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Al Rey Nuestro Señor Don Felipe

Monarca Católico en ambos mundos


Señor,

Humilde a los pies de Vuestra Majestad, pongo en sus manos, no ofrecimientos míos, sino obediencias, con el Panegírico u Oración Fúnebre que dije a la presencia de Vuestra Majestad en las honras de su santísimo Padre. Sólo el empeño que Vuestra Majestad hizo de su autoridad soberana al crédito de aquel piadoso y entendido Príncipe pudiera haber conducido al acierto mi insuficiencia. Y esta voz, de sí confiada, no es en mí sino lealtad. Porque ordenándome Vuestra Majestad que le dé a la estampa (examen duro que ni a excusas ni a enmiendas deja lugar), juzgar debo de tan benigno como real ánimo que ha querido Vuestra Majestad servirse de premiar mis deseos con su juicio, no de castigar mis errores con su imperio. Permítase, empero, Vuestra Majestad, decir de mí (con la humildad cándida que a tan sagrada distancia debo) que suma así breve de los admirables méritos de su Padre sonara a ofensa, si no fuera ya defecto glorioso de la eminencia no poderse ver bien servido. A esto, y a que tanta verdad aun de las historias no depende, miraría Vuestra Majestad cuando fió de mi ignorancia tan grande acción en tan breve tiempo.

Guarde Nuestro Señor la real persona de Vuestra Majestad los siglos que ha menester la Iglesia a quien reina, y los reinos en quien impera.

Fray Hortensio Félix Paravicino.


Panegírico Funeral

Hállome no medroso, que fuera torpe cosa el entrar temiendo en la oración de tan glorioso Príncipe, en especial cuando me acuerdo cuánto más Padre, verdaderamente, que Rey (con haber sido tan Rey como Padre) fue el Señor Rey Don Felipe Tercero de sus vasallos; y yo digo delante vasallos e hijos. Hállome, empero, embarazado, y no tan poco por la grandeza de la materia y la de mi obligación, que ya vengo con esta desesperación honrada a ambas cosas, conociendo que ni puedo igualar la una, ni podré satisfacer a la otra. La cortedad de mis estudios, la infelicidad de mi estilo, menos me acobardan. Los sujetos humildes, grande aliento han menester; pero los asuntos grandes, de humildes voces se sirven más. Lo que me encoge justamente el ánimo y me tasa en la misma respiración el intento, es el haber de hablar como de muerto de un Rey que veo vivir a tantas partes gloriosamente; y no menos el haber de tratar y dolerme de la falta de un Príncipe que, cuando más la desea persuadir con desconsolados horrores su apresurada muerte, más la hace esconder entre luces alentadas su ínclito sucesor. Desmáyame también el verle tan fresco el dolor en los ojos con la piedad, cuando ya no le solicita sólo, sino le acusa a olvidarle la fe en los oídos. Llego en estos embarazos a consultarme a mí, artífice deseoso de esta oración, y hállome sobre insuficiente, mal libre. Porque no ignoré a aquel Príncipe por beneficios y por injurias, como el otro mentiroso historiador (si merece Tertuliano crédito) blasonaba. Pues él fue el que me honró con la dignidad, entonces, que aún no merezco ahora. Conservo entre las memorias de obligado las verdades de agradecido, y entre verdades de agradecido, lágrimas interiores de tierno. Éstas, se querelló el gran político que habían faltado en la muerte de su suegro, habiendo sido las honras demasiadas. Gran dolor sería que se pudiese decir que en la muerte del mayor y mejor Monarca que quizá han visto unos siglos e informádose otros, hayan sido demasiadas las lágrimas, no muchas las honras. Infelicidad de los oradores sería, pues, como por de Salustio dijo en la vida de San Hilarión San Jerónimo, mucha parte del mérito de los varones grandes (de la fama quería decir) pende del ingenio del que los aclama: caso en que humildes hombres han tenido dicha, y reyes insignes desgracia. Si ya no fue permisión divina (por haber desatendido entre el ruido reciente de la herencia, a los rumores publicados y escritos contra sus padres o antecesores) que los que los tenían más obligación, menos la mostrasen. Mas ahora suplirá mi cortedad excesivamente la ansia generosa del sucesor heroico que, contra la villana, si natural, pretensión que tiene siempre el tiempo en consuelos y en olvidos, cada año renueva las memorias, cada día las virtudes de tan gran Padre, con que asegura más su verdad real que José solemnizando los oficios justos a que le dejó Jacob conjurado, pues no atiende a un paternal mandato tierno, sino a un perpetuo afecto filial, haciendo verdad la costumbre de esta repetida y lúgubre ceremonia.

Entro, pues, como temerario de medroso, atreviéndome a nombrar por muerto un Rey de tantas vidas. Así lo sintió de otro grande Rey el mayor voto de nuestra fe, San Pedro, cuando desde otro lugar como éste dijo a los hebreos que les quería decir aunque fuese atrevimiento, que había muerto David y le habían enterrado, y su sepulcro duraba hasta aquel día. Tan ajena juzgó de la gloria real la sombra de la muerte el apóstol, tan lejos de la púrpura de la cortina los paños de su túmulo, que le pareció linaje de temeridad hablar en que un príncipe como David fuese muerto, y el bulto de la Majestad adorado se desvaneciese entre las cenizas. Bien así refiere Agustino que adoraban a Apis los gitanos en un sepulcro, pero delante de la imagen de Harpócrates, con el dedo en la boca, en muestras de silencio, para advertir que entre las honras divinas de Apis nadie se atreviese a hablar en su muerte. Tan indigno accidente calificaban de un varón memorable la muerte de él. Así cogían horror a que la hidalguía humana, a quien sirve luces el Cielo, la envolviese en sombras la tierra, que ni el amago de nombrar su fin les permitían a sus labios. No te adoramos, piadoso Padre, dulce y entendísimo Rey, como a Apis, los españoles, aunque a tu alma ya recibida en el Cielo ofrecer pudiera, si no hostias nuestro sacrificio, votos a lo menos nuestro cuidado. Venerámoste sí, como a un retrato fiel de David, pues en la humildad decente, en el temor perpetuo de Dios, en la oración continua y trato con él, en la defensa de la religión, en la felicidad de las batallas por ella, le pareciste tanto (bien que la victoriosa e imperial virtud de la castidad llegaste a excederle), con que, del voto de San Pedro, queda por atrevido el hablar en ti como muerto, el que tratare de ti como sepultado. Mas si de ver en el sepulcro los ángeles juzgó la boca griega de oro que allí estaba enterrado Dios, pues asistían los ángeles a aquel cielo, templada la armonía divina a consonancia humana, cuando no sea deidad la tuya (si bien David a los reyes y a los justos este nombre participado les da, y tú fuiste Justo y Rey), Cielo a lo menos parecerá el lugar de tus honras, donde con presencias y obligaciones de ángeles te asisten hoy tantas prendas tuyas. Los verdaderos fieles e hijos suyos (que son el Israel de Dios, le prometió su Majestad a Abraham que serían como las arenas del mar, como las estrellas del cielo. El término de arenas proprio nos le da en lo terreno y en lo pesado la vida; lo incorruptible y lo resplandeciente, nunca lo averiguó el docto Niseno, hasta mirar con San Pablo el sepulcro de Jesucristo y ver que a vueltas del primogénito de Dios, Rey de los reyes, se levantaban también los reyes de aquel reino, como en pos del sol las estrellas. Condición de carne mortal, dice Salomón, es acabar esta vida. Una parecida infamia, desde el príncipe soberano al villano humilde, es la que iguala los nacimientos. Una corrupción misma es la que recatan las sepulturas. Pero el verdadero hijo de Abraham, la copia de David cristiana, el fénix de la piedad, religioso Filipo Tercero, no sólo se levantará, ave nueva y solar, del mármol donde selló la fe los despojos de la parte o porción mortal temporalmente; no sólo será estrella que en perpetuas eternidades manche hermosamente de luz la parte que le toca del cielo; sol y ejemplo será de singulares virtudes a la tierra. Comencémosle a mirar, pues, el oriente de su claridad en su nacimiento, los pasos de su luz en su vida, y la sombra de ella en su muerte. Y para mirar el oriente distinto, fuerza es mirar hacia los cielos, por la parte donde nace, que no merecen nombre menor las familias goda y austríaca en perfil de cuyas líneas rayó Felipe al mundo sus resplandores.

Nuestros antiguos Reyes godos y los primeros a ellos antecesores de España no se sirven de encarecimientos mortales, tan sagrada niebla hace venerable su origen, tan prodigiosos encarecimientos hacen religiosamente superior a toda presunción humana su esclarecida sangre, donde aun los sudores aclamados de Hércules no son admitidos por dignos ascendientes, y donde los primeros dueños del mundo previnieron honrarse con la prescripción magnífica de ser reyes de España. Los augustísimos Austrias no ceden a tanta gloria. Once Emperadores ha dado al romano y alemán imperio (si ya no han sido otras tantas luces al orbe cristiano) en trescientos años su casa. Tal no nos ha enseñado jamás la historia en toda la clase atrás de los príncipes. En la misma familia de Julio, admirable autor de este imperio, apenas los prorrogó la adopción a seis. Ambas soberanas estirpes le dieron por padres a Felipe Segundo en compañía de la Señora Reina Doña Ana, ilustrísima rama de aquel árbol (como divino) dado al mundo para imperar, cuyas flores de virtud, cuyo fruto de sucesión metió en envidia, si redujo a vencimiento, los laureles y palmas de todo el mundo imperial. ¿Filipo, dije, segundo? La idea de los príncipes, digo, el padre de la patria, el tutor de la religión, el maestro del gobierno.

Nació en esta real Corte, en aquesta dichosa villa, cuna de santos, de pontífices y de reyes, parte dulcísima de la tierra, clima cuidadoso del Cielo, patria, si no original, taller de letras y de armas, madre de singulares y numerosos hijos. Nació el año después de nuestra salud reparada de mil y quinientos y setenta y ocho, en el mes de abril, mes, por la juventud solemne del año, por los triunfos insignes, fiestas y coronaciones, venerable entre los romanos. En el día catorce, día en los anales divinos célebre, por haber sucedido en él la redención hebrea, la divisiones pasmosas del mar bermejo y el naufragio escandaloso de Faraón en sus ondas. Pronóstico legalmente sagrado o ya sagradamente lego del Moisés que nació, no a España sola, sino a la Iglesia. Y nació con tan primera hermosura, como del Hijo de Dios (advertido de Tertuliano) entendió David. Y el mismo Moisés bastaba para ejemplo, cuya nativa belleza obligó la Infanta de Egipto a hacerle criar en adopción suya cuando le halló en la cestilla de juncos en el Nilo, fecundo esta vez a lo menos prodigiosamente.

Creció siempre en ella con majestad real y decoro. Circunstancia la de la hermosura al reino que Dios mismo observó en David, San Basilio y Séneca en las abejas, que nuestro sabio Alfonso previno en sus descendientes y que hasta los Etíopes, desobligados por el natural disfavor del Cielo a pleitar hermosuras, solicitan (en opinión de Arístoteles) para sus magistrados. Parece que miró aun a estas no afectadas sospechas su atento Padre, y teniendo apenas seis años, le hizo jurar por Príncipe. Para que (como dijo Aureliano el otro panegirista) no sólo por beneficio de la naturaleza, que suele dar tan casuales dueños, sino por voto de tan prudente juez como era su Padre, tomase las riendas de esta monarquía. Y fue solemnidad la de este juramento a que empeñó tantas esperanzas como prestó luces la asistencia de los embajadores japoneses que para profesar nuestra religión enviaron a Gregorio decimotercio los reyes de aquella rica y retirada plaga, hermosa sombra de más luciente jura, cuando la gentilidad la primera vez vino a hacer a Cristo (heredero del Padre Eterno) en tan tierna edad la profesión de la fe. Ni a él se le representó menos temprana la carga del gobierno: pues casi las vendas de las mantillas parecieron del principado y el cetro imperial (como de Jesucristo dijo Isaías) la Cruz misma de sus cuidados. Oficio es el reinar (en opiniones grandes), no dignidad; y del término de rey, no la voz de reinar, sino la de regir quiere el grande Agustino que sea el origen. Que si el pelo solo dorado de las guedejas de Absalón rizas le hacía tan molesto peso que se ponen los textos santos a referirlo, el oro mismo de la corona sobre melenas rubias, gran cabeza había menester para no torcerse.

En este conocimiento, digno de estar a los ojos de los príncipes siempre, se crió el nuestro, cultivando el genio excelente que le dio el Cielo, con las artes estudiosas que le proponía el cuidado de sus maestros. Educación en aquella menor pero generosa edad necesaria y que Faraón logró desadvertido en el hijo de la agua, Moisés. ¿Cuánto mejor lo lograra en el heredero del reino? Pues toca al príncipe saber las historias proprias y ajenas, las costumbres de sus pueblos y los extraños, de unas y otras gentes a que los testimonios de Salomón, Livio y Aristóteles, los ejemplos de Moisés, Asuero y Alejandro, la ilustración de Jerónimo, Agustino y Gregorio (lumbreras mayores nuestras) nos dieran saludable divertimiento, si el curso de mi oración no me llevara arrebatadamente tras sí y las mayores materias de este piadoso Príncipe, aun así apresurado, no me acusaran de perezoso.

Caminaba ya al fin del año de mil y quinientos y noventa y ocho, cuando, grave de años, más de enfermedades, pero más de virtudes y méritos y de obras dignas de sí, se puso el Sol de Filipo Segundo a España. Cayeron, mayores, las sombras a la tierra. Eterna noche, como los pueblos de Arcadia, temió ya el mundo. Comenzó, empero, el oriente de nuestro Tercer Filipo, con blanda lumbre, con dulces si animosos rayos, a dar vida a sus gentes, pudiendo decir San Ambrosio de él, lo que que ya dijo de Teodosio, que de las cenizas del muerto fénix con fin natal y fecundo acabamiento, se levantaría la misma ave copiada en las virtudes flamantes de su hijo. Ni es esta alabanza obligación del estilo o ardor, pues, en la mayor cumbre de grandeza que ha visto el cielo, inferior pero muy vecina a sí, se portó siempre con tal decoro que ni a la alegría modesta ofendió la severidad, ni la gravedad al ánimo sincero, ni a la Majestad Suprema la humanidad suave, ni (lo que es raro en un príncipe o en un particular, antes bien lo que es no visto) llegó a tocar la raya de lo prohibido jamás. Nunca la suerte de los bienes entera se concedió a algún rey. Al que hermosea el rostro, le afean las costumbres (voces son de la antigüedad). A quien el ánimo gentil más le adorna, no le favorece el cuerpo o el talle. Fue aquél insigne o venturoso en las guerras, pero manchó descuidado la paz con los vicios. En ti ¡oh, gran Filipo! se unió todo lo bueno y mejor que de Trajano dijo afectadamente Víctor: pusiste a las virtudes todas el modo.

Alaben, pues, los monumentos de unos y otros anales (bien que tuyos todos) la gloria militar de tu abuelo, la prudencia pacífica de tu padre, la religión de Rodulfo, la castidad de Alfonso, la monarquía de Fernando, la clemencia de Austria, la justicia de Castilla, que en tu imagen dejaron con amiga apuesta, no sólo sus copias estos y otros originales, sino parece que la misma valentía, la misma idea del artífice. La gloria militar de Carlos, la prudencia pacífica de Filipo no se ven sólo, se representan mayores en el nuestro, y no oratoria, sino verdaderamente. Pues habiendo heredado el Señor Rey Don Felipe Segundo, ya de la espada y mano, ya de la prudencia y autoridad de su Padre, el reino de Túnez en África, la república de Sena y la ciudad de Placencia en Italia, Aste y Vercelí en el Piamonte, los Estados todos en Flandes, forzosos accidentes y prudenciales del tiempo y del estado le obligarían a enajenarlo de este Imperio, si no del cuidado de él. Pero Filipo Tercero, de los lienzos largos de su Monarquía, que casi le querían emular el ámbito al mundo, no dejó caer una almena. Ni se atrevió a nuestras fronteras o puertos españoles invasión enemiga. A nuestras fronteras o puertos españoles digo que los hurtos que los ladrones, entre rebeldes y fugitivos, de nuestras armas hacen a la sombra de tan grande Imperio y a las escuras del otro mundo, no es maravilla que no se puedan prevenir siempre. Siempre monarquías dilatadas padecieron de su grandeza misma continuas, si leves, pérdidas. Sola una providencia divina pudo atender igual a dos mundos; pero obligación también tendrá la humana a no soltar de la mano las armas suyas, si no tremendas, respetables, ya para la prevención ya para el castigo. No se atrevió, pues, digo, a nuestras fronteras y puertos españoles invasión enemiga, que dejase, no sólo el arena, si bien despierta, bruta, sino en las losas sagradas, profanas y heréticas huellas en fatal desdicha, ya que no en oprobrio de España. Daño que hizo olvidar el cuidado de aquel Santo Rey y que mostró (no suene a lisonja el celo) y que mostró no sólo continuar, sino llevar adelante el hijo, cuando el puerto que ya padeció escuadras isleñas, vio formar a su amable y espirituoso dueño alardes españoles.¡Oh corre así! ¡Oh, dura en religiosa y española porfía, espíritu bizarro! No pudo Filipo volver a echar el yugo a los rebeldes, que halló frías las cervices y descolladas, con insolencia no reciente, antes dura. Corrigió, empero, la desleal lozanía, tomando en Frisia a Rimberg, Grol, Linguen, Aldoneel, Ursoi, Mulen, Duren, Gorgen; en el Ducado de Gueldres a Guatendón; en el Condado de Flandes a Ostende, costoso sepulcro y rico de españoles, pero monumento también del más honrado y vencedor coraje que sospechó la temeridad, no digo el ánimo sólo, de sitios y ocasiones militares en unos siglos y otros, en unos y otros Imperios. En Alemania ganó a Besel, escuela universal de los herejes paisanos, a Aquisgrán, de donde echó los dogmatistas, poniendo en los católicos el gobierno. En Italia adquirió a Monaco y al Final, y aun en su vecindad se hallaba más dueño, si a instancia de su modestia y su sangre no dejara caer victoriosamente las armas.

Vínole estrecha Europa: extendió al África el brazo y le admitieron sus dos senos abrasados, Larache y La Mamora. Deseos, no efecto, del corazón magnánimo de Carlos, con que desmintió en parte tanto agüero africano como a la felicidad triunfante de aquel Máximo Emperador hicieron, si no zozobrar, correr entre tan recios vientos poco airoso naufragio y frustrar tan religiosos intentos en sus orillas. Venganza que previno alguna vez tomar (no habiendo sido ofensa) nuestro Filipo con suma atención, con inmensos gastos, con mayor celo de la religión. No llegó a tener efecto, ni Argel vio sus armas, pero temiólas, casi dejando cadáver el pueblo la fuga universal de su gente. Escondidos juicios y sagrados lo suspendieron; pero pagóle la fama en reputación lo que de su intención sabía el Cielo. Ni en este mundo y en el otro quietaron tantas glorias el corazón de este nuevo Alejandro, hijo al fin de Filipo, hasta reducir las islas Malucas y ganar a la de Ceilán más que muchas partes. Mas ¿qué no haría su religión? Su respeto al Cielo, ¿qué no obraría? Si sabe del sol mismo de Dios su fénix amoroso Agustino, que no le parte nunca en las batallas, antes bien atiende (como si pudiera dudarlo) a las armas más justas y religiosas, para entregarles con la luz la victoria, como lo experimentó Abías, con cuarenta mil hombres menos que Jeroboam en su ejército.

Quien a primera luz mirare a Josué, por más valiente le tendrá que a Moisés, viéndole siempre entre las armas de las victorias. Mas quien atento considerare que al ademán que Moisés levanta en el monte los brazos, él los juega allá en la campaña y que no vence el uno en el campo más que el otro dispone en el oratorio, verá que Moisés, si no es mayor soldado, mejor rey y gobernador es. Que el sol, para obrar en la tierra, no se arranca de su orbe: desde lo más alto de él, mientras más mesurado, está más activo. Y a la verdad tan valientes son las manos del príncipe que las levanta puras a Dios en las ocasiones de la guerra (óiganme los príncipes todos), que quien lo era tanto como Josué (valiente digo), que pudo arrollar esta piel estrellada del cielo, como David dijo, como si revolviera la capa o el manto militar al brazo, y para permitirla o prohibírsela al mundo, fueron árbitros imperantes de la luz sus manos: para sacar felizmente la espada propria, le libró Dios, no sólo el tiempo, sino la destreza en ajenos brazos. Ni fue tan Moisés sólo nuestro Filipo que los milagros de Josué no le obedeciesen, haciendo parar su voz pública, no su particular intención (bien que con extraños ecos, no sé cómo formados en ocultísimos y altos senos) haciendo parar, digo, los planetas más grandes que los cielos políticos han visto, y cuyos rayos de guerra amará la estimación siempre, los cuales, cuando más empeñados con dudosa luz estaban en su carrera, no sólo pararon su curso, sino se acabaron entre sombras sangrientas de alguna exhalación, no sólo temeraria, sino infame. Caso en que el mundo pasó el recelo del poder humano a asombros de la Providencia Divina, pues pudo obrar una permisión suya (divina digo) lo que muchos cuidados de otros (hombres, quiero decir) no pudieran.

Muevan la religión y el celo de ella las armas, que Dios dará las victorias. Aparte ella las comodidades, que él las sabrá disponer mayores. Quita Dios reino y vida al príncipe de Siquem, por tomar religión verdadera, con atención sola a su materia de estado. ¿Cómo no ha de agradecer con prósperos sucesos el no querer aventurarla (la verdadera religión digo) en la prenda mayor suya, si admite voz de menor prenda tan grande y a quien los empeños mayores de la verdad, no del encarecimiento sólo, le son debidos? En pecho de Españoles, ni eclesiásticos o religiosos que suele templarlos la devoción, no cuitarlos como el otro impío estadista dejó escrito, no cupo miedo, sino de haber ofendido a Dios. No hizo esta nación Dios sino para poseer en las otras temor o respeto y darle al hombre cristiano gloria. Permita la atención más distante este calor verdadero a un orador español: que ya saben los hijos de Judá, no sólo humillar a los de Israel, sino infundir miedo en todos los términos vecinos, por haberse dado a esperar en Dios, como él lo asegura en Escritura propria. ¡Oh, qué de dificultades, de intereses perdidos, de enemigos ganados, representó la desconfianza, para que no acabase España de exonerarse de las horruras del África, por no llamarla afrenta! Escuro tesón y reliquia de sombra torpe que a toda la luz de los Pelayos, Alfonsos, Fernandos, había porfiado. Las mismas razones que obstinaron a Faraón en semejante caso, aunque en religion opuesta, parecían. Pero era Filipo el que regía España y sabía que el idólatra, apedreado ha de morir, porque no pegue con cercanía de la muerte el contagio aun más mortal de la vida, y con él toda su hacienda, que suele la del anatema costar con la vida el reino. Dígalo Saúl, mal misericordioso con Amalec, Acán, mal codicioso con Jericó.

¡Oh, ánimo y estilo!, levanta y refiere con mayor aliento tan grande caso, hazaña más verdadera que verisímil; intento, aunque de Filipo, mayor que él sin duda, a que no hallaba el crédito extranjero otra excusa que el interés y cuyas intenciones groseras sobre infieles, retó de falsas la resolución más cándida, más religiosa y magnánima que amaneció a la prudencia, al valor, al corazón más desembarazado de afectos que acreditó jamás príncipe. No tuvo mayor aprobación este hecho que las calumnias y dudas de los enemigos descubiertos o simulados, pues apenas hubo Nación que no lo extrañase. Sagrada materia de estado, confundir toda la expectación y sentimientos políticos, atento sólo al servicio de su Dios, a la pureza de su religión, a la seguridad cristiana de sus gentes, no permitiéndoles más fraternidad y compañía de los dragones (como dijo Job), apartando (como dijo el gran Gregorio) la rapacidad de las águilas adúlteras de la candidez de las palomas legítimas, los lobos de los corderos, los cambrones de los rosales. Advertido de David, ¡qué fácil es en la companía de aprenderse el mayor error, y qué insensiblemente doblaban al ídolo la rodilla, con la dulzura de la conversación idólatra, los que a toda la fuerza de sus armas no dieron jamás a torcer el brazo! Que si bien en tantos siglos no prendió ni la centella oculta en la selva católica, ni la peste mahometana en la salud española, no podía el ánimo piadoso de Filipo caber en sí, juzgando prudencialmente que en su misma tierra, en su reino mismo, se hallaba (si no se veía) blasfemado el nombre de Dios, cuando David, de que lejos de sus pueblos se ofendiese, en los extraños se congojaba. Mas ¿dónde me lleva el ímpetu, si han menester esta hora tantos siglos de otros méritos?

¡Oh, qué de discursos medrosos, si no interesados de prudentes, le disuadían a Filipo tanta asistencia a Alemania, cuando la turbación de sus desleales rebeldes fatigó la majestad sagrada del imperio! Cuyo despojo (de los rebeldes digo) parece que dura, no sólo por padrón de la fe rota a la naturaleza del derecho violado de las gentes, con pública y legal nota, sino por trofeos de las armas de España, a quien el celo de la religión dio siempre en los más distantes climas aceros victoriosos. Si importaba, pues, a la religión, si conducía a la Iglesia ¿cómo se embarazara en gastos ni atenciones Filipo? ¿Dónde está el Dios de Teodosio?, dijo el otro español príncipe, encarecido de Ambrosio. ¿Dónde está el de Filipo?, dijo el nuestro. Es mi sangre la de Rodulfo, ¿cómo recatearé demostraciones por la fe grandes? ¿Soy yo descendiente de Fernando, a quien Alejandro Sexto dio por su valiente piedad, el título de Católico? ¿De Alonso, el que por sus religiosas conquistas se honró con él? ¿De Recaredo, que por celos y armas piadosas le oyó del concilio toledano? Bastó Filipo (el otro Macedonio) a vencer los Focenses que habían ofendido los depósitos supersticiosamente sacros de Apolo en Delfos, con hacer de ramas de laurel las cimeras o los penachos a las celadas de los soldados de que formó su ejército, y ¿no he de pretender yo laurel eterno de los que le han profanado templos y sagrarios al verdadero Dios? Sí, bastará, Filipo, sí bastará. Forma tus campos, descoge tus banderas, que ya contestan los ojos de todos los enemigos la admiración y las espaldas de los más el miedo. Enviaste. Vieron. Venciste.

Mucho nos ha llevado la gloria militar de nuestro Príncipe; pero éste es proprio loor de rey: que los de buen rey y virtuoso tocan más en alabanzas particulares de hombre. Fuera de que han sido forzosos testimonios de su religión, cuyo celo ardió tanto en él que pudo darle a Elías celos. Pues no fue sólo religioso en la fe, sino en las virtudes de ella, dando a Dios las gracias de las victorias, como le pedía los sucesos. Que no había de ser Germánico sólo el que sobre la montaña de armas de las naciones debeladas de Arimino, entre el Reno y el Albis levantase a Júpiter, a Marte y Augusto monumentos. Que ya sabe poner Josué doce piedras firmes en las ondas del Jordán instables. Que para ser un rey agradecido a Dios, no ha de haber olas que estorben.

Ahora miremos en paz un rato a este padre común de tanta patria como la nuestra y de quién podrá Tertuliano decir por imitación, lo que de Dios dijo: que no sólo ninguno más rey, pero ninguno en rigor tan padre, y en quien las señas que dio de Jesucristo Isaías de no acabar de quebrar la caña sentida, ni apagar a la estopa el humo, resplandecieron tanto. Así, aunque entre tan públicos y particulares menesteres, no agravó el peso a sus pueblos, antes, con la afabilidad a lo menos se le aliviaba. Los dedos de las manos quería Roboán hacer gruesos como las espaldas de Salomón su padre, habiendo Samuel, cuando le ungía a Saúl el reino, dejádole de industria una espalda de carnero por mejor plato y jurado Job, que si al afligido le dio de mano, se le cayese el brazo del hombro: señales una y otra que han de ayudar los príncipes con el un hombro de la compasión al otro del servicio, y que deben estimar amorosamente de sus vasallos el gusto con que se empeñan por ello; pues aun de Dios, dijo Sofonías, que él mismo ponía el un hombro adonde el otro los hombres. Suave, dijo nuestro Redentor, que era su yugo y cargando el yugo sobre el cuello del que le lleva. Sobre el cuello de un hijo pródigo cargó el padre el rostro por yugo, cuando llegó a abrazarle, que un padre ¿qué otro yugo había de poner sino el rostro? Y ¡qué dulce que es de llevar el yugo que el Rey, si se ve obligado como tal en ponerle al cuello, siente el ponerle como padre sobre su rostro! El león, voceó San Juan que vencía, y al fin, fue cordero el que abrió los sellos del libro y al que con particular misterio cantaron la gloria. Que el león de España no trae acaso el cordero de Austria en el pecho sino para mostrar al mundo que tiene garras de león para el enemigo y entrañas de cordero para el vasallo.

A esta disposición, pues, natural y suave, fue su gobierno, con que no tuvo imperio sólo en sus pueblos, mayor le tuvo en los corazones. De sentir los pasos de un Dios muy severo huye un hombre solo que había en el paraíso: y ya hecho hombre ese Dios, andaban mirándole a los semblantes los hombres. De la vecindad de la Majestad Divina, aun cuando se hizo Rey de su gente, huyó el mar medroso, y el Jordán volvió atrás las ondas, cobarde. Y ya que fue hombre y gobernó como humano, pondera San Cirilo que el mar aguardó a que le hollase y el Jordán se apresuró gozoso a servirle el baño en misterios, que las majestades mortales, aun entre los alientos divinos, templan los gobiernos humanos. Jamás vieron los enemigos en Dios humanado acción lustrosa de aparato o grandeza: todas fueron de piedad, curando enfermos, resucitando muertos, librando endemoniados. Y quiere San Atanasio que no haya sido leve fundamento para calumniarle que se quería hacer rey; pues ninguna acción es más de rey que la que llega a hacer bien a tantos.

Es bien verdad, empero, que la justicia es parte del gobierno forzosa; mas ha de ser templada. Que si todo se perdona (como advirtió Ruperto bien), el rostro de la majestad llega hasta el desprecio; y si todo se castiga, las entrañas reales se manchan de crueldad. Y no le son menos desairados al príncipe soberano los suplicios (advirtió un gran político) que al médico de su cámara los entierros. Entre las luces y gloria de su transfiguración puso Jesucristo Redentor nuestro a Moisés y a Elías (suavísimo ministro el uno, pero rigurosísimo el otro) a sus dos manos, él, para templarlos, en medio. Mas a la mano derecha, y primero, como notó San Pedro Cluniacense, la suavidad de Moisés y a la siniestra, el rigor de Elías: que las excelencias supremas, como San Cirilo le representó a Teodosio, han de ser serenas y fáciles. Que ya sabe el Cielo enviar fuego sobre tan crespo y corrido vasallo como una zarza, y contentarse con alumbrarle sólo, sin que le permitiese quemar. En casa de Abraham, que se hacían mercedes, se apareció el Hijo entre las dos Personas Padre y Espíritu. Y en los pueblos infames que castigaba, el que desapareció fue é1, a las sospechas pías de San Ambrosio, que como humano y prudente gobernador, desde que se empeñaba con ser hombre, dando por su mano los premios, no ejecutó por sí los castigos. Toca al príncipe encargar que se haga justicia, mas instar a su rigor, no. Cuidado suelen tener las inclinaciones de algunos ministros de eso, y es bien que sepan los pueblos que la ley es quien los castiga y su príncipe quien los premia. Querer ser solamente temido, es tirana voz; ser amado solamente, es desmayada; templar (como en el sacerdote) la sangre con el olio, es unción real, y tener necesidad de buscar enojos es condición de Dios, de quien dice la Escritura que es cosa añadida el enojarse en él. Si ya no es, como de su Emperador dijo San Ambrosio, que era en él prerrogativa de perdonar el estar enojado, y que el ímpetu que en otros se temía, en él se deseaba. Y al fin, como aduló verdadero el otro gentil, la potestad tranquila acaba lo que no puede la violencia: y una quietud imperiosa insta más en las obediencias. ¿Cuándo dijo Filipo que no se hiciese justicia? ¿Cuándo no advirtió en severo semblante, si en ánimo plácido, los descuidos de ella? ¿Qué nueva de ofensa de Dios, de libertad de costumbres o religión no le despedazó debajo de la púrpura las entrañas, como el otro sabio solía afirmar? Es verdad que deseó ejercer más la misericordia. Todo Dios tenía de quien aprenderlo: bastante ejemplar era. Esto mismo nos dicen de él Escrituras y experiencias. Disimuló algunas cosas. Doctrina y aun ciencia de reyes fue siempre ésta. José, cuando más mozo, acusó luego a sus hermanos; ya hombre experimentado, y en una cárcel, no habló ni en el testimonio insolente por qué padecía, porque le prevenía Dios al reino. Y cuando ya dueño, se vio con los hermanos, aun en la venta envidiosa no habló. Que como nos enseñó santamente político San Zenón, vio que si habiendo de ser, por la profecía, Rey de sus hermanos, el acusarlos lo volvió sueño, el disimular con ellos lo haría verdad. Tardó en ejecutar castigos mucho. Mucho, dicen que se tarda en forjarse un rayo; y amenaza Dios a los hombres, que ha de dar un filo de rayo a su espada primero que la juegue; y al fin no la desnuda él (como lo miró David), los pecadores la desenvainan. Priesa fue en su misericordia el aguardar cien años a los hombres para una dura sentencia; pues aun veinte más les había señalado su justicia: y para ejecución de la última, en que ha de tocar a los castigos las manos y servirse de fuego por más presto y ruidoso ministro, si no más violento que el agua, atiende siglos enteros. Y ¿qué juez hay tan recto a quien no esté dando espera Dios por sus culpas, cuando él fulmina más las ajenas? ¡Oh, que esto ocasiona delitos! Así lo conoce Dios; hasta desconocerle loca más que blasfemamente los ateístas, perdiendo (como dijo el grande africano tres veces Tulio) entre las sombras del sufrimiento el sol de la verdad, si no es aquella mentira de sus intentos. Y con todo eso, de una vez que castigó tanto, juró (como de escarmentado) no hacerlo más, que es tan natural el errar en los hombres, ya después de su ser estragado, que no tendrá vasallos si no perdona ofensas. Pues aun el miedo de Sila, tan sanguinolento como tirano, advirtió el otro cuerdo (referido de San Agustín) que dejase siquiera vivir algunos, para tener a quien imperase después.

Real virtud es la clemencia. Poco he dicho: divina virtud es. De tanta familiaridad y confidencias con Dios ganó Moisés, no las luces sólo, sino las suavidades. Sí, mas hizo faltas al pueblo. A la impaciencia del pueblo, sí, al gobierno, no, pues estaba papeleando con Dios cuando juzgaba el pueblo las comunicaciones divinas por ocios; que es tan irregular el freno del vulgo, como no capaz de toda libertad, ni tolerador de toda servidumbre, que importando más en todas las cosas la verdad que la opinión, puede siempre la opinión con él más que la verdad. Cuando pasó a ver la zarza que, regada con lumbre, lisonjeaba su verdor, hecha pompa del fuego, como pudiera del aire, le parecería a la muchedumbre que se andaba por las zarzas. Y dijo un santo elocuente que así guardó mejor los ganados del suegro. ¿Qué tenía que tratar tanto con Dios Felipe Tercero de sus pecados, si nos hemos criado todos con que un pecado mortal fue siempre su miedo? De los míos y de los vuestros trataba; del bien de sus pueblos le hacía Dios las consultas. Y si pudo parecer castigo el perderle, fue parecido al de Cristo inocente, muerto por las culpas de los vasallos, no al de David culpado y vivo, y sus gentes apestadas por él. ¡Oh, juicios grandes de Dios! Más atento principe, ni más trabajador en los estudios de rey no ha tenido el mundo. No pensábamos tal. Como eso dicen de Dios en aquesas islas de gente errada. Véanse escritorios de secretarios, archivos de papeles en Consejos y Oficios. Juzgaráse de que, de antecesor suyo, ni de su gloriosísimo abuelo, ni de su prudentísimo padre, se halla tanto escrito en consultas, en órdenes, en motivos. Y esto desde que comenzó a reinar hasta que enfermó del mal de que llegó a morir. Sabía que aun a Dios no nombra Moisés hasta haber dicho qué hacía criando el mundo. Había oído, o leído, que hasta el fin del mundo, dice San Juan que no se ha de cerrar el libro del Cielo. Tan de toda la vida es el negociar con los puestos soberanos, que habiendo criado Dios todo el mundo en seis días, parece, dice el Fénix Agustino, que tomó aliento en el séptimo, para ir descifrando aquella brevedad en tantos siglos y criaturas como de los senos de ellas descoge.

Tan de toda tu vida fue el asistir a tus obligaciones, Monarca Piadoso, que te era tan natural el influir, como el lucir lo era. Condición resplandeciente del sol, como Sinieso dijo. Es verdad que sin estruendo, que tampoco le oímos hacer ruido al sol, y es el más eficaz planeta. ¡Qué de veces me da en los ojos su imagen! Pero tan esclarecido Príncipe con menos flamante y universal emulación no se comparará. Digan los que más le trataron, hablen los que recibieron de él órdenes o papeles, si más bien entendido, más bien hablado, que escribiese mejor, ha habido, no digo príncipe, sino hombre particular en España. Pues parte es ésta que humanas y divinas letras piden en los reyes, y de que llegó, en muchos Césares, el deseo a pasar por afectación. ¿Por qué sobradamente, pues, instó en estas certezas? Porque de todos sus nombres misteriosos (dice San Gregorio Nacianceno, luz de unas letras y otras) con ninguno se deleita Dios tanto, como de oírse llamar entendido, viendo que hay de él en el mundo tantas opiniones. ¿Cómo no las habrá de nuestras moralidades, si a la divinidad (como él dijo) aun se atreven las ignorancias?

Mas ¿cómo no regiría justa y dichosamente a los otros el que a sí se rigió tan dichosa y tan justamente, que ni afectos naturales desobedientes a la razón se sospecharon de él, ni en la edad ardiente, ni en la templada, ni en la salud gallarda, ni en la soberanía libre? Virtud tan real, y más que la clemencia, parece la castidad (no corra por el hombre sólo, sino por de rey tan excelente parte) pues reyes crueles llegaron a temerse, y mal cautos a despreciarse. Y si de José dijo San Ambrosio que coronó la cárcel su resistencia, el gran discípulo de Tertuliano añadió que a la eminencia de su castidad se le debía la cumbre del reino. A los cabellos o pensamientos de él llamó Salomón, por castos y puros, púrpura real. De donde, no acaso Dalila intentó los de Sansón tantas veces. Porque como dijo delgadamente el Pelusiota, a cortar la greña casta y real que al león hace rey y al hombre rey y león, tira la belleza y ha de temerse el cuidado. Perpetua batalla de la vida, adonde tantos Sansones, no sólo han perdido el cabello, sino la cabeza también. Campaña donde tanto Absalón, tanto bizarro mozo, ha hallado para sus guedejas encinas, si no tijeras, y para cuya protección es menester (al sentir común) un Dios todo, pues el introducirle Tertuliano ocupado desde las manos a la prudencia en formar al hombre, si el mismo docto cartaginés buscó la excusa en que se hacía ya sobre aquella imprimación el diseño de Jesucristo, San Ireneo quiso que fuese porque le formaba de tierra virgen: que para hacer a un hombre señor de todo, dueño de sí y los demás, y que se ajustase a una pureza tan grande que no se la daban sólo por ley, sino por materia, menester parece que es todo un Dios, porque no le atan las leyes, ni corrigen las resistencias. Siempre la porfía fue a lo vedado. Ni para tomarle la sangre toleró el otro Príncipe (como ponderó San Bernardo) atarse una venda por las sombras, que blanqueaba de prisión la cura, y al fin, el poder no luce con la razón, sino con la demasía. ¡Ay, purísimo Príncipe, campeón de la castidad, real y moderado dispensador de ella, que cuando importó a España y a la Iglesia, te permitiste a la sucesión de que necesitábamos entonces, gozamos y venerarnos ahora, y habiéndotela concedido tan fecunda como puramente el Cielo te llevó tu preciosa compañía, no sólo para resplandeciente lintel de su mejor puerta (pues todas doce vio que eran de margaritas San Juan) sino para corona (con visos si no forma de laureola) a tu conyugal fe, a tus reverentes ausencias! ¡Oh, Margarita, qué debido era aún a tu mención leve, no sólo a tu memoria, mi llanto particular, como el sentimiento común! ¡Oh, qué honrada y agradecidamente zozobrará en estas lágrimas mi oración! No te merecimos más, no te merecimos. Solas las prendas que nos dejaste estorban que sea impaciencia dolor tan justo. Quien te mereció más se adelantó a eternizar en tus puros y espirituales abrazos su compañía. ¡Oh, felicísimos dos casados, Eterno monumento levantará mi piedad a la memoria vuestra, si puede tanto mi pluma.

¡Cuánto mejor, Filipo (que me arrebató el dolor), pudo decir de ti Plinio que de Trajano, en la vuelta o cerco que diste a reinos tuyos, que ni maridos ni padres te temieron! Porque la castidad, en los demás afectada, en ti fue natural. ¡Oh, qué instante ejemplo dio a los señores del mundo Job, cuando concertó con sus ojos el no pensar hermosuras tiernas, que se ha llegado ya en muchos afectos hasta los ojos el corazón y, como tales, de vistas soberanas se pueden ahojar fácilmente! ¡Cuántas ruinas te enseñan en Betsabé! De ellas debió de advertir tan pura Tertuliano como sutilmente, que en viendo Rebeca la primera vez a Isaac con quien había de casarse, se cubrió el rostro, que era el traje de las casadas. Porque con sólo ver que le había mirado su esposo, sentenció contra su entereza y trasladó la sencillez de su estado a los recatos del matrimonio. Tan a riesgo del crédito, si no de la culpa, está una belleza grande, mirada de igual autoridad, o mayor.

No sé quién vivió tan puramente como murió. Mas iráse acercando el fin de nuestra oración al principio: conque no se podrá juzgar por muerto Filipo aun en el depósito helado del panteón, pues el legislador mismo que hizo religión el no tocar a un muerto, obligó a su pueblo a llevar en la vanguardia, no en los bagajes del campo, los huesos de José, porque quien había muerto tan casto, siempre se juzgaba vivir. Murió, empero, Filipo, murió, murió. No renovemos el llanto, que si le derrama con ternura el sentimiento sobre la piedad del que se ausentó, se le bebe con gozo el decoro a vista de las prendas que nos ha dejado. Pues próvido padre, no sólo a la inmediata, sino a la más distante posteridad coronó de lirios hermosos por su casamiento el león joven en quien sustituía los rayos de su diadema por la sucesión. Montones de trigo suele coronar también Dios de esos lirios blancos, de esa nieve vegetable de las azucenas, para lograr con la fecundidad la pureza. ¡Oh, lléguese a dorar ya! (queredlo, Señor, así), ¡oh, lléguese a dorar ya de macollas rubias de trigo azucena tan cándida a quien, no sólo no se atrevieron, pero respetaron tantas espinas, hasta transplantarla a tan religioso como culto jardín! Pero oraciones de Moisés, no sólo en las rosas, en las espinas suelen enseñar milagros. ¡Don siempre del Cielo el de la compañía religiosa!

Miremos ya su muerte, que es tiempo, y suelen las nubes del ocaso aún asombrar el sol antes que se ponga. Encarecióse siempre (pública voz fue) que había temido Filipo con demasía la muerte. Si fuera del brazo de un enemigo, no la temiera el valor. Del de Dios, con temerla comienza la sabiduría. No sabe bien qué es muerte ni que puede dar por ese paso oscuro, el último en su condenación, el que no la teme. En una puerta baja, dijo San Bernardo, inclinar mucho la cabeza, nunca pudo ser peligro; levantarla dos dedos más, puede ser gran riesgo. Al morir, estar muy humilde, nunca fue riesgo; acabar presuntuoso, siempre es peligro. ¡Cuánto más seguro es, dicen grandes Padres, salvarse entre miedos, que perderse entre confianzas! Y ¡qué generosos temores son los que las culpas no han merecido! Sudores de sangre le costó a Cristo el miedo de su muerte. Filipo no la sudó, pero de señales de sangre abundante y fuera de sus venas se cubrió todo al morir. A gritos se mostró quejar de su Padre Cristo, que le dejaba, cuando vio que se moría. Sacramento que no se puede dar a esta brevedad, ni hay para qué darle a esta lengua, y ha habido orejas, sobre erradas, blasfemas, en quien sonó duramente la queja misteriosa. ¿Qué maravilla sería que a algún error humano pareciese desconfianza, lo que era sólo filial temor? Quien vive bien, no teme porque desconfía sino porque espera; que los desconfiados, porque no esperan, no temen. El aliento del apóstol que se arrojó a las aguas cuando le llegaban al rostro, temió el irse a fondo; no sólo por celos de su Maestro (como alguna vez devoto encareció San Máximo) sino (como otra ponderó literal) porque, como hombre, se temía del mismo Dios de quien se fiaba, que si no confiara de él, no le invocara, como ni le invocara si no temiera. Cuando más risueño mira el mejor Job sus criados, quiere que le teman. Que apacibilidades de Dios, como ampos de nieve poderosos, el calor confiado las desata, y sobre el hielo del temor duran. El tercer Cielo había penetrado San Pablo, y hurtádole fielmente luces acaso con ojos, que aun no daba cuenta de ellas por excesivas el corazón; y a silicios y disciplinas se atormentaba, temeroso de condenarse, habiendo enseñado a otros. Que el más aclamado predicador con la reprehensión ajena no suele asegurar la conciencia propria. Y en tan grande caso, nunca el conocimiento del hijo tocó en pusilanimidades de siervo.

Ejemplo hiciera a esta verdad, si tal temiera de ella, con el cuidado que Abraham tuvo en su hijo Isaac, cuando vio en él más gusto de consagrarse al cuchillo, o por excusar la turbación de las aras con algún estremecimiento del sacrificio, como ponderó un grande autor, o por prevenir la impaciencia a que podía obligar el dolor a una víctima racional y gallarda, como sintió Agustino, o porque, como ilustres plumas notaron, juzgó que le era a un gran dolor algún exceso lícito, mientras no ofendiese ni la obediencia ni el ánimo. Asombre, empero, gloriosamente, o en más conocida voz, hermosee, estas oscuridades un gran misterio de Jesucristo, que ya vecino, dice San Juan, a su muerte, se vio como obligado en la mesa a hablar en Judas y en su perdición; se turbó y estremeció al protestar qué desdichado había de ser aquel hombre. Pues ¿de qué se turba la serenidad de Dios? ¿La tranquilidad, en qué se estremece? ¿A qué hondo pensar nos empeña el Hijo? De oírse a sí mismo, dijo en la misma ocasión San Cirilo Alejandrino, la voz en que Judas se condenaba. Tan dura cosa es la condenación de un alma, tan espantable, si no espantoso, es hablar en el infierno de un hombre, que hablando Jesucristo en la condenación e infierno de Judas, no pudo (dice San Cirilo) su carne sacrosanta dejar de mostrar algún horror (no cogerle) a su misma voz.Con cautela piadosa, voy templando las palabras. Salgamos de todo recelo con que sea, o compasión de la desdicha ajena, o permisión de la apariencia propria. Pues, voz a quien permite la carne de Jesucristo son temeroso, ¿se oye en un hombre sin miedo? Un hombre espiritual, que cada día se retiraba privadamente con Dios y aprendió cómo a amarle, a temerle, sabiendo pensar infiernos, aunque sean de otros, ¿no ha de temer, viéndose, no hijo de Dios natural, sino adoptivo, y muy cercano a la muerte? Yo te fío la vida.

El caso es que quiso Dios, como en su Hijo, que viésemos todos sus agonías: sus glorias y favores él sólo las vio. Vi su gloria, dijo en singular Isaías, y vimos sus congojas, dijo en común. Vencer sabía, antes de nacer, Jacob a Esaú, como pensó la sutileza florida de Crisólogo, y le llegó a temer después, cuando se halló hombre y poderoso. Mas la victoria fue tan a escuras, como en el seno de su madre, donde la naturaleza se lo había de confesar a la fe a solas, y el miedo fue tan claro como a la vista del sol y a la de unos vasallos y otros. Los ratos que tenía en victoriosa lucha con Satanás Filipo, los que tuvo con Dios para asegurar este paso, nadie los llegó a examinar. Sólo su oratorio lo supo. Los miedos que tuvo ya en conflicto, como si fuera una persona particular, entramos a verlos todos: Su alcoba los gritó, que ya tienen de sí mismas el sonar. ¡Ay, Dios de mi alma! ¡Divina inocencia, que te retiraste a un monte solo para las luces de tu gloria, y a las ansias de aquesa Cruz, todo el mundo te asistió entero!

Entre las de sus afectos, como en un purgatorio breve, o ya como en llama triunfal, se nos fue al Cielo nuestro Elías. El coche y el cochero pudiéramos con Eliseo vocear ahora cuatro años, representándosele al sentimiento que le perdían todos, que hay voces en que se acredita el juicio, aunque corran por del dolor. Pero imitar debemos al sucesor de Elías, el cual, al volver a pasar el Jordán, viendo tan soberbias las aguas, las hirió con el manto de su Maestro (que desde el aire encendido en que triunfaba, le había dejado caer), para que le franqueasen el paso, como ya había él mismo experimentado. Pero las aguas, si no callaban mudas, dejábanse ir corriendo sordas, hasta que él, no temeroso, ofendido sí, de la rebeldía, alzó al Cielo el grito, diciendo: «¿Adónde está el Dios de Elías?» como sofrenando aquella bestia fiera de que reconocía con el mismo bocado las riendas por diferentes en una mano, pues aunque era diverso el ministro, el dueño era Dios siempre. Conque segunda vez, tocando con la capa las aguas, halló la obediencia que deseaba en ellas y, apartándose a un lado y a otro las ondas, cuanto bebieron de temor al manto del Maestro, tanta arena enjugaron al paso del sucesor.

El mismo Dios de Filipo Tercero reina en el Cuarto: el celo suyo vivirá en él y le alcanzará del Cielo doblado el espíritu. Teniendo siempre la mira en Dios, no hay sino vadear ríos neutrales, abrir mares de enemigos. Que las olas del mar, lejos de la tierra que tiene por freno, se espuman soberbias, pero en acercándose a la orilla, se desvanecen confusas. Muerto David, se temía de la edad de Salomón el gobierno: consultóse el entendido mozo con Dios, y aseguróle todo, que entendimiento y bondad le pedía su padre, y mientras le duraron ambas luces al hijo, ninguno acertó tanto con el imperio. El mayor don (decía el otro Comasco docto) que sabemos de Dios en las repúblicas, es un príncipe que sea muy parecido a él. Ése perdimos en Filipo, pues, a tan parecido que aun quiso como él parecer más bueno que grande, con ser tan grande como fue bueno. La benignidad y humanidad de nuestro Salvador Jesucristo, dice San Pablo que aparecieron primero que él, y la benignidad y humanidad de Filipo, es lo que de él se ofrece primero. Pero en toda calificación política y humana, más grande, más bueno, más digno, más heroico, más glorioso, más clemente, más casto, más prudente y religioso príncipe que Filipo Tercero, no ha visto el mundo.

En estas aras le honra la piedad de su sucesor todos los años, en este túmulo honorario y en el sepulcro legítimo de sus imperiales antecesores, mientras la obediencia de la religión no le señala mayor lugar, prometiéndose que le tiene en el Cielo. Pues (como dijo Plinio a Trajano), con nada acredita la gloria del padre el hijo, como con vivir como él. Pues no hay en el antecesor prueba de divinidad más ilustre que sucederle un buen príncipe. Tal tenemos, tal veneramos. No será la alabanza lisonja, ni la verdad dejará de ser doctrina. Que tan grande y luciente espejo de armar reyes como hemos puesto a los ojos, donde se ve político y moral, soberano y religioso, humano y divino, guerra y paces, virtudes y seso, no ha de permitir que falte pieza a la imagen generosa del hijo, que tan dulcemente le mira y compone en su padre.

Hazlo así, Dios, Señor omnipotente, árbitro eterno del mundo todo. Que en el fin de mi oración con afectuosa verdad te ruego: Tengas en continua y admirable protección el dueño que nos has dado por tal, en sustitución de Filipo (cuyo peso real allá arriba hizo mover el Cielo más tardamente). Ilustres su entendimiento, enciendas su voluntad, dirijas sus acciones. Ámenle cada día más sus vasallos, témanle sus enemigos, reveréncienle los neutrales y los más distantes le admiren. Alarga su vida, asegura su salud (sean tan públicos votos eficaces), alienta sus fuerzas, logra sus intentos, para que en servicio tuyo, en gloria de tu nombre, en amparo de tu Iglesia, en aumento seguro de sus Reinos, viva, venza, triunfe.





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