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ArribaAbajoRevista literaria


ArribaAbajo I. 2 abril, 1892

Resumen:

El teatro.- Tentativas.- Los cuatro elementos.- Autores (Galdós, Echegaray).- El público.- La crítica.- Los cómicos.- Realidad y El hijo de Don Juan, como ensayos de renovación dramática.


Aunque, por circunstancias que no importa explicar, estas revistas literarias no pueden ordinariamente referirse a la vida del teatro nacional, cuyas novedades aparecen casi exclusivamente en Madrid, no he de pretender convertir esta deficiencia material, inevitable, en sistemático propósito, ni menos he de achacarla a cierto desdén, muy en moda, del género dramático. Por esto, ahora que por vicisitudes que tampoco hay para qué determinar, he podido asistir a varias representaciones -algunas, estrenos- en los teatros de   —2→   la corte, quiero aprovechar la ocasión para decir algo de este género literario, sin duda decadente entre nosotros y en muchas partes, pero que a mi ver no agoniza ni ha dejado de tener arraigada influencia en el gusto del público. No es el teatro, a no ser en manos del genio y en épocas socialmente propicias, el modo literario que refleja lo más delicado y profundo del espíritu estético de un país, pero sí el que habla con más claridad y precisión de las costumbres, del gusto y de otras varias señales de la cultura y del carácter de un pueblo, todas interesantes, no sólo para el crítico de artes, sino más aún para el historiador político y para el sociólogo. Así se explica que llamado en cierta ocasión el Sr. Cánovas del Castillo, estadista sobre todo, a estudiar el teatro español del siglo XVII, volviera principal y casi exclusivamente su atención a considerar los indicios de vida social que en las ficciones de la escena se descubrían para juzgar a los españoles de aquella centuria por las fábulas de sus dramáticos.

El público del teatro es el más fácil de estudiar, el que más se parece a la colectividad política; y por eso en el hábil dramaturgo que quiere, ante todo, agradar a los espectadores, hay algo del político experto en países democráticos; cierta ductilidad, cierta tolerancia con el convencionalismo, una especie de ánimo constante de transigir con   —3→   las preocupaciones generales, y hasta casi casi con la falsedad. Más difícil es, por lo común, comprender el carácter del público de la novela, y más todavía el del público de la verdadera poesía lírica. Si, así como Hennequin quiso que estudiáramos la crítica literaria por su reflejo en lo que llaman los alemanes la psicología del pueblo o política, es posible también estudiar sociología experimental en los gustos literarios y en las producciones poéticas de un país para juzgar del público por las obras que lee o contempla, no cabe duda que tal género de investigación será más fácil y sencillo tratándose de las artes escénicas que de la compleja masa de lectores de novelas, poesías líricas, etcétera, etc. El buen novelista influye también, y mucho, en su pueblo, pero es a la larga, por complicadas incidencias; y en este punto viene a ser al autor dramático lo que el poseedor de las ciencias sociales al político práctico, de acción inmediata sobre su país. En estas revistas ordinariamente se trata de obras que pueden influir en la educación y el destino de nuestro pueblo por relaciones lejanas y poco ostensibles; pero ya que la ocasión se presenta, debemos considerar una vez siquiera ese otro influjo más patente, inmediato, sencillo en su forma, más plástico, del teatro como escuela del gusto y de la reflexión popular. Ni se puede decir en absoluto que el teatro es género   —4→   secundario habiendo sido autores de dramas Esquilo y Sófocles, Shakespeare y Molière, Calderón y Schiller, ni aunque se pudiera demostrar la relativa inferioridad de la escena, sería lícito prescindir de ella al estudiar la literatura y el público de un país determinado. Hoy en España el teatro decae, sí, pero ni muere, ni deja de tener gran interés aun para la suerte de los demás géneros, lo que pasa en las tablas y lo que sienten, piensan y hacen los espectadores.

En esta temporada, me refiero a las semanas últimas, la monotonía de la languidez con que se arrastraba la existencia de nuestro teatro, vino a interrumpirse con ciertos conatos de novedad, de fuerza espontánea que, sea cualquiera su final resultado, merecen atención, aunque sólo fuera como cambio de postura y como resolución de una voluntad y conciencia que parecían dormidas.

De los cuatro elementos que debían contribuir a estos esfuerzos de novedad, o mejor, de renovación, dos a mi juicio han dado pruebas de aptitud para este empeño, aunque no con igual fuerza, ni en la misma medida en todas las ocasiones. Sin enigma, creo que los autores que han hecho algo últimamente por obligar a dar algunos pasos hacia adelante a nuestra literatura dramática han demostrado, en lo esencial, habilidad para tal empeño; y creo que el público, en general, ha   —5→   comprendido la oportunidad y el valor del intento, aunque no siempre con la misma penetración. En cambio he notado que la crítica, y sobre todo quien suele hacer sus veces, no ha querido o no ha podido entender lo que el movimiento iniciado significaba -aunque también en esto es justo señalar excepciones-; y por último, cabe afirmar que otro de los factores indispensables para tamaña empresa, los cómicos, han estado muy por debajo de su oficio en tal empeño, a pesar de los elogios que algunos de ellos merezcan por sus esfuerzos, por las esperanzas que hacen concebir y por otras circunstancias atenuantes.

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Realidad, de Pérez Galdós, y El hijo de Don Juan, de Echegaray, aunque con bien diferente fortuna, son las obras que sirvieron para ensayar esos conatos de cambio, de renovación, a que me refería. No importa que por faltas de composición escénica, fácilmente reparables, El hijo de Don Juan haya servido menos para el efecto buscado, ni que aun Realidad haya producido menos entusiasmo del que podía esperarse, por culpa de la inexperiencia del autor en achaques de medir el tiempo del teatro y en otros pormenores. No se trata aquí de procurar inútilmente reivindicaciones   —6→   fiambres, ni nada tiene que ver este artículo con la defensa póstuma de este o el otro resultado teatral. Para analizar las obras citadas, en cuanto estrenos, es ya tarde; pero no para tomarlas en cuenta en una revista literaria mensual en que se procura atender a lo que influye de medo digno de estudio en nuestras letras y en el público. Galdós y Echegaray son dos de los hombres más ilustres que cultivan la literatura española, y el ver a nuestro primer novelista y a nuestro primer poeta dramático empeñados en la tarea de dar al teatro cierta novedad, de llevar a él más análisis, más reflexión, mayor verdad y la frescura de lo natural y la fuerza de las grandes ideas morales, debe hacernos pensar que se trata de algo serio y que, según se dice vulgarmente, en buenas manos está el pandero. Echegaray, viniendo de su singular teatro, de su romanticismo sui generis, se encuentra en el mismo terreno, por lo que al propósito importa principalmente, a que llega Galdós viniendo de una novela realista y ensayando en las tablas el efecto de su sistema artístico. Estos buenos deseos del novelista y del dramaturgo se han atribuido por algunos a motivos interesados, menos nobles y puros que los que yo estimo verdaderos.

Se ha dicho, por ejemplo, que Echegaray ensayaba de algún tiempo a esta parte nuevos recursos   —7→   para seguir atrayendo la atención del público que estaba aplaudiéndole desde hace casi veinte años, para no pasar de moda, para adelantarse a posibles rivalidades de la novedad y el progreso. También se ha dicho, y esto por persona cuyo voto es de calidad, que Galdós pudo obedecer, al ensayar el género dramático, a la necesidad de renovar sus laureles y evitar el cansancio de su público, a quien tantas docenas de novelas podían tener fatigado. Yo creo que ni Galdós ni Echegaray han pensado en nada de eso: son ambos artistas verdaderos, concienzudos, reflexivos, y es natural que les importe la suerte del arte en su país y procuren, como puedan, su prosperidad y progreso. Echegaray tal vez sacrifica algo de su fama, su propio interés, en estos nuevos géneros en que anda; porque si bien su comedia Un crítico incipiente ha probado que también sirve el autor del Gran Galeoto para las máscaras alegres; y si bien las tentativas de realismo escénico, abortadas en varias de sus últimas obras, han sido felices en general, el Echegaray poderoso, vencedor siempre, con todos sus defectos, es el de antes, el impetuoso, el audaz, el singularísimo, el espontáneo... el romántico, en una palabra. Entiéndalo o no así, lo cierto es que D. José, prescindiendo a sabiendas de muchos resortes de efecto seguro de su talento dramático, de muchos recursos que él   —8→   sabe que habían de servirle y que puede emplear, insiste en ensayar nuevas maneras, en ampliar el cuadro de la escena haciendo entrar en él ciertos elementos de naturalidad, de examen ético y de análisis estético que no solían verse en sus obras de antaño, ni en general, en nuestro teatro.

No sólo esto, sino que para ilustrar y educar el gusto del público acude a fuentes extrañas; y él que in illo tempore había traducido, o mejor, arreglado El gladiador de Rávena de un alemán y se había inspirado en Ebers, el hoy pasado de moda novelista tudesco, el de la novela arqueológica, para escribir El milagro de Egipto, ahora estudia al revolucionario Ibsen, cuya fama se ha ido extendiendo de Noruega y Suecia a Dinamarca, Alemania, Italia y Francia, y ensaya nada menos que una adaptación, una asimilación de uno de los dramas más temerarios del poeta del Norte, y se presenta en la escena del teatro Español con El hijo de Don Juan, dispuesto a ganar una batalla de guerra a la moderna con los fusiles de chispa de que se puede disponer usando de la compañía del vetusto coliseo. Si el público no se mostró tan avisado ni tan perspicaz en el estreno de El hijo de Don Juan como en el de Realidad, fue acaso porque de su autor favorito, siempre efectista (en el buen sentido de la palabra) esperaba otra cosa y exigía más resortes   —9→   dramáticos y mejor composición al distribuir las escenas y acumular el interés. Pero no cabe decir, como han dicho algunos aficionados de la crítica, que lo que rechazaba el público era el género, las nuevas tendencias, el análisis en la escena, la necesidad de fijarse más que de costumbre y atender reflexionando, como se atiende cuando se lee una novela de alguna profundidad psicológica, o cuando se estudia un libro de los llamados serios y que tratan asuntos de historia, de ciencia, de filosofía, etc., etc.

El público acababa de demostrar que no es un animal de pura impresión, como se empeñan en afirmar muchos espíritus estacionarios que no quieren que el teatro progrese; en el estreno de Realidad se pudo observar con qué atención y hasta interés seguían los espectadores de las galerías, de los palcos y de las butacas, todos, menos algunos críticos, el hilo de la acción; cómo procuraban penetrar el sentido del diálogo.

Se ha dicho, y lo han repetido críticos tan inteligentes como Bourget, que si la novela es análisis el teatro es síntesis; pero ni las palabras análisis y síntesis son exactas en el sentido en que se aplican a estas cosas, ni se puede convertir en dogma cerrado y sin distinciones una afirmación que tomada en cierto sentido vago puede ser verdad. Lo que sí debe decirse, que el análisis en la   —10→   escena no puede tener el mismo carácter ni los mismos instrumentos de expresión que en la novela. Como indicaba con feliz comparación la señora Pardo Bazán poco ha, de género a género no debe verse la diferencia que va de especie a especie en la naturaleza, según los adversarios del transformismo, sino más bien una posible evolución que no niega la real y actual distinción de género a género, pero que no los separa por abismos. Es verdad, no hay que ver aquí algo como las castas, no hay que violentar por abstracción la naturaleza de estas divisiones del arte, que no son convencionales, pero que tampoco representan elementos incomunicables. Prueba de que se convierte en falsa ideología la distinción de los géneros en cuanto se los aísla, está en la necesidad que ha tenido la misma ciencia estética de reconocer los llamados géneros intermedios, que si hoy son unos cuantos, mañana pueden ser más, merced a nuevas comunicaciones entre los géneros capitales.

El teatro moderno aspira a una transformación; mejor que negar la posibilidad de un teatro rejuvenecido, conforme con las tendencias actuales del gusto y del arte, mejor que condenar esta literatura a una inferioridad metafísica, irredimible, es estudiar los legítimos medios de darle nueva vida, de llevar a ella nuevos recursos que, sin   —11→   falsear su naturaleza, le den aptitud para satisfacer las modernas aspiraciones de la vida estética. La naturalidad, la verdad mejor copiada, la imitación más fiel del mundo, pregonan unos, y no sin razón; pero también puede ser elemento que dé vigor e interés nuevo a las tablas, al mismo tiempo que contribuye a esa verdad que se pide, la mayor intensidad psicológica en los personajes escénicos, la profundidad ética, el estudio más detenido y exacto de los caracteres. Hay que hacer en el drama lo que Wagner, en este mismo respecto, hizo con la ópera; no hay que ver allí un ligero pasatiempo, sino algo serio, aunque del orden estético puramente. Si Wagner deja a veces a oscuras la sala para que la atención se concentre en la escena, debemos ver en esto un símbolo de lo que necesita el teatro para renovarse; mucha atención por parte del público, el hábito de reflexionar allí mismo, de elevarse de pronto a las grandes ideas, de conmoverse profundamente, de sentir y pensar las grandes cosas a que nos llevan de repente la elocuencia de un Bossuet, de un Castelar, o un espectáculo sublime de la naturaleza... o la música profunda y sabia.

En el estado de ánimo en que por lo común se empeñan en mantenerse esos espectadores que encuentran el mayor placer del arte en convertirse en abogadillos fiscales, no es posible que llegue   —12→   a las entrañas la profunda poesía, que exige reflexión y recogimiento. A este público presuntuoso, preocupado y distraído, que en vez de sentir da dictamen o acusa, y acusa por fórmulas de una frase estética aprendida de memoria, lo que le disgusta no es la innovación, no es el análisis... es la seriedad, es la profundidad, es el gran arte; dadle a Esquilo a este público y le encontrará aburrido, no le resultará, como dice él; este público es capaz de ver mucho análisis en Shakespeare o en Sófocles, y dice, de seguro, que Racine habla demasiado.

Pero este público no es el grande, el verdadero, el que sabe gustar las bellezas nobles y profundas -hasta cierto punto- si se le dan en ciertas condiciones de fácil asimilación, que a lo menos no las rechaza por preocupaciones de semisabio, ni de clase, ni de escuela..., ni por frivolidad ingénita mucho menos. No era el gran público el que hacía frases y decía mil sublimes necedades para burlarse de la resignación de Orozco, que no mata a su mujer infiel, según las pragmáticas teatrales, antiguas y modernas. Los que hicieron chistes contra Orozco eran autorcillos silbados, empleados de consumos, o cosa así, disfrazados de gacetilleros en funciones de críticos... y no pocos Orozcos o palos; es decir, maridos tolerantes que hacen de la necesidad virtud... o granjería.

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Valor, y conciencia de lo que vale, necesitó Galdós para atreverse a ensayar la transformación de una novela suya en drama representable... y representado. Tenía contra sí, a pesar de las apariencias floridas, multitud de pasiones y preocupaciones -que son pasiones intelectuales- tenía contra sí la necedad, la doblez, la rutina, la propia inexperiencia, la ligereza del pensamiento vulgar, general, predominante. Los géneros no se transforman; lo que es novela no puede ser drama; el novelista no debe aspirar a ser dramaturgo. Estos eran los dogmas filosóficos que perjudicaban a Galdós. También los había históricos: «Balzac no pudo vencer en la escena. Flaubert naufragó con su Candidato... Zola... Goncourt... Daudet». Y sobre todo, había esta reflexión filosófico-histórica, que no salía a la superficie, que no se oía por ahí, pero que trabajaba dentro de las almas, que no tienen cristal como cierto dios quería: «Y sobre todo, si Galdós, que es el primer novelista, resulta poeta dramático de primera fuerza, ¿qué nos queda a nosotros? Es mucha ambición esa; la ley de la división del trabajo, inventada por la envidia en la economía del arte, se opone a que Galdós triunfe en la escena, y no triunfará». Y triunfó, triunfó a pesar de estos críticos que, además de ser buenos zapateros o corredores de número, quieren ser buenos Sainte-Beuve o buenos Menéndez y   —14→   Pelayo, y no consienten que Pérez Galdós sea, además de novelista, autor dramático.

Todo lo malo que se dijo de Realidad hubiera sido menos malo y menos injusto si se hubiera dicho después de reconocer que, en lo principal, el ensayo había dado buen resultado; después de reconocer la oportunidad del intento y la hermosura patente de algunos de los elementos capitales del drama. El que no sea capaz de comprender la fuerza y sobriedad hermosísima (no sobriedad en las palabras) del quinto acto; el que no vea algo nuevo y muy bello en aquella escena de Orozco y Augusta, no tiene derecho a censurar, en conjunto la obra... como tampoco lo tiene para censurar El hijo de Don Juan el que pretenda hacerlo reflexivamente, como crítico, y censure al par con la mala composición del tercer acto el capital pensamiento del mismo, la idea, la intención y la forma de expresar lo culminante. Y, sin embargo, así se ha hecho generalmente. Si El hijo de Don Juan causa fatiga al final, es primeramente... porque lo representan de mala manera, (aunque son dignos de elogio los supremos esfuerzos del Sr. Calvo) y además porque Echegaray ha olvidado también el tiempo del teatro (vicio en él antiguo) y no ha sabido equilibrar el diálogo ni acumular el interés; pero no porque no se deba llevar a la escena la locura hereditaria, ni los casos patológicos,   —15→   ni porque sea fúnebre ni tétrico el argumento, etc., etc.

A los que digan que Echegaray no ha construido bien el último acto de su drama, nada tengo que oponerles, y se me figura que el mismo Echegaray tampoco; a los que busquen defectos más importantes en la acción, en los caracteres, en la transformación de la idea fundamental de Ibsen, podré yo acompañarles, como puede verse en mi artículo Ibsen y Echegaray, publicado en La Correspondencia; pero al que vaya más allá, al que anatematice el origen del Hijo de Don Juan y todo su desenvolvimiento, y niegue que allí hay mucha belleza, no sólo en las frases, en los que llaman ciertos críticos grandes pensamientos, sino en lo que podría servir para reconstruir el drama y convertirle en obra muy hermosa, al que tal haga bien se le puede negar criterio y gusto suficientes para tratar estas cosas. El público tiene derecho para abstenerse de aplaudir cuando un tercer acto le fatiga, le molesta, y no se le puede exigir que ande echando el tanto de culpa que le corresponda al actor... pero la crítica es otra cosa; para ser otra cosa es crítica. Y ha sido, a mi entender, ciega la que en el drama de Echegaray inspirado en Ibsen, no ha visto más que el fracaso, el desacierto.

Lo ha habido, pero también otras cosas dignas   —16→   de estudio; sobre todo, hay mucho que estudiar en estos nobles esfuerzos del poeta, de nuestro primer dramaturgo... uno de los pocos que con verdadera alegría celebraba días antes de ser él derrotado (!) el triunfo del novelista que se atrevía a colocar sobre un frágil tablado el peso de la realidad del mundo sin que esa realidad fuera a dar al foso.

No lo dudemos; lo que acaban de hacer Echegaray y Galdós es algo importante, serio, digno de ser considerado sin la preocupación pasajera del estreno, del éxito inmediato. Un drama nuevo, que con feliz idea representó Vico hace poco, es, como obra teatral, como composición escénica, infinitamente superior a los dramas en que se encarnó entre nosotros el ensayo de renovación dramática; y, sin embargo, el Drama nuevo que hoy nos hace falta no es el que escribió, hará un cuarto de siglo, Tamayo.

[...]

Y basta de teatro. Volvamos, en las revistas sucesivas, a nuestros libros, sordos al tole tole del público de los estrenos. No hablaremos ya de la escena hasta que el tiempo nos diga si estas nobles tentativas de ahora dan fruto o pueden más la crítica superficial y las preocupaciones tradicionales.



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ArribaAbajo II. 3 agosto, 1892

Resumen:

Juan Ruiz y Menéndez Pelayo.- Obras de Lope de Vega, publicadas por la Academia, ordenadas y comentadas por Menéndez y Pelayo.- Tristana, novela de Pérez Galdós.- La prensa y los cuentos.


No es culpa mía si los mismos nombres de autores españoles tienen que reaparecer con frecuencia en estas revistas. Aparte de que la buena literatura no es, ni será en muchos siglos, o acaso nunca, una democracia, y no se debe ver la pobreza en que no abunden los escritores, sino en la mala calidad de los productos, no se ha de prescindir de los buenos literatos que trabajan, porque sean pocos, y para no repetirse, para hablar de los escritores buenos... que no escriben o de los malos que no debieran escribir.

De las tres clases famosas de violinistas de que nos habla Enrique Heine, a saber, la clase de los   —18→   que no tocan el violín, la clase de los que lo tocan mal y la clase de los que lo tocan bien, sólo la última, sea o no abundante, es la que merece llamar nuestra atención; de ningún modo la segunda, aunque perteneciera a ella el rey violinista de la Gran Bretaña.

Menéndez y Pelayo... (¿qué culpa tengo yo de que este señor trabaje mucho y sus trabajos sean notables?) ha publicado un nuevo tomo de su Antología de poetas líricos españoles, y continuando el muy erudito y profundo estudio que al principio de cada volumen va consagrando a la historia de nuestra antigua poesía, llega en esta parte a los más ilustres representantes del saber de clerecía, y merecen singular atención y particularísimo elogio las muchas páginas que dedica al famoso Archipreste de Hita, al original y poderoso ingenio de Juan Ruiz. -Hay un modo de gracia española, de sátira y vis cómica castellana que no se parece a nada de lo que pueden ofrecernos las literaturas extranjeras. No son muchos, más bien pudiera decirse que son muy pocos, los escritores españoles que tienen este matiz del ingenio a que me refiero y cuyas cualidades distintivas, cuyo tinte particular no cabe explicar con los términos comunes de la retórica y de la estética; son pocos, y se diferencian de otros españoles, también graciosos y satíricos de otra manera, como v. gr. los   —19→   de la gracia particularmente andaluza; diferénciase más de los humoristas ingleses y alemanes (aunque tal vez respecto de los primeros pudieran señalarse ciertas misteriosas semejanzas que recuerdan las de nuestro país asturiano y montañés con algunas regiones de Irlanda), y sólo tienen lejanas analogías con la joie gauloise, que tanto echan de menos algunos críticos franceses-. Esta alegría satírica, este gusto cómico de algunos españoles tiene el mérito de criarse en terreno poco a propósito, rodeado de una seriedad enemiga, de una solemnidad formal, de una morgue, como dicen nuestros vecinos, que contraría no poco la expansión de esa flor, que, aunque no lo parece, es delicada. Si queréis ver la pura esencia, el florecimiento más hermoso de este matiz de la gracia cómica, que llamaré humorístico a mi despecho y a falta de palabra más exacta, miradlo en Cervantes en el Quijote y en algunas de las Novelas ejemplares, que aun merecen más fama de la mucha que tienen.

Recordemos a Sancho Panza cuando, harto no de pan ni de vino sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragmáticas, se vio sorprendido por la gran batalla nocturna de su ínsula y como un galápago entre dos paveses, y dijo al que le hablaba de la gran victoria conseguida: el enemigo que yo hubiese vencido quiero que me   —20→   lo claven en la frente; esto con todo lo demás que sigue hasta partirse de la ínsula con el rucio y topar con Ricote el morisco, representa de la manera más clara y viva este especial gracejo profundo, sano y franco de que vengo hablando, como lo representa en general todo Sancho, de capítulo en capítulo más sublime hasta llegar a enamorar a su mismo criador, Cervantes. Mas no ha de entenderse a Sancho como él es, en sí, épicamente, como figura natural, sino en lo que representa del alma de su autor y como este le ve, y en el contraste, y como contrapeso, con su señor amo D. Quijote. Porque el humor español de que hablo no es un juego lírico en que la risa y las burlas y pequeñeces se buscan para descanso de las profundidades graves que agobian, sino que es como correctivo del excesivo idealismo que el español lleva en el alma; es un miedo a hacer la bestia por ser demasiado ideal; no es un realismo neto (que también hay por acá, y tienen otros y es otra cosa) sino como un vejamen oportuno, medicinal, y al mismo tiempo genio satírico por el contraste inverso, a saber: por la comparación del bien ideal con que se sueña y en que se cree, con las realidades bajas, pero necesarias, con que se tropieza, para las que se tiene vista de lince y que se pintan bien para censurarlas del mejor modo, que es hacerlas ver como son ellas.

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En Cervantes esta doble vista, este doble anhelo y esta noble aptitud es evidente y se muestra a cada paso; en Tirso, el que le sigue en mérito en tal respecto, a mi juicio, también está todo ello, aunque más velado; pues si el aspecto realista lo ven todos, la idealidad del contraste se muestra, al que sabe mirar, en la melodía lírica, casi constante, en obras particulares como Palabras y Plumas y el Condenado por desconfiado (si es suyo) en muchos de sus amores, a pesar de la lascivia. De Quevedo, que es de esta cepa, mucho malo se ha dicho y se está diciendo, y espíritus no romos se empeñan en no ver en él, cuando escribe bromas, el mismo que tan austero y elevado se manifiesta en las obras serias. De los modernos, que abundan menos en el arte de que hablo, se puede citar a Fígaro, que es el autor de Don Braulio y las cartas de Andrés Niporesas, y el autor de ciertos famosos artículos románticos como La Nochebuena; pero no cabe nombrar al Solitario ni al Curioso Parlante, de gran mérito, más de otra índole.

En fin, el humorismo español (que no es humorismo, sino otra cosa que aún no tiene nombre) no es la voluntaria y hasta artificial manera del ingenio idealista y profundo que, como Juan Pablo (pese a los desdenes de Taine y a la poco favorable opinión de Gœthe y Schiller) o como   —22→   nuestro Campoamor (lo menos español posible en este respecto), busca el contraste del fondo y la expresión, de la forma y la intención inicial para satisfacer necesidades de libertad individual, de una especie de democracia de facultades, de panteísmo estético, de simbolismo artístico; es más bien el humorismo idealista-naturalista de algunos de nuestros escritores insignes un gran sentido práctico, ayudado de una gran fuerza plástica para pintar la vida real ordinaria que acompaña a un genio de raza espiritualísima, casi mística, fiel a la fe ideal, a la autoridad racional y sentimentalmente admitida.

El epicurismo4 de Quevedo, de Tirso... de Sancho Panza, están siempre disputados y contrapesados por toda una metafísica, por toda una moral, por toda una idealidad claras, bien definidas y de cuya sinceridad y seriedad no cabe dudar un momento. Pocas cosas habrá más tiernas en literatura que las fugas de religiosidad, de fe cristiana, que como consuelos y contrastes nada amanerados aparecen en Cervantes entre las más desengañadas observaciones de las lacerías del mundo.

De Juan Ruiz no cabría decir todo lo anterior, sin muchas variantes y salvedades, pero sí que el germen de muchas de las cualidades de nuestra literatura humorística sui generis está en el Archipreste,   —23→   que es la fuente original de muchas cosas castizas de nuestro espíritu literario. Menéndez y Pelayo nota en él esa fuerza plástica para pintar, para reflejar con palabras la vida que le rodea con todas sus formas y colores; el vigor satírico nace en Juan Ruiz principalmente de esa fuerza, que es sin duda su principal mérito, y el que le hace de agradable lectura aun en nuestro tiempo, a pesar de las grandísimas dificultades de vocabulario, alusiones, obscuridades, etc., etc.

Combate el ilustre crítico la generosa teoría de Amador de los Ríos, según la cual, Juan Ruiz no se propone más que moralizar, ofreciéndose a sí propio, con abnegación de dudosa moralidad, como ejemplo de vicios y pecados que en realidad no tuvo, a fin de corregir los ajenos. No admite esto Menéndez y Pelayo y hace bien: Juan Ruiz fue, para él, un clérigo alegre, de costumbres licenciosas, sin que por esto pierda nada su mérito literario, ni la transcendencia de su obra.

Tampoco admite el profesor de la Central que el Archipreste fuese perseguido por sus sátiras contra el clero, como si estas fueran una revelación de las malas costumbres que en tal siglo padecía la clase. Si Albornoz castigó a Juan Ruiz, piensa Menéndez y Pelayo, sería por sus particulares extravíos, pero no estaban los tiempos para que nadie se escandalizase porque se pintara al   —24→   clero entregado a la vida disipada, que efectivamente hacía5.

[...]

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La Academia Española ha emprendido una labor de verdadera importancia, por la que merece aplausos. Es su propósito publicar una gran edición de todas las obras de Lope de Vega. Vio la luz el primer tomo hace muchos meses y contenía la notable biografía de Lope, que debemos al erudito D. Cayetano A. de la Barrera. Menéndez y Pelayo, que es el académico encargado de dirigir y comentar la monumental edición del gran poeta, comienza su formidable trabajo en el tomo segundo, poco ha publicado, y que se titula Autos y coloquios.

Parece mentira que el insigne crítico que tantas lecturas y meditaciones viene consagrando a infinidad de escritores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, encuentre tiempo y paciencia   —25→   para leer, examinar, cotejar, expurgar y clasificar los innumerables textos de Lope, muchísimos de los cuales le tienen a él por primer lector después de tiempo inmemorial. Menéndez y Pelayo ha aprovechado, y así lo confiesa, los trabajos de muchos predecesores, particularmente alemanes e ingleses; pero en la difícil materia de clasificar las obras dramáticas del Fénix de los Ingenios se atiene a su propio criterio, que a mi juicio, bien humilde, es acertado, pues huye de encasillados retóricos para atenerse a más útil y práctica pauta.

No hay aquí espacio para examinar el gran mérito de estos estudios preliminares; sólo diré que el valor principal de Lope de Vega lo ve el crítico en ser su teatro una representación universal de toda la vida épica de su tiempo, en los mundos de la realidad y de la fantasía, de las creencias y de la historia. Lo que de Balzac se ha dicho en nuestro tiempo, se puede con mucha más razón decir de Lope; su teatro es un gran monumento de ladrillo... a trechos (a trechos del más puro jaspe) cuya belleza mayor está en su grandeza, en ser toda una creación poética.

Aunque es frase hecha... por mí, y dicha en otra parte, repetiré que al ver a Marcelino comentando a Lope, se me ocurre exclamar:

¡Entre monstruos anda el juego!

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Porque, ¿quién duda que Menéndez y Pelayo es el Lope de la crítica española?

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Tristana se titula la última novela de Pérez Galdós, y aunque se publicó hace muchos meses, he de decir de ella cuatro palabras, ya que no tuve ocasión en anteriores revistas.

Tuvo este libro la desgracia de publicarse cuando Realidad, el drama, llamaba tanto la atención del público, de la crítica... y del autor.

Galdós mismo ha mirado con cierto desdén esta novela suya...

Y, sin embargo, sin ser de las mejores, ni mucho menos, es digna hermana de las que la preceden.

Tristana, desgraciada en vida, víctima de un destino opaco, indeciso, sufrió igual suerte en el arte. Galdós fue con Tristana no menos cruel que el mundo. La hizo a medias. Si él hubiese empeñado en esta obra los recursos que generalmente emplea, la pobre coja soñadora resaltaría entre las más bellas figuras femeninas que ha ideado el autor.

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Sigo siempre con gran atención y mucho interés los cambios que va experimentando en nuestra patria la prensa periódica, cuya importancia para toda la vida de la cultura nacional es innegable, cualquiera que sea la opinión que se tenga de su influencia benéfica o nociva. Lejos de todas las exageraciones, lo más prudente es reconocer que el periodismo, y particularmente el periodismo español, tiene muchos defectos y causa graves males, así en política como en religión, derecho, arte, literatura, etc., etc.; pero sin negarse a la evidencia, no es posible desconocer que tales daños están compensados con muchos bienes, y sobre todo con el incalculable de cumplir un cometido necesario para la vida moderna, y en el cual es el periódico insustituible.

Por lo que toca a las letras, hay épocas en que la prensa española las ayuda mucho, les da casi, casi la poca vida que tienen; esto es natural en un país que lee poco, no estudia apenas nada y es muy aficionado a enterarse de todo sin esfuerzo; mas por lo mismo, por ese gran poder que el periodismo español tiene en nuestra literatura, cuando la prensa se tuerce y olvida o menosprecia su misión literaria, el daño que causa es grande.

A raíz de la revolución, y aun más, puede decirse, en los primeros años de la restauración, el   —28→   periódico fue aquí muy literario y sirvió no poco para los conatos de florecimiento que hubo. Hoy, en general, comienza a decaer la literatura periodística, por el excesivo afán de seguir los gustos y los vicios del público en vez de guiarle, por culpas de orden económico y por otras causas que no es del caso explicar. La crítica particularmente ha bajado mucho, y poco a poco van sustituyendo en ella a los verdaderos literatos de vocación, de carrera, los que lo son por incidente, por ocasión, en calidad de medianías.

Por lo mismo que existe esta decadencia, son muy de aplaudir los esfuerzos de algunas empresas periodísticas por conservar y aun aumentar el tono literario del periódico popular, sin perjuicio de conservarle sus caracteres peculiares de papel ligero, de pura actualidad y hasta vulgar, ya que esto parece necesario. Entre los varios expedientes inventados a este fin puede señalarse la moda del cuento, que se ha extendido por toda la prensa madrileña. Es muy de alabar esta costumbre, aunque no está exenta de peligros. Por de pronto, obedece al afán de ahorrar tiempo; si al artículo de fondo sustituyen el suelto, la noticia; a la novela larga es natural que sustituya el cuento. Sería de alabar que los lectores y lectoras del folletín apelmazado, judicial y muchas veces justiciable, escrito en un francés   —29→   traidor a su patria y a Castilla, se fuesen pasando del novelón al cuento; mejorarían en general de gusto estético y perderían mucho menos tiempo. El mal está en que muchos entienden que de la novela al cuento va lo mismo que del artículo a la noticia: no todos se creen Lorenzanas; pero ¿quién no sabe escribir una noticia? La relación no es la misma. El cuento no es más ni menos arte que la novela: no es más difícil como se ha dicho, pero tampoco menos; es otra cosa: es más difícil para el que no es cuentista. En general, sabe hacer cuentos el que es novelista, de cierto género, no el que no es artista. Muchos particulares que hasta ahora jamás se habían creído con aptitudes para inventar fábulas en prosa con el nombre de novelas, han roto a escribir cuentos, como si en la vida hubieran hecho otra cosa. Creen que es más modesto el papel de cuentista y se atreven con él sin miedo. Es una aberración. El que no sea artista, el que no sea poeta, en el lato sentido, no hará un cuento, como no hará una novela. Los alemanes, aun los del día, se precian de cultivar el género del cuento con aptitudes especiales, que explican por causas fisiológicas, climatológicas y sociológicas: Pablo Heyse, por ejemplo, es entre ellos tan ilustre como el novelista de novelas largas más famoso, y él se tiene, y hace bien, por tanto como un   —30→   Freitag, un Raabe, o quien se quiera. -Además, entre nosotros se reduce en rigor la diferencia de la novela y del cuento a las dimensiones, y en Alemania no es así, pues como observa bien Eduardo de Morsier, El vaso roto, de Merimée, que tiene pocas páginas, es una verdadera novela (roman), y La novela de la canonesa, de Heyse, es una nouvelle y ocupa un volumen. En España no usamos para todo esto más que dos palabras: cuento, novela, y en otros países, como en Francia, v. gr., tienen roman, conte, nouvelle u otras equivalentes. Y sin embargo, el cuento y la nouvelle no son lo mismo. Pero lo peor no es esto, sino que se cree con aptitud para escribir cuentos, porque son cortos, el que reconoce no tenerla para otros empeños artísticos. El remedio de este espejismo de la vanidad depende, en el caso presente, de los directores de los periódicos.

De todas suertes, bueno es que las columnas de los papeles más leídos se llenen con narraciones y desahogos que muchas veces son efectivamente literarios, hurtando algún espacio a los pelotaris, a las6 causas célebres, a los toros y a los diputados ordinarios.



  —[31]→  

ArribaAbajo III. 4 noviembre, 1892

Historia del descubrimiento de América por Emilio Castelar


La distancia tiene a veces ciertas virtudes del tiempo; los países extraños suelen hacer el oficio de posteridad. Víctor Hugo, por ejemplo, ha sido mejor juzgado, en definitiva, por la multitud de pueblos que le proclamaron gran poeta, que por los literatos franceses que le veían de cerca y se fijaban en sus lunares y en las arrugas de su vejez. Algo parecido había pasado antes con Byron.

Castelar, aunque cuenta con el cariño y la admiración de su patria, aquí tiene hasta pretendidos rivales, y por lo que toca a incienso oficial, a honores académicos y otras distinciones por el estilo,   —32→   muchos le ponen el pie delante. Para no pocos españoles, Castelar es uno de nuestros primeros oradores, uno de nuestros primeros hombres públicos... Para el resto del mundo, Castelar es la gloria española por antonomasia, entre las contemporáneas. Aquí, hasta los que consideramos al Sr. Cánovas como una antipática medianía, nos hemos acostumbrado a oír: Castelar y Cánovas, y aun, Cánovas y Castelar; fuera de España, a no ser para los especialistas en política europea, si Castelar suena tanto como cualquier gran nombre, Cánovas suena... como ahora me sonaría a mí el nombre del presidente del Consejo de Ministros de Grecia, si me acordara de cómo se llama. Pero, sin descender hasta ese punto en la comparación, puede verse algo análogo en cualquier otra. Busquemos otro nombre español, entre los personajes vivos, que no sea de oropel, de fama oficial, impuesta por la fuerza del poder (¡cuánta parte de su gloria debe Cánovas a Martínez Campos!); citemos, por ejemplo, al gran Zorrilla, el poeta español del siglo XIX. Donde quiera que se hable o se entienda el castellano, Zorrilla suena a tanto como pueda sonar cualquiera; a los pocos extranjeros (no llamo extranjeros a los americanos españoles) que saben de literatura española contemporánea, Zorrilla les parecerá una figura tan gloriosa como la que más lo sea... pero su   —33→   fama no llega donde la de Castelar. De Castelar saben esos millones de hombres que para citar un libro español tienen que acordarse del Quijote.

Castelar en París obtuvo honores que no se dedicaron jamás allí a ningún extranjero; Castelar acaba de ser invitado por los Estados Unidos para visitar, rodeado de excepcionales obsequios, la Exposición de Chicago, con una representación que vale tanto como una triple corona... La representación que a Castelar quiere dársele no podría llevarla ni el jefe del Estado español... mucho menos su primer ministro responsable.

En España... Castelar nunca ha sido presidente del Ateneo, ni presidente de la Academia, ni presidente de Congresos científicos, ni presidente de nada por el estilo; en España a Castelar todavía no se le ha consagrado una gran fiesta, un homenaje nacional, que otros han obtenido en una u otra forma; ha llegado el Centenario de Colón y para Castelar no ha habido ningún puesto; Cánovas los ocupaba todos... Castelar ha tenido que contentarse con escribir un libro que será una de las poquísimas cosas que queden del Centenario.

*  *  *

Para mí uno de los espectáculos más hermosos,   —34→   más animadores y más interesantes que puede presentar la vida humana es el que ofrecen los pocos sabios que en el mundo han sido (sabio, cualquier alma grande que sabe de su grandeza), dándose la mano a través de las generaciones y a través de las grandes distancias, formando una cadena que es en las obscuridades del mundo como un sendero de luz que señala el camino a la vacilante razón del hombre. Un grande hombre que comprende y ama a otro como él, es lo más sublime de la belleza espiritual. Aquiles y Homero, en la leyenda, el héroe y el poeta, son símbolo de esta hermosura. Y en la realidad Jesús y Pablo (el amor de San Pablo a Cristo hace llorar de entusiasmo, San Pablo no vivió con Jesús como San Juan y San Pedro, le adivinó después, ¡qué fe la de San Pablo, qué idealidad amorosa la suya!), Sócrates y Platón (estos sin el mérito de la distancia), Dante y su Virgilio, San Francisco y Jesús, Santo Tomás y todos los grandes Padres antiguos, cuya obra tomó en peso y defendió con portentoso genio; y dando un gran salto, Gœthe comentando a Shakespeare, Carlyle comentando a Gœthe y a Mahoma. ¡Cuánta grandeza, cuánta hermosura, cuánta esperanza para la idealidad de la vida en este encadenamiento de espíritus nobles y profundos!

Al llegar el momento en que los pueblos más y mejor civilizados, los de Europa y los de América,   —35→   quisieron aprovechar la primer ocasión propicia para reflexionar con suficiente madurez de juicio, acerca de la gran obra llevada a feliz remate por el descubridor del Nuevo Mundo, era necesario, para que a Colón se le hiciera la debida justicia, que una voz de armonía, la palabra de un pensador y de un artista se levantara sobre el tumulto de los análisis empíricos, de las controversias apasionadas, para consagrar al insigne navegante lo que ante todo debe ser este memorándum secular en que la humanidad se para como a saborear sus glorias; un gran canto épico, al modo como hoy pueden ser estas cosas, es decir, una historia filosófica, artística, documentada y pintoresca, sin el andamiaje de la erudición, pero no sin sus frutos, sin la falsedad de la leyenda y de la novela, pero no sin sus atractivos y su verdad sentimental y sintética. Este canto épico, esta noble historia sólida, pero no pesada; sabia, pero no pedantesca; filosófica, pero no abstracta, la ha escrito Castelar, el español que goza, porque gozar es, de las intuiciones más puras y altas del amor patrio histórico, del genio misterioso de nuestra tierra. Otros, menos afortunados, sentimos ese patriotismo arqueológico de manera más vaga y menos intensa; comprendemos que España fue grande, pero si nos ponemos a explicar el por qué, balbucimos vaguedades subjetivas, o caemos en la   —36→   rutinaria exposición de los lugares comunes de la patriotería clásica: mas hombres como Castelar (y en determinada esfera de la actividad Menéndez y Pelayo) cifran gran parte de su genio en la clara visión y en el amor intenso de esa patria histórica, en la compenetración original y espontánea del espíritu nacional, según se realizó en los siglos más gloriosos... Felices ellos, y felices nosotros si algún día, a fuerza de pensar y sentir y estudiar, y con la madurez de la vida, llegamos a ver por propios ojos lo que hoy sólo barruntamos por estremecimientos que la sublimidad del misterio entrevisto nos produce de vez en cuando, particularmente al ver a los privilegiados pintar con elocuencia sus amorosos deliquios al contemplar la España de nuestros mayores.

No diré yo que todos los escritores y eruditos que se han dedicado a demostrarnos que Colón no era un hombre perfecto hayan sido injustos ni mal intencionados; pero es lo cierto que aun concediendo que en tal y cual punto concreto tuviesen razón algunos de ellos, la obra total resultaría una injusticia que clamaría al cielo, por ser quien era el injuriado y por la inoportunidad del intento, si no hubiera habido una voz superior a todas esas, por el mérito artístico, por la transcendencia de su labor, para ofrecernos la gran síntesis de la epopeya colombina en un libro artístico,   —37→   filosófico, que no necesita ser apologético para ser un glorioso homenaje a la memoria del genovés más ilustre.

¿Quién podía disputar a Castelar esta gloriosa tarea? Nadie; y nadie se la ha disputado. Los poetas, los verdaderos, han comprendido que la poesía heroica del día está en la historia, al modo como la escriben y entienden los grandes maestros modernos. La misma novela arqueológica7, género secundario, que si ha tenido pasajeros momentos de esplendor, pronto ha desmayado siempre, v. gr. en su reciente florecimiento alemán con los Freitag y los Eber, esta misma novela histórica se deja eclipsar, sin lucha seria, por los grandes monumentos que los historiadores artistas consagran a la memoria de aquella parte de la vida pasada, cuyo recuerdo cabe que sea resucitado por las generaciones modernas.

En España, donde Menéndez y Pelayo tan bien pintó las cualidades de la historia artística, no tenemos, en la historia pragmática a lo menos, obras que puedan competir con las de los Renan, los Grote, los Mommsen, los Gregorovius, los Max Dunker, los Michelet, etc., etc. El nuevo libro de Castelar puede decirse que es el primer trabajo que en este género se intenta, y no es este uno de sus méritos menores. Aquel deseo que expresa Macaulay al comenzar su análisis de un libro histórico   —38→   de Hallam de que se junten en la obra del historiador las cualidades del novelista arqueológico y las del filósofo de la historia abstracta, se ve cumplido en el Colón de Castelar, donde la imaginación y la asociación de ideas, que tanto estima el gran crítico inglés (y aun la asociación de imágenes), se juntan, con todo su prestigio sugestivo, a las cualidades del historiador, pensador, filósofo y hombre de Estado, algo Vico y algo Maquiavelo, cualidades que hacen posible que el estudio histórico sea una filosofía con su carácter de reflexión a priori, en el alto y fecundo sentido en que Cristiano Baur, el gran teólogo historiador de Tubinga, exigía a la historia esta condición de obedecer a una idea que la presida y explique.

El mismo Taine, el historiador positivista por excelencia, ha dicho claramente que en definitiva la historia verdadera era la historia del corazón. Esta declaración preciosa del gran partidario de los petits faits no contradice su sistema, y así lo vemos confirmado en el libro de Castelar, donde, si se ve el propósito de llegar, como a un triunfo, al alma de los sucesos, a la confirmación de una idea directiva, a la confirmación de algo espiritual, por el cúmulo de los hechos, es contando con la multitud de estos, bien observados y bien interpretados, sobre todo bien ordenados y relacionados   —39→   en omnilateral relación, para exprimirles, por decirlo así, todo el jugo significativo.

Por cumplir con esta doble tarea del historiador verdadero, parece Castelar aquí por un respecto un idealista extremado, pues va sin vacilar y sin hipocresía de falso positivismo a buscar en los hechos el fondo racional que encierran; y por otro respecto parece un realista de la historia, pues no se cansa de referir su asunto a todo cuanto en él pudo influir por razón del tiempo, del clima, de la política, del arte, de la religión, de la vida económica, de la vida científica, del ambiente general social, de los influjos familiares, hereditarios, étnicos, geográficos y otros muchos. De este empeño se origina en la Historia del descubrimiento de Castelar lo que puede parecer a muchos no defecto, pues es exceso, pero sí cosa que dificulta la lectura y que diluye el interés. Algunos dicen que habla Castelar de demasiadas cosas, que hay demasiadas resonancias universales en esta vida de Colón. Verdad es que viene a ser esta obra como una especie de epopeya en prosa de los días aquellos en que cambió con tan violento recodo el camino que seguía la civilización nuestra; epopeya en el sentido en que entienden la palabra muchos tratadistas, como nuestro D. Francisco Canalejas, a saber: especie de enciclopedia poética de una edad, cifra de una civilización en un momento   —40→   de la historia. Eso es, en efecto, el libro de Castelar, y por eso abulta tanto; pero ¿qué mal hay en ello?

Sin embargo, como no se trata de adular al gran artista de la palabra, sino de hacerle justicia cual a todos, declaro que, a mi juicio, pudo haber sido el libro no tan largo, sin perder esas capitales condiciones de que vengo hablando. No está el mal en que Castelar relacione su asunto inmediato con todos los asuntos históricos, filosóficos, religiosos, artísticos, etc., etc., con que, en efecto, se roza, y por los que de lejos o de cerca es influido, pero acaso pudo hacerse eso mismo cuidando un poco más la economía literaria, arrojando un poco de lastre oratorio, simplificando algunas imágenes y tendiendo, en cuanto la índole del estilo necesario del autor lo consintiera, a la forma narrativa y descriptiva ordinaria en obras de este género, que no exige la gran estrofa periódica de la elocuencia lírica de nuestro orador incomparable. De todas maneras, no sería mucho el papel que se hubiera podido ahorrar, porque no pocas veces se ve al autor buscando en la concisión la brevedad, a que no se prestan fácilmente la infinidad de ideas y de hechos que sin falta tiene que exponer. En resumidas cuentas, el lunar más importante que se puede señalar en ese libro se origina de que Castelar no puede dejar nunca de ser un gran orador, castizo,   —41→   grandilocuente, armonioso y con exceso abundante; y se origina también de que Castelar no puede dejar de ser el historiador filósofo y político de las grandes y geniales síntesis, en las que tanto le ayuda su portentosa memoria, que no puede compararse con un archivo ni una biblioteca, sino con un monstruoso museo, monstruoso por lo inmenso, pues Castelar no recuerda infolios, no recuerda manuscritos empolvados, sino cuadros, grandes cuadros, el pasado redivivo, con sus colores, sus formas, sus movimientos y sonidos, merced a la magia de una fantasía que va pintando en el cerebro las bellezas, que en seguida va esculpiendo la palabra.

Por lo cual no diré que el libro de Castelar se lee de un tirón, porque sería este un elogio vulgar, y aquí falso; no se lee de un tirón, como no se lee de un tirón el Romancero ni la Divina Comedia. Id saboreando cuadro por cuadro, capítulo por capítulo, con la lentitud en que se complace el deleite, y al llegar al fin no os habrá parecido el libro largo, a pesar de sus 592 páginas grandes y de compacta lectura. Y como también lo malo debe tomarse en veces, dejo para otro Lunes esta agria prosa mía, y entonces acabaré de decir lo que me había propuesto acerca de libro tan solicitado por innumerables lectores de Europa y de América.



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ArribaAbajo IV. 5 diciembre, 1892

Mi Renan


Con este título saldrá a luz, acaso en breve, uno de mis humildes folletos literarios, y los siguientes renglones desordenados no son parte de ese folleto, pero sí apuntes que para él podrán servirme, de memorándum.

Mi Renan: como podría decir (y diré pronto) Mi Castelar (no porque Castelar vaya a morirse), Mi Gœthe, Mi Zorrilla (que también pienso decir).

Nadie responda más que de sí mismo. El Renan que yo veo no es el que ve, por ejemplo, monsieur Deschamps, del Journal des Debats, que hace del autor de Emma Kosilis una especie de Littré aficionado a la música... filosófica.

El que quiera convencerse de la falta que hace   —44→   decir mi Renan, fíjese en lo que está sucediendo con las necrologías del ilustre sabio que esta temporada publican los periódicos. Prescindiendo de los que no tienen más criterio que el que tenía Larousse... hace años, o del que tienen Vapereau o Gubernatis, y refiriéndonos sólo a los que lo tienen propio o copiado con disimulo, ¡qué de contradicciones! ¡Cuántos Renanes nos han dado esos periódicos de aquende y allende el Pirineo!

Todos están conformes (¿cómo no?) en elogiar las virtudes, el talento, el arte del escritor insigne, pero al juzgar sus ideas, sus tendencias, el alcance de su obra, ¡qué de diferencias! (Digo todos, porque no cuento a los fanáticos.)

Bendigamos la voz del pueblo, a veces de Dios, que se ha impuesto y ha obligado a reconocer y respetar la virtud del austero y alegre discípulo de Marco Aurelio; pero reconozcamos también que particularmente los que se han permitido adelantar juicios propios... no siempre han dejado de desbarrar.

Para quitarnos el mal sabor de tantas conjeturas, de tantos juicios arbitrarios y precipitados y parciales; para poder ver a Renan debajo de esas coronas, no todas de laurel, o de rosas, o de mirtos, que han acumulado sobre su cadáver, vayamos a Renan mismo.

Mi Renan va a inspirarse en eso; en la lectura   —45→   de Renan, hecha con toda el alma, con el corazón abierto a los efluvios de simpatía que de estas páginas emanan como un perfume.

Por hoy, en estos apuntes, no quiero recordar más que algunos textos que tengo a la vista y otros que no recuerdo al pie de la letra, pero sí con exactitud respecto a su idea.

Vayamos a lo más reciente, a la interpretación más auténtica del pensamiento de Renan; a su último libro Feuilles detachèes.

Esta obra es continuación y complemento de la ya tan popular y celebrada que se titula Recuerdos de la infancia y de la juventud. Esta ya se ha traducido, bien o mal, en español; Hojas sueltas no.

Emma Kosilis se titula el primer artículo de este libro. Se trata de una mujer bretona, heroína de un amor idealista, obstinado, invencible. Y dice Renan, al hablar de la melancolía contemplativa de los de su raza (de que tanto nos dijo ya aquel Chateaubriand que se abismaba, siendo niño, en la contemplación solitaria del amor y de sus ensueños): «Hay pocas vidas fuertes en cuya base no se encuentre el secretum meum mihi de los grandes solitarios y de los grandes hombres. El amor de la soledad viene generalmente de un pensamiento interior (así dice) que lo devora todo en derredor suyo. Un día citaba yo a mi hermana   —46→   la frase de Kempis: In angello cum libello... y ella la tomó por divisa. Vivir entre sí mismo y Dios es la condición para influir en los hombres y dominarlos... No sabrán jamás los hombres nada de esos ejemplos extraordinarios de fuerza moral con que se regocija El Eterno, celoso testigo de las, almas, que guarda para sí los más hermosos espectáculos... El temperamento melancólico, ¿lo diré?, es, en algo, el temperamento de El Eterno; La delectatio morosa de la Edad Media es, en cierto sentido, la fórmula suprema del universo...».

Un sabio, que no se atreve a dar la cara, le ha dicho al Fígaro que Renan no creía en Dios. Y Mr. Deschamps, antes citado, afirma que el fondo del pensamiento de Renan era la negación de lo transcendental y una resignación filosófica ante la evidencia del final desencanto. En fin, quieren hacer de él un positivista más de los que dan por cierto que no hay realidad alguna que responda a las esperanzas de idealidad y justicia divina con que la humanidad débil de corazón y pensamiento, se consuela.

Según Deschamps, los textos de Renan en que no habla como sabio positivista, sino como idealista de anhelos religiosos, no son más que actos de piedad para consolar y entretener al vulgo, a la masa profana de lectores que no pueden penetrar en las profundidades de la ciencia. Lo serio,   —47→   no sincero en Renan, según Deschamps, es un puro estoicismo; y esto, añade, lo saben los que están en ciertas interioridades.

Yo, pese a todas las confidencias, sostengo que no hay razón particular para dar más fe a los textos y a las conversaciones en que Renan se inclina a la negación de una conciencia central, como él dice refiriéndose a Dios, que a los textos en que da por real la existencia Divina o que muestran una piadosa esperanza en el Eterno. Una psicología algo sutil y exacta en su observación tal vez daría más valor, por lo que toca a interpretar el fondo de la idea de Renan, sobre todo el de su sentimiento, a las expansiones de su espíritu, cuando escribe de lo que le llega a él más al alma, de sus amores, de sus ideales, de sus recuerdos, que cuando habla bajo la potente influencia de la filosofía predominante en su país, en su tiempo. A pesar de que Renan ha sabido en muchas ocasiones hacerse superior, que así puede decirse, al intelectualismo absorbente y frío y limitado de la filosofía francesa tradicional, muchas veces también se deja influir demasiado por el ambiente positivista que le rodea; y pese a sus alardes de dialoguismo, es decir, de elevarse a ver con igual valor y fuerza los dos o más aspectos de una cuestión filosófica, en multitud de afirmaciones suyas se puede notar   —48→   que no es tanta como le parece su independencia respecto de las doctrinas parciales y exclusivas que en su tiempo predominan. Así, ha dicho muy bien Mr. Barrés al afirmar que Renan, aparte de lo que en él es puro genio, cosa espontánea, como sabio y pensador pertenece al periodo que va de la revolución de 1848 a los años de 1875.

Tal vez no se debiera fijar las fechas con tal exactitud, pero es indudable que en la parte de Renan que Mr. Deschamps quiere que represente el fondo de su idea, influyen elementos experimentalistas que hoy no representan el último estado de la conciencia filosófica. Lo que a mi ver faltó a Mr. Barrés añadir, es que hay en la obra de Renan otros elementos más suyos, más espontáneos y originales (la fe es lo más original que puede haber, ha dicho Carlyle) que hacen del autor de Marco Aurelio uno de los mejores maestros de las modernísimas tendencias del espíritu filosófico europeo en el sentido de un gran renacimiento de idealidad. Bien que el mismo Barrés viene a reconocerlo al afirmar que en la influencia de Renan hay una iniciación religiosa.

Sí que la hay, sí. Por eso podemos ser ardientes partidarios suyos, de su corazón y de su imaginación, sobre todo los que no le seguimos   —49→   cuando se agarra al empirismo de los positivistas de su tierra y de su época [...]

Por lo demás, el que quiera ver al Renan más íntimo que cabe, hablando de Dios con unción que sería absurdo suponer fingida, lea las páginas inéditas que días atrás copiaba Le Fígaro de un folleto que el gran poeta historiador consagró hace tiempo a su hermana, muerta en Palestina, folleto que él no quiso que se vendiera al público.

Al pintar el alma pura de su pobre Enriqueta, y recordar la muerte de aquella esclava de la idealidad dolorosa, del deber sacrosanto, Renan, como un místico, señala la inmortalidad de los espíritus nobles en el recuerdo de Dios: «Vivir en la conciencia de Dios -dice- es la mejor inmortalidad que cabe».

Positivistas de este género no son de los que llevan al mundo al atolladero de una prosa miserable [...]

«Señor -exclama Renan en cierto prólogo célebre-, el que menos cree en ti, desea ardientemente que existas, catorce veces al día...».

En la Abadesa de Jouarres se dice: «Dios, más probable que la inmortalidad». (La inmortalidad en el sentido vulgar, corriente, limitado, casi materialista, antifilosófico.)

  —50→  

Por último, al morir, dijo Renan a su mujer:

«Resignación, valor; quedan la tierra... y el cielo».

Y a su hijo, al dictarle un artículo (deliraba, pero ¿quién sabe lo que podía haber de luz en el fuego del delirio?), un artículo que se llamaba Ya veo claro, le decía estas palabras, las últimas que salieron de sus labios:

«Que salga el sol del lado del Partenón».

Y el Partenón no es el ateísmo.

[...]



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ArribaAbajo V. 6 enero, 1893

Justicia de enero


Ya no está de moda, de poco tiempo acá, lo que llaman muchos el pesimismo, o sea el quejarse de las evidentes tristezas, de los desengaños reales, de las deficiencias y amarguras que ofrecen a montones la naturaleza y la sociedad, su producto.

Por desgracia, las lacerias humanas no desaparecen, aunque deje de ser de buen tono el quejarse de ellas.

No seamos pesimistas -porque no hay para qué, -si no hemos llegado a la evidencia científica de que el universo es lo más malo que cabría imaginar que fuera: fíjese bien el lector y verá que sólo tiene derecho a llamarse pesimista, en el rigoroso, exacto sentido de la palabra, el que   —52→   haya llegado a esa conclusión: que el mundo es8 de la manera más mala que cabe imaginar. Pero sin llegar a tanto, bien se puede decir, aunque haya pasado la moda de hablar de Schopenhauer -habiéndolo o no habiéndolo leído-, y aunque se tenga fe y una idealidad alumbrada por la esperanza, que en la tierra no siempre las cosas van bien, y que en la evolución, o lo que sea, hay malos tragos, como en todo, y que aun figurándonos como segura la felicidad, y figurándonosla además como una trucha, cabe pensar que no hemos de pescarla a bragas enjutas.

Digo todo esto hoy, porque me toca escribir algunas lamentaciones literarias, y como no quiero que se me tenga por crítico atrasado (o crítico perdido), quiero que conste que ya sé que algunos jóvenes de París han decretado la alegría universal, saludable pretensión en que les ayudan los pedagogos que se burlan de las sensiblerías y quieren aniquilar a los nerviosos que se quejan de vicio, y ansían vernos a todos robustos, alpinistas, y en fin, útiles para el servicio activo, por si llega el caso de que esta universal robustez y alegría general acaben como el rosario de la aurora, devorándose unos a otros esos hombres útiles para la patria que están criando los diferentes países civilizados.

Yo soy ya de otro tiempo, y sea por haber hecho   —53→   poca gimnasia, o por lo que sea, tengo mis murrias y a veces me desanimo y entristezco ante el espectáculo del mundo.

No saco de esto ninguna consecuencia metafísica ni poética, pero no puedo evitar que en los articulejos que, por necesidad he de escribir, se refleje ese estado de mi ánimo, el cual, repito, es muy para poco.

Ahora, por ejemplo, se me antoja pensar y sentir, con amargura, que las letras españolas (tal vez experimentando influencias generales, lo que sería más triste)9 decaen, en el sentido de verlas con indiferencia y aun hastío la mayor parte del público... y de los autores.

Nuestro pueblo lee poco y nuestros autores apenas escriben.

Sucede con la literatura algo semejante a lo que pasa con la libertad y la democracia. Nadie les niega su valor; se las ha acogido como formas naturales de la vida moderna; pero, ¿dónde está el entusiasmo? La estadística del comercio de libros podía demostrar que hoy se vende mucho más que hace veinte, treinta, cuarenta años. Y sin embargo, es innegable que el público presencia nuestra escasa vida literaria como distraído.   —54→   Dan tentaciones de creer que se compran libros y después no se leen.

Fuera de España, aun en los países en que las letras tienen más crédito, también se quejan muchos de esta indiferencia del público.

Varias causas contribuyen a este resultado: las menos seguras a mi ver, son las que parecen más profundas y transcendentales; por ejemplo, la reminiscencia hegeliana de que el arte vaya a ser reemplazado por la ciencia10. Lo que sí hay es, que la vida moderna, tal como la entienden y practican las grandes masas humanas, tiende a apagar la imaginación; el exceso de actividad interesada, prosaica, de un positivismo tan evidente como limitado, deja a los más poco o ningún tiempo para soñar; y sin ensueños no hay verdadera literatura artística, poética.

Otro sí: cierta falsa democracia ha invadido la literatura; los autores, al recurrir, en busca de mayor gloria y más provecho al sufragio universal, a los grandes éxitos de las ediciones de cien mil ejemplares, han trabajado no poco para convertir al público vulgar en crítico y aun en aficionado.

Pocos serán los lectores insistentes, los que siguen con asiduidad, y sacrificándole tiempo y   —55→   dinero, el movimiento literario, que no tengan, más o menos latentes, aspiraciones de autor o por lo menos de crítico. De aquí dos males: que el público se ha puesto a escribir; y aprovechando ciertas ventajas que el hábito, la herencia y la rutina facilitan a la cultura moderna, han llegado a producir los más adocenados escritores obras que los lectores, adocenados también, y los críticos, de la misma procedencia, encuentran tan dignas de atención como las del más pintado; y así como no hay ciudadano que no se crea apto para la política, no hay lector que no sea crítico, y hay muchos que también son autores. Tenemos, pues, la invasión de lo vulgar, de la pacotilla, que produce novelas, cuentos, artículos varios con una rapidez y abundancia de fábrica, que asusta y desconsuela; y tenemos además el prurito herpético, que podría llamarse, del criticismo ramplón. El vulgacho goza ya más juzgando que admirando, y esto equivale a tener un público con microbios.

Por lo que toca a España, hay que añadir que, como la producción literaria da muy poco dinero y no da mucha consideración social, no sólo el vulgo que produce hace la competencia a los verdaderos escritores, sino que estos le van cediendo el campo, no poco a poco, sino muy de prisa. Para verlo no hay más que repasar la lista de los autores   —56→   que aquí se han jubilado y siguen jubilándose.

De modo que, como lo prueban las modestas revistas bibliográficas que los periódicos publican en cualquier rincón, aquí no es la plebe literaria quien se va al monte Aventino, sino la aristocracia, el patriciado; y los que dan tormento a las prensas y llenan los escaparates de las librerías son los del montón anónimo, que están haciendo de escritores, sin perjuicio de ser también diputados.

Obras del autor, se lee en el forro de multitud de libros anodinos; y aquel Fulano demuestra, en efecto, con hechos, que ya lleva publicadas ocho o diez novelas y que tiene entre ceja y ceja, o en preparación, como él dice, otras diez o doce. Y esto en un país en que uno de los hombres notables que pasa por ser de los mejores filósofos que tenemos, no ha escrito ningún libro de filosofía; y es claro que me refiero al Sr. Salmerón.

¿No es triste cosa que dejen docenas de libros tantas ilustres nulidades, y se vayan al otro mundo sin dejar nada hombres de tanto mérito, cada cual a su modo, como Tomás Tuero, el redactor de El Liberal; Enrique Hernández, el redactor de El Imparcial, y Cristino Martos, el gran orador del Parlamento?

El público abre el paraguas ante el chaparrón de tinta de imprenta que nada le enseña, y le aburre;   —57→   y como la crítica no le ayuda a discernir, huye del agua fría, de todo lo impreso y reducido a volumen en venta; y su indiferencia perjudica a todos, y falta aliciente a los pocos que podrían producir verdadera literatura; y no la producen sino algunos, y esos de tarde en tarde, sin entusiasmo, sin esperanza, unos por necesidad económica, otros por costumbre o por deber. ¿Cuánto tiempo hace que callan, v. gr., Valera como novelista, Núñez de Arce poeta, Tamayo poeta, Giner filósofo y crítico?

Martos, en otro país, probablemente no hubiera muerto sin dejar más rastro de su talento de hablista y de hombre de Estado que sus discursos de las Cortes, los más obras de circunstancias que pierden mucho de su valor en pasando el tiempo que las hizo aparecer. Martos, como Ríos Rosas, como Olózaga, como Posada Herrera, en otro país hubiera juntado a su labor parlamentaria el producto literario, escrito, de su ciencia y su experiencia políticas, en libros de sociología, ya histórica ya filosófica.

Hernández, el autor de las Misceláneas de El Imparcial, como hoy sabemos muchos, no todos, y dentro de algunos años no sabrá nadie más que algún erudito, hubiera casi de seguro empleado su gran arte de satírico epigramático en algo más que la política del día, y hubiera podido ser un Marcial   —58→   en prosa de nuestras costumbres públicas.

Tomás Tuero... era ante todo un artista, un creador de delicadezas literarias; pero no tuvo la virtud de trabajar sin aliciente. No sabía ser planta de estufa, alimentar su ingenio con el calor de la artificiosa popularidad que aquí se conquista a fuerza de gacetillas de amigos, de caritativa propaganda periodística... Prefirió llevar a la vida de su fantasía los esfuerzos que había de gastar en el papel; no hizo libros, hizo poemas... de un solo ejemplar, para el autor, no en papel de la China, sino en la tela sutil y misteriosa con que tejen las hadas sus sueños. ¡La de amores ideales en preparación que se habrá llevado Tuero a la otra vida!

¡Oh!, sí, ¡se necesita mucho amor al arte, o mucha vanidad, o mucha falta de cuatro cuartos para insistir, en esta patria en que ha habido genios recaudadores de contribuciones, pero jamás primeros contribuyentes!

Pero... ¿es esta una revista literaria?

¿Por qué no?

He hablado de tres hombres de letras que han muerto sin querer publicar libros en competencia con los señores Mengano y Zutano, etc., etc., que me tienen invadida esta mesa en que escribo, con tomos formidables y llenos de amenazas de futura fecundidad...

  —59→  

Ahí están, y serios, mudos para mí, intensos, esperando que la plegadera acaricie sus hojas.

Tengo por plegadera un puñal y tentaciones me dan de ir hundiéndolo en cada volumen, no cortándolos por los pliegues, sino atravesándoles el lomo...

¿Qué menos puedo hacer hoy, en honor de los hombres de talento literario que han muerto sin querer publicar libros, que guardar silencio respecto de los pobres diablos que no han debido publicarlos?



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