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ArribaAbajoEl reflejo del 98 en la pintura de entresiglos

Carlos Seco Serrano



Catedrático emérito de Historia Contemporánea
de la Universidad Complutense de Madrid
y miembro de la Real Academia de la Historia

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Presentación

Supone una gran satisfacción para mí, como presidente de la Fundación Central Hispano, inaugurar este ciclo de conferencias que completa la exposición «Paisaje y figura del 98»; glosando esta temática con otras cuestiones de carácter histórico, sociológico, literario, relacionados con esta fecha. De este modo se podrá llegar a confirmar que, en efecto, 1898 constituyó un momento verdaderamente cardinal de la vida de España, sobre el cual merece la pena reflexionar de forma detenida en el momento en que nos aproximamos a la conmemoración de su centenario. La sensibilidad estética de lo pictórico juega un papel de primera importancia entre los escritores españoles de la generación del 98. Existe un paralelismo entre sus textos literarios y plasmación del paisaje sobre la tela de muchos cuadros, lo que es un ejemplo más que evidente de que esa generación vivió muchas veces a caballo entre la dedicación literaria y las artes plásticas. Estos escritores no sólo se pronunciaron sobre el arte y utilizaron las imágenes de los pintores sino que hay un paralelismo evidente temático, existiendo incluso dedicación a la literatura y a la pintura en el seno de una misma familia, como es el caso de los Baroja y los Maeztu.

Estoy seguro que esta exposición que inauguramos el pasado miércoles tendrá una espléndida acogida por parte del público que entenderá el esfuerzo realizado por dar cabida fundamentalmente a la nueva visión del paisaje, a los principales centros de renovación artística -Madrid, Barcelona, Bilbao-, a los momentos históricos álgidos de 1880-1920, y al desarrollo emergente regionalista y a las señas de identidad artística nacional, sin olvidar ese aspecto poco tratado hasta ahora que es la referencia al contexto exterior que nos pone en contacto con la evolución del arte en Bélgica, que tuvo una inesperada, pero profunda influencia sobre el arte español. La visión de España a través de artistas belgas y la presencia de los artistas españoles en esas latitudes con obras que no se habían visto hasta ahora son aportaciones muy positivas en la presente muestra.

Creo que ha sido un acierto también el celebrar estas conferencias en el mismo espacio de la exposición, ya que de esta forma habrá una simbiosis entre lo que se oye y se ve, y en muchas ocasiones no será necesario retraernos a una imagen retenida en el recuerdo o no conocida, sino que al tiempo que nos hablan sobre   —14→   ellas tendremos la oportunidad de contemplarlas. Estas actividades significan el preámbulo de los actos conmemorativos del Centenario del 98.

Otra aportación de gran interés de la Fundación Central Hispano a este Centenario, es la investigación sociológica que están llevando a cabo un equipo de profesionales dirigidos por el catedrático Amando de Miguel, sondeando el actual sistema de valores de los españoles, en concordancia con aquellos que proporcionaron una visión pesimista de la época, proponiendo propuestas para superarlo. Se trata, primordialmente, de averiguar cuáles son las bases sobre las que se puede sustentar el espíritu participativo que inspira toda empresa económica, política, cultural o artística. Este tipo de actividades, como todas las que lleva a cabo la Fundación expresadas en exposiciones, publicaciones, conferencias, trabajos de investigación, conciertos, etc., pretenden contribuir en lo posible al enriquecimiento cultural de nuestra sociedad, congratulándonos de que nuestra presencia no sólo sea en el ámbito cultural sino también en el científico y haciendo coincidir ciclos como el que hoy inauguramos con otros como el que se viene celebrando desde el mes de enero sobre «Ciencia y sociedad: desafíos del conocimiento ante el Tercer Milenio» que ha tenido una enorme repercusión, no sólo en el mundo científico sino entre aquellas personas con una inquietud intelectual hacia temas de gran actualidad e interés.

Me cabe ahora el honor de presentar al profesor Seco Serrano, que inicia este ciclo de conferencias que hoy inauguramos, agradeciéndole en nombre de la Fundación Central Hispano y en el mío propio su valiosa colaboración, agradecimiento que hago extensible a todos los catedráticos que intervendrán en este ciclo, que como ustedes saben son: Javier Tusell, quien ha sido comisario de la exposición con Álvaro Martínez-Novillo, Amando de Miguel, José Carlos Mainer, Francisco Calvo Serraller y Víctor Nieto. A todos mi más profundo testimonio de gratitud.

Creo que todos aquí conocemos la obra historiográfica del profesor Seco Serrano, catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de la Historia, cuyo prestigio y amplitud ha rebasado los límites de los especialistas para ser conocido del gran público culto por el rigor científico que le caracteriza. El profesor Seco es ejemplo de historiografía objetiva, rigurosa metodología y finura de análisis histórico,   —15→   puesto de manifiesto tanto en sus textos sobre acontecimientos y personajes del siglo XVII, como en las investigaciones que ha publicado sobre nuestra historia contemporánea. Además de su famosa Historia de España que ha pasado a ser un clásico constantemente reeditado, me es obligatorio mencionar en esta rápida presentación sus obras Militarismo y civilismo en la España contemporánea, obra básica para poder entender las relaciones complejas entre el poder civil y el poder militar en la España de los siglos XIX y XX; Tríptico carlista, todo un contexto de la lucha fratricida del siglo pasado; Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, análisis fundamental de unos hechos que determinaron nuestro siglo XX; Viñetas históricas, ejemplo de historia humanista como se ha dicho alguna vez, y otras muchas obras de historia moderna y contemporánea, como su reciente tomo sobre Alfonso XIII en la Historia de España de Menéndez Pidal y Jover; además de centenares de lúcidos artículos sobre la vida política española actual, publicadas en los más importantes diarios nacionales y extranjeros, en los que siempre ha sabido ponderar determinados males sociales o políticos reflejados o contrastados con ejemplos de nuestro pasado histórico.

Gracias profesor Seco, y a todos ustedes, mi más vivo agradecimiento por su presencia. Muchas gracias.

Excmo. Sr. D. Alfonso Escámez
Marqués de Águilas
Presidente de la Fundación Central Hispano



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Conferencia

Muchas gracias por tan amable como excesiva presentación. Señoras y señores, buenas tardes a todos.

Alguna vez he subrayado el valor de la creación artística, concretamente de la pintura, como fuente histórica, en paralelo con lo que es asimismo la creación literaria; es decir, como instrumento esencial para la reconstrucción de lo que un día fue: no sólo por su carácter de reflejo testimonial de una época -retratos, paisajes, ambientes...; piensen ustedes, por ejemplo, en lo que significa la obra reducida pero selectísima del gran Vermeer de Delft para ponernos en contacto casi de inmediato con la Holanda del siglo XVII. Aparte de esto, de este valor indudable como reflejo testimonial, yo he insistido sobre todo en la capacidad del arte, especialmente la pintura pero también cualquier otra expresión artística, para asumir el espíritu de la época en que fue concebida y que la convierte en mensaje vivo, llegando a nosotros desde el fondo remoto de los siglos para identificarnos, a través de una misteriosa emoción compartida por encima del tiempo, con la vertiente inefable pero absolutamente real de otros hombres y de otras épocas. Hace algunos años, comentando la espléndida obra del que fue mi inolvidable maestro en la universidad, don Diego Angulo, sobre el pintor Murillo, escribía yo: «El arte de Murillo se manifiesta como la expresión directa de uno de los momentos decisivos en el perfil histórico de su Sevilla natal. Ese arte nos devuelve, como la luz aquilatada de un diamante, algo que está en la esencia más entrañable del mundo social en que brota; por eso puede ser el mejor camino para el historiador que no sintiéndose satisfecho con la superficie de unos fríos datos estadísticos, pretende comprender más que construir».

Algo muy similar podríamos decir de un momento artístico ciertamente espléndido, el de la España de entre siglos, que coincide con una grave crisis, una grave crisis nacional. Pero no está de más apuntar esa curiosa coincidencia de momentos de plenitud artística y literaria, con momentos de decadencia o de crisis política. Piensen ustedes en lo que es el arte cimero de Velázquez coincidiendo con el crepúsculo de la Monarquía Católica, o lo que es la espléndida eclosión del arte de Goya en el momento más crítico que ha atravesado nuestro país a lo largo del milenio.

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No voy a hacer historia, una vez más, de lo que fue el trance de 1898, pero algo tengo que decir sobre ello para que nos pongamos en contacto con esa España agónica del fin de siglo. Una guerra, la de Cuba, la de Filipinas, no perdida militarmente pero que sostenida por un patético sentimiento de unidad nacional, que había dejado de tener sentido en aquellas entrañables provincias ultramarinas, nunca podría traducirse ya en un triunfo de la vieja metrópoli. Un impotente enfrentamiento, perdido de antemano, con la república norteamericana que así iniciaría su fulgurante ascenso en un proceso que habría de convertirla veinte años más tarde en la primera potencia mundial. El adiós forzado a la dimensión universal de España, que quedaría acotada en los libros de historia a una época remota, y ello para ser objeto de críticas demoledoras y despiadadas. La cruda realidad de un país extenuado, empobrecido por una lucha estéril, desplegada además a costa de los sectores sociales económicamente más indefensos y abocado por añadidura a la brutal amenaza de una Europa encuadrada en el sistema de la paz armada, tal como el británico Salisbury la definió apenas tres días después del desastre de Cavite, al hacer una distinción entre naciones vivaces y naciones moribundas, y añadir el pronóstico de que aquéllas, las naciones vivaces, se irán apropiando gradualmente de los territorios de las moribundas. España perdía sus territorios de ultramar, ciertamente nunca considerados por ella como colonias, sino como provincias, cuando las potencias europeas extendían sus dominios en África, en Asia, en Oceanía, y equilibraban sus rivalidades políticas y militares mediante ajustes en sus ambiciones de expansión imperialista, muchas veces a costa de las «naciones moribundas».

Ciertamente, el panorama era desolador pero además inquietante. ¿Podemos aceptar como exacto el cliché de una España indiferente ante esta realidad, ajena a cuanto significaba la tragedia militar que acababa de vivir e inconsciente de lo que implicaba, como saldo histórico y como riesgo exterior, el advenimiento de la dolorosa paz rubricada en el tratado de París? Bueno, esa es la imagen, por ejemplo, del famoso artículo de Silvela «Un país sin pulso», dictado por la desolación del patriota que está apelando a un regeneracionismo que apenas cree posible desde la hondura de su desengaño; o la que nos dará pocos años después, en un texto menos conocido, Benito Pérez Galdós, que ve las cosas desde la reflexión sobre el pasado   —18→   reciente de nuestro turbulento siglo XIX, que él acababa de evocar en el magnífico retablo de sus Episodios nacionales, y la indignación ante la supuesta pérdida de fibra registrada en sus contemporáneos. Galdós, que por entonces se convierte en punto de referencia para los jóvenes inquietos, reflexivos y críticos de la llamada generación del 98, denuncia lo que Silvela entiende como angustiosa atonía, denominándolo a su vez, con irritado desprecio, «frescura nacional», cinismo traduciríamos nosotros. Contrastando la España que vive la crisis del desastre con la de los días isabelinos, escribe Galdós: «En descargo de aquella edad, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra, este mal inmenso metido en lo más hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos crudamente y sin atenuación la frescura nacional, el supremo desdén por todas las cosas. ¿Se nos van los territorios de América y Oceanía?; bueno. ¿Se estanca la riqueza, pierde la mitad casi de su valor nuestra moneda, nos cierran las naciones modernas el camino de África, fundadas en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional?; bien, todo está bien. Vivimos y vegetamos sin prever el fin de nuestras desdichas, heredadas las unas, de creación reciente las otras».

Hoy desde una perspectiva, ya secular, podemos relativizar esa presunta atonía de que hablaba Silvela o esa «frescura nacional» a que se refiere Galdós. La herida, en realidad, había sido tan profunda que su manifestación exterior tardó en subir a la superficie, pero desde luego no se ajusta a la realidad la visión simplista, atenida a datos anecdóticos y parciales, de un país insensible a la catástrofe; porque lo cierto es que ya desde el primer momento, la general conmoción espiritual se manifestó sucesivamente en cuatro planos: el primero se condensó en el dolor mudo del pueblo humilde, de las gentes sencillas, hasta poco antes encendidas en fervorosos entusiasmos estimulados por una prensa irresponsable y atónitas ahora ante una realidad terrible pero lógica, una realidad que en aquel melancólico otoño de 1898 y en el triste invierno del 99 centrado en la dolorosa paz de París, se imponía a través de su manifestación más directa y más desgarradora en los puertos del litoral. El espectáculo de los repatriados, los soldados astrosos, envejecidos en pocos meses, macilentos de fiebre, saldo terrible que la guerra y la manigua devolvía a la madre patria. De este efecto directo, brutal, sería testigo en el puerto de Barcelona un espectador excepcional, Rubén Darío. No es   —19→   atonía, sino aplastamiento en la desolación y el pesimismo lo que se impone en las clases más desvalidas de la sociedad sobre las que ha pesado especialmente el tributo de sangre: el antimilitarismo, el anticolonialismo -que rebrotarán precisamente en Barcelona diez años más tarde-, parten de esta coyuntura.

En segundo plano brotó en el mundo político de lo que se llamaría la España oficial, y precisamente en el debate que tuvo lugar en las Cortes, que hubo que reunir para que votaran o respaldaran las cesiones territoriales que el gobierno tenía que hacer en París. En esas Cortes hubo sendos debates en la Cámara Alta, en el Senado, y en el Congreso, que pusieron de relieve la insolidaridad de los diversos grupos ante el fracaso, desde las fulminaciones del conde de las Almenas en el Senado contra los jefes del Ejército y de la Armada que habían perdido la guerra, hasta el ataque desatado por los republicanos en la Cámara Baja, en el Congreso, contra el gobierno liberal al que ahora se acusaba de no haber sabido evitar la guerra con los Estados Unidos, y, con más razón, de sus imprevisiones en la preparación y organización de los medios de defensa que hubiesen respondido a los enormes sacrificios del país.

En un tercer plano, la repercusión moral del desastre se manifestó, por parte de los grupos más ajenos a la política oficial, en el desdén corrosivo de los que Fernández Almagro y el duque de Maura, en una obra clásica, llamaron «los terceros en discordia», que ellos enumeran así: «obreros socialistas, mesócratas de la unión nacional, burgueses catalanes, intelectuales ateneísticos tan desdeñosos del equipo liberal como hostiles al conservador». Enumeración de grupos que no puede ser más sintéticamente exacta. El socialismo, ajeno al desastre, en cuanto que enemigo de la guerra por definición y ausente del Parlamento, conocería ahora un decisivo crecimiento, pronto reflejado incluso, por su presencia en las Cortes. La mesocracia de la Unión Nacional, por su parte, iba a encarnar -a través de los programas y los proyectos de Joaquín Costa y de Basilio Paraíso, y de la movilización de las clases mercantiles desde las Cámaras de Comercio-, una doble apelación contraria al espíritu de la política reciente: cancelación de sueños utópicos, la doble llave al sepulcro del Cid, que decía Costa, o la atención especial a las necesidades concretas, escuela y despensa. En cuanto al catalanismo, ya articulado en programa político desde   —20→   unos años antes en las llamadas Bases de Manresa, que datan de 1892, redoblaría ahora sus inquietudes.

«Las deplorables consecuencias del desastre colonial -escribió uno de los más selectos espíritus de la época, Santiago Ramón y Cajal, que vivió por añadidura, directamente, la lucha en la Manigua- fueron dos a cual más trascendentales, el desvío e inatención del elemento civil hacia las instituciones militares a quienes se imputaban faltas y flaquezas de que fueron responsables gobiernos y partidos, y sobre todo la génesis del separatismo disfrazado de regionalismo». Era la doble herida de que ha hablado Pedro Laín, progresiva separación entre los hombres y creciente disensión entre las regiones. Un gran escritor catalán, Maragall, daría cauce a ese desgarramiento en una frase inquietante, perturbadora: «Aquí hay algo vivo, gobernado por algo muerto, porque lo muerto pesa más que lo vivo y va arrastrándolo en su caída a la tumba. Y siendo ésta la España actual, ¿quién puede ser españolista de esta España, los vivos o los muertos?».

Maragall formaba parte desde una peculiar vertiente, la catalana, del grupo generacional de los intelectuales que se definen en la crisis, y que ocupan, de hecho, un cuarto plano, el de mayor alcance en cuanto a su gravitación y su influjo posteriores en el gradual desarrollo de la reacción del país ante el desastre. En torno a la fatídica coyuntura del fin de siglo va a tomar su alternativa como grupo literario la famosa generación del 98: sus hombres más representativos, Unamuno, Azorín, Baroja, Machado, Valle-Inclán, Maeztu, con el antecedente insoslayable de Ángel Gavinet, tienen como denominador común, magistralmente analizado por Pedro Laín, una irritada disconformidad con la situación de España que contemplan y conviven.

Disconformidad que no hay que entender como una desgastada hostilidad contra España misma, pero sí como un cierto mal sabor de boca o una reticencia creciente contra lo que ha sido su historia. Yo diría más -bueno, me acojo a una frase muy definidora de mi maestro aquí presente, Pedro Laín-: «los hombres del 98 aman una posible España» -y yo añadiría-: los hombres del 98 creen en una posible España que no es la que tienen ante sí. Glosando un texto de Larra -Larra es verdaderamente una especie de noventayochista avant la lettre-, Azorín hablará de esa peculiar actitud en que una hostilidad innata e irreductible hacia un medio arcaico y absurdo se alía a un   —21→   sentimiento de amor sincero y profundo hacia ese mismo medio, es decir, hacia este pueblo en que se ha nacido, hacia este pueblo en que se vive y se tienen todos los afectos y hacia lo que podría ser este pueblo. La repulsa de aquel selecto grupo de escritores es, en el fondo, una afirmación de fe; nace ahora, iluminado por el fogonazo del desastre, el concepto de una contraposición entre dos Españas, una España oficial y una España real; «vital», preferiría decir Ortega. De hecho, los noventaiochistas, como los generacionistas en cuyas pautas de reforma se apoyan, hacen de continuo una apelación a la autenticidad, no sólo en los programas a atender por políticos y sociólogos, sino en las formas de expresión o en la depuración del estilo y de la palabra. Y hacen algo más, se esfuerzan en tomar posesión de España, como escribía Marías hace poco, desde la realidad física, campos, paisajes, pueblos, ciudades, conocida en su integridad con tan modestos recursos y tan poco dinero, hasta la historia completa y no falsificada, la literatura leída y releída con amor y generosidad y, finalmente, los sueños, las esperanzas, los errores, los fracasos, que también son parte de la realidad.

Bueno, en todo caso, conviene matizar el texto de Marías: la posesión de España a que en efecto se aplican los hombres del 98 es, pienso yo, más bien posesión de Castilla. Siempre he denunciado tanto en los regeneracionistas, como en los intelectuales que se plantean en torno al 98 el problema de España o la consideración de España como problema, su obsesión por una Castilla aún anclada en un ruralismo de lenta evolución, aún no vinculada de hecho a la modemidad y abrumada como contraste por el peso de un pasado glorioso, y su escasa atención a otras áreas más despiertas o más actuales de España, esencialmente Cataluña, verdadera puerta a Europa, ejemplo de sociedad industrial, posible pauta de un empuje hacia arriba. Cuando desde la vertiente política, Cataluña se presente, a través de la gran figura de Francisco Cambó, como una vigorosa propuesta regeneracionista, tropezará con idéntica voluntad de marginación o rechazo.

Por otra parte, la visión de estos hombres al tomar posesión de España, según la expresión de Marías, es una visión eminentemente subjetiva; quieren precisamente ver una España oscurantista y oscura, retrógrada, atenida a modos de vida rutinarios porque eso es lo que hay que redimir, una España más proclive a la tristeza que a la   —22→   alegría, al marasmo que a la actividad; la Castilla de Azorín o la de Machado, identifican en un solo cliché la presunta autenticidad de la España del novecientos. Pues bien, más o menos, tal es el caso del arte que aflora en el fin de siglo.

Pero antes de entrar en el ámbito espléndido de la pintura que podríamos llamar noventaiochista, no vendrá mal aludir al caso de la arquitectura que vive un momento de excepcional esplendor en el modernismo catalán, ilustrado por figuras como Domènech i Montaner, Puig i Cadafalch y sobre todo Gaudí. Arquitectura suntuosa que es como una afirmación europeísta, y más que eso, es un punto de referencia para Europa. Yo pienso en Viena, abanderada del modernismo, pero que se queda muy atrás con respecto a Barcelona en cuanto a la exuberancia creadora de esta última. El modernismo catalán es reflejo de una eclosión burguesa embarcada en vocación de vitalidad y desarrollo cosmopolitas, mientras tierra adentro y concretamente en Madrid nos encontramos una sociedad vuelta a nostalgias del pasado y que se expresa en formas arquitectónicas que se resumen en neos: el neorrománico, el neogótico, el neomudéjar y el neobizantino.

Pero no es de arquitectura de lo que aquí hemos de hablar, sino de pintura, la pintura de entre siglos como reflejo del 98 en paralelo con el brote literario de la generación famosa. Como en el caso de los escritores, precisa recordar que el arranque de esta floración de grandes artistas es anterior a la fecha del desastre; que la renovación en cuanto a temática y técnica se ha producido bastantes años atrás en buena parte o en parte esencial como consecuencia del abandono de Roma en cuanto meca tradicional para la formación de los artistas y su sustitución por París y por Bélgica. En el espléndido trabajo con que Javier Tusell ha enriquecido el catálogo de esta exposición, esa conexión con Bruselas que tiene una clave en el gran paisajista Carlos de Haes y un puente fundamental en Darío de Regoyos ha sido muy oportunamente destacada. El impresionismo del que el propio Regoyos es la más perfecta traducción en España, ha entrado por esa puerta pero al mismo tiempo se ha producido un cambio en la temática preferente: la larga tradición del cuadro de historia del que fueron en los días iniciales de la restauración figuras emblemáticas Gisbert, Casado del Alisal y Pradilla, y que aún hallaría largo eco en el siglo siguiente en un Moreno Carbonero o en un Muñoz Degráin,   —23→   es sustituido en la década de los ochenta por el cuadro de tema social. El Sorolla joven rinde tributo a esta nueva moda antes de hallar su propio camino en el impresionismo de la luz: su famoso lienzo Y aún dicen que el pescado es caro o el menos conocido Trata de blancas son ejemplos significativos de ello. Pero no sólo Sorolla, también Julio Romero de Torres antes de convertirse al peculiar pre-rafaelismo que le convertiría en el pintor predilecto de Valle-Inclán, se inicia con cuadros de tema social, alguno de excelente calidad, como El registro del Museo de Oviedo.

Nuevas técnicas, nuevos temas abonan el terreno a los pintores que van a verse marcados de lleno por el espíritu del 98, entre ellos tres fundamentales a los que me voy a referir: Regoyos, Zuloaga y Solana. Del primero, espléndidamente representado en esta exposición, aunque autor de la obra La España negra, diré que no acabo de verlo como ejemplo significativo del noventaiochismo. Regoyos brinda, acabo de decirlo, el más perfecto ejemplo del impresionismo español y como tal no es lo sombrío lo que mejor caracteriza a su pintura. Que aparezca en sus cuadros el reflejo de una religiosidad tradicional y enlutada de eminente fibra popular, no supone un empeño en dar una imagen retrógrada de la España que vive desde la postración del fin de siglo; es bien significativo que uno de sus cuadros más representativos en cuanto a esta temática sea el titulado Las hijas de María, de Bruselas, y que abunde en sus cuadros de pequeño formato junto a los horizontes plomizos típicos del brumoso paisaje del norte la luminosidad de otros ámbitos más favorecidos por el sol. Algo parecido cabría decir de las entrañables visiones también impresionistas de un Ricardo Baroja en el País Vasco o de un Beruete en la estepa madrileña.

Hay en la floración de grandes artistas que prestigian la pintura española de entre siglos dos que para mí encarnan, sobre todo, el espíritu del 98, si por tal entendemos una mirada pesimista y sombría que implica la denuncia de los signos de contraste de lo español con respecto a lo europeo. De lo que es un casticismo vinculado a formas de vida y de folklore presentadas como rémora e incluso como verificación de la imagen negativa forjada en el exterior y remozada en las campañas de prensa orquestadas en Norteamérica en los días de su enfrentamiento con España. Esos dos artistas son el vasco Zuloaga y el santanderino reciclado en Madrid Gutiérrez Solana.

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El primero, Zuloaga, muy estrechamente ligado al mundo artístico e intelectual de París, atenido a la mejor tradición realista del siglo de oro, la de El Greco, Velázquez, Ribera, pasando por Goya, ha sido considerado como el pintor noventaiochista por antonomasia, pero conviene no olvidar que ya en su tiempo alguno de los destacados miembros de la famosa generación literaria mostraría su rechazo al artista, acusándole de brindar a su mercado exterior, francés sobre todo, la imagen de España que más allá de nuestras fronteras se quería ver y que suponía una versión demasiado negativa de lo propio. Y no deja de ser sorprendente que esa crítica procediese de Azorín, tan próximo al zuloaguismo, sin embargo, en las páginas de su libro Castilla.

Pienso que, dejando aparte lo indiscutible, la espléndida calidad de su arte, no puede negarse, en efecto, una cierta proclividad al exhibicionismo negativo en cuadros de Zuloaga como El Cristo de la Sangre que bien pudieran presentarse como cartel anunciador de cualquier obra relativa, no ya al 98, sino a la tradicional leyenda negra, o como La víctima de la fiesta, el recurso al tópico de la fiesta nacional entendida como espectáculo bárbaro -por entonces muy justificado sin duda, precisamente por el horror que suponía la suerte de varas, con los pobres jamelgos sin protección alguna-. Por lo demás, los espléndidos paisajes castellanos de Zuloaga tienen el mismo carácter eminentemente subjetivo que las versiones de Castilla tan repetidas en la prosa y en la poesía de los escritores coetáneos.

Lo que hay de artificio, de efecto buscado, de cartel denunciador en los espléndidos cuadros de Zuloaga, es en cambio en el arte de Solana expresión desgarrada de esa desolación muda, profundamente sentida, en que el 98 sumió a la sociedad española tras el desastre. Los cuadros del pintor cántabro son insuperable reflejo del pesimismo del 98 que de momento sólo deja ver el aspecto más sombrío y sórdido de una realidad contemplada, como observaría Marañón, «con ojos de insecto». Solana aporta, desde el punto de vista técnico, la más perfecta versión del expresionismo, un expresionismo a la española que tiene muy presentes como punto de referencia las Pinturas negras de Goya.

Expresionista es también el más grande pintor catalán, desde mi punto de vista, de esta época, Isidro Nonell, que por cierto ha recogido   —25→   asimismo en conmovedores apuntes la patética imagen de los repatriados que llegan como resaca de la tragedia ultramarina a los puertos catalanes en el 99. Podían ser una perfecta ilustración para el texto de Rubén Darío al que me he referido antes. Pero Nonell acota, en sus cuadros de gitanas y mendigos, sus modelos en un sector que deja muy definidamente señalado como un sector marginal, mientras que Solana parece universalizar su visión en un mundo degradado, el de los prostíbulos, el de la alegría falsa de los carnavales barriobajeros, el de los ambientes de una miseria humana sin posible redención material ni espiritual, tal como se nos ofrece en la que, para mí, es su obra maestra por antonomasia, el cuadro Los caídos, conservado en el Museo de Buenos Aires. No hay contraste mayor para este inframundo de Solana que el que brinda el estallido de vital optimismo de la sana humanidad de Sorolla: la versión de un café cantante en el artista santanderino y la del mismo tema en el pintor valenciano; la del puerto de pescadores de Solana y las escenas de pesca y playa de Sorolla.

En efecto, en el impresionismo de la luz podemos identificar la otra cara de la España de entre siglos, la que desde la experiencia dolorosa del desastre reacciona en un esfuerzo de regeneración no rupturista a través del intento de los grandes políticos de comienzo de siglo, un Maura desde la derecha, un Canalejas desde la izquierda, o desde el impulso ilusionado del joven rey Alfonso XIII, con el afán de dignificar la imagen de España, sus reservas de energía y vitalidad explícitas en la soleada alegría del paisaje levantino.

Es algo más que anécdota la cruzada pictórica emprendida por Sorolla en su ciclópeo ciclo pictórico para la Hispanic Society de Nueva York. En 1909, habían coincidido las dos facetas de la nueva pintura española en el inmenso mercado norteamericano. En los Estados Unidos, reciente como estaba la guerra, y antes y con ella, la campaña de descrédito y de mala imagen montada por la famosa prensa amarilla, la visión de España según Zuloaga o según Sorolla suponía o una confirmación de la imagen convencional que prevaleció en el fin de siglo o un mentís en el despliegue de la versión limpia, deslumbrante, del objetivismo sorollesco. Cuando ambos coincidieron invitados por el hispanista Archer Huntington en sendas exposiciones celebradas en 1909 en la ciudad de Nueva York, el máximo éxito correspondió a Sorolla, porque cuanto su arte reflejaba era una   —26→   sorpresa y una sorpresa grata; aunque Zuloaga fuese asimismo admirado y halagado por la crítica. Pero fue Sorolla el pintor elegido por Huntington para que decorase la espléndida institución que acababa de fundar en el corazón de Nueva York, con una serie de paneles de gran tamaño que debían desplegar la imagen variada y sugestiva de España en sus facetas regionales, como una reivindicación en el mismo país que acababa de atacarla y humillarla, como una permanente promesa hacia el porvenir, garantizada en sus frutos de la tierra y del mar, en sus fiestas, en la fortaleza y la vitalidad de sus gentes.

Así pues, el reflejo del 98, un examen de conciencia nacional, una imagen pesimista y crítica de la realidad en torno, halla ahora su contrapartida en una invitación al optimismo que bien cabe entender como estímulo regeneracionista inspirado por los valores esenciales de la raza, tal como los había invocado en un poema famoso la voz de un poeta que nos llegaba precisamente de Hispanoamérica. Pero aún quedaba en reserva la expresión estética de otro regeneracionismo, un regeneracionismo rupturista, en paralelo con el que políticamente hablando iba a desplegarse en la vida nacional a partir de los años veinte. Es el que asentado en París, va a convertirse en centro de las corrientes artísticas de Europa a través de dos figuras asimismo excepcionales pero que van a romper todos los moldes vigentes, la del madrileño Juan Gris y la del malagueño Picasso. Muy significativamente se cierra así, con ellos, ese ciclo excepcional en la cultura de nuestro país que arrancando de las tristezas del fin del siglo aflora como una creación a un mismo tiempo española y universal en conexión con las dos preclaras generaciones intelectuales del 14 y del 27.