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Oraciones fúnebres

Jacques Bénigne Bossuet

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Advertencia

     El editor de esta BIBLIOTECA, que adquiere de día en día creciente popularidad y más benévola acogida del público, se propone completarla destinando varios tomos a la manifestación del ingenio humano, que mayor influjo ejerce sobre los pueblos: la elocuencia.

     LA BIBLIOTECA UNIVERSAL, ofrecerá a sus lectores, una serie de tomos consagrados a oradores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, que den cabal idea de cuanto en su género ha pasado de siglo en siglo, y se considera actualmente, como modelo de elocuencia

     Comienza la serie con el presente tomo, que contiene algunas obras maestras de Bossuet, el orador sagrado de más nombre entre los extranjeros y que ocupó su grande elocuencia en la pintura de los acontecimientos de su siglo.

EL EDITOR.

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Bossuet

     Nació en Dijou en 1627. Pertenecía a una familia de magistrados, que profesaba al par de las máximas que más tarde Bossuet debía poner al servicio de la tesis del poder absoluto, obstinado espíritu galicano hostil al poder de Roma, lo que hizo fuese arrebatado el futuro orador de manos de los jesuitas, que sorprendiendo en él un talento naciente, intentaron hacerle entrar en la Compañía.

     Otra influencia se observa en su primera edad: la de la Biblia. A los quince años inundaba de ardientes lágrimas las páginas del libro santo, y debe notarse que, siempre de acuerdo con sus inclinaciones, no era el Evangelio, libro dulce en que se predica la paz entre el Dios implacable del Sinaí, y el hombre, el libro que llamaba su atención, sitio la antigua ley, el rey poeta y el rey sabio, los inmensos profetas, todas las páginas candentes y colosales, preñadas de imágenes grandiosas, de versículos terribles, donde gime Job, donde ruge Isaías, donde se retuerce en lecho voluptuoso Salomón, donde David lanza los gritos del remordimiento, donde Moisés relata las oscuras leyendas del origen de la especie humana: Jesús, suave y pálida figura, pendiente de la cruz, Jesús, el Dios de las misericordias, no le inspiraba el entusiasmo que Jehová, el Dios de las venganzas.

     Su primera impresión en París en edad temprana, fue la entrada triunfal de Richelieu, el ministro omnipotente de Luis XIII, conducido moribundo en su litera, mostrando en un sólo espectáculo las grandezas y las miserias de la vida; impresión que también debía seguirle al través de toda su existencia, en sus grandes elogios fúnebres.

     Bossuet nutrido en el estudio del Antiguo Testamento, ama lo fuerte, lo violento, lo terrible; en la naturaleza el Océano, en la sociedad la guerra, en la humanidad el hombre. Por más que sus oraciones por las princesas y reinas estén llenas de bellezas, sólo en la del gran Condé se inflama su estro y recorre su palabra todo el pentágrama de la pasión oratoria. Para aquellas mujeres algunas palabras de consuelo, algunas flores melancólicas de colores un tanto pálidos y todo ello en medio de terribles imprecaciones sobre la nada de las grandezas humanas; en cambio para el hombre, para el guerrero, para el héroe, palabras viriles, acentos belicosos, entusiasmos, más que de sacerdote cristiano, de profeta hebreo, y apenas alguna que otra débil y vaga consideración acerca de la vanidad de las glorias terrenas.

     Hízose pronto notar en París, en la corte más brillante de Europa. En el Palacio de Rambouillet, el adolescente, una noche, a última hora pronuncia un sermón improvisado que sorprende a cuantos lo oyen, cortesanos y literatos. Con este motivo Voiture escribe espiritualmente: «Nunca se ha predicado ni tan temprano ni tan tarde.» Aludiendo a la edad del orador, y a la hora en que habló.

     Coetáneos de estos primeros estudios y de estos primeros triunfos, fueron sus amores con la señorita Des Vieux, a la que prometió palabra de casamiento: pero ella adivinando en el joven el genio que debía llevarlo a altos puestos eclesiásticos, renunció a su amor, sin dejar de profesarle el resto de su vida una de esas afecciones, que fundadas más que en el amor sexual en la admiración, resisten a los embates del tiempo y a la nieve de los años.

     Una vez sacerdote no se dejó seducir por las brillantes proposiciones que se le hicieron; prefirió un retiro apacible en provincias, donde pudiese consagrarse a los trabajos que debían hacer de él el primer atleta de la palabra, y uno de los hombres más influyentes en el movimiento religioso de su siglo.

     Bien pronto, en uno de los viajes que hacía a París excitó la admiración de las gentes; el mismo Luis XIV, espíritu vivo, pero poco cultivado, y que más bien tendía a la satisfacción de la carne que a los goces del alma, hizo que se felicitase en su nombre al padre de Bossuet, por la dicha de que disfrutaba al tener un hijo semejante.

     Brotaron entonces abundosamente los manantiales de su elocuencia; corte y pueblo aplaudieron, y no hubo púlpito en París en que no se escuchasen los acentos vigorosos de aquella palabra sin precedente en Francia.

     En 1670 fue nombrado por el rey preceptor del Delfín, para el cual escribió varios libros. El Discurso sobre la Historia Universal, donde pinta a la especie humana desenvolviendo el tema divino de la Sagrada Escritura: la providencia aparece allí por todas partes aún, donde los más piadosos historiadores dejan el campo libre al diablo. Del conocimiento de Dios y de sí mismo, donde desenvuelve las recientes doctrinas cartesianas, sin comprender su trascendencia, pero con notable elevación y fuerte estilo. Política derivada de las propias palabras de la escritura: donde explana con notable libertad de espíritu la teoría de la monarquía absoluta. Con este libro Bossuet se esforzaba en nutrir el alma de su tierno discípulo que aprendía lo más escogido de las doctrinas que convierten a los reyes en dioses, y a los pueblos en rebaños. El sacerdocio aleccionaba a la monarquía, como si augurase que se aproximaban los tiempos en que sería preciso defender con la espada la estabilidad de esas dos instituciones, que aparentemente robustas, llevaban ya en el seno el germen secreto de la muerte.

     En 1681 fijé nombrado obispo de Meaux; la posteridad lo ha llamado águila de Meaux.

     Bossuet, en nuestros tiempos, no obstante su ortodoxia y los grandes servicios que prestaba a la Iglesia, hubiese sido considerado como sospechoso por el ultramontanismo: Bossuet era galicano, es decir, se hallaba al lado del rey de Francia y en frente de Roma. Largos son de referir los equilibrios ingeniosos que el gran orador hubo de realizar para conciliar estos extremos sin incurrir en las iras del Vaticano.

     En cambio compensó esta tibieza con su apoyo decidido a la cruel cruzada que se llevó a cabo contra los protestantes franceses; la revocación del Edicto de Nantes, aquella medida funesta, semejante a nuestras brutales proscripciones de judíos y moriscos, arranca gritos de júbilo al obispo de Meaux, que compara a Luis XIV con Teodosio, con Constantino, con Carlo-Magno y con otros protectores de la fe, y pareciéndole escaso el elogio, llega a decir, que sólo Dios podía haber realizado aquel milagro... con lo que tenemos al rey de Francia sentado a la diestra de Dios Padre.

     Aprovechó Bossuet bravamente la revocación de aquel edicto: armado de esta piqueta legal echó por tierra no pocos templos protestantes, pidiendo se le entregasen los materiales. No satisfecho aún, ordenó el arresto de algunos herejes, encerró a muchas jóvenes señoritas y niños de siete años, en casas piadosas y en prisiones para ver si volvían al gremio católico, y hasta pidió y obtuvo la confiscación de los bienes de los bugonotes contumaces en favor de los convertidos.

     Sorprende que este rigor no impidiese a Bossuet entenderse con los luteranos alemanes proponiéndoles una transacción imposible con Roma. En esta empresa comunicose el obispo francés con el gran filósofo Leibnitz.

     En los últimos años de su vida escribió Bossuet su obra, Historia de las variaciones de las Iglesias protestantes, modelo de dialéctica y en la que oponiendo unas sectas a otras les demostraba su vanidad. No obstante no logró la conversión de tantos protestantes con la lectura de esta obra, como con sus eficaces procedimientos de confiscación y cárcel.

     A esta época pertenece también la violenta lucha que Bossuet sostuvo contra el quietismo, doctrina inocente y sutil, pero que se acercaba algo más al ideal evangélico que la rígida teología del grande orador, y se alejaba menos del catolicismo que sus ideas galicanas. Entristece el ánimo ver como un genio, un carácter tan elevado descendió hasta perseguir cruelmente a otro genio, al gran Fenelon, que merced a la influencia de su enemigo se vio condenado y alejado de los honores y de la corte. En esta funesta contienda un prelado, sobrino de Bossuet, llamaba al dulcísimo Fenelon, al autor del libro inmortal, Telémaco, tan lleno de antigua y tranquila filosofía; «bestia feroz a quien era preciso perseguir hasta aplastarla.»

     Hasta sus últimos momentos dedicose Bossuet al trabajo; murió en 1704 después de dos años de vivo padecer producido por cálculos urinarios. El día de su muerte, no obstante, terminaba la paráfrasis del psalmo XXI.

     Era de apasionado carácter, afable en la intimidad, tan amigo de las expansiones en el seno de su familia, como grave e imponente en la vida pública y en el ejercicio de sus deberes sacerdotales. La Bruyere lo ha llamado Padre de la Iglesia, y en efecto, su influencia en el siglo XVII fue tan grande como la de los Santos Padres de los primeros siglos del Cristianismo. Compartió su vida entre las tareas de sus elevados cargos eclesiásticos y los libros; Rigaud en el bello retrato de Bossuet que se ve en el Louvre, lo representa bien: el orador está rodeado de volúmenes y revestido con sus insignias episcopales. Así vivió siempre,

     Es sin duda Bossuet uno de los hombres más eminentes de su siglo; en los sesenta tomos de sus obras recorre con varia y profusa inspiración todas las ciencias morales. Sus errores son tan numerosos como sus libros, pero hasta en el error resplandece la inflexibilidad de un carácter severo y la fuerza del genio.

     Sus ideas acerca de la autoridad real son singulares, más por lo que dice, en lo que al cabo refleja la opinión predominante en su tiempo, por el nervio con que se expresa.

     «La autoridad real, escribe, es absoluta. El príncipe no debe dar cuenta a nadie de lo que ordena, Los príncipes son dioses, según la frase de la Santa Escritura, y en cierto modo participan de la independencia divina... Todo el Estado está en el príncipe; la voluntad de todo el pueblo se contiene en la suya... Al carácter real es inherente una santidad que no puede ser borrada por ningún crimen, hasta tratándose de príncipes infieles...»

     Luis XIV sonreía, pues, benévolamente a este obispo.

     Muchas son las obras de Bossuet; algunas hemos citado, pocas han logrado la inmortalidad; hoy apenas sobrenadan en las olas del naufragio de esta imponente reputación del siglo XVII, algún que otro párrafo elocuente, alguna que otra frase profunda, Sólo sus oraciones fúnebres se conservan íntegras como modelos de lenguaje para los franceses, y para el mundo como monumentos de elocuencia de esos que rompen con la cima la bruma de los siglos, y que sólo de tarde en tarde admira la humanidad. De Demóstenes y Cicerón a Bossuet y Mirabeau, trascurren largos siglos y se hunde una civilización; como que los grandes artistas de la palabra son seres excepcionales que para aparecer necesitan del concurso de diversas circunstancias. A muchos son concedidas las facultades oratorias; a pocos un teatro digno en que desenvolverlas, la organización especial del orador, el quid divinum, que ennoblece y abrillanta cuanto de sus labios brota. No hay gloria semejante a la del orador: ofrécese de cuerpo entero a la pública admiración; no sólo crea sino que también se hace órgano de sus propias creaciones. Mas en eso mismo consiste la fugacidad de su gloria, de que las generaciones futuras aprecian tan sólo la pálida sombra. ¿Qué es la oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, sin la voz tonante del orador, sin su acento preñado de lágrimas, sin el brillo de su mirada, sin la majestad de su presencia, sin el catafalco en que descansa la protagonista, y sin el templo enlutado, y sin la brillante corte que escucha penetrada de admiración?

     En la palabra de Bossuet, no obstante su severidad, se desliza la adulación cortesana con deplorable frecuencia; véselo de continuo incensar a hombres a quienes la historia califica duramente: Luis XIV, es considerado por él como el más grande de los reyes del mudo, y como modelo de virtudes privadas y públicas; Enrique VIII de Inglaterra es también objeto de una frase galante del orador; en cuanto a Carlos II merece todo género de consideraciones y de elogios, que tampoco escatima al desgraciado y presuntuoso Carlos I. No parece sino que para Bossuet ocupar un trono era patente de impecabilidad.

     La oración fúnebre de la reina de Inglaterra, es sin duda la obra más acabada de Bossuet. Vierte allí su elocuencia genial, se deja arrebatar por el asunto y mantiene a través de la larga peroración una idea fija, a través de aquellos diversos sucesos un punto de mira superior, guía infalible para que el orador no sufra distracciones, ni el auditorio sienta languidecer su atención, una especie de hilo de Ariadna, marcando en el Dédalo el camino seguro al explorador. Tal es la idea de que Dios provoca los acontecimientos para aleccionar a les reyes y defender a la Iglesia.

     Acomoda el orador a esta idea, de grado por fuerza todos los hechos aun a costa de la lógica, aun a costa del común sentir. Antes se desbordará el metal en fusión abrasando las manos del artífice, que se rompa el estrecho molde en que lo fuerza a entrar. Si el pueblo inglés se levanta contra los poderes históricos, si hace rodar sobre el cadalso la cabeza de su rey, si la reina de Inglaterra se ve desposeída de su corona. Si pierde sus hijos, su esposo, su grandeza, es porque Dios ha querido castigar la reforma protestante, iniciada por Enrique VIII, a pesar de que en la revolución inglesa las principales víctimas fueron los católicos irlandeses, y que a consecuencia de aquel acontecimiento, Inglaterra comenzó a acrecentar su influencia sobre toda Europa, su interior riqueza y sus posesiones coloniales. Si la heroica reina cruza felizmente el mar a despecho de las tempestades, si lanza a las olas irritadas el apóstrofe sublime: ¡las reinas no se ahogan!, si salva todos los peligros personales a que voluntariamente se expone, es porque Dios quiere quesea prueba elocuente de su poder y resto precioso que atestiguo el naufragio de un trono. Si la reina de Inglaterra mal aconsejada, aunque fiel a sus creencias, provoca el fanatismo del pueblo inglés, favoreciendo una especie de renacimiento católico, manía en que debía caer más tarde Jacobo II también a costa del trono, el orador la aplaude, aun cuando fuese ésta una de las causas que llevaron al cadalso al iluso Carlos I. En fin, si Dios permite que estalle la Revolución y que rompa en pedazos la corona de tres reinos, este magno suceso que conmueve en sus cimientos la sociedad inglesa, y anuncia y prepara futuras revoluciones en el continente, no tiene otro objeto que el de salvar el alma, de la princesa real de Inglaterra, después duquesa de Orleans.

     Nada ocurre, nada se mueve, nada cae, nada se levanta, nada sucede que a la corta o a la larga no redunde en beneficio de la Iglesia Yen pro del catolicismo. Esta idea obstinada, sublime no obstante su estrechez, fuerte a pesar de su debilidad, penetra de fuego, de elevación y de energía, la célebre oración del obispo de Meaux. Aunque estamos a gran distancia de aquellos sucesos, aunque la crítica historia haya reformado los juicios del orador, debemos confesar que ese espíritu creyente llevado por Bossuet al último extremo, no tan sólo en la oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, sino en todas las demás, hiere vivamente la imaginación y pone a sus palabras un sello de grandeza indeleble. Y es que en toda obra de arte, a cualquier orden de ideas a que pertenezca, es preciso que haya un espíritu que la informe, un ideal superior que la rija, una especie de Deus ex machina que la mueva, un alma en una palabra que la eleve sobre lo vulgar, ora sea una idea religiosa, ora una idea filosófica, ora un afecto humano.

     Pero si por la extensión y la importancia del toma, la oración fúnebre de la reina de Inglaterra es entre las obras de Bossuet la de más aliento, por lo que hace al interés doméstico, a la emoción profunda de que está penetrada, nada hay semejante a la oración fúnebre en honor de la duquesa de Orleans, cuya muerte prematura, rápida y misteriosa fue objeto de sospechas terribles, que de las crónicas de aquel tiempo han pasado a la historia.

     La célebre exclamación: ¡Madama se muere!¡Madama ha muerto! debió resonar como el grito espantoso del remordimiento en medio de aquella corte corrompida. Dícese que esta exclamación, que los sucesos arrancaban al orador, tuvo tal resonancia, produjo tan eléctrica impresión en el auditorio, que el mismo Bossuet se sintió turbado por el efecto que había producido, quizá sin desearlo, como resorte secreto que por casualidad se oprime y que deja súbitamente a la vista, abierta y amenazadora, la boca del abismo.

     Desamistada la infeliz princesa, a quien perseguía el melancólico destino de su raza, con su esposo Felipe, duque de Orleans, que se supone tenía motivos para estar celoso de su esposa a causa de las galanterías que la tributaba su hermano Luis XIV, murió repentinamente de vuelta de un viaje a Inglaterra a donde había ido con la misión de apartar a su hermano el libertino Carlos II de la triple alianza; créese que el veneno abrevió los días de la duquesa, y que el marido se lo suministró instigado por los celos.

     En esa oración fúnebre Bossuet muéstrase lleno de desden hacia las grandezas humanas: no hay elevación que en su sentir no sea peligrosa para el alma: se complace en pintar aquella flor erguida, brillante y perfumada en la mañana, y a la tarde mustia y seca. La frase de la Biblia y la frase del poeta se unen armoniosamente para producir una imagen llena de melancolía y de grandeza: la Biblia le presta fuerza y Malherbe la gracia fúnebre de sus versos.

                      Rosa vivió lo que las rosas viven...
           ¡Una aurora no más!

     Más súbitamente el orador estremece a su auditorio, después de haberlo conmovido. Desciende a la cripta sepulcral: con una palabra hace saltar la losa de la tumba en que se encierra el cuerpo juvenil, y lleno de gracia de aquella princesa y sigue paso a paso la corrupción que lo invade: era flor sobre la tierra, algunos pies más abajo es un cadáver; después ni cadáver siquiera; es una cosa sin nombre en ninguna lengua. Parece como que en las frases del orador se escucha el sordo rumor de los gusanos del sepulcro que acuden al tenebroso festín del cadáver. No lo deja el orador reposar en paz; ha de entreabrir la tumba para que el mundo vea el término de sus grandezas y la vanidad de la existencia humana. En este pasaje, de un todo ajustado al sombrío ideal cristiano, que sólo ve en la tierra un lugar de prueba y de dolor, Bossuet se eleva a la altura de los primitivos campeones del Evangelio. Shakespeare, por lo que hace al arte no habría imaginado nada más perfecto, ni el realismo contemporáneo nada más atrevido que esa terrible contemplación de los misterios del sepulcro.

     La oración fúnebre del príncipe de Condé revela el prisma más poderoso del talento de Bossuet. Grande y fluida en la oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, conmovedora y grave en la de la duquesa de Orleans, la elocuencia de Bossuet se eleva a la altura de la elocuencia antigua, e iguala los más enérgicos acentos del orador griego, al tratar del capitán vencedor en Rocroy; como que pasaba de los temas místicos a los temas humanos, y olvidaba la teología por la política y la guerra, y entraba de lleno en las ardientes luchas de su siglo.

     Debemos prevenir a los lectores de esa oración fúnebre: cualesquiera que sean las galas de lenguaje, los cuadros animadísimos de la vida del gran Condé, deben tener presente que el obispo de Meaux no respeta gran cosa la verdad histórica, cuando trata de cumplir sus deberes de panegirista; los cumple a conciencia sacrificando el hecho al efecto, la historia a la retórica, y lo que es más triste, la verdad a la lisonja.

     El príncipe de Condé era un hombre tan hábil en los campos de batalla, como incapaz en las relaciones civiles; su carácter agrio, intratable, le hacía odioso a cuantos se le acercaban. Por lo que hace a su patriotismo, está en duda: no sólo combatió a su rey, y hasta aspiró al trono de Luis XIV, sino que al servicio de España entró a sangre y fuego en su patria; faltas que el grande orador olvida, pero que la historia recuerda severamente.

     El orador no ve esas manchas cegado por la viva luz de la gloria militar que destella el héroe: esa luz forma la aureola de Francia, y su mano no la apagará temerosa de mermar las glorias de la patria.

     Ciudades conquistadas, batallas ganadas, fronteras que se borran al paso del conquistador, los tercios españoles vencidos por vez primera, todo esto exalta al orador y le suministra pinturas enérgicas que se han hecho clásicas en la lengua francesa. La descripción de la batalla de Rocroy, la de los lugares de otras campañas del príncipe, la patética imprecación final a los amigos y servidores del capitán muerto, y aquellas últimas palabras en que habla de sí mismo, y en que parece se despide de su siglo con la voz débil, la mirada incierta, y el temblor de la ancianidad, son modelos eternos de elocuencia.

     Grandes defectos deslustran la elocuencia de Bossuet; a veces su estilo, su frase, su vuelo de águila se debilita; languidece y entonces la reina de las aves desciende hasta rastrear humildemente el suelo. No hay en esos momentos en el orador, nada que revele su fuerza y su genio. Extiéndese en lugares comunes, amplifica con palabras sonoras un pensamiento de escasa importancia, y como si tratase de recuperar alientos perdidos, su musa oratoria parece abatida, pero vanamente locuaz, hasta que de pronto, tiende el vuelo y se remonta de nuevo a las regiones de lo sublime. Hay algo de fatiga, de desigualdad, de intermitencias de genio, en la oratoria de Bossuet. Diríase que su pulmón intelectual no le consentía inspiraciones largas y sostenidas. Debe notarse que Bossuet era un improvisador: jamás escribía sus discursos; momentos antes de subir al púlpito, entregábase a la meditación del asunto que iba a tratar, clasificaba los hechos, elegía los temas, bosquejaba sumariamente el plan, y se entregaba después a la inspiración. De esto sin duda proceden sus defectos, y quizá también sus bellezas. La inspiración es buena guía en las obras de arte, mas se fatiga pronto.

     Pero si no sería justo poner en duda la grande elocuencia del célebre obispo de Meaux y sus vastísimos conocimientos y el mérito de algunas de sus obras, mucho habría que decir respecto a su carácter moral. Cortesano más que sacerdote, atribuye a la autoridad real el poder absoluto, no dejando a los pueblos otro recurso contra la tiranía que la exposición respetuosa y la humilde súplica, No habría suscrito el obispo de Meaux el magnífico documento elevado al trono de Luis XIV por Fenelon, en el que este virtuoso obispo hace presente al rey la situación terrible en que sus súbditos se hallaban, merced a, la insensata política dominante; documento que es una de las piezas justificativas del gran proceso de la revolución francesa. Ya hemos dicho que era Bossuet enemigo de Fenelon: esta enemistad es todo un paralelo.

     Massillon con no ser tan eminente orador como Bossuet, poseía la integridad de carácter de un verdadero sacerdote; en las exequias de Luis XIV, llamado el Grande, ante su féretro, que era el féretro de la monarquía, ante la corte, exclamaba Massillon dirigiéndose al nuevo rey: ¡Señor, sólo Dios es Grande! frase profunda que lanzaba sobre la frente de los cortesanos desde la tribuna en que debe resonar la voz de la verdad, el castigo de medio siglo de adulaciones y de bajezas.

     No habitaba el alma de Bossuet esas cimas de la conciencia; no comprendía que fuera del principio de autoridad hubiese fuerza capaz de regir el mundo. Nutrido en el estudio de la historia del pueblo hebreo y de la Biblia, hallaba en este libro inagotable arsenal para defender sus teorías autoritarias con habilidad indisputable, rayana del sofisma; pero aún en éste manifestábase siempre imponente, grave y fluido. Bossuet pertenece a la raza temible de los sofistas convencidos.

     Al extinguirse la voz de este grande orador, la elocuencia sagrada enmudeció con él. Nadie puede considerarse digno sucesor suyo; el arte de la palabra se ha puesto al servicio de los intereses de la política y de la ciencia; ha dejado el cielo lleno de resplandores, pero estéril, por la tierra, fecunda nutriz del género humano. Bossuet es el último de los oradores sagrados.

RAFAEL GINARD DE LA ROSA.

     Madrid 31 de Agosto de 1879.

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