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ArribaAbajoLa vida de Lazarillo de Tormes, y sus fortunas y adversidades


ArribaAbajoParte primera

Por don Diego Hurtado de Mendoza.


ArribaAbajoAl lector

Prólogo del autor.

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas vengan a noticia de muchos, y no se entierren en la sepultura del olvido; pues podría ser que alguno que las lea, halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto, los deleite. Y a este propósito dice Plinio: que no hay libro por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello; y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son; y por esto ninguna cosa se debería romper ni echar a mal (si muy detestable no fuese), sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio, y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo; y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de qué, se las alaben. «Y a este propósito dice Tulio: la honra cría las artes. ¿Quién piensa que el soldado que es primero en la escala tiene más aborrecido el vivir? no por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el Presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced, si le pesa cuando le dicen: ¡oh qué maravillosamente lo ha hecho V. R.! Justo muy ruinmente el Sr. D. Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque lo loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad? Y todo va de esta manera: que confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades. Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico, si su poder y deseo se conformaran. Y pues vuestra merced escribe se le escriba y relate el caso muy por estenso, pareciome no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues fortuna fue con ellos parcial; y cuanto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto.




ArribaAbajo Cuenta Lázaro su vida y cuyo hijo fue

Pues sepa vuestra merced ante todas cosas, que a mi llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue de esta manera: Mi padre (que Dios perdone) tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años: y estando mi madre una noche en la aceña preñada de mí, tomola el parto y pariome allí; de manera que con verdad me puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confeso, y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que esté en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida. Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metíase a guisar de comer a ciertos estudiantes y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena; de manera que frecuentando las caballerizas, ella y un hombre moreno de aquéllos, que las bestias cuidaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa, y se iba a la mañana. Otras veces de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en la casa. Yo al principio de su entrada pesábame con él, y habíale miedo viendo el color y mal gesto que tenía; mas deque vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien; porque siempre traía pan, pedazos de carnes, y en el invierno leños a que nos calentábamos; de manera que continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mi blancos, y a él no, huía de él con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: madre, coco; respondió él riendo, hideputa. Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros, por que no se ven a sí mismos. Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zayde (que así se llamaba) llegó a oídos del mayordomo; y hecha pesquisa, hallose que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban, hurtaba; y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía pérdidas: y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba; y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni de un fraile, por que el uno hurta de los pobres y el otro de su casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aún mas; porque a mí con amenazas me preguntaban, y como niño respondía y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zayde en la suya acogiese. Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana, y allí padeciendo mil importunidades acabó de criar a mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, al cual pareciéndole que yo sería apropósito para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe, había muerto en la batalla de los Gelves; y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mi, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía no por mozo, sino por hijo; y así comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo. Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí. Y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre; y ambos llorando, me dio su bendición, y dijo: hijo, ya sé que no te veré más; procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he, y con buen amo te he puesto; válete por ti. Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra que casi tiene forma de toro; y el ciego mandome que llegase cerca del animal, y allí puesto me dijo: Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él. Yo simplemente llegué, creyendo ser así; y como sintió que tenía la cabeza a par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada; y díjome: necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo, y rió mucho de la burla.

Pareciome que en aquel instante disperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba, y dije entre mí: verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar como me sepa valer. Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró gerigonza. Y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía: yo oro ni plata te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré. Y fue así, que después de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos dejarse bajar, siendo altos, cuánto vicio.

Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo reposado y muy sonable, que hacía reresonar la Iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente ponía cuando, sin hacer gestos ni visages con boca ni ojos, como otros suelen Allende de esto tenía otras mil formas y maneras pari sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mugeres que no parían; para las que estaban de parto; para las que eran mal casadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas, si traían hijo o hija; pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos y males de madre. Finalmente nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: haced esto, haréis estotro, coced tal yerba, tomad tal raíz. Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mugeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año. Mas también quiero que sepa vuestra merced, que con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi; tanto que me mataba a mi de hambre, y así no me remediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre. Mas con todo su saber y aviso le contraminaba ,de tal suerte, que siempre o las más veces me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y llave; y al meter de las cosas y sacarlas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el mundo hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada: y después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura que muchas veces del un lado del faldel descocía y tornaba a coser, sangraba el avariento faldel; sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longanizas. Y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía: qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban: en ti debe de estar esta desdicha.

También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacía, y luego él tornaba a dar voces, diciendo: ¿mandan rezar tal y tal oración? como suelen decir.

Usaba poner cabe si un jarrillo de vino cuando comíamos; yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados; y tornábale a su lugar; mas durome poco, que en los tragos conocía la falta; y por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán, que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha; la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió: y dende en adelante mudó de propósito, y asentaba su jarro entre las piernas tapábale con la mano, y así bebía seguro. Yo como estaba hecho al vino, moría por él y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos; y al calor de ella, luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba1a fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobrete iba a beber no hallaba nada: espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser. No diréis, tío, que os lo bebo yo, decía, pues no le quitáis de la mano. Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla: mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido; y luego otro día, teniendo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado, ni que el mal ciego me sentía, senteme como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos, por mejor gustar el sabroso licor. Sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, y ayudándose, como digo, con todo su poder; de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo con todo lo que en él hay, me había caído encima. Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal ciego: y aunque me quería y, regalaba, y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavome con vino las roturas que con los pedazos de jarro me había hecho, y sonriéndose, decía: que te parece, Lázaro, lo que te enfermó te sana y da salud, y otros donaires que a mi gusto no lo eran. Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él: mas no lo hice tan presto, por hacerlo más a mi salvo y provecho.

Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el mal tratamiento que el mal ciego desde allí adelante me hacía; que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome. Y si alguno le decía, por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo: ¿pensáis que este mi mozo es algún inocente? pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña. Santiguándose los que le oían, decían: mira, quien pensara de un mochacho tan pequeño tal ruindad, y reían mucho del artificio, y decíanle: castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis; y él con aquello nunca otra cosa hacía: y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede por le hacer mal y daño. Si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía; mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy lisonjera. Arrimábase a este refrán más da el duro que el desnudo. Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, al tercero día hacíamos San Juan. Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna; y como suelen ir los costos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano; para echarlo en el fardel, tornábase mosto; y de lo que a él se llegaba acordó de hacer un banquete, así por no lo poder llevar, como por contentarme; que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar, y dijo: agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas de el tanta parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tu picarás una vez, y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño. Hecho así el concierto comenzamos, mas luego al segundo lance el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, más aún pasaba adelante, dos a dos t tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y meneando la cabeza, dijo: Lázaro, engañádomehas: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres. No comí, dije, yo: mas ¿por qué sospecháis eso? Respondió el sagacísimo ciego: ¿sabes en qué veo que las comiste tres a tres? en que comía yo dos a dos, y callabas. Reime entre mí, y aunque mochacho, noté la discreta consideración del ciego. Mas por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron; y quiero decir el despidiente, y con él acabar. Estábamos en Escalona, villa del Duque de ella, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza había pringado, y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa, y mandome que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual (como suelen decir) hace al ladrón: y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que por no ser para la olla, debió de ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza, y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador: el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza: y cuando vino, hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido, por no haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas, pensando también llevar parte de la longaniza, hallose en frío con el frío nabo, alterose y dijo: ¿qué es esto, Lazarillo? ¡Lazerado de mí, dije yo, si queréis a mi echar algo! ¿yo no vengo de traer el vino? alguno estaba ahí, y por burlar haría esto. No no, dijo él, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible. Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantose y asiome por la cabeza y llegose a olerme, y como debió sentir el huelgo a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abriome la boca más de su derecho, y desatentadamente metía la nariz, la cuál él tenía luenga y afilada, que en aquella sazón con el enojo se había aumentado un palmo, con el pico de la cual me llegó al gallillo. Con esto y con el gran miedo que tenía y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aun no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal, con el destiento de la cumplidísima nariz, medio casi ahogado me tuvo: todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase, y lo suyo fuese vuelto a su dueño de manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca. ¡Oh, gran Dios! ¡quién estuviera a aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! fue tal el corage del perverso ciego, que si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida.

Sacáronme dentre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta: y esto bien lo merecía, pues por mi maldad me venían tantas persecuciones. Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro, como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta. Mas con tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía injusticia en no se las reír. Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice porque me maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la mitad del camino estaba andado; que con solo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con ser de aquel malvado por ventura lo retuviera mejor mi estómago, que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así. Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y la garganta, sobre lo cual discataba el mal ciego donaires, diciendo: por verdad más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo de año, que yo bebo en dos. A lo menos Lázaro eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te enjendró, mas el vino mil te ha dado la vida. Y luego contaba cuantas veces me había descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba. Yo te digo, dijo, que si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú; y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre que sin duda debía tener espíritu de profecía; y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se los pagué, considerando lo que aquel día me dijo, salirme tan verdadero como adelante vuestra merced oirá.

Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determine de todo en todo dejalle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo, afirmelo más. Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes, y porque el día también llovía, andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojábamos. Mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego: Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia: acojámonos a la posada con tiempo. Para ir allá habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande; yo le dije: tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más ahína sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto. Pareciole buen consejo y dijo: discreto eres, por esto te quiero bien: llévame a ese lugar, donde el arroyo se ensangosta, que ahora es invierno y sabe mal el agua, y mas llevar los pies mojados. Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquele debajo los portales y llevele derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y díjele: tío este es el paso más angosto que en el arroyo hay. Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la prisa que llebávamos de salir del agua que encima nos caía, y lo más principal porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento, fue por darme de él venganza. Creyose de mí, y dijo: ponme bien derecho y salta tú el arroyo. Yo le puse bien derecho en frente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele: sus, salta todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua. Aún apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza. ¡Cómo! ¿y oliste la longaniza y no el poste? oledle, dije yo. Y déjole en poder de mucha gente que le había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote; y antes que la noche viniese, di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo, ni curé de lo saber.




ArribaAbajoCómo Lázaro se asentó con un clérigo

y de las cosas que con él pasó


Otro día no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un Clérigo, que llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa; yo dije que sí, como era verdad; que aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente, el Clérigo me recibió por suyo.

Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con este un Alejandro Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería del mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su cosecha era, o lo había anejado con el hábito de clerecía. Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del paletoque: y en viendo el bodigo de la Iglesia, por su mano era luego allí lanzado, y tornaba a cerrar el arca: en toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla, o en el armario algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran, que me parece a mí, que aunque de ello no me aprovechara, con la vista de ello me consolara: solamente había una horca de cebollas y tras la llave en una cámara en lo alto de la casa; de estas tenía yo de ración una para cada cuatro días; y cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente echaba mano al falsopeto, y con gran continencia la desataba y me la daba, diciendo: toma, y vuélvela luego, no hagáis sino golosinar; como si debajo de ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo, las cuales él tenía tan bien por cuenta, que si por mal de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente yo me finara de hambre, pues ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más: cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar: verdad es que partía conmigo del caldo; que de la carne tan blanco el ojo, sino un poco de pan: y pluguiera a Dios que me demediara. Los sábados cómense en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una que costaba tres maravedís. Aquella la cocía, y comía los ojos y la lengua, y el cogote y sesos, y la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo: toma, come, triunfa, que para ti es el mundo: mejor vida tienes que el Papa: ¡tal te la dé Dios! decía yo paso entre mí.

A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podía tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en que dalle asalto: y aunque algo hubiera, no pudiera cegalle, como hacía al que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció: que todavía aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido, no me sentía. Mas estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese, como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía, que no era de él registrada: el un ojo tenía en la gente, y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el cajo como si fueran azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta, y acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar. No fui yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví, o por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino: mas. aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz, compasaba de tal forma que le duraba toda la semana. Y por ocultar su gran mezquindad, decíame: mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros. Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos a costa agena, comía como lobo y bebía más que un saludador. Y, porque dije mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces: y esto era porque comíamos bien y, me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la Extremaunción, como manda el Clérigo rezar a los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, porque le echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de este mundo: y cuando alguno de estos escapaba (Dios me lo perdone), que mil veces le daba al diablo, y el que se moría otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas: porque en todo el tiempo que allí estuve, que serían cuasi seis meses, solas veinte personas fallecieron; y estas bien creo que las maté yo, o por mejor decir, murieron a un recuesta: porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que holgaba de matarlos por darme a mi vida. Mas de lo que al presente padecía, remedio no hallaba, que si el día que enterrábamos, yo vivía, los días que no había muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cuotidiana hambre, más lo sentía; de manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que yo también para mí como para los otros deseaba algunas veces. Mas no la vía, aunque estaba siempre en mí.

Pensé, muchas veces irme de aquel mezquino amo, mas por dos cosas lo dejaba. La primera, por no me atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza que de pura hambre me venía; y la otra, consideraba y decía: yo he tenido dos amos; el primero traíame muerto de hambre, y dejándole topé con estotro, que me tiene ya con ella en la sepultura; pues si de este desisto y doy con otro más bajo, ¿qué será sino fenecer? Con esto no me osaba menear, porque tenía por fe que todos los grados había de hallar más ruines, y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo.

Pues estando en tal aflicción, que plega al Señor librar de ella a todo fiel cristiano, y sin saber darme consejo, viéndome ir de mal en peor; un día que el cuitado, ruin y lacerado de mi amo había ido fuera del lugar, llegose acaso a mi puerta un calderero, el cual yo creo que fue ángel enviado a mí por mano de Dios en aquel hábito, y preguntome si tenía algo que adobar.

En mí teníades bien que hacer; y no haríades poco, si me remediásedes, dije paso que no me oyó. Mas como no era tiempo de gallo en decir gracias, alumbrado por el Espíritu Santo, le dije: tío, una llave de esta arca he perdido, y temo mi señor me azote. por vuestra vida veáis, si en estas que traéis, hay alguna que lo haga, que yo os lo pagaré. Comenzó a probar el angélico calderero una y otra de un gran sartal que de ellas traía, y yo a ayudalle con mis flacas oraciones: cuando no me cato, veo en figura de panes, como dicen, la cara de Dios dentro del arcaz; y abierto, díjele; yo no tengo dineros que dar por la llave, mas tomad de ahí el pago. Él tomó un bodigo de aquéllos, el que mejor le pareció, y dejándome mi llave se fue muy contento, dejándome más a mí. Mas no toqué en nada por el presente, porque no fuese la falta sentida; y aun porque me vi de tanto bien señor, pareciome que la hambre no se me osaba llegar.

Vino el mísero de mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada que el ángel había llevado; y otro día en saliendo de casa, abro mi paraíso panal y tomo entre las manos y dientes un bodigo, y en dos credos le hice invisible, no se me olvidando el arca abierta: y comienzo a barrer la casa con mucha alegría, pareciéndome con aquel remedio remediar dende en adelante la triste vida, y así estuve con ello aquel día y otro gozoso. Mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso, porque luego al tercero día me vino la terciana derecha; y fue que veo a deshora al que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz, volviendo y revolviendo, contando y tornando a contar los panes. Yo disimulaba, y en mi secreta oración y devociones y plegarías decía, S. Juan y ciégale.

Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por días y dedos contando, dijo: si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera que me habían tomado de ella panes; pero de hoy más, sólo por cerrar puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con ellos; nueve quedan y un pedazo. Nuevas malas te dé Dios, dijo yo entre mí; parecíame con lo que dijo pasarme el corazón con saeta de montero, y comenzome el estómago a escarbar de hambre, viéndose puesto en la dieta pasada. Fue fuera de casa, yo por consolarme abrí el arca, y como vi el pan comencelo de adorar (no osando recibillo), contelos, si a dicha el lacerado se errara; y hallé su cuenta más verdadera que yo quisiera. Lo más que yo pude hacer, fue dar en ellos mil besos: y lo más delicado que yo pude, del partido partí un poco al pelo que él estaba, y con aquel pasé aquel día, no tan alegre como el pasado: mas como la hambre creciese, mayormente que tenía el estómago hecho a más pan aquellos dos o tres días ya dichos, moría mala muerte, tanto que otra cosa no hacía en viéndome solo, sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios, que así dicen los niños. Mas el mismo Dios que socorre a los afligidos, viéndome en tal estrecho, trujo a mi memoria un pequeño remedio que considerando entre mí, dije: este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros; puédese pensar que ratones entrando en él hacen daño a este pan. Sacarlo entero, no es cosa conveniente, porque verá la falta el que en tanta me hace vivir. Esto bien se sufre, y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban, y tomo uno y dejo otro: de manera que en cada cual de tres o cuatro desmigajé su poco, después como quien toma gragea, lo comí, y algo me consolé. Mas él como viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar, y sin duda creyó ser ratones los que el daño habían hecho porque estaba muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro, y viole ciertos agujeros por do sospechaba habían entrado, y llamome diciendo: Lázaro, mira, mira que persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan. Yo híceme muy maravillado, preguntándole qué sería. ¿Qué ha de ser, dijo él? ratones que no dejan cosa a vida. Pusímonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fue bien: que me cupo más pan que la lacería que me solía dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado, diciendo: cómete eso, que el ratón cosa limpia es. Y así aquel día añadiendo la ración del trabajo de mis manos o de mis uñas, por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba. Y luego me vino otro sobresalto, que fue verle andar solícito, quitando clavos de paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca. ¡Oh Señor mío! dije yo entonces: ¡a cuanta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los nascidos! ¡y cuán poco duran los placeres de esta nuestra trabajosa vida! Heme aquí, que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi lacería, y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura. Mas no quiso mi desdicha, despertando a este lacerado de mi amo, y poniéndole más diligencia de la que él de suyo tenía (pues los míseros por la mayor parte nunca dea aquella carecen), ahora cerrando los agujeros del arca, cerrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos.

Así lamentaba yo en tanto que mi solícito carpintero con muchos clavos y tablillas dio fin a sus obras, diciendo: agora, dones traidores ratones, conviene os mudar propósito, que en esta casa mala medra tenéis.

De que salió de su casa, voy a ver la obra, y hallé que no dejó en la triste y vieja arca agujero ni aun por donde pudiese entrar un mosquito. Abro con mi desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho; y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó ser ratonados; y de ellos todavía saqué alguna lacería, tocándolos muy ligeramente, a viso de esgremidor diestro.

Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta siempre noche y día estaba pensando la manera que ternía en sustentar el vivir: y pienso para hallar estos negros remedios que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa, y al contrario con la hartura; y así era por cierto en mí. Pues estando una noche desvelado en este pensamiento, pensando cómo me podría valer y aprovecharme del arca, sentí que mi amo dormía, porque lo mostraba con roncar y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba durmiendo. Levanteme muy quedito, y habiendo en el día pensado lo que había de hacer, y dejado un cachillo viejo que por allí andaba en parte do le hallase, voime al triste arcaz, y por do había mirado tener menos defensa, lo acometí con el cuchillo, que a manera de barreno de él usé: y como la antiquísima arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió, y consintió en su costado por mi remedio un buen agujero. Esto echo, abro muy paso la llagada arca, y al tiento del pan que hallé partido, hice según de yuso está escripto. Y con aquello algún tanto consolado, tornando a cerrar me volví a mis pajas, en las cuales reposé y dormí un poco, lo cual yo hacía mal, y echábalo al no comer; y así sería, porque cierto en aquel tiempo no me debían de quitar el sueño los cuidados del Rey de Francia.

Otro día fue por el señor mi amo visto el daño, así del pan como del agujero que yo había hecho, y comenzó a dar al diablo los ratones y decía: ¿qué diremos a esto,? nunca haber sentido ratones en esta casa sino agora. Y sin duda debía de decir verdad, porque si casa había de haber en el reino justamente de ellos privilegiada, aquélla de razón había de ser, porque no suelen morar donde no hay que comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las paredes, y tablillas para tapallos. Venida la noche y su reposo, luego yo era puesto en pie con mi aparejo, y cuantos él tapaba de día, destapaba yo de noche.

En tal manera fue, y tal priesa nos dimos, que sin duda por esto se debió de decir: donde una puerta se cierra otra se abre. Finalmente parecíamos tener a destajo la tela de Penélope, pues cuanto él tejía de día, rompía yo de noche. Y en pocos días y noches pusimos la pobre dispensa de tal forma, que quien quisiera propiamente de ella hablar, más corazas viejas de otro tiempo que no arcaz la llamara según la clavazón y tachuelas sobre sí tenía. De que vio no aprovecharle nada su remedio dijo: este arcaz está tan maltratado, y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda, y va ya tal, que si andamos más con él, nos dejará sin guarda; y aún lo peor, que aunque hace poca, todavía hará falta faltando, y me pondrá en costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no aprovecha, armaré por de dentro a estos ratones malditos. Luego buscó prestada una ratonera, y con cortezas de queso que a los vecinos pedía, contino el gato estaba armado dentro del arca: lo cual para mí era singular auxilio, porque puesto caso que yo no había menester muchas salsas para comer, todavía me holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y sin esto no perdonaba el ratonar del bodigo. Como hallase el pan, ratonado y el queso comido, y no cayele el ratón que lo comía, dábase al diablo, preguntaba a los vecinos qué podría ser, comer el queso y sacarlo de la ratonera, y no caer y ni quedar dentro el ratón, y hallar caída la trampilla del gato. Acordaron los vecinos no ser el ratón el que este daño hacía, porque no fuera menos de haber caído alguna vez. Díjole un vecino: en vuestra casa yo me acuerdo que solía andar una culebra, y ésta debe de ser, sin duda: y lleva razón, que como es larga, tiene lugar de tomar el cebo; y aunque la coja la trampilla encima, como no entre toda dentro, tórnase a salir. Cuadró a todos lo que aquel dijo, y alteró mucho a mi amo; y dende en adelante no dormía tan a sueño suelto, que cualquier gusano de la madera que de noche sonase, pensaba ser la culebra que le roía el arca. Luego era puesto en pie, y con un garrote que a la cabecera (desde que aquello lo dijeron) ponía, daba en la pecadora del arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el estruendo que hacía, y a mí no dejaba dormir. Íbase a mis pajas y trastornábalas y a mí con ellas, pensando que se iba para mí, y se envolvía en mis pajas o en mi sayo, porque le decían que de noche acaescía a estos animales buscando calor irse a las cunas donde están criaturas, y aun mordellas y hacerles peligrar. Yo las más veces hacía del dormido, y en la mañana decíame él: esta noche, mozo, ¿no sentiste nada? pues tras la culebra anduve, y aun pienso se ha de ir para ti a la cama, que son muy frías y buscan calor. Plega a Dios que no me muerda, decía yo, que harto miedo le tengo. De esta manera andaba tan elevado y levantado del sueño que mi fe la culebra, o el culebro, por mejor decir, no osaba roer de noche ni levantarse al arca: mas de día mientras estaba en la Iglesia o por el lugar hacía mis saltos.

Los cuales daños viendo él, y el poco remedio que les podía poner, andaba de noche, como digo, hecho trasgo. Yo hube miedo que con aquellas diligencias no me topase con la llave que debajo de las pajas tenía, y pareciome lo más seguro metella de noche en la boca, porque ya desde que viví con el ciego, la tenía tan hecha bolsa, que me acaesció tener en ella doce o quince maravedís todo en medias blancas, sin que me estorbase el comer, porque de otra manera no era señor de una blanca, quel maldito ciego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo que no me buscaba muy a menudo. Pues así como digo; metía cada noche la llave en la boca, y dormía sin recelo que, el brujo de mi amo cayese con ella. Mas cuando la desdicha ha de venir, por demás es diligencia.

Quisieron mis hados, o por mejor decir mis pecados, que una noche que estaba durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debía tener, de tal manera y postura, que el aire y resoplo que yo durmiendo echaba, salía por lo hueco de la llave, que de cañuto era, y silbaba (según mi desastre quiso) muy recio: de tal manera, que el sobresaltado de mi amo lo oyó, y creyó, sin duda sea el silbo de la culebra; y cierto lo debía parecer. Levantose muy paso con su garrote en la mano, y al tiento y sonido de la culebra se llegó mí con mucha quietud, por no ser sentido de la culebra; y como cerca se vio, pensó que allí en las pajas do yo estaba echado, al calor mío se había venido. Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo, y darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza me descarga en la cabeza tan gran golpe, que sin ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó. Como sintió que me había dado, según yo debía hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba él que se había llegado a mí, y dándome grandes voces llamándome procuró recordarme. Mas como me tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se me iba, y conoció el daño que me había hecho; y con mucha priesa fue a buscar lumbre; y llegando con ella, hallome quejando, todavía con mi llave en la boca, que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de aquella manera que debía estar al tiempo que silbaba con ella. Espantado el matador de culebras qué podría ser aquella llave, mirola sacándomela del todo de la boca, y vio lo que era, porque en las guardas nada de la suya diferenciaba. Fue luego a proballa, y con ella probó el maleficio. Debió de decir el cruel cazador: el ratón y culebra que me daban guerra y me comían mi hacienda he hallado.

De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la ballena; mas de como esto que he contado oí (después que en mí torné), decir a mi amo, el cual a cuantos allí venían, lo contaba por estenso. Al cabo de tres días yo torné en mi sentido y vime echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada, y llena de aceites y ungüentos, y espantado dije: ¿qué es esto? Respondiome el cruel sacerdote: a aquellos ratones y culebras que me destruían, ya los he cazado. Y miré por mí y vime tan maltratado, que luego sospeché mi mal. A esta hora entró una vieja que ensalmaba y los vecinos, y comiénzanme quitar trapos de la cabeza y curar el garrotazo; y como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse mucho, y dijeron: pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada. Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo pecador a llorarlas. Con todo esto diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me pudieron demediar: y así de poco en poco a los quince días me levanté y estuve sin peligro, mas no sin hambre y medio sano. Luego otro día que fui levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacome la puerta fuera, y puesto en la calle díjome: Lázaro, de hoy más eres tuyo y no mío; busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido mozo de ciego; y santiguándose de mí, como si yo estuviera endemoniado, se torna a meter en casa y cierra su puerta.