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ArribaAbajoLas generaciones intelectuales y el espíritu del 98

Amando de Miguel



Catedrático de Sociología de la Universidad
Complutense de Madrid

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Presentación

Tenemos con nosotros esta tarde a Amando de Miguel, siendo para mí una gran satisfacción el presentarle, aunque es de sobra conocido por todos ustedes ya que Amando de Miguel goza de ese privilegio de intervenir en la televisión, de hablar por la radio y de poderle leer en los periódicos. Es sin duda una de las personas más capacitadas para reflexionar no solamente sobre el tema de hoy, sino en general sobre cualquier aspecto de la sociedad española, ya que su trayectoria profesional se ha movido entre datos, encuestas, números y cuadros estadísticos, analizando con detalle el cúmulo de conductas, actividades, sentimientos, valores y otro tipo, numerosos tipos de perfiles de los españoles.

Desde los primeros informes Foessa de 1966 y 1970 hasta el último informe publicado en este año, correspondiente al 95-96 de la sociedad española, Amando de Miguel, dirigiendo un grupo de especialistas, de investigadores, sociólogos, viene observando nuestros comportamientos, estilos, ritmos de vida, aficiones, valoración de organizaciones políticas, sociales, etc. Por lo tanto, podemos considerar a Amando de Miguel que está en condiciones de conocer muy bien la sociedad española y emitir un juicio sobre ella.

Él ha declarado recientemente que la sociedad española es muy inteligente y móvil pero también desesperada y pesimista. Este pesimismo español, que es uno de los temas claves que ha venido trabajando en sus numerosos trabajos Amando de Miguel, en el que se detiene especialmente en su último libro Autobiografía de los españoles, señala que él mismo pertenece a la camada de los pesimistas caracterológicos aunque no es nada, señala, comparado con lo que nos rodea por todas las partes.

Precisamente sobre el pesimismo español, de cara al Centenario 1898-1998, está dirigiendo un ambicioso proyecto auspiciado por nuestra Fundación. Proyecto que se propone auscultar el actual sistema de valores de los españoles y más particularmente de los que propician una visión pesimista del orden social. La hipótesis central de esta investigación es que las ideas pesimistas que nutren las generaciones intelectuales del 98 en gran parte están todavía vigentes. Estamos en la Fundación muy ilusionados con los resultados de este trabajo, de este proyecto, que pretende generar y sustentar las bases de un espíritu participativo que debe inspirar toda empresa económica, artística y cultural.

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Por último, hay que hacer una labor de síntesis por condensar su curriculum: doctor en Ciencias Políticas con premio extraordinario; estudió Sociología en la Universidad de Columbia, en Nueva York; ha sido profesor visitante en las Universidades de Yale y Florida, en el Colegio de México; es diplomado por la Escuela de Organización Industrial de Madrid; ha tenido responsabilidades directas en empresas del mundo editorial y sociológico. Aunque su dedicación básica ha sido en el mundo universitario, como catedrático en Valencia, en Barcelona, y, desde 1983 catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Colabora habitualmente en el diario ABC y en la cadena COPE, y es autor de nada más y nada menos de sesenta libros. No se los voy a decir todos, obviamente, pero entre los que destacan La perversión del lenguaje, España oculta, que fue Premio Espasa de ensayo en 1988, Cien años de urbanidad, y los más recientes La España de nuestros abuelos, La estructura social y el sector de los servicios en Castilla-León, Con sentido común, Manual del perfecto sociólogo y el que he citado anteriormente, Autobiografía de los españoles.

Javier Aguado
Director Gerente de la Fundación Central Hispano



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Conferencia

No hay ningún misterio en el esquema de la sucesión de las generaciones. La experiencia indica, simplemente, que cada 30 años (el lapso que separa a padres e hijos) se produce un acontecimiento político o cultural que agita la corriente de la Historia. Empezamos con la fecha de 1875 que estrena el nuevo régimen de la Restauración y el fin de la guerra carlista. Los primeros 30 años del nuevo régimen, hasta 1905, son de pacífica convivencia de los españoles (por lo menos relativamente a los sobresaltos del pasado). Entre esas fechas tiene lugar un poderoso fermento cultural del que destacamos dos episodios: (1) Lo que se llamó la «generación de 1898», un grupo muy pequeño de los primeros que recibieron el nombre de intelectuales: Ganivet, Unamuno, Azorín, Baroja, Maeztu, entre otros. (2) La corriente de los publicistas, menos literaria y más política, que integran el regeneracionismo: Costa, Picavea y Morote, como más representativos. Los regeneracionistas son un poco anteriores a los del 98 en sentido estricto, y además son mucho menos longevos. La diferencia fundamental es que los del 98 fueron verdaderos artífices de la lengua. Pero ambos grupos son igualmente pesimistas. Ésta es la simiente de la floresta de ideas que va a llenar todo el siglo.

En realidad, la «generación del 98» madura sus ideas hasta la fecha convencional de 1905. En esa fecha publica Unamuno su Vida de don Quijote y Sancho. Antes había sacado En torno al casticismo (1902). Sus dos primeras novelas son Paz en la guerra (1897) y Amor y pedagogía (1902). Azorín publica su antología programática (La Voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo) entre 1902 y 1904. Al año siguiente sale el volumen de Los pueblos. Baroja escribe Camino de perfección en 1902 y la trilogía de La lucha por la vida en 1904 y 1905. Como puede verse por esa cadencia de obras, la generación del 98 tendría que ser más bien la de 1905, la fecha en que comienzan a ser verdaderamente influyentes. Pero la fecha de 1898 es la que ha quedado como simbólica.

Si sumamos lapsos sucesivos de 30 años a la fecha de 1905 tenemos las de 1936, 1968 y 1998. Marcan muy bien el apogeo de los intelectuales que van a ser los «hijos del 98», los que constituyen el franquismo (o la oposición), y los de la democracia. De una forma   —54→   esquemática se establece así el ciclo de las últimas cuatro generaciones. La actual sería la de los biznietos del 98:

Esquema de las generaciones en el último siglo
Fechas liminaresNúmero de años entre fechasGeneraciones entre fechas
1875
190530Generación del 98, regeneracionistas
193631Hijos del 98
196832Franquismo y oposición
199830Transición democrática

La fecha de 1905 marca el final de la primera generación del período que llamamos Restauración. En torno a esa circunstancia se van a dar los rasgos de pesimismo y resentimiento que van a registrarse un siglo después. En el origen se trata de un rasgo de un grupo de intelectuales, pero sus ideas llegan a calar como parte de la mentalidad de la nación entera. Después de un siglo de intensas transformaciones habrá que ver qué es lo que permanece de esa inicial mentalidad desengañada.

Hay una cautela de método que tenemos que despejar antes de seguir adelante. La España de hace un siglo representaba una sociedad mayormente analfabeta, aunque empezaba a notarse la eclosión de una formidable pléyade cultural. Ante ese contraste, cabe preguntarse cómo es que pueden influir los intelectuales sobre la masa inculta. Influyen, eso es lo cierto. Las ideas y las imágenes de los escritores acaban siendo asimiladas como lugares comunes, creencias mostrencas. Precisamente nuestra hipótesis más general es que el estado de opinión de los españoles actuales responde a las ideas que transmitieron los intelectuales de hace un siglo o algo menos. Por eso hay que estudiar ese período inmediatamente posterior a 1898. No puede ser sólo un menester de historiadores.

Nótese que, para nosotros, la unidad generacional no se refiere tanto a personas como a las obras que producen o que influyen. Lo   —55→   fundamental es que ese racimo de obras coincida en una zona de fechas que define un momento político peculiar. De momento, nuestro interés se centra en el período 1875-1905, extraordinariamente significativo para la vida española posterior. Concluye la larga época imperial y se abre una vigorosa expansión cultural y económica. La fecha central de 1898 es el símbolo de la generación de intelectuales de ese nombre.

No vamos a reproducir aquí la penosa disquisición sobre si existe o no la generación del 98, y, en caso de existir, quiénes la componen. Todavía es más huera la discusión de cómo han de ser llamados esos primeros intelectuales por derecho histórico propio. Son, sin duda, los escritores más influyentes de los últimos siglos, así como suena. Pero no les une ni la coincidencia de fechas de su empadronamiento, ni tampoco el mismo estilo, ni siquiera parecidas costumbres literarias o similares gustos. Se definen no por el origen, sino por el destino. Simplemente han pasado a la historia por dado a ésta una amorosa preocupación por la cultura española con el talante peculiar de la amargura. Por eso parece claro que Unamuno, por españolista y por pesimista, es la cabeza de ese grupo, que realmente no lo fue, ni el de Salamanca admitió el caudillaje. Los científicos de la literatura coinciden en señalar que Larra y Nietzsche son los mentores espirituales de los del 98. Ganivet aparece como el adelantado o precursor. Pues bien Larra, y Ganivet se suicidan, mientras que Nietzsche acaba su vida en un manicomio. ¿Cabe mayor desánimo? Lo fundamental es que los del 98 no constituyeron un grupo real en su tiempo, pero sí en el posterior, hasta llegar al nuestro. Dejaron tras de ellos el rastro del pesimismo.

La etiqueta «generación del 98» la estampa Azorín en 1913. Se incluye él mismo junto a un grupo de jóvenes tertulianos, críticos y periodistas que empezaban a remover las aguas literarias a fines del siglo. La forman, junto al alicantino, Unamuno, Pío Baroja, Maeztu, Rubén Darío, Valle-Inclán y Benavente. Luis S. Granjel considera más justo que ese grupo se rotule como la «promoción literaria de la Regencia [de María Cristina]» (Granjel, 81:234). A la que se sumarían otras figuras, como Joaquín Dicenta, Silverio Lanza, Luis Ruiz Contreras, Manuel Bueno, Ángel Ganivet, los hermanos Antonio y Manuel Machado, Felipe Trigo o Vicente Blasco Ibáñez. Realmente la nómina es egregia por la calidad de las obras y la influencia de los   —56→   personajes. Es una verdadera condensación de espíritu creador, que todavía habría que completar con las de los publicistas del llamado «regeneracionismo», con Costa a la cabeza.

Es un lugar común la observación de que la palabra intelectual, como sustantivo, se origina en Francia a partir del asunto Dreyfus y del famoso artículo de Zola. La fecha de todo ello es 1898. No obstante, hay constancia de que en 1896 Unamuno recurre a la palabra intelectual con el mismo preciso significado que iba a tener en Francia. En 1897 Maeztu emplea ese mismo vocablo con idéntico sentido (Inman Fox, 88:19). Lo que ocurre es que la fecha de 1898 acumula una gran carga simbólica, no sólo por el episodio de Dreyfus en Francia, sino por el fin de la guerra de Cuba. En realidad, lo que se llamó el Desastre fue verdaderamente la salida de una animada carrera tanto económica como cultural.

Un estímulo cultural más significativo que el Desastre del 98 es el estreno de Electra, la obra anticlerical de Galdós, en 1901. Es ahí donde confluyen, de forma notoria, las preocupaciones ideológicas de los hombres que luego hemos dado en llamar del 98. En 1901 coinciden Baroja, Maeztu y Azorín en sendas críticas elogiosas de la obra galdosiana. La consideran como el despertar de una «nueva religión» -dice Azorín-, la de la ciencia y la industria, una especie de estadio positivo que viene a superar al teológico o tradicional (Inman Fox, 88: passim). La fecha de 1898 viene a ser el punto medio entre los estrenos de dos sonoras obras de teatro, Juan José (1895) y Electra (1901). Ese intervalo es el verdadero estímulo de lo que daría en llamarse la generación del 98 con tanta impropiedad como éxito de nomenclatura. Bien miradas las fechas, tendríamos que hablar de la generación de principios del siglo XX. La idea la han propuesto algunos científicos de la literatura, pero no ha cuajado. Esto de las etiquetas es siempre un misterio.

Ganivet se refiere con ironía a los ciclos de mestizaje de la cultura española: el período hispano-romano, el hispano-visigótico, el hispano-árabe, el hispano-colonial. «Pero no hemos tenido un período español puro», que el granadino avizora como el que va a suceder a la larga época de metrópoli colonial. «La lógica de la Historia exige que lo tengamos y que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores» (Ganivet, 96:165). He aquí el manifiesto o programa de lo que iba a ser la generación del 98. Ese «nosotros» equivale a la primera   —57→   cohorte de intelectuales propiamente dichos. Ganivet muere prematuramente en 1897, pero los demás miembros del grupo, jóvenes entonces, van a ser muy productivos y longevos.

El bautista de la expresión «generación del 98», Azorín, publica centenares de artículos ideológicos entre 1895 y 1904. Todavía era simplemente José Martínez Ruiz, se inclinaba del lado anarquista y no le preocupaba mucho la estética. Curiosamente, esos primeros artículos, de índole más social (o «sociológica», como entonces se decía) no los incluyó después en sus Obras más o menos completas o escogidas (Inman Fox, 88:44).

Julián Marías propone la provocativa suposición de que «la generación del 98 es aquella con la que empieza nuestro tiempo», el de todo el siglo español actual. No acaba propiamente en 1936, sino que «se prolonga hasta nuestros días, los del final del siglo» (Marías, 93:57). Se trata de una incitación para nuestro trabajo. El cual se propone demostrar que, efectivamente, lo que podemos llamar hoy «nuestro tiempo» es la apropiación masiva de las preocupaciones de los hombres de 1898.

Julián Marías observa un hecho verdaderamente intrigante: «La influencia real de los autores de la generación del 98 ha sido desproporcionada con lo que fue, mientras vivían, su importancia social, que nunca fue excesiva» (Marías, 93:71). El anómalo hecho se explica porque la «generación del 98» no fue tanto un grupito de intelectuales, escritores o científicos, como un modo de ver las cosas que empezó con ellos. Esa especial manera de ver el mundo fue permeando a través de diversas capas sociales año tras año hasta el tiempo actual. Por eso el asombro de Marías, y de cualquier observador, respecto a lo «extrañamente vivos» que siguen los autores del 98 (p. 72). Habrá que explicar por qué.

Con todo, nuestra impresión es que Julián Marías avanza esa extraordinaria intuición de que «nuestro tiempo» empieza hace un siglo. Pero exagera quizá la escala de calidad y de influencia que alcanza entonces la cultura española. Concretamente, sostiene Marías que los escritores más renombrados de entonces (Unamuno, Menéndez Pidal, Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Antonio Machado) no son inferiores a los de cualquier país europeo de entonces. «Sabían tanto como sus equivalentes europeos más ilustres... Tenían un horizonte mucho más amplio; y, por si faltaba poco, poseían lo español,   —58→   cuyo desconocimiento en el extranjero era general» (Marías, 93:76). Francamente, este entusiasmo españolista no se corresponde con los hechos. Desde luego es muy difícil calibrar la calidad de unos u otros autores, incluso su capacidad de difusión o influencia. Podemos aproximarnos a esa medición con la extensión de las entradas que otorga a esas figuras la actual The New Encyclopaedia Britannica (Macropaedia). La compensación debe hacerse con otras figuras aproximadamente coetáneas a las del 98 español, pero que no sean de habla inglesa, para evitar el lógico sesgo cultural de la Britannica. Pues bien, los personajes citados por Marías sólo requieren textos de media columna, con la excepción de Azorín que llega a una columna. En cambio, Benedetto Croce recibe tres columnas, mientras que Frank Kafka, Thomas Mann, Luigi Pirandello o Marcel Proust reciben cuatro columnas cada uno. Insistimos en que se trata de autores de lengua no inglesa, coetáneos de los españoles de la generación del 98 y desde luego mucho más influyentes que los españoles. La comparación que hacemos es muy elemental, pero suficiente para demostrar que esas cimas de la generación del 98 lo son sólo para el mapa de España. Podríamos manejar otros ejemplos y el resultado sería el mismo, si no más desolador. El vigente The Oxford Encyclopedic English Dictionary no dedica ni una sola línea a los autores españoles citados, mientras que recoge todos los europeos referidos. Cierto que se trata de un texto menos completo que la Macropaedia. Su público es más popular y, por ese lado, no cabe concederle tanta influencia como a la Britannica. Se trata de una ilustración del escaso reconocimiento que reciben nuestros intelectuales del 98 allende las fronteras patrias. Esto no quita para que su influencia interior haya sido inmensa. Lo que prueba, indirectamente, que la cultura española contemporánea ha vivido bastante aislada del tronco europeo.

Tampoco es muy aceptable la explicación que da Marías del tono pesimista que transmiten las «cimas» antes citadas. Se deriva, según el filósofo, de que esas figuras eran conscientes de que «no tenían nada que envidiar a sus semejantes del resto de Europa». Pero, por eso mismo, «se daban cuenta de que el conjunto del país [España] no era comparable a los cuatro o cinco que daban la medida de Europa» (p. 76). La verdad es que ellos mismos, como vemos, resultan incomparables con las figuras equivalentes de esos otros países de Europa. Nótese, además, que nos referimos fundamentalmente a escritores,   —59→   que tienen un peso equivalente de país a país. Si el contraste se hiciera entre científicos de distintos países, el resultado sería todavía más pobre para la cultura española. Tendríamos que citar a los hermanos Wright, los hermanos Lumière, el matrimonio Curie, Marconi, Edison, Einstein, Freud o Weber, por señalar algunos a voleo. Hay que ser realistas. Precisamente, esa falta de realismo, en otro orden, es lo que llevó a la sorpresa del «desastre» bélico de 1898. Los periódicos españoles de entonces, propiedad de políticos todos ellos, intentaron convencer al público de que la potencia militar de España era muy superior a la de Estados Unidos. Así nos fue.

Lo que sí convenimos con Marías es que la influencia de los intelectuales de fines del siglo pasado ha ido creciendo con el tiempo. Pero particularmente respecto a las posteriores generaciones intelectuales y políticas (tan emparentadas) de España. Ha transcurrido un siglo y ahora lo podemos certificar con propiedad. Precisamente esta es la raíz de la investigación que aquí se plantea. En un artículo reciente («La España posible», ABC, 29 de mayo, 1997), Marías nos proporciona un provocativo estímulo. Señala misterioso: «La lección más valiosa que podemos extraer del centenario del 98 es lo que los rencorosos y resentidos no perdonan a aquellos escritores que tienen la insolencia de seguir vivos después de tantos años». Se refiere quizá a los grandes escritores del 98, a los longevos como Azorín, que tanto han marcado a nuestro filósofo. O acaso esté pensando en él mismo, como una especie de reencarnación de los viejos maestros. Nótese la pirueta del razonamiento: son los españoles actuales quienes expresan resentimiento y rencor respecto a las figuras del 98 o quizá sus biznietos. Es una manera de reconocer que han sido sobremanera influyentes, por lo menos dentro de España y para las clases instruidas.

Miguel de Unamuno (1864-1936) ha visto muy bien ese carácter de influencia difusa de un autor, que se reafirma cuando ya ni siquiera se hace explícito su nombre. «Cuando no se pronuncia ya el nombre de un escritor es cuando más influye en su pueblo, desparramado y enfusado su espíritu en los espíritus de los que le leyeran, mientras que se les citaba cuando sus dichos y pensamientos, por chocar con los corrientes, necesitaban garantía de nombre» (Unamuno, 13:53). El principio se puede aplicar al mismo rector de Salamanca y al resto de los hombres del 98. Se han leído tanto que al final influyen en el modo de ver el mundo de los últimos lectores,   —60→   incluso de los que ya no los han leído. De esa forma, como más adelante veremos, el modo que tiene Unamuno de entender el rasgo de la envidia de los españoles nos sirve para caracterizar la sociedad española actual.

Unamuno tiene conciencia de lo que podríamos llamar el carrusel de las generaciones, la sutil alianza o sutura entre abuelos y nietos. «Acaso en nosotros, los del 98, resucitaron los [liberales] de 18-36, como en estos de ahora [los de la II República] los de 1868. ¿Resucitaremos en los de 1970?» (Unamuno, 45:64). Desde luego que sí. No hay más que repasar los escritos de Marías, Aranguren o Tierno (intensamente productivas hacia 1970) para darnos cuenta de esa reencarnación. La cual se aposenta en el modo que tienen los españoles actuales de ver el mundo y de actuar en él. No otra cosa es el efecto de las obras de los intelectuales.

La generación del 98, en su sentido más amplio, acusa un rasgo sustantivo: es la primera cohorte de escritores que es verdaderamente sensible a lo popular. Pueblo en castellano es tanto el conjunto de los habitantes de un territorio o de un lugar como ese mismo lugar cuando es rural. Es una observación que hace Pitt-Rivers. De modo más sutil, lo popular es también el estrato humilde de la población de las ciudades. Los tres sentidos se juntan en el descubrimiento de lo popular por parte de los escritores de hace un siglo. Tendremos ocasión de comprobarlo.

El enaltecimiento de lo popular en el tercer sentido (las clases humildes de la ciudad), se revela a través del drama Juan José, de Joaquín Dicenta (1862-1917), estrenado en 1895. Es la obra dramática que más se ha representado en España, después del Tenorio, aunque resulte inexplicable el olvido en el que lo sepultó la cultura oficial del franquismo. Menos explicación tiene que ni siquiera el centenario de esa obra haya tenido el menor eco. Y sin embargo, hasta la guerra civil se representó cien mil veces (datos controlados por la Sociedad de Autores, la cual, por cierto, es obra de Dicenta). No es sólo el descubrimiento de lo popular. Juan José significa un toque de atención sobre el carácter general de algunos vicios: la envidia, el resentimiento, los celos, la violencia. Es, pues, una obra muy característica de la mentalidad que se asigna al movimiento del 98, en la que incluso se representa ya la idea de las dos Españas. La magistral creación del personaje principal es Juan José, un albañil en paro,   —61→   resentido por espurio, celoso y violento. La obra de Joaquín Dicenta es pareja con el descubrimiento del lenguaje popular madrileño que transmiten las primeras obras del alicantino Carlos Arniches (1866): El Santo de la Isidra (1898) y El puñao de rosas (1902). No es casualidad que Arniches y Dicenta fueran condiscípulos en el bachillerato. El precedente había sido La verbena de la Paloma (1894), de Ricardo de la Vega (1839-1910) (este sí fue madrileño de nación), aunque sin el carácter de reivindicación social que iba a tener el Juan José. Más adelante veremos algunos reflejos de ese drama.

Para José-Carlos Mainer la clave de «lo noventaiochesco» está en «la convicción de que el problema de España es más moral que político». Esta es una idea del ala radical del 98, el grupo de Germinal que agrupa a Dicenta (el primer) Valle-Inclán, Trigo y Blasco Ibáñez, entre otros. «Aunaron repetidas veces erotismos decadentes, fragancias parisienses, dandismos personales, voluntarismos nieztscheanos y protestas revolucionarias» (Mainer, 72:37). Realmente la consideración moral de los problemas políticos es la divisa común de los intelectuales del 98, en su sentido más amplio, incluidos los regeneracionistas.

Aunque hablamos de la «generación del 98», hay que precisar que, en un sentido mucho más amplio, habría que añadir el grupo complementario de los «regeneracionistas». Lo hemos apuntado ya. Vamos a desarrollarlo un poco más.

El regeneracionismo no es una escuela, ni una doctrina, mucho menos un partido. Se trata más bien de una mentalidad, esto es, una difusa manera de ver el mundo, en este caso la parte española. Nacida a finales del siglo XIX, constituye la mentalidad más influyente en la política del siglo XX. Su rasgo fundamental es el pesimismo, en su más amplio sentido, con sus diversas manifestaciones, asociadas al resentimiento, si bien voluntarista, con afán de cambio. Se puede demostrar que en la actual sociedad española hay abundantes trazas de resentimiento y de pesimismo, como tendremos ocasión de ver. Cierto que ninguna sociedad está exenta de estos rasgos, aunque suponemos que su peso varía en cada una. Sea como fuere, como españoles nos interesan el pesimismo y el resentimiento propios. No se vaya a pensar, no obstante, que esas posturas negativas sean un mal absoluto. De entrada, al menos, constituyen un paso adelante   —62→   como formas de integración social que tratan de superar el estadio de violencia. Son, así pues, un síntoma de modernización, aunque todavía embrionaria y dificultosa.

Antes de demostrar la presencia de altas dosis de pesimismo y resentimiento en la sociedad española, conviene ir a la fuente misma del regeneracionismo. Nos referimos a la época en que constituía una escuela o una doctrina, a finales del siglo XIX. Sus representantes están cerca del laicismo y la austeridad de la Institución libre de Enseñanza. Su influencia hubiera sido fugaz de no haber coincidido con un suceso histórico de gran relieve: el Desastre por antonomasia, la derrota frente a los Estados Unidos en 1898. De no ser por esta y otras contingencias históricas, el regeneracionismo quizá se hubiera quedado en la simple pedagogía de un Giner de los Ríos. Claro que hay que añadir otro hecho fortuito aún más decisivo. En torno a esa fecha comienza a bullir el primer grupo de verdaderos intelectuales que ha habido en España, la generación del 98 (Unamuno, Baroja y Azorín, junto a otros). En principio poco tienen que ver con los que propiamente son los auténticos regeneracionistas (Costa, Macías, Picavea y Morote, entre otros). Son estilos de pensamiento algo distintos, y sobre todo difieren en el plano estético. Los del 98, en sentido estricto, dan un vuelco a la lengua castellana -la culta- que desde entonces se escribe como esos intelectuales decidieron que tenía que hacerse. Este hecho da a los del 98 una ingente capacidad de resonancia. Sucede además que Unamuno, Baroja y Azorín -entre otros- participan de las expresiones de pesimismo y resentimiento que inicialmente distinguen a los primeros regeneracionistas. Ambas corrientes multiplican su fuerza respectiva. De tal forma que, al final, se convierten en el caudal de ideas y de estilo más influyente del siglo XX español. De forma expresa, las propuestas regeneracionistas (incluso con ese título) los emplean los conservadores y liberales de la Restauración (Silvela o Canalejas, por ejemplo). Pero también las hacen suyas Miguel Primo de Rivera, Azaña, Franco, Suárez, González y Aznar. Es decir, tiñen políticamente todo el siglo. Curiosamente, el regeneracionismo empieza por ser la bandera de los críticos respecto a los regímenes de turno. Pero los nuevos gobernantes hacen suyos los símbolos de las reivindicaciones regeneracionistas. Desde luego, esto es así en el caso del PSOE que llega al poder en 1982. Alfonso   —63→   Guerra califica a ese ímpetu de «voluntad regeneracionista» que cierra la transición (Gutiérrez, 89:194).

Por su parte, la manera de ver el mundo, y sobre todo de describirlo, que tienen los del 98, influye decisivamente en las siguientes generaciones de intelectuales, desde Ortega y Gasset a Aranguren. A los que se añaden los numerosos afines y colaterales de uno y otro. Por todo ello, si no se entiende bien lo que ha sido el hontanar de esa doble corriente, regeneracionismo y generación del 98, no se puede comprender la España actual. Nos referimos al plano de las mentalidades, pero no sólo al que distingue a los escritores.

El enlace entre la generación del 98 y las siguientes, las que llegan hasta nuestros días, lo establece generosamente José Ortega y Gasset (1883-1955). Es el autor español más influyente de este siglo. No sólo eso. Es el primero que entiende verdaderamente a los del 98 como generación y él mismo actúa con la conciencia expresa de pertenecer a una generación. Se suele citar la conferencia «Vieja y nueva política» (1914) como el inicio de la generación orteguiana. Tenía entonces el filósofo 31 años, una edad adecuada para hablar de generaciones. Con cierta coquetería, nuestro hombre dice saberse «en el medio del camino de su vida» (Ortega, 14:268). La conferencia intenta ser un rechazo de los intelectuales y los políticos de la Restauración, pero no lo consigue del todo, aparte de los excesos retóricos. Precisamente por ellos se colige que este texto debe mucho a los hombres del 98, en su más amplio sentido, singularmente a Costa. Es costista hasta en el argumento de abominar la España oficial para constituir no un partido, sino una especie de movimiento cívico, en este caso la Liga de Educación Política Española. El punto de partida es tan del 98 y tan regeneracionista como «el dolor de España». Se suscita con una cierta sensación de adanismo. Prescindimos de las frases rimbombantes para dar cuenta del argumento. Se refiere a los componentes de la Liga, muy por delante de él mismo. «Se trata de una generación... que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898... una generación, acaso la primera, que... al escuchar la palabra España... meramente siente, y esto que siente es dolor» (p. 268).

La generación del 98 transmite la noción del problema de España como una actitud patética. Es un sentimiento que llega mucho después hasta Ortega y Gasset, José Antonio Primo de Rivera y Pedro Laín. No es privativo de la actitud conservadora. Lo expresa un político   —64→   de esencias republicanas como Álvaro de Albornoz: «Es preciso que el problema de España sea en nosotros, no una abstracción en la cabeza, sino un gran dolor y un ansia muy viva en el corazón» (De Albornoz, 21:154). Lo mismo podría haber dicho Salvador de Madariaga, otro excelso representante de la oposición exterior a Franco. Aunque pueda parecer vitalista, esa actitud es resueltamente pesimista. Como lo es el pensamiento que circula durante los primeros tiempos del franquismo. Se intenta renegar del siglo de «incuria liberal» (la frase es un estereotipo de los que redactaban los discursos del Caudillo). No puede ser más descorazonadora la idea de que ese siglo XIX. Es como si no hubiera existido. Escribe el joven Laín Entralgo: «Ese siglo XIX no ha sido nuestro. O, si se quiere,... nosotros no hemos sido suyos. La verdad radical es que España no ha existido históricamente en todo el Ochocientos, y, si se me apura, desde Carlos IV» (Laín, 43:21). La operación de amnesia deliberada se exagera todavía más. Diez años más tarde otro intelectual sostiene que «la última vida española», es decir, los últimos «doscientos años» se reducen a «miseria, amargura, envidia y rencor» (Ruiz García, 53:92).

La idea de que España («sin pulso») ha dejado de existir puede parecer exagerada, y lo es, claro está, pero no es nueva. Forma parte de la floresta sentimental del regeneracionismo, consecuente con la metáfora organicista. La emplean mucho los médicos de la época, obsesionados como estaban por la lucha contra las enfermedades venéreas y otras de tipo infeccioso. Escribe uno de ellos a comienzos del siglo: «La sociedad española va desapareciendo porque todos nos vamos exterminando. Una nación de hambrientos y de imbéciles es ingobernable y los ignorantes de levita son los más perjudiciales. Estamos a punto de desaparecer y la historia nos juzgará como una raza de imbéciles» (Martínez Baselgo, 03:410). El diagnóstico no puede ser más atroz, y el pronóstico es la desesperanza misma: «Al cabo de cincuenta años, [los españoles] acabarán muriendo como los pieles rojas en los Estados Unidos... hasta el total exterminio de la raza». Y concluye: «esta manera de morir es propia de imbéciles y degenerados» (p. 417). Es evidente que tales negros augurios no se han cumplido, a pesar del horroroso trámite de la guerra civil. Veamos de adentrarnos un poco más en los orígenes intelectuales del pesimismo español.

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La vida intelectual del largo período de la Restauración ha sido vista desde muchos ángulos. Aquí se va a presentar como dominada por un lacerante pesimismo, que llega hasta nuestros días. Es una actitud que significa renegar de los lentos avances democráticos (para la época). En el fondo hay más; está la duda de que los españoles sean capaces de darse un régimen político democrático. Aunque parezca increíble, es posible encontrar hoy testimonios de algunos hombres públicos con la tesis de que «todavía esto no es una democracia». Estos lamentos se producen a lo largo de un dilatado período que, respecto al pasado, significa un notable grado de transformación de la sociedad española. Por eso mismo resultan tan llamativos. Una de dos, o los españoles son muy exigentes o su capacidad de observación es muy menguada.

Hay que explorar el fundamento cultural de ese pesimismo que, visto así, sería como una especie de constante cultural. Tampoco es que sea nada genético o consustancial con un hipotético «carácter nacional». Su origen se puede detectar en los sucesos de hace un siglo, los que culminaron con el llamado Desastre. No fue sólo, ni fundamentalmente, la derrota de la guerra de Cuba. Fue sobre todo la sensación de fracaso de un régimen político y hasta de una «raza», como se decía entonces. Por eso se habla de «regeneracionismo». El fermento surgió de la primera camada de intelectuales, llamados así por primera vez, los del 98. Hay que sumar esa acción a la de los generacionistas, contemporáneos y en parte coetáneos. Su influencia ha sido inmensa, llega hasta nosotros y es la que explica, como una especie de «eco cósmico», el pesimismo actual. No es sólo que esos intelectuales fueran la personificación de la amargura, sino que se ocuparon de analizar ese fenómeno con cabal intuición. Lo extraordinario del caso es que la gran «generación pesimista» -la de los primeros lustros del siglo XX- coincide objetivamente con un momento esplendoroso desde el punto de vista de la creación artística, y bonancible de acuerdo con la línea de la coyuntura económica. Es la «edad de plata» en los dos sentidos, cultural y económico. Ahí es donde se demuestra precisamente que los datos de la realidad objetiva no tienen por qué coincidir con el plano de la observación. A su vez, este último se desdobla entre el pesimismo hacia el sujeto que lo emite y el que se proyecta sobre los demás, el conjunto nacional. Cabe distinguir, además, el pesimismo hacia el futuro: las cosas no van a mejorar.

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Hay una cuestión previa de método que por lo menos hay que suscitar. El gremio de los intelectuales aparece como extraordinariamente pesimista, desde luego muy por encima de la población general. Esta falta de representatividad necesita alguna explicación. Hay varias, todas ellas parciales y harto insuficientes. Tengamos en cuenta una característica previa de este gremio de escritores y artistas. Suelen dominar el arte escénico, lo que significa que cultivan el arte de mentir. Recuérdese la extraordinaria importancia que suelen conceder al atuendo (o al cuidado desaliño; es igual) los intelectuales.

El arquetipo de ese dominio ha sido por ejemplo, Enrique Tierno Galván, un intelectual metido a político, lo que suele ser el sueño de muchos «letraheridos». César Alonso de los Ríos ha escrito una original y sugestiva biografía crítica de Tierno (1997). Demuestra el habilísimo empeño que tuvo el «viejo profesor» para ocultar, tergiversar y falsificar su biografía. De tal modo fue así, que realmente estamos ante el caso de un enorme actor. Este ejemplo no es más que la cima de una tendencia más general por la que los intelectuales se muestran como lo que no son. Ahí es donde entra el pesimismo como un rasgo que cultivan de forma deliberada. Les interesa aparecer pesimistas, de la misma forma que el buen predicador tiene que ser apocalíptico o por lo menos enemigo del pecado. Casi llega a identificarse el pesimismo como la marca gremial del hombre de letras. La realidad social o histórica no merecería ser interpretada si pasara por amable y satisfactoria. El intelectual, para serlo, debe aprender a quejarse. Lo que se llama ensayo intelectual suele ser una pieza penetrada por las lamentaciones de todo orden. Un buen ensayo suele ser «contra esto y contra aquello», para citar el título famoso de Unamuno. Quizá no haya otro ejemplo de intelectual más egregio. Pocos habrán cuidado tanto su figura corporal. Realmente se vestía de sí mismo, como Tierno, otro catedrático de Salamanca. Unamuno dominó como nadie el arte escénico de presentar su yo ante los demás.

Hay otra razón biográfica que explica el agudo pesimismo de los intelectuales. Es la que la jerga sociológica llamaría «incongruencia de estatus». Es bien sencillo. Su oficio les da notoriedad, aprecio público, estima social. Esa impresión contrasta muchas veces con la realidad de una vida material más bien incómoda y hasta miserable. Todavía hoy se puede apreciar la relativa modestia del despacho de un profesor universitario con el equivalente de un directivo de una   —67→   gran empresa. La disonancia era todavía mayor a principios del siglo XX. El pesimismo era la proyección de ese sentimiento de «incongruencia». Por eso se producía la reacción pesimista, que consistía en advertir que todo, especialmente lo público, iba mal. Ese mecanismo defensivo se realzaba todavía más al vestirse con la bata blanca del investigador científico.

Según un personaje de la novela Poniente solar, de Manuel Bueno (1874-1936), el hecho de «no sentir la menor ráfaga de pesimismo es el privilegio de los seres cortos o nulos de imaginación» (Bueno, 31:40). Es otra forma de decir que el pesimismo es esencialmente un rasgo intelectual y que hay que cultivarlo. Hay una razón para ello: el pesimista rechaza lo que tiene porque aspira a lo deseable. Ese contraste puede ser un estímulo para la acción. El médico Gregorio Marañón (1887-1960), se refería al «pesimismo creador» de Santiago Ramón y Cajal como una especie de reacción voluntarista frente a la «estulticia oficial» (Marañón, 47:327). Es toda una argumentación regeneracionista, la del pesimismo que podríamos llamar metódico. Maeztu hablaba de «patriotismo crítico», que él derivaba de Costa: se trataba de criticar para poder luego levantar (Marco, 97:160). Lo malo fue que todos ellos se agotaron como zapadores antes de hacer el trabajo de arquitectos.

La pregunta sigue siendo por qué los regeneracionistas y los del 98 son tan especialmente pesimistas, hasta el punto de que esta tacha ha logrado permear la sociedad española durante más de un siglo. Es muy posible que haya rasgos de personalidad en los hombres de la generación del 98 que propendieran al pesimismo, la negrura, la melancolía. Pero sobre todo fue una cuestión que hoy llamaríamos de mercado. Por un tácito método de tanteo, descubrieron esos primeros intelectuales que, siendo pesimistas, tenían éxito. Luego está la circunstancia común de que casi todos provenían de la periferia, esto es, de provincias alejadas de Madrid. Podemos sospechar que llegaron a la capital de España con una imagen de la vida capitalina que luego se vería defraudada. Ese sería otro germen de su melancolía. Algunos salen más tarde a París, entre otras capitales europeas, y allí creen ver el mundo fascinante del que Madrid estaba desprovisto. Pero las raíces del pesimismo intelectual son autóctonas. Lo malo es que no podemos probar la hipótesis retrospectiva -si se puede decir así- de que el estado mental de los españoles del último siglo ha tendido hacia el pesimismo. Sospechamos que les atraía la visión pesimista   —68→   de la vida, digamos que como una táctica de supervivencia. Una sociedad campesina y con escasos recursos cultiva la técnica de «ponerse en lo peor», para que así el contraste con la realidad arroje un resultado soportable. A falta de esa imposible cala retrospectiva en la opinión pública, conviene detenerse en lo que podríamos llamar el pesimismo de los intelectuales. Se supone que es su expresión culminante.




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