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Para la historia del ALEA

Manuel Alvar


Real Academia Española



Estoy ante ustedes acodado al alféizar de mis recuerdos. Un ancho panorama me tiende largas geografías que un día fueron trochas abiertas para el caminante y hoy apenas si anuncian los colores desvaídos -violetas, grises, cenizas- de una tarde que va acelerando sus pasos. Antonio Narbona, mi fiel amigo, me dio el tema y yo apenas pude musitar un ensordinado amén. Pero lo que iba a ser un suave caminar por los recuerdos se ha convertido en muchas tarascadas de añoranzas y, también, de tristezas. De quienes trabajamos en la obra del ALEA apenas quedan otras cosas que las sombras que ya no somos. ¿Merecía la pena volver sobre los pasos? No lo sé. Acaso a ustedes no les interese mucho; a mí, ahora, es como si hubiera descargado un pesado fardel y la falta de carga permitiera erguir, por un momento, las encorvadas espaldas.

La historia comenzó muy lejos. Durante el curso académico de 1944-45, yo era estudiante en Salamanca. En el seminario de Lingüística Románica había un libro que quedaba tras la silla en que yo me sentaba. Era, sí, era la designación del yugo en los países románicos. Estaba encerrado en un armario y, el lomo, escrito en alemán. Nunca logré verlo: cuando mis maestros me dieron las llaves de aquellos anaqueles, el libro no estaba. No he conseguido saber nada más de él y se me quedó como una sombra sutil que condicionara mis pasos y de la que nunca pude alcanzar sino la evocación de un alma que no se dejó aprehender.

Allí -sobre el armario- había unos grandes volúmenes que palpé, miré y dejé en paz. Eran los del Atlas de Cataluña. Sí, pude tenerlos a mi disposición cuando el joven ayudante era clavero de los dulces cielos de la Filología. Lo que el mozo de entonces no podía saber es que tres años después opositaría a una cátedra de Gramática Histórica, que el presidente de su tribunal se llamaría Mosén Griera, que el aspirante hablaría de Los nombres del «arado» en el Pirineo y que las hadas de la geografía lingüística escaparían de aquellas páginas para transportar al presidente del jurado hasta los cielos de todas las ventanas ultraterrenas y llevarían al mozo aquel a un pueblo que se llamaba Granada, y Dios quiera que su nombre dure hasta la consumación de los siglos.

He aquí cómo dos obras, una de esencia sutil, otra de plantas bien asentadas sobre el suelo, me abrieron los ojos a un paraíso cerrado que se llamaba geografía lingüística. Y todo, todo, se confabuló para que surgiera el mundo de las invenciones. Porque libros sorprendentes, curiosidad por saber lo que jamás me habían contado y una ciudad mítica que sólo existía en la geografía más entrañable, se unieron un día de 1948. Aún no había cumplido 25 años y la vida era para mí el paisaje de un abanico que no acababa de ser desplegado. Granada era un desierto bibliográfico. Alguna vez lo he dicho. El mozo de aquellos pocos años era el primer catedrático de lingüística que había en Andalucía; el mozo, si hubiera tenido libros, hubiera seguido con su vocabulario de Lucas Fernández, que enfardeló un día y se quedó para siempre en el arca de los propósitos no logrados. Pero en Granada no estaban los Orígenes del español, ni el Cantar del Cid, ni la España del Cid. Tardarían años en volver al comercio. Había que trabajar en algo que permitiera practicar las trochas no pisadas. Los nombres del yugo, los del arado, el atlas de Cataluña. Iban pasando los días. Uno me llegó Le gascon, de Gerhard Rohlfs; otro Der hocharagonesische Dialekt, de Alwin Kuhn. Los maestros alemanes respondieron así a mi envío de El habla del Campo de Jaca. ¿Se imaginaban ellos el mundo que abrían a aquel principiante que buscaba caminos para comenzar?

Y un día Gerhard Rohlfs dijo que viajaba a España. La Academia de Madrid celebraba su centenario y el maestro alemán venía representando a la Academia de Ciencias de Munich. Nos encontramos en Zaragoza y luego coincidimos en Granada. Sí, vino a Granada. Recuerdo el hotel donde se hospedó, lo que hablamos, la emocionada visita a un médico que había estudiado en Heidelberg y que no quiso cobrarle la asistencia: ahora son años malos para Alemania y yo pago en Vd. lo que debo a mis maestros. Era la primavera de 1949. Al despedirnos en la estación de la ciudad que para mí siempre será mía, una pregunta sorprendente: ¿Por qué no se viene Vd. a Alemania? Mis colegas de Erlangen me han pedido que invite a un joven profesor y le ofrecen estas condiciones. Aún están por casa los papeles amarillentos de la invitación, el nombramiento de Gastprofessor y un impalpable temblor que se llama ilusión y emociones recién estrenadas. Casi como luna de miel, mi mujer y yo, emprendimos la primera salida a Europa. Después vendrían tantos y tantos viajes que el viejo mundo fue, para siempre, mi ventura. Pero no me desvío: estoy llegando a Erlangen, donde me esperaba la geografía lingüística.

Salimos de Zaragoza el día de Reyes de 1949. Unas pesetillas ocultas y el temor de no saber buscar las cosas. Llegamos a París. Nos esperaba Bernard Pottier, casado unos meses atrás. Frío, llovizna, temblores. Y Bernard nos dio una tremenda paliza. No perdonó ni un rincón y, al atardecer, atemorizados, a la Gare du Nord. Nuestro tren iba a Varsovia. Otra vez temores: ¿y si nos pasamos? ¿Dónde vamos con pasaportes españoles? Subimos al vagón; la ventanilla no cerraba, dos niñitos llevaban colgados sendos avisos: «hasta Varsovia». Su equipaje, todo su equipaje, era un balón. Los niños sólo hablaban polaco. Ateridos, pasábamos con nuestro vagón de tercera por raras estaciones hasta que por los altavoces (sutil ingenio desconocido por nuestros pagos) oímos gritar: Hier, Nürenberg. Era nuestro destino. Pero ¿sería nuestro destino? Era la una en punto y nos habían dicho que los trenes alemanes nunca se retrasaban. Busqué un mozo, pero no quiso cargar con el maletón porque no teníamos moneda alemana. Ahora no había un Bernard Pottier que pudiera echarme una mano y tuve que apencar. Pasábamos insólitos destinos: Erlangen Brücke; y mi alemán incipiente preguntaba: ¿Es en esta ciudad donde hay una Universidad? No, en la próxima estación. Maletón a cuestas, leíamos: Erlangen. Nevaba. Mi mujer y yo, desconsolados en el andén. Ya estábamos solos. ¿Y ahora? Aparecieron dos prohombres: ¿Es usted el profesor Alvar? Los palos del sombrajo se habían desprendido y el estalache estaba hecho palitroques por el suelo. (Debieron pensar ¿y a este estornino hemos contratado? Pero no lo dijeron y fueron muy amables). Al día siguiente comenzó mi trabajo. Por una extraña premonición vivíamos en la Frauenklinick. Mis colegas eran el profesor Adalbert Hämel (el ejemplar del REW que tengo me lo regaló él) y el profesor Heinrich Kuen. Yo, lo que son las cosas, acababa de ver en París un estudio de Hämel sobre el pseudo-Turpín, y de los días de mi tesis conocía El catalán de Alguer, de Kuen. Creo que esto ayudó a que mi bisoñez fuera un tantico perdonada. Además, teníamos amigos comunes de Barcelona. Eran años en los que -no sé por qué- los europeos miraban con recelo a Madrid, y Aebischer más de una vez me contó el error de Jud cuando se le interpuso para que no fuera a estudiar con don Ramón. También estas son cosas que pasan de vez en cuando, hasta con los suizos.

En el Seminario Románico de Erlangen, un tanto lóbrego, iba a estudiar geografía lingüística. Allí estaba el ALF, hoja por hoja pegado en cartulinas, que protegían a los mapas; allí el AIS, las varias versiones del ALR, y libros, libros y más libros. Aprendí mucho allí, y me acordaba siempre de mis alumnos granadinos a quienes tantas cosas quería enseñar. Porque Kuen me ayudaba de continuo. Su paciencia era grande y de un pasamontañas de lana emergían, rojos y ateridos, unos pedacitos de rostro. Me hablaba y yo le escuchaba. Mudaba libros y yo leía. Kuen era discípulo de Ernst Gamillscheg y un día me trajo Die rumänische Sprache, cuya traducción había publicado en 1943. Aquellos mapas de geografía lingüística me apasionaron y el libro se me hizo familiar. (Luego, en Granada, sorprendentemente estaba en Granada, cayó en mis manos Die Sprachgeographie del propio Gamillscheg y la traduje al español. Pero, lo que son las cosas, perdí la traducción: la recuerdo bien, en un papel negruzco de aquellos años, con mi letrita menuda, de siempre, con los espacios ganados entre sermón y sermón). En el Seminario Románico de Erlangen escribí un librito sobre el Atlas de Rumanía (1951). Me lo publicó mi antigua Universidad de Salamanca, gracias a los desvelos de don Antonio Tovar, mi profesor de latín. Escribir sobre Rumanía un joven profesor español era una extraña aventura; tanto, que creo que a nadie interesó a pesar del apasionamiento de mi maestro. También son éstas cosas que pasan. Pero yo había aprendido en la otra Romania extrema cosas que pronto me iban a ser útiles. Me llamaron a unas reuniones sobre el atlas vasco, a otra sobre el ALPI, que volvía a resucitar, pues los pocos interesados en estas cosas supieron de aquel joven profesor que tenía unos intereses más bien tirando a sorprendentes. Mi voluntad quedó fuertemente marcada. Haría el Atlas de Andalucía. ¿Sabía lo que me decía? ¿Tenía algo más que unos recuerdos fantásticos y la presencia, muy desigual, de unos conocimientos o el saber que, a fragmentos, había adquirido de algunos maestros? Sólo tenía mi entusiasmo en el cofre de intereses que yo tenía bien cerrado.

El verano de 1952 fue muy útil para el Atlas. Pensé en la conveniencia de poner mapas etnográficos, pero no como solía hacerse: aquí y allá cualquier mapa o una colección de signos intercalados entre las transcripciones fonéticas. No. Quise poner sistemáticamente mapas de «cosas». Y me fui a Uppsala para ver el atlas del folklore sueco y el modo de sistematizar los datos. Aprendí lo que pude. Mi atlas así sería ciertamente «y etnográfico». Creo que acerté. No lo digo como una ostentación de vanidad, que, sobre pueril, sería estúpida en este momento. Lo digo porque Julio Caro Baroja, cuando reseñó los tres primeros volúmenes del ALEA, dijo unas palabras que medio siglo después me producen emoción y me justifican los muchos sacrificios que me impuse:

«Nadie será capaz en lo futuro de reunir unos materiales tan impresionantes como los que han reunido Manuel Alvar y sus dos colaboradores sobre la vida y la cultura de Andalucía».


Y acerté porque gracias a mis propósitos cupieron en el ALEA los espléndidos dibujos de mi hermano.

En el viaje a Suecia, cruzando el Kattegat, una especie de extraño pajarraco estaba bebiendo vino a gallete. Suecos circunspectos y atónitos contemplaban la insólita escena. Jean Séguy me reconoció y vino a mí con su bota. Estos suecos están peor que el romance español y lo entenderán menos que Galván. ¿Sabe Vd. beber a chorro? Y pasamos el frío del estrecho con tientos más o menos perseverantes, que ilustraron mucho mis ideas sobre la geografía lingüística. Algún día iría yo a Toulouse para ver los materiales de Séguy y aprender experiencias. De momento nos valieron los repertorios etnográficos suecos y los mapas que me traje fueron los posibles modelos para lo que yo pudiera hacer. Más adelante recibí el atlas suizo de Weiss y Geiger. Fue la armadura sobre la que sustenté una parte de mi obra. ¿Y eso fue todo? No, porque yo quería saber lo que hacían en todas partes. No podía olvidar a mis amigos de Alemania y en 1957 me fui a Marburgo para conocer al profesor Mitzka. Con toda paciencia me enseñó los inmensos materiales allegados y me traje las monografías sobre el «arce» y «el segundo corte de la hierba». Acaso algún día necesitara emplear las encuestas por correspondencia y el método que allí estudié tal vez me fuera útil. Tal vez, pero quise aplicarlo a la caracterización del léxico de Hispanoamérica, aunque esto es harina de otro costal.

El verano de 1953 lo pasé en Francia. Un día vino a verme Sever Pop a la Biblioteca Nacional de París. Sever Pop era un hombre generoso, extravertido, cordialísimo. Me tuvo siempre afecto desde que, siendo yo profesor en Bonn, le envié una reseña de La Dialectologie. Me regaló los dos volúmenes de la obra, los encuaderné y alguien me los pidió y jamás me los devolvió. Hará cosa de tres o cuatro años pedí a Josse de Kock que me buscara algún ejemplar por deteriorado que estuviera. De Kock, otro nombre entrañable, localizó dos o tres de ellos y le rogué que los adquiriera. Pero ya no pude poner la dedicatoria del lingüista rumano. Un día, Hugo Plompteux, su discípulo, me contó lo que en clase había dicho de mí su maestro. Quisiera que le llegara mi gratitud hasta su cielo. Pero Pop había trabajado en el atlas de Rumanía, lo mismo que Séguy en el de Gascuña, o que Gardette en el del Lionesado o que Griera en el de Cataluña. Sí, todos. Y Mosén Griera organizaba unos cursos sobre atlas lingüísticos en la abadía de San Cugat del Vallés. Esos maestros venían puntualmente todos los años (1953, 1954, 1955). Y yo intervenía alguna vez. También vino, si no recuerdo mal, Gregorio Salvador. El ALEA no nacido iba teniendo muchos ilustres padrinos. Porque mis ideas maduraban y el día aquel en que Pop vino a la Biblioteca de París me trajo una joya: el volumen II de Orbis, donde figuraba mi proyecto del ALEA. Con el tomo bajo el brazo me fui a Toulouse. Discutí el proyecto con Séguy. Séguy fue la sombra que siempre estuvo cerca de mí al empezar mis andanzas. Séguy era generoso y seco, como el buen vino. Séguy no me dejó ir a un hotel para que pudiéramos hablar más horas del día. Mme. Séguy era cariñosa y me traía juguetitos para mis niños. Séguy estaba en desacuerdo conmigo: no puede hacer solo el Atlas (tenía razón), debe cuidar su vida (seguía teniendo razón), cada vez tendrá menos tiempo (nuevas razones). Pero yo le decía: el ALG está muy atomizado, hace falta más etnografía, hay que conseguir ganar el tiempo sin desmigajar las encuestas. Discutíamos cordialísimamente. Alguna vez vinieron Allières, Ravier, Companys y mi proyecto se ampliaba y se enriquecía: con acuerdos y con discrepancias («Ciencia es todo lo que puede ser discutido», decía Ortega). Pero Séguy, como buen gascón, no era fácil de convencer; yo, como buen aragonés, tampoco. Pero nos teníamos muy sincero afecto. Séguy me había puesto una cama de campaña y yo dormía en su biblioteca. Séguy era escalador de alta montaña: Al alcance de mis manos estaban los libros de alpinismo; cada noche leía unas páginas de la expedición francesa al Anapurna. Séguy me quería bien. Un día en Florencia llamó a mi mujer para decirle: lo que hace su marido es una locura, no se puede dirigir el atlas, hacer las encuestas, buscar subsidios, elaborar materiales y, además, ser profesor. Consiga que su marido no trabaje tanto. Esta palinodia iba a sonar siempre en mis oídos -mi mujer, mis hijos, mis alumnos, mis amigos-, pero no puedo tener descanso. Pocos días después de la conversación florentina recibimos la fatal noticia: Séguy ha muerto. En aquella casita con libros de alpinismo, mi amigo Jean Séguy había caído por las escaleras y se había fracturado el cráneo. Hoy quisiera que el ALEA rindiera homenaje al hombre que, acaso, le deba más en sus orígenes, con acuerdos y discrepancias, pero con un limpio afán de hacer bien las cosas. Después vinieron hombres ilustres a ocuparse del ALEA: Jaberg, Flórez, Pop, Hampejs; Cunha, Rohlfs, Bottiglioni... ¿Para qué más?

Toda esta larga introducción tenía un fin: llegar al ALEA. El primer paso, evidentemente, fue poder redactar el Cuestionario que publiqué en 1952. Y aquí se me plantearon no pocas cuestiones que, desde esta lejanía, son historia. Porque se ha dicho, por Penny, que mi Cuestionario procede del que se redactó para el ALPI. Hecho cierto, como decir qué procede del Diccionario de Autoridades. He contado en mis Estudios de Geografía Lingüística qué debo y qué no debo. Abreviaré. Para empezar, no estoy de acuerdo con el Cuestionario del ALPI: ni con su ordenación, ni con sus motivos, ni con otras muchas cosas. Lo tuve en cuenta, por supuesto, y ojalá hubiera sido tan buen cuestionario que yo no hubiera tenido que inventar nada, pero no fue así. Pretendí que el ALEA pudiera estar dentro de una tradición, pero esa tradición llegó tarde, pues, también; contra lo que se ha dicho, el tomo I del ALPI salió después del tomo I del ALEA. Ver esos pocos mapas produce un triste desconsuelo: huecos inmensos, arbitraria selección de los puntos, ni una sola nota. Nada. El fruto obtenido tenía su culpa en el Cuestionario. La historia del ALPI ha sido una desdicha y debemos ser piadosos con él, no con los que por desidia de tirios y troyanos se han beneficiado del esfuerzo de unos dialectólogos beneméritos e indefensos. Insisto: quise aprovechar cuanto pude. ¿Fue mucho? Pero tengamos en cuenta que incorporé a mi repertorio multitud de encuestas previas que con cuestionarios parciales míos llevaron a cabo mis alumnos en multitud de zonas andaluzas. A esto añadí muchos ejemplos extraídos del Cuestionario hispanoamericano de Navarro y de las monografías de Alther, Navarro , Espinosa, Rodríguez Castellano, Adela Palacio, Dámaso Alonso, Zamora Vicente, María Josefa Canellada, un cuestionario que preparé (1950) con Rohlfs para cierto trabajo que íbamos a llevar a cabo en el Pirineo, el cuestionario del ALC de Griera (con adiciones que, con mi colaboración, hizo en 1949), el del NALF, el del AIS, y todas las preguntas que, según García de Diego, debería recogerse en una futura cosecha dialectal. Además, ordené el vocabulario por rigurosos grupos ideológicos, según habían hecho Bottiglioni, el NALF y Paiva Boleo y añadí otros que no figuraban en ningún cuestionario: elaboración del corcho (procedente de una monografía de Zamora Vicente), aumenté mucho la nómina de plantas silvestres, hice totalmente nuevo el capítulo de la vida pastoril (con ayuda del libro de Schmitt) y añadí el léxico de cordeleros, alfareros y, por increíble que parezca, de los marineros, ausente por completo en el ALPI. Además, procuré que todo estuviera bien trabado y no en secciones que, alguna vez, jamás se preguntarían. ¿Por qué tanta minuciosidad y tal acopio de información? Porque no quería que el ALEA tuviera toda la carga muerta que arrastraba el ALPI. Y tampoco esto venía a humo de pajas. En 1950 esperaba a mi primer hijo. Mi maestro Ramos y Loscertales, a quien tanto debo, me dijo alguna vez: «Los maridos somos como los muebles, pero estorbamos más porque nos movemos». Sabio principio que en mi caso era muy cierto: soy, para todo, una calamidad que se mueve. Decidí no estorbar y me fui a trabajar al Pirineo. Había publicado ya un libro sobre la Aézcoa y un trabajo sobre Oroz-Betelu. Pensé que sería útil seguir hacia la raya de Aragón: Salazar, Roncal. La idea parecía buena, pero los resultados, detestables. El cuestionario del ALPI no servía para nada. Un día, en pleno desconsuelo, estaba en Isaba y no podía seguir. Me olvidé del ALPI, me preparé un nuevo cuestionario con la propia experiencia, y todo funcionó. Por eso recurrí a tanto saber acumulado, pues el del atlas peninsular para nada me servía. No es cuestión de cuánto hice y cómo me decidí a cambiar lo que hubiera sido fácil, pero inútil.

El Cuestionario tiene su pequeña historia: lo imprimí en 1952. William Denis Elcock y José Pérez Vidal hicieron sendas reseñas. Como eran mis amigos, dijeron que estaba muy bien, pero que era un hermoso sueño de Andalucía. Era imposible hacer semejante obra. Una vez más busqué cobijo en mis manes tutelares. Esta vez se llamarían don Santiago Ramón y Cajal: «Cuando un aragonés sale con ganas de trabajar, que le echen cinco o seis alemanes de esos». Y el Atlas se hizo. Y se hizo porque no estuve solo: poco después de iniciadas las encuestas, Gregorio Salvador vino en mi ayuda. Estoy desnudando mi alma. Otro día, le contesté en su discurso de ingreso en la Academia Española. ¿Sabrá nadie decir algo de mis gozos? Después, desde el rinconcillo de mi casa de Huéscar concurrí a las primeras ayudas de investigación de la Fundación Juan March. Allí, en una mesita de tijera, con un papel blanco de envolver como ayuda, escribí el informe, sin más asistencia que la mirada encariñada de mi mujer. Y el trabajo fue premiado. Había que acabar en dos años: parecía imposible. Pero el ángel de las encuestas bajó desde un poema de Alberti. Se llamó -se llama y Dios quiera que lo llamemos muchos siglos- Antonio Llorente. Jamás he olvidado mis deudas. Por muchos años que yo viva estarán en lo más hondo de mi corazón el estímulo, la generosidad sin límites, la pasión del trabajo de esos dos hombres a los que hoy rindo mi más hondo testimonio de gratitud. No se olvide: se llaman Antonio Llorente y Gregorio Salvador.

Después, todo fue fácil, a pesar de que Gregorio nos dejó al acabar las encuestas porque obtuvo una cátedra fuera de Granada. Quedamos solos Llorente y yo. No voy a insistir mucho: solos redactamos los casi dos mil cuadernos de formas, tal y como aprendí de Griera y Séguy. Juntos resolvimos todos los problemas y, para ser fieles a la verdad, debo decir que José Mondéjar redactó los mapas de la conjugación del volumen VI [mapas 1764-1819]. Mondéjar había hecho una magnífica tesis doctoral sobre la conjugación andaluza: le di los materiales inéditos del ALEA y le ayudé a preparar los esquemas para formular los paradigmas. Su trabajo fue ejemplar y cuando acabamos nuestra obra su ayuda nos fue valiosa. ¡Lástima que Mondéjar fuera demasiado joven para haberse incorporado a nuestros trabajos como fueron demasiado jóvenes José Andrés de Molina y Julio Fernández-Sevilla, alumnos queridísimos! Pero el Cuestionario tuvo también su historia desastrada: en 1953 se celebró en Barcelona el Congreso de Filología Románica. Al parecer, don Juan Álvarez Delgado habló a don Rafael de Balbín de algún proyecto sobre la lengua de las Islas Canarias y Balbín pensó en un atlas, toda vez que las Islas no cupieron en el ALPI. Fui a la entrevista con toda la ilusión del mundo, llevé mi Cuestionario y las ganas de colaborar. Pero el Cuestionario no merecía sino algún desdén, se dejó olvidado sobre una silla y, al marcharnos, volví a recogerlo. Lo llevaba entre mis brazos como si fuera una criatura delicada. ¡Pobre cuestionario mío! Sin embargo, yo no sabía que en mis brazos emocionados llevaba ya el ALEICan que para mí estaba reservado. Y llevaba todo el amor sin límites que he ido acumulando para mis Islas.

Otra cuestión me dio no pocos problemas: cómo seleccionar los puntos de encuestas. Los procedimientos seguidos en los otros atlas o eran inviables desde el principio o eran caprichosos o de resultados incómodos. Hubo que proceder de manera diferente y los resultados fueron de total originalidad. La división de España en provincias es de 1833, y hubo retoques posteriores. Pero el legislador procedió con un criterio puramente utópico: cada uno de los ámbitos resultantes debería tener una zona montañosa, otra con un río importante y otra de llanura. Se buscaba así la autonomía económica de las provincias resultantes: con bosques y prados, con regadíos y con zonas para el cereal. Hipotéticamente la cosa tenía su lógica; lo malo es que si faltaba alguno de esos principios utópicos había que buscarlo donde estuviera, y las regiones obtenidas fueron de superficies disparatadas, con unos aspectos totalmente irregulares, con extensiones enormemente discrepantes y con accidentes geográficos que perturbaban la comunicación, frente a lo que ocurría en Francia con la división en departamentos. Las dificultades fueron acumulándose conforme las comunicaciones se hicieron más rápidas y los antiguos caminos dejaron paso a otras conexiones menos lentas. Nos encontrábamos con que todo el norte de Huelva se comunicaba mejor con Sevilla que con la capital, que la zona septentrional de Córdoba quedaba aislada por el desierto del Ovejo, que el nordeste de Jaén (incluso en el correo) era servido desde Granada, que los Vélez almerienses eran murcianos y no andaluces, etc. Quien tenía responsabilidad se dio cuenta de estos y otros mil motivos extendidos por toda la geografía española. Entonces (en 1834) inventaron los partidos judiciales: divisiones racionales dentro de las irracionalidades provinciales por cuanto eran superficies coherentes, con las mismas producciones, con las mismas necesidades, con una geografía humana partícipe de hechos idénticos. Entonces ya no partí de la división provincial, sino de otra mucho más aceptable que es el partido judicial. Mi selección de puntos se hizo a partir de esta unidad menor, pero coherente: elegir los puntos dentro del partido judicial me facilitó mucho la labor y sus resultados fueron luego cómodos de cartografiar; además me facilitaba un principio veraz: los municipios no eran entelequias, sino realidades existentes. No tuve nada que inventar, ni tuve nada que sacrificar. Elegí un 25 % de los núcleos habitados que respondía fielmente a la vida de unas gentes sobre la tierra. Por otra parte, la numeración de los puntos encuestados fue siempre idéntica (un máximo de cinco signos que bastarían para cualquier ampliación futura, sin tener que recurrir a nuevos y complicados procedimientos, como ocurrió en Gascuña, por ejemplo), y, respetando el principio de las provincias por medio de tres franjas horizontales (Norte, Centro, Sur) y dos verticales (Oriente y Occidente), se obtiene una sistematización clarísima, aunque sea para un desconocedor de la geografía andaluza; los tres dígitos de cada punto se identifican así; 1, 3, 5 (lugares occidentales), 2, 4, 6 (lugares orientales); 1 y 2, norte; 3 y 4, centro; 5 y 6, oriente. ¿Por qué centenas? Porque por muchos que sean los lugares que se incluyan en futuras investigaciones, nunca llegarán a la centena que por este procedimiento se pueden identificar. Ante cada número figura una o dos letras, es la sigla que cada provincia tiene en el Ministerio de Obras Públicas, con lo que pienso haber facilitado las identificaciones. Creo que un resultado de la viabilidad de los recursos utilizados es que ha sido seguido en un atlas de tan gran dominio como es el de Colombia.

Y ahora viene la más dura de las tareas, las encuestas en el campo, pero también el más estimulante de los trabajos. No voy a insistir en algo que ya he contado, pero sí quiero dejar todos los cabos bien amarrados. La selección de informantes la hicimos siempre con exigente rigor. Fuimos pueblo por pueblo y nuestros datos llenaban implacablemente los libros de preguntas. Vuelvo a referirme al estudio sobre el Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía, para no repetir. Sí quiero añadir algo, porque ha tenido una repercusión que llegó a ayer mismo. En 1955 adquirí un magnetófono de bolsillo con el que grabé unos minutos en cada pueblo. Los resultados fueron de escaso valor, pero sirvieron para descubrirme un nuevo aspecto de las encuestas dialectales: las conversaciones libres. A partir de entonces pedíamos a nuestros informantes que nos hablaran de cualquier cosa. Transcribíamos aquellos relatos y los guardábamos. Esas páginas estuvieron muchos años en nuestros archivos, hasta que un día, viniendo de Nueva York, en la obligada duermevela, pensé en aquellos materiales. Al llegar a Madrid, les quité el polvo, pergeñé lo que con ellos podía hacerse y escribí un largo prólogo. Salieron los Textos andaluces en transcripción fonética (1995), volumen de tamaño nada desdeñable en el que, junto a los transcriptores, colaboró Pilar García Mouton. Creo que es un volumen muy curioso, lleno de informaciones y, sobre todo, punto de partida para otros volúmenes que he preparado en el sudeste de Estados Unidos, en el norte de Méjico, en Yucatán y zonas limítrofes, en Paraguay, por citar sólo los libros concluidos. Encuestas, grabaciones, respuestas en vivo, compilaciones fonéticas, también esto se debe al ALEA.

En Salamanca, Zamora Vicente me recomendó que leyera un libro: Los aspectos geográficos del lenguaje, de Karl Jaberg. Es una obra deslumbradora. De ella he aprendido no poco, pero, además, de esa y otra monografía del maestro suizo. La geografía lingüística, que luego con Antonio Llorente traduje del alemán, supe la importancia que tiene también el estudio de los grandes núcleos urbanos en la geografía lingüística, y ahí están nuestras encuestas en las grandes ciudades con pluralidad de informantes (hombres y mujeres, cultos e ignaros, de barrios distintos): de ahí salió mi estudio Sevilla, macrocosmos lingüístico, que publiqué en el homenaje a don Ángel Rosenblat (1974), de ahí también una obra que surgió desvinculada de las encuestas de cualquier atlas, aunque afortunadamente, vinculada por otras sendas con uno de ellos. Hablo de mi libro Niveles socioculturales del habla de Las Palmas de Gran Canaria, libro pionero en el mundo hispánico, según el decir de Humberto López Morales. El trabajo sobre Sevilla quedó como una nueva posibilidad de la geografía lingüística: Rosenblat, como su maestro Amado Alonso, no era partidario del andalucismo en América. Lo discutimos abundantemente por carta y yo quise retirar mi trabajo para no discrepar de aquel hombre sabio y bueno que fue Rosenblat. Mi trabajo no era polémico, sino fríamente objetivo. Don Ángel me rogó que lo publicara, precisamente en su homenaje. Gran lección de humanidad y liberalidad, cosas que no suelen derrocharse por este mundo. Creo que la razón estaba conmigo, no porque fuera mía, sino porque la había tenido por suya don Ramón Menéndez Pidal y la han hecho propia, con no pocos argumentos, investigadores jóvenes como Juan Antonio Frago, y he incidido en ella con nuevas razones. Confío en que la cosa está clara, pero, en parte, nació como resultado de unos principios que practicaron Scheuermeier o Rohlfs. El ALEA servía también para una disciplina totalmente inédita entre nosotros, la sociolingüística. Fue Gregorio Salvador quien la aplicó estudiando el habla de Vertientes y Tarifa, y luego, con las encuestas de Puebla de don Fadrique pude seguir en el camino, pues el descubrimiento de la oposición del habla de hombres y mujeres había tenido una sorprendente realidad en los materiales del ALEA.

Hablar de las encuestas sería materia para hacer olvidar los cuentos de Scherezade. Algo he contado en El envés de la hoja; seleccionar informantes es un capítulo penoso y, a las veces, divertido. En Niebla busqué, como siempre, cobijo en el ayuntamiento. El alcalde dijo al alguacil que me ayudara. Lo de siempre: un hombre de unos 50 ó 60 años, con la dentadura completa, con muy poca instrucción y nacido en el pueblo. Hasta ahí todo bien. (Todo solía ir bien hasta que tropezaba con un munícipe que anotaba los requisitos. Entonces yo temblaba: indefectiblemente me traía al tonto del pueblo). El alguacil de Niebla no debía ser hombre dado a las elucubraciones metafísicas sino a las realidades pragmáticas: -«Tú, ven». Y levantó el labio al esperado sujeto. La reacción fue de arisco garañón: -«No ha nacido hombre que me empareje con un burro». El dialectólogo tuvo que templar muchas gaitas para que las cosas no pasaran a mayores. Pero las encuestas fueron saliendo sin más tropiezos que el de Jauja, donde el alcalde, don Antonio, me detuvo porque no era de cristianos eso de buscar palabras. Don Antonio me tuvo detenido junto a una cochinera hasta que llegó el cabo primero de la guardia civil. No, si su documentación está en orden. Sí, claro. Pero ¿qué le pasa al alcalde? Verá: hace unos días vino un chino que se mostró muy sabedor de cosas y enseñó a las autoridades diversos juegos. Todo iba bien hasta que el chino se levantó con los cuartos de todos y se llevó la honra de alguna pretendida doncella. «Comprenderá que Vd. trae quehaceres menos útiles para la república...» Sí, claro, tiene usted razón. En la estación de Bobadilla, donde según John Dos Passos, ocurren las cosas que no pasan en ningún otro sitio del mundo, me esperaba Gregorio Salvador. En el ABC del domingo, una página dedicada a Jauja y una foto pimpante de don Antonio, ejemplo vivo de los munícipes de la España eterna. ¡Lástima que se le ocurriera ejercer conmigo sus celos acumulados!

Tuvimos alguna parva ayuda, pues el Premio de la Fundación Juan March no daba para tanto: viajes, estancias, fotografías (unas 8000), jornales de los informantes. Pero llegó otro ángel en 1953. Se llamó Joaquín Pérez Villanueva. Era entonces Director General de Universidades y vino con su ministro a visitar Granada. Mi compañero Emilio Orozco (otra sombra generosa) había estado con él en la Magdalena. Emilio se me ofreció (inútil de mí, no sabía nada de nada) y me presentó a Pérez Villanueva. Nos hicimos amigos y arbitró durante unos pocos años 10000 pesetas para poder trabajar y hacer alguna publicación: Chlumsky, Giese, Salvador, Alvar. El trabajo quedaba asegurado y llegó a buen fin.

Preparar los materiales fue obra de años, pero todos los días cuatro o cinco horas de trabajo de Llorente y mío se iban quedando en el Seminario de nuestras cátedras; aunque también era tarea penosísima, se cumplió. Un día vino don Américo Castro y vio el trabajo: entonces dejó unas palabras que nos compensaban de otras a las que ya me he referido. El maestro dijo:

«Muy agradecido a la magnífica lección de optimismo dada por Manuel Alvar, Gregorio Salvador y Antonio Llorente. Está visto que en Andalucía puede cultivarse algo más que bellas y espléndidas ociosidades -y que siga la buena racha-.»


Granada, 1 setiembre de 1958.                


La verdad es que en el bajo mundo de los menestrales las cosas no pintaron tan mollares. El dibujante me llevó años y años por la calle de la amargura. No sé si en el cielo de la lingüística habrá indulgencias plenarias para los pacientes. De haberlas habré ganado, además, mi salvación eterna. Pero de otro tipo fueron mis encuentros y desencuentros con el grabador. En la Escuela de Estudios Americanos de Sevilla, que iba a imprimir el Atlas, me llevaron al artista de turno. Tras las presentaciones de rigor, escuché algo que me dejó estupefacto, habida cuenta de mi falta de imaginación: -«Porque yo, zoy mu rociero, zabe uhté, mu rociero». La verdad es que el contenido semántico se me escapaba por completo: ¿qué tendría que ver el atlas, las planchas de cinc y la «persona que acude a la romería del Rocío»? Ahora se puede comprobar: el volumen cuarto del ALEA se imprimió en 1965; el quinto, en 1972. Entre medio, siete años de tortura. El grabador cobraba por anticipado y, lo que son las cosas, eso no era estimulante sino enervante. El rociero no trabajó. Pero tampoco me quiso devolver los mapas. En mi desesperación recurrí a un famoso neurocirujano de Sevilla, fraternal amigo mío desde los lejanos tiempos del Instituto Goya de Zaragoza. El Dr. Albert interpuso a todas sus amistades y amenazó con una intervención legal. Al final conseguimos recuperar los mapas, pero el dinero -debía ser la acepción de rociero que yo no conocía- se quedó en las uñas renegridas de aquel grabador tan pío. Al final, todo acabó bien, como las comedias, y el tomo VI del ALEA, con muchísimas innovaciones, con mapas elaborados y con unas espléndidas fuentes de información, entró en el mundo de la lingüística.

Se me dirá qué ha aportado la obra a nuestras investigaciones. Podría repetir unas palabras de Guillermo Araya, el autor del Atlas del Sur de Chile: «el ALEA es para el mundo hispánico lo que el ALF para el románico». Acaso sea bastante, pero habíamos aportado muchísimo que no se entiende si no descendemos al mundo de las precisiones: creo que transcribimos medio millón de formas, establecimos multitud de hechos fonéticos ignorados, ordenamos los paradigmas verbales, fijamos infinidad de áreas de todo tipo y, según he ido enumerando, dimos vida al valor de los textos lingüísticos con rigurosa transcripción fonética y estudiamos el significado de la semiología en función de la dialectología (oposición del habla de hombres y mujeres, estructura urbana y fenómenos lingüísticos, proyección de Andalucía hacia el mundo americano y participación en la norma que vino a crear el español del Nuevo Mundo). Del ALEA procede el ALEICan y no pocos intercambios con el atlas de Colombia y el desarrollo del atlas de Hispanoamérica en el que trabajo ahora. No sé si es bastante, pero hemos visto el conservadurismo del léxico frente a la modernidad, relativa, de los hechos fonéticos, y esto me llevó a unos hallazgos que -mutatis mutandi- ya sabíamos por Aebischer para Italia o Gilliéron para Francia: la continuidad geográfica de los hechos dialectales. Y si los derivados de amyndula persisten en las formas italianas de mil años después, si lapin o blaireau están en su sitio quinientos años más tarde, resulta que el Vocabulario de Nebrija procede del habla sevillana con cinco siglos de diferencia, que podemos saber qué molinos conoció Elio Antonio por lo que nos dice el ALEA, qué motivos etnográficos que figuran en el Marcos de Obregón tienen su continuidad en la Andalucía actual, incluso cuando ya han desaparecido de zonas italianas en las que vivían en el siglo XVIII, si nos atenemos a los cuadros de ese siglo. Por si no bastara, azudas, añeclines, ruedas de agua, tahonas, mayales y otros mil artilugios manifiestan la vitalidad actual cuando deberíamos pensar en su desaparición. Esto es lo que vemos. También hay quien no quiere ver, porque también es cierto lo que dijo Caro Baroja, hombre independiente y sabio:

«Esta es la hora que en España apenas se han escrito comentarios sobre el Atlas, cuando cualquier libérculo merece glosas en periódicos y revistas [...] y no quiero pensar que la parvedad de comentarios se debe a motivos particulares y poco decentes, aunque es conocido que las grandes obras producen cierto tipo de tristeza a algunos profesionales que pueden capere taedium con el éxito ajeno».


Alguna vez hay que decir verdades: como el saqueo que se ha hecho del ALEA, sin mencionarlo, la degradación a la que se me ha querido someter haciéndome colaborador de mis colaboradores (jamás ignoro deudas ni dejo de reconocer gratitudes), haciéndome ser operario del ALEICan, robándome en enero de 1997 la autoría de la obra. Pero, también es cierto, ¿y la emoción de tantos y tantos reconocimientos? La he manifestado cada vez que ha llegado y ahí quedan honores a los que jamás aspiré y que me ha concedido la generosidad ajena. La voz del entendimiento me hace ser muy comedido.

He querido dejar constancia de los hombres que iluminaron mis primeros pasos. Al acodarme de nuevo al alféizar de mis recuerdos siento una honda emoción: maestros y amigos a cuyo lado caminé, hoy los veo pasar como una lenta procesión de sombras. Cuando Virgilio, en el libro VI de la Eneida, cuenta el encuentro de Anquises y Palinuro, deja aquel escalofriante cuadro en el que las bocas hablan, pero las palabras no se articulan porque los dos héroes son sombras inanes. Hoy hubiera querido encontrarme con el cortejo que he hecho pasar ante nuestros ojos y hacerle tener el calor de la vida: más allá de sus pisadas terrenas han dejado su presencia apasionada en el ALEA por más que acaso no llegaran ellos a saber nada de él. ¿Es que Jaberg, cuando en 1955 habló de los atlas de grandes y pequeños dominios, iba a sospechar que hoy se encontraría entre nosotros porque aquel ALEA que él saludó estaba anunciándose? No sé si he conseguido hablar con el tono adecuado: he intentado ser objetivo -de eso puedo dar fe sin que se me pueda exigir juramento-. He tenido que hablar de mí, lo que es grato cuando evocamos nuestra vida de hace medio siglo, desapacible cuando salta el áspero pronombre. Pido perdón y recuerdo aquello que dijo Díaz Cañavate en la Historia de una taberna: «hablo de mí, porque de los demás hablan las porteras». Si hay algo positivo es del ALEA, no mío, que no he sido otra cosa que el timonel que ha guiado la navecilla o el escribano que ha ido levantando actas. Recordar es un don preclaro; tal vez, recordar lo que uno hizo bastante antes de los treinta años es harto amargo cuando se ve cómo los años se acortan. Yo quisiera acabar con unas palabras de Kurt Baldinger. Desearía separar el elogio de la persona y entregar para el ALEA lo que el gran romanista dejó escrito:

«España sólo dispone hasta ahora de un primer tomo de atlas lingüístico poco afortunado [...] afortunadamente Manuel Alvar ha salvado la honra de España con sus atlas regionales».






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