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Oceana

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Como cosidas por una tela azul temblaban las estrellas pequeñas y blancas por el cielo y el plateado calor de la luna pasaba, desgarrando el velo transparente de nubes blancas que se encrespaban sobre él. La noche era cálida, embriagada del olor de las haces de flores que cubrían con vida extensa la isla... las colinas brillaban como bajo una tela diamantina -el agua apacible del lago que rodeaba el soto estaba plateado y, temblando enferma arroja de vez en cuando sus ondas brillantes a las orillas adormecidas. En medio de este espectáculo de la noche dejado sobre un paraíso rodeado del mar pasaba Oceana, como una imaginación de nieve, con su pelo largo de oro que le llegaba a los tobillos... ella paseaba despacio... Todos los sueños... todo el encanto, toda la embriaguez de una aromada noche de verano le invadió su alma virgen... hubiera llorado... Se acordaba de su amante y le parecía que estaba Eva en el paraíso, sola con su dolor dulce en la noche estrellada... Ella llegó cerca del lago y vio el camino de arenal bajo el agua... Ella empezó a pasar y el agua pintaba saltando despacio remolinos elípticos alrededor de sus tobillos de plata... Ella miraba aquel soto encantado... un deseo de felicidad le invadió su pecho... estaba tan sedienta de amor... Ella la niña joven y fresca... sus labios estaban secos de deseo de un beso, su pensamiento estaba seco como un estrato de flores medio marchitadas por el calor del sol. Los pies se veían en el agua transparente tocando el arenal... y la punta de su pelo de oro nadaba sobre el agua... cuando llegó al soto, la sombra olorosa de los árboles altos arrojó un reflejo azul sobre su pielecita blanca, de modo que parecía una estatua viva de mármol mirada por gafas azules... De repente vio entre los árboles una figura de hombre... ella pensó que es una imaginación suya proyectada por los hechizos de la frente... y aquella figura toma poco a poco contornos más claros... era él... ¡Ah! Pensó ella sonriendo... qué loca estoy... en todos los sitios él, en la hermosura de la noche, en el silencio de los sotos, ¡él! Él se acercó... Él del mismo modo creía que era una imaginación de verdad ante él, porque la miró largamente, se miraron largamente... Él con duda, ella sin vergüenza... Cuando le cogió la mano... ella gritó...

-Oceana -dijo él tenue-, Oceana, eres tú una imaginación, un sueño, una sombra de la noche pintada en la nieve iluminada de la luna o eres de verdad, eres tú...

Ella había olvidado todo...

-Yo, yo -murmuró ella tenue, le cogió el brazo y lo puso alrededor de su cuello... y reía, reía sin fin... Se creía loca... creía que no puede ser nada de verdad en esta felicidad y hubiera querido solo tener eternamente este sueño. Él arrojó su gabán negro sobre sus hombros hermosos... y de esta manera paseaban, uno del cuello del otro, en la oscuridad morada del soto...

-¿Tú eres... seguro tú?... -preguntó ella con la voz ahogada y húmeda... porque todos sus pensamientos se habían refrescado húmedos... todos sus sueños se volvieron espléndidos y deseosos de vida... y tan solo eso recuerda que él no la quería, que él no la amaba, pero sintiendo su brazo alrededor de su cabeza, le gustaba creer que él había sido un niño que se había engañado a él mismo.

Y a menudo en las noches enamoradas de Italia o en las madrugadas llenas de aroma, la veía entre las bóvedas altas del follaje de las callejuelas largas por aquella melancólica Venecia, vestida varonil, y bajo los márgenes de su sombrero alto de terciopelo negro se veían, vivos y locos, sus ojos redondos y grandes, de una oscuridad, un demoníaco azul, con aquella sonrisa estereotipada en los labios cocidos por la sed de amor, con aquellas sombras dulces arrojadas apenas bajo los hombros de su cara de mármol, con el pero que caía en anillos brillantes y en rizos espléndidos y descansados sobre sus hombros...

Y al lado de ella iba él... con su cabeza descubierta, de Antonius, como unas alas de águila salvaje inundaba el pelo, negro y seco como un marco, aquella hermosa y cansada cara de mármol de Paros... las pestañas medio dejadas abajo traicionaban la grandeza de sus ojos empalagosos, los labios finos y entreabiertos mostraban un enérgico y crudo dolor... y solo su cuello alto se doblaba con orgullo, como si no hubiera perdido el orgullo bajo el peso del yugo de la vida... Y ni un rizo sobre aquella frente blanca y limpia... manos de mujer hubieran gustado deslizarse por su alisado... un tesoro de sueños... un árabe entero de sentencias, de pensamientos, de cuentos.

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