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Obstáculos y contratiempos en la escritura de mujeres en la España del siglo XVIII: Margarita Hickey y Polizzoni, María Rosa de Gálvez Cabrera y María Joaquina de Viera y Clavijo

Victoria Galván González


Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

El estatus de la mujer escritora en la España del siglo XVIII puede parecer, desde nuestra perspectiva contemporánea, frágil, endeble y con pocos resquicios para el ejercicio de la escritura en igualdad de condiciones frente al hombre escritor. Sin embargo, los estudios acerca de la situación de la mujer durante la centuria, de su acceso a la cultura escrita y al espacio literario muestran un panorama en el que el repertorio de escritoras es notable, aunque no se incremente en relación con los siglos precedentes (Sullivan 1997: 306). Al respecto, E. Palacios Fernández cree que hay un cambio sustancial con respecto a los siglos anteriores. Al comparar los catálogos de escritoras con el siglo XVIII, advierte la existencia de casi dos centenares (2002: 268). Se constata la participación de mujeres en tertulias (Iglesias 1997: 197-230), como asistentes u organizadoras de las mismas, -piénsese en la marquesa de Sarriá, la condesa-duquesa de Benavente (Condesa de Yebes 1955), la condesa de Montijo (Paula de Demerson 1975) o la marquesa de Fuerte Híjar (Acereda 2000), aunque sin alcanzar las cotas de las francesas. También son numerosas las voces que se pronuncian acerca de la cuestión femenina (Joyes y Blake 1798; Bolufer 2008: 271-305) en lo que concierne a su educación, a su inserción en la vida pública, a los roles que ha de desempeñar, a su protagonismo en el ámbito familiar o sobre aspectos conductuales. La literatura pedagógica, sociológica, científica o periodística (Barnette 1995) sobre la mujer es a su vez considerable.

No puede afirmarse, por tanto, que no preocuparan a los ciudadanos del siglo XVIII los progresos del sexo femenino, acorde con los aires renovadores de la Ilustración. Pero a nadie se le escapa que las luces van acompañadas de amplias sombras y que el proyecto optimista de la Ilustración no culmina con la implantación universal de los derechos, ni con una razón que extienda sus efectos a todos los órdenes del conocimiento y de la sociedad. Como decía Cristina Molina: «La Ilustración no cumplió sus promesas en lo que a la mujer se refiere, quedando lo femenino como aquel reducto que las Luces no supieron o no quisieron iluminar, abandonando, por tanto, a la mitad de la especie en aquel ángulo sombrío de la pasión, la naturaleza o lo privado» (1991: 28). Se ha dicho que la Ilustración no alcanzó a establecer la paridad en la cuestión de los sexos y que finalmente pervivió la razón patriarcal. Bajo la advocación a la razón se ampara un discurso que marca unas diferencias dimanadas de la naturaleza a partir de la idea de la complementariedad -asimétrica- de los sexos con las subsiguientes contradicciones, tal y como se percibe en la Eloísa de Rousseau (Cobo 1995) y en todos aquellos que secundan al ginebrino.

En este contexto, obvio es que la mujer (Ibeas y Millán 1997; Palacios 2002; Trueba 2005; Zavala 1997) que decide escribir ha de enfrentarse a una serie de limitaciones. En concreto, las que derivan de los nuevos paradigmas que se construyen sobre el sexo femenino, que subrayan precisamente su condición sexual. A partir de ahí se articulan todos los patrones que han de regir su conducta, su manera de estar en el mundo. El sexo la condicionará de forma determinante frente al varón, que no se verá tan sometido a su sexo. De esta manera, aquellas mujeres que deciden hacer públicas sus obras, porque de esto se trata, estarán sometidas a un juicio doble: el que padece cualquier escritor, al que se añade el de su condición sexual.

Para analizar las dificultades y la proyección social de la literatura escrita por mujeres en el siglo XVIII español me centraré en tres escritoras: Margarita Hickey y Polizzoni (1740-1801) (Aguilar 1996: 463-464; Deacon 1988: 395-421; Herrera 1993: 236-337; Palacios 2000: 145-160; Salgado 1993: 133-147; 1994: 17-31; Serrano 1903-1905: 503-522; Sullivan 1997: 219-229) , María Rosa de Gálvez Cabrera (1768-1806) (Aguilar 1996: 35-37; Bordiga 2003; Herrera 1993: 193-194; Jones 1995: 173-186; 1996: 165-179; Kahiluoto 1986: 238-248; Lewis 1996: 205-216; 1997: 263-275; Palacios 2000: 160-170; Ramos 1986; Serrano 1903-1905: 443-457) y María Joaquina de Viera y Clavijo (1736-1819) (Aguilar: 428; Fraga 1985-1986: 319-333; Galván 1998: 123-138; 2005: 95-116; 2006; Millares 1932: 569-571; Palacios 2000: 171-173), de las que analizaré algunas cuestiones, a mi juicio, relevantes.






ArribaAbajoLa mujer juzgada

Es cuestión capital acercarse a la recepción de la obra de los escritores en el campo literario. En los casos seleccionados se da la circunstancia de que las tres escritoras contaron con el apoyo de determinados círculos de poder, hecho imprescindible para tener éxito en la sociedad literaria. Así es sabido que Hickey cuenta con la protección de Agustín Montiano y Luyando y participa activamente en la tertulia que preside la marquesa de Sarriá, la Academia del Buen Gusto. Su presencia en la esfera pública literaria de los años sesenta y setenta del siglo XVIII está atestiguada. Por su parte, María Rosa de Gálvez durante su estancia en Madrid, tras abandonar su Málaga natal, se relaciona con escritores como José Manuel Quintana, a quien dedica su «Descripción filosófica del Real Sitio de San Ildefonso», o Cienfuegos, y contará además con la protección de Godoy y de Carlos IV. Ambas verán publicadas sus obras, no exentas de dificultades, y la malagueña verá representadas algunas de sus piezas dramáticas en los teatros del Príncipe y de los Caños del Peral (Bordiga 2003: 184-185).

El caso de María Joaquina es bien diferente. No verá publicada ninguna de sus obras poéticas, aunque la tardía llegada de la imprenta (Hernández 1977) a las Islas Canarias es la causa y afecta a toda la sociedad literaria isleña. No obstante, ello no impide la difusión y la transmisión de las obras, tratándose del género poético. Sus composiciones, en su mayoría de carácter circunstancial, dan a entender la existencia de un público integrado por amigos. Las dedicatorias de los títulos indican muchas veces que hay una relación de comunicación, de intercambio de poemas entre autora y destinatario. En su caso, los datos someros de su biografía apuntan a una actividad literaria paralela a sus funciones de hija y de hermana en el seno de una familia muy religiosa, pero el contenido de sus versos apunta a una relación estrecha con los círculos del poder cultural de las islas de Tenerife y de Gran Canaria, toda vez que los receptores pertenecen al universo eclesiástico, político o cultural isleños.

La aparente accesibilidad al espacio público de estas escritoras no se produce en las mismas condiciones que sus colegas masculinos, como se puede colegir del contexto socio-histórico. De ello podemos dar cuenta si atendemos a los juicios de los que son objeto en el momento de darse a conocer en la esfera pública y los argumentos esgrimidos por ellas como respuesta. Las obras se presentan ante las distintas instancias que conforman la institución literaria, aquellas que determinan qué obras son válidas para la impresión, cuáles han de pasar al canon y qué obras merecen ser leídas. Aquí hacen acto de presencia diferentes estrategias defensivas y publicitarias. Se trata de un acto consciente por parte de las escritoras de la exclusión de que son objeto como punto de partida para ingresar en el espacio literario público. Vemos cómo se exacerba la falsa modestia, que convive con la autoafirmación más firme.

Por ejemplo, María Rosa de Gálvez, conocedora del atrevimiento y de la novedad que supone como mujer escribir tragedias, al presentar la primera de su repertorio, Ali-Bek, junto con la comedia Un loco hace ciento, a la Junta de Dirección de Teatros de Madrid en 1804 para solicitar un premio, esgrime argumentos que se apoyan: en el hecho extraordinario de que una mujer componga una tragedia; en las razones económicas que la impulsan, tratándose de una mujer sin herederos y sin recursos, con serias dificultades para sobrevivir. Pero lo interesante es cómo, a sabiendas de la reacción de un tribunal masculino, apela a la protección que una mujer dedicada a este oficio del teatro se merece. Pone el énfasis en su condición femenina para atraerse el favor del jurado, al mismo tiempo que pretende que este factor no sea un demérito. Es decir, hace especial hincapié en su naturaleza femenina para ser reconocida como escritor. Estas estrategias derivan de su perfecto conocimiento de la institución de la crítica y de las relaciones de poder que actúan en ella. María Rosa de Gálvez, a partir de su dominio del campo, intenta usar a su favor los resortes ideológicos y ontológicos que sostienen el edificio de las instancias de la crítica.

Se ha apuntado la constante de la tutela literaria de hombres escritores, como se aprecia entre Hickey, Montiano y Luyando y Vicente García de la Huerta o María Joaquina, su hermano y el imaginero Rodríguez de la Oliva. Además, Gálvez no se arredra y declara que piensa dedicarse a este oficio, al advertir que tiene escritas otras obras dramáticas, acudiendo al argumento económico. En la reseña que publicó el Memorial Literario (1801: II.10) de Ali-Bek se acude a la discusión, que parece no resuelta, de si las mujeres deben o no dedicarse a la literatura y a las ciencias. Los publicistas recogen todos los argumentos favorables y negativos en una posición imparcial, pero al juzgar la tragedia dicen:

Aunque con mucha brevedad expondremos aquí el argumento y juicio de esta tragedia y no esperen nuestros lectores ver un examen riguroso de ella, según los principios del arte, porque a esta luz ¿quién sería el poeta que pudiera ocultar sus defectos? Y por otra parte ¿quién se atrevería a esgrimir la crítica contra el bello sexo, y a resistirse a tributarle el incienso de la lisonja?


(Bordiga 2003: 148-149)                


En líneas anteriores los críticos del periódico afirman: «Así pues podemos alabar el ingenio natural, el entusiasmo, y sobre todo la noble arrogancia de la autora de Ali-Bek, pues todo esto es necesario para componer una tragedia enteramente original, en cinco actos, en versos corrientes, y en donde están guardadas las tres unidades» (Bordiga 2003: 148). Como puede observarse, se entrecruzan los argumentos favorables por la calidad del trabajo con los juicios sujetos a la condición sexual de la escritora.

Cuando publica sus obras, que finalmente verá impresas en tres tomos en la Imprenta Real en Madrid en 1804, redacta una advertencia al tomo II, que contiene tragedias, que pone de manifiesto las críticas que ha generado y la estrategia defensiva ante posibles recelos. La autora declara, amén de lamentar que en España no haya tragedias originales y sí muchas traducciones, las siguientes palabras:

Atrevimiento es en mi sexo, y en estas desgraciadas circunstancias de nuestro teatro, ofrecer a la pública censura una colección de tragedias [...] pero el sexo, y las continuas ocupaciones, y no vulgares penas que acompañan mi situación, no me han permitido limarlas con más escrupulosidad; ni yo creo que por haberlo hecho adelantaría mucho; puesto que tal cual sea su mérito, es más bien debido a la naturaleza que al arte, con que no me ha sido muy fácil adornarla. Ni ambiciono una gloria extraordinaria, no puedo resolverme a creer tanta injusticia en mis compatriotas, que dejen de tolerar los defectos que haya en mis composiciones con la prudencia que juzgo merece mi sexo.


(1804: 160)                


En una carta que remite a Carlos IV en 1803 para solicitar permiso de impresión expone con rotundidad su capacidad para publicar unos trabajos inéditos en una mujer, dando muestras de una firmeza apreciable en aquellas escritoras que se perciben pioneras: «A esto puede agregarse el deseo de hacer público un trabajo que en ninguna mujer, ni en nación alguna tiene ejemplar, puesto que las más celebradas francesas sólo se han limitado a traducir, o cuando más han dado a luz una composición dramática; mas ninguna ha presentado una colección de tragedias originales como la exponente» (Bordiga 2003: 158). La reacción de la crítica a esta publicación se resume en las palabras de José Manuel Quintana, a quien ella dedica algunas composiciones poéticas, en la reseña y crítica que publicó en Variedades de Ciencia y Literatura y Artes (1805: II. 1.3):

La cuestión de si las mujeres deben o no dedicarse a las letras, nos ha parecido siempre, demás de maliciosa, en algún modo superflua. Los ejemplos son tan raros, y tienen ellas tantas otras ocupaciones a que atender más agradables y más análogas a su naturaleza y costumbres, que no es de temer que el contagio cunda nunca hasta punto de que falten a las atenciones domésticas a que se hallan destinadas, y de que los hombres tengan que partir con ellas el imperio de la reputación literaria. No se ha manifestado bien hasta ahora que tenga de perjudicial ni de ridículo el que algunas pocas den el cultivo de su razón y de su espíritu las horas que otras muchas gastan en disipaciones frívolas; y por último, la lista numerosa de mujeres ilustres que se han distinguido, no sólo en las artes y las letras, sino también en las ciencias, responde victoriosamente a los que les niegan abiertamente la posibilidad de sobresalir, y les cierran el camino de la gloria.


(160-161)                


La escritora sometida a juicio se ve legitimada para articular una defensa que se sitúa más allá de las fronteras literarias. El lenguaje de la crítica favorable se pertrecha de un discurso que ambiguamente juega a la aprobación, pero con los límites que la naturaleza/cultura ha establecido en relación con los sexos. María Rosa de Gálvez, además, se atreve con un género, el de la tragedia, que ha estado reservado exclusivamente a los hombres. Al respecto, la crítica literaria posterior la ha juzgado desde la diferencia sexual en la medida en que se hacen eco de los rumores no confirmados de una relación sentimental con Godoy. A pesar de las dificultades y por encima de ellas, logra éxitos en la escena literaria del siglo XVIII al ver representadas algunas de sus obras, publicarlas y al contar con el apoyo gubernamental.

Con Margarita Hickey y Polizzoni el juicio de sus contemporáneos se presenta con los mismos tintes que en el caso de Gálvez. En 1789 publica el primer tomo de su obra Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas con dos Poemas épicos en elogio del Capitán General D. Pedro Cevallos, con la traducción de Andrómana de Racine. En virtud del juicio que ella imaginaba que tendría su obra, declara en el prólogo a sus poesías estas contundentes palabras:

Prevengo y con eso ingenuamente, que no he querido sujetar esta mi obrita al juicio y corrección de nadie; y que solamente me he dejado llevar en ella para disponerla del modo que está, de mi gusto, genio o capricho, y de las tales cuales luces que ha podido comunicarme la afición que siempre he tenido a leer buenos libros en prosa y en verso: conozco, trato y comunico algunos sujetos a cuya inteligencia y buen juicio, pudiera (y debiera acaso) haberla sujetado; pero unos por haberlos contemplado muy afectos, otros por poco, y a los más por suponerlos llenos de preocupación contra obras de mujeres, en las que nunca quieren estos hallar mérito alguno, aunque esté en ellas rebosando: he desconfiado de la crítica de todos y he escogido por mi único juez al público el que sin embargo y a pesar de la ceguedad e ignorancia que se le atribuye, hace (como el tiempo) tarde o temprano justicia a todos.


(140-141)                


Hickey tiene una nítida conciencia de su compromiso y de sus responsabilidades como escritora. Las palabras precedentes muestran sin ambages el conocimiento preciso de las reacciones de la crítica al tratarse de una mujer. La instancia de la crítica opera de acuerdo con unos criterios que dependen en los años finales del siglo XVIII de los conceptos del buen gusto, la utilidad, el deleite, el decoro y el respeto a un código moral. La teoría literaria clasicista se sitúa del lado de la defensa del buen gusto, que significa el respeto de los principios de la poética neoclásica. Hickey, al rebelarse contra ello y declarar que ha actuado de acuerdo a su gusto particular, manifiesta una actitud combativa y a las claras defensiva por razones debidas al sexo.

La recepción de su obra y sus criterios literarios pueden leerse en las aprobaciones o dictámenes de los padres Fray Francisco de Villalpando, Fray Fidel de Gordejuela y Fray Antonio de Victoria, religiosos capuchinos, al primer poema del libro en elogio del Capitán General don Pedro Ceballos. Recibe el beneplácito para la publicación por ajustarse a las normas poéticas y no atentar contra la fe y las buenas costumbres. Se cumple aquí la apreciación, tantas veces mentada a propósito de la escritura femenina, de ser aceptadas en la medida en que escriben según los modelos y patrones vigentes en el canon. Margarita Hickey incluye en su obra presentada a edición textos poéticos respetuosos con el canon neoclásico e ilustrado, pero practica la transgresión al escribir poemas que subvierten el orden social presente en lo que afecta a los roles femeninos. Por ello la crítica habla de la militancia poética de Hickey. Además, en el dictamen mencionado, Francisco Villalpando elogia de la autora la composición de un poema épico para añadir que sus méritos, apreciables en los varones distinguidos, lo son más entre las señoras de su clase. En el dictamen de Fray Antonio de Victoria se valora de nuevo el criterio de excelencia por el que se desacredita la opinión mayoritaria de la incapacidad de las mujeres para el talento. Y refiere la memoria de mujeres ilustres y eruditas, práctica usual en los discursos en defensa de la mujer. Es decir, en este contexto de defensa de la mujer escritora -se cita el discurso XVI de Feijoo en defensa de las mujeres-, se acude al catálogo de excelencia, excepciones, que a la postre confirman la diferencia.

Otro testimonio relevante de su postura ante la sociedad literaria puede leerse en el prólogo que antecede a su traducción de la Andrómaca de Racine. Ahí se aprecia su defensa de la moral y su definición del teatro como escuela pública. En los argumentos que versan sobre el amor toma partido por los principios de la decencia y del decoro. No se debe permitir el triunfo de «unos amores tan indecentes e indecorosos, que no se pueden ver representar sin rubor y bochorno, en las que sólo se puede aprender la disolución...», declara en el prólogo (Hickey: XI). No significa que la autora no defienda estos criterios morales en la representación de contenidos en las obras dramáticas, sino que en sus declaraciones y en el modo en que representa a las mujeres en la ficción poética se advierten tomas de posición atentas al control literario dominante y al patrón ideológico imperante, junto con actitudes enfrentadas con los códigos sociales. Esta dinámica dual de imitación de los modelos literarios imperantes y de desautorización de códigos y valores que transmite la literatura es una constante en la obra de estas escritoras. Como han reconocido Gilbert y Gubar (1998: 87), a propósito de la imaginación literaria femenina del siglo XIX, las escritoras se oponen y se adaptan simultáneamente a los modelos literarios machistas.

En lo que concierne a María Joaquina de Viera y Clavijo no hay testimonios del juicio de sus contemporáneos, pues su obra permaneció inédita mientras vivió. Sí suponemos la difusión de su obra por sus respuestas poéticas y por su proyección pública en ellas representada. En muchos casos la autora remite un poema que responde a un suceso público protagonizado por el círculo social del que ella forma parte, de acuerdo con los usos de la poesía circunstancial. Así escribe «Al Ilustrísimo Sr. Tavira con motivo del primer sermón que predicó en la catedral, día de año nuevo, con este texto: Apparuit gratia Dei Salvatorix nostri», «Artículos del tratado de amistad, ejecutado entre la Señora Dña. Ángela de la Rocha y la autora» o «A Dn. Roberto Herrera, castellano del castillo de Paso-Alto, en la propia época le obsequió dicha señora con una perla para un alfiler de pecho con la siguiente décima». También refiere en sus textos la acogida de su obra escultórica1, otra actividad artística no tan conocida por no conservarse ninguna pieza de su supuesta producción: «Al reverendo padre maestro Sosa, remitiéndole una imagen del santo Tomás hecha por la autora al Ilustrísimo Sr. Servera, remitiéndole su retrato hecho de barro al tiempo que el capitán D. José Rodríguez pintaba otro en acción de predicar» o «Al Ilustrísimo Sr. Tavira, remitiéndole su retrato».

Si se leen con atención los títulos de sus poemas, al margen de los de contenido religioso, estos se ciñen a acontecimientos e instantes de la cotidianeidad de la escritora, que apuntan, cuando menos, a una recepción de sus textos en el grupo social al que pertenece: las elites de la burguesía y del estamento eclesiástico de las Islas Canarias, de los que son miembros conspicuos sus hermanos Nicolás y José. Los nombres de los destinatarios de sus poemas -obispos A. Tavira y Almazán, M. Verdugo, L. de la Encina y Perla, Joaquín de Herrera, J. Bautista Servera, Delgado y Venegas, A. Martínez de la Plaza, otros miembros de la Iglesia, dignidades militares, pintores...- confirman la dependencia de la escritora y de sus creaciones del campo de poder en el Archipiélago durante el siglo XVIII. La poesía y los asuntos que ella selecciona para sus composiciones aparecen como un recurso del que se vale para ocupar una posición de cierto privilegio en el campo social canario, que recrea valores, actos e ilusiones de una sociedad muy jerarquizada y en algunos sectores comprometida con las transformaciones estructurales, al socaire de los efectos de la Ilustración en el contexto insular.

Por el tono empleado en sus versos se desprende su adhesión al ideal femenino de modestia y de recato, aunque se infiere su presencia en los actos públicos más relevantes del momento: celebración de la defensa de Santa Cruz de Tenerife frente a la escuadra del almirante Nelson en 1797; recepción y despedida de los diferentes obispos de la mitra canaria; participación en actos públicos relacionados con la vida civil y religiosa del Archipiélago, etc. En ella se cumple una práctica usual en la escritura de mujeres, cual es la necesidad de autoafirmarse como escritora sin socavar las estructuras de la estética oficial. En toda su obra predomina la aceptación y la conformidad con los ejes de la poética clasicista e ilustrada. Sí se advierte en su poesía religiosa una expresión de la intimidad, de las inquietudes y posibles ansiedades afectivas, que encuentran en la temática religiosa una vía de compensación.

El primer juicio conocido es el que emite Agustín Álvarez Rixo en 1868, cuando redacta unas notas biográficas de la autora, a la que califica de «ilustre poetisa isleña», junto con una relación de algunas de sus poesías. Allí se destaca «su delicada crítica, celo y decoro por las buenas costumbres del bello sexo», como valores que la hacen merecedora de incluirla en un catálogo de escritoras, al constatar el olvido y la falta de noticias sobre los méritos de las Islas Canarias en las referencias literarias nacionales.

Interesante para juzgar el eco de su actividad literaria en su medio socio-cultural es un poema de la autora en respuesta a un seminarista que arremetía contra ella por atreverse a escribir poesías sagradas. El poema, cuyo título es «A un seminarista que negó ser Dña. María la autora de ciertas poesías sagradas porque esta señora era de pocas palabras», compuesto a modo de defensa y de ejercicio metaliterario, exhibe algunos de los tópicos tradicionales sobre la mujer. Confronta a las eruditas y a las frívolas a la pregunta de cómo quiere el seminarista que actúe. Ella parece optar por el silencio, la parquedad verbal, inspirándose en modelos religiosos como el de María, Zacarías o Ambrosio. Su perfil de escritora se adecua al modelo de mujer discreta, poco dada a los excesos verbales y vitales. Concluye con estas palabras: «Con que, en fin, puedo hacer versos / Aunque calle noche y día / ¿Para qué quiero la lengua / Mientras el alma imagina?» (Padilla: 288-289).

De estas palabras se colige la posición hostil de algunos representantes culturales de la sociedad de Las Palmas de Gran Canaria al protagonismo que parece ocupar María Joaquina, aunque creemos que éste fue tímido y moderado. Sus trabajos poéticos tienen cierto grado de recepción en la crítica decimonónica y entre sus contemporáneos, entre aquellos que integran el campo de poder y literario, con los que coincide en objetivos.




ArribaAbajoLa mujer defendida en la ficción

Para establecer con más nitidez los límites de aceptación/rechazo de los códigos que dominan el campo literario, en el que las escritoras quieren situarse, y para conocer cuáles son sus actitudes y propuestas en el marco de los géneros literarios y los valores que representan, hay que analizar sus producciones.

María Rosa de Gálvez escribe poesías, tragedias y comedias. En algunas de sus poesías llama la atención la conceptualización que lleva a cabo de su actividad literaria, de su posición frente al sistema literario dominado por los hombres. Al principio del tomo I, en la «Advertencia», a sus Obras poéticas (1804: 5) afirma que son producto de su circunstancia, que son una prueba de lo que ha podido adelantar en este género y que no quiere entrar en competencia literaria con los que son poetas. Distingue entre talento mejorado por el estudio y una imaginación guiada por la naturaleza, a la que se acoge. Estas palabras dichas desde el tópico de la modestia se unen a su adhesión a la tesis de la naturaleza imaginativa de las mujeres, tradicionalmente defendida por los estudios sobre la mujer.

En la poesía «Oda a un amante de las artes de imitación» -relevante para E. Palacios Fernández (2000: 167) porque expone sus opiniones sobre el arte literario-, tras recorrer los pasos literarios de los autores que ella secunda (Homero, Virgilio, Tasso, Racine, Voltaire, Crebillon, Metastasio, Ovidio, Propercio, Catulo, Tibulo, etc.), que conforman la tradición literaria neoclásica, amplía esta al parnaso femenino con Corina, Safo o Deshoulieres, nombres ya reconocidos y establecidos, a los que la autora quiere sumarse: «También al bello sexo le fue dado / a la gloria aspirar; celebra Atenas» (vv. 94-95). Más abajo dice: «así mis versos por tu sabio amparo / la envidian vencen, y el temor desprecian. / Mi genio aspira a verse colocado / en el glorioso templo de la fama» (vv. 130-133). En la oda titulada «En los días de un amigo de la autora» exclama de forma elocuente: «Por llegar a la cumbre / del Parnaso eminente, / dejaba alegre mi apacible choza, /» (vv. 1-3).

En sus poesías la imagen que de sí misma proyecta está marcada por su rechazo de la maledicencia, de las vanidades humanas, de los celos, de las envidias; todos ellos motivos integrados en la tradición moral cristiano-estoica. Pero revelan a su vez la conciencia de ocupar una posición frágil. No parece ilógico pensar que un escritor quizá no es objeto de similares temores o, cuando menos, en grados diferentes. La insistencia en vencer los obstáculos indica la afirmación de un deseo que teme verse destruido. Como puede comprobarse, cuando alude a su función como escritora, manifiesta sus deseos de ser reconocida, que declara de forma persistente. Con esta pretensión se muestra bajo el perfil de la ciudadana comprometida con los valores que la corriente ilustrada propugnaba.

La crítica ha visto en sus tragedias signos de ruptura en lo que se refiere a los roles sexuales. En sus tragedias Safo, Zinda, Florinda, Amnón, Blanca de Rossi, La delirante o El egoísta las mujeres ocupan una posición protagónica. Julia Bordiga Grinstein (2003: 76 y 83) cree que la autora da un giro al tratamiento de las heroínas del teatro trágico al crear unos personajes femeninos más próximos a la audiencia femenina en oposición a la representación tradicional de la débil y la fuerte. Recrea unos caracteres dramáticos al margen de los héroes al uso, que atentan contra el sistema patriarcal. El caso más llamativo es la tragedia en un solo acto Safo, que para V. Trueba Mira (110-111) recrea la historia de una mujer víctima del amor, desbordada por la pasión, aunque cree que la autora quiere censurar el abuso de poder, el autoritarismo paterno que refrena la libertad de acción.

En una actitud de respeto a las normas del teatro neoclásico -aunque Quintana, en la reseña mencionada de 1805, alude a algunos fallos en las obras presentadas por la malagueña-, puede constatarse cómo desde dentro se pretende imponer una nueva perspectiva de la realidad femenina. En sus tragedias, personajes como Safo declaran: «Por él abandoné mi patria y nombre; / por él sufrí de mi envidioso sexo / la más atroz calumnia; por su causa / de los hijos de Apolo el rendimiento / altiva desprecié; y en fin, llevando / mi constante fineza hasta el extremo, / preferí ser su amante a ser su esposa» (1995: 64-65). O «Vosotras que miráis en mí el ejemplo / de la negra perfidia de los hombres, / abominad su amor, aborrecedlos; / pagad sus rendimientos con engaños, / pagad su infame orgullo con desprecios; / giman a vuestros pies; vengadme todas; / humillad para siempre esos soberbios» (vv. 532-538). Aquí se pone especial énfasis en la autonomía de la heroína, en su radiografía emocional y pasional, en su dignidad en oposición a un Faón, presentado como débil y traidor a los sentimientos.

En Zinda descansan sobre la heroína las virtudes, el equilibrio entre sus obligaciones de reina y su vertiente emocional como madre. Sus decisiones acertadas en momentos de peligro para la integridad de su familia la convierten en un personaje carismático y fuerte. En Florinda, que aborda la caída del imperio visigótico, tema ampliamente tratado en la lírica y la dramática españolas, se leen versos como estos:


   Bien dice: ya no es tiempo de piedades
Del rencor solamente el fatal eco
Mi corazón escucha; sí; perezcan
Esos viles esclavos, que tuvieron
Lengua para ultrajar a una infelice,
Y que cobardes en el choque fiero
No salvaron la gloria de su patria,
Por estar desarmados como siervos.
¿Y he podido un instante de su suerte
Compadecerme? ¡Oh rabia!... Me
Avergüenzo
De mi debilidad. ¿No soy Florinda?
¿No soy la que afrentada..., ¡Oh vil
Recuerdo
De mi ignominia!... ¿Acaso a repararla,
Basta la destrucción de todo un Reino?
¿Basta la sangre toda de los Godos
Serviles, miserables? Valen ellos
Más que mi agravio? No: pues si no
Pueden
Sus vidas expiar mi vituperio,
Al menos que señalen con su muerte
Mi venganza a la faz del universo.

(1804: 279-304)                


Ya J. Bordiga Grinstein2 (93), en su monografía sobre la autora, explica cómo en muchas de sus tragedias originales -La delirante, Florinda, Amnón, Ali-Bek y Blanca de Rossi- coloca en el centro a mujeres sometidas al estupro y a la violencia. Con ello quiere plantear dramáticamente la universalidad de la violación y la denigración de lo femenino. Estas tragedias se desarrollan en un escenario bélico, en el que las protagonistas dan muestras de arrojo y de fuerza, a excepción de Blanca Rossi, que actúa con inseguridad entre la protección de su padre y de su esposo. Ponen de manifiesto una situación de injusticia contra la tiranía, tema grato a las tragedias del siglo XVIII, que ataca directamente a las mujeres: Blanca Rossi, Florinda, Thamar, Leonor, Amalia. A propósito de la repercusión de estas obras entre el público femenino, la autora no pudo llevar a efecto el plan didáctico diseñado para las mujeres, dado que sólo de estas cinco tragedias se representó en las tablas Ali-Bek. La investigadora Bordiga Grinstein apunta que el tratamiento de estos asuntos podría haber frenado a las compañías teatrales a la hora de elegir sus obras3 y añade unas palabras de la autora en las que apela a la posteridad para una mejor acogida.

Por tanto, es evidente que la autora en el tratamiento de los personajes introduce cambios en las mentalidades en relación con los roles sexuales. Aunque algunas de sus críticas, como al autoritarismo paterno o la tiranía de los gobernantes no sean propuestas esbozadas sólo por mujeres escritoras. María Rosa de Gálvez concentra su atención en las consecuencias del abuso del poder político masculino que han padecido los pueblos y las mujeres, en particular, a lo largo de la historia, puesto que, como se ha estudiado, los argumentos están tomados de la historia y de las leyendas con gran trascendencia a lo largo del tiempo. Desde la óptica de análisis que traemos aquí, al subrayar la perspectiva femenina en relación con asuntos de repercusión en la actualidad histórica, la autora traslada a la ficción sus preocupaciones como mujer que se siente amenazada y desplazada a los márgenes del campo literario. No debe olvidarse que el género trágico y el teatro, en general, cumplen una función adoctrinadora de acuerdo con las reglas neoclásicas del arte. Se cumple otra vez aquí el seguimiento de los modelos literarios oficiales para proponer desde dentro lecturas diferentes y divergentes con las establecidas por el canon masculino.

Margarita Hickey y Polizzoni escribe una poesía comprometida con la defensa de la mujer. Aborda una temática afín a la novela de María de Zayas. A juicio de E. Palacios Fernández (2000: 153-154), su poesía se transmuta en un aviso de mareantes en cuestiones de amor. Demuestra tener un profundo conocimiento de la psicología femenina y aconseja a las mujeres cómo conducirse en las relaciones con los hombres. A estos los desacredita, haciéndolos objeto de duros anatemas por su inconstancia, infidelidad, deslealtad y crueldad hacia las mujeres. Por su parte, V. Trueba Mira (125-127) indica que muchas de sus poesías tienen mucho de casuística amorosa en el estilo pastoral renacentista con el objeto de salvar a las mujeres de la tiranía de los hombres con la escritura de versos muy duros contra el sexo fuerte.

Si repasamos sus poesías incluidas en la edición citada de su obra en 1789, se constata la recreación de motivos ligados a su condición sexual, como ha puesto de manifiesto la crítica. Pero también se aborda el tema de la escritura y de las dificultades para ocupar una posición en el sistema literario contemporáneo al tratarse de una mujer como sujeto que escribe.

En el poema «Remitiendo a un conocido estas poesías», que aparece al final de la edición madrileña, la autora se retrata y lleva a cabo una exposición de sus dificultades, objetivos y pretensiones. Dice que Danteo, el destinatario, hallará un arte de amar, pero no ovidiano, que es arte del vicio. Arremete contra la pedagogía amorosa ovidiana. Opone al «arte indigno»: «De mi canto al menos / todos los principios / son nobles, decentes, / justos y debidos: / y en mis documentos / enseño a los mismos / fulleros de amor, / a que jueguen limpio» («Remitiendo a un conocido estas poesías»; Hickey: 49-56). A la pregunta de dónde aprendió estas artes responde con alusiones evidentes a los contenidos que las mujeres no aprenden en las aulas que no visitan. Ella se precia de hablar de materias ajenas a su sexo, que la convierten en víctima de las críticas de aquellos que creen: «de que de mi estado / los propios oficios / son la rueca, el uso, / la aguja y el hilo; / pues piensan los tales, / que en no habiendo sido / colegas, son legos / los más entendidos:» (vv. 81-88).

Aprovecha para satirizar los desvaríos de algunas escuelas del conocimiento y los errores e ignorancias en que caen la mayoría de los doctos. A propósito de las mujeres, declara no practicar las costumbres del tiempo y aborrecer el pueril ejercicio al que se dedica la mayoría, en consonancia con María Rosa de Gálvez y María J. de Viera y Clavijo, que arremete contra la dedicación exclusiva de las de su sexo a las modas y al lujo. Aboga por la igualdad al manifestar: «que el alma no es hombre / ni mujer, y es fijo, / que en entrambos casos / su ser es el mismo» (vv. 205-208). Recurre al tópico de la modestia, como es habitual entre ellas, al aconsejar a Danteo que no sea prolijo en las enmiendas, que los defectos que han salido de sus flacas manos les darán realce.

Acerca de la recepción de los críticos, tras llevar a cabo una exposición de sus licencias lingüísticas, que no atentan contra el idioma, añade: «la crítica acerba, / antojo, o capricho / de los indigestos, / mal contentadizos, / déjalos que gruñan, / y con sus hocicos / el cieno revuelvan, / y en él sumergidos, / enturbiando siempre / lo más cristalino / como inmundas bestias / nunca beban limpio» (vv. 381-392). Si sus versos no gustan al público, pide que la sepulten en el olvido, pues cada lector es libre de elegir sus lecturas. Al final, afirma que sus versos son una prueba de que su sexo, a pesar de los necios y los caprichos, es capaz de, cuando quiere, cantar a la lira de Apolo. Y que si el dios no quiere, tanto da que el pretendiente a escritor sea hombre, pues no alcanzarán las cumbres del Pindo, si falla la protección divina. Termina con afirmaciones expresadas en el marco de la modestia y con la propuesta de sus versos como aviso para pedantes.

Hickey en este poema programático a modo de explicación de intenciones literarias, como desliza en otros versos de su obra, tiene como principal motivación la necesidad de demostrar la capacidad de las mujeres para la empresa literaria y la solidaridad con aquellas que creen ingenuamente en las leyes del amor. El propósito didáctico, como se ha visto, atraviesa todo su poemario, hecho nada extraño en la poética ilustrada, pero se trata de un docere tamizado por la defensa de la causa femenina. Su obra poética se inscribe, por tanto, en las coordenadas de aquellos que buscan un cambio de mentalidades, como se advierte también en la producción novelística contemporánea (Álvarez: 1-18). De nuevo, se evidencia el recurso a los patrones y a los modelos literarios para subvertirlos en una dirección comprometida con la transformación de las costumbres y los usos habituales en el campo literario del XVIII. También se patentiza el deseo de escritura y de una escritura que tiene a las mujeres como sus principales destinatarias. Su voz poética se alza para la defensa en una dialéctica de contrarios. Sus reacciones airadas se revisten de un tono reivindicativo, dando la vuelta a los modelos heredados de la tópica de la poética amorosa. Es ahí donde ella introduce fisuras que rompen con el equilibrio tradicional de una poesía complacida en la queja del sujeto masculino por el deseo insatisfecho.

Bien diferente es la obra poética de María Joaquina de Viera y Clavijo, aunque haya coincidencias en no acogerse al perfil de la mujer media de la centuria. Acerca del recurso a la ficción para plantear nuevas perspectivas para la mujer y para la escritora, la poeta canaria se refiere a su concepto del arte poético en el texto comentado líneas arriba. En otros poemas alude a su vocación escultórica, en los que se deja entrever la relación y la comunicación con los artistas insulares. La opción por la temática religiosa, que vertebra buena parte de su obra, explica la predilección por una actitud de recogimiento y por un modelo vital marcado por la religiosidad cristiana. En estas poesías, la autora se entrega a la contemplación de los diferentes momentos de la vita Christi, de las vidas de algunos santos y del ejemplo mariano. Se desprende de ellos su compromiso con una reforma espiritual, acorde con las corrientes reformistas de la centuria.

Alusiones a los modelos de conducta que propone para las mujeres se resumen en su poema burlesco Vejamen a las presumidas modistas (2006: 208-220), endechas en las que ella se representa como una dama moral y severa contraria a los excesos de las modas femeninas y a la dedicación de las mujeres a los placeres mundanos. Se sitúa en una órbita moral similar a la que se aprecia en los versos de las escritoras precedentes. Se trata de un discurso contrario a la marcialidad y a la petimetría femeninas. De este modo, coincide María Joaquina con los sectores reacios al cultivo de la superficialidad y de los hábitos femeninos más en boga, que evidencian, por una parte, síntomas de libertad, pero que no gozan de la aceptación de la sociedad letrada masculina aliada con la reforma de las costumbres.

El compromiso de María Joaquina está del lado de los que propugnan un cambio social con una vuelta a los principios de la vida religiosa cristiana, en la que una mujer con vocación de escritora encuentra materias permitidas para su aceptación en el seno del campo literario. Poco sabemos de su proyección pública más allá de lo que sugieren sus versos, pero sí se sabe de su sujeción a los proyectos y a los intereses de su hermano José de Viera y Clavijo, con el que convivió desde 1784 hasta su muerte acaecida en 1813. No puede aventurarse si la selección temática que lleva a cabo en su obra sería otra de contar con más recursos y posibilidades, pero sí que con esta orientación pretende la inserción en el campo literario. Ella cultiva temas recurrentes en la poesía canaria de esos años: la apología de la gesta del ejército tinerfeño frente a Nelson en 1797; el planto por la muerte de su hermano José y por el olvido del que es objeto en las letras canarias; poesía satírica destinada a temas de actualidad; dedicatorias y elogios de personalidades ilustres en el marco de la poesía celebrativa; la amistad como tema literario; la poesía religiosa, habitual entre mujeres y acorde con el ámbito eclesiástico en el que se desenvuelve su existencia.

Como ha podido apreciarse, existen diferencias notables entre las escritoras que viven en la corte frente a las que habitan la geografía insular. Si los espacios del poder cultural están ocupados por los hombres en la Península y se discute la entrada de las mujeres en la Sociedad Económica Matritense (Demerson 1971: 269-274; Domergue 1971: 233-266; Negrín 1987; Rueda, Ríos y Zábalo 1989: 113-125), en Canarias las circunstancias son aún más adversas. En los documentos conservados no se testimonia la presencia de mujeres en el ámbito cultural y literario isleños4. Al respecto, la presencia de María Joaquina debía ser excepcional y, como sucede con otras escritoras, se explica por pertenecer a una familia con gran dominio de los campos de poder y literario. En cualquier caso, coinciden las tres en afrontar la escritura con firmeza y en estar dispuestas a no cejar en el empeño, a pesar de la oposición implícita o explícita. Con contenidos diferentes en sus respectivas obras, sí comparten un modelo de conducta femenina que entienden es necesario si quieren ser tomadas en serio. Asimismo, los nuevos aires promovidos por las modas de la marcialidad y del despejo no entraban en los planes reformistas de los intelectuales y de los literatos ilustrados. Quizá no podía ser de otra manera, pues se busca la aceptación, el reconocimiento en la esfera literaria, como se comprueba en sus versos y en sus declaraciones externas a los textos, aunque ello choque con las fallas que detectan en el sistema literario y sus representaciones simbólicas. Así se explican la preeminencia de los personajes femeninos en las obras dramáticas de Gálvez, las aceradas críticas hacia los hombres en la poesía de Hickey o la constante en la obra de María Joaquina de representar un modelo femenino acorde con la tendencia promovida por los círculos literarios isleños.






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