótica de un laus Hispaniae, creo que no deja de tener su interés al enfilarla desde otra perspectiva.

En primer lugar, Cervantes, poeta dramático, está en libertad de amoldar la historia a su intención poética. Esto es supuesto cardinal de toda la poética aristotélica, que todavía sustenta el pensamiento de Francisco de Bances Candamo, a fines del siglo XVII, quien dice que la comedia «es la historia visible de el pueblo, y es para su enseñanza mejor que la historia, porque como la pintura llega después de la naturaleza, y la enmienda imitándola, assí la Poesía llega después de la historia, i imitándola la enmienda [...]. Imita la commedia a la historia copiando sólo las acciones airosas de ella y ocultando las feas; finalmente, la historia nos expone los sucesos de la vida como son, la comedia nos los exorna como devían ser, añadiéndole a la verdad de la esperiencia mucha más perfección para la enseñanza».220

Pero cuando la Poesía enmienda a la Historia, en el caso de La Numancia, es para hacerla trazar una trayectoria ascendente ideal, en la que no hay caídas ni detenciones, mas sí hay gradualismo. O sea que la intención poética (el laus Hispaniae), al reordenar a la Historia, se fundamenta, en forma implícita, en el supuesto normativo de la idea de progreso. Y progreso, en el pensamiento medieval, fuertemente influido por San Agustín (De civitate Dei, libros XV-XIX), implica una síntesis del pasado, enfilada hacia una meta definida y deseable en el futuro. Precisamente el pensamiento que informa la profecía del Duero, con su visión sintética del pasado histórico, que se simplifica para darle unidad de sentido, asestada a un movimiento gradual -pedetemptim progrediens, en frase de Lucrecio- hacia la meta «de este imperio tan dichoso» (v. 513).221

Enfilemos perspectivas para apreciar nuestro progreso en el adentramiento en La Numancia. Hemos visto que la primera jornada se estructura sobre dos conceptos opuestos de tiempo y espacio, que se hacen materia dramática en la localización del campamento romano y en la visión apocalíptica de la profecía del Duero. El nexo que da sentido al adosamiento de estas dos dimensiones, y les da una unidad de progresión, es el concepto de renovatio, que lleva infartadas en sí todas las dimensiones espacio-temporales. Esta renovatio debe ser, primero, efectiva en el orden individual (arenga de Escipión), para poder pasar, entonces, a actuar en un plano nacional que renueva la idea de Imperio. Los nuevos romanos de la prédica de Escipión, se harán dignos del Imperio, y este Imperio será renovado, con mayor gloria aún, por los españoles. Y desde un punto de vista doctrinal, lo que fundamenta la concepción histórica del destino imperial de España es la idea de progreso.

Estos dos aspectos de la renovatio -que, insisto, en su intelección y efectividad históricas no son más que las dos caras de la medalla, como lo comprueban hasta la saciedad las profecías de un Joaquín de Flora, o las actividades de un Cola di Rienzo-, estos aspectos son dirigidos y aunados en su marcha hacia la meta de la España imperial por el destino. El destino como fuerza histórica está visto en La Numancia en la proteica variedad que asume en el siglo XVI español: ventura (vs. 9, 271), Fortuna (vs. 157-158, negada desde un supuesto estoico-cristiano), hado (vs. 253, 457, 528), cielo astrológico (v. 352), las estrellas (v. 446) y Cielo (vs. 9 y 536), términos que mantienen una primordial e inequívoca carga cristiana, aun dentro de la variedad de sentidos que les imprime el siglo XVI. De tal manera, la causalidad histórica que empuja inevitablemente a España a su grandeza imperial, está anclada con firmeza en conceptos cristianos, lo que conduce y alude al sentido hispánico de la renovatio imperial, como un poco antes había ocurrido con el concepto de guerra justa.222

Pero en esta marcha hacia el cenit imperial queda un escollo ideológico que sortear. Pues ¿cómo justificar la sublevación de los numantinos contra el Imperio? En cualquiera circunstancia éste es el crimen laesae maiestatis por definición, y el incurrir los numantinos en él equivaldría a estigmatizar la trayectoria imperial con el pecado original del mundo político. La excusa que desbroza este camino está puesta en labios del embajador numantino:

    Dice que nunca de la ley y fueros
del Senado romano se apartara
si el insufrible mando y desafueros
de un cónsul y otro no le fatigara.
Ellos con duros estatutos fieros,
y con su extraña condición avara,
pusieron tan gran yugo a nuestros cuellos
que forzados salimos dél y dellos.

(Vs. 241-248).                


O sea que el Imperio ha degenerado en tiranía -nueva razón para que Escipión predique la renovatio-, con lo que no sólo es justo, sino hasta obligatorio, moralmente, el alzamiento del súbdito. Lo más granado del pensamiento político europeo, desde Juan de Salisbury (Policraticus) hasta Juan de Mariana (De rege et regis institutione), cohonesta la acción de los numantinos, y la convierte en nuevo timbre de gloria.223

El escollo se ha salvado, ad maiorem Hispaniae gloriam, y la obra queda en marcha.




III

JORNADA II. La profecía del Duero ha abierto todos los ámbitos y los ha llenado con la encendida retórica de las glorias imperiales. Pero ya no es posible -ni dramáticamente factible- el postergar más el angustioso hic et nunc que les toca vivir a los numantinos. Esta jornada empieza, pues, con las deliberaciones de los sitiados acerca de su acción futura.

En buscado contraste con la solemne amplitud de perspectivas con que remata la jornada anterior, ésta, en su comienzo, se desempeña dentro del ámbito mínimo -en comparación- que demarcan las murallas de la ciudad. Encerrados allí dentro, los numantinos se han quedado a solas con su destino. Y es por obra de éste por lo que se trasciende nuevamente el limitado espacio y el tiempo específico. El planteamiento ahora es dentro del marco máximo que permite el vivir humano -así como en la jornada previa el perfil del destino henchía las medidas de una apocalipsis histórico-nacional-, y los deslindes de ese vivir se hacen presencia conminatoria ante el martilleo de la autorrima:

    O sea por el foso o por la muerte,
de abrir tenemos paso a nuestra vida:
que es dolor insufrible el de la muerte
si llega cuando más vive la vida.
Remedio a las miserias es la muerte,
si se acrecientan ellas con la vida,
y suele tanto más ser excelente
cuanto se muere más honradamente.

(Vs. 585-592).                


Vida y muerte enmarcan y polarizan la acción. Pero se establece ya un sentido trascendente, que sin negar la muerte, la anula. La vida se abre paso a través de la muerte «cuanto se muere más honradamente».224 De las deliberaciones de los numantinos va a surgir la decisión heroica de entregarse voluntaria y colectivamente a la muerte, con lo que ésta queda salvada. La paradoja de este aspecto especial del destino humano descansa sobre la concepción tradicional, y altamente poética, de las tres vidas: la terrena, la de la fama, y la eterna. Y la vida terrena se trasciende a sí misma con el limpio impulso que le confiere la carga de plusvalía de la honra: ch'un bel morir tutta la vita onora, según un verso de Petrarca.225

Para los numantinos, la imagen de la muerte provoca la inmediata mención de la honra; así tiene que ser, ya que la muerte sin honra no es más que indiferente muerte vegetal. «¿Con qué más honra pueden apartarse / de nuestros cuerpos estas almas nuestras / que en las romanas haces arrojarse / y en su daño mover las fuerzas diestras?» (vs. 593-596). Se aseguran así un puesto en el trasmundo, lo que implica que los presuntos deslindes localizadores de la acción vuelven a caer ante el empuje de una vida que se trasciende en más allá, a través de la muerte honrosa. Amplísimos marcos son los que se fraguan las ideas poéticas de la obra, y así nuestras conciencias de lectores se van llenando con los atisbos de una continuidad máxima en el tiempo.

A este tema supremo van a confluir otros que dan densidad y sentido inmediato a estas vidas. Ya hemos visto cómo uno de los numantinos introduce el tema de la honra, cuyas raíces están en la oposición vida-muerte del discurso del otro numantino, y que se retoma en son de coda al final de estos parlamentos (vs. 661-668). Tenazmente asido a estos temas, va el de la religión (vs. 561, 633-640), que fluye soterraño en las escenas siguientes, para reaparecer en solemne ampliación en la escena del sacrificio (vs. 789 ss.), que a su vez desemboca en la escena de la resurrección del muerto efectuada por Marquino (vs. 939 siguientes).

En significativa gradación, los temas muerte-vida-honra-religión se ven sucedidos por un cambio escénico y métrico que sirve para individualizar el tema de la amistad, hecho drama en las personas de Marandro y Leonicio (vs. 681 ss.).226 Estos amigos están en momentánea situación conflictiva -concordia discors-, debido al amor de Marandro por Lira, con lo que la temática de la obra adquiere plena dimensión humana. Lo grave para Leonicio es que el amor ha hecho que Marandro olvide su deber a la patria: «¿Ves la patria consumida / y de enemigos cercada, / y tu memoria, burlada / por amor, de ella se olvida?» (vs. 717-720).

La voz patria tiene hasta fines de la Edad Media dos sentidos específicos: 1) La gloria eterna, la morada de los justos, por lo que se dice en Isaías, LX, 21 («Populus autem tuus omnes iusti, in perpetuum hereditabunt terram»); 2) La tierra de los padres, o sea, en sentido restrictivo, el lugar de nacimiento. Pero el siglo XV, en los albores de las nacionalidades modernas, expresa el sentimiento esperanzado de esta nueva realidad con un neologismo semántico, que se difundirá en el siglo siguiente: patria en el sentido suprarregional del lugar natal.227 Este complejo semántico, apuntalado en cambiantes proyecciones valorativas de la vida sobre el ámbito regional, gravita sobre las afirmaciones de Leonicio. Sus palabras expresan un sentido local de patria, lo que se confirma con la aseveración previa de que algunos pueblos españoles -anacronismo inevitable en su momento, pero delator de la nueva conciencia- luchan junto a los romanos contra los numantinos (vs. 547-548). Mas ese mismo anacronismo, y la igualdad ideal que postula Cervantes entre numantinos y españoles (en lo que no hace más que seguir a la historiografía oficial), nos confrontan con el sentido genérico de la voz patria, que le da el moderno sentimiento de nacionalidad. Y así, lo más específicamente humano e individual (el amor de Marandro por Lira) apunta nuevamente hacia los solemnes temas centrales.

Pero estos supra-conceptos no habitan en el mundo de las ideas, sino que tienen densidad vital y afectiva, en la que ahonda Cervantes al recubrirlos con dos sentimientos omnipresentes. Uno es anímico, y es la tristeza, introducido en la jornada I (v. 445), y captado en ésta en sus reflejos individuales (cf. vs. 765-768, 828, 939, 1054, 1085 y 1110-1112). El otro sentimiento es físico: el hambre que sufren los numantinos. Su presentación se hace en tres octavas de hábil gradación: 1) muerte-vida; 2) honra; 3) hambre (vs. 585-608).

Al retomarse el tema del hambre (vs. 945-947, 956), y aludir al de la tristeza (v. 939), se nos introduce, en acto simultáneo, a la dramatización espectacular de la pareja vida-muerte. El hechicero Marquino volverá un muerto a la vida para que revele el futuro de Numancia. Esta profecía, homóloga a la del Duero en la jornada anterior, es la de efectividad dramática, mientras que la otra lo es de efectividad ideológica.228 La vuelta del muerto a la vida prefigura en forma poética -esto es, no lógica-discursiva-, la victoria de Numancia sobre la muerte, victoria que se torna más severa al considerar que será efecto de heroísmo unánime, y no de dudosos medios sobrenaturales.

Además, lo que el muerto tiene que profetizar provoca la desesperación de Marquino, quien acaba suicidándose (vs. 1085-1088). Esta anticipación desesperada a la acción solidaria y colectiva es censurable desde diversos puntos de vista, y son estas censuras, precisamente, las que le dan su sentido dramático. En primer lugar, se trasluce así la poca fe de Marquino (lo que por el envés explica su oficio hechiceril), y estas dos circunstancias se aúnan para provocar su perdición, simbolizada en el suicidio.229 Y todo esto sirve para destacar la conformidad heroica con el destino por parte de Marandro y Leonicio, espectadores recatados de las acciones de Marquino, quienes vencerán así a esa misma muerte a que se arroja el desesperado hechicero.230

La jornada llega a su fin unos pocos versos más tarde, con éstos, puestos en boca de Marandro:

Avisemos de este paso
al pueblo, que está mortal.
Mas, para dar nueva tal
¿quién podrá mover el paso?

Otra vez, la machacante autorrima aísla ante nosotros la palabra clave: el paso, ambivalente de sentido. El paso (circunstancia) mortal en que se hallan los numantinos, en el que se anticipa ya el aequus pes de la Muerte horaciana. Y además, se evidencia así la voluntad heroica de avanzar pari passu al encuentro del destino. Y sobre estos sentidos revolotea el del «paso de la muerte», el último e indeclinable paso a que hay que hacer frente.231




IV

JORNADA III. Habla Escipión, y sus primeras palabras («En forma estoy contento», v. 1113) ilustran el contraste dramático entre los dos campos. Si consideramos, además, las notas finales de la jornada (desdicha, lamento, dolor), se evidencian en cifra las circunstancias en pugna que ensalzan el sentido trágico de la obra. Esta aparición inicial de los romanos, que no vuelven a aparecer en el resto de la jornada, nos provee el punto de comparación necesario para apreciar en toda su intensidad la tristísima situación de los numantinos.

Escipión expresa lo que podríamos llamar la teoría humanitaria de la guerra: «¿Qué gloria puede haber más levantada, / en las cosas de guerra que aquí digo, / que, sin quitar de su lugar la espada, / vencer y sujetar al enemigo?» (vs. 1129-1132). Mas en tal idea no tiene cabida la acción heroica. Son los numantinos, por boca de Caravino, los que vienen a ofrecer la solución heroica al dilema vida-muerte: el duelo personal (vs. 1161-1168). Escipión, por expeditiva razón de estado, rechaza el desafío (vs. 1179-1200): analiza fríamente, en forma maquiavélica casi, la adecuación que debe existir entre medios y fines, sin dejar entrada al concomitante sentimental de la vida, ni a las convenciones mundanas. En este cruce de palabras entre Escipión y Caravino se perfila con nitidez, más allá del conflicto inmediato de la acción dramática, el antagonismo esencial de España y sus circunstancias. Porque es evidente que el español ha entendido siempre la vida como dimensión de la voluntad, y esto provoca la consecuente crisis -y polémica-, en cuanto el mundo periférico se estructura sobre un concepto de la vida como dimensión de la razón.232 El conflicto de Caravino se nos presenta así con la recurrencia propia del latido cordial de una nación.

En La Numancia, este choque de orientaciones vitales se hace poesía en el rabioso monólogo de Caravino (vs. 1201 ss.), cargado de ira impotente ante la imposibilidad de vivir la dimensión heroica.

La escena queda vacía, pausa necesaria para recapacitar y apreciar en toda su intensidad el dilema vital que confrontan los numantinos. Al poco, la escena se empieza a llenar; primero salen Teógenes, Caravino, Marandro y otros varones numantinos, que comparten su soledad con el destino. La acción dramática ha llegado a aislar el núcleo trágico, y esto se subraya con el cambio métrico de octavas a tercetos. Con la entrada de las mujeres y los niños, la tragedia colectiva se hace de evidencia visual, y se realza la decisión de heroísmo unánime.

Como en la jornada anterior, la disyuntiva trágica adquiere densidad humana y sentimental retornando los temas ya introducidos: tristeza (v. 1276), hambre (v. 1290), y deshonra, o sea, en forma implícita, honra (v. 1295). Y dando unidad ambiental a todo esto, y subrayando el heroísmo colectivo, el amor, la fidelidad y la devoción conyugales (vs. 1282-1283). Además, las mujeres tienen a su cargo la expresión del supuesto mental colectivo que respalda la decisión heroica: la libertad (vs. 1346-1357). La individualización de estos temas se expresa por nuevo cambio métrico: de tercetos a redondillas.

Cuando ha quedado bien sentada la unanimidad de la decisión irrevocable, se vuelve al metro majestuoso (octavas) y Teógenes expresa la sentencia definitiva: la muerte gloriosa asegura la vida en el más allá, con lo que se deshace la disyuntiva vida-muerte, y se reafirma la vocación trágica (vs. 1418-1425). La dimensión más que humana que ha adquirido la colectividad se subraya por la alusión a la antropofagia (vs. 1434-1441), solución desesperada que es parte de la herencia de efectismo dramático y técnica de lo terrorífico y horrible que Cervantes recibe de Séneca y Lucano.

Quedan en escena Marandro y Lira: el dúo de amor reintroduce el metro ágil de las redondillas. Se retoma el tema del amor, la fidelidad y la devoción, aquí entre novios. La abundancia de antítesis que distingue esta escena es el concomitante estilístico del des-engaño ambiental, individualizado en el caso de estos dos novios: el futuro para ellos encierra, en vez de felicidad, tristeza; en vez de bodas, muerte.233 Vida, muerte y hambre gravitan pesadamente sobre toda la escena y ensombrecen la expresión lírica del amor.

En rápida sucesión de escenas se multiplican las perspectivas -cambiantes hasta en sentido rítmico: redondillas, tercetos, octavas, redondillas- sobre la vida sentimental del hombre, esa misma vida que está tan próxima a ser segada. El diálogo entre Marandro y Leonicio introduce la amistad, retomada de la jornada anterior. Con la entrada de los dos numantinos innominados, se poetiza el amor fraternal, dando así nueva dimensión al tema recurrente del amor. Y con artística gradación se guarda para el final la expresión más pura y noble del amor: el amor maternal. En el certamen de sacrificios que marca los últimos momentos de Numancia, la madre ofrece el sacrificio máximo: su sangre y su carne (vs. 1709-1713).

La escena final cierra con broche de oro la jornada:

NUMANTINO 2.º
Apenas puede ya mover el paso
la sin ventura madre desdichada,
que en tan extraño y lamentable caso
se ve de dos hijuelos rodeada.
NUMANTINO 1.º
    Todos, al fin, al doloroso paso
vendremos de la muerte arrebatada.
Mas moved vos, hermano, agora del vuestro,
a ver qué ordena el gran Senado nuestro.


Estos versos entrañan un muy hábil y artístico doble contraste, que hace que la poesía se pliegue sobre sí misma y nos llene los ojos de la conciencia con su sistema de alusiones. Ya se ha visto que estos doloridos versos están en directo contraste con el comienzo exultante de la jornada, el contento de Escipión. Pero, además, la autorrima (ese repetido paso) llama más sutilmente nuestra atención hacia la anterior ocasión en que lo mismo ocurre, al final de la jornada segunda. Más allí todavía le pueden caber dudas a Marandro acerca de la necesidad de caminar hacia el destino (de ahí el tono interrogativo que usa), ya que aún existe una posible solución al conflicto vital. Pero Escipión ha recusado esta solución con su negativa al duelo personal. Al final de la jornada III ya no pueden caber más dudas: la decisión heroica se ha tomado, y se expresa ahora el movimiento unánime, doliente y voluntarioso de todo un pueblo que camina al encuentro de su destino, la acción ha llegado al nudo trágico: un pueblo ha identificado su destino y se ha reconciliado heroicamente con él. Sólo falta presenciar la marcha histórica de ese sino trágico.




V

JORNADA IV. Se inicia con la presencia audible de la guerra: «Tocan al arma con gran prisa». El desenlace trágico se ha precipitado ya, y es ineludible. El estruendo de clarines al principio, y la alegoría de la Fama al final, que confirma el destino de grandeza imperial de los herederos de Numancia, enmarcan esta última jornada, y le dan la trascendencia requerida.

El tema imperial es introducido en la última de las octavas con que se abre la acción, donde se alude al famosísimo verso virgiliano, parcere subiectis et debellare superbos: «Se tiene de poner la industria nuestra, / que de domar soberbios es maestra» (vs. 1794-1795; cf. también v. 2246: «de haber domado esta nación soberbia»). El tono profético de los versos de Virgilio prefigura, además, las palabras de la Fama con que se cierra la obra, y donde se profetiza una grandeza milenaria.

Los romanos dejan la escena vacía -recurso dramático que adquiere gran importancia en esta última jornada-, y sale Marandro, moribundo, con una cesta de pan. Este hombre, que trae su muerte a cuestas, trae, asimismo, el símbolo de la vida. La dualidad de opuestos se unifica aquí en el plano simbólico, así como en el plano intelectual la unificación se da en la propia marcha del destino histórico de Numancia, al abrirse paso a la vida a través de la muerte.

Con la aparición de Marandro empieza la liquidación de los temas poéticos de vigencia humana, que habían apuntalado la acción en las jornadas anteriores. La muerte de Marandro pone fin, simbólicamente, a la amistad (Leonicio también ha muerto ya, vs. 1796-1827), y al amor (vs. 1828-1863). La muerte del hermano de Lira (vs. 1888-1907) deshace la vigencia del amor fraternal. El amor conyugal en su último trance se individualiza poéticamente en el sacrificio de Teógenes y su mujer e hijos (vs. 2068-2115), donde se individualiza también la dramatización de la inmolación colectiva, con preciso sentido poético, ya que Teógenes fue el que formuló la voluntad numantina de auto-destrucción (vs. 2092-2093).

Cuando Lira se ve sola entre los muertos, a los que muy pronto se unirá, comienza sus quejas con una increpación a la Fortuna (vs. 1908-1911). La mecánica alusivo-elusiva que informa La Numancia actúa aquí nuevamente, ya que en uno de los principales planos de la significación poética, esta jornada es la dramatización de la caída de Fortuna (casus Fortunae), aunque con novedad total de sentido.234

En sus eternas vueltas, la Fortuna hace caer a los soberbios (la hubris de los griegos), y soberbia es, precisamente, el pecado de que Escipión acusa a los numantinos en la jornada I (v. 352), y nuevamente al comienzo de ésta, con apropiada paráfrasis de la profecía de Anquises a Eneas (el debellare superbos del v. 1795). Este casus Fortunae se especifica aquí, en forma dramática, con la muerte de Bariato, que se acompaña con una buscada alusión al tópico: «Y si ha sido el amor perfecto y puro / que yo tuve a mi patria tan querida, / asegúrelo luego esta caída» (vs. 2398-2400).

O sea, que tenemos un tópico de concepción y aplicación ética (el casus Fortunae), y una caída literal, la de Bariato, que especifica e ilustra la caída de Calisto en la Celestina. Pero lo que en el campo ético es forzosa dirección única (la caída del soberbio representa su ruina total), en el arte se puede convertir en doble dirección, lo que se cohonesta con el apoyo en la tradicional igualdad de Numancia y España, y con apoyo en la casuística: «son los romanos tan soberbia gente» (v. 617), es la acusación que lanzan los numantinos. Dispuestas de esta manera las cosas, la caída se convierte, al proyectarse en el devenir histórico, en el levantamiento.

Liberado de su vínculo moral, el casus Fortunae se metamorfosea en apoteosis (v. 2414), paradoja que el poeta prepara, reafirma y respalda con el tópico paradójico del puer-senex(«niño de anciano y valeroso pecho» (v. 2402), y el juego conceptual de caída-levantamiento: «Tú con esta caída levantaste / tu fama y mis vitorias derribaste» (vs. 2407-2408). Aquí se resume y adquiere pleno sentido histórico-poético (histórico por lo que se dice en el último verso: «Demos feliz remate a nuestra historia») la otra oposición doble y paradójica de vida-muerte, sobre la que se han ido bordando los demás temas poéticos. Y para que no se pierda de vista el sentido nacionalista de la apoteosis, Cervantes monta toda esta máquina sobre el concepto de patria, tres veces enunciado por Bariato en sus últimos momentos (vs. 2346, 2369 y 2399), que, bajo el sentido local que tiene en sus labios, oculta el concepto de todo el ámbito hispánico, sobre el cual se sustenta la realidad histórica.

La grandeza de concepción de la paradoja final, que implica la gloria imperial de España, la adereza Cervantes con sabia gradación. Primero, por boca de Escipión, quien en la victoria ha perdido el triunfo: «Con uno solo que quedase vivo / no se me negaría el triunfo en Roma» (vs. 2244-2245). Esto lo retoma y amplía Mario:

El lamentable fin, la triste historia
de la ciudad invicta de Numancia
merece ser eterna la memoria;
sacado han de su pérdida ganancia:
quitado te han el triunfo de las manos,
muriendo con magnánima constancia.

(Vs. 2264-2269)                


Y todo ello está dispuesto con vistas a la dimensión máxima que adquiere el final con su ruina-apoteosis, complejidad de sentido que se resume en el verso final:

Demos feliz remate a nuestra historia.235




VI

De la obra cervantina, que supera, desbordando, los cánones tradicionales, La Numancia, es, fuera de duda, la más apegada y de participación más plena en la conciencia y axiología colectivas. Es la interpretación ideal de un ciclo histórico, que sí se dramatiza en su momento de caída, está visto desde un momento que legitima la visión profética (la trillada vaticinatio ex eventu). Por todo ello, es expresión de un imperialismo retrospectivo, en que la visión ideal se esfuerza por dar homogeneidad y limpieza de trayectoria al proceso histórico, dejando en suspenso el verdadero sentido de los siglos que median entre caída y levantamiento, como ocurre con los conceptos análogos de pérdida y restauración de España. Y desde esta atalaya quizá se aprecia mejor el verdadero sentido del imperialismo español, que atiende a llenar el espacio y el tiempo con expresiones de voluntarismo potenciado.

Cervantes escribe La Numancia en el momento de mayor auge de la realidad imperial (Portugal fue anexado en 1580), pero escribe también en el momento álgido de lo que Américo Castro ha llamado, con precisa frase, la edad conflictiva. El español quinientista vive en conflicto, en lacerante polémica con una realidad que lo hieratiza al cerrarle paulatinamente los portillos de egreso. Las posibles formas de vida se resumen sentenciosamente en aquello de «iglesia, mar, o casa real».236 En esta situación restrictiva, las dimensiones de la persona buscan afirmarse, ya en la acción desmesurada (sino de los conquistadores), ya en el ensimismamiento por rechazo (la novela, la ascética, y su superación, la mística). Cara a estas circunstancias, debemos buscar el sentido íntimo de La Numancia, como expresión de un ideal de vida.

En la relación polémica de Cervantes con su circumstantia, podemos discernir actitudes cambiantes, provocadas por el ajuste ineluctable entre unas ideas, un espacio, un tiempo y una vida. La Galatea, su obra primera, entraña una trasposición de la realidad, que se escapa por el plano oblicuo a quintaesencias platonizantes, enraizadas, sin embargo, en lo circunstancial, con lo que adquiere esta novela su característico movimiento pendular.237

Pero el trasponer la realidad no puede ser solución de efectividad actuante. Hay que volver a ella con ánimo crítico, discernidor, y los testimonios de esta empresa constituyen lo más cernido de la obra cervantina: el Quijote, las Novelas ejemplares. Mas esto no es superación del conflicto, sino, más bien, apreciación juiciosa de toda su intensidad y manifestaciones. La salvación efectiva se da en el Persiles, con su sublimación de la circunstancia a los términos de la Verdad Absoluta.

En el deslinde de estas zonas de vida y pensamiento se debe colocar a La Numancia. Se encara aquí el aspecto político de la realidad, en cuanto esto es contorno de un vivir y hacer colectivos, asestados a la valoración del ser. En este sentido, sabido es el desafecto que manifiesta Cervantes ante las actividades de Felipe II, el príncipe que solidariza en sí el quehacer nacional, el primum caput de los españoles, en aquellas conocidas quintillas a su muerte:


Quedar las arcas vacías,
donde se encerraba el oro
que dicen que recogías,
nos muestra que tu tesoro
en el cielo lo escondías.



El sentido del quehacer colectivo no puede menospreciar el hic et nunc donde arraiga su realidad histórica, pero este mismo aquí y ahora está cundido de males y sospechas. Allí ejerce su hegemonía la bestia fiera con que por necesidad dialoga Ruiz de Alarcón (prólogo a la primera parte de sus comedias), toda esa tristísima realidad que informa a la novela picaresca, que sirve de trasfondo al impulso ascético, y de la que se escapa desaladamente en la poesía de un Góngora o la pintura de un Greco.238

Hay, pues, un movimiento de atracción y rechazo de la circunstancia, en que está ínsito el afán de superarla. La solución al conflicto entre realidad empírica y voluntad de ser está dada en especial dimensión del vivir hispánico que llamaré el imperativo de plenitud. Llenar tiempo y espacio de modo tal, que se trasparente la angustia de la realidad indeseable, o inalcanzable. Henchir las medidas del ámbito receptivo hasta forzar el retroceso de lo preterible según una axiología de orden emocional. Desde este punto de mira creo que se pueden vislumbrar nuevos destellos significativos en fenómenos tan distanciados como ese imperator magnus con que Alfonso III (866-910) arropa y esponja el pobre esqueleto de su verdadera dimensión, o esas Españas de pluralidad afectiva pero sintomática, o la ecumene que supone el reinado de los Reyes Católicos y que se realiza en el reinado de Carlos V, y que Hernando de Acuña resume en verso aforístico («un monarca, un imperio y una espada»), o la rápida difusión del irenismo erasmista, o las polémicas sobre la ciencia española, o las que presenciamos ahora sobre las nuevas direcciones de la historiografía española, o tantos otros ejemplos que se vienen a los puntos de la pluma, y que rematan en el contemporáneo concepto de hispanidad.

En todos estos aspectos, y tantos más, se agita ese imperativo de plenitud con que el hombre hispánico necesita oxigenar su atmósfera para hacerla respirable. Y sobre esa misma plenitud conceptual edifica Cervantes su Numancia, construcción artística que en el plano vital soslaya y encubre la realidad preterible, esa realidad que podemos sorprender por la mirilla que nos abren las quintillas a la muerte de Felipe II.

La Galatea sortea la realidad, los versos citados la disciernen. La Numancia la hace retroceder a último plano, al henchir las medidas del drama con una idea imperial que se supone en desempeño por todos los tiempos y espacios. Por todo ello, no puede ser coincidencia que esta visión se concrete artísticamente por los mismos años en que España se empieza a ensimismar con dolor y de prisa, asida de la mano del Rey Prudente. La cronología de la obra, escrita entre 1580-1585,239 la coloca en ese período crítico en el que el adentramiento es ambiental, puesto que el ámbito dentro del cual son proyectadas las dimensiones vitales se va recortando trágicamente, ante la conjunción de fuerzas cuyo elocuente análisis debemos a Américo Castro.240 La Numancia adquiere así la tonalidad de un estallido de conciencia -sustentada en la vivencia imperial de Lepanto-, que llena en forma proyectiva el ámbito todo de la realidad hispánica, en forma homogénea y con unidad de sentido, antes de que se cierren los últimos portillos de salida a la plenitud efectiva.241