Palma y Torres Caicedo: una amistad literaria
Oswaldo Holguín Callo
Entre las múltiples facetas de la obra escrita de Ricardo Palma, aquella que toca a la crítica literaria no ha sido aún materia de estudio exhaustivo1. Tampoco ha merecido especial análisis la crítica que, como autor múltiple y prolífico, le corresponde en la historia de las letras peruanas. No es sólo análisis, previo recuento o inventario, lo que hace falta. En realidad, toda crítica refleja un mundo interior-exterior que no debe ser postergado al momento de apreciar, con mayor o menor profundidad, los criterios, valores y vivencias más o menos evidentes, más o menos velados, puestos en juego al momento de construirla y ofrecerla a la consideración pública. La estética desempeña entonces un papel importante, pero también l'esprit du temps que, muchas veces sin proponérselo, nos lo hacen conocer los señalados por la sociedad para transparentar sus producciones. Y no se diga nada del acercamiento logrado, no obstante las diferencias, entre el crítico y el autor sometido a su examen. En el presente trabajo presentamos dos importantes críticas pioneras, de y a Ricardo Palma, labradas en 1863.
José María Torres Caicedo (1830-1889), político, periodista, diplomático, poeta, crítico, etc., colombiano, ejercía al promediar el siglo XIX, en París, un papel único y encomiable: el de propagandista de las nuevas inteligencias hispanoamericanas, no pocas de ellas románticas, surgidas en el vasto campo de las letras. En su carácter de redactor principal de El Correo de Ultramar, importante revista parisiense cuya «parte literaria ilustrada» en español circulaba con profusión en el Nuevo Mundo hispanohablante, se había propuesto la noble tarea de exaltar los valores individuales que la comunidad de pueblos americanos de ancestro ibérico presentaba al mundo como signo de madurez intelectual y, en lo posible, de personalidad propia. Cierto es que ésta trasuntaba mucho de lo que la vieja Europa, cabeza de la civilización occidental, señalaba como norte a los demás continentes, pero también que cada día notábanse mayores bríos en las excolonias de España para alcanzar una auténtica y original vía de expresión literaria. El Modernismo, con el correr de los años, encontrará el camino, mas no se debe olvidar los legítimos esfuerzos que lo antecedieron.
Torres Caicedo
hizo la crítica de numerosos escritores hispanoamericanos,
entre ellos dos peruanos: Manuel Nicolás
Corpancho2
y Ricardo Palma. Y en sus últimos años firmó,
al lado de las mejores plumas de Francia, un memorial en favor del
innovador Nicanor A. della Rocca de Vergalo3.
En 1863 dio a la estampa un volumen de poesías bajo el
título de Religión, Patria y
Amor4.
Palma, de regreso en Lima después de su exilio en Chile, le
dedicó un afectuoso artículo crítico en El
Mercurio, diario en el que ejercía el
periodismo5.
Se trata de una importante página en que resume sus
criterios poéticos, no exentos de compromisos
políticos, y que hasta hoy ha permanecido al margen de
cuantos repertorios bibliográficos existen. Palma aplaude el
tono positivo de los versos de su colega y, a propósito,
censura a los poetas lacrimosos y fatalistas, a quienes niega el
derecho a la gloria porque ésta «no
corresponde sino a los que siembran el bien»
. Empero,
reprocha a Torres Caicedo el haber incluido en el libro una
composición dedicada a la Emperatriz Eugenia, pues en su
concepto era incompatible con los principios republicanos «tributar elojios [sic] a quien lleva sobre sus sienes una
corona»
(anejo I). El reproche, expuesto con bien
meditados términos y, sin duda, harta buena fe,
mereció una carta aclaratoria del vate neogranadino que
también apareció en el citado
periódico6.
Hallamos ahí, por cierto, la gratitud debida al
crítico (sus términos traslucen sencillez y
sinceridad), pero también el desacuerdo, alturado y sereno,
ante dicha censura. Torres Caicedo creía que las buenas
acciones debían ser elogiadas sin importar quién las
realizara. La esposa de Napoleón III había demostrado
un singular desprendimiento al renunciar en pro de un orfanato un
collar de perlas que le obsequiaba la ciudad de París.
¿Por qué razón no había de ensalzar
semejante acción? En tono polémico aunque
extremadamente atento, Torres Caicedo menciona a algunos caudillos
americanos, «presidentes
republicanos»
, para contraponerlos a renglón
seguido a distinguidos monarcas del Viejo Mundo, para quienes
«con más gusto preferiría
hacer cantos...»
(anejo II). No conocemos réplica
palmina, que seguramente no la hubo dadas la fuerza y la
lógica desapasionada de los argumentos pro domo de su
ilustre corresponsal.
Producido
así un intercambio epistolar respetuoso y fraterno, debemos
pensar que Palma solicitó de Torres Caicedo una
crítica a su obra como escritor. El artículo
respectivo apareció, a fines de 1863, en el número
560 de El Correo de Ultramar, del cual lo tomó
El Mercurio limeño a instancias, sin duda, del
joven periodista sometido a examen7.
El crítico confiesa haber conocido a Palma a través
de su paisano Julio Arboleda, brillante escritor y notable
político que residió en Lima algún
tiempo8,
mas el cúmulo de datos biobibliográficos que consigna
sólo puede tener por origen al propio interesado. El
artículo es, en síntesis, un interesante y bastante
completo retrato literario del autor de las Tradiciones
peruanas a los escasos pero intensos treinta años.
Refiere de pasada su labor periodística y como autor teatral
(ésta, sólo para negarla, haciéndose eco de la
autocrítica palmina), y, como debía ser, se extiende
en el análisis de su poesía y de sus crónicas
o leyendas (las futuras tradiciones), sin duda alguna lo más
logrado y relevante de su miscelánea producción
literaria. Entre los poemas, Torres Caicedo menciona algunos
aparecidos en su primer volumen de versos9,
de los cuales cita varias estrofas de «Flor de los
cielos», así como otros posteriores de sus aún
no recogidas en volumen Armonías (entre ellos dos
traducciones de Víctor Hugo), que también reproduce
con generosidad10.
«La querida del pirata», «Lida», cuyo
argumento resume11,
y «Justos y pecadores», que más adelante le
será dedicada12,
son las crónicas a las que dedica particular atención
y, por cierto, singular elogio. Bien dice, en fin, el
crítico colombiano: «Palma, hijo de
sus obras, se ha labrado una posición a fuerza de
inteligencia y de laboriosidad...»
(anejo III), aserto
que nos trae a la memoria el verso «Hijo
soy de mis obras. Pobre cuna / ...»
, escrito por don
Ricardo, a la sazón indiscutido talento nacional, en
187713.
La crítica de Torres Caicedo es acertada en líneas generales (intuye, v.gr., el gran futuro como narrador que le aguarda a su colega limeño), mas parece no advertir que el tono satírico o irónico de la poesía palmina no es fingido ni se debe sólo a una descubierta admiración imitativa de la de Espronceda. En realidad, hay mucho de criollismo limeño tras la burla de que están imbuidas las mejores versadas escritas por don Ricardo.
Palma, nombrado Cónsul en el Para, viajó a Europa, en tránsito a su destino, a mediados de 186414. Su encuentro con Torres Caicedo está relatado en una carta al mexicano Francisco Sosa, quien había hecho una necrología de aquél:
«Antes de ir yo a Europa sostenía correspondencia con Torres Caicedo, que era por entonces director [sic] de El Correo de Ultramar. Desde Londres le escribí yo a París anunciándole el día y hora en que debía llegar yo a esa capital, y me contestó que me esperaría en la estación del ferrocarril, pues deseaba que comiésemos juntos el primer día de mi permanencia en París. Aquí empieza el romance. Llego a París a las cinco de la tarde, no encuentro al amigo en el lugar de cita, envío mi maleta a un hotel, tomo un coche y doy la dirección rue Saint Lazare, que era la de Torres Caicedo. Llego, me recibe un criado con aire sombrío, le pregunto por su patrón, me contesta que se halla en casa pero que no está visible. Contéstole con cierta petulancia: "Para mí no está invisible; pásele esta tarjeta". Vacila el criado, pero, al fin, me obedece. Un minuto después sale un hombre joven y se arroja llorando en mis brazos, y sin decirme palabra me conduce a otra habitación. En ella, alumbrado por cuatro cirios, estaba el cadáver de una joven de 22 años. No necesité explicaciones para adivinar lo que pasaba. Era la amada de Torres Caicedo, que había muerto casi repentinamente seis horas antes. Torres Caicedo, que no fue jamás libertino, había sido el primer amor de esta niña, con la que vivía conyugalmente hacía tres años. Según sus retratos, era una bellísima criatura, hábil pianista y no menos hábil pintora. Torres Caicedo me contaba después que, a haber tenido un hijo en ella, se habría casado sin vacilar. Mi amigo estuvo más de seis meses inconsolable.»15 |
Los versos que
Palma escribió en memoria de Genoveva de Charny, la
infortunada joven, aparecieron en sus Armonías. Libro de
un desterrado, el volumen de poesías que le publicaron
en 1865 los editores parisienses Rosa y Bouret, y para el cual
Torres Caicedo, a manera de prólogo, hizo una
síntesis de su referida crítica
enriqueciéndola con nueva información sobre la ya
importante obra narrativa del autor16.
No parece aventurado suponer que Torres Caicedo ayudó a
Palma a obtener el citado respaldo editorial tanto para sacar a luz
aquel libro como el también poemario Lira
americana, compilación debida asimismo a su amigo
limeño17.
En éste y otros aspectos, el apoyo del polifacético
neogranadino, vastamente reputado en la capital de Francia,
debió ser muy importante. Por ello, y por las singulares
prendas personales que lo distinguían, Palma
escribirá en la mencionada carta a Sosa: «Torres Caicedo era más bueno que el pan
tierno. Nobilísimo corazón y robusto cerebro. La
noticia de su muerte me impresionó infinito. Era uno de mis
más queridos amigos literarios...»
18.
Torres Caicedo reprodujo su crítica a Palma, en 1868, en la «Segunda serie» de sus Ensayos biográficos y de crítica literaria...19. A su vez, Palma le dedicó la tradición «Justos y pecadores» en la primera serie de sus celebérrimos relatos, publicada en 187220, y en 1889, a raíz de su muerte, cúpole de seguro algún papel en el homenaje que le tributó El Perú Ilustrado de Lima21. Dos años atrás, al incluir sus «Armonías» en el tomito que, expurgada y selecta, recogió su obra poética, había introducido algunas variantes en el prólogo ya referido22.
Sin duda, no son éstas las únicas huellas de la fecunda amistad literaria que unió a ambos escritores hispanoamericanos. La investigación que se realice en el futuro merced a mejores fondos bibliográficos (colecciones menos incompletas de revistas, sobre todo), aportará nuevas luces y permitirá distinguir con precisión los perfiles de una época aún no suficientemente estudiada pero de indudable trascendencia en el desarrollo de la literatura de nuestras repúblicas. Palma y Torres Caicedo, activos y constantes propulsores del americanismo, cumplieron entonces la noble misión de estrechar los lazos entre los pueblos americanos que alguna vez pertenecieron a la Corona de Castilla. Ello aporta a su amistad un valor que supera lo circunstancial y lo anecdótico.
Anejos23
(En El Mercurio, Lima, miércoles 23 set. 1863, año 1, 278, p. 2, cols. 12, sec. «Literatura»). |
Al Sr. D. Ricardo Palma. París, 15 de noviembre, 1863. Mi querido amigo: En el núm. 272 [sic] de El Mercurio de Lima, diario digno de la pluma de U., he visto el artículo con que U. me honra al ocuparse en el examen de mis versos. La benevolencia, dice M. de Lamartine, es la mejor de las inspiraciones; y U. ha sido muy benévolo conmigo. Ese artículo, en que U. me hace tanto favor seguramente para estimularme en mis trabajos, me ha sido muy grato, porque viene de un americano y de un poeta de alta inspiración. Si para siempre no hubiera roto mi lira, como es de uso decir, me de dicaría a hacer versos para corregir los muchos defectos de que adolecen aquellos ensayos de mi primera juventud; y me consagraría a la gaya ciencia para ver si produciría algo que fuera digno de la aprobación de U. Al dirigir a U. estas líneas, no es sólo con el objeto de manifestar mi gratitud por la generosidad con que ha visto mis escritos, generosidad propia de un literato que tiene conciencia de su mérito, sino también para contestar a un cargo que U. me hace con el tono más amistoso y el lenguaje más culto. Créame U. que desearía tener otras conviccciones para decir el mea culpa y someterme al fallo respetable de U. Pero no siendo así, pido a U. permiso para contestarle, reconociendo la sinceridad de sentimientos que a U. han dictado esa crítica. U. se asombra porque un republicano haya cantado a la Emperatriz de los franceses. «Un poeta, dice U., debe ser galante con las damas, pero negamos que sea compatible con su altivez y severidad de principios tributar elogios a quien lleva sobre sus sienes una corona». Por mi parte, pienso que se deben ensalzar las buenas acciones que sean ejecutadas por los que visten la púrpura o por los que apenas pueden cubrir su cuerpo con harapos; por el que empuña un cetro, o por él que apoya la mano sobre la esteva del arado. ¿Por qué no es compatible con el republicanismo hacer el elogio de la virtud? Si los vicios de un rey vician su gente, como dice Espronceda, las virtudes de un rey alzan su gente. Y más aún si quien practica la acción virtuosa es una dama que ciñe una corona, porque el buen ejemplo partiendo de arriba obra con más fuerza y es más conocido. La Libertad es la Justicia, y sería injusto y nada liberal no elogiar una buena acción porque había sido ejecutada por una dama que se sienta sobre un trono. ¿Dejaría U., mi querido amigo, de cantar las virtudes de Isabel la Católica, de Isabel de Hungría, de San Luis, o las hazañas y nobles hechos de un Carlos XII, de un Gustavo Adolfo, de un Víctor Manuel? Precisamente cuando hice esos versos, los poetas españoles residentes en París consagraron su lira a la Emperatriz Eugenia; pero los más cantaron a la Emperatriz como Emperatriz, y no una acción ejecutada por ella. Yo tuve buen cuidado de repetir en mis versos que seguía otro rumbo, y como la Emperatriz acababa de renunciar un collar de perlas con que la obsequiaba la ciudad de París, y ordenaba que el valor del rico presente se dedicara a fundar un hospicio para los huerfanillos y los niños pobres, puse en boca de una madre el elogio a «La Caridad». Mi Musa (puesto que de dama tan traviesa se trata) no ha tenido acentos de elogio sino para Bolívar, Ricaurte, Policarpa Salavatierra, Córdova; pero le aseguro a U. mi dulce poeta, que con más gusto preferiría hacer cantos en loor del rey de Italia, de Bélgica o Portugal, que consagrarlos a presidentes republicanos del jaez de Rosas, Mosquera, Monagas, Belzu, H. López. Ésta es mi convicción, y tal vez no esté U. lejos de pensar como yo, si medita U. un poco y no se deja arrastrar por los arranques generosos de su corazón republicano. El poeta argentino, y U. sabe que era muy republicano, Rivera Indarte, dedicó un canto, nos dice el señor D. Juan María Gutiérrez, al Emperador del Brasil D. Pedro II. Habiéndosele dicho que un poeta republicano se degradaba cantando a un monarca, contestó: «El poeta filósofo acepta la inspiración, ya venga del solio o se levante de la cabaña: en el rey y en el mendigo considera a la humanidad, y sin pretender cambio en las formas exteriores que le dan la fortuna o las leyes, sólo a ella tributa el fruto de su Musa». El poeta argentino, desde su tumba, alza la voz en mi defensa. Pero yo no necesito de ella cuando U. es quien ha de pronunciar el fallo, pues U. es un juez recto e ilustrado. Pero que modifique U. su juicio o no, mi gratitud hacia U. será tan duradera como la amistad que le profesa J. M. Torres Caicedo |
(En El Mercurio, Lima, sábado 19 dic. 1863, año 11, 351, p. 4, cols. 1-2, sec. «Variedades»). |
La condesa de Agoult, tan conocida bajo el seudónimo Daniel Stern, una de las más bellas inteligencias de la Francia, ha dicho al hablar de las poesías de madama Ackermann: «Amo más el talento por lo que es, que por lo que hace. En la poesía busco al poeta». En Palma, el talento nos encanta por lo que es y por lo que hace. Antes de conocer sus poesías, conocimos al poeta; nos enseñó a estimarlo un cantor sublime y un ciudadano eminente: Julio Arboleda. Ese joven tan inteligente como modesto, pertenece a la brillante generación que ya ha aumentado el esplendor de la literatura peruana y que se distingue por las dotes del espíritu como por las cualidades del corazón. Palma empezó por ser poeta, y pronto, sin dejar la lira, empuñó la pluma del periodismo y se lanzó en la ardiente arena de la política militante. Desde que leímos sus primeras poesías, comprendimos que el bardo era uno de los favorecidos de las musas, y que su talento estaba realzado por los más nobles sentimientos. Cuando llegaron a nuestras manos sus primeras poesías publicadas en un pequeño cuaderno, en 1855, pudimos esclamar con Du Cornuau, que parece haberse inspirado en las Armonías y las Meditaciones:
Muy joven aún, la vida del poeta del Rímac no presenta muchos incidentes. Como Gutiérrez decía de Lillo hace quince años, la biografía de Palma está en el porvenir. Sin embargo, ya ha servido útilmente a su patria, a la causa americana, y ha escrito mucho en prosa y verso. Ricardo Palma nació en Lima el 7 de febrero de 1833. Seguía sus estudios cuando empezó a darse al culto de las musas, pues se sentía poseído por tan bellas damas. En 1855, como hemos dicho, dio a la estampa, en un pequeño volumen, varios de sus cantos. En 1851 dio al teatro algunos dramas, uno de los cuales se titulaba Rodil. No los hemos leído, pero sabemos que el autor, cuya franqueza es digna de un hombre de mérito, los califica de detestables. Cuando así habla el mismo dramaturgo, necio sería el crítico que acometiere la fácil y estéril tarea de publicar los defectos de tales obras. Desde 1853, Palma se hizo periodista, y ha colaborado en diarios y revistas del Perú y de Chile. Fue redactor principal del Liberal en 1858, de la Revista de Sur-América [sic] (Valparaíso) en 1862. Actualmente redacta la Revista de Lima. Entre las crónicas interesantes que en esta revista ha publicado el autor, es una de las mejores «La querida del pirata», que fue reproducida en la parte literaria ilustrada del Correo de Ultramar. No hace mucho tiempo que Palma dio a la estampa en Chile, un folleto Dos poetas, en el cual hace un estudio de las obras de Juan María Gutiérrez, afamado bardo argentino, y de la malograda Dolores Veintimilla, la Avellaneda del Ecuador. También ha escrito un libro titulado Anales de la Inquisición en el Perú [sic]. Palma es oficial de la marina de guerra peruana. En mayo de 1855 naufragó en las costas del Perú, yendo a bordo del vapor de guerra Rímac. Entonces dio a luz una bellísima poesía dictada por las impresiones del naufragio, y que ha aumentado la reputación del autor. En noviembre de 1860, Palma entró en una revolución contra el gobierno de Castilla, y fue desterrado a Chile. Desde que la libertad ha vuelto a ser respetada en aquella república, el desterrado ha podido regresar a sus hogares. Durante su permanencia en Santiago, el bardo, que es un hábil y valiente soldado de la causa de la América, tomó parte activa en la creación de la sociedad Unión Americana. Entre las poesías de Palma, la titulada «América» contiene algunas valientes estrofas, y está animada por un santo amor a la patria. «Siempre ella», es un grito de amor puro y ardiente, así como es tierna y delicada la poesía «Vivo e n ti». «Los diputados» y «Pandemonium», son poesías dignas de notarse, más por los arranques de un corazón honrado que por los versos. «Flor de los cielos», que Palma ha calificado de leyenda, es un precioso juguete literario, que, si se presta a la crítica, tiene el mérito de la sencillez y revela chispa y vena en el autor. El asunto es fácil y la acción corre sin tropiezos. Flor de los cielos, hija de Nadal, cacique del Rímac, bella y candorosa joven, era la prometida de Otalí, pero el capitán español Hernando la ve y se enciende de amor por ella. La incana joven le ama, pues el europeo le habla en un lenguaje ardiente y fascinador. Hernando seduce a la virgen y la abandona en su deshonra. La infortunada había casi perdido la razón, y vagaba por los campos, llevando siempre su niño entre sus brazos, fruto de aquel desgraciado amor, cuando un día acierta a pasar un hermoso jinete por los retirados lugares que frecuentaba la infeliz muger. El seductor, pues no era otro, reconoce a Flor de los cielos y quiere huir. La indiana hundió un puñal en el pecho del fementido amante, y poco después murió ella bajo el agudo puñal del dolor. Una de las partes más cuidadas de esa leyenda, es aquélla en que los dos jóvenes se confiesan su mutuo amor.
En ésa como en otras composiciones notamos algo que no nos va en talante. Palma es contemplativo, el sentimiento le inspira, pero, mal inspirado por Espronceda, desconoce su propio genio, y quiere a cada paso introducir digresiones y mostrarse escéptico e irónico. Espronceda no formará escuela en esa parte, pues a pesar del ardiente numen del autor del Diablo mundo, sus travesuras y tours d'esprit huelen de lejos a Goethe y a su Byron [sic]. Palma debería seguir su inspiración natural: su poesía está en su corazón; y ya ha dicho Vauvenargues que del corazón nacen los más elevados pensamientos, lo que Lamartine ha repetido bajo esta forma: «Cuando el corazón dicta, la pluma corre ligera». Es de advertir que hemos hablado hasta ahora de las poesías que Palma compuso a los veinte años. Como era natural, las que ha publicado más tarde tienen mayor mérito y la versificación es más cuidada. Sus Armonías contienen piezas dignas de un gran poeta, y sólo sentimos no poseer las mejores, entre las cuales figura una consagrada a la memoria del ilustre y malogrado Arboleda, vilmente asesinado por el partido que en Nueva Granada osa llamarse liberal, y que ya, entre otros grandes hechos, cuenta el de los asesinatos de las dictaduras de Obando y de Mosquera. Como hemos indicado, de las últimas poesías de Palma sólo conservamos unas pocas, y no de las mejores. A continuación las publicamos:
Como se ve, el bardo peruano tiene chispa, y se siente realmente inspirado por el estro. Sabemos que el afamado poeta y literato doctor don Felipe Pardo y Aliaga, ha aplaudido mucho a Palma por la traducción que ha hecho de «La Conciencia», poesía de Víctor Hugo. En efecto, el poeta americano ha interpretado dignamente al poeta francés. El lector juzgará:
Bajo el modesto título de «Crónicas», Palma ha publicado [en] diversas revistas verdaderos cuadros de leyendas, que revelan en el autor las más felices dotes, y que le abren anchos horizontes si quiere dedicarse al drama y a la novela. «Lida», crónica del siglo XVII, es todo un pequeño drama que nace, se desarrolla y se desenlaza en Lima, bajo el gobierno del marqués de Guadalcázar. Lida era hija del conde de Barneto; era bella, virtuosa, amante. Viola un cumplido mancebo, el capitán Abigaíl González; al punto se enamoró de la hechicera joven, y sin dificultad se vio correspondido. Felices anduvieron los amantes, pues ningún estorbo se opuso a su legítima unión. Pero el enemigo estaba ahí, y pronto debía convertir en vergüenza y amargura tanta dicha y tan sincero amor. Mientras que el capitán González recibía orden para reunirse inmediatamente a su regimiento acantonado en el Callao, el famoso pirata holandés Jacob L'Hermite asolaba las costas y ciudades del Perú. Esa fue la época dorada del filibusterismo. L'Hermite apercibió un día a Lida, y juró que tan bella dama le había de pertenecer. Corría el 1.º de junio de 1624. Era alta noche. Una dama debía pasar en una calesa, yendo de Lima al Callao. L'Hermite, acompañado de sus malsines, estaba en acecho. La calesa va rodando lenta, cuando esos bandidos se lanzan sobre ella y arrebatan a la hermosa, que es al instante trasladada a bordo de la Nereida. L'Hermite requería de amores a Lida, que era la dama sorprendida por los piratas, y ya recurría a las promesas y protestas de amor, ora apelaba a las amenazas y al insulto, cuando una sombra aparece entre las sombras. Era una mujer, era Leoncia, bella joven seducida y abandonada por el pirata, que llegaba a presenciar su venganza. L'Hermite, al oír el timbre de esa voz, que para él había llegado a ser fatídica, le amenaza con su puñal; pero Leoncia, que estaba medio demente, lanza una carcajada y le dice: «Estáis doblemente perdido: tu segundo, Schapenham, os ha hecho traición, estáis solo. Por otra parte, sabedlo ahora, al instante en que ibais a deshonrar a esa joven: estáis envenenado». En efecto. L'Hermite cayó como herido por un rayo, mientras que Leoncia se lanzaba en medio de las olas. Al día siguiente, las autoridades hicieron abordar la Nereida, y sólo hallaron un ser viviente en la cámara -era Lida. Mil conjeturas se hicieron, a cual más ofensivas al honor de la infortunada joven, y ésta, no pudiendo hallar en su hogar la estimación y el amor de su esposo, se refugió en un claustro, donde a poco murió. Palma, a fuerza de escritor leal, señala las variantes que ha introducido en su crónica, y las diferencias que la separan de las relaciones históricas en Las tres épocas del cronista Córdoba, en la obra anónima sobre los Navegantes holandeses; en los escritos de La Harpe y de Calancha. El poeta peruano ha sido aún más feliz en la crónica titulada «Justos y pecadores». Es ésta una pieza digna de elogio por el estilo castizo y elegante en que está escrita, y por la manera como trata el asunto, verdadero episodio dramático que bien se presta a una novela de considerables dimensiones. Hace algún tiempo que leímos ese escrito, y no teniendo de él sino algunos fragmentos, no podemos analizarlo. Palma, hijo de sus obras, se ha labrado una posición a fuerza de inteligencia y de laboriosidad, y si es digno de aplauso por sus producciones políticas y literarias, mayores elogios merece por su hidalguía, su franqueza y su modestia. El poeta ilustrará su nombre con nuevas obras, y mientras tanto nosotros le repetiremos: Sic te diva potens Cypri!25 J. M. Torres Caicedo |
(En El Mercurio, Lima, lunes 25 ene. 1864, año 11, 378, pp. 3, col. 6, y 4, cols. 1-3, sec. «Variedades»). |