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Oro, grandeza y amor

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Sucedía hacía aproximadamente en el año 1840 y algunos, en Iaşi.

Nos despertamos en uno de los más hermosos anocheceres de invierno. Frío pero luminoso, como un pensamiento celestial en el medio a unos razonamientos serenos se eleva la luna pálida y plateada, como la perla sobre la bóveda azul y profunda del cielo a Moldavia. Era una noche itálica mezclada con el frío del invierno, la mezcla de unos mundos veraniegos, llenos de serenidad, con los íntimos placeres del invierno, con el calor del fuego apaciguado, con la confitura de soñadores razonamientos. Afuera un verano frío -en casa de los hombres sé que se hace un invierno caliente.

Por las calles en vano alumbradas de la capital las llamas de los faroles con aceite se estiraban como lenguas avaras en el aire frío, los transeúntes andaban rápido sobre las calles pavimentadas con troncos de roble, la luna se reflejaba clara y plateada sobre los muros altos y blancos de las casas, tirando a ellas las sombras gigantescas y ridículas de los transeúntes. Solo de vez en cuando se oía el ruido de unos pasos, la voz de un hombre de juerga, el silbido triste de un hombre pensativo.

En la planta baja de unas casas grandes se había reunido una sociedad escogida, para jugar a las cartas, sociedad compuesta de miembros de unas familias de mayor influencia, de muchos cónsules extranjeros que había hecho su principal ocupación de su vida el juego de azar, cuyo culto tantos estragos nos ha introducido especialmente la derrochadora por los oficiales rusos. Las paredes del salón, de otro modo blancas, estaban cubiertas con alfombras trabajadas con hilanderas tradicionales, un tipo de oficio que ha empezado a perderse completamente. Los márgenes de estas alfombras o tapices eran cuadrados rojos y verdes, y en el medio, tejido en lana, algún idilio completo. Allí una chica da hierba a unas cabras, del otro lado dos niños vestidos como en los cuentos dramatizados y que, por sus posturas, parecían afectar recíprocas intenciones subversivas. La tarima del suelo estaba encerada clara, como el color del latón, en oposición a la cera oscurecida que se acostumbraba.

Pero su dorada lisura se veía únicamente por algunos sitios porque el entarimado estaba cubierto con tapices resistentes de lana en cuadrados, que representaban en sus figuras todos los colores sencillos. Sobre los sillones con respaldos altos, arqueadas y negras, cuyo asiento estaba vestido con lana verde, permanecía malgastada la sociedad, en aquellas ingeniosas mesas, que en su estado normal representa un rectángulo de madera de nogal lustroso, pero que con cualquier ocasión se podía deshacer y regresar de otro modo que representaba un cuadrado doble, tan grande como el rectángulo, vestido en paño verde. No necesito añadir que en los cajones encontrabas en todo momento cartas y tiza.

Quisiera hacer comprender al lector que este no era un salón principal de desfile, porque en aquel lo hubiera asombrado el lujo o mejor dicho aquella bárbara superficialidad de los muebles caros traídos del extranjero, sino un cuarto grande destinado a los placeres íntimos de beber té, del juego de cartas y comentarios malvados sobre todos los sucesos, de otro modo tan corruptos de aquel tiempo. Y estas cosas se contaban en rumano, porque son cosas que solo se puede decir en rumano. El lenguaje era parte de la señora Chiriței, parte de la filosofía de Gane -si conoce alguien la filosofía de Gane.

Las teteras altas de cobre amarillo hervían sobre las mesas y las tazas de té compartidas daban a pensamientos y a palabras aquella voluptuosidad característica que solo da la tarde de invierno unida con sus placeres.

Sentados juntos, en un diván turco, al lado de una mesa oblonga cargada con tazas, estaban varios hombres ancianos, cohibidos evidentemente por los trajes modernos que llevaban, y un archimandrita con la barba gris y con la cara bastante risueña les contaba cosas, que un archimandrita no tendría que saber. La mayoría de oficiales jóvenes, de aquella camarilla de edecanes señoriales y de hombres sin ninguna tarea que el señor les hubiera dado, de nacimiento, un rango en el ejército y que ellos solicitaban para que pudieran tener el derecho de portar un uniforme bien cortado y cargado con hilo para que se mueva de ese modo con mucho éxito alrededor de las damas, cuya imaginación había quedado atrapada desde que había marchado el ejército ruso. Las damas eran hermosas, vestidas según la moda más nueva (de París, se entiende) y, lo que es más, chismeaban con mucho espíritu.

De este género de hombres se reclutaba después el contingente de los así llamados hombres grandes de Rumanía cuyo menor defecto era aquel de no saber jugar a las cartas. Estos después han confundido el mundo amargo de tiempo, queriendo volver a ganar el valor de unas vidas perdidas en las cartas. No crea alguien que hablo por odio o por predilecciones por lo pasado. Ni se me ocurre. Odiado o amado, cualquier objeto o relación que es capaz de provocar uno de estos dos afectos en nuestra alma es en sí mismo considerable. Con los miserables, sin embargo, no se enfada el hombre tranquilo, porque no tiene con qué ni por qué. Te asombra solo como pudieron nacer semejantes maravillas.

Había en la sala muchos cónsules que, comprendiendo el peso de la misión que pretendían diplomática, buscaban no estar absolutamente ocupados en nada y la dejaban desatendida plenamente sobre los subalternos, por ser incompatible con su rango. El más alegre de ellos se había traído con él todo el personal de su cancillería. Este señor no había dormido en unas tres noches y estaba algo somnoliento, y ni creo que solo le hubiera podido prohibir dejar estas inclinaciones naturales más que el faraón.

En medio de aquellos regocijos elegantes, en el fondo, sin embargo, carentes de la cultura verdadera, miraban como unas sombras los cuadros de las paredes, que olvidé recordar. Eran las litografías del instituto «Abejas rumanas», bastante bien ejecutadas, unas copias de cuadros de los maestros extranjeros, otros originales. Así, la cabeza de Cristo coronada de espinas de Guido Reni, Belisario, el general de Justiniano, llevando en brazos a su lazarillo mordido por serpientes, el arcángel Gabriel y, en el rectángulo, los embajadores de Constantinopla trayendo la corona y el manto real de Alexandru el Bueno, Dochia y Trajano, en un rincón el retrato litográfico del Señor del país, Mihail Grigore Sturza, y en el otro rincón, en un marco áureo, trabajado en aceite, el busto a tamaño natural del Metropolitano de Moldavia y Suceava, Kyrio Kyr Veniamin Kostaki, con el hábito negro encima del bonete, con la barba larga y blanca, sobre el pecho la orden de Santa Ana en brillantes. La cara estaba bien trabajada, pero el hábito monacal cubría con perfección los contornos del cuerpo, solo las manos muy finas y pequeñas parecían más de dama que de prelado.

Pero pensemos en los hombres hundidos detrás de las cortinas. En cada sociedad se encuentran hombres que se aíslan, forzados por su naturaleza propia o por algunas preocupaciones, y solo toman una postura muy pasiva en el transcurso de la fiesta e instintivamente les ves escondiéndose o detrás de unas cortinas, aproximadamente en penumbra, o en la boca de un hogar alejado, o miran por la ventana, y se quedan de ese modo hasta que no se saca de la manga alguna novela indiscreta, porque estos infelices son generalmente más interesantes para todos las indiscreciones que los que se pierden en lo complejo de los parloteos y de la fiesta.

Junto a la chimenea, estirando los pies a través de la celosía, estaba un anciano con cara amistosa y serena. Él estaba afeitado y las raíces blancas de la barba le polvoreaban la cara. El pelo blanco de las sienes y de la nuca estaba peinado hacia arriba, puede que con demasiado mucho cuidado, para cubrir la frente calva y alta, ojos grandes, pardos, absolutamente limpios, miraba con una quietud bonachona a las nubes de la pipa de la que fumaba, la nariz tenía un corte correcto y la boca estaba dibujada con una irónica fineza. Una mujer no -pero una chica se habría podido enamorar de él-. Si había sido alguna vez pasión en este alma y duda, ellas había hecho sitio a una tranquilidades limpias y ancianas y miraba con una clase de superioridad bonachona a los extravíos de una juventud boba y pretenciosa. Él miraba con mucha atención al juego, escuchaba los chismorreos de las damas y las bobadas de los hombres -corregía las frases y daba enseñanzas con mucha finura y reserva, pero tan claras, que ellas siempre eran escuchadas-. En cualquier momento que la fiesta se hubiera estancado, en seguida sabía darle una dirección tan grata y fértil que ella volvía a entrar con sus risas corrientes. Era un goloso de las conversaciones.

Apoyado con el codo en un piano, teniendo sobre la rodilla unas cartas y hojeándolas puede ser que con atención, vemos a un hombre joven, que sin embargo parecía envejecido temprano. Era sin embargo un envejecimiento no de haber vivido demasiado rápido, sino por una consumación demasiado rápida de las fuerzas normales. Tenía el aspecto de un hombre duro, al menos espiritualmente duro. Aunque no tendría más de 25 años, no obstante aparentaba más de treinta y cinco. Él era seco y delgado, de una estatura media. Afeitado, con una frente que se perdía aguda en los rincones laterales, enmarcada de un pelo rojo cerrado, áspero y mezclado con frecuentes hilos blancos, que contrastaban con el matiz oscuro del pelo. La nariz era seca y los labios muy delgados; los ojos eran pardos, grandes y de una aspereza extraordinaria. A nadie la habría parecido hermoso, pero el vigor peculiar, que emanaba de todos sus movimientos le daban aquella atracción que ejerce sin querer o saber todas las naturalezas duras. Además de esto era muy culto, había andado y había leído mucho y era un músico excelente. Por la piel de sus manos secas veíais todos los músculos y todas las venas. Ellas eran duras como de acero. Tenía una voz honda, algo áspera, pero agradable en su rara precisión. Su risa era sin embargo molesta.

Hundido tras una cortina pesada de seda verde y mirando por la ventana a la noche clara, estaba un joven de unos 18 años. Él había apoyado el mentón sobre el codo y miraba, sin participar de este modo en la fiesta, ocupado se ve consigo mismo y con sus ensueños. Su frente alta, blanca, muy nítida y redonda se perdía bajo pelo largo, blando y negro brillante, que era hinchado en cepas naturales grandes, que multiplicaban el resplandor del pelo. Su cara era cárdena de blanca y, porque habían salido copos de barba negra que habían comenzado a llenar las partes debajo de la oreja, él parecía empolvado con la escarcha de las uvas; la nariz era correcta y grande, parecía tallada en mármol, ojos grandes bajo unas cejas arqueadas con maestría estaban oscurecidas, pero de un color indescriptible. Parecían negras, pero, fijándote mejor bajo sus largas pestañas, hubieras descubierto que son de un azul lóbrego, demoníaco, como de una esmeralda fundida noche. Puede que, sin la sombra de las pestañas tan largas y tan espesas, no hubiera parecido tan lóbrego, pueden que la luz, no detenida de aquella seda morena, hubiera aclarado la noche voluptuosa de aquellos ojos. Tenía la blancura transparente de las uvas negras. Si ha conocido alguien ojos hermosos, a cuya vista hubiera temblado cualquier fibra, que hubieras mirado con una intensidad, como decir, doloroso placer, así eran los suyos. Estaba vestido en un sayo del paño azul claro, con la talla larga, pantalones negros y chaleco de terciopelo negro con bordados verdes de seda. Los botines de charol abarcaban brillantes y con fidelidad las formas de un pie más pequeño. Su pelo brillante, cayendo sobre los hombros bien formados, contrastaba con el azul del paño.

La expresión de su cara era triste, pero no dolorosa. Al menos los hombros de la mejilla, algo salidos, mostraban que su redondez había adelgazado y había dado lugar a aquellas sombras dulces e interesantes en medio de las mejillas que les quedaban tan bien a los hombres jóvenes -la sombra del sentimentalismo. Esta sombra, el signo de la sed de amor, es en ambos sexos irresistible-. Mientras que las damas miran a menudo, como de paso, pero con mucha intención a nuestro joven -y no era la discreción lo que detenía que fueran atraídas en medio suyo, sino el rechazo con que las habría contestado, él miraba por la ventana que daba al jardín-. El cielo se había cubierto con nubes blancas, la luna se había amoratado y huía sumergiéndose en ellas y había comenzado a nevar. Los árboles, cuyas ramas marcadas se deslizaban negras entre las matas de nieve, y el viento pasaba afilado por las rendijas de la ventana y movía la puertecita del jardín, que chirriaba monótona y afilado en los quicios de hierro. Él estaba en una disposición perezosa y cálida que le hubiera dado como Dios eternamente. Le parecía que estaba solo y los ensueños pasaban con una pureza rara ante sus ojos de la mente, era una clase de falta de pasión, un sentimiento inmóvil, que grandes extremos en sus afectos lo desean tanto. Le hubiera sido feo si la fealdad no hubiera sido tan dulce, una fealdad como el olor a flores de manzana que caen sacudidas por el viento, una fealdad melancólica que nace en el hombre después de leer un idilio o una poesía tranquila, intuitiva, con alegrías e infelicidades modestas; en semejantes momentos el hombre joven siente entrando en él la tranquilidad de la vejez y entonces te vienen las ganas de hacer lo más agradable, de recapitular la vida corta o larga, con los dolores y las alegrías pasadas, porque ambas son para el corazón humano de una hibernación voluptuosa. Y, en cada uno de estos cuadros, ves tu cabeza, aquí joven, allí maduro, más allá anciano, muchos hombres y no obstante uno y el mismo. Pero él no ve solo su cabeza, sino otra más, la de un niño. Dos ojos grandes marrones miran con su tímida y avergonzada dulzura a él y su cuello blanco parecía que se volvía para esconder su cara llena de amor. Él sonreía sin querer ante estos recuerdos.

En este momento se anuncia el cónsul ruso, la sociedad había quedado atónita en aquella disposición respetuosa, que inspira la espera de un personaje significado, la puerta se abre a ambas lados y el señor cónsul entra cargado con todo el esplendor de sus decoraciones. La señora de la casa lo recibe. Él se dirige hacia los jugadores.

-Por favor no se molesten -dijo en francés, y empezó después a felicitar a las damas con sus lisonjas y a los caballeros con su aguda conversación, que en aquel entonces se había convertido en una moda. El hombre que quedó inmóvil en todo este intervalo era solo Iorgu.

Del momento se aprovechó una dama joven, con el pelo negro, pero no tupido, peinado con mucha coquetería sobre las sienes, con ojos como dos diamantes negros, que se enrojecen por hablar y reír mucho. Ella llevaba un vestido de seda negra, con una talla admirable. Ella se acercó a Iorgu y le golpeó en el hombro con el abanico de madera de rosa.

-Feo -dijo ella con una sonrisa gentil-, ¿qué haces solo?

-O, señora... -dijo él enrojeciendo y dejando caer sobre los ojos aquella cortina que le hacía y más peligrosos de cómo eran.

Ella puso su mano blanca sobre su hombro.

-No tengo prejuicios -dijo-, me gustas mucho.

-Lo sé, señora.

-¿Lo sabes? ¿Sí?... ¿y?...

-Y... no soy capaz de engañarte, señora -dijo él inclinando su cabeza.

-Y ¿por qué... no puede ser?

-Porque... porque no te amo. Te juro que no me eres indiferente... -dijo él, mirándola.

Ella le miró fijamente, parecía que se fundía...

-...pero, señora, no te amo, no puedo.

-Entonces soy para ti insoportable.

-En absoluto... pero amo. Si no amase a alguien, por supuesto que te hubiera amado a ti, porque eres tan hermosa, y además te le pareces, poco, pero no obstante...

-Pero no tienes que amarme para que ames mi desesperación -dijo ella-. Voy a cualquier sitio donde oigo que estás, solo para verte.

Él la miró y empezó a reír, pero sin maldad. Le parecía tan extraño que una mujer le pretenda en este modo de amor.

-Y te lo repito pero -añadió-, eres la más graciosa mujer del mundo y no te puedes imaginar lo simpática que me resulta tu apariencia, y aunque si sintiera inclinaciones para no consagrar mi amor, tengo una voluntad firme. Señora, te amo y no te amo, te adoro y no te adoro. Imagínate que nos amamos una vez, que aquel amor se apagó y que en su lugar quedó la amistad. Créeme que me tiraría al fuego por ti, que cada vez que te veo se me ilumina la mente y enloquezco como un niño, pero el corazón... el corazón... qué quieres que haga, señora, para que calle...

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