Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoVIII. La captura

(Cervantes y la autobiografía)


La captura por los piratas argelinos en 1575 es el gozne sobre el que se articula fuertemente toda la vida de Cervantes. Es una divisoria que deja a un lado Lepanto (1571) y la vivencia imperial, y al otro la Armada Invencible (1588) y la España filipina. En el paso de un hemisferio a otro, el campo magnético de las aspiraciones y posibilidades vitales de Cervantes se desnortó y empequeñeció. Al heroico soldado de los tercios de Italia le sucede el burocrático proveedor de víveres de la Armada. Que la íntima necesidad de salvarse de esta progresiva indignificación volcase a Cervantes a la literatura fue la solución providencial que el mundo siempre admirará.

La clave de este vivir radica, pues, en el cautiverio, y esa experiencia sirve asimismo para explicar una amplia zona de la producción literaria cervantina. Por ello, la experiencia histórica del cautiverio y su expresión artística han recibido particular atención por parte de los cervantistas.242 Pero arrinconado por relativa falta de información ha quedado el inevitable antecedente de tal cautividad, o sea la captura por los piratas argelinos. Y no es que dicha captura no haya sido también cantera artística para el novelista, ya que pronto veremos los diversos tratamientos y reelaboraciones a que fue sometida tan entrañable anécdota personal. Pero, en resumidas cuentas, lo que se sabe documentalmente sobre la captura de Cervantes tiene como punto de partida lo que vienen a decir diversos testigos en la información que se hizo en Madrid, 1578, a pedido de Rodrigo de Cervantes, padre del novelista, y la información que se hizo en Argel a pedido del propio Miguel de Cervantes, y cuando éste ya estaba rescatado, en 1580.243 En realidad, lo contenido en esas declaraciones no es mucho, y hasta resulta contradictorio en ocasión, según se verá.

El azar de las lecturas me permite añadir varios detalles más a la reconstrucción del momento más dramático de la vida de Cervantes. Y yo creo que un mejor conocimiento de tal episodio nos permitirá apreciar más cabalmente aquellas obras cervantinas en que se recrea la captura. Y por aquí llegaremos a atisbar algo del proceso de creación, recreación e invención a que somete Cervantes la anécdota personal. O sea que, en sustancia, el problema planteado es el de la conducta literaria y la reacción artística de Cervantes ante la autobiografía.

Mi punto de partida será la reconstrucción del apresamiento a base de los documentos conocidos, para poder ensamblar debidamente lo nuevo y lo viejo.244 Los textos principales corresponden a las respuestas de los diversos testigos a la pregunta V de la información que hizo el padre de Cervantes en 1578. La pregunta dice así: «Si saven etc. que podrá aver dos años, poco más o menos, que biniendo de Ytalia a España en la galera del Sol en que benía Carrillo de Quesada,245 cativaron turcos de Argel al dicho Miguel de Cervantes, adonde al presente está cautivo». Interesa la respuesta a dicha pregunta del alférez navarro Mateo de Santisteban, aunque la captura en sí sólo la conoce de oídas: «Sabe que abrá dos años y medio o tres, poco más o menos, questando este testigo en Nápoles, estaua el dicho Miguel de Cerbantes en la dicha ciudad, que abía de venir a España, y le preguntó que en qué galera abía de benir, e le dixo "que en la galera del Sol con Carrillo de Quesada", y ansí se partió deste testigo diziendo se benía a España. Y después, de allí a tres meses supo y entendió este testigo, de personas ciertas e berdaderas, que la dicha galera del Solabían tomado turcos, y abían cautivado al dicho Miguel de Cerbantes con otros soldados e llebádolos a Argel».

En la certificación que el Duque de Sessa dio en Madrid, 25 de julio de 1578, se acusa más el factor personal y humano: «Haviéndose [Cervantes] embarcado en la galera Sol, fue preso de turcos y llevado a Argel, donde al presente está esclavo, hauiendo peleado antes que le captiuasen muy bien, y complido con lo que debía» (Torres Lanzas, art. cit., pp. 346-347).

En la información que el propio Cervantes mandó hacer en Argel, en 1580, poco antes de regresar a España, la segunda pregunta reza así: «Si saben o an oydo dezir cómo a cinco años quel dicho Miguel de Serbantes esta cautivo en este Argel, y que se perdió en la galera del Sol el año de mill e quinientos y setenta y cinco, la qual galera yua de Nápoles a España con otras personas principales que allí se perdieron, caballeros, capitanes y soldados».

La respuesta más interesante la proporcionó el alférez toledano Diego Castellano, esclavo cautivo en Argel: «Este testigo saue que dicho Miguel de Serbantes ha questá cautivo cinco años, poco más o menos, y que se perdió en la galera de España llamada del Sol que los turcos ya tubieron rendida, y después, porque vieron venir otras dos la dexaron,246 y esto sabe porque este testigo estaba en Nápoles cuando dicho Miguel de Serbantes partía en la dicha galera para ir en España, y luego se publicó en Nápoles esta nueba».

Paso por alto muchos testimonios anodinos, que no agregan nada a la cuestión, y paso al otro texto fundamental, y que se halla en lugar bien inesperado, por cierto: las Relaciones topográficas de los Pueblos de España, que mandó hacer Felipe II, y que se conservan todavía inéditas en su mayoría en las bibliotecas del Escorial y de la Real Academia de la Historia. La insólita inclusión de noticias tocantes a la captura de Cervantes en una relación topográfica tiene sencilla explicación, sin embargo: en las instrucciones redactadas para la recopilación de estas relaciones la pregunta XXXVIII se refería a «las personas señaladas en letras e armas, o en otras cosas buenas o malas que haya en el dicho pueblo». Y en el pueblecito de Villamiel (provincia de Toledo), las únicas personas señaladas eran los del linaje de Ximénez, dos de cuyos miembros embarcaron con Cervantes en el fatídico viaje de Sol.

El testimonio de los vecinos de Villamiel es del 9 de enero de 1576, a cuatro meses escasos del apresamiento, y dice, en parte, así: «Viniendo [Alonso Ximenez Vélez, alférez de la compañía del capitán don Diego Osorio de Rojas] de mandado del Virrey de la dicha ciudad de Nápoles en España, con su compañía en guarda de cuatro galeras que venían por cierta cantidad de dineros para la ciudad y gastos de la guerra, el setiembre pasado de setenta y cinco, por tormenta, las dichas galeras fueron desbaratadas, y la galera Sol de España [...] fue, por la dicha tormenta, desbaratada de las otras y vuelta gran trecho atrás, y, acabada la tormenta, tornando con esa galera para donde estaban las otras tres galeras, dieron en ella dos galeras de turcos y la entraron, en la cual entrada de los turcos el dicho alférez hizo maravillas en armas de defensa de la santa fe católica y en servicio de S. M., y al fin fue muerto de los turcos y el dicho Diego Vélez (sobrino del alférez] quedando muy mal herido de un balazo con otros algunos que quedaron en la dicha galera captiva, yendo en la dicha captividad, se animaron, y como valientes soldados y servidores de S. M. mataron a todos los dichos turcos y moros y libertaron la dicha galera que iba perdida».

A pesar del subido tono novelesco de este desenlace parecen comprobar la liberación de Sol dos testimonios muy distintos en sus fines y presentación. El primero es del soldado Juan Bautista Villanueva, y se trata de una información que él hizo en Valencia en 1583.247 Este documento se ha venido usando con bien poco rigor crítico para probar, en primer lugar, que don Sancho de Leiva era el capitán a cargo inmediato de las cuatro galeras, y en segundo lugar, confirmar la liberación de Sol. Respecto al primer punto, lo que dice el documento original es que «la galera del Sol [venía] en la esquadra de D. Alonso de Leyva» (art. cit., p. 50). Fue Torres quien supuso gratuitamente que este nombre sería errata por don Sancho de Leiva, sin saber que don Alonso de Leiva fue hijo y émulo de don Sancho, según se verá más adelante. Respecto al segundo punto: Villanueva regresó a España en 1574, y no en 1575, como Cervantes, o sea que el viaje de Sol descrito en la información no tiene nada que ver con el que nos concierne. Las pruebas al canto: Villanueva se embarcó en la compañía de don Diego de Urbina en Vinaroz el 9 de junio de 1571 (testimonio de Melchor Vaciero, p. 51), y sirvió «por tiempo de tres anyos y aun mas» (capítulo del original de Villanueva, p. 50). De junio de 1571 a septiembre de 1575 (fecha del viaje de Cervantes) corren cuatro años y tres meses, y me parece increíble que en un memorial de servicios, como lo es la información de Villanueva, esa cifra se achique voluntariamente a «tres años y aun más». Precisamente lo contrario es lo normal. Y por último, ni Villanueva ni ninguno de los testigos que deponen a su favor mencionan en absoluto el hecho de que la galera Sol hubiese sido asaltada por piratas turcos en su viaje a España. En conclusión: el viaje de la galera Sol que se describe en la información de Villanueva no tiene nada que ver con el de Cervantes. Por lo tanto, no es valedero aducir ese testimonio para ilustrar detalles de la captura de Cervantes, como han hecho, entre otros biógrafos, Fitzmaurice-Kelly y Astrana Marín.

El otro testimonio es mucho más difícil de sopesar en cuanto a su valor histórico. Se trata de una relación en verso compuesta por Mateo de Brizuela, pésimo poetilla de fines del siglo XVI, y a quien volveré a mencionar. Se supone ser una carta escrita a su padre por un tal Melchor de Padilla, natural de Gijón y cautivo en Argel.248 La resurrección de los chirles versos de Brizuela sólo se debió al curiosísimo hecho de que Melchor de Padilla se dice cautivado en la galera Sol. Para justipreciar las diversas aseveraciones de Padilla debemos tener en cuenta el hecho fundamental de que todo esto lo ha puesto «en gracioso metro» Mateo de Brizuela. O sea que entre la posible historicidad de lo acontecido a Padilla y nosotros se interpone la imaginación poética (para llamarla de alguna manera) de Brizuela, y la medida de la participación de éste en lo narrado no es fácil de dirimir a esta distancia en el tiempo.

Por los documentos que se transcriben más adelante se verá que Padilla-Brizuela se equivocan en varios extremos: la flotilla de Sol estaba constituida por cuatro galeras, y no tres como dicen los versos de Brizuela; el capitán de Sol se llama Gaspar Pedro, según se demostrará más adelante, y no Juan de Velasco; Sol fue asaltada, si no capturada, el 26 de septiembre, lo que hace imposible el desembarco del recién capturado Padilla en Argel el 2 de julio. Todo esto tiende a restarle historicidad a la relación, y a darla primordialmente como producto de la imaginación de Brizuela. Pero hay dos detalles muy significativos que me obligan a recapacitar acerca de la raíz histórica del relato. En primer lugar, la galera Sol queda en libertad en el relato de Padilla-Brizuela, tal como en la información del alférez Diego Castellano y en la deposición de los vecinos de Villamiel:

Supimos que el mismo día
los christianos libertaron
la galera y degollaron
ochenta turcos que auía
que en la galera se entraron.249

El segundo detalle que hay que tener en cuenta al juzgar la historicidad del relato de Padilla-Brizuela, es que en dos ocasiones se menciona allí la Torre de Ambúcar, la primera vez como puerto de embarque del protagonista en la galera Sol, y la segunda como lugar que tratan de alcanzar después de severísimo temporal de dos días. Según se verá de inmediato, Torre de Ambúcar es el moderno Port-de-Bouc, cercano a Aigues-Mortes, y la carta de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, que citaré más abajo, pone en evidencia, por primera vez, que la galera Sol, con Cervantes a bordo, fondeó en Port-de-Bouc el 18 de septiembre, y que al zarpar de allí tuvo que afrontar una tormenta que los azotó por tres días.250 El detalle de que Sol en la realidad hiciese escala en Port-de-Bouc es nimio, y por eso, precisamente, creo yo que adquiere renovada historicidad el relato de Padilla-Brizuela.

En resumidas cuentas, y para tratar de explicar todas estas graves discrepancias, conjeturo yo que a manos del versificador Mateo de Brizuela, poetilla de temas de actualidad, llegó una relación bastante somera del cautiverio de Melchor de Padilla en la galera Sol, poco detallada en varios extremos.251 Con fines de completarla, o bien unificarla, y convencido de que en el detalle radica la verosimilitud, Brizuela agregó varios de su propia minerva: nombre del capitán, fecha del desembarco en Argel, etc. Pero esta fronda de detalles falsos está injertada en el tronco de una serie de acontecimientos muy históricos: encuentro de Sol y los piratas turcos en 1575, cautiverio en Argel, escala en Port-de-Bouc, consecuente temporal, etc. O sea que la vivencia de Padilla se halla adicionada por el magín de Brizuela. Por todo ello creo yo que la relación de Padilla-Brizuela es digna de fe en aquellos puntos que tiene en común con otras fuentes y que contribuyen a fortalecer a éstas; los demás detalles del relato hay que ponerlos en cuarentena. En consecuencia, pues, creo que podemos dar por comprobado (aunando los relatos del alférez Castellano, de los vecinos de Villamiel y de Padilla-Brizuela), que la galera Sol se salvó de manos de los turcos, lo que no le ocurrió a su más egregio tripulante.

Este es el esquema sustancial de lo acontecido en la captura de la galera Sol, según los documentos conocidos hasta hoy. Es hora de ver los nuevos datos. Están contenidos en un párrafo de una carta de Juan de Escobedo a don Juan de Austria, fecha en Roma a 4 de octubre de 1575. Escobedo era secretario del Príncipe, y estaba en Roma por su mandado; en marzo de 1578 caería asesinado en las calles de Madrid, y su muerte provocaría una de las más grandes tormentas políticas del reinado de Felipe II.252 Don Juan de Austria estaba en Nápoles, cumpliendo sus obligaciones de general de las galeras del Mediterráneo. El párrafo de la carta de Escobedo dice así: «De Niza tengo una carta del veedor de las galeras de Juan Andrea, y díceme que a 21 del pasado [o sea, de septiembre] había aportado a Villafranca la galera Sol, que era una de las cuatro que V. A. envió a España, sin artillería, sin ropa, porque toda la había echado a la mar, y traía las velas hechas pedazos, que las otras tres creía que habían corrido a Córcega o a Cerdeña, porque habiendo salido de Bucoli a 18 les sobrevino un temporal recísimo. Quiera Dios que no les haya sucedido más desgracia que correr».253 ¡Tristes agüeros los del secretario Escobedo, pues para la fecha que él escribía Cervantes y algunos otros sobrevivientes del Sol ya eran cautivos de los turcos!

Conviene ahora aclarar ciertos puntos de la carta de Escobedo. Juan Andrea es Juan Andrea Doria, sobrino y sucesor de Andrea Doria como general de las galeras genovesas. Villafranca es Villefranche, excelente puerto inmediato a Niza, ambas posesiones del duque Manuel Filiberto de Saboya, el vencedor de San Quintín. Villafranca era escala ordinaria de los navíos españoles,254 y tenía fama internacional desde las vistas que allí celebró Carlos V con el Papa y el rey de Francia en 1538.255 Bucoli se buscará en vano por atlas y nomenclátores modernos, pero creo poder identificarlo correctamente con el actual Port-de-Bouc, cerca de Aigues-Mortes. Mis razones son las siguientes: en las interesantísimas memorias del soldado imperial Martín García Cereceda se narra con lujo de detalles la infructuosa campaña de Provenza de 1536, donde dejó la vida Garcilaso de la Vega. Allí se describe cierta maniobra de las galeras de Andrea Doria en estos términos: «Fueron ciertas galeras a Bocole, que es un pequeño puerto que está hacia el poniente, a diez millas de Marsella y a diez de Toulon [debería decir veinte, por lo menos]. En este puerto hay una torre que es defensa para el puerto, y éste se fue a reconoscer por querello tomar el príncipe Andrea Doria para meterse en él cuando algún temporal le corriese».256 Este puerto de mar llamado Bocole (= Bucoli), que está a diez millas al oeste de Marsella protegido por gran torre, no puede ser otro que el moderno Port-de-Bouc, cuyo puerto todavía hoy está señoreado por la fuerte torre del siglo XIII. Port-de-Bouc está unido por el canal de Caronte con el étang de Berre, que los españoles del siglo XVI llamaban el lago de Búcar (García Cereceda, op. cit., II, pp. 167 y 171). A estas peculiaridades se debe la forma que adquiere el topónimo en el otro testimonio literario que puedo aducir. Se trata del diario del viaje que en 1594 Camillo Borghese, el futuro Pablo V, hizo a España, desde Roma, como nuncio de Clemente VIII. Del diario, escrito en italiano, se conservan dos manuscritos, y en ellos el puerto de Bouc, donde hizo escala el nuncio, se llama Torre de Buccari.257 Y por último, el testimonio cartográfico de la época. Una rápida consulta de portulanos del siglo XV al siglo XVII ofrece los siguientes resultados: el puerto que los cartógrafos franceses de aquellos siglos llamaban Bouc, aparece en los portulanos catalanes y mallorquines como Boc, y en los portulanos italianos con una variedad de designaciones, pero todas de equivalencia fonética, así: Bocoli, Bocori, Bocari, Buccari, Bochari.258 Es evidente, pues, que el topónimo Bucoli que usa el secretario Escobedo es la adaptación italiana de Bouc, o sea del moderno Port-de-Bouc. Y nada más normal que el hecho de que Escobedo use la forma italiana del nombre, ya que en Italia escribe.

Ahora bien, Bouc-Buccoli es puerto de mar, en el golfo de León, y a más de cien millas al poniente de Villefranche, dato importante porque según la relación topográfica de Villamiel la galera Sol fue «vuelta gran trecho atrás» por la tormenta. Ese temporal, que destacan los de Villamiel y el secretario Escobedo, hizo que la galera Sol retrocediese desde Port-de-Bouc (Bucoli) hasta Villafranca de Niza, haciéndola desandar un buen trecho de su travesía, y aislándola del resto de su escuadra.

Antes de seguir adelante conviene puntualizar un aspecto de la cuestión de la captura de Cervantes. Ramón León Máinez y Emilio Cotarelo y Mori afirmaron categóricamente que Cervantes había embarcado en Nápoles en la galera Sol el 20 de septiembre, y pusieron tanto calor en sus asertos que convencieron a algunos cervantistas.259 Sin embargo, ni Máinez ni Cotarelo adujeron el menor testimonio en apoyo de tan rotunda afirmación. A la vista de la carta de Escobedo constituye una verdad digna de Perogrullo decir que si la galera Sol estaba en Port-de-Bouc el 18 de septiembre, y en Villafranca el 21, malamente pudo Cervantes haber embarcado en ella en Nápoles el 20 de septiembre. Pero dejaré las consideraciones acerca de su probable fecha de embarque para más adelante.

Ahora quiero atender a dibujar en parte algo de trasfondo del viaje a España de esas cuatro galeras, para destacar hasta qué punto Cervantes en esa coyuntura fue, quizá más que otro mortal, juguete del destino. La trama de su tragedia fue urdida, inconscientemente, por cierto, por dos grandes personajes de la época, uno de ellos de los grandes y más simpáticos héroes españoles, y objeto de la veneración de Cervantes. Me refiero, claro está, a don Juan de Austria, bajo cuyas banderas el gran novelista siempre se glorió de haber militado. El otro inconsciente autor de la tragedia de Cervantes y la galera Sol fue el Virrey de Nápoles, don Íñigo López de Mendoza, tercer marqués de Mondéjar y cuarto conde de Tendilla.260

El señor don Juan, como llamaban los soldados al vencedor de Lepanto, estaba en Nápoles ese mes de septiembre de 1575 con las galeras de España.261 Se acercaba la época del año en que las galeras se desbandaban por los puertos de dominio español del Mediterráneo occidental, en anticipación del invierno. Era también, y en consecuencia, la época del año en que se trazaban los planes para la próxima campaña. Para todo ello se necesitaba dinero, el artículo de mayor escasez en el imperio más rico del mundo. Se necesitaba dinero para pagar las soldadas de las tropas antes del desbande invernal, y se necesitaba dinero para comenzar los preparativos de la próxima campaña. En esa perenne falta de dinero que acuciaba a las tropas españolas por los cuatros costados de su imperio es donde se empieza a urdir la trama trágica de la galera Sol.

Las relaciones del señor don Juan con los virreyes de Nápoles nunca habían sido cordiales. En realidad, los intereses del capitán general de la Mar y los intereses de los virreyes de Nápoles distaban mucho de ser comunes. A don Juan le urgía sacar hombres y dineros de Nápoles para sus campañas por todo lo largo del Mediterráneo; a los virreyes napolitanos les preocupaba la conservación de todos los hombres y dineros disponibles para la defensa de su propio territorio, siempre amenazado por desembarcos turcos. Las relaciones de don Juan con el antecesor de Mondéjar en el virreinato de Nápoles, el cardenal Antonio Perrenot de Granvela, habían llegado a ser muy tirantes, y casi estallaron con motivo de la pérdida de la Goleta (1574), ante las duras recriminaciones del príncipe por falta de apoyo.262 Para aliviar la tensión y dar renovada elasticidad a su política mediterránea, Felipe II llamó al cardenal Granvela a Madrid, y envió como nuevo virrey de Nápoles al marqués de Mondéjar. Éste desembarcó en la capital de su nuevo virreinato (hasta ese momento había sido virrey de Valencia) el 10 de julio de 1575.263 A poco más de dos meses se cumpliría una nueva etapa en el destino de Cervantes, que sería afectado en forma indirecta pero decisiva por las resoluciones de este ilustre recién llegado.

El cambio de personalidades con que Felipe II creyó resolver la tensión no produjo efecto alguno. Ya queda dicho que la oposición entre don Juan de Austria y el virrey de Nápoles (sea quien fuere) no era cuestión de personalidades, sino más bien cuestión de principios, en cuanto don Juan desempeñaba el cargo de capitán general de la Mar, y el virrey era, por definición, capitán general del reino de Nápoles. Los deberes y aspiraciones de cada uno tenían distintos nortes, y además don Juan vivía exacerbado al ver esfumarse ante sus propios ojos los logros de Lepanto.

El choque entre ambos personajes era inevitable, y no se hizo esperar. El primer desacuerdo entre el marqués y don Juan va a incidir en forma decisiva sobre la galera Sol y ese puñado de hombres que llevaba a bordo. Pero no desorbitemos las cosas: Sol era sólo un peón en las jugadas de estos dos autócratas, era sólo una fracción de lo que se disputaba, que era el destino inmediato de la armada surta en Nápoles. Porque queda dicho que esta se iba a desbandar, pero antes necesitaba embarcar los soldados de cuota, y para ello don Juan pidió al marqués de Mondéjar la infantería española de Nápoles.264 Rotunda negativa del marqués, quien contestó al príncipe que «no estábamos en el reino de Toledo, sino en el de Nápoles, donde si no viesen esta autoridad se le irían a las barbas» (p. 206). A lo más que se avino fue a ceder ciertas tropas del batallón, que según don Juan «ni es útil para en mar, ni creo para en tierra» (p. 207).

El marqués de Mondéjar era tozudo y quisquilloso como buen Mendoza, y se encastilló en su negativa. El príncipe anota: «Con todo esto se cerró en decir que esto era tocarle en la auctoridad, y que sin ella él no podía servir, que estaba resuelto a no dar estas compañías, que para las cuatro [galeras] que iban a España a traer el dinero daría de la gente del batallón [...] Sin auctoridad él no quería servir, y que si yo se la quitaba despacharía luego en estas mismas galeras [las cuatro que iban a recoger dinero a España] a D. Francisco de Mendoza, su hijo, a quejarse a V. M. de que yo le quitaba la auctoridad, y a suplicalle que le diese licencia, que su padre había dejado la Presidencia [del Consejo de Castilla, en 1563],265 y él quería dejar el cargo de Nápoles y ir a comer pan y cebolla a Mondéjar, y que no estaba tan pobre que no pudiese comprar cada año dos mil ducados de renta para sus hijos» (p. 208).

No dejemos que la iracundia del marqués de Mondéjar nos haga perder de vista el hecho capital para nuestro propósito: esas cuatro galeras eran la flotilla de Sol, y el virrey quería armarlas con unos soldados inútiles para acciones de mar o de tierra, según el príncipe. O sea que la disputa acerca de embarcar tropas españolas en la armada afecta también a las cuatro galeras que iban a zarpar para España, y en una de las cuales estaba embarcado Cervantes. Resulta evidente que la flotilla de Sol, así como el resto de la armada, llevaba tiempo esperando un cambio de opinión por parte del virrey, para emprender viaje, pues como dice don Juan: «En estas insustancias se pasaba el tiempo, y que está muy adelante, y que si se turba, ni se podrán ir las de España [Sol y las otras tres] ni las otras fuera» (p. 209). Aunque la vida de Cervantes es irreversible, al llegar a este punto no puedo resistir la tentación de pensar que si el marqués hubiese sido menos testarudo y cedido más pronto a las requisitorias de don Juan (con lo cual la flotilla hubiese zarpado mucho antes), o si el marqués se hubiese mantenido en sus trece por más tiempo (con lo cual la flotilla no hubiese podido zarpar por la llegada del invierno), otro gallo le hubiese cantado a Cervantes, y, en consecuencia, a la historia de la literatura mundial.

La zozobra de don Juan ante la continuada negativa del marqués de Mondéjar a embarcar tropas aguerridas, aunque sólo fuese en las cuatro galeras de España, era bien explicable, y él se encarga de puntualizárselo a Felipe II: «Enviar a España cuatro galeras por cuatrocientos mil ducados o más, y con ellas gente de batallón para su guarda y defensa, yo lo tenía por de tanto inconveniente que no vendría en aconsejarlo, porque si se revolviese como lleva camino el mundo, podían salir a ellas de Marsella seis, y llevárselas, con que a nosotros nos quitarían la sustancia y la daría a los enemigos, que enviándolas como era razón bien apercibidas no había que temer» (ibid.). Borrasca, asalto, alrededores de Marsella; ya están previstos en la carta de don Juan de Austria algunos de los elementos que forjarían nueva vida para Cervantes.

Las inquietudes del príncipe iban en aumento, pues llevaba ya ocho días (p. 214) puesto en un brete por la terquedad del marqués, porque «la gente que ha de ir en las cuatro galeras que van a España no sufre dilación [...] porque el dinero venga cuanto más presto, pues hay tanta necesidad dello» (p. 211). En una época en que los motines de las tropas españolas por falta de paga era ocurrencia casi cotidiana, la impaciencia de don Juan ante la actitud berroqueña del marqués de Mondéjar es ampliamente justificable. El príncipe considera que ha llegado el momento de jugar su triunfo, y así lo hace. Se trataba de una carta de Felipe II que le había traído Escobedo, «en que le manda [el rey al marqués] que haga en estos negocios lo que yo ordenare» (p. 209). Y para ablandar de una vez al marqués de Mondéjar, de ser esto posible, le revela que la desbandada de las galeras era sólo una finta; en realidad, las galeras irían a patrullar la costa de Génova, para apoyar, en caso necesario, las actividades bélicas de Juan Andrea Doria y los gentiles hombres viejos, como los llama don Juan en su correspondencia, para adueñarse del poder en Génova.266

Cualquier otro se hubiera rendido ante documento tan imperativo y razones tan contundentes. El marqués de Mondéjar se limitó a arriar un poco las velas, y aun esto sólo después de un tremendo berrinche, que nos describe Juan de Escobedo: «Cuán destemplado y descompuesto ha estado el marqués en las demandas y respuestas que ha habido, hasta reventar llorando de cólera».267 La claudicación de Mondéjar sólo se extendió a los siguientes términos, según lo expresa el propio don Juan: «Él deseaba tanto darme gusto y hacer lo que le mandaba que no había menester orden para ello de V. M., que la compañía para las cuatro galeras se daría luego, que en lo demás ya había dicho su parecer» (p. 211). Después de ocho días de continuas maniobras todo lo que había obtenido el príncipe del inflexible Mondéjar era una compañía de infantes españoles para guardar las cuatro galeras que irían a España, una de ellas con Cervantes a bordo.268 Y sabemos por el testimonio de los vecinos de Villamiel, citado con anterioridad (supra), que esa compañía fue la de don Diego Osorio de Rojas.

En cuanto al capitán de la flotilla de cuatro galeras, queda dicho que no hay ningún testimonio documental de la época que nos indique su nombre. Dada la importancia de la misión de esas naves (traer cuatrocientos mil ducados, por lo menos, vid. supra), es probable que su comandante fuese el propio don Sancho de Leiva, quien en 1575 ya era capitán general de las galeras de Nápoles (CODOIN, XXIX, p. 102), y que, desde luego, era jefe de las cuatro galeras por su propio cargo. Don Sancho fue uno de los grandes capitanes del siglo XVI, aquel verdadero Siglo de Oro en que España paría a sus hijos armados, según la apesadumbrada observación de Francisco I de Francia. Era sobrino de don Antonio de Leiva, primer príncipe de Ascoli, el mejor estratega de los ejércitos de Carlos V, y don Sancho ya había vivido la experiencia a que estaba inconscientemente abocado Cervantes: la del cautiverio. En 1565 había sido rescatado de Constantinopla.269 No deja de tener interés y valor afectivo el hecho que años más tarde Cervantes celebrase a don Alonso de Leiva, primogénito de don Sancho, como soldado y poeta en el Canto de Calíope de su Galatea, y le diese el sitio de honor: es el primero del centenar de poetas allí elogiados. Y el recuerdo del propio don Sancho de Leiva reaparecerá en las últimas páginas de Cervantes, en el Persiles, según se verá.

Para terminar esta abreviada nómina de sus principales dramatis personae en la tragedia del cautiverio sólo me queda por mencionar al capitán de la propia galera Sol. Lo fue un tal Gaspar Pedro, natural de Villena, que murió en defensa de su barco. Así lo atestiguan los vecinos de Villena, en las ya citadas Relaciones topográficas.

Antes de seguir adelante creo conveniente anudar ciertos cabos sueltos, tocantes a las debatidas tropas para las galeras, al oro de España, y al final de la disputa entre el príncipe y el marqués. En cuanto al primer extremo, me parece evidente que el impávido virrey se salió con la suya. Al menos esto parece indicar el siguiente párrafo de carta de Escobedo al rey, Nápoles, 28 de septiembre de 1575: «Para Juan Andrea [Doria] ha sido menester levantar hasta mil y quinientos hombres, y por hacerla presto y gente ejercitada, pareció permitirse, como suele, que pueda ser parte de ella foragidos, y con ser de buen gobierno echarlos fuera del reino y donde puedan acabarse» (p. 231). De haber podido contar don Juan de Austria con la infantería española que le regateaba Mondéjar, dudo mucho que hubiese apelado a los fuoriusciti napolitanos, banderizos y rebeldes a toda autoridad.

Respecto al oro de España, sólo me queda por registrar el crescendo de las quejas de don Juan de Austria: «Fáltanos lo principal, que es el dinero, y así suplico a V. M. cuan encarecidamente puedo, que si las galeras que envié por ello, conforme a la orden de V. M., no son partidas, que vengan con todo lo más que fuere posible» (carta de Nápoles, 29 de septiembre de 1575, pp. 239-240); «Ya estamos tan al cabo del dinero que de ahí se ha proveído que cualquier descuido que haya en prevenir para lo de adelante no puede ser sino gran deservicio de S. M. y particular aflicción y contentamiento [sic] mío» (carta de Nápoles, 4 de octubre de 1575, p. 250). Y el verdadero grito de angustia y socorro, profético en su desesperación: «No sé cierto cómo escusarme de dar a V. M. pesadumbre, pues la en que acá se vive es tan grande que no solamente llega a ser forçado que V. M. la sepa y la pase, sino también que lo remedie y muy apriesa, o que permita que se le hable tan claro que se le diga que todo se acaba, y se le perderá presto a este andar que lleva. Yo me veo sin un real, sin forma casi de haberle, si aquí no me le da el marqués de Mondéjar, y tan cargado de hombres y obligaciones que sustentar que ya no sé qué hacer sino por lo último acudir yo mismo a V. M. a hacerle fe muy verdadera de lo que digo» (Nápoles, 3 de noviembre de 1575, apud Porreño, op. cit., página 404). A todo esto había respondido Felipe II en una apostilla marginal autógrafa a la carta del 4 de octubre de 1575: «Con el dinero que va en las galeras se responde a esto».

Tarde y todo, don Juan recibió sus ducados, aunque quizá la galera Sol ya no estuviese allí para transportarlos.

Pero no le quedaba mayor tiempo al príncipe para atender a los asuntos de Italia en particular, ni del Mediterráneo en general: el 8 de abril de 1576 Felipe II le nombraba gobernador de los Países Bajos, último destino en este mundo del héroe de Lepanto.270 El marqués de Mondéjar había ganado esta partida, y se pudo quedar tranquilo en su virreinato hasta el 11 de noviembre de 1579, en que le sucedió don Juan de Zúñiga, príncipe de Pietra Persia y comendador mayor de Castilla.

Queda por dilucidar la fecha de la partida de Cervantes de Nápoles, ya que la fecha de 20 de septiembre que se acostumbra dar es absurda e imposible. Tenemos dos extremos temporales que nos ayudarán en la pesquisa: sabemos por las cartas de don Juan de Austria que las galeras no habían partido aún el 6 de septiembre, y sabemos por la carta de Juan de Escobedo que el 18 de ese mes las galeras habían fondeado en Port-de-Bouc. Dos tipos de observaciones me llevan a afirmar que las galeras en que iba Cervantes partieron de Nápoles el 6-7 de septiembre de 1575. Primero: las prácticas de la navegación de la época.271 Hay que tener en cuenta que la navegación era costera, vale decir, «navegando de tierra en tierra, con intención de no engolfarnos», según lo describe Ricaredo en La española inglesa. Además de ser costera, la navegación era diurna, o sea que de noche se trataba de entrar en puerto. Ahora bien, no tengo ningún dato acerca del tiempo empleado en navegar desde Nápoles a Port-de-Bouc, pero sí tengo datos acerca del tiempo empleado de Nápoles a Génova, por un lado, y de Génova a Port-de-Bouc, por el otro. El soldado Martín García Cereceda nos informa que con tiempo bonancible la navegación entre Génova y Nápoles era cuestión de unos siete días.272 Y el diario de viaje del nuncio Camillo Borghese nos informa que les llevó seis días de navegación para ir de Génova a Port-de-Bouc.273 En total, pues, de Nápoles a Port-de-Bouc: unos trece días. Como sabemos que las galeras en que iba Cervantes no habían zarpado aún el 6 de septiembre, se impone suponer que zarparon de Nápoles el 6-7 de septiembre, para haber llegado a Port-de-Bouc el 18 de ese mes, velocidad equivalente a la que dan mis cálculos aproximados.

Segundo: una observación que hace Juan de Escobedo en carta al rey, Nápoles, 28 de septiembre de 1575: «Ya dio a V. M. a 6 de éste el Señor Don Juan con el correo que fue en las galeras que han de traer el dinero [o sea las galeras de Sol [...]» (CODOIN, XXVIII, p. 230). Se refiere Escobedo a la larga carta de don Juan al rey de 6 de septiembre, que he citado repetidas veces, y en la que el príncipe hace tantos cargos contra el marqués de Mondéjar. Es lógico suponer que una carta por el estilo se escribió para ser despachada de inmediato, con el correo ya listo, y como sabemos que la carta fue en las galeras de Sol, otra vez se impone suponer que las galeras y Cervantes partieron de Nápoles el 6-7 de septiembre de 1575.

Cervantes constituye una autoridad de excepción en lo que se refiere a la vida en las galeras, por eso conviene oírle cuando dice en El licenciado Vidriera: «Allí [en Cartagena] se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de León, que tuvieron dos, que la una los echó a Córcega, y la otra los volvió a Tolón, en Francia». Íntimas resonancias autobiográficas tiene el pasaje: autor y personaje participan en la misma situación de vida al embarcar en cuatro galeras de Nápoles, el mismo número que constituía la flotilla de Sol. El viaje literario tiene el rumbo inverso al viaje real de su autor, puesto que Tomás Rodaja va de España a Italia, pero viaje literario y viaje real se vuelven a confundir en el golfo de León, y la misma borrasca que jugó con la vida de Cervantes juega ahora con la de su protagonista. Y por encima de todo esto se cierne el recuerdo ahincado de «la extraña vida de aquellas marítimas casas».

Bien extraña lo era, por cierto. El coloquio III del Viaje de Turquía nos narra, con la vivacidad que le confiere la bien ordenada fantasía de Andrés Laguna, las pestes, crueldades y estrecheces que la distinguían, y describe la bazofia con que santiguaban el hambre, al mismo tiempo que puntualiza que la vida en las galeras cristianas era peor que en las turcas. Los pésimos versos del Cautivo de la Goleta adquieren elocuente vigor al describir la diaria zozobra del vivir en galeras.274 La documentación contemporánea sobre sus lacras y problemas es abundante y muy explícita.275 Y la literatura ya se empieza a desbordar por la brecha abierta por Andrés Laguna: los pedestres pero gráficos versos de Mateo de Brizuela en su Vida de la galera,276 las páginas de Mateo Alemán,277 tantos pasajes de Cervantes, y Lope, siempre Lope, destilando poesía de los grandes y los pequeños temas nacionales:


Galericas de España,
sonad los remos,
que os espera en San Lúcar
Guzmán el Bueno.


(Amar, servir y esperar, AcN, III, 227)278                


Y por encima de todas las insuficiencias y desgastes de la vida a bordo estaba el peligro de los piratas turcos, único horizonte que a veces dejaba columbrar el miedo, como nos informa el diario de viaje de Camillo Borghese. Citaré el pasaje porque sirve para ilustrar, aun así sea de refilón, aquel fatídico viaje de la galera Sol. La galera del nuncio Borghese está dando bordos en un temporal entre las islas de las cercanías de Tolón: «Onde bisognò scorrere con molto pericolo et indursi ad un altro ridotto dell'istesse isole et starvi tutto il giorno et la notte, che il minor male era il travaglio che si sentiva per l'agitatione della galera, dubitando di galiotte turchesche, essendo quell'isole ricettaculo loro particulare» (ed. cit., p. 165). Mas el nuncio Borghese y su comitiva tuvieron suerte y sólo pasaron miedo. A Cervantes y sus compañeros se les hizo aciaga realidad el mentado peligro turco del golfo de León.

Ahora, por fin, estamos en disposiciones de enfrentarnos con aquellos textos literarios cervantinos que reflejan de cerca o de lejos la experiencia personal de la captura en la galera Sol. Esto elimina el episodio del apresamiento del capitán Cautivo, ya que, como es bien sabido, éste fue capturado en Lepanto (Quijote, I, cap. XXXIX). Así y todo, quedan varios textos por analizar; ahora los copiaré con muy pocas observaciones, y los enfilaré en un orden cronológico aproximado; el comentario particular y de conjunto vendrá al final.279

El primer texto pertenece a la Epístola a Mateo Vázquez, escrita en pleno cautiverio, en 1577, como allí mismo se declara. El sufrimiento por la captura y cautiverio es tan ahincado que de la epístola clásica sólo queda la forma: la materia poética es un prolongado y trágico grito de dolor personal. Hay un desequilibrio entre materia y forma bien poco clásico, por cierto, pero que responde a la mísera realidad personal. La tradición y la preceptiva tienen que ceder ante la angustia desbordada.280 El pasaje que interesa dice así:


    Pero mis cortos implacables hados
en tan honrosa empresa no quisieron
que acabase la vida y los cuidados;
   y, al fin, por los cabellos me trujeron
a ser vencido por la valentía
de aquellos que después no la tuvieron,
   en la galera Sol, que oscurecía
mi ventura su luz, a pesar mío,
fue la pérdida de otros y la mía.
   Valor mostramos al principio y brío,
pero después, con la experiencia amarga,
conocimos ser todo desvarío.
   Sentí de ajeno yugo la gran carga,
y en las manos sacrílegas malditas,
dos años ha que mi dolor se alarga.


El segundo texto proviene de la Galatea (Alcalá de Henares, 1585), la primera obra que publicó Cervantes después de su rescate. El esquema general de la anécdota propia se pone aquí en boca de Timbrio, uno de los dos amigos cuya historia ya he estudiado desde otro punto de vista (cf. supra, cap. V). El hecho de que la desesperada aventura marítima se atribuya a un personaje como Timbrio, ajeno al vivir cotidiano de los pastores (él era un caballero jerezano), justifica su inclusión en el mundo hermético de la novela pastoril.281 El pasaje es bien largo, pero debo copiarlo en su casi integridad, para que el lector tenga ante los ojos los textos literarios a comparar con la anécdota histórica. Esto contribuirá, espero, a la claridad y a la precisión en el análisis. Los trozos más pertinentes, todos del libro V, dicen así:

Salí de la ciudad, y a cabo de dos días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería despegar las velas al viento para partirse a España. Embarqueme en ella, no más de por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas, apenas los diligentes marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia, que rompió el árbol del trinquete, y a la vela mezana abrió de arriba abajo.

Acudieron luego los prestos marineros al remedio, y con dificultad grandísima, amainaron todas las velas, porque la borrasca crecía, y la mar comenzaba a alterarse, y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue volver al puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con tan gran violencia, que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol mayor y amollar -como dicen- en popa, dejándose llevar donde el viento quisiese. Y así comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el levantado mar con tanta ligereza, que en dos días que duró el maestral, discurrimos por todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna tomar abrigo, pasando siempre a vista dellas, sin que Estrómbalo nos abrigase, ni Lipar nos acogiese, ni el Cimbalo, Lampadosa ni Pantanalea sirviesen para nuestro remedio; y pasamos tan cerca de Berbería, que los recién derribados muros de la Goleta se descubrían, y las antiguas ruinas de Cartago se manifestaban. No fue pequeño el miedo de los que en la nave iban, temiendo que si el viento algo más reforzaba, era forzoso embestir en la enemiga tierra; mas cuando desto estaban más temerosos, la suerte, que mejor nos la tenía guardada, o el cielo, que escuchó los votos y promesas que allí se hicieron, ordenó que el maestral se cambiase en un mediodía tan reforzado, y que tocaba en la cuarta del jaloque, que en otros dos días nos volvió al mesmo puerto de Gaeta, donde habíamos partido, con tanto consuelo de todos, que algunos se partieron a cumplir las romerías y promesas que en el peligro pasado habían hecho.

Estuvo allí la nave otros cuatro días reparándose de algunas cosas que le faltaban, al cabo de los cuales tornó a seguir su viaje, con más sosegado mar y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes chapiteles, que heridos de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos, que apenas dejan mirarse [...]


(II, pp. 106-108 de mi edición).                


Mas la fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor desventura que imaginarse pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no la hubieran reducido a mejor término. Succedió, pues, que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marineros izaron más todas las velas, y con general alegría de todos, seguro y próspero viaje se aseguraban. Uno de ellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió, con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa, hacia la nave se encaminaban, y al momento conoció ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: «¡Arma, arma, que bajeles turquescos se descubren!». Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los de la nave, que sin saber darse maña en el cercano peligro unos a otros se miraban; mas el capitán della, que en semejantes ocasiones algunas veces se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconocer qué tamaño de bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y conoció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de recibir; pero disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios bajeles, por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas bandas la artillería. Acudieron luego todos a las armas, y repartidos por sus postas como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban...

No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo, porque, viendo que el viento calmaba, les pareció mejor aguardar día para embestirnos. Hiciéronlo así, y el día venido, aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran quince bajeles gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios harían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles, y más que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnautmamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una antena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas. El renegado le persuadió que se rindiese; mas no queriéndolo hacer el capitán, respondió al renegado que se alargase de la nave, si no le echaría a fondo con la artillería. Oyó Arnaute esta respuesta, y luego, cebando el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con tanta priesa, furia y estruendo, que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la popa la combatían echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que, sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron cuatro veces, y otras tantas se retiraron, con mucho daño suyo, y no con poco nuestro.

Mas, por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas en este combate, sólo diré que después de habernos combatido dieciséis horas, y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último dellos entraron furiosamente en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el dolor que a mi alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías [Blanca y Nísida], que ahora tengo delante, habían de ser entonces entregadas y venidas a poder de aquellos crueles carniceros [...].

En este instante, atraído de las voces y lamentos de Blanca y Nísida, acudió a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles, e informándose de los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera, y a ruegos de Nísida mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba aún muerto. Desta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia, porque Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran rescate, con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí podrían haber, con algo más recato mirasen por la salud mía [...].


(II, pp. 113-117).                


Pero, cansada ya la fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que en la instabilidad suya se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al cielo que en aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que captivos fuimos, y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería, movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar con tanta furia la cosaria armada, que, sin poder los cansados remeros aprovecharse de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la vela del trinquete al árbol, y a dejarse llevar por donde el viento y mar quisiese; y de tal manera creció la tormenta, que en menos de media hora esparció y apartó a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese tener cuenta con seguir su capitán: antes, en poco rato divididos todos, como he dicho, vino nuestro bajel a quedar solo y a ser el que más peligro amenazaba, porque comenzó a hacer tanta agua por las costuras, que por mucho que por todas las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban, siempre en la centina llegaba el agua a la rodilla; y añadiose a toda esta desgracia sobrevenir la noche, que en semejantes casos, más que en otros algunos, el medroso temor acrecienta, y vino con tanta escuridad y nueva borrasca, que de todo en todo todos desesperamos de remedio. No queráis más saber, señores, sino que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que iban al remo captivos que invocasen y llamasen a sus sanctos y a su Cristo para que de tal desventura los librase; y no fueron tan en vano las plegarias de los míseros cristianos que allí iban, que, movido el alto cielo dellas, dejase sosegar el viento: antes le creció con tanto ímpetu y furia, que al amanecer del día, que sólo pudo conocerse por las horas del reloj de arena, por quien se rigen, se halló el mal gobernado bajel en la costa de Cataluña, tan cerca de tierra y tan sin poder apartarse della, que fue forzoso alzar un poco más la vela para que con más furia embistiese en una ancha playa que delante se nos ofrecía: que el amor de la vida les hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud que esperaban.

Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes, y ser de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste.


(II, pp. 118-120).                


El próximo texto pertenece a la comedia El trato de Argel. Bien sabido es que la cronología del teatro cervantino está llena de dudas o incógnitas, pero éste es un caso en que podemos afirmar sin vacilaciones que pertenece a la primera época de su autor, como lo acusa la arcaizante división en cuatro jornadas. Con toda seguridad la composición del Trato de Argel simultaneó con la composición de la Galatea. El pasaje que interesa pertenece a la segunda jornada, y dice así:

As de saber, ¡o Siluia!, que estos días
partieron deste puerto con buen tiempo
doce bajeles de corsarios todos,
y con próspero viento caminaron
la buelta de las yslas de Zerdeña,
y allí en las calas, bueltas y rebueltas,
y puntas que la mar hace y la tierra,
se fueron a esconder, estando alerta
si algún bajel de Génoua o de España,
o de otra nación, con que no fuese
francesa, por la mar se descubría.
En esto, un brauo viento se leuanta,
que maestral se llama, cuya furia
dicen los marineros que es tan fuerte,
que las tupidas velas y las xarcias
del más recio nauío y más harmado
no pueden resistirla, y es forçoso
acudir al abrigo más cercano,
si su rigor acaso lo concede.
Las leuantadas hondas, el ruido
del atreuido viento detenía
los corsarios vajeles en las calas,
sin dejarles salir al mar abierto,
y en otra parte, con furor insano,
mostrando su braueza, fatigaua
una galera de christiana gente
y de riqueças llena, que, corriendo
por el inchado mar sin remo alguno,
uenía a su aluedrío, temerosa
de ser soruida de las brauas hondas;
pero después, a cabo de tres días,
del recio mar y viento contrastada,
descubrió tierra, y fue el descubrimiento
de su mayor dolor y desuentura,
porque a la misma ysla de San Pedro
vino a parar, adonde recojidos
estauan los bajeles enemigos,
los quales, de la presa cudiciosos,
salen, y de furor bélico armados,
la galera acometen destroçada
y de solos deseos defendida.
Una pelota pasa en el momento
al capitán el pecho, y a su lado
del lusitano fuerte, muerto cae
un cauallero yllustre valenciano.
El robo, las riqueças, los catiuos
que los turcos hallaron en el seno
de la triste galera, me a contado
un christiano que allí perdió la dulce
y amada libertad, para quitarla
a quien quiere rendirse a su rendido.

(Comedias, ed. Schevill-Bonilla, V, pp. 49-51)                


Por mucho tiempo ahora el manantial de estos recuerdos correrá soterraño, aunque aflorará de vez en cuando, pero en ocasiones en que la imaginación desplazará a la autobiografía, como en Los baños de Argel o El capitán cautivo. Hay que esperar hasta las Novelas ejemplares (1613) para que el manantial de la memoria avive la creación literaria con un chorro de claro autobiografismo. Esto ocurrirá en La española inglesa, cuya datación es tan difícil como la de sus compañeras, aunque Rafael Lapesa ha dado buenas razones para suponerla escrita entre 1609 y 1611.282 En esta simpática novelita el recuerdo de la captura informa un momento de la vida de Ricaredo, en un pasaje que aparece muy cerca del final:

Vine a Génova, donde no hallé otro pasaje sino en dos falucas que fletamos yo y otros dos principales españoles, la una para que fuese delante decubriendo, y la otra donde nosotros fuésemos. Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra, con intención de no engolfarnos, pero llegando a un paraje que llaman las Tres Marías,283 que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluca descubriendo, a deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas,284 y tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota nos desnudaron hasta dejarnos en cueros.


El resto del relato de Ricaredo tiene que ver con su cautiverio, muy en esquema, y su rescate, grandes temas cervantinos, pero de los que me desentenderé hoy.285

La última referencia a la captura ocurre, como es bien propio, en la última obra de Cervantes, en el Persiles (1617). Su producción se abre y se cierra, así, con el recuerdo vivo y actuante de su más dolorosa experiencia. En el Persiles, sin embargo, el tema del cautiverio en sí está soslayado, dado con sordina. Pero para el entendido, según se verá, para el que está al cabo de los detalles del acontecimiento histórico, hay todo un proceso de alusión y elusión a los pormenores de la captura del autor. Nuevamente el texto a citar es largo, pero resulta imprescindible para los fines del análisis ulterior. Dice así:

El hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos, que en traje de recién rescatados de cautivos estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo. Parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta veinticuatro años, con voz clara y en todo extremo experta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo, bien así como hace el cochero que castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires. Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro; por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo: «Esta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que por estar rodeadas del inmenso mar Océano pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de veinte y dos bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que les sirva de rebenque o azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le desfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que está junto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento, porque fue menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos, quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut, que así se llamaba el arráez de la galeota, cosario tan famoso como cruel y tan cruel como Falaris, o Busiris, tiranos de Sicilia; a lo menos a mí me suena agora el rospeni, el manahora, y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va diciendo, que todas estas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos, llamándolos de judíos, hombres de poco valor, de fe negra y de pensamientos viles, y para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.» Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a su compañero: «Este cautivo hasta agora parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso, pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda, porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín, natural de Vélez-Málaga». Y volviéndose al cautivo le dijo: «Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguisteis por ellas la libertad deseada?» «Las galeras», respondió el cautivo, «eran de Don Sancho de Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron, tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota, que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo. Venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su Majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra». «Decidme, amigos», replicó el alcalde, «¿cautivastes juntos; lleváronos a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?». «No cautivamos juntos», respondió el otro cautivo, «porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova, mi compañero en los percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán dentro de una mazmorra; hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde». «No mucho, señor galán», replicó el alcalde, «que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame: ¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos pozos de agua dulce?». «La pregunta es boba», respondió el primer cautivo, «tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo, y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós aho, que tan buen pan hacen aquí como en Francia». Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, tal vez de verdugo cuando se ofrecía, y díjole: «Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes, que por vida del rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho». «Cuerpo del mundo», respondió el cautivo, «es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dinero, y que por una niñería que no importa tres ardites quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes, a romper, a destrozar, a herir, y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos; porque si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos, como nosotros agora; les compramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco, vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menosprecio, y cargados con esta mercadería hemos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa».


(Persiles, libro III, cap. X)                


Las circunstancias reales de la captura de Cervantes aparecen aquí en la persona de don Sancho de Leiva, el histórico capitán general de la flotilla de Sol, y en el infructuoso alcance que dan sus galeras.286 Pero todo esto el novelista lo encuadra en un complicado y muy artístico marco. Porque el capítulo se abre con una disquisición acerca de lo histórico y de lo verosímil,287 para caer de inmediato en el aparente contrasentido de que el autor de esta obra es un historiador desmemoriado.288 A esto le sigue un amago de crítica social en la presentación de los falsos cautivos, conocida lacra de impostores en la sociedad de aquella época; y luego la mentira que representa el falso cautivo se agranda desmesuradamente, y por necesidad, ante la verdad que encarna el alcalde, hasta estallar como un globo de colores ante los pinchazos de la aguja inquisitorial del alcalde.289 Para complicar más las cosas, la mentira de los falsos cautivos aparece objetivada en el lienzo pintado con sus fingidas aventuras.290 Y allí, en el fondo de este torbellino de mentiras, una gota de verdad exprimida de la propia vivencia del autor: las galeras de don Sancho de Leiva dan infructuoso alcance a una nave de turcos en que van ciertos cautivos cristianos. En su última obra, y en sus últimos momentos, Cervantes se ha planteado el desenlace irreversible de su anécdota, y lo ha aceptado sin soslayos: don Sancho de Leiva fracasó tanto en la ficción de los falsos cautivos como en la vida de Cervantes.

Tenemos aquí ante nosotros las diversas proyecciones literarias de la captura de Cervantes por los piratas argelinos. La anécdota en cuanto es vida, es infragmentable, con unidad y unicidad de sentido. Pero al hacerse literatura la memoria, impulsada por el designio creador, la pulveriza, y entonces la anécdota se irisa con nueva multiplicidad de sentidos. Así se explica la gama que va de la Galatea al Persiles, con utilización de diversos fragmentos del todo, dispuestos en diferentes esquemas, y con cambiante lección y desenlace. Comparar éstos creo que será una verdadera lección de ejemplaridad.

El autobiografismo cervantino, ya lo vemos, es sereno, recatado y pudoroso. La lección de serenidad es, quizá, la principal que imparte la lectura de la obra cervantina, y cuanto más madura la obra, más nítida la lección. El recato autobiográfico se demuestra con el hecho de que sólo el tema de la captura y cautiverio se someten al escrutinio de una sostenida reelaboración artística. Los amores y los odios se silencian con pudor, el mismo pudor que obliga al autor a designarse a sí mismo con vago ademán como «un tal de Saavedra» (Quijote, I, cap. XL).291 ¡Qué distinto todo esto de Lope de Vega, término de comparación obligado en estos menesteres! Lope es una verdadera araña poética, que teje toda su obra con el hilo de sus vivencias. Nada más justo, al referirse a Lope, que hablar de su vida-obra, pues Lope es el ejemplo máximo de cómo se puede vivir la literatura al mismo compás que se literariza la vida. Y siempre hallamos en Lope una desmesura impúdica, un verdadero anhelo de plus ultra, de salvar hasta los últimos rincones de su vida haciéndolos literatura.292

Ahora bien: el primer texto autobiográfico de Cervantes sobre su captura, la Epístola a Mateo Vázquez, está escrito en caliente, a los dos años del apresamiento y en pleno y angustioso cautiverio. Poca disposición para la serenidad hay en tales circunstancias. Pero lo poco que se dice sobre la captura en sí, aunque genérico más que detallado, se ajusta bien a los nuevos datos:


Valor mostramos al principio y brío,
pero después, con la experiencia amarga,
conocimos ser todo desvarío.


Porque ahora sabemos, por la carta de Escobedo, que la galera Sol entró en Villafranca con las velas hechas trizas, habiendo arrojado al mar toda la ropa y sin artillería.293 Bien se puede suponer que calafateada y todo, Sol habrá salido de Villafranca malproveída y en inferioridad de condiciones, muy en particular en lo que se refiere a la artillería, arma de lujo y muy difícil de reemplazar en aquella época, sobre todo en un puerto amigo pero no español. La vista de las galeras turcas sólo puede haber despertado a bordo de Sol el mismo sentimiento de heroísmo impotente y desesperado que todavía alienta en los versos de la Epístola.

Las desventuras marítimas de Timbrio en el libro V de la Galatea parecen alejarse mucho de los pormenores de la captura de Cervantes. Hay una tempestad, bien es cierto, pero la novelística bizantina, en la que se injerta el cuento de Timbrio, casi no conoce la navegación de bonanza. Además, esa tempestad no tiene relación con la captura del protagonista. También muere el capitán de la galera cristiana, como en el episodio real, pero todo lo demás parece ser libre contribución cervantina al tema literario de la captura por piratas. Sin embargo, el hilillo rojo del autobiografismo se percibe aún en estas páginas.

El temporal arroja la galera de Timbrio hasta las costas de África, y allí divisan «los recién derribados muros de la Goleta». Téngase en cuenta que la Goleta se perdió en 1574, y que la Galatea se publicó diez años más tarde, en 1585. Si Timbrio hubiese sido capturado, como Cervantes, en 1575, entonces podría haber hablado, con toda propiedad, de «los recién derribados muros de la Goleta». En otro momento más alejado -y no pretendo negar que el novelista tiene pleno derecho a escoger y crear su propio tiempo y espacio poéticos- la expresión resultaría menos comprensible. Yo creo que lo que ha ocurrido aquí, y lo que explica el adverbio recién, es lo siguiente: la idea de Cervantes fue colocar a Timbrio en el mismo espacio temporal que él ocupó en determinado momento (aquel fatídico año de 1575), pero prefirió apuntarlo en dirección diversa a la que tomó su propia vida a partir de ese momento. Al hacer Cervantes que su personaje Timbrio compartiese su tiempo pero no su espacio, nos da una muestra temprana de su fantasía compasiva. Porque es bien sabido que Timbrio se libera al final de su historia: ya cautivo, y a bordo de la galera turca, hay un segundo temporal que obliga a la nave a encallar en la costa catalana, y los cristianos quedan así en libertad. Nos hallamos ante una solución soñada, que la vida negó a su autor, puesto que es muy probable que en esa misma costa catalana Cervantes halló el cautiverio, y no la libertad. Desde este punto de vista, el desenlace de la aventura de Timbrio sería el desquite poético de Cervantes contra una realidad que él quiere franquear y ante la que está en rebeldía, como bien lo demuestra el género literario en que se inserta la aventura: una novela pastoril.294

El trato de Argel nos propone un problema algo distinto, aunque los detalles de la autobiografía y la comedia corren bastante parejos. El momento inicial no está de acuerdo con la realidad, ya que las galeras turcas «caminaron / la buelta de las yslas de Zerdeña», donde quedan al acecho. Es Cerdeña el detalle que no casa con la realidad,295 pero los piratas acechantes debieron de ser triste y real circunstancia. Y también los demás detalles: la tempestad que dura por tres días y desarma a la galera cristiana. Ésta queda inerme, al punto que toda defensa es casi inútil: «la galera acometen, destroçada, / y de solos deseos defendida». El capitán cristiano muere en la lucha y la tripulación queda cautiva y es llevada a Argel.

Hasta aquí se ha hecho poco más que versificar lo acontecido, pero Cervantes rehúsa dejarse llevar por la fácil corriente de los recuerdos, y cuando ya parece que el episodio ha quedado cerrado, la narración da un brusco bandazo que separará nítidamente historia y fantasía. Porque Silvia, que ha escuchado el relato de la captura, agrega:

La galera que dices, según creo,
se llamaua San Pablo, y era nueua,
y de la sacra religión de Malta.

El peso de los recuerdos puede anquilosar la acción de la comedia, riesgo que evita Cervantes con el elegante quiebro de estos versos. La acción dramática queda otra vez libre para seguir la fantasía y no anclarse en el curso ya andado de la vida.

La española inglesa ofrece detalles de semejanza interna con el último eslabón de la cadena, con el Persiles, y detalles de semejanza externa a la continuidad del tema de la captura y rescate, mientras que por semejanza interna designo el parecido (identidad, casi) de tono e intención entre La española inglesa y el Persiles.

La reelaboración artística del material anecdótico la hallamos en los detalles de la navegación de Ricaredo, quien se embarca en Génova (escala obligada de las galeras españolas), y costea el litoral sur de Francia hasta ser capturado en «un paraje que llaman las Tres Marías». Ya he expresado mi opinión acerca de este topónimo: no creo que con él designe Cervantes el escenario de su propia captura. Para un soldado veterano, como Cervantes, que por cinco años había navegado los cuatro costados del Mediterráneo, Les Saintes Maries no resultaría desconocido. Pero otros detalles de esta captura novelística sí vuelven a acercarnos a la ya lejana realidad del suceso, por ejemplo, «la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos ducados». No es difícil ver aquí un recuerdo de la desolación cervantina al perder sus propios recaudos, o sea las cartas de recomendación de don Juan de Austria y del Duque de Sessa, más todo el dinero que le hubiese deparado la poco pródiga soldadesca. Pero la fantasía compasiva de Cervantes vuelve a darle un sesgo caritativo a la ficción, y Ricaredo recobra su caja de recaudos y la cédula de los mil seiscientos ducados. Una vez más el autor demuestra tener más compasión con sus criaturas de arte de la que la realidad tuvo con él mismo. Y luego hay varios detalles novelísticos bien conocidos por los biógrafos de Cervantes: el rescate de Ricaredo por los padres trinitarios y el elogio de esta benemérita orden. Los pormenores no se corresponden en un todo con lo vivido por el novelista, pero esto es casi normal en todo proceso creativo, y muy en particular en el cervantino, según se puede ver.

De mayor interés, en mi opinión, son los detalles de semejanza interna que relacionan estrechamente La española inglesa y el Persiles.296 Por lo pronto, hay una comunidad de lo que Lapesa llama «directriz argumental», que halla su más clara expresión en las palabras finales de La española inglesa:

Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas y cada una de por sí a enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.


Idéntica situación anima al Persiles, y el propósito moralizante es el mismo sólo que desde este punto de vista La española inglesa es claramente una miniatura del Persiles. O bien, si adoptamos la perspectiva inversa, se puede afirmar que el Persiles es una superfetación de La española inglesa.

También se identifica la temática de ambas novelas: el mar como fondo, la peregrinación como peripecia, el amor como móvil, y la religión como aglutinante. Esto en cuanto a la identidad entre los temas mayores de ambas novelas, pero lo mismo ocurre con los temas menores. Por ejemplo: fealdad temporaria de la protagonista inducida por venenos, fidelidad del enamorado a pesar de ese accidente, vanidad de los hechizos, identidad de situación entre Isabela-Ricaredo (Española inglesa) y Manuel de Sousa Coutiño-Leonara Pereira (Persiles), según ya hice notar en el capítulo II de esta obra. Por encima de todo esto (y quizá sea lo más concluyente y decisivo), hay que tener bien en cuenta el hecho de que La española inglesa es la primera muestra de la nueva valoración cervantina de las posibilidades novelísticas: con esa novela ejemplar el autor demuestra que ha comprendido el hecho de que la nueva caballeresca tiene que ser marítima. Hay, en la literatura filipina, una gravitación general hacia el mundo poético de la novela bizantina, y hay también una imposibilidad personal, por parte del autor para recrear el mundo caballeresco después del Quijote.297 La novela de caballerías del siglo XVII se tiene que lanzar al mar, y así el boceto marítimo de La española inglesa es superado por el inmenso cuadro del Persiles.

Y es en el Persiles donde terminan todas las trayectorias. Ya al final de su vida la muy lejana anécdota vuelve a adquirir viva inmediatez y se infunde en el complejo episodio de los falsos cautivos. De la embrollada tramoya de mentiras y ficciones que caracteriza este episodio surge el recuerdo nítido del infructuoso alcance que las galeras de don Sancho de Leiva dieron a una nave turca cargada de cautivos cristianos. Ya he dicho que se trata, probablemente, de una trasposición al Persiles de lo acaecido a Cervantes. Ahora quiero subrayar la importancia que tiene el hecho de que sólo en su última obra, que ya saldrá póstuma, «puesto ya el pie en el estribo», sólo en las postrimerías de su vida el novelista se reconciliará con la realidad de su captura, y la aceptará en la alusión explícita a las galeras de don Sancho de Leiva.

Ahora, por última vez, hay que volver la vista atrás, para abarcar todo el panorama propuesto por estas páginas. Se verá, entonces, que la misma operación de seguir el hilillo rojo de las referencias autobiográficas a la captura por los piratas turcos nos ha permitido presenciar un proceso de perfeccionamiento humano en que la conciencia y la voluntad se imponen a la fantasía y a la imaginación. Porque la versión de la captura en la Galatea (de intento soslayo los versos de la Epístola a Mateo Vázquez por su brevedad casi notarial), con el fortuito salvamento final de Timbrio, representa la imaginativa y fantasiosa imposición de los anhelos de Cervantes sobre la realidad. Nos hallamos ante una forma de cuadricular el mundo que es tan idealista en su género como la novela pastoril lo es en el suyo, y no es casualidad que en una novela pastoril vaya insertado el episodio. La rebelión contra la realidad se expresa al parigual en el episodio como en la novela.

Pero hay un lento proceso de aceptación de la realidad, que se nos revela en toda su complejidad en el Quijote, y cuya fórmula última es el Persiles, donde casan la realidad en que vive el hombre con la realidad que le espera. Y es allí donde la versión de la captura, en su elusiva brevedad, se nos da tal cual debió ocurrir en su momento: las galeras de don Sancho de Leiva dan inútil caza a la nave en que van los cautivos.

Al final de su vida, al menos en este sentido, Cervantes ceja en su imaginativa reelaboración de la realidad vivida y hay que reconocer que todo intento de reelaborar parte de un rechazo previo e implícito. Con sereno ademán se apartan ahora los frutos de la imaginación, que son deleitosas formas de engaño. Hay una aceptación y una reconciliación con lo que es y con lo que fue, con la forma de las cosas y con su espíritu. Y esto implica una heroica reconciliación con la realidad de su captura, sin engaños, cortapisas ni paliativos. Y al llegar a este momento la conciencia del hombre guía a la memoria e impone su forma a la fantasía del novelista.298

A los cuarenta años largos del acontecimiento, y después de varias recreaciones artísticas, el novelista se ha reconciliado con los datos de su vida y los acepta tales como fueron. Pero sigue siendo novelista, y por eso el episodio autobiográfico va engastado en el imaginativo cuadro de costumbres de los falsos cautivos, en una novela que el propio autor dictaminó como el mejor libro de entretenimiento que en nuestra lengua se haya compuesto.




ArribaIX. Don Quijote, o la vida como obra de arte

(A manera de coda)



I

El hombre fue creado a imagen de Dios, hecho del que nunca ha podido (o querido) olvidarse del todo. Aun en sus momentos de ateísmo más rabioso, el hombre no se ha preocupado tanto con la negación de Dios como con el hecho de emplazarse él en lugar de Dios. Y el acto de suplantar es una forma más o menos solapada, y más o menos consciente, de la imitación. Así, pues, el hombre ha necesitado siempre de modelos para sus acciones, y aun para sus aspiraciones, modelos que, en el peor de los casos y cuando las cosas van mal, le servirán de excusa o de cabeza de turco. La historia nos demuestra como de tristísima evidencia el hecho de que la capa de la emulación ha cubierto al parigual vicios y virtudes, sonadas hazañas e infames traiciones.

En este sentido, el hombre ha usado y abusado de la literatura como modelo de vida. El uso apropiado de la literatura, dentro de mi contexto de hoy, se halla en la zona amplia y general de la literatura devota, con la familiar Imitación de Cristo como modelo descollante. El abuso se produce cuando la imitación de la literatura en la vida se ve como un fin en sí mismo, sin la posible redención de un propósito trascendente. Me apresuro a agregar que la zona de deslindes entre uso y abuso es vaga e imprecisa, porque ocurre que la mayoría de los mortales vivimos una existencia centáurica, en la que adobamos hecho y ficción, realidad y ensueño. Todos los lectores del delicioso cuento de James Thurber, The Secret Life of Walter Mitty, saben muy bien que el protagonista vive en un error, pero ¿cuántos de esos lectores acertarán con el punto de origen de dicho error?

Mi tema se refiere al arquetipo de todos los Walter Mittys habidos y por haber en este mundo, a un hombre que erigió a su imaginación en credo, a un hombre que hizo de la ficción la razón de su vida, a un hombre, en fin, con cuya vida se urdió la primera novela moderna y la más grande de todos los tiempos. El tema que me propongo abordar es cómo don Quijote elevó su vida al nivel del arte, con gesto de olímpico desdén hacia la prosaica realidad. Y al impulsarle hacia dicha superación, su creador reveló para siempre esa taracea tenue y delicada que forma, de manera casi paradójica, la mezcla inextricable de realidad y ficción que llamamos vida.

El propio comienzo de la novela indica a las claras cuál sera el nuevo sistema de coordenadas que Cervantes postula entre vida y literatura. Es un comienzo clásico, sin desperdicio:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero [...].



La memoria de todos atesora el resto de la descripción. Son admirables la riqueza y variedad de detalles del retrato, que enumera y acumula rocín, galgo, olla, salpicón, lentejas, pantuflos, y mucho más. El cúmulo de detalles nos lanza irresistiblemente por la pendiente de lo que ahora llamaríamos realismo literario, pero en esa carrera perdemos de vista un hecho importantísimo: la magia verbal y palabrera del autor nos está dando sólo la exterioridad del hidalgo de marras. Los detalles amontonados son cabalmente adjetivos, pues no nos dicen nada acerca de la sustancia del hombre. Son sólo una serie de circunstancias, sin un yo que las ordene, para recordar una fórmula ya famosa. El puntillismo descriptivo de que se hace gala en este pasaje nos da la silueta de un hombre acerca de quien, en sustancia, sabemos poco y nada.

En primer lugar, el autor voluntariosamente evita darnos el nombre de ese «lugar de la Mancha». Y cabe recordar que a la geografía siempre se le ha atribuido un fuerte determinismo sobre el ser humano. No es cuestión ahora de meternos en averiguaciones científicas o seudocientíficas, al respecto, baste recordar que Martín Fierro es tan inimaginable fuera de la Pampa como Zalacaín el Aventurero lo es fuera de Euskalerria, y que los personajes de las novelas de William Faulkner se morirían por falta de oxígeno en cualquier atmósfera que no fuese la de su mítico Sur. El tema es muy hondo para meterme en él ahora, pero es evidente que, en la literatura al menos, el lugar de nacimiento ha sido entendido como una forma de determinar la conducta del personaje.

En segundo lugar, Cervantes rehúsa, en diversas oportunidades, darle un nombre concreto a su protagonista. Como dice en el pasaje que sigue al ya citado:

Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana.



Y al final de la novela no se le llama por ninguna de estas posibilidades, sino por una cuarta: Quijano. Ahora bien, en la tradición judeocristiana siempre se ha creído que el nombre personal posee una cierta cualidad mística que capta algún aspecto de la esencia de esa persona. De allí la importancia que tenía el cambio de nombre en la vida del individuo, y que tiene todavía, en casos particulares, como la vida religiosa. Nadie puede confundir a Saulo de Tarso con San Pablo, o bien a Jacob con Israel, y sin embargo son la mismísima persona, aunque con un nuevo norte en la vida. Ha habido un cambio esencial en la personalidad, y esto ha provocado una nueva orientación vital, y todo ello se expresa por un cambio de nombres. Esto se emula, y en forma muy deliberada, en el Quijote, donde conocemos al protagonista por una variedad de nombres, después que él se ha inventado el propio de don Quijote, y se lo ha conferido en acto de autobautismo. El Caballero de la Triste Figura no es el mismo que el Caballero de los Leones, y el pastor Quijotiz es producto de una reorientación vital del protagonista, que culmina en un último acto de autobautismo cara ya a la muerte: Alonso Quijano el Bueno. Pero tampoco es ésta la ocasión de meterse más a fondo en el problema de la polionomasia, acerca del cual ya dijo bastante Leo Spitzer, y también yo, en otra oportunidad (supra).

El aspecto que quiero subrayar en este momento con respecto a los nombres es doble: en primer lugar, se creía tradicionalmente que el nombre de una persona o cosa tenía una cierta cualidad definitoria. En forma característica, la Escolástica generalizó el principio y le dio rango de axioma: Nomina sunt consequentia rerum. En segundo lugar, nuestro protagonista es un hidalgo sin nombre. Este último aspecto es realmente extraordinario, puesto que un noble sin nombre es algo inconcebible, y esto por la sencilla razón de que es una cabal contradicción de términos, dado que la primera cualidad de la nobleza es el linaje, vale decir, la historia del nombre familiar. Y ahora se puede resumir lo expuesto hasta aquí en las siguientes palabras: el protagonista del Quijote se nos presenta sin el milenario determinismo de sangre, familia y tradiciones.

Esto es de capital importancia, porque las novelas escritas con anterioridad a Cervantes echaban sus cimientos precisamente sobre este tipo de determinismo, muy en particular la novela caballeresca y la novela picaresca. Los protagonistas de estos tipos de novela eran como eran porque no podían ser de otra manera. El lugar de nacimiento, el nombre, la familia, la sangre, las tradiciones, los conformaban a nativitate. Tomemos, por vía de ejemplo, la primera novela caballeresca española, el Amadís de Gaula: en ella el protagonista es hijo de la hermosísima princesa Elisena y del muy valiente rey Perión de Gaula, y nieto del rey de Bretaña. Con estos antecedentes, al lector no le puede caber la más mínima duda de que Amadís estaba predestinado a ser el héroe perfecto. O bien, como contrapartida, tomemos al protagonista de la primera novela picaresca española, el Lazarillo de Tormes (haré la salvedad de que A. A. Parker, en su excelente libro sobre el género no le considera novela picaresca): Lázaro nace cerca de Salamanca, hijo de un molinero ladrón y de una mujer que se amanceba con un negro esclavo a la muerte de su marido. Es fácil ver que el niño estaba predeterminado para ser un pícaro redomado. Y para estrechar un poco más este primer asedio al problema: tan inconcebible resulta un Amadís de Tormes como un Lazarillo de Gaula, a tal punto la magia del determinismo geográfico gravita sobre nuestra imaginación de lectores.

Hora es de notar que son precisamente esos factores que determinaron el sino de Amadís o de Lázaro los que brillan por su ausencia en nuestro caso. En comparación con estos dos protagonistas, el nuestro aparece como un nuevo Adán, exento de toda ligazón, con algo anterior a él, sin pasado que le pudiese reclamar como suyo, sin nombre siquiera que pudiese en alguna forma fijar cierto aspecto de su personalidad. Las implicaciones literarias de esta nueva actitud son prodigiosas. En el primer caso, en la literatura de ficción hasta entonces escrita, el personaje estaba inmovilizado en una situación de vida: el caballero como caballero, el pastor como pastor y el pícaro como pícaro. Así, por ejemplo, la novela picaresca se termina cuando el pícaro se arrepiente, y se torna, en consecuencia, en otro distinto al que era. Estos personajes, en cuanto materia de la narración, estaban efectivamente fosilizados en una situación de vida.

En el otro caso, en la novela de Cervantes, la vida es opción, de manera radical, una opción continua y a veces torturante entre diversas posibilidades. Por todo ello es que a la silueta del protagonista se le han recortado con cuidado todos aquellos factores que hubiesen podido coartar su libre elección. Las ubérrimas posibilidades de la vida son suyas, para poder escoger libremente entre ellas, al socaire de la geografía, la onomástica, la familia o cualquier otra traba restrictiva.

Porque, si bien se considera, el protagonista tiene, desde el mismo comienzo de la novela, múltiples posibilidades a escoger. Obsérvese que apenas el protagonista empieza a desvariar con la lectura de sus libros de caballerías, se entusiasma de tal manera con «aquella inacabable aventura», que

muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.



Es evidente que el protagonista tiene ya, desde que pisa la escena, una triple opción: seguir la vida vegetativa de un hidalguete de aldea, con sus pantuflos y palominos, o hacerse escritor, o hacerse caballero andante. El voluntarioso abandono de la vida vegetativa implica una indeclinable renuncia a ese pasado suyo que no conoceremos jamás. Esto, a su vez, implica un corte total con las formas tradicionales de la novela. El hacerse caballero andante, posibilidad la más inverosímil de todas, es la cabal expresión de su absoluta libertad de escoger. ¿Y el hacerse escritor?

Observemos que esta última opción queda posibilitada solo después de que el protagonista ha enloquecido: es su desvarío el que lo inclina a hacerse novelista y a ensartar imaginadas aventuras. Pero ésta es, precisamente, la tarea a que está abocado Cervantes, en perfecta sincronía con las posibilidades vitales abiertas a su protagonista. Cervantes está imaginando ensartar aventuras al unísono con los desvaríos literarios de su ya enloquecido protagonista. Es lícito suponer entonces que tan loco está el autor como el personaje. Y esto no va de chirigota. Al contrario, muy en serio. Debemos entender que esta deliciosa ironía es la más entrañable forma de crear esa casi divina proporción de semejanza entre creador y criatura:

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno,



dirá Cervantes al dejar la pluma. Y esa proporción de semejanza es la que libera, enaltece y dignifica a la criatura, con máxima carga de efectividad actuante. Y la adquisición de dignidad presupone, consecuentemente, la adquisición de voluntad, de querer ser él y no otro, o sea la opción vital segura y firme (supra).

Y así el protagonista escoge, firme y seguramente, y lo que decide ser es don Quijote de la Mancha, un caballero andante. (Observemos, de pasada, que don Quijote se llama a sí mismo «de la Mancha»; a Amadís y a Lázaro les llaman de Gaula, de Tormes. Autodeterminación, por un lado; determinismo, por el otro.) La mente de nuestro héroe está repleta de modelos que él decide imitar, con el fin de aproximar su vida lo más posible a la cima de perfección dentro del destino optado. En suma, desde el momento de su autobautismo don Quijote ha decidido, en forma implícita, al menos, hacer de su vida una obra de arte. El mundo en que él aspira a vivir es un mundo de arte (en su caso, de libros), y, por lo tanto, toda la prosa vil del vivir diario debe transmutarse en su equivalente poético, si aspira a tener un puesto en el nuevo orbe recién creado. Y así, comienza con su propio caballo, que no podrá permanecer más en bendito pero antipoético anonimato, y en consecuencia será arrastrado (pataleando, sin duda) a la plena luz del arte con el ponderoso nombre de «Rocinante».

Por lo menos desde la época en que Platón escribió su Protágoras, el hombre ha tratado de empinarse, suponiendo que a través de la imitación del arte le aseguraba a su vida una nueva dimensión, que se ha llamado, en los avatares de la Historia, sabiduría, virtud, fama, y muchas cosas más. Para la época del Renacimiento, este principio de la imitación de los modelos había adquirido, a su vez, una nueva dimensión, puesto que para entonces ya se daba por supuesto que el arte mismo debía imitar al arte. Para aclarar, y ser breve, citaré a Giorgio Vasari, quien en el proemio a sus Vite dei più celebri pittori, scultori e architetti (1551), había dado por sentado que «l'arte nostra è tutta imitazione della natura principalmente e poi, per chi da sé non può salir tanto alto, delle cose che da quelli che miglior' maestri di sé giudica sono condotte».

Pero la vieja idea de que la vida debe imitar al arte, y así convertirse, en alguna medida o forma, en una obra de arte en sí, esa idea mantenía todo su vigor. Nada más natural en una época que Jakob Burckhardt caracterizó, en su libro clásico sobre La civilización del Renacimiento en Italia, como la época en que se originó y tuvo máximo desarrollo el concepto del Estado como una obra de arte. Y uno no debe olvidar, como le ocurrió a Burckhardt, el papel preponderante que desempeñó el Rey Católico en la forja de este concepto. Y la plenitud del concepto, en el nivel nacional y en el nivel personal, la vino a encarnar su nieto, Carlos V, el primero y único emperador del Viejo y del Nuevo Mundo, quien en todo momento creyó firmemente en la viabilidad del concepto de la vida como obra de arte, y lo practicó con asiduidad. Son muchas las oportunidades en que su cronista Alonso de Santa Cruz alude a la conciencia artística que guiaba sus acciones, y esta cita tendrá que valer por todas:

El fin de mi ida a Italia es para trabajar y procurar con el Papa que se celebre un general Concilio en Italia o en Alemania para desarraigar las herejías y reformar la Iglesia. Y juro, por Dios que me crió y por Cristo su Hijo que nos redimió, que ninguna cosa de este mundo tanto me atormenta como es la secta y herejía de Lutero, acerca de la cual tengo de trabajar para que los historiadores que escribieren cómo en mis tiempos se levantó puedan también escribir que con mi favor e industria se acabó (II, p. 457).



Y además, al tratar de conciliar en su vida y en su política la contradicción entre las aspiraciones medievales y las posibilidades modernas, Carlos V encarnaba la verdadera esencia del ideal renacentista de armonía universal. Lo cual es otra forma de decir que Carlos V aspiró a la más noble forma de la vida como obra de arte.




II

Menciono estos hechos sólo de pasada, con el fin inmediato de proveer un telón de fondo a los ideales y a las acciones de nuestro hidalgo manchego. La práctica de don Quijote del principio de la imitación de los modelos, y sus esfuerzos para convertir su vida en una obra de arte, están de consuno con la actitud vital de Carlos V, o con los aforismos estéticos de Giorgio Vasari. Pero es poco menos que una perogrullada decir que los problemas que confrontan a don Quijote al tratar de ejercitar su ideal son propios e intransferibles, y nada tienen que ver con la política imperial o con la estética renacentista. En su caso se trata, más bien, de que son demasiadas y muy heterogéneas las cosas que le salen al paso como para triunfar en su empresa. Así, por ejemplo, los gigantes tienen una tendencia empecatada a convertirse en molinos de viento, o bien los airosos castillos a desplomarse al nivel de malolientes posadas.

Pero, por fin, llega un momento en que parece que todas las circunstancias se conjugan para favorecer el logro de su sueño. Me refiero al episodio de la penitencia en Sierra Morena, episodio central, en todos los respectos, según se verá, de la primera parte. En medio de la soledad de la montaña, alejado de los mundos de los demás, en íntima comunión con la naturaleza, nuestro protagonista se halla en el centro de un escenario pintiparado para levantar en vilo su vida al nivel del arte.

En parte inducido por la soledad de Sierra Morena, y en parte por razones más sutiles a las que aludiré más adelante, nuestro caballero decide imitar a Amadís de Gaula, su héroe caballeresco favorito. En cierto momento de su vida Amadís se había sentido desdeñado y hasta traicionado por su amada Oriana, y con la congoja del perfecto amador se había retirado a las fragosidades de la Peña Pobre a hacer penitencia. Esto es, precisamente, lo que emprenderá don Quijote, mas no sólo como una emulación de conducta, sino también, y ésta es la clave, como una imitación artística. Como dice a su escudero:

No sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco [Cardenio, de quien trataré más adelante], cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la Tierra; y será tal que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un caballero andante (I, cap. XXV).


A este fin de impeler su vida «a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un caballero andante», o sea a convertirla en una obra de arte, don Quijote explica con celo y detalle a su escudero la doctrina renacentista de la imitación de los modelos. Nos hallamos ante una versión muy personal de la mimesis aristotélica, pues en su discurso nuestro caballero mezcla de continuo la estética y la vida. Esto se hace harto evidente desde el introito de su razonamiento, que podría estar tomado de Giorgio Vasari, o de cualquier otro tratadista de arte del siglo XVI:

Cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe.


Y la cadena de sus raciocinios la remata don Quijote con el siguiente corolario silogístico:

Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare [a Amadís] estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería.


No hay que ser muy lince para ver que don Quijote confunde, adrede, sin duda, la imitación artística, plenamente justificada en la pintura, como él mismo nos recuerda, con la emulación de conducta. Un caballero andante normal (si los hubo) trataría de emular la conducta de Amadís, su fortaleza, sinceridad, devoción, y demás virtudes ejemplares, pero no trataría de imitar las circunstancias en que se ejecutaron los diversos actos de su vida, y en los que se desplegó tal conducta. Cuando lo que se imita no es más ya el sentido de una vida, sino también, y muy en particular, sus accidentes, nos hallamos con que el imitador quiere vivir la vida como una obra de arte.

Lo que llevó a don Quijote a tomar esta extraordinaria decisión en plena Sierra Morena fue, según lo explica él mismo, un limpio acto de voluntad. Sus acciones, en esta coyuntura, no tienen motivación alguna, y así lo reconoce él, de manera paladina, al admitir que no tenía razón de queja alguna contra Dulcinea del Toboso, como Amadís la tuvo contra Oriana. Al enterarse de la insólita decisión de hacer penitencia que ha tomado su amo, Sancho el cuerdo exclamará:

Paréceme a mí [...] que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necesidades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?


A lo que replicará vivazmente su amo:

Ahí está el punto, [...] y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias; el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?


(I, cap. XXV).                


Por difícil que sea, invito al lector, a guisa de ejercicio intelectual, a olvidar, por un momento, la levedad de tono de estos discursos, y a considerar, en abstracto, las implicaciones morales del acto de don Quijote. A todas luces, le falta en absoluto la motivación. En este lance es un puro acto de voluntad el que sustenta en vilo a toda su vida. Nada en la realidad justifica su acción, o el sesgo que le ha imprimido a su vida. En la normalidad de los casos, nuestra voluntad, guiada por nuestra conciencia, apetecerá ciertos objetivos más que otros (la fama sobre el dinero, la honradez más que el éxito, o bien quizá al revés), y entonces las reservas combinadas de nuestra vida respaldarán a nuestra voluntad a machamartillo. Pero al llegar a esta coyuntura en la carrera de nuestro caballero andante, esta relación normal ha sido puesta exactamente del revés: en vez de sustentar los objetivos de la voluntad con todas las fuerzas del vivir, la vida de don Quijote, desasida de la realidad, se halla con el único apoyo de la voluntad. Es algo, así como el acróbata de circo, que por unos instantes sustentará todo el peso de su cuerpo en precario equilibrio sobre su dedo índice.

A riesgo de subrayar lo archipatente, recordaré que en el esquema normal de las cosas el cuerpo humano es el que empuja y sustenta al dedo índice, y no al revés. De darse alguna vez esta última posibilidad, me imagino que los resultados bien podrían ser calamitosos. Todo esto es un rodeo para decir que nuestra vida íntegra está arraigada, en forma inconmovible, en el funcionamiento normal de las eternas relaciones entre sujeto y objeto. Pero con don Quijote en Sierra Morena parece, más bien, como si su voluntad se hubiese convertido en su propio sujeto y objeto, de la misma suerte que el índice del acróbata de circo es a la vez su dedo y su sustento corporal. Nos hallamos ante un caso en que la voluntad se ha trascendido a sí misma al anular la relación normal entre sujeto y objeto.

En este momento ha ocurrido un gravísimo quebranto en el orden de la vida, porque la consecuencia insoslayable de todo lo antecedente es que ha cesado de existir la relación normal entre causa y efecto. Y el eterno juego reflexivo, de lanzadera, entre causa y efecto es lo que alumbra a nuestra conciencia, y le imparte el conocimiento de que una causa determinada provocará un efecto específico. Esto, a su vez, es lo que da sentido, unidad y dirección a nuestras vidas.

Este quebranto de máxima gravedad en el esquema eterno de las cosas es lo que los moralistas modernos llaman el acto gratuito. Y con don Quijote haciendo penitencia en Sierra Morena nos hallamos confrontados con el primer acto gratuito de la literatura. Por primera vez, en las letras occidentales, al menos, un artista se ha lanzado a explorar los problemas y posibilidades que surgen cuando la voluntad de un hombre se convierte en su propia conciencia.

Quizá una breve excursión por la historia literaria más moderna ayudará a esclarecer algunas de las implicaciones de la acción de don Quijote. Porque no se puede negar que la penitencia de Sierra Morena, vista desde este punto de mira, abrió la caja de Pandora que encerraba los más graves problemas morales de conducta. Debemos recordar, como punto de partida, que nuestra edad moderna ha asignado a los problemas de moral el puesto de privilegio que en épocas anteriores habían ocupado los problemas metafísicos. Y este reajuste de nuestra axiología ha provocado, en consecuencia, el replanteo en forma radical del problema del individualismo. Y el individualismo, llevado a su expresión última, exige el acto gratuito. En mi sentir, el precursor de más talla en la tarea de la compostura intelectual del individualismo fue Dostoievski, quien introdujo la idea de un hombre-Dios para reemplazar la tradicional de un Dios-hombre. Claro está que no es coincidencia alguna que desde su primera gran novela Dostoievski se aboque a explorar las honduras del acto gratuito, o sea las posibilidades y consecuencias del actuar humano en libertad absoluta. Cuando Raskolnikov asesina a la vieja prestamista en Crimen y castigo nos hallamos ante un acto gratuito, o al menos ésta es la forma en que Raskolnikov quiere que se interprete su acción. Y cinco años más tarde, Dostoievski volvió a la carga, y dio más prolongado asedio al problema en Los endemoniados, en las interminables pero profundas discusiones de Kirilov acerca de Dios, del suicidio y de una posible autoapoteosis a través de la entrega voluntaria y gratuita a la muerte.

André Gide fue un gran admirador del novelista ruso, y como testimonio nos dejó un buen libro sobre Dostoievski, aunque la obra es mejor aún como fuente de estudio acerca del propio Gide. Pero nos dejó, además, otro tipo de tributo acerca de la influencia que Dostoievski ejerció sobre él, y al «compromiso» moral de ambos con los problemas del acto gratuito. En Les caves du Vatican, el protagonista, Lafcadio Wluki, es la versión que Gide da del «hombre libre», tipo humano que cuenta entre sus antepasados literarios con el Julien Sorel de Stendhal, y con el recién mencionado Kirilov de Dostoievski, y que apunta al Meursault de Camus, de quien hablaré de inmediato. Lafcadio empuja de un tren en plena marcha a un hombre a quien no ha visto en su vida, y comete un asesinato que no le reportará beneficio alguno. Se trata de un crimen insensato, desde luego, como el de Raskolnikov, y que Lafcadio, al igual que el personaje de Crimen y castigo, tratará de racionalizar, en su coleto, como un acto gratuito.

En años todavía más recientes, Albert Camus, que tuvo tempranos resabios de Gide, demostró en repetidas ocasiones su propio fervor por Dostoievski, con alguno de cuyos personajes compartió una predilección por el absurdo, que el novelista francés elevó a culto y clave existencial. No es extraño, pues, que Meursault, protagonista de su novela L'etranger, cometa un asesinato irresponsable, acto en el que los modernos parecen haber cifrado la gratuidad, a exclusión de cualquier otro. De todas maneras, Camus tuvo la precaución de justificar ideológicamente a Meursault y su acto gratuito en Le mythe de Sisyphe, colección de ensayos publicada el mismo año que la novela. Y por el momento no hay necesidad de prolongar más esta breve excursión, que ha cumplido con el recorrido mínimo necesario para mis fines actuales.

Me proponía mostrar las diferencias que van del primer acto gratuito, con conciencia de tal, que registra la literatura de Occidente, a sus versiones de hogaño. La característica más evidente en las versiones modernas es que ha desaparecido por completo el sentido ético de la vida, escamoteo ideológico que nuestras generaciones pagan a diario. En un sentido radical, en estas versiones la vida se ha convertido en poco más que en una dimensión de la voluntad del hombre. Así se explica que Raskolnikov y sus congéneres hayan erigido su amoralismo criminal en una nueva suerte de standard social.

¡A qué distancia estamos de las acciones de don Quijote, que no presentaron crimen alguno! En el caso de nuestro hidalgo no hay crimen, pero sí hay error, y esto porque, arrebatado por su deseo imaginativo de vivir la vida como una obra de arte, ha permitido que su voluntad se convierta en autosuficiente. Al ocurrir esto, su conciencia ha quedado arrinconada en el trasfondo de su espíritu, y la voluntad, ya en libertad absoluta, se ha entregado con fruición a los dictados de la imaginativa. Bien es cierto que esto es ocurrencia casi diaria en la vida de don Quijote, pero con una diferencia esencial: en todas las otras ocasiones el correctivo apropiado no ha faltado nunca, ya sea en la forma de molinos de viento, venteros, encantadores o duques.

Frente a todo esto, y por contrapartida, el episodio de Sierra Morena se singulariza porque, en primer lugar, las circunstancias no podrían haber sido más propicias para vivir la vida como obra de arte, y en segundo lugar, porque, al parecer, no hay correctivo apropiado a lo que es un evidente error del caballero. Esta última característica sí sería totalmente insólita en las obras de Cervantes, el novelista ejemplar. El hecho es que el castigo del protagonista está allí, sólo que bien envuelto en una ironía, característica la más propia, quizá, del estilo cervantino. La reprimenda que el autor dirige a su protagonista emboza su mueca irónica en los siguientes términos, que se hallan al final del capítulo XXV, cuando Sancho ha pedido a su amo que haga un par de locuras sobre las que él pueda informar a Dulcinea sin cargo de conciencia:

Y desnudándose [don Quijote] a toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco.


La imagen mental que evocan estas frases provocará la risa del más curtido, y en esa hilaridad cifra Cervantes su reprobación. La repulsa viene provocada porque don Quijote ha creído que con su vida podía imitar al arte, sin pararse a medir las consecuencias, y que emprender tal imitación justificaba el liberar a su voluntad de su conciencia. Por todo ello, el episodio se redondea con la desrealización irónica de los logros de la voluntad: el héroe, en paños menores, expuesto al escarnio del lector.

Pero las acciones de don Quijote tuvieron consecuencias de un tipo totalmente inesperado, tanto para él como para el lector. En este sentido, en el hecho de que en toda la obra no hay episodio, ni incidente siquiera, que no tenga alguna forma de continuación, el mundo novelístico del Quijote es como el antecedente literario de la ley de Lavoisier acerca de la conservación de la materia, nada se pierde, todo se transforma. La repulsa que ha recibido el protagonista no ha sido digna de él, y, en última instancia, y bien pensado, tampoco ha sido digna de Cervantes. El ridículo puede ser correctivo, pero malamente puede ser ejemplar, y la ejemplaridad es una de las directrices del arte cervantino, aunque el bizantinismo crítico todavía se enzarce en polémicas al respecto. Por lo tanto, el episodio del acto gratuito tendrá un suplemento ejemplar.

Sancho abandona la Sierra Morena para ir al pueblo de Dulcinea, y llevarle el mensaje escrito del amor de su amo, y el testimonio visual de sus locuras. En el camino se encuentra con el Cura y el Barbero, les cuenta los disparates de su amo, y éstos deciden entonces sacar a don Quijote de la Sierra Morena (por engaño, claro está), y llevarle a curar a su pueblo. A este propósito pronto obtendrán la ayuda de Dorotea, quien se disfrazará de la desvalida princesa Micomicona. Todos juntos, regresan a las fragosidades donde había quedado el penitente don Quijote, y al encontrarle Sancho se ve obligado a inventar unas paparruchas descomunales acerca de Dulcinea del Toboso, para cohonestar un mentido viaje que sólo había realizado en la imaginación. En el curso de esta conversación entre amo y escudero, don Quijote dirá:

Has de saber que en este nuestro estilo de caballerías es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros.


A lo que replicará Sancho:

Con esa manera de amor [...] he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí sólo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena. Aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.


(I, cap. XXXI).                


La verdad, como suele, ha hablado otra vez, por boca de los simples: ex ore stultorum veritas. Porque lo que Sancho acaba de expresar, con entrañable candidez, es el único verdadero y deseable acto gratuito. En la historia de la espiritualidad española, esa clase de amor divino que Sancho ha tratado de describir se conoce con el nombre de «doctrina mística del amor puro». El más apasionado expositor de dicha doctrina fue San Juan de Ávila, cuyos escritos sirvieron de modelos en muchas ocasiones a Santa Teresa. Pero la expresión literaria más directa y perfecta de esa doctrina se encuentra en el famoso soneto anónimo «A Cristo crucificado», contemporáneo aproximado de nuestra novela. Lo copiaré para que no queden dudas acerca de las analogías, y hasta de algún eco verbal que se puede hallar en las palabras puestas en boca de Sancho:


    No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
    Tú me mueves, Señor; muéveme el verte  5
clavado en esa cruz, y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas, y tu muerte.
    Muévesme al tu amor en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara;  10
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
    No me tienes que dar, porque te quiera;
que aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


En estos versos se expresa la única forma propia y verdadera del acto gratuito, no tal como lo había llevado a cabo don Quijote. El soneto describe la verdadera liberación de la relación eterna entre causa y efecto, y Sancho se hace eco de esa doctrina. Al contrario de don Quijote, Raskolnikov y parentela, casos en los que la voluntad del hombre se convierte en su propia conciencia, en las palabras de Sancho, y en el soneto, nos hallamos con la cabal explicación de cómo la conciencia del hombre llega a convertirse en la voluntad de sí misma. Y si ésta es la repulsa final del acto gratuito de don Quijote (como lo es, sin duda), también debe servir para la más profunda edificación del lector. A pesar de lo que pensaba William Blake, no toda la literatura tiene que ser demoníaca.




III

Esta parte del análisis del concepto de la vida como obra de arte nos ha llevado más bien lejos de la materia inicial. Volvamos al principio del episodio de Sierra Morena, donde dicho concepto se halla mejor expuesto, y démosle nuevo rodeo para examinarlo desde otro punto de vista. Las verdades duraderas sólo se rinden como Jericó, ante diversos asedios. Por eso es que a Wilhelm Dilthey, el embajador de las Geisteswissenschaften, le gustaba decir que das Leben ist eben mehrseitig (la vida es, precisamente, multilateral). Tres siglos antes que Dilthey, Cervantes había cimentado todo su universo poético sobre el mismísimo concepto. En consecuencia, multiplicidad de perspectivas es lo que exige cualquier aproximación a Cervantes, y esta lección debe ser conminatoria para el crítico.

Queda dicho, y el hecho estará en la memoria de todos, que Don Quijote no es el único loco que anda suelto por la Sierra Morena. También vaga por allí Cardenio. Amo y escudero le ven por primera vez a la distancia, corriendo y saltando, semidesnudo, de roca en roca. Más tarde, un pastor cabrerizo les contará algo de la historia de Cardenio, y al explicar su andrajosa apariencia recuerda que

así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta.


(I, capítulo XXIII).                


Poco después, el propio Cardenio empezará a contar su historia, pero sólo previa condición de que no se le interrumpirá por ningún motivo. Lo malo es que, en el calor de su relato, menciona de pasada el nombre de Amadís, y con esto se dispara la imaginativa de don Quijote, quien no puede con su genio y le interrumpe. Y para abreviar lo bien conocido, todo termina en una desaforada zurribanda, en que Cardenio les mide las espaldas a gusto a amo, escudero y cabrerizo.

He dejado en este breve resumen, y con toda intención, los dos elementos que definirán la inaudita decisión de don Quijote de hacer penitencia en la Sierra Morena a imitación de Amadís. La idea de penitencia, desde un principio, va asociada con el nombre de Cardenio, y es éste mismo quien introduce el nombre de Amadís. Los dos términos se asocian en el subconsciente de don Quijote (o en su inconsciente, para decirlo con Jung), y así toma cuerpo la idea de imitar la penitencia de Amadís. Lo que la conciencia del caballero andante apreciaba y valorizaba como un acto gratuito, queda vulgarizado por el psicoanálisis moderno y reducido a la categoría de una simple asociación de ideas libre y subconsciente.

Una relación mucho más obvia entre don Quijote y Cardenio es la que nos propone el autor al llamar a este último, cuando pisa la escena, el Roto de la Mala Figura, así como a don Quijote le llamaba el Caballero de la Triste Figura. Es a todas luces evidente que Cervantes quiere que sus lectores acepten a Cardenio como una especie de alter ego del hidalgo manchego. Esto está bien claro; lo que es un poco más sutil es el hecho de que por tal procedimiento el autor hace que el episodio de Sierra Morena empiece con un amplio movimiento pendular entre la locura (don Quijote, Cardenio) y la cordura (Sancho, el cabrero). En consecuencia, tenemos de un lado el polo anormal de los dos locos, que por definición se puede considerar como irracional y absurdo, y por el otro lado el polo normal de Sancho y el cabrero, razonable y sensato.

Pero esta impresión inicial no tarda en desaparecer. Queda mencionada la paliza que Cardenio propinó a los otros tres personajes. Pues bien, mientras él se aleja, pavoneándose y victorioso, sus víctimas quedan despatarradas, doloridas y quejosas, hasta que de pronto

levantose Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero.


(I, cap. XXIV).                


Y el desenlace inevitable es que se arma otro zipizape lamentables proporciones. El lector, alarmado, bien se puede preguntar: ¿qué ha pasado con la lógica en esta ocasión? Es evidente que el mundo aparentemente normal de Sancho y el cabrero también está gobernado por lo irracional y lo absurdo.

Esta nota sienta la tónica de todo el episodio de la penitencia de don Quijote en Sierra Morena, que tendrá lugar de inmediato. Después, por medio de las artimañas del Cura, el Barbero y Dorotea, don Quijote sale, ufano y engañado, de las serranías, y con esto se cierra el episodio. Pero antes de abandonar la Sierra Morena se encuentra la comitiva con Andresillo, aquel niño que allá por el capítulo IV don Quijote había encontrado atado a un árbol y recibiendo una zurra de su amo, hasta que el recién armado caballero andante le socorrió y rescató. Pero todo el mundo recordará que no bien el caballero se marchó, Juan Haldudo el Rico volvió a atar a Andresillo al árbol, y le atizó más palos que nunca. Ahora, en las faldas de Sierra Morena, don Quijote quiere que Andrés cuente a los demás viandantes del gran entuerto que él desfizo en aquella ocasión. Así lo hace Andrés, pero al recordar la segunda tanda de azotes, no deja de añadir:

De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa.


(I, cap. XXXI).                


Cabe preguntarse otra vez: ¿es lógico que Andresillo acuse a su libertador por la paliza recibida? ¿No parece, más bien, que el mundo de Andresillo está gobernado asimismo por lo irracional y el absurdo? Pero lo más significativo de todo esto es que la penitencia de don Quijote queda nítidamente enmarcada entre los puñetazos irracionales que Sancho propinó al cabrero (cap. XXIV) y la ilógica acusación de Andrés a don Quijote (cap. XXXI). Resulta evidente, ahora, que el acto gratuito de nuestro caballero, que es absurdo por ser inmotivado, se corresponde estrechamente con las reacciones absurdas de Sancho y de Andrés. Como corolario de todo esto podemos decir que si el mundo de don Quijote está gobernado por la lógica del absurdo, los mundos de Sancho y de Andrés están gobernados por el absurdo de la lógica.

Al llegar a esta vuelta del camino, conviene tender la vista hacia atrás y ver qué ha pasado con el concepto de la vida como obra de arte. Mucho me temo que el episodio de Sierra Morena no nos da una respuesta cabal y cumplida a nuestra pregunta, aunque sí constituye la mejor ilustración del concepto. Así y todo, creo que no erraré mucho si propongo al lector, a título provisional, la siguiente conclusión: Cervantes no encontraba nada de malo con el concepto de la vida como obra de arte en sí, pero no es menos evidente que tenía muy serias reservas mentales acerca del concepto de por sí.




IV

Si queremos proseguir esta cacería hasta el momento de cobrar la pieza (en nuestro caso, la idea, praxis e implicaciones de la vida como obra de arte), debemos seguirle la pista en la segunda parte de la novela. Allí, en el episodio central de la Cueva de Montesinos, creo que la acorralaremos.

La imaginativa del lector debe quedar alertada por la muy significativa correspondencia que existe entre el episodio de la Cueva de Montesinos y el episodio de la Sierra Morena. Téngase muy en cuenta que éstas son las dos únicas ocasiones en toda la obra en que don Quijote se queda totalmente a solas. (No cuenta, desde luego, la primera salida, porque antedata a la creación de Sancho.)

Y en ambas ocasiones de soledad cerrada, el caballero andante sueña con el mundo perfecto del arte, en la Sierra Morena con sus ojos bien abiertos y en imitación activa del mismo, en la Cueva de Montesinos con los ojos cerrados y en imitación pasiva. Y el ensueño despierto ocurre en lo alto de la Sierra Morena, expuesto al aire, a la luz y al viento, mientras que el sueño dormido transcurre en lo más hondo, oscuro y recogido de una sima llamada la Cueva de Montesinos. La correspondencia de los episodios ha alcanzado el punto de la simetría. No hay duda: la altura de Sierra Morena se corresponde con simetría de arte y de pensamiento con lo profundo de la Cueva de Montesinos. (Dentro de la segunda parte, el punto simétrico de la Cueva de Montesinos, en los sentidos indicados, es la aventura de Clavileño. Pero ése es otro cuento.)

Para su aventura subterránea don Quijote necesita un guía, lo que asocia su experiencia, si pensamos en influencias y en paralelos literarios, al descenso al Averno de Eneas con la Sibila, o al viaje infernal de Dante con Virgilio. Pero en forma mucho más característica y concreta, esa misma circunstancia singulariza a este episodio de los demás, ya que la existencia de un guía coarta el azar, y el azar constituye la razón de ser de todo caballero andante. Por todos estos motivos, el guía de don Quijote merece toda nuestra atención.

Se trataba de un «famoso estudiante, muy aficionado a leer libros de caballerías» (II, cap. XXII). Hélas, de la littérature!, exclamará alguno, y hasta pensará que nos hallamos ante un burdo artificio cervantino para aparear al guía y a don Quijote, así como en la primera parte había equiparado a don Quijote y a Cardenio. Que algo de esto hay es innegable, pero creo que conviene sutilizar un poco, y ahondar más en la lectura. Bien pronto se hace evidente que el estudiante-guía está tan ahíto de literatura como el caballero andante, pero la indigestión libresca ha producido resultados diferentes. Esto se pone bien en claro en la conversación que entablan los dos camino de la cueva. En el curso de esta charla (cap. XXII) se entreteje un buen número de disparates, pero hay un radical contraste entre el disparate erudito del estudiante y el disparate fantástico en que incurrirá poco más tarde don Quijote al narrar su experiencia subterránea. Conviene ahora citar al estudiante, para enterarnos de las disparatadas metas que ha puesto a su vida:

Otro libro tengo [escrito] que le llamo Suplemento a Polidoro Virgilio [...] que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para el morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinticinco autores.


(II, cap. XXII).                


Estos disparates constituyen la verdad certificada, y certificada nada menos que por veinticinco autoridades distintas, pero yo creo que se puede decir, sin exageración ni malicia, que el mundo ha reaccionado con bastante indiferencia ante tales problemas. Pero muy distinto es el caso que nos presentará el disparate imaginativo de don Quijote, cuando más tarde, al salir de la cueva, cuenta a la compañía lo que allí había visto. Al narrar lo visto en su visión o sueño, don Quijote ensarta un verdadero disparatario, que se nos presenta como una supuesta mentira, evaluación que subraya Sancho con su actitud escéptica.

Ahora bien, los hallazgos librescos del estudiante son una supuesta verdad, lo que se hace claro, a su vez, no solo por el cúmulo de autoridades que cita, sino también por la respetuosa acogida que tienen sus afirmaciones entre los viandantes. Sin embargo, este disparate erudito se recibe hoy con desinterés. Frente a esto tenemos las supuestas mentiras de don Quijote, que cree haber hablado con héroes del Romancero y haber visto a Dulcinea encantada. Lo que dice don Quijote constituye un disparate imaginativo, fantástico y hasta mendaz; sin embargo, nos debe plantear unas inquietantes preguntas. Lo que el hombre imagina, sueña o piensa, ¿es verdad? Y al no poder ser verdad empírica, entonces ¿qué tipo de verdad será?

La extraña atracción que la cueva ejerce sobre don Quijote se explica por el nombre de Montesinos, nimbado como estaba por el prestigio tradicional del Romancero. A su alrededor, como una aureola, brillaban los nombres de Durandarte, Belerma y Roncesvalles. Todos estos nombres se conjugaban en la ofrenda póstuma de Durandarte, quien hizo que su primo Montesinos llevase su corazón a Belerma, como última prueba de amor eterno.

Ésta era la triste y ejemplar historia que cantaban los romances épicos. Y conviene subrayar ahora, antes de seguir adelante, que esa versión altamente idealizada y hasta romántica de estas vidas épicas, constituía la única forma posible de que don Quijote conociese la leyenda de Montesinos, Durandarte y Belerma. Sólo los romances épicos cantaban esta historia; en el siglo XVII no existía otra fuente o versión de ella, un hecho que bien vale la pena recordar, dada la deformación que la leyenda sufrirá en el magín de don Quijote. Y precisamente, las razones para esa deformación, y el sentido de la misma, constituyen el meollo del problema a resolver.

Ya insinué, con anterioridad, que el episodio de la Cueva de Montesinos se puede clasificar, de una manera superficial, como una parodia del descenso de Eneas a los infiernos. También se puede decir que es una parodia del paraíso subterráneo que juega tan destacado papel en las leyendas artúricas de la búsqueda del Santo Grial. Pero la cuestión de los posibles modelos literarios ni me atañe ni me inquieta en esta ocasión, porque Cervantes, como siempre, renueva de una manera radical el tema, al dar un cariz problemático a las experiencias tradicionales. Así, por ejemplo, el episodio se desdobla en dos planos: uno se mantiene anclado firmemente en el lugar común, al igual que lo están Sancho y el estudiante. El otro plano nos llevará, de la mano de don Quijote y su fantasía, mucho más allá de las verdades empíricas. Porque la aventura en sí tiene lugar al otro lado del tiempo, y del espacio, y de la materialidad de las cosas.

Todo esto es de una novedad absoluta. En la época de Cervantes se conocía y se practicaba un tipo de novela fantástica que, en su expresión más sencilla, estaba representado por los cuentos de Luciano y sus imitadores y por las utopías. Pero esta novela era fantástica precisamente porque se colocaba con cuidado de espaldas a la realidad. Para la mente del Renacimiento, al contrario de lo que pasa hoy día, lo fantástico implicaba un divorcio previo de la realidad. Pero aquí, en este episodio, realidad y fantasía se dan apoyo mutuo, se complementan y redondean. Así ocurre, por ejemplo, en la discusión acerca del puñal que, según la leyenda, Montesinos utilizó para sacarle el corazón a su primo. Don Quijote dice:

Respondiome [Montesinos] que en todo decían verdad [los romances], sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.


Sancho, normalmente, tiene dificultad para concebir lo fantástico, aunque para la época de la aventura de Clavileño ya se habrá avezado a su trato, y así contesta, con los pies bien plantados en la firme realidad cotidiana: «Debía de ser el tal puñal de Ramón de Hoces, el Sevillano», haciendo referencia a un espadero famoso de la época. Pero don Quijote argüirá:

No sé, pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años.


Es este un caso en que la realidad de un espadero sevillano actualiza, y problematiza, la fantasía del puñal épico.

El hecho de que vamos a ingresar en un mundo totalmente nuevo se subraya con celo por el autor, al introducir un concepto de tiempo casi desconocido por la literatura tradicional, aunque no por el folklore. Todo él mundo recuerda que hay una discrepancia entre el tiempo que piensa don Quijote haber pasado en la cueva (tres días, según sus cálculos), y lo que afirma Sancho, que sólo ha podido contar una hora. La autoridad de Bergson aclara el problema y resuelve la discrepancia, porque el hecho es que nos hallamos ante un ejemplo clásico de temps y durée. Don Quijote y Sancho Panza se han topado en la encrucijada del tiempo cronológico y del tiempo psicológico.

Para volver a la terminología de Bergson: Sancho está hablando de tiempo, que es una convención arbitraria, que, en sentido radical, cae por fuera de nuestra experiencia, mientras que don Quijote está hablando de duración, que es lo que nuestro subconsciente almacena para medir y categorizar nuestras experiencias. Y con el choque polémico de ambos conceptos, sustentados respectivamente y con tesón por amo y escudero, Cervantes ha abierto de par en par la puerta que conduce a la plena vida del subconsciente. La novedad de tal tipo de buceo en la literatura occidental es absoluta.

Hora es de recordar que durante toda la aventura don Quijote está solo. Y creo necesario insistir en lo extraordinario de tal circunstancia. Si el Quijote es la más grande novela-diálogo que se ha escrito, como creo yo, es, precisamente, por concebir al diálogo como situación humana, y no como forma artística. Pero claro está que la soledad del protagonista da al traste con todo esto. Por eso, don Quijote no queda nunca solo en escena, salvo las dos excepciones ya dichas: la primera salida, de soledad forzada por la inexistencia de Sancho Panza, y la penitencia de Sierra Morena, que obedece a los muy concretos principios artístico-ideológicos ya expuestos. Tenemos aquí, pues, otro rasgo a añadir a la creciente singularidad de este episodio.

Allá en lo más profundo de la Cueva de Montesinos, don Quijote se queda a solas con su mundo, ese mundo que él ha creado tan voluntariosamente, ex nihilo, como debe ser, y cuya integridad él defiende con el celo del taumaturgo. Allí tiene, por fin, la oportunidad y el vagar suficientes como para mirar detenidamente a su mundo por dentro. Tal ocupación le ha sido negada hasta el momento, ante el asedio continuo que sufre su mundo a manos de huéspedes indeseables y de realidades indeseadas. Pero en esta ocasión, la cueva (símbolo freudiano, dirán algunos ahora) sirve de aislante y de refugio, y entonces don Quijote puede descuidarse, descansar y escudriñarse.

Es muy indicativo que en su protegida soledad, don Quijote se dedique a soñar. Hasta cierto punto, esto no es nada nuevo, pues don Quijote ha soñado despierto siempre, como en la penitencia de Sierra Morena, cuando despierto se sueña un nuevo Amadís. Pero entonces se trataba de sueño de soñar, para usar la terminología tan grata a Unamuno, mientras que aquí, en el fondo de la cueva, se trata de sueño de dormir, mas un sueño de dormir con ensueños. Ahora nuestro héroe se sueña a sí mismo despierto: no sueña despierto, sino que sueña con la vigilia.

Esta circunstancia me permite hacer algunas observaciones previas. La creencia común y tradicional era que el sueño implicaba una abdicación temporaria de la voluntad, al punto que en algunas religiones primitivas (el Inca Garcilaso lo atestigua para sus hermanos de raza) se suponía que durante el sueño el alma se separaba del cuerpo, el tipo de abdicación más completa que cabe imaginar. Lo capital de todo esto es que en el sueño la actividad consciente de la voluntad se suponía paralizada. En consecuencia, lo que veremos en el sueño de don Quijote será su mundo por dentro, en un momento en que los resortes de la voluntad están en descanso. Y algo sobre lo que no cabe discusión es que lo único que soporta y apoya la estructura de ese mundo es la tensión de su voluntad hercúlea.

Por lo tanto, lo que nos brinda esta aventura es una verdadera visión del subconsciente (o del inconsciente, si se prefiere la terminología de Jung), tal cual éste se expresa en sueños. Desfilarán ante nosotros en la lectura, una serie de imágenes inconexas, al parecer sin mayor orden ni sentido. Las imágenes, además, recorrerán la gama que va desde las cumbres épicas (o sea la materia original de los romances de Montesinos y Durandarte) hasta lo más ordinario y fisiológico de la naturaleza humana (como las alusiones al mal mensil que aqueja a Belerma).

No quiero hacer demasiado hincapié en una interpretación freudiana de la literatura, porque estimo que su valor es limitado para penetrar en las obras de un pasado más o menos remoto. Pero no quiero dejar de autorizarme con el lenguaje a la moda, y por lo tanto diré que el sueño de don Quijote está constituido por una libre y subconsciente asociación de ideas, que se ven sublimadas en el momento de aflorar a la superficie.

Soy el primero en reconocer que esto nos dice poco y nada, pero trataré de reintegrarlo al marco de todo el episodio de la Cueva de Montesinos, para buscarle allí su sentido. Al comienzo del episodio nos hallamos confrontados por dos hechos de realidad empírica: uno, la existencia del guía, que es además estudiante, y que, por lo tanto, según la costumbre de la época, estaría vestido con su ropaje académico y universitario. Dos, la existencia real en la Mancha de un lugar llamado la Cueva de Montesinos. En el sueño de don Quijote se lleva a cabo un proceso de libre asociación y de sublimación de estos dos hechos empíricos, y el resultado es que Montesinos aparece con todo el solemne atuendo de un doctor. Así lo describe don Quijote:

Hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba; ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura.


(II, cap. XXIII).                


Debo aclarar, subrayar y reiterar que en la tradición épica de Montesinos no había absolutamente nada que justificase su aparición vestido de tal guisa, more academico. En los romances él era un valeroso caballero de la corte de Carlomagno, y más afortunado que su primo Durandarte, sobrevivió al desastre de Roncesvalles. Lo que ha habido es un proceso de contaminación, o de libre asociación, entre los términos estudiante-guía y Cueva deMontesinos. Las características de uno se han trasvasado al otro, y si el resultado es un Montesinos antitradicional, hay que reconocer que es un Montesinos de perfecto acuerdo con el mecanismo de los sueños.

Una vez que Montesinos pisa la escena, entonces ocurre una nueva y más simple asociación de ideas. En todos los romances Montesinos está íntimamente relacionado con su primo Durandarte, al punto que se les consideraba inseparables. Por lo tanto, el sueño enfoca ahora a Durandarte. Pero éste, a su vez, estaba tradicionalmente asociado con su amor eterno por Belerma. Aparece Belerma, en consecuencia. Y al llegar a este punto en el sueño, con Belerma en la escena, y con la evidencia física, por lo tanto, del puro e inquebrantable amor que se guardaba con Durandarte, en este momento se le añade el último eslabón a la cadena. La idea de un amor puro, eterno, inquebrantable penetra hasta el hondón del subconsciente de don Quijote, ya que tales sentimientos están siempre asociados por él con su amor por Dulcinea. Y así aparece en escena Dulcinea. Y con esto el sueño y la aventura llegan a su fin, pero no sin haber descrito antes un circuito completo y perfecto, de la mente de don Quijote al pasado legendario de los romances carolingios, y de ese pasado de vuelta a las más íntimas entretelas del pensamiento de don Quijote, donde su amor ha creado un altar para Dulcinea.

A todo lo largo de esta serie de asociaciones ha ocurrido una interpenetración de lo más original y fértil entre realidad y sueño, entre memoria y subconsciente. Por ejemplo: otra de las sesudas tareas a que se dedicaba el estudiante-guía era a averiguar quién había sido la torre de la Giralda, o bien los prehistóricos toros de Guisando, preciosa e inestimable información que enriquecería, en la ocasión, su mamotreto sobre las Metamorfóseos o Ovidio español. Si transportamos al mundo de los sueños ese tipo de información seudoempírica que desasosiega al estudiante, veremos cómo esa misma información es la que preludia, explica y justifica la historia que Montesinos cuenta a don Quijote acerca de Guadiana, escudero de Durandarte, y de Ruidera, dueña de Belerma. Al pasar revista Montesinos a los personajes que están encantados en la cueva, dice así:

Solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean.


(II, cap. XXIII).                


Un río de la realidad geográfica de España, como el Guadiana, y unas lagunas asimismo reales, como las de Ruidera, se ven explicados en términos cabalmente ovidianos, como si se tratasen de personajes metamorfoseados de la leyenda carolingia. Y el sueño de don Quijote explica hasta las características más propias y notables del río Guadiana. Estimulada por la memoria y desembarazada de los acosos de la vigilia, la imaginación de don Quijote acaba de añadir todo un nuevo capítulo a las Metamorfóseos o Ovidio español que tenía en fárfara el estudiante-guía, y así lo reconoce éste más tarde (II, capítulo XXIV). En este caso, como en tantos otros, la memoria ha acicateado al subconsciente, y el sueño explica y redondea la realidad empírica. Hoy en día, saturados de psicoanálisis como estamos, todo esto nos puede parecer casi pueril, pero en su época esto representaba extraordinaria audacia, ya que lo que estaba haciendo Cervantes era añadir toda una nueva dimensión a la literatura (y en consecuencia, a la realidad), al internarse en zonas no abordadas por el arte.

En el sueño de don Quijote, Dulcinea aparece encantada, en figura de una tosca y fea aldeana, y no como la hermosísima princesa del Toboso, a que nos tiene acostumbrados la estimativa del caballero manchego. Será conveniente considerar este simple hecho desde varios puntos de mira, para poder apreciar en conjunto todo su litoral, lo que nos permitirá, además, comprobar el aserto orteguiano de que «la verdad es un punto de vista».

En primer lugar, en la atmósfera de tupido encantamiento que se respira en la Cueva de Montesinos puede parecer propio y hasta natural que Dulcinea aparezca encantada. Pero este artificio impide que nadie, ni el propio don Quijote, se pueda acercar a la realidad esencial de Dulcinea, ya que el encantamiento funciona siempre de manera que cambia las apariencias de un objeto o persona de suerte tal que resulta imposible reconocer su verdadera esencia. Así, por ejemplo, un gigante encantado es un molino de viento, o el belicoso Caballero de los Espejos se convierte, después de su encantamiento, en el sabihondo bachiller Sansón Carrasco. O sea que Dulcinea encantada es Dulcinea desrealizada, más lejana e intocable que nunca.

En segundo lugar, el hecho de que Dulcinea aparezca encantada es un nuevo ejemplo de la memoria espoleando al subconsciente. Porque la última vez que don Quijote había visto a Dulcinea, en el capítulo décimo de la segunda parte, ella estaba encantada (si de eso se trataba), por obra y gracia del socarrón de Sancho. Pero en el mundo del Quijote no se permite jugar con las apariencias ni con las esencias de las cosas, y así Sancho, hacia el final de la novela, tendrá que pagar su engaño con tres mil azotes «en ambas sus valientes posaderas» (II, cap. XXXV). Lo cual es otra manera de comprobar que en el mundo del Quijote «nada se pierde, todo se transforma».

Y por último, el hecho de que en su sueño, vale decir, en su subconsciente, don Quijote acepte sin vacilar el encantamiento de Dulcinea, esto nos da la cabal medida de la decadencia, quebrantamiento y abdicación de su voluntad. La evidencia casi visual de tal medida la dan unas arrogantes palabras que pronunció nuestro héroe, alla en el capítulo IV de la primera parte, al retar a los mercaderes toledanos, y que conviene recordar ahora:

Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.


La dimensión imperativa de la voluntad de don Quijote llena ese «el mundo todo», que no se le cae de la boca. Bien es cierto que esto ocurrió alla en aquella época cuando don Quijote todavía tallaba el mundo a imagen suya, labrándolo con el cincel de su voluntad.

Mucho más tarde, cuando en el capítulo décimo de la segunda parte la sin par Dulcinea se le aparece como una zafia labriega oliente a ajos, esto es lo que dirá nuestro caballero:

Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna.


En verdad, el mundo se ha rebelado contra su artífice, y rehúsa aceptar un orden impuesto por la voluntad. Y más grave aún, el proceso de desintegración de esa voluntad ha comenzado ya, como indica la resignada pasividad de las palabras citadas. Esto sólo puede traer consigo el derrumbe de ese mundo que ella había creado, porque, para decirlo con términos de Schopenhauer, el mundo de don Quijote es la representación de su voluntad.

Pero don Quijote, caballero ejemplar hasta el final, no se rendirá sin lucha. En su conciencia, cuando su voluntad está tensa y lista para defender la integridad de sus creaciones, en tales oportunidades él rechaza con firmeza la acción de los encantadores, o de cualquier otro tipo de intrusos en su mundo. Por eso es que prorrumpe, momentos antes dehundirse en las profundidades de la Cueva de Montesinos, y exclama:

¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches.


(II, cap. XXII).                


La evidencia visual de aquella tosca y maloliente Dulcinea encantada, que él había visto con sus propios ojos sólo unos capítulos antes, todo eso ha sido voluntariamente borrado de su pensamiento.

Sin embargo, y a pesar de tan valiente y noble profesión de fe, cuando él ve a Dulcinea en su sueño se trata de la misma labriega fea y hedionda a ajos, sin rastro de la ponderada e «inaudita belleza». La situación no puede ser más grave, porque esta visión de Dulcinea encantada es el reconocimiento tácito, por parte de don Quijote, de su impotencia para reordenar el mundo. En sueños, su subconsciente ha traicionado la voluntariosa actitud que adopta en la vigilia. Los resortes de la voluntad ya no aciertan a integrar la evidencia visual con la representación ideal. Este sentimiento de impotencia llevará, indefectiblemente, a esa trágica desilusión que matará al caballero, pero sólo después de haber hecho renuncia formal a su voluntad con estas emocionantes palabras:

Ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre deBueno.


Al deponer su nombre, don Quijote ha renunciado a su voluntad.

Esta trágica y feroz desilusión final se anunciaba ya en la Cueva de Montesinos, cuando al encontrarse con Dulcinea encantada, ésta le pidió en préstamo seis reales. El tema del desengaño, audible casi en toda la segunda parte, sube aquí su diapasón. Para nuestro caballero esta demanda tiene que haber sido peor que un mazazo, porque indica con claridad meridiana que la sin par Dulcinea es venal. El ideal del hombre tiene un precio. Y horripila pensar en su baratura. Pero aún queda más cicuta que tragar: don Quijote no dispone de los seis reales para prestarle, sólo tiene cuatro. Ocioso será tratar de hacer resaltar la gravedad de todo esto: la primera y única vez que el ideal hace una demanda explícita a nuestro caballero andante, éste no se halla en condiciones de cumplirla. Ni siquiera en esta escala, la más modesta de todas. Con su voluntad paralizada por el sueño, nuestro héroe se ha hundido al nivel del hombre, al verse confrontado por el ideal, riguroso e implacable, como todos y como siempre. Esta parte del sueño ya no es ni siquiera antiheroica: es sencilla y horriblemente humana.




V

Conviene ahora enfocar a los otros personajes que pueblan el sueño del caballero, la tríada poética de Montesinos Durandarte y Belerma. En la visión de don Quijote, ellos están dedicados de lleno a vivir su propia tradición épico-lírica, a comportarse de acuerdo con la poesía de su leyenda. El reloj de sus vidas se ha parado, y allí está Belerma en pose de doncella dolorida por toda la eternidad, cuyo amante Durandarte se ha mantenido por quinientos años en su actitud de muerte, causada por un supremo sacrificio de amor, mientras que la fidelidad y amistad de Montesinos se mantiene imperturbable a través de los siglos. En teoría, ellos cumplen el ideal que don Quijote se había creado para sí mismo, de hacer de la vida una obra de arte. Cada uno de los protagonistas del sueño se ve a sí mismo como una criatura de arte, cada uno se ve y se interpreta como un personaje de leyenda.

Por su parte, don Quijote está más que predispuesto a la aceptación de todo esto, ya que se trata, al fin y al cabo, de su propia razón de ser. Don Quijote se ha lanzado a vivir la dimensión épica de la vida, y por una vez, al menos, se encuentra sumergido en un mundo que al parecer posee todas esas características, de acuerdo con lo que los romances venían cantando por generaciones. En consecuencia, y para realzar todo esto, el escenario se dispone en la manera más deliberadamente artística. Como dice don Quijote:

Me desperté y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana [...] Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano.


La escena se halla dispuesta así, con boato, arte y cuidado, para representar en ella la dimensión heroica de la vida, a su nivel propio y verdadero. Parece como si Cervantes hubiese transportado al arte, en esta ocasión, la vieja receta de la homeopatía clásica: similia similibus. El escenario se halla, de momento, libre de la sordidez de la vida y lejos del contacto con los materialismos de este mundo. Situación óptima para hacer de la vida una obra de arte. Pero hasta ahora se trata de escenario y decoración; cuando el hombre, don Quijote de la Mancha, pisa la escena, él llega con la voluntad vencida y en bancarrota. Hay dos circunstancias que coadyuvan a esta trágica condición: en primer lugar, esa tupida red de irrealidades que sus engañadores tejen y ciñen a su alrededor, irrealidades contra las que resulta imposible luchar, como su propio encantamiento en la primera parte, o el de Dulcinea en la segunda. Es posible, lícito, y hasta honroso enristrar la lanza contra el Caballero de los Espejos, pero es absurdo e imposible hacer lo propio contra el bachiller Sansón Carrasco. En segundo lugar, hay que recordar que nuestro héroe está soñando, desposeído, por lo tanto, de la piedra angular de su voluntad.

Estas dos causas se combinan para quitarle toda la fuerza necesaria para sostener en alto el ideal. Despierto, don Quijote no admitiría nunca esa falta de vigor moral, pero su subconsciente sí reconoce esta debilidad trágica, como se hace evidente por la respuesta que da Durandarte a Montesinos. Montesinos acaba de decir a su amigo y primo que allí en la cueva se halla el famoso don Quijote de la Mancha, que los desencantará a ambos. A esto replica Durandarte:

Y cuando así no sea [...] cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar.


(II, cap. XXIII).                


Durandarte, el caballero legendario, duda seriamente de la eficacia de la acción de don Quijote, el caballero de carne y hueso. Esto no sólo es humillante, es mucho peor que eso, ya que todo ello sólo tiene lugar en el subconsciente de don Quijote. Por lo tanto, éstas no son las dudas de Durandarte, sino las dudas de nuestro héroe acerca de la eficacia de su propia acción. Y la duda es la más insidiosa parálisis de la voluntad.

Estas son las trágicas y muy particulares circunstancias en que se halla don Quijote al quedarse a solas con sus ideales de vida allá en el fondo de la cueva. Y son estas mismas circunstancias las que se aúnan para desnudar a su ideal de todo sentido, porque ¿qué sentido puede tener un ideal de vida cuando la voluntad está quebrantada?

Como en un juego de espejos, la vaciedad del ideal se refleja a su vez sobre la vida, y ahora es ésta la que queda desnuda de todo sentido. Y cuando la vida misma está vacía el hombre sólo puede adoptar actitudes huecas, en las que el hombre se convierte en la parodia de sí mismo. En esta aventura Cervantes ha anticipado la ideología y la técnica del esperpento de Valle-Inclán. Pero la rabiosa conciencia de Valle-Inclán le llevó a crear indignos peleles, como el protagonista de Los cuernos de Don Friolera, mientras que la imaginación de Cervantes siempre fue más compasiva.

Así y todo, los personajes que pueblan la Cueva de Montesinos están totalmente desustanciados, y sólo aciertan a parodiarse a sí mismos. Todo esto, ya lo sabemos, es falla de la mente que los sueña, falla que se agrava hasta desvirtuar por entero la auspiciosa disposición inicial de la escena. Piénsese, por ejemplo, en la presentación de Durandarte, el paladín de las gestas carolingias, «tendido de largo a largo», según observa don Quijote, sobre su sepulcro, y repitiendo como un muñeco mecánico los versos que la tradición poética había puesto en sus labios, y que en cierta oportunidad expresaron la tragedia de su vida:


¡Oh mi primo Montesinos!,
lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto
y mi ánima arrancada
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba
sacándomele del pecho
ya con puñal, ya con daga.


Pero no basta con que Durandarte recite estos versos tumbado a la bartola, sino que terminará su discurso con la muy chabacana expresión: «Paciencia, y barajar». La parodia de los heroicos versos de la tradición no podría ser más devastadora, ya que todo se efectúa por boca del propio ex paladín.

O bien, considere el lector a Montesinos, quien describe la ofrenda póstuma de su primo a Belerma, en que la tradición cifró el sentido de toda una vida heroica, como si fuese una operación de curar cerdos:

Yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y por más señas, primo de mi alma, en el primer lugar que topé saliendo de Roncesvalles eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado a la presencia de la señora Belerma.


(II, cap. XXIII).                


Considere también el lector a la propia Belerma, cuya decantada belleza se desdibuja en caricatura («era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos»), y que desfila con sus doncellas por las galerías del palacio cuatro veces, puntualmente, por semana, como si ella y su comitiva fuesen autómatas sincronizados. Y muy en particular, observe el lector la presentación de Dulcinea, el ideal más excelso de un hombre. La disección caricaturesca de Dulcinea en esta ocasión sólo sirve para acentuar el hecho de que está tan vacía por dentro que nada más le queda la codicia: todo lo que esta dama ideal pide a su paladín es dinero.

Estas son sólo algunas de las ridículas características de los personajes del sueño de don Quijote. Pero, en realidad de verdad, la cuestión es mucho más seria que ridícula, ya que todas esas características puestas en haz apuntan a la aterradora ausencia de plenitud en el ideal Y la conciencia del hombre está dispuesta de tal manera que no puede aceptar ser guiada por fracciones de ideal. De hecho no existe, ni puede existir, un ideal relativo.

Todos estos diversos aspectos tienen valor sintomático, ya que todos apuntan al hecho de que es don Quijote mismo quien ahora carece de toda sustancia interior. Es el caballero andante quien está totalmente vacío por dentro. Esta es, fuera de duda, la implicación más seria de todo el episodio. Si analizamos el sueño en términos de la mente que lo soñó, llegamos a la triste pero irrefutable conclusión de que esa armadura que con tanto orgullo reviste don Quijote escuda al espectro de sí mismo. Esos cuatro reales, que son todo lo que tiene para dar a Dulcinea, medida escasa de la primera y única demanda del ideal, esa pobreza material es el reflejo directo de su pobreza espiritual. La bancarrota es completa.

La anemia espiritual preludiada en el sueño de la Cueva de Montesinos apunta mucho más allá del marco estricto de este episodio. De ahora en adelante don Quijote vivirá asediado por la incertidumbre, que es la expresión de una voluntad paralítica, y llegará hasta la tristísima, humillación de avenirse a consultar al mono adivino de Maese Pedro para que le saque de su mar de dudas. Y mucho más tarde, ya en el palacio de los duques y después de la aventura de Clavileño, don Quijote entrará en un innoble trato con Sancho. Sancho ha estado contando las trufas más paladinas acerca de lo que él dice haber visto en su supuesto viaje celestial a lomos de Clavileño, y el caballero se le aproxima para susurrarle al oído:

Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.


(II, cap. XLI).                


A mi juicio, éste es el momento de más honda tristeza de toda la obra, ya que refleja la completa desintegración moral de un hombre que en una época supo muy bien que con la verdad no se trafica.

Pero hora es de volver a nuestro episodio, y al valor sintomático que tiene la visión del caballero. No hay que olvidar que en todo momento estamos hablando de don Quijote en sueños. Vale decir, que hablamos de don Quijote visto por dentro. Don Quijote visto por don Quijote, y por nadie más. Por un momento se nos ha permitido la extraordinaria experiencia de ver la intimidad esencial del hidalgo manchego, en forma imposible de apreciar para sus compañeros o contrincantes, quienes hablan, se burlan o combaten con don Quijote despierto. Tenemos ante nuestros ojos, y al descubierto, las verdaderas raíces vitales de ese hombre que se hace llamar don Quijote de la Mancha.

De pronto, una maravilla artística ha tenido lugar ante nosotros: el desdoblamiento literario de un hombre en materia y espíritu, a la hilada de esa divisoria indefinible entre don Quijote el soñador y don Quijote el soñado. Como un bisturí, la pluma del artista ha penetrado la concha del hombre exterior, para proporcionarnos uno de esos rarísimos atisbos del hombre interior. Nos hallamos ante ese núcleo humano al que sólo San Agustín y Petrarca habían sabido llegar antes de Cervantes. Pero ni el santo ni el poeta transfirieron sus experiencias a una criatura de arte como lo hizo el novelista.

Ahora bien, ese desdoblamiento de la naturaleza humana no es armónico, ya que el don Quijote soñado está en oposición directa al don Quijote soñador. En sus momentos de vigilia, don Quijote coloca el mundo de Montesinos y Durandarte en el pináculo de una perfección inexistente. Pero en su sueño ese mismo mundo aparece carcomido y apolillado, sumido al nivel de nuestra propia imperfección e impotencia.

Para enfilar el problema desde otro punto de vista: podemos decir que el don Quijote soñado demuestra cabalmente la invalidez y la futilidad de las acciones de don Quijote soñador. Porque el sueño imparte un bien claro mensaje: el mundo ideal de la caballería, en el que nuestro hidalgo cree a pies juntillas, y al que ha dedicado su vida, carece de todo sentido. El sueño demuestra que el ideal es un esperpento.

Todo esto implica una grandiosa paradoja, porque la conclusión insoslayable de todo lo antecedente es que don Quijote soñado es más real y más realista que el don Quijote soñador. Pero si las cosas son así, ¿qué es la realidad? ¿Qué es la vida? Shakespeare, en The tempest, había dicho:

We are of such stuff / as dreams are made of and our little life / is surrounded by a sleep.


Bien puede ser así, y hasta Unamuno llegó a aceptar tal definición; pero el credo activista y heroico de don Quijote, aun de haberla conocido, la hubiese rechazado de plano.

Porque el sueño se acaba, y los dobles antagónicos, el soñador y el soñado, se reintegran y resumen en uno otra vez. El don Quijote soñado reingresa al fuero interno del don Quijote que le soñó. Y nuevamente nuestro héroe confronta al mundo con su entereza.

En esto, precisamente, radica la esencia del quijotismo, y su significado profundamente humano. Porque creo que tiene que ser evidente para todos el hecho de que este hombre ha reconocido, desde mucho antes de la aventura de la Cueva de Montesinos, que su ideal de vida era trágico y totalmente inadecuado para vivir en este mundo. Sólo semejante conocimiento previo por parte de don Quijote puede explicar las extrañísimas características de su sueño. Somos nosotros, los lectores, los que caemos bruscamente en la cuenta de lo que don Quijote guardaba con celo para su coleto. Pero es evidente que tenía que existir conocimiento previo por parte del soñador. La verdadera y secreta medida del conocimiento que don Quijote tenía de su total inadecuación en este mundo nos la proporcionan los detalles ridículos, vulgares y groseros con que su subconsciente ha llenado la heroica leyenda de Montesinos y Durandarte.

Lo que es verdaderamente heroico acerca de todo esto, y trágicamente humano, a la vez, es que don Quijote impide con toda la fuerza de su voluntad que este tipo de datos se cuele hasta llegar a flor de la conciencia. Si esto llegase a ocurrir su ideal de vida se derrumbaría en el acto, y las ruinas sólo formarían un montón de bufonadas.

Este es el mensaje más íntimo y último del episodio, y su lección aprovechable. Lo que don Quijote ha soñado en el fondo de la cueva es, ni más ni menos, que el sentido de la vida. Como él dice a Sancho y al estudiante, cuando le han izado a la superficie y despertado:

Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto: ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo.


(II, cap. XXII).                


Verdadera lección de heroísmo profundamente humano: saber que la vida es sombra y sueños, pero vivirla como si no lo fuese.




VI

Con el análisis del episodio de la Cueva de Montesinos doy término a mis consideraciones acerca del concepto de la vida como obra de arte en el Quijote. Todo lo esencial para mis propósitos de hoy queda ya expuesto, falta sólo enhebrar brevemente las conclusiones. Y éstas se pueden empezar a organizar de la siguiente manera: las posibilidades de intentar vivir la vida como una obra de arte se presentan en el cuerpo de la novela como numerosas, y, en potencia, como innumerables, así tenemos a don Quijote, Montesinos, Durandarte, etc., cada uno bregando a su manera por levantar en vilo su vida al nivel del arte. Ahora bien, las posibilidades efectivas de alcanzar éxito en tal empresa son las que pronto se revelan como un espejismo. Así pues, criaturas de arte como Montesinos y compañía aparecen carcomidos y degradados al tratar de revivir aún sus propias vidas poéticas. Si esto ocurre con criaturas que habían nacido del arte y para el arte, un mero mortal, como don Quijote, sólo puede esperar la derrota y el ridículo como resultados de sus tentativas.

Pero, además, hay peligros ínsitos al tratar de vivir el arte, como el análisis del episodio de Sierra Morena debe haber puesto en claro. Uno de los riesgos consiste en incurrir en el paralogismo de que si una cosa es buena en sí, será mucho más buena de por sí, lo que es equiparable a convertir un valor relativo en uno absoluto. Pero el riesgo más destacado radica en el hecho de que si bien el arte es hechura del hombre, el hombre es hechura de Dios. Por lo tanto, tratar de vivir la vida como una obra de arte implica una irremediable confusión de objetivos.

En el grado y hasta el punto en que el protagonista incurre en este serio error apreciativo, es reprendido y castigado como corresponde. Pero si tornamos la vista por última vez al episodio de la Cueva de Montesinos, veremos que una vez que el caballero ha sido sacado de la cueva y ha despertado y ha pronunciado las ponderadas palabras que cité antes, inmediatamente después de todo esto el protagonista volverá a ponerse su abollada armadura, y otra vez intentará vivir la vida como una obra de arte, a pesar de que se está anegando en un mar de dudas. Y así seguirá, impertérrito para el mundo, hasta su último día, cuando en su lecho de muerte abdicará a su personalidad artística, por un último y supremo acto de voluntad: don Quijote de la Mancha se convierte a sí mismo en Alonso Quijano el Bueno. Con su último gesto el protagonista ha consumado el sacrificio supremo, el de su identidad: don Quijote de la Mancha, la criatura de arte, debe morir, para que Alonso Quijano, la criatura de Dios, pueda vivir.

Pero hasta el momento antes de ingresar en la eternidad, el protagonista habrá tratado, con todas las fuerzas a su alcance, de vivir la vida como una obra de arte, a pesar de la befa, de las reprimendas y de los castigos. Y a pesar del autoconocimiento de la total inadecuación de su ideal de vida, que evidentemente aflora en forma gradual a partir de la aventura de la Cueva de Montesinos.

El episodio de Sierra Morena nos demostró los riesgos de ese ideal aflorado; el episodio de la cueva patentizó su vanidad. Pero son las graves palabras de don Quijote al salir de la cueva las que contienen el mensaje más válido y más humano, en particular para un mundo con tan graves achaques en la fibra espiritual como el nuestro. Porque esas palabras nos descifran el verdadero sentido del heroísmo, y nunca es tarde para recordar que el quijotismo es eso, de manera radical. El sentido más entrañable de todo esto es uno de humanismo esencial y de humanidad verdadera. Don Quijote ha descubierto que intentar vivir la vida como una obra de arte es todo vanidad, porque la vida es una sombra y un sueño. Sin embargo, él no abandonará el ideal, a pesar de estar corroído hasta las entrañas por las dudas. Una autodecepción consciente y más que heroica le lleva a decirse que la vida es algo más que sueños y sombras. Y así se prepara para una muerte ejemplar y cristiana.