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Obras escogidas


Sor Juana Inés de la Cruz






Sor Juana Inés de la Cruz

Sor Juana Inés de la Cruz es una de las personalidades más interesantes que ha producido América. Llamada Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana antes de ingresar en las monjas jerónimas, escribió bajo el alto signo de Calderón de la Barca, sobre todo en los dramas que dejó. Muy versada y leída, también Góngora está retratado en las paredes de su celda. Mereció ser llamada por sus contemporáneos «Décima musa». Virreyes y pueblos la admiraron y sus versos fueron un milagro visible y repetidor, pues basta declamarlos para ver brotar una fuente de sabiduría, moral y dulzura. Fue el mejor poeta de toda la lengua castellana en su tiempo, y hay sonetos suyos, como el de «Detente, sombra...» el de «Rosa Divina...», el de «Diuturna enfermedad...», que son los mejores de la literatura de nuestra lengua. Pero además tuvo una inmensa sed de saber, adquirió variadísimos conocimientos, y de haber vivido en otra época tal vez habría sobresalido en la ciencia. Finalmente, fue gran defensora de la mujer en una época en que se la tenía reducida a situación de inferioridad, según se ve en sus famosas redondillas Hombres necios... y en su notable carta autobiográfica, que va incluida en este volumen. Damos además una selección de sus poesías, precediéndolas del extracto de dos juicios de dos grandes humanistas, Karl Vossler y Menéndez Pelayo.



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Introducción

La poetisa mejicana sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) tuvo en su tiempo fama extraordinaria en España y en América.

Sus obras circularon en muchas ediciones a fines del siglo XVII y principios del XVIII; todavía son universalmente conocidas las redondillas en defensa de la mujer:


    Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón...



Hay en sor Juana rasgos de poesía superiores a las ingeniosas redondillas, como los sonetos «Detente, sombra de mi bien esquivo...», «Rosa Divina...», «Diuturna enfermedad de la esperanza...», o las Liras que expresan sentimientos de ausente, o los romances religiosos. Y su Carta a sor Filotea de la Cruz es uno de los más hermosos documentos autobiográficos que existen en castellano. Desgraciadamente, su obra es hoy de difícil acceso, excepto en Méjico, donde el esfuerzo de eminentes sorjuanistas -Manuel Toussaint, Ermilo Abreu Gómez, Xavier Villaurrutia- la reimprime poco a poco en ediciones cuidadosas.

Marcelino Menéndez y Pelayo, insuperable maestro de la crítica española, dice de la poetisa mejicana:

«No parece gran elogio para sor Juana declararla superior a todos los poetas del reinado de Carlos II, época ciertamente infelicísima para las letras amenas, aunque no lo fuera tanto, ni con mucho, para otros ramos de nuestra cultura. Pero valga por lo que valga, nadie puede negarle esa palma en lo lírico, así como a Bances Candamo hay que otorgársela entre los dramáticos y a Solís entre los prosistas. No se juzgue a sor Juana por sus símbolos y jeroglíficos, por su Neptuno alegórico, por sus ensaladas y villancicos,   -10-   por sus versos latinos rimados, por los innumerables rasgos de poesía trivial y casera de que están llenos los romances y décimas con que amenizaba los saraos de los virreyes marqués de Mancera y conde de Paredes. Todo esto no es más que un curioso documento para la historia de las costumbres coloniales y un claro testimonio de cómo la tiranía del medio ambiente puede llegar a pervertir las naturalezas más privilegiadas.

«Porque la de sor Juana lo fue indudablemente, y lo que más interesa en sus obras es el rarísimo fenómeno psicológico que ofrece la persona de su autora. Abundan en nuestra literatura los ejemplos de monjas escritoras, y no sólo en asuntos místicos, sino en otros seculares y profanos: casi contemporánea de sor Juana fue la portuguesa sor Violante de Ceo, que en el talento poético la iguala y quizá la aventaja. Pero el ejemplo de curiosidad científica, universal y avasalladora que desde sus primeros años dominó a sor Juana y la hizo atropellar y vencer hasta el fin de sus días cuantos obstáculos le puso delante la preocupación o la costumbre, sin que fuesen parte a entibiarla ni ajenas reprensiones, ni escrúpulos propios, ni fervores ascéticos, ni disciplinas y cilicios después entró en religión, ni el tumulto y pompa de la vida mundana que llevó en su juventud, ni la nube de esperanzas y deseos que arrastraba detrás de sí en la corte virreinal de Méjico, ni el amor humano que tan hondamente parece haber sentido, porque hay acentos en sus versos que no pueden venir de imitación literaria; ni el amor divino, único que finalmente bastó a llenar la inmensa capacidad de su alma, es algo tan nuevo, tan anormal y único, que, a no tener sus propias confesiones, escritas con tal candor y sencillez, parecería hipérbole desmedida de sus panegiristas. Ella es la que nos cuenta que aprendió a leer a los tres años; que a los seis o siete, cuando oyó decir que había universidades y escuelas en que se aprendían las ciencias, importunaba a su madre para que la enviase al Estudio de Méjico, en hábito de varón: que aprendió el latín casi por sí propia, sin más base que veinte lecciones que recibió del bachiller Martín de Olivas. "Y era tan intenso mi cuidado -añade-, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta donde llegaba antes e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que   -11-   me había propuesto aprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza..., que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que eran más apetecible adorno".

«En el palacio de la virreina, donde fue "desgraciada por discreta y perseguida por hermosa" sufrió a los diecisiete años examen público de todas facultades ante cuarenta profesores de la Universidad, teólogos, escriturarios, filósofos, matemáticos, humanistas, y a todos llenó de asombro. Su celda en el convento de San Jerónimo fue una especie de academia, llena de libros y de instrumentos músicos y matemáticos. Pero tan continua dedicación al estudio no a todos pareció compatible con el recogimiento de la vida claustral, y hubo una prelada "muy santa y muy cándida" (son palabras de sor Juana), que creyó que el estudio era cosa de Inquisición, y me mandó que no estudiase; yo la obedecía (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro: que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer; porque, aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libros toda esta máquina universal".

«Fue mujer hermosísima, al decir de sus contemporáneos, y todavía puede colegirse por los retratos que acompañan a algunas de las primeras ediciones de sus obras, aunque tan ruda y toscamente grabados1. Fue además mujer vehemente y apasionadísima en sus afectos, y, sin necesidad de dar asenso a ridículas invenciones románticas, ni forjar novela alguna ofensiva a su decoro, difícil era que con tales condiciones dejase de amar y ser amada mientras vivió en el siglo. Es cierto que no hay más indicio que sus propios versos, pero éstos hablan con tal elocuencia, y con voces tales de pasión sincera y mal correspondida o torpemente burlada, tanto más penetrante cuanto más se destacan del   -12-   fondo de una poesía amanerada y viciosa, que sólo quien no esté acostumbrado a distinguir el legítimo acento de la emoción lírica podrá creer que se escribieron por pasatiempo de sociedad o para expresar afectos ajenos.

«Aquellos celos son verdaderos celos; verdaderas recriminaciones aquellas recriminaciones. Nunca, y menos en una escuela de dicción tan crespa y enmarañada, han podido simularse los afectos que tan limpia y sencillamente se expresan en las siguientes estrofas:



    Mas ¿cuándo, ¡ay gloria mía!,
mereceré gozar tu luz serena?
¿Cuándo llegará el día
que pongas dulce fin a tanta pena?
¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,
y de los míos secarás el llanto?

   ¿Cuándo tu voz sonora
herirá mis oídos delicada,
y el alma que te adora,
de inundación de gozos anegada,
a recibirte con amante prisa
saldrá a los ojos desatada en risa?

    ¿Cuándo tu luz hermosa
revestirá de gloria mis sentidos?
¿Y cuándo yo dichosa
mis suspiros daré por bien perdidos
teniendo en poco el precio de mi llanto?
¡Que tanto ha de penar quien goza tanto!...

    Ven, pues, mi prenda amada,
que ya fallece mi cansada vida
de esta ausencia pesada;
ven, pues que mientras tarda tu venida,
aunque me cueste su verdor enojos,
regaré mi esperanza con mis ojos...

   Si ves el cielo claro,
tal es sencillez del alma mía,
y si, de azul avaro,
de tinieblas emboza el claro día,
es con su oscuridad y su inclemencia imagen
de mi vida en esta ausencia.



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«No era, vano ensueño de la mente, ni menos alegoría o sombra de otro amor más alto, que sólo más tarde invadió el alma de la poetisa, aquella sombra de su bien esquivo, a la cual quería detener con tan tiernas quejas:



    Si el imán de tus gracias atractivo
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?

   Mas blasonar no puedes satisfecho
de que triunfa en mí tu tiranía,
que aunque dejas burlado el lazo estrecho
que tu forma fantástica ceñía,
si te labra prisión mi fantasía.



«Los versos de amor profano de sor Juana son de los más suaves y delicados que han salido de pluma de mujer. En los de arte mayor pueden encontrarse resabios de afectación; pero en el admirable romance de la Ausencia, que más bien pudiera llamarse de la Despedida, y en las redondillas en que describe los efectos del amor, todo o casi todo es espontáneo y salido del alma. Por eso acierta tantas veces sor Juana con la expresión feliz, con la expresión única, que es la verdadera piedra de toque de la sinceridad de la poesía afectiva.

«No es menor ésta en sus versos místicos, expresión de un estado muy diverso de su ánimo, nacidos sin duda de aquella reacción enérgica que dos años antes de su muerte llegó a su punto más agudo, moviéndola a vender para los pobres su librería de más de cuatro mil volúmenes, sus instrumentos de música y de ciencia, sus joyas y cuanto tenía en su celda, sin reservarse más que "tres libritos de devoción y muchos cilicios y disciplinas", tras de lo cual hizo confesión general, que duró muchos días, escribió y rubricó con su sangre dos Protestas de fe y una petición causídica al Tribunal Divino y comenzó a atormentar sus carnes tan dura y rigurosamente que sus superiores tuvieron que irle a la mano en el exceso de sus penitencias, porque "Juana Inés (dice el padre Núñez, confesor suyo) no corría en la virtud sino volaba". Su muerte fue corona de su vida: murió en una epidemia, asistiendo a sus hermanas.

«Lo más bello de sus poesías espirituales se encuentra, a nuestro juicio, en las canciones que intercala en el auto de   -14-   El divino Narciso, llenas de oportunas imitaciones del Cantar de los Cantares y de otros lugares de la poesía bíblica. Tan bellas son, y tan limpias, por lo general, de afectación y culteranismo, que mucho más parecen del siglo XVI que del XVII, y más de algún discípulo de San Juan de la Cruz y de fray Luis de León que de una monja ultramarina cuyos versos se imprimían con el rótulo de Inundación Castálida. Tales prodigios obraban en esta humilde religiosa, así como en otras monjas casi contemporáneas suyas (sor Gregoria de Santa Teresa, sor María do Ceo, etc.), la pureza y elevación del sentido espiritual, y un cierto género de tradición literaria sana y de buen gusto, conservada por la lectura de los libros de devoción del siglo anterior. Pero en sor Juana es doblemente de alabar esto, porque a diferencia de otras esposas del Señor, en cuyos oídos rara vez habían resonado los acentos de la poesía profana, y a cuyo sosegado retiro muy difícilmente podía llegar el contagio del mal gusto, ella, por el contrario, vivió siempre en medio de la vida literaria, en comunicación epistolar con doctores y poetas de la Península, de los más enfáticos y pedantes, y en trato diario con los de Méjico, que todavía exageraban las aberraciones de su modelos. De fijo que todos ellos admiraban mucho más a sor Juana cuando en su fantasía del Sueño se ponía a imitar las Soledades de Góngora, resultando más inaccesibles que su modelo, o cuando en el Neptuno alegórico, Océano de colores, Simulacro político apuraba el magín discurriendo emblemas disparatados para los arcos de triunfo con que había de ser festejada la entrada del virrey conde de Paredes, que cuando en un humilde romance exclamaba con tan luminosa intuición de lo divino:


    Para ver los corazones
no has menester asistirlos,
que para ti son patentes
las entrañas del abismo».



Karl Vossler, gran maestro de la filosofía romántica, dice en su reciente ensayo La décima musa de Méjico (1934):

«En la época de descenso de una cultura aparecen, con más frecuencia que en otros tiempos, personalidades que, aunque brillan, ya no realizan nada decisivo. Son como un juego de colores en el cielo nocturno... Así, el idioma español aparece, a fines del siglo XVII, excepcionalmente rico   -15-   en tales figuras de encanto crepuscular. Calderón de la Barca puede estimarse como el más grande de esta especie. Su fuerza luminosa se refleja aun en el despertar de la España actual. Menos fuerte y menos conocida -el sentido de la historia del espíritu-, rara, sumamente instructiva, se me aparece a su lado la poesía de la monja mejicana sor Juana Inés de la Cruz. Su cultura teológica y literaria, su arte todo, pertenecen al barroco español y revelan lo afectado, el rasgo marchito de tiempos tardíos; no obstante, en su resuelto modo de vivir y en el afán infatigable de querer comunicarse se siente la frescura juvenil de la altiplanicie mejicana.

«En la falda de los dos grandes volcanes, la Montaña Humeante y la Mujer Blanca -Popocatépetl e Iztaccihuatl-, en una alquería de cierta importancia llamada San Miguel de Nepantla, a sesenta kilómetros de la capital, nació en la noche del 12 de noviembre de 1651 Juana Inés, segunda hija del marino don Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, quien había llegado, un año antes, de Vergara, pequeña ciudad vasca, y contraído matrimonio con doña Isabel Ramírez de Santillana, criolla mejicana. Juana Inés adoptó en vez del apellido paterno -Asbaje- el de su madre -Ramírez-, porque así se mostraba mucho más mejicana... Fue una niña prodigio; ella misma nos cuenta, con su presumida modestia, en su larga carta del 1 de marzo de 1691 a sor Filotea -es decir, al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, oculto bajo ese nombre de monja-, los más extraños actos de su sed de saber. A los tres años, afirma, había aprendido a leer y a escribir, a escondidas de su madre. Renuncia al placer de comer queso, aunque le gustaba mucho, porque oyó decir que, comiéndolo, se volvería tonta.

«A los ocho años -según nos cuenta el padre jesuita Diego Calleja- compuso una loa, en ocasión de una fiesta del culto en la vecina población de Amecameca. El sueño de su infancia fue estudiar en la Universidad en traje de hombre. Mantiene a sus padres intranquilos, hasta que la envían a la capital, al lado de su abuelo, cuya biblioteca, sin cuidarse de seleccionarla, devora íntegra; aprende latín con violento afán; corta sus hermosos cabellos castaños para sujetarse a un más rápido dominio de la gramática, "pues me parece inconveniente -escribe en aquella carta- que una cabeza vacía lleve adorno tan rico". Muy pronto llegan hasta oídos del virrey y marqués de Mancera los rumores   -16-   de su belleza extraordinaria, de sus aspiraciones y facultades, y a los trece años es recibida en la corte como dama de compañía de la virreina. Un día, para investigar de qué índole es su saber -un aprendizaje o una revelación-, cuarenta eruditos la someten a un examen riguroso de preguntas, respuestas y contrapruebas. "Se defendía -palabras textuales del virrey- como una galera real en medio de un tropel de chalupas". En la brillante corte, exageradora del estilo colonial hasta la fanfarronería -tenía que suceder-, los artistas la elogiaban y los galanes caballeros la cortejaban, perseguían y asediaban. Tampoco están excluidos de su vida los desengaños de amor y las vanidades. De todo esto encontramos vestigios en los versos de Juana, los cuales se deben interpretar, con respecto a su vida, con la más grande reserva.

«Para la total negación que tenía al matrimonio -decía- el camino del convento era el único conveniente. Antes de cumplir los dieciséis años -14 de agosto de 1667-, entra como religiosa novicia en el convento de San José, que entonces pertenecía a la Orden de las Carmelitas Descalzas. Su salud, insuficiente para soportar los requisitos del convento, la obligó a retornar, después de tres meses, al engranaje mundanal; enseguida, a exhortación de su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, el 24 de febrero de 1669, en presencia de la corte virreinal, del alto clero y del mundo distinguido, toma el velo de la Hermandad de San Jerónimo, en un convento -hermoso edificio- en uno de los extremos al sur de la ciudad.

«Importantes visitas, pláticas intelectuales, conversaciones literarias, representaciones dramáticas y musicales, ante un selecto público urbano, no son excepciones en el locutorio de las religiosas del convento. Allí resplandece la gracia de sor Juana, serena y espiritual, a tal grado que su severo confesor, al correr de los años, llegó a sentir escrúpulos crecientes.

«Cuando, en el año de 1680, un nuevo virrey, el conde de Paredes, hace su entrada triunfal en Méjico, con su esposa María Luisa de Gonzaga, sor Juana fue escogida por el cabildo de la Iglesia Metropolitana para idear un arco triunfal con figuras, cuadros místicos y alegóricos, inscripciones, sentencias latinas y españolas. Cumple con su comisión, glorificando al nuevo mandatario en figura de Neptuno, con una pompa inmensa, erudición y lisonjas cortesanas, fundando esta identificación tan sutil con muchas   -17-   citas altisonantes. "Un hijo de Saturno, qué otra cosa puede significar que haber surgido del tronco de la dinastía española, de la cual han nacido tantas divinidades terrenales". El arco, dividido en tres alas de treinta varas de alto por dieciséis de ancho, ornado de columnas, estatuas, máscaras y ocho cuadros, se erigió en el portal oeste de la magnífica catedral, terminada apenas doce años antes (la construcción duró un siglo). La poetisa recibió por su colaboración un presente monetario, y expresó su agradecimiento, graciosamente, en cuatro décimas.

«Apenas había una fiesta en las iglesias y conventos de Méjico, Puebla y Oajaca, o en la Universidad; apenas se festejaban acontecimientos de la vieja o de la Nueva España; apenas se quería rendir homenaje a los príncipes de la Iglesia; apenas había una ordenación o toma de hábito, se solicitaba que sor Juana contribuyera con versos u obras dramáticas. Ella se expresa siempre con bullente plenitud: el verso fluye más fácilmente de su pluma que la prosa. Pueden -dice ella- aplicársele las palabras de Ovidio: "Quidquid conabar dicere versus erat" y no se había visto jamás, suya, una sola "copla indecente". Tampoco he compuesto nunca -decía- de propia voluntad, sino siempre a ruegos o a encargo de otros, y únicamente puedo recordar algunas cosas que escribí de propio impulso, como el Sueño. Este poema del Sueño es, como veremos, una obra maestra. Pero este espíritu hábil, sin embargo, no alcanzaba la virtuosidad de un Lope de Vega, no se ajustaba de ningún modo a su lírica impersonal-personal. Sor Juana tuvo además un ansia de aprender, una dicha de saber; y fue aguda, de una casi impertinente inteligencia. Rasgos racionalistas hay en su pensamiento, al cual, para llegar a ser peligroso le falta tan sólo perseverancia y método. Asimismo se lamenta de cómo la vida conventual penetra en su espíritu, interrumpiéndola diversamente. Cuando una abadesa severa o el médico le prohíben los estudios, se pone aún más nerviosa. Además, tiene a su cargo, como se deduce por la inscripción de uno de sus retratos, durante nueve años, la contaduría del convento, la cual desempeña a veces -según se cuenta- hasta con heroísmo. También fue administradora del archivo. La elección de abadesa -es verdad- la declinó dos veces.

«Como no fue ella quien hizo imprimir sus trabajos, y como, con castiza indolencia española, le gustaba hacerse suplicar y hostigar, muchos de ellos se han perdido; entre otros, un compendio de armonía musical: El caracol. Se   -18-   basaba en la teoría de Guido de Arezzo; así podemos inferirlo en sus Letras (dramáticas) al cumpleaños de la condesa Elvira de Galve, virreina desde 1668. En esta pieza, la Dama Música, rodeada de las notas Ut, Re, Mi, Fa, Sol, La, anuncia, entre otras cosas, una ampliación sinestésica de la teoría armónica. Así vierte ella a los pies de la princesa los filosofemas, mezclados de juegos de palabras, de conceptos y homenajes cortesanos. Sin plan, infatigable y autodidacta, casi se podría decir insaciable filibustera, se aferra violentamente a su saber y lo manifiesta en cualquier ocasión. Nada didáctico para lucirse, sino, ante todo, para alegrar, consolar y sorprender y, si era necesario, asombrar. Amaba todas las ciencias con una fresca manera femenina, como se aman delicias y aventuras, y expresaba lo que sentía. Probablemente este significado tendría su escrito sobre El equilibrio moral, tratado -según parece- sustraído de Méjico desde 1847, con otros manuscritos, por un general norteamericano, y extraviado desde entonces.

«Para comprender el interés y el apasionado ardor con que sor Juana emprende su cacería de extrañas asociaciones de ideas, a través de libros, no es suficiente pensar en la ostentación del saber y la polimática del barroco, en boga por toda Europa y, sobre todo, en la Compañía de Jesús, en las postrimerías del siglo XVIII, para cuya satisfacción se confeccionaban numerosas enciclopedias. Hay que tomar en consideración que sor Juana vivió en un país colonial, alejada de las bibliotecas europeas, en donde no había absolutamente ningún interés por los estudios femeninos, y las personas más allegadas a ella, como sus padres, monjas, superiores y, sobre todo, su confesor, severo -aunque excelente-, iban poniendo siempre nuevos obstáculos, cada vez mayores, a su avidez de instruirse, aumentándola a la vez. Por otra parte, llegaban a su celda, de la corte mejicana, así como de todos los círculos intelectuales europeos e hispano-americanos, elogios, obsequios, invitaciones para correspondencias literarias y otras muestras de admiración. Ella debía tener de sí misma la impresión de que era un pájaro milagroso, prisionero, cuyo vuelo temblaba hacia la lejanía. La fama de su belleza aumentaba la de sus conocimientos y facultades. Para unos llega a ser un fénix; para otros un escándalo. El padre Antonio, que tenía temores respecto de la salvación de su alma, parece haber dicho: Dios no podía haber enviado un azote más grande al país que dejar a Juana Inés en los círculos mundanos. Más tarde, cuando ya   -19-   había vivido y servido largos años en el claustro, sin poder renunciar a las ciencias y a las artes, le retiró su auxilio espiritual, dejándola sufrir dos años bajo la presión de su silencio desaprobador.

«Cometió su más grande audacia -no a nuestros ojos sino a los de entonces-, en el año 1690, con su crítica a uno de los sermones del padre jesuita Antonio de Vieira (1608-1697), célebre por sus prédicas, en aquel tiempo, en todo el círculo cultural hispanoportugués.

«Juana había escrito su crítica a petición de un caballero muy considerado, y es sabido que no fue ella, sino el obispo de Puebla, quien mandó imprimir la controversia, sin miramientos, a pesar de su estimación por Vieira. Su manera fina, agresiva, meditada y apasionada de descubrir los sofismas ingeniosos del predicador, y contestarlos metódicamente, suscita gran sensación, y, entre los teólogos, especialmente los jesuitas, cierta perplejidad y aun descontento, pues se trata de nada menos que de las "mayores finezas de Cristo"; es decir, de lo que constituía en realidad las mayores pruebas de amor del Salvador hacia la humanidad. El hecho de que una monja pudiera rivalizar con el maestro de los predicadores, el gran misionero del Brasil, confesor del rey de Portugal y de la reina Cristina de Suecia, y que incluso llevara ventaja en el tema, era inaudito. Aunque las objeciones no faltan, no queremos entrar en los detalles teológicos de la polémica, sino acentuar solamente el punto principal. Sor Juana defendía, rápida, tan ortodoxa como decididamente, los límites entre Dios y el hombre, la diferencia entre amor divino y amor humano, rehusando cualquier mezcla mística o conceptista. Este hecho es fundamental para comprender su personalidad y su poesía. No se debe tomar a sor Juana, como sucede frecuentemente, por una visionaria. En su profesión de fe, ortodoxa; en sus ideas, clara y segura; en la norma de su vida, pura y fiel a su deber, recorría su difícil camino. En las postrimerías del siglo XVII sobrevinieron años tristes y tormentosos en Méjico. En el norte se levantaban los indios, aniquilando o dispersando las misiones cristianas. Piratas en la costa, insurgentes en el interior, y pronto también en la capital, esparcían rumores de inseguridad. El tráfico se estancaba, las carreteras se enfangaban, la carestía se generalizaba; los indígenas, desesperados, volvían a inmolar víctimas humanas a sus viejos dioses. El virrey, conde Galve, inseguro de su vida, abandonaba el palacio, atropellado por la muchedumbre, y se   -20-   escondía en el convento de San Francisco. El 8 de junio de 1692 los edificios del Cabildo y del Archivo del Estado eran incendiados. Cruel y sanguinariamente se reprimió la rebelión. En el ardiente verano de ese año se podían ver diariamente flagelaciones públicas, degollaciones, procesiones expiatorias pasando frente a las iglesias cerradas. Las enfermedades se propagaban, cortejos fúnebres interminables pululaban a través de la ciudad y muchos de los admiradores, amigos, hermanos conventuales y parientes de sor Juana perecían.

«No era extraordinario que, bajo esas impresiones, renunciara a toda fruslería exterior; a sus estudios, joyas, figulinas y regalos, con los cuales la sociedad cortesana la había colmado, y aun el más amado consuelo de su celda, su "quita pesares" es decir, su biblioteca, compuesta de cuatro mil volúmenes, sus instrumentos astronómicos y musicales, todo eso lo entregó al arzobispo de Méjico (Aguiar) para que lo vendiera y repartiera entre los pobres el importe. Se castigaba tan duramente que el profesor tenía que aconsejarle moderación. Cuando la peste surge en el convento se dedica al cuidado de las enfermas, hasta que ella misma sucumbió en la mañana del 17 de abril de 1695.

«Conservamos de ella tres retratos, en técnica distinta. Muestran una cara franca, regular y fina: siempre en el hábito de su Orden; con libros y utensilios de escribir; ora de pie, de medio cuerpo o en la gracia de su esbelta figura. En el cuadro del Museo Providencial de Toledo, copia hecha en Méjico en 1772, se lee un soneto que no se encuentra en sus obras impresas, pero que expresa perfectamente, si no nos engañamos, el ambiente de los últimos años de su vida y la conciencia clara de su renunciamiento.

«Si la renuncia a toda esperanza terrenal es, en realidad, decidida, ¿podía serlo en un espíritu claro y móvil como el de sor Juana? ¿No habrá permanecido a su lado, por lo menos, la hermana menor de la esperanza -como Goethe la llamaba-, la fantasía? En el escritorio de la finada se encontraba todavía inconcluso un largo romance a las insuperables plumas europeas que habían alabado sobremanera sus obras. Mitad lisonjeada, mitad divertida, amonesta a sus admiradores: ella es una mujer ignorante, de estudios desordenados y pocas capacidades. ¿Acaso los condimentos de su tierra habían vertido un perfume mágico en sus versos? Esta glorificación es para ella perturbadora y avergonzante, porque seguramente va dirigida a una imagen ideal en la   -21-   cual la habían convertido los intelectuales europeos; o aun más: se dirigía sólo a la femineidad, no era otra cosa que galantería espiritual. La idea de su gloria literaria la preocupaba en su celda y era para ella como un cosquilleo siempre renovado, en parte agradable, en parte molesto. De un modo asaz espiritual y coqueto bromea en un romance a un extraño caballero, quien, inspirándose en un poema del Sueño, la había saludado como al fénix de los poetas; igualmente, en otro romance al poeta residente en el Perú, don Luis Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja, así como en la comedia Los empeños de una casa, deja entrever, en las palabras y la actitud de la protagonista, doña Leonora, algo de las preocupaciones de la bella y sabia señorita en cuanto a la gloria y la admiración. Entre el segundo y el tercer actos de esta comedia, Juana intercala una pieza burlesca, en la cual dos actores graciosos y ociosos (uno de los cuales no puede pronunciar la s sibilante) critican como aburrida la obra que está representándose. El de las eses opina que hubiera sido mejor representar algo de Calderón, Moreto o Rojas; o repetir la buena interpretación de La Celestina, que con estar hecha de paño malo y de bueno, siempre resultaría más divertida que esa obra de principiante, sin fin y sin plan, ya que en general las comedias españolas eran más ágiles que las mejicanas. Y entonces empieza, acompañado de canciones, gritos y lamentos del autor, un silbar estruendoso. Así, tan graciosamente, supo Juana burlarse de sí misma, colocándose simultáneamente en una misma fila con los entonces más famosos dramaturgos españoles. Considerando éstas y otras parecidas autocríticas, directas e indirectas, nunca considera las aprobaciones y éxitos como algo natural y aun merecido, a los cuales tenía derecho (carta del 1 de marzo de 1691). Siempre está sorprendida de esto y apenas puede tranquilizarse. No era vanidad; el estudio y la poesía la conducían de la mano fácilmente, como si fuera la cosa más natural del mundo, y el aplauso venía automática y unánimemente; así se explica que se viera siempre ante un misterio: el misterio de su propio talento. Casi lo mismo sucedió a sus admiradores, quienes encontraban a veces magníficas expresiones para caracterizar cada situación.

«En nuestro concepto, también Juana Inés es una niña prodigio, y su gloria rápida y ruidosa a uno y otro lado del océano un milagro de enlace espiritual entre la colonia y la tierra materna (sin cable, sin radio, hubo una mutua comprensión   -22-   dentro del mundo cultural español, mientras los de hoy sólo nos comunicamos con el extranjero).

«Juana era una virtuosa innata: no se puede demostrar en ella un desenvolvimiento metódico. El primer poema suyo cuya fecha podemos determinar con seguridad, el soneto "Suspende, cantor cisne, el dulce acento" del año 1668, nos muestra a la muchacha, que todavía no cumple diecisiete años, en pleno dominio del difícil estilo culterano. Desde el principio está a la altura de cualquier tema, igualmente bien versada en todos los estilos y métricas de la literatura española. Tanto se acerca a sus más importantes modelos en el gran arte, Góngora y Calderón, o al estilo popular eclesiástico de los romances clericales, villancicos, endechas, ensaladillas, al modo de Castillejos, Valdivieso, Lope de Vega, o la manera burlesca de Polo de Medina, que resulta difícil desprender su nota personal. En lo externo se distingue más bien por su temperamento femenino y su tendencia hacia formas mixtas y sueltas, por sus improvisaciones, a estilo de conversación, que por un trabajo concentrado. La primera obra importante, Los empeños de una casa, podría ser de un imitador cualquiera de Calderón, a pesar de su gracia y frescura.

«La comedia mitológicogalante, antiguobarroca, Amor es más laberinto, escrita en colaboración con su primo el licenciado Juan de Guevara, no tiene ningún estilo, y, como Juana misma confiesa al final de la obra, "contra el genio fue hecha de encargo". Los autos sacramentales San Hermenegildo y El cetro de José no muestran mucho más que la habilidad usual, conceptista en especulaciones teológicas.

«Su manera especial y propia se aprecia mejor en el poema Primer sueño, escrito a la edad de treinta y cinco a cuarenta años, no solamente para imitar y competir con Góngora, sino, ante todo, para llamar la atención... El poema, compuesto de novecientos setenta y cinco endecasílabos, en silva, se desarrolla sin cortes bien marcados, sin interrupción, como un verdadero sueño. El curso de ideas zigzaguea de motivo en motivo, en inversiones audaces, circunloquios y metáforas. El lector se enhebra de tal manera en el tejido artificioso que, ya corriendo hacia adelante, ya mirando hacia atrás, va y vuelve por todos lados en este laberinto donde queda preso, hasta que, de golpe, se rompe el encanto mágico y no queda nada en las manos, sino el resultado racional, como un montoncito de ceniza.

  -23-  

«Para dar una impresión, la menos vaga, nada me parece tan apropiado como la reproducción abreviada y explicativa, es decir, una síntesis analítica.

«La sombra piramidal de la Tierra envía su ángulo nocturno al espacio astral, pero no llega más allá de la esfera del cielo lunar. Dentro de su oscuro reino nebuloso impera el silencio. Sólo se escuchan las leves voces de las aves nocturnas y su vuelo. El vuelo reposado y el canto de la huraña Nictímene: la lechuza acecha en la puerta entreabierta del templo o en los huecos de la ventana para penetrar y beber el aceite de la santa y eterna llama, que profana y apaga. Las hijas de Minias, murciélagos, entonan juntas, en bandada, con el búho traidor de Plutón, una canción nocturna, pretérita y actual; Harpócrates, divinidad egipcia del silencio, con el dedo en la boca impone el silencio. El viento se apaga, el perro duerme, nada se mueve. La cuna del mar, donde reposan el sol y los peces, dos veces enmudecida, apenas se balancea. En las cuevas y barrancas escondidas de la montaña los animales, tanto los tenebrosos como los temerarios, sucumben a una misma ley de sueño. El rey alerta, Acteón, el cazador, convertido en ciervo fugaz, reposa en el bosque: los ojos abiertos, soñoliento; ya está durmiendo, pero aun en sueños endereza las inquietas orejas al menor ruido. En la maleza, el nido tembloroso, lleno de los hijos durmientes del aire inmóvil, está tranquilo. El águila de Júpiter, recelosa de la paz, se balancea cautelosamente en una pata, para no adormecerse, sosteniendo en la garra levantada una piedra reloj que le mide el tiempo de reposo. Una órbita eterna y un ramo dorado de penas son la corona del monarca.

«Ahora todo duerme y reposa, aun el ladrón y el amante. La medianoche se inclina, y la naturaleza, constante en la mutación, descansa de penas y gozos. Y todos los mortales, desde el Papa y el emperador, están, los miembros distendidos, los sentidos en suspenso, en un estado parecido a la muerte. Morfeo, hermano de la muerte, a todos los iguala. El alma, libre de sus negocios exteriores, se concentra en sí y manda tan sólo calor vegetativo a los miembros cansados; el cuerpo, cadáver con alma, aparentemente muerto, está animado por pequeñas y rítmicas señales de vida: corazón y pulmones trabajan con regularidad, sosteniendo la vida en rescoldo; los sentidos, tan sólo en actitud defensiva contra el mundo exterior; la lengua, paralizada, y el taller de la alimentación, donde se regula segura y minuciosamente   -24-   la digestión, deja apenas negar algunos humores ligeros y depurados al cerebro. Así, las imágenes de la fantasía y los pensamientos se purifican, y la imaginación se libera y representa las cosas tales como en el espejo del faro de Pharos, que, hasta la lejanía inconmensurable, abarca todos los buques de la planicie pulida del mar: su número, su tamaño y su curso ondeante. Ahora la fantasía, calmada, pinta, con el invisible lápiz espiritual, las imágenes de todas las cosas, los colores y contornos de todas las criaturas bajo la luna, y aun de los seres ficticios de los astros, representándolos plásticamente ante la luna, que ya los contempla casi inmateriales, formando parte de aquella existencia elevada: una chispa alegre, despedida de la cadena pesante de los cuerpos, y libre, mira las enormes bóvedas celestes en su órbita rítmica. Su fantasía siente como si estuviese en la cumbre de una montaña más alta que el Atlas, que el Olimpo; allá donde la nube se deshace y el águila no llega, más alto que todos los edificios artificiosos y audaces de las pirámides egipcias; se empuja a sí mismo hasta el reino luminoso, invisible y sin sombras, para desplomarse luego. Las pirámides -las cuales relata Homero, son únicamente símbolos terrenales del alma en ascenso, que aspira hacia el cielo, como la llama ambiciosa que se estira al encuentro de la primera causa-, estos edificios fabulosos, y la torre de Babilonia, cuyo testimonio es, todavía hoy, la confusión de lenguas, serían grados inferiores en comparación con la pirámide espiritual, a cuya cúspide el alma se ve trasplantada, no se sabe cómo, porque se cierne sobre sí misma, zambulléndose asombrada y orgullosa en nuevas regiones, y dirigiendo libremente la mirada espiritual, que todo lo penetra, sobre la creación, cuyos tropeles hormigueantes se manifiestan al ojo, pero no al entendimiento, que, intimidado por la fuerza de las cosas, retrocede, mientras la mirada audaz no se deja limitar: se atreve a contemplar el sol y se hunde en sus propias lágrimas. Pero el entendimiento, colmado de la fuerza y de la multitud de las apariciones y de sus variantes, queda vacío en medio de la plenitud, escudriñando sin seleccionar y cegándose a la vista del todo Embotado, ya no distingue nada en la vasta unidad de las partes, derramada de polo a polo; ni siquiera los miembros de su propio cuerpo, unidos conscientemente. Pero así como el ojo, acostumbrado a la oscuridad, atacado y cegado por una luz súbita, se protege para adaptarse poco a poco, apela a la oscuridad en la lucha contra la luz, y se procura, de vez   -25-   en cuando, la sombra de la mano para que se fortifique paulatinamente la fuerza visual -método curativo inteligente y natural de los antídotos, por el cual médicos de experiencia intuitiva protegen al cuerpo, sacando provecho de lo dañoso-, así el alma se rehace de su asombro distraído, de su incapacidad de captar y conservar, entre la realidad agitada, algo siquiera que llegue a concentrarse. Repliega las velas, escarmentada por el naufragio, y procura ordenar las cosas, pieza por pieza, separadamente, en diez categorías metafísicas, y, fracasada su intención, se ase a lo abstracto y trepa displicentemente de concepto en concepto. Así, mi entendimiento trata de subir, metódicamente, de lo inorgánico a la húmeda flora, a los seres que sienten y se preocupan, y aun a la criatura más perfecta de la tierra que llega hasta el cielo, y a quien el polvo cierra la boca, con la frente de oro y el pie de barro. Así subo los escalones de la escalera; luego vuelvo a desistir, porque no entiendo la más pequeña, la más leve maniobra de la naturaleza, ni el laberinto de la fuente sonriente, ni las bahías del abismo, ni los prados de Ceres, ni el cáliz colorido, ni el perfume de la flor, modelo de coquetería y seducción femeninas.

«Si el entendimiento queda burlado por una sola cosa, pienso tímidamente cómo puedo examinar toda la inmensa maquinaria, cuyo peso doblegaría a un Atlas o a Heracles si reposara en sí mismo. Y sin embargo, una audacia como la de Faetón provoca y azuza el espíritu ambicioso en lugar de asustarlo. Contagio peligroso de ejemplos osados. Tambaleando entre los imposibles, ya hacia este ya hacia aquel lado, el alimento dentro de mí se ha ido gastando. El sueño declina, y los miembros hambrientos y cansados por el esfuerzo, aun entre el despertar y el sueño, van desperezándose, medio torpes todavía; las pestañas se contraen; las quimeras se esfuman, huyen de la cabeza, deslizándose como las dóciles figuras, hechas de luz y sombras, de la linterna mágica, en la pantalla blanca.

«Ya se acerca el otro, el portador puntual del día, despidiéndose de los rayos crepusculares de los antípodas. Al despedirse de allá nos sonrosa aquí la mañana. Venus, precediéndole, irrumpe en el primer alba, y la esposa del viejo Titón, la resplandeciente amazona, armada de rayos y rociada de lágrimas, enseña la frente coronada y juega, amena y audazmente, adelantándose a la ardiente estrella del día. En torno a ella se juntan tímidos claroscuros, y a lo lejos   -26-   los más fuertes resplandores, para empujar a la enemiga del día, autoritaria y ensombrecida de laureles. Apenas hace ondear Aurora su bandera, despertando suaves y traviesas voces de pájaros, la tirana cobarde, embozada en su capa protectora contra los rayos calcinantes se vuelve para huir con miedo mal escondido, juntando con una oscura clarinada a los negros escuadrones para la retirada; y ya está herida por los haces de rayos, y la puerta de las más altas torres principia a enrojecer. El sol está allí, el círculo de oro cerrado. Líneas luminosas atraviesan lo azul; se precipitan las sombras nocturnas, dispersas, perseguidas hasta el ocaso, y más allá recuperan aliento para un nuevo dominio, mientras el lado nuestro, dorado por los bucles del sol, se hace lúcido y claro; y las coas ordenadas están de nuevo allá visiblemente coloridas, y los sentidos se vuelven, decididos hacia afuera, hacia la tierra definitivamente esclarecida, y estoy despierta.

«El motivo fundamental del poema todo se destaca perfectamente. Yo lo resumiría diciendo que es un asombro ante el misterio cósmico de los fenómenos, hombre y mundo. Un asombro que no es infantil, sino más bien consciente, y contempla las cosas de todos los días, demasiado conocidas, a través de nuevas fuerzas decididas a la exploración, y, sin embargo, insuficientes. Es el grado precedente a la educación y a la ciencia, una lucha con el enigma de la naturaleza y un sucumbir ante lo desmesurado del problema y del tema. Con recursos audaces y seudoexactos de pensamiento y lenguaje, se tratan los sucesos fisiológicos del sueño, de las actividades del corazón y los pulmones, de la digestión y de la alimentación del cerebro, y se describen métodos curativos, experimentos de proyección, fenómenos astronómicos y meteorológicos, y otros asuntos, de un modo mitad científico, mitad fantástico. Concepto y percepción estimulan en esfuerzos crecientes, excitados y funambulescos, no pudiendo calmarse ni en la crítica, ni en la humilde autorresignación, ni en la entrega mística, sino sólo en el agotamiento, es decir, en la claridad de la mañana.

«Asombrarse y asombrar era el programa consciente de la poesía barroca; pero aquí ha llegado a ser un estado de ánimo real y, por decirlo así, legítimo, una sensación poética y un motivo fértil. Lo que poetas europeos de aquella época se proponían con intención glacial y efectista, como Marino, y lo que se exigían, por desilusión o afectación, con un afán estetizante, como Luis de Góngora, modelo   -27-   inmediato de sor Juana, aquí viene de una necesidad psíquica ineludible y se aligera en una poesía que, aunque parezca en los detalles artificial, embrollada y recargada, es un logro poderoso y bien realizado. El esquema, gastado, medieval, del sueño didáctico, se rejuvenece en esta lírica del despierto anhelo de investigar, y señala hacia adelante, la poesía iluminada. Se piensa en Albrecht von Haller. Hasta se advierten las primeras leves sugestiones de ambientes prometeicos y fáusticos. ¿Cómo es posible que sonidos tan preñados de futuro salgan de pronto de un convento mejicano de monjas?

«El espíritu sopla donde quiere, pero no sin ciertas condiciones. Estas condiciones de indispensable conocimiento son el hecho de que el imperio español, su centro cultural, su dirección, hacia fines del siglo XVII comenzaba a entumecerse. En tierra europea española, en Madrid, Toledo o Salamanca, se poseían ya, desde siglos, todos los tesoros de la cultura, que nuestra poetisa, en Méjico, tenía que apropiarse penosamente y casi con violencia, atenida a sus propias fuerzas. La frescura de un ansia de saber, su placer en teorías anticuadas desde hace mucho tiempo, como, por ejemplo, el sistema cósmico ptolomeico; su curiosidad por la mitología antigua y, al mismo tiempo, por la física moderna, por Aristóteles y por Harvey, por las ideas de Platón y la linterna mágica de Kircher; su afán ingenuo y sin selección y, aventuremos la expresión, su "dilettantismo" intuitivo, no hubieran prosperado en las universidades pedantes y temerosamente dogmáticas de la vieja España. El arte barroco español de los últimos tiempos quería deslumbrar al mundo todo, hastiado y cansado. La poesía de sor Juana es el asombro del espíritu que despierta, hambriento, y se esfuerza en su ansia de saber. Por tanto, usa el adorno culterano sólo excepcionalmente, cuando quiere rivalizar, en una emulación de festival, con otros poetas, como en su elogio al Trofeo de la justicia española, de Sigüenza (1691). En lo demás, evita el estilo erudito y oscuro, lo cual es aún más notable cuando la manía gongorina se había apoderado de toda la cultura del Méjico de aquel entonces, donde se leían, comentaban o imitaban y se aprendían de memoria las Soledades y el Polifemo. En general, Juana escribe en lenguaje transparente y fluido, aunque no el de todos los días, ni el del sensualismo plástico y colorido, sino el picante, conceptuoso y dialéctico de la conversación espiritual; todo lo que veo -dice ella- evoca reflejos; lo   -28-   que oigo, meditaciones, aun la más mezquina cosa material... Adonde miro, tengo de qué asombrarme y discurrir; en la conversación con la gente, sobre sus palabras y la diferencia de sus talentos y temperamentos; en nuestro gran dormitorio, sobre la perspectiva y la aproximación mutua de las líneas; sobre las curvas que describe el trompo de los niños; jugando sobre triángulos hechos de alfileres, especulaba desde el punto de vista geométrico y teológico y aun sobre reacciones de huevos, mantequilla y azúcar, en el brasero. Se eleva sobre la vida diaria, ya racionalmente, ya juguetona o edificante; y también prefiere, en su expresión, lo gracioso y precioso, el juego de palabras, "la pointe" las comparaciones y contrastes abruptos. Su alegría clara, su zaherir verboso, pero sin malicia, desentraña en todas partes lo irracional, haciéndolo relucir; su modo de escribir, suelto y descuidado, se burla del espíritu, lo avergüenza y lo aguijonea, haciendo resonar variadas reminiscencias: tal es su carácter. Así están de acuerdo su predilección por el romance y por el cambio de formas -y hay tantas en la literatura española-; pasa de la conversación al canto y de la lógica a la imaginación. Se expresa muy elocuente y graciosamente en felicitaciones poéticas y semipoéticas: agradecimientos, homenajes, cumplimientos, ternuras, celos, galanterías y despedidas, y a veces apenas es posible distinguir las ocasiones fingidas de las reales. Lo más de esta poesía festiva suena como pasajes brillantes a ingeniosos de una comedia; se podrían poner en boca de este o aquel personaje: tan grande es, de un lado, su desinterés, y del otro, el entusiasmo vivo con que se presentan. De esta categoría son también las famosas redondillas, versos en los cuales el bello sexo se defiende contra los hombres, y que todavía figuran en todas las antologías de poesía española e hispanoamericana como resto picante de la gloria marchita de sor Juana. Pero no toda su poesía está tejida en tela tan ligera. Asombro y juegos ingeniosos no duran siempre, y si duran, conducen a una soledad del alma. A pesar del estado claustral, y justamente a causa de él, sor Juana necesitaba la concordancia de ánimo con el mundo que la rodeaba. El segundo gran motivo fundamental de su poesía, por decirlo así, el lado opuesto a su "meditación" y a su "admiración", es el concentus. Es, ante todo en las ocasiones religiosas, así como las nacionales y cortesanas, en donde la poesía de Juana celebra la armonía de las almas. Las formas que se le ofrecen son de las piezas festivales, lírico-dramáticas, cantos panegíricos,   -29-   en que el júbilo general se exalta y lucha para fundirse al fin en un homenaje unánime. Aquí viene en su ayuda su talento musical, que no podemos juzgar, porque ninguna de sus composiciones se ha conservado. En lo demás, la fuerza productora del unanimismo de nuestra poetisa es más bien religiosa que artística. En la fe, en la crítica espiritual y en el amor cristiano, mucho más que en la fantasía creadora, abarca y armoniza los fenómenos contradictorios del mundo. Sus letras, villancicos, loas, sainetes y autos son más bien inventados o arreglados y adornados retórica, lírica y melódicamente que compuestos y formados visionariamente desde lo profundo. Los personajes de estas piezas son en parte alegóricos, en parte típicamente representativos. Un ser verdaderamente vivo aparece, a lo más, de un modo cómico, entre ellos. La religión de Juana no es excesivamente mística. La armonía psíquica se produce en sus piezas festivas o religiosas, no porque los personajes de sus obras se borren, se supriman o renuncien a sí mismos, ni tampoco porque subviertan las normas sociales o las jerárquicas. Nunca se abandona en su entusiasmo. Cuando, por ejemplo, quiere elogiar al rey de España o a una virreina mejicana, lo hace con exaltación transparente, mitológica o metafóricamente, pero jamás con devoción heterodoxa. Juana establece una diferencia estilística muy notable entre las fiestas de la corte y las de la Iglesia, aunque se entremezclaban en las costumbres españolas y probablemente también en las mejicanas. A los príncipes mundanos rinden homenaje -por ejemplo- Flora, Pomona, Zéfiro, y Vertumno; los cuatro elementos, las estaciones, las edades de la vida, los planetas, las divinidades antiguas, fuerzas psíquicas personificadas, y abstracciones como la vida, la naturaleza, la majestad, la fidelidad, o las artes y las ciencias rivalizando entre sí. El país, el pueblo, la ciudad, la multitud, la plebe, entran, a lo más, como espectadores o comparsas, o como coro que impaciente irrumpe en la festividad sumándose a ella. Los festivales eclesiásticos se realizaban de un modo más popular, especialmente los villancicos humorísticos. En aquellos pequeños dramas, cantados a la Natividad, a la Asunción, a la Concepción y a los santos, actúa mucha gente humilde: vascos, portugueses, negros e indios, en sus dialectos y lenguas o en español chapurreado; estudiantes y sacristanes hablan latín, lo que da lugar a malas inteligencias. Mientras más babilónica resulta la confusión y mezcla de lenguas, más efectiva y victoriosa es la   -30-   misión de los sabios y los idiotas, de los ángeles y los hombres, señores y esclavos, blancos y negros, en la adoración y gloria jubilosa. Incluso la divinidad se humaniza, si no directamente, en comparaciones ingeniosas y dialécticas: el Niño Jesús como un criollito; la Virgen como muchacha aldeana, zagala, doctora o cantante, Bradamante o la Angélica de Ariosto, y aun como yegua que cocea. Y San Pedro Nolasco, como bandolero o como médico de ocultas enfermedades. Es sabido que la religiosidad española, en el barroco del tono religioso popular, no retrocedía ante ninguna falta de gusto y, como en el juego de las ensaladillas edificantes, todo se mezclaba y se aceptaba generalmente. Por tanto, no creo que en la introducción de alabados y cantos panegíricos aztecas y negros en el Tumba la de los negros y en el Tocotín de los indios, se pueda buscar una tendencia o manifestación social o revolucionaria en sor Juana, como quisiera Chávez. Es únicamente un juego formal humorístico, de color mejicano, pero usual en la tradición de este género desde siglos. Cuán humanamente inteligente, teológicamente claro y políticamente reservado era el pensamiento de nuestra poetisa sobre la situación de los indios, en parte paganos, en parte deficientemente cristianizados por la Iglesia, se observa claramente en la hermosa introducción del Cetro de José.

«Sin embargo, hay que tomar en consideración que Juana veía reunidas sin ninguna diferencia en las iglesias de Méjico, casi diariamente, las más diversas categorías de hombres: inmigrantes, aborígenes, negros y mestizos, y podía observar por sí misma una unión psíquica de las razas, cada vez más fuerte, mientras la vieja España, que hasta los primeros decenios del siglo XVII expulsaba a moros, moriscos y judíos, ya no podía presenciar ningún fenómeno parecido. En Méjico, un emocionante enlazamiento de almas fermentaba y abarcaba una nación llena de color, un proceso de formación; en España, una uniformidad petrificada, reservada y senilmente exclusivista. Como los impulsos de curiosidad y exploración, así también las tendencias hacia una comprensión cariñosa de la humanidad multicolor, allá en la periferia del imperio español, estaban todavía rebosantes de juventud cuando en la madre patria ya se secaban y fenecían. No es milagro que también esta segunda serie de motivos resuene más clara y afectuosamente en la poesía de Juana.

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«Su Divino Narciso es de lo más bello que la literatura española puede presentar en el género de los autos sacramentales, aunque su andamiaje dogmático no es muy propio a la poesía pura. El prólogo comienza con danzas y cantos mejicanos: rito pagano en honor de los dioses de las siembras; trata de la subversión de los indios. La obra, en sí, estaba destinada a una representación en Madrid. La idea poética fundamental se destaca, en el curso de la acción, en discursos y controversias sofísticas, especulativa y musicalmente relumbrante y resonante. Narciso, el irredimido, que según la fábula antigua sólo puede amarse a sí mismo, llega a ser en la poesía de sor Juana el Hijo del Hombre, el redentor en busca de la naturaleza humana caída y desheredada, pobre pecadora. Ésta, por su parte, lo busca a él. Entre quejas ansiosas y palabras de amor, reminiscencias del Cantar de los Cantares, los desunidos vagan por el paisaje de Arcadia: Lucifer, bajo la aparición de la ninfa. Eco, la celosa caída y repudiada, persigue a Narciso, lo conduce a la cumbre de la montaña, lo tienta y quiere impedir, de todos modos, que los amantes se encuentren. Pero guiada por la merced celestial la pecadora llega a la fuente de la pureza, cubierta de malezas, y desde el lado opuesto se acerca a Narciso. Él descubre el reflejo de la amada que le hace señales entre el ramaje y simultáneamente su propio reflejo, modelo de la naturaleza humana. Entretanto, Eco se ha acercado cautelosa, y acompañada de Soberbia y Amor Propio, acecha a los amantes, pierde, de envidia y celos, el habla, balbucea, e imita, acompañando palabras de amor y consuelo, la voz del eco, con desesperación y rabia. En su insaciable sed de amor. Narciso se lanza a la fuente; tiembla la tierra; la pecadora y las ninfas lloran; pero, transfigurado, Narciso surge de la muerte e instituye, para la unión eterna con la amiga, el sacramento de la Eucaristía.

«El encanto de la obra, difícil de precisar y probablemente imposible de reconstruir hoy en día, está quizá en la sensualidad difusa y llena de alma con que se sienten, se reflejan y se cantan las cosas del más allá, y en la erótica intelectual femenina, cuya gracia, frivolidad y coquetería no significan, en el fondo, despreciar, sino mitigar el asunto grandioso. El espíritu de la poetisa abarca toda la amplitud y profundidad del misterio del amor sacrificado, muerte, redención y unión bienaventurada. Su fantasía percibe el drama eterno, en formas mansamente virginales, como un drama entre pastores y ninfas, en bosques, junto a fuentes, flores   -32-   y arbustos, acompañada de música y canto. Con esta percepción logra componer versos redentores como "Aquí ovejuela perdida..." y sentencias profundas y humorísticas como "Porque hasta Dios en el viudo..." Entonaciones igualmente tiernas e inteligentes se encuentran en sus romances, endechas y liras de amor terrenal o celeste. Su afectuosidad y su perspicacia conservan igual finura, ya trate de inclinaciones mundanas, ya de las eternas. El sentimiento íntimo, juvenil y algo zahareño no necesita aclaración, se comenta en sí mismo, y, lejos de opacarse, se esclarece.

«Entre la poesía mundana y eclesiástica no hay confusión en lo exterior, ni en lo interior ninguna ruptura; tampoco se contradicen o se impiden los motivos fundamentales que hemos desarrollado; al contrario, se penetran y se modifican mutuamente, de manera que su actitud, asombrada, interrogadora, y la armonía con este mundo, plena de alma, se completan y se acoplan recíprocamente. Cada uno de los dos motivos encuentra en el otro su complemento y su delimitación. Por eso, la poesía de Juana no se pierde ni en extravagancias del espíritu ni en misticismos del sentimiento; no sufre los típicos excesos del estilo barroco, sin tener necesidad de imponerse una disciplina especial y sujetar fuertemente las riendas del arte. Se puede permitir, en los detalles, extravagancias, porque en el fondo es un temperamento sereno, equilibrado y noble.

«Es natural que, a pesar de su gloria, en la Nueva y en la vieja España no haya podido ejercer un influjo literario duradero. Sólo desde la segunda mitad del siglo XIX se comienza a escuchar, con nueva atención, el eco de este grande arte español. Y ahora, cuando debemos dudar si estamos en el orto o en el ocaso de una época artística, su voz esfumada y crepuscular nos habla con más claridad que nunca».

Los escritos que actualmente se conservan de sor Juana comprenden: Carta Atenagórica o crítica del sermón del Mandato, del jesuita portugués Antonio Vieira; la Carta a sor Filotea de la Cruz, seudónimo del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, contestándole su carta sobre la crítica del sermón de Vieira (1691); Ofrecimientos para el rosario de la Virgen de los Dolores, en prosa; Ejercicios para la novena de la encarnación de Jesús, en prosa; Explicación de la Concepción, en prosa; Protesta de la fe, en prosa; Petición al Tribunal Divino, en prosa; Neptuno alegórico..., y Explicación del arco triunfal a la entrada del virrey Paredes (1680), en prosa y verso, en castellano y en   -33-   latín; dos comedias: Los empeños de una casa, con Loa, tres Letras, dos Sainetes y Sarao en cuatro naciones, en cuatro idiomas; Amor es más laberinto, cuyo acto segundo es de Juan Guevara, con Loa (1688), tres autos sacramentales; El divino Narciso, el mártir del sacramento San Hermenegildo y El cetro de José con sus Loas; trece Loas independientes, incluso el Encomiástico poema a la virreina condesa de Galve (1688); nueve Letras sagradas en forma dramática y cuatro Letras profanas para cantar; once Villancicos en forma dramática y tres breves en forma lírica; Primero Sueño, silva extensa, «imitación de las Soledades de Góngora», poesías líricas, distribuidas así: sesenta y tres sonetos, cincuenta y nueve romances (cincuenta y cinco en octosílabos), una silva titulada Ovillejos, nueve glosas, diecisiete composiciones en redondillas (dos no lo son estrictamente), una en quintillas y redondillas, treinta y cuatro en décimas, diez en endechas, tres en liras, un Laberinto endecasílabo, unos Anagramas a la Concepción y unos romances, bailes y tonos provinciales a los virreyes. Todo esto se halla incluido en los tres tomos de sus obras publicados de 1689 a 1700. Después se ha encontrado suelto uno que otro escrito breve. Los extensos se han perdido.

Los títulos con que conocemos sus escritos no son puestos por ellas sino por sus editores del siglo XVII; pero se conservan generalmente en las reimpresiones modernas a guisa de curiosidad, aunque a veces contradigan el significado de la composición.





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