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Para una lectura de «Facundo», de Domingo F. Sarmiento

Noé Jitrik






- I -

Doble es la importancia que tiene el Facundo en la cultura argentina: por un lado, tiene importancia ideológica; por el otro, literaria. Es evidente que, en la primera de sus vertientes, sus tesis y aun sus fórmulas están incorporadas a toda una línea de pensamiento, el liberalismo, que ha dado la estructura mental al país; en el otro campo, ya no se discute tampoco que, hasta la aparición de Martí, no hay escritura como la suya en toda el área hispánica durante el siglo XIX, una escritura que, como la de Martí es creación, es expresión, es posibilidad.

En virtud de estas dos consideraciones se comprende muy bien la oportunidad de una nueva lectura: si se quiere considerar críticamente el pasado argentino así como la evolución ideológico-política que se ha operado en el país, si se quiere reconocer uno de los momentos iniciales y de gestación de un lenguaje argentino -que es la forma argentina de entenderse- la lectura del Facundo es indispensable, como lo es la de Martín Fierro, la de Mansilla, la de Sánchez, Quiroga, Gálvez y Borges. Pero una lectura crítica: décadas de endiosamiento liberal han sacralizado ese texto y lo han matado; décadas de imperio social, intelectual y político han querido impedir el examen de lo que dice y de lo que deja de decir y, sobre todo, de lo que en cada mentalidad argentina es repetición de sus fórmulas. Y bien, creo que corresponde enfrentarse con la sacralidad, cuyos diversos rostros son las maneras más o menos institucionalizadas de negar lo que realmente puede significar y haber significado un texto como éste en la vida activa de una sociedad.

Ahora bien, toda la lectura que no sea alienada es enriquecedora, pero una lectura hecha en un contexto adecuado puede convertirse de inmediato en una lectura crítica mientras que cuando el texto está sostenido desde el exterior, desde todos los costados «sociales» e intelectuales, cuando sus frases, como «Civilización y barbarie», por ejemplo, se han convertido en lugares comunes que se emplean casi sin reflexión como si fueran instrumentos interpretativos indiscutibles, es necesario un cierto trabajo de desmonte -que es función de la crítica- es necesario un trabajo que al desmitificar lo que está agregado desde fuera, puede permitir una resurrección del texto, una lectura más verdadera. No se trata, como pretenden ciertos nacionalistas, de cambiar los signos y decir que lo que para Sarmiento es mentira, en realidad es verdad y a la inversa, ni que el Facundo es un mero conjunto de patrañas perversamente hiladas: así como la ideología sarmientina debe ser superada, porque ahí está la realidad del libro para comprender ante todo lo que su autor ha querido decir, en qué medida lo ha dicho o lo ha ocultado, cómo ese mensaje ha cobrado cuerpo hasta integrar una ideología, la del liberalismo, de qué modo sus proposiciones permanecen enquistadas en el pensamiento liberal superviviente como si una metafísica estuviera propuesta, en qué consiste lo literario que no es, como gritan algunos, mera manía fabulatoria sino una insólita experiencia original de lenguaje.

Es claro que este conjunto de objetivos es aplicable total o parcialmente a cualquier obra; el Facundo ofrece, por su lado, posibilidades privilegiadas de realizar esta empresa crítica que no tiene que ser obra de un «crítico» sino resultado de toda lectura creadora, no cristalizada. Con el estudio que voy a presentar me propongo colaborar en esa «empresa» por lo cual la forma del necesario desmonte consistirá fundamentalmente en la presentación de líneas y direcciones que desarrolladas o rebatidas por los lectores pueden ayudarles a crear su propia imagen de lo que es este libro principal.




- II -

Para empezar, recordemos que el Facundo surgió a la existencia en mayo de 1845, en Santiago de Chile. Su autor era bastante conocido en el medio chileno; había publicado una biografía del caudillo mendocino Fray Félix Aldao pero lo que expresa mejor que nada su situación en esa ciudad es un folleto de 1843 titulado Mi defensa. ¿Y cuál es su situación en Santiago en esos años? Es un extranjero útil, porque -manía perdurable- funda escuelas, pero molesto, porque promueve polémicas -sobre el romanticismo, sobre la ortografía, sobre todos los problemas imaginables, con los dignatarios más altos de la cultura, como Andrés Bello, con los plumíferos más insignificantes, como Godoy- y comprometido porque desde los periódicos trabaja para el partido conservador que por añadidura está en el gobierno. Apasionado y violento, se introduce en la sociedad chilena y en sus problemas de la misma manera en que lo hizo pocos años antes en San Juan donde su militancia tuvo el sentido que a la lucha política le habían dado Esteban Echeverría y sus amigos desde la Asociación de Mayo, creada en 1838 cuando el rosismo entra en su etapa más dura. Emigrado de su patria porque el caudillismo está encerrado en sí mismo y no puede ya recibir ideas, la vida chilena se le presenta como un campo de acción conflictivo pero posible y real. Algo «ciudadano universal» toma a Chile como si fuera su propia patria, gesto que, como es previsible, le crea enemigos; xenófobos o prudentes, algunos chilenos rechazan sus innovaciones «civilizadas», su apoyo al gobierno, su virulencia verbal, su agudeza en la observación de tipos y costumbres mediante la cual trata de comprender «científicamente»1 ese país. Los ataques arrecian, las calumnias se precipitan y todo ese clima depresivo lo obliga a hablar de sí mismo en su primer y vibrante folleto Mi defensa. Tal vez durante toda su vida repitió ese gesto: lo más característico de su personalidad es la apología, que por un lado se inscribe en el vigoroso individualismo del siglo XIX y, por el otro, indica su consustanciación con lo colectivo, la Patria misma.

Se le reprocha sobre todo que apoye a los conservadores contra los liberales: argumenta que éstos favorecen la anarquía, él está por el orden, sostiene que el «socialismo», tal como aparece en su maestro Alexis de Tocqueville, está garantizado por hombres como Bulnes y Montt y no por los díscolos opositores, émulos de los caudillos argentinos que tanto detesta. Es curiosa esta opción y sus fundamentos; en todo caso, convive con su idea de libertad, convivencia que reaparece en los más diversos niveles: soñador y autoritario, innovador y ordenado, apasionado y contenido. No creo estar muy lejos de la realidad si digo que este tironeo es constante en toda su existencia y marca tanto su escritura como su vida privada pasando aun por su concepción del gobierno. Sin duda que tendré oportunidad de volver sobre este doble movimiento, tan ilustrativo de su temperamento.

Hacia 1845 se anuncia la visita de un embajador de Rosas a Chile; no es un secreto que su propósito es neutralizar la acción de los emigrados. Sarmiento, que tiene entonces 34 años, toma esta misión como cosa propia, se siente obligado a conjurar sus efectos. Se trata de advertir en primera instancia al gobierno chileno, luego al pueblo de ese país. Los medios de acción son pocos a pesar de todas sus vinculaciones y el apoyo del ministro Montt pero está el periodismo en el cual se ha ejercitado largamente, por lo menos cinco o seis años: la reunión de estas circunstancias da lugar al Facundo que, como otras obras importantes, llega al público en forma de un folletín que aparece casi durante tres meses en el diario El Progreso. Sin duda que nadie, ni el autor, pensó que esos apurados capítulos podían crecer y desbordar la precariedad de su marco: la eficacia hizo elegir el instrumento y lo demás vino por añadidura. Pero esto no debería extrañarnos: hay que tener en cuenta que el periódico constituía acaso más que el libro el vehículo que llevaba a ciudadanos recién despiertos a la vida política e intelectual y, por otra parte, el folletín cumplía una función específica de difusión; además, para contrarrestar el argumento de la improvisación que se desprende naturalmente del hecho folletinesco, hay que hacer notar que Sarmiento tenía ya resuelto el esquema general de una biografía de un caudillo puesto que había escrito sobre las biografías, y había hecho la de Aldao (comparadas pareciera que el Facundo es una ampliación de la primera); además, gracias al costumbrismo -retratos de tipos populares y descripción de ambientes- con el cual se acercó a diversas formas de la sociedad chilena, debía tener, como lo sostiene Noël Salomon2, preparadas algunas de las páginas que luego serían consideradas las más perdurables de su libro, a saber el retrato del rastreador, del baqueano, del cantor, del gaucho malo. Sea como fuere y a pesar de todo, es sorprendente que un trabajo así se haya hecho en tan estrechos límites: lo sorprendente es su unidad, su concentración ideológica, la complejidad de los planos que se entrelazan y prometen una riqueza todavía vigente.

Para llevar a cabo su propósito le faltaban datos, el relleno para una disposición que era ya casi un esquema, pero tenía lo principal, a saber la idea de que el caudillo, cuya imagen era el más impresionante de sus recuerdos infantiles, era un hombre representativo, que las penurias vividas por la joven nación podían resumirse y explicarse por estos hombres, una verdadera pululación cuya génesis Sarmiento no quería ni podía ver porque desde su mirada «ilustrada», «culta», «europea», sólo los veía como manifestación pura de un concepto, la «barbarie». Pero Sarmiento está alejado del teatro de las acciones, no conoce ni tiene acceso a los archivos, nunca se ha movido de los alrededores de la cordillera de los Andes, hace diez años que Facundo Quiroga ha sido asesinado; debe llenar todos esos huecos y lo hace urgentemente, superficialmente quizá: recoge testimonios de arrieros, canciones anónimas sobre Facundo (que ya es un mito), escribe cartas y recibe respuestas sobre aspectos de su conducta, consulta libros que describen paisajes que no conoce, exhuma sus lecturas; ese material se pone en movimiento y se organiza y, en la mayor parte de los casos, los resultados de esa organización no coinciden con la realidad o bien, vistos desde otra perspectiva, presentan ciertos efectos de estilo (así, por ejemplo, el culminante momento del asesinato de Quiroga es descripto rápidamente, sin detenerse, como si el detalle le resultara excesivo para una situación que sin embargo podía exigirlo; la discreción, en cambio, se explica por la insuficiencia de los datos. Y sin embargo, el retrato es viviente y poderoso, un soplo épico se desprende de sus páginas, muchas de las cuales, en cuanto a la verdad histórica, no resisten el cotejo con los documentos.

Sarmiento es consciente de su premura y se excusa ante los lectores; además promete ajustar, rectificar, corregir. En efecto, nunca lo hizo completamente; sí, cuestiones gramaticales, ciertas exageraciones especialmente indicadas por Valentín Alsina, pero véase en qué sentido lo hizo: Alsina le reprocha que hable de 10.000 estancias en la provincia de Buenos Aires cuando con sólo 100 la pampa ya no sería pampa; entonces Sarmiento corrige y en la segunda edición pone 1.000. En lo sustancial, el Facundo permaneció intocado salvo importantes amputaciones que se producen en la segunda (1851) y tercera edición (1868). Este aspecto de la cuestión es menos anecdótico y erudito de lo que parece: falta en ambas ediciones lo mismo, la Introducción y los dos últimos capítulos.

La omisión es significativa y vale la pena detenerse en ella: la Introducción («Sombra terrible de Facundo voi a evocarte...») encierra su profesión de fe anticaudillesca y en los capítulos finales se adelantan ciertas ideas sobre organización nacional, desde el problema de la capitalización de Buenos Aires -fuente de conflictos- hasta las futuras formas de gobierno del país. Los estudiosos de su obra (Cf. Emilio Azzarini, «La edición del Facundo, de Sarmiento, hecha por la Universidad Nacional de La Plata», en Sarmiento, Universidad Nacional de La Plata, 1939) hacen notar que estas ediciones coinciden con acontecimientos políticos: en 1851 la coalición que va a liquidar a Rosas está armada y su jefe es Urquiza, un caudillo federal; por otro lado, hay de todo en esa coalición e insistir sobre problemas de gobierno atentaría contra la mínima unidad indispensable para voltear a Rosas. Con las supresiones queda lo más objetivo o aquello en torno de lo cual políticamente todo el mundo está más o menos de acuerdo, a saber el color local, el paisaje, la tesis intelectual general, la figura de Facundo -ya muerto, y la de Rosas-; ya condenada y a punto de desaparecer. Todo esto quiere decir que sacrificó la unidad del libro a circunstancias políticas, gesto que si por un lado puede ser visto como defección literaria por el otro nos restituye al momento inicial de la elaboración, igualmente circunstancial, aunque en todo caso, y esto es lo más interesante, es una indicación más de un juego entre literatura y política, entre espontaneidad y conveniencia. No ha de ser abusivo añadir estas parejas de conceptos a las señaladas más arriba, como una especificación del mecanismo fundamental de tensiones característico de Sarmiento. Pero su abundancia genial hallaba soluciones supletorias: al mismo tiempo que la segunda edición publicó Argirópolis donde propone la isla de Martín García como capital del país, en vez de esa discutida Buenos Aires. En 1868 diferentes razones lo llevan a persistir en la amputación; ahora es candidato a Presidente de la República y su compañero de fórmula es Adolfo Alsina, dirigente autonomista, lo que quiere decir heredero de las masas populares rosistas que habían quedado sin orientación. Se comprende su prudencia, no quería ofender a su aliado con reminiscencias antipáticas ni con programas demasiado rígidos, se trataba ante todo de llegar.




- III -

Si he hecho hincapié en estas cuestiones es porque giran en torno a un hecho esencial, el del carácter del libro y la conducta que Sarmiento pudo haber tenido frente a él. Antes de la edición de 1868 le admitió a Vélez Sarfield que el «Facundo» era «mentira», pero que esa mentira era más valiosa que la verdad. De ahí, creo, han partido los críticos nacionalistas (como De Paoli) para negar el valor de la totalidad del libro. Más apasionante es otra implicación: dicha «mentira» de la que es consciente y que aparece ya en el momento de la escritura (por la forma de acumular datos e interpretaciones) puede ponerse en la cuenta de lo literario, es lo creativo de la empresa; ese propósito fue asumido por el propio Sarmiento que pretendía hacer del mítico Facundo el Macbeth americano, y con esa figura inaugurar la literatura nacional; también, en cuanto se niega a corregir las exageraciones que son, ya se sabe, uno de los instrumentos más poderosos de la literatura, muestra que esta dimensión le es propia pero del mismo modo sacrifica páginas a razones políticas, subordina la palabra total a la conveniencia porque cree al mismo tiempo que su obra cumple una función social, que sirve claramente para orientar. Otra contradicción más, en efecto, que se reúne con todas las que ya he ubicado y que forman entre todas un verdadero sistema cuya existencia y dinamismo pueden vincularse con el romanticismo, por cierto, aunque más productivo será considerarlo en relación con sus objetivos intelectuales: la contradicción aparece porque se impone hacerlo todo al mismo tiempo, atacar al enemigo, crear una doctrina, fundar una expresión. Desde luego, este es un proyecto que podemos conectar con la omnipotencia característica de los fundadores de naciones o de sistemas. Pero también este proyecto de hacerlo todo al mismo tiempo se traspasa al carácter del libro, tema que ofrece mucho material de discusión a los estudiosos.

En efecto, si nos detenemos un instante, ¿qué es el Facundo? Parece una biografía, a primera vista lo es, pero es también un libro de historia, pero es también un conjunto de cuadros de costumbres, aunque sea parcialmente, y también novela y también incipiente sociología y ensayo a la manera tradicional -después de Sarmiento- latinoamericana. Diversos géneros y especies literarias que se superponen y se entremezclan, unos se enroscan a los otros y ninguno define la ecuación. De ella podemos decir que tiene la complejidad que hallamos en el proyecto humano del autor mismo, un cabal representante de su tiempo pero también un fervoroso adepto a la forma de conocimiento de su época, un individuo que se presenta a sí mismo como el producto ideal de la concentración de tendencias más eminentes y consagradas de la época, aunque sean contradictorias o, mejor dicho, aunque engendren contradicciones.

Me parece que el problema del género del Facundo se resuelve en lo literario: prima el nivel en el que la palabra hace caso omiso de toda categoría formal previa y crea su propio sistema, que no es un nuevo género, sino la organización verbal de una experiencia completa. Algunas precisiones podrían robustecer esta idea; hemos mencionado ya -y señalado sus alcances- las ideas de mentira y exageración; podemos agregar a ellas otras categorías coadyuvantes, así por ejemplo el hecho de que a pesar de que hay tesis, no hay un verdadero aparato demostrativo sino un conjunto de técnicas de seducción y convencimiento, una manera de ejercer presión sobre el lector para fascinarlo y arrastrarlo. Sobre esto podría decirse mucho, baste la afirmación de que lo literario constituye el depósito de la verdadera riqueza del libro, la mayor lección que de él se puede extraer. Tema discutible, que ha hecho hablar mucho: para algunos, «literatura» parece ser sinónimo de habilidad para deformar la «verdad» política, bellas palabras felonas; para otros, como Martínez Estrada, la riqueza literaria es también la verdad del Facundo, pero es una verdad que se sitúa en lo político y que enfrenta victoriosamente todas las acusaciones de mentira política. Yo creo que esta cuestión puede ser vista de otro modo: la verdad del Facundo es esencialmente literaria y las significaciones que esconde su palabra tienen la forma particular que Sarmiento ha podido articular; desde luego, se vinculan con sistemas de pensamiento que pueden llegar a definirse pero no por eso implican un pasaje a la «verdad», políticamente hablando. Diría, en cambio, que el Facundo nos muestra excelentemente cierta estructura ideológica pero también todo lo que hay que rechazar en ella, su verdad es al mismo tiempo «su» propuesta y lo que no puede aceptarse de ella como una verdad general que, haciendo lo contrario, los liberales han impuesto al pensamiento nacional desde la caída de Rosas hasta prácticamente nuestros días.

Y bien, todo esto quiere decir que podemos intentar una entrada en el Facundo desde nuevas perspectivas: buscar en los pliegues y repliegues de su palabra nos puede permitir el acceso a su mundo de significaciones, ordenar la materia literaria para desnudarla y ver qué resto queda en su cualidad transformada. Pero antes que nada habrá que acercarse a la organización de esa palabra como el primer paso a cumplir. Me propongo hacer algunas indicaciones en este sentido, pero como eso me arrastrará forzosamente a un análisis estructural no lo quiero empezar sin antes agotar una idea esbozada al principio, la de que Facundo está en la fundación del liberalismo argentino. Esta cuestión constituye un tema importante para América latina pero además es importante porque pueden encontrarse algunas escisiones entre las formulaciones explícitas del liberalismo y el campo significativo que la concreta expresión de esta doctrina pone en juego.




- IV -

Tres son las obras fundadoras del liberalismo argentino: El Dogma Socialista, de Esteban Echeverría, elaboración de las ideas expresadas en las lecturas del Salón Literario y en el Credo de la Joven Argentina las Bases, de Juan Bautista Alberdi, desarrollo a su vez, del Fragmento preliminar al estudio del derecho, de 1837 y el Facundo. Entre las tres se crea un sistema cuya institucionalización más estridente es la Constitución de la Nación Argentina de 1853. Pero veamos las cosas de más cerca: el sistema se compone de varios elementos que aparecen en la Constitución pero que estaban en esos libros, tal como, por ejemplo, la idea de organización republicana, la idea de conciencia nacional, la idea de libertades y garantías individuales, la idea de la propiedad, la idea del Estado como arbitro activo. Estas ideas son resultado de un proceso relativamente lento: su origen reside, sin duda, en la filosofía iluminista que promueve la Revolución Francesa con sus conocidos «Derechos del Hombre» y del «Ciudadano» pero sus presupuestos originales están atravesados, en nuestras tres obras, por dos experiencias filosóficas posteriores: el eclecticismo (mezcla de hegelianismo y de racionalismo clásico, filosofía de la restauración posnapoleónica) y el socialismo utópico. Nuestros pensadores se forman, se alimentan de esas tres fuentes pero en verdad toman elementos de sus maestros, no los copian íntegramente. Para ellos el problema no es una fidelidad intelectual sino dar una fisonomía a un país que sólo tiene la del caos para lo cual se valen de todo lo que pueda llevarlos a ese fin.

En cuanto a Sarmiento, toma de esos pensadores algunos temas que aparecen en el Facundo (el del «hombre representativo», el de la guerra social que traduce por «Civilización y Barbarie», el del finalismo en la historia), pero sobre todo lo que le parece lo más «científico», es decir un método que tiene que resultar muy eficaz y que implica el gran hallazgo de un Tocqueville, a quien Sarmiento propone en el Facundo como un modelo, a saber la aleación de literatura con ciencia, fórmula que da salida a las dos tendencias intelectuales preponderantes en la primera mitad del siglo XIX: el expresionismo romántico, en plena vigencia, y la experimentación que está dando lugar a tanto hallazgo fundamental. Esta aleación -de valor metodológico sobre todo- se manifiesta parcialmente en los «retratos» costumbristas y en el cultivo del género biográfico, sin contar con las solemnes declaraciones de adhesión a la ciencia. Pero, sobre todo, se manifiesta en la creencia en la objetividad del análisis, en el rigor con que se está reconociendo la realidad. Y bien, el cientificismo de la «objetividad» constituye la piedra de toque del pasaje de lo metodológico a lo ideológico: los resultados de un examen hecho sobre esta base serán unívocos, no se trata de opiniones, no son tolerables tampoco las discrepancias. En esto consiste la ideologización del método porque a pesar de las garantías de rigor que se ofrecen el examen, como no puede ser de otro modo, se hace con ciertos elementos que, por su lado, tienen una determinación; en el caso de Sarmiento, como en el de Echeverría, la determinación es doble: por un lado, un punto de partida culturalista (ya tradicional, en el que han sido formados y al que adhieren y que procede de la Revolución de Mayo afirmándose luego en la obra de Bernardino Rivadavia) con todo lo que el culturalismo implica o exige; por el otro, ya está plenamente admitida por ambos la idea de que toda sociabilidad, todo socialismo, debe reposar sobre una clase que no se define en sus escritos por medio de la terminología corriente pero que por los rasgos que se le atribuyen es la burguesía, en ese momento todavía en estado embrionario o preliminar; esa clase, además, no debe aislarse en una pretensión de autonomía sino que debe universalizarse para lograr los fines trascendentes a que se la destina, debe integrarse a circuitos más amplios, justificados por la cultura y el progreso, otra idea de fondo esta última también en la constelación mental de esa gente. Todas estas determinantes de la aplicación del método configuran un sistema, el mismo sobre el que se recorta el naciente capitalismo europeo que está sirviendo de modelo general para dar forma a lo que por el momento es utopía pero que servirá luego para organizar la realidad, cuando la oportunidad se presente. Sobre estos elementos actúa el principio científico y organiza el resto del análisis: los resultados son temas tan remanidos actualmente como las garantías a la propiedad, el aliento a las inversiones y a la inmigración extranjeras, la suplantación del criollo por el elemento civilizado europeo, la educación popular, el orden, la modernidad, la adhesión a normas culturales prestigiosas, la creencia en un destino privilegiado. Todo esto configura el programa del liberalismo y, en cierto modo, también explica su génesis y su fuerza tanto intelectual como política.

Por cierto que este esquema es elemental pero lo menos que puede decirse de él es que funcionó, no sólo porque consiguió institucionalizarse, como se ha dicho, sino porque conformó una actitud tan segura de sí misma y de su capacidad de examen que los resultados del análisis pasaron a afirmarse como esencias. De donde, los liberales se sintieron igualmente esenciales, fueron ellos mismos el país en la medida en que lo «comprendían», lo poseían y le trataban de sacar de encima todo lo que se oponía al «progreso». Justamente, es un buen ejemplo de esa esencialización la fórmula «Civilización y barbarie»: pareciera que define un conflicto latinoamericano de carácter metafísico, quienes todavía la usan (para condenar ya sea el nacionalismo boliviano como el peronismo argentino como el comunismo cubano) parecieran estar investidos de un instrumento que los acerca directamente al fondo de las cosas, a la modalidad única de los conflictos. En cambio, es una fórmula que no supera el nivel de la metodología del liberalismo que se reduce, en definitiva, a concentrar en fórmulas verbales toda la riqueza conflictiva de la realidad.

Pero digamos algo más sobre esta actitud: es claro que cuando se atiende a las fórmulas, a las palabras y al sistema teniéndose en cuenta que los que las están formalizando son exiliados, perseguidos, brillantes, casi geniales, heroicos y sacrificados, puede muy bien no percibirse el conjunto de significados que dicho arsenal encubre; pero ocurre que después que cayó Rosas estos mismos teóricos hicieron pasar esa «actitud» a un campo bien concreto en cuanto constituyeron una de las alas, la ilustrada y dirigente, de la burguesía argentina cuyos diferentes sectores no tardaron en comprender el valor instrumental de esas ideas. Buenos Aires, emporio preburgués, adhirió en seguida a ellas y con Mitre las impuso haciendo que todos los sectores económicos entraran en el coherente plan de conjunto que más propiamente podemos designar como liberalismo. Resultado de esa fusión es el triunfo en el año 80 de la alta burguesía liberal argentina, terrateniente, comerciante e intelectual y, consecuentemente, el ingreso del país en la órbita económica británica y en el liberal concepto de la división internacional del trabajo en el cual a nuestro país le estaba reservado el humillado papel de proveedor de materias primas quizás hasta el fin de los tiempos.




- V -

Pero, en rigor de verdad, el Facundo no se reduce a ese entusiasmo ideológico, aunque lo mantuvo y lo sigue avivando; es también, y fundamentalmente, palabra literaria a la cual conviene que nos acerquemos si es posible sistemáticamente. Es el momento, entonces, de comenzar el acercamiento estructural que anuncié un poco más arriba.

Recordemos ante todo que la obra está dividida en tres partes: la primera se refiere al paisaje, la segunda traza la biografía, la tercera teoriza sobre la organización política del país. Esta división, que tiene en cuenta las exigencias intelectuales de la época, presenta el orden de exposición que se entiende como lógico y necesario de acuerdo con cierta estructura de pensamiento. Dicho de otro modo, cada una de estas partes gira en torno a un gran tema, el del mundo, el del hombre y el de la nación, que tienen su origen en la filosofía iluminista. Ya se sabe el valor revolucionario que tuvieron ciertas ideas de dicha filosofía: la idea de la libertad humana contra todo lazo feudal, la idea de la apropiación de la naturaleza amorfa por obra de la razón humana, la idea del contrato social como creación de una nueva entidad, inconcebible en la época feudal. Estas ideas llegan en ese mismo orden al Río de la Plata y provocan o expresan el sentimiento revolucionario criollo; después, en virtud de la experiencia romántica, ese orden cambia: importa más y ante todo el paisaje, que es una zona de descubrimiento y conquista del espíritu, luego el hombre, en cuya determinación del origen se encuentra el concepto de «pueblo» y la noción fecunda de historia como relación de sentidos y, finalmente, la nación como persecución de una conciencia nacional por medio de la reflexión. El filósofo argentino Juan Luis Guerrero hace una analogía entre este pasaje y el cambio que se opera en el teatro3: en la tragedia clásica impera la voz humana y el mundo está presentado en el decorado a la medida de los desplazamientos del protagonista mientras que en el romanticismo la naturaleza invade el escenario, el personaje se desprende de ella para evolucionar. Sarmiento se inscribe en este último esquema que le sirve por un lado para establecer su teoría del medio como productor de tipos humanos, luego para descubrir en la historia de su personaje la sustancia cultural en la que toda barbarie. De estas conclusiones se desprenden otras: describir una zona real, la pampa, deformada por la barbarie. De estas conclusiones se desprenden otras: gobernar es poblar, gobernar es educar, gobernar es organizar la libertad, corolario de los desarrollos de cada una de las partes. Pero la idea de barbarie tiene tal peso que en la realización de tal programa los objetivos aparecen maculados: para poblar (con extranjeros) hay que erradicar a los naturales, marcados por la barbarie; para educar hay que asegurar la paz y la tranquilidad, es decir hay que reprimir, para organizar la libertad hay que eliminar la anarquía. El liberalismo llega de este modo al extremo de sus objetivos pero a través del andamiaje estructural de su discurso mismo.

Pero si este primer abordaje a partir de la tripartición tiene algún interés es porque pone de relieve una idea de organización del texto de la cual surgen ciertos significados. ¿Será éste el único módulo constructivo del Facundo? ¿No habrá otros fuera de él? Creo que sí, creo que existen otros dos núcleos cuyo desarrollo ha podido engendrar, a través de mediaciones, la estructura de este libro. El primero de ellos es de carácter intelectual: la fórmula «civilización y barbarie» como desencadenante; el segundo es de orden expresivo, reside en la escritura. Vamos a ir por turno.

Hasta qué punto es importante el dilema «Civilización y barbarie» nos lo indica, de entrada, el primer título que tuvo la obra: Civilización y barbarie en las pampas argentinas y, como subtítulo, Vida de Juan Facundo Quiroga. En las ediciones sucesivas se va produciendo una inversión de los términos y prima, sintéticamente, el título de Facundo. No obstante, la fórmula no desaparece de la memoria cultural. Pareciera, al cabo de los años, que lo biográfico terminó por predominar sobre lo puramente intelectual apriorístico lo que de ninguna manera borra el hecho de que lo intelectual apriorístico haya estado presente de entrada y de una manera activa. ¿Pero de dónde viene la fórmula? Parece ser una trasposición de los términos en que Fortoul, un utopista discípulo de Saint-Simon, habla de la guerra social, tema que también se encuentra en Victor Cousin. ¿Anticipos quizá del esquema de la lucha de clases explicado por Carlos Marx un poco después? Para Sarmiento, por cierto, la guerra social no es de clases ni de grupos sino de los elementos campesinos contra los urbanos. Pero la fuente no es única: las lecturas de Fenimore Cooper que en sus novelas La Pradera y El último de los mohicanos describe la lucha entre los conquistadores blancos del Este contra los indios que ocupan el Centro y el Oeste norteamericano le sugieren también este concepto: aquí los indios son los gauchos y los yanquis son los unitarios u hombres cultos. El concepto se impone a su espíritu como una verdadera solución, como la clave que le permite ordenar tanto las imágenes del caudillismo que lo asedian como las esperanzas difusas que lo animan y también la caótica realidad frente a la cual tiene reacciones pero no respuestas. «Civilización y barbarie» ordena todo, prepara la aparición de un sistema y, lo principal, permite que la obra tome forma.

En consecuencia, aplica esta idea que en principio se nos aparece trazando una red relativamente clara: no nos explica qué es la «civilización» ni qué es la «barbarie», sólo nos dice que la primera tiene como residencia las ciudades, la segunda las campañas; al describir unas y otras los términos van alcanzando su precisión; a continuación ciudades y campañas se especifican en sus productos principales: el General Paz como producto urbano, Facundo como producto campesino.

La relación entre ambos términos es de oposición y engendra una escritura altamente dinámica pues en la necesidad de justificarla cada término tiene que ser explicado forzosamente. Este mecanismo, muy creativo en Sarmiento -menos en Mármol aunque igualmente muy revelador- tiene consecuencias que voy a precisar pero antes quiero decir que no es por inadvertencia ni defecto ni limitación que Sarmiento se vale de las oposiciones; al contrario, es una manera de situar un objeto y reconocerlo, constituye un método de conocimiento que tiene raíces hegelianas aunque, en la medida en que la oposición prevé el triunfo de uno de los términos opuestos, se aleja de la idea de síntesis que corona el método del filósofo alemán, vagamente conocido por la generación del 37 a través de los conceptos que el eclecticismo le tomó en préstamo y que, por cierto, diluyó.

Pero volviendo al sistema oposicional sarmientino se puede ver que el desarrollo de los términos de una pareja cualquiera crea nuevas oposiciones: de este modo, el concepto de «ciudad», por ejemplo, lleva al concepto de Europa y el de «campaña» al de América; por el mismo mecanismo, vemos que cuando describe a Europa no hace sino referirse estrictamente a Francia e Inglaterra, naciones que aparecen opuestas a España, cuyo espíritu, a través de la colonia, se ha incrustado en América. Por otro lado, si bien se habla de «ciudad» en un sentido abstracto, al tratar de situarla históricamente, la ciudad es Buenos Aires, diferente de la campaña, naturalmente, pero también de otras ciudades, por ejemplo Córdoba; entre ésta, retrógrada, colonial y cerrada y la campaña se establece inicialmente un pasaje puesto que una y otra están opuestas a Buenos Aires pero también se establece una oposición pues ningún término puede quedar sin su contrario. El sistema se entreteje de este modo innumerablemente pero lo que interesa es retener que las nuevas oposiciones surgen cuando intervienen conceptos políticos o económicos; de este modo, Buenos Aires, que era el depósito de la cultura ha perdido este carácter a causa de la barbarie rosista que la invadió pero como la ciudad culta no puede desaparecer el término que se le opone es Montevideo, y como por otra parte, culta o rosista, su conducta económica es siempre la misma, la «campaña» cambia de signo, deja de ser acentuada como bárbara para ser considerada como víctima, o, mejor dicho, si es bárbara es porque es víctima y en esta nueva condición se convierte en el «interior», una zona tradicionalmente expoliada por el puerto, víctima de su estructura económica y de sus pretensiones hegemónicas. Aquí llegamos a un punto relativamente inesperado: el esquematismo de la primera oposición ha dado lugar a un enjuiciamiento histórico que parece contradictorio de acuerdo a todas las opciones políticas conscientes de Sarmiento; tampoco él asume las consecuencias de esta nueva relación, nada difícil de hallar por poco que se extreme el análisis.

«Civilización y barbarie» ha sido, entonces, más que una fórmula feliz un punto de partida constitutivo de la obra; recorriendo sus transformaciones la obra se incorpora y desnuda sus significaciones esenciales, esa afirmación de un conflicto real que define más que todos los esquemas la historia de mi país. Y, al mismo tiempo, se advierte cómo Sarmiento niega las consecuencias políticas de esa verdad elemental: después de haber visto eso tal vez debería haber vuelto atrás en su tesis, acaso los «bárbaros» a lo Facundo habrían recibido un enjuiciamiento diferente.




- VI -

Quiero terminar este conjunto de sugerencias sobre el Facundo refiriéndome al segundo núcleo engendrador de la estructura del libro, lo que antes llamaba su «escritura». Resulta evidente en toda descripción: el contraste violento, el forcejeo de imágenes, el desgarramiento, el cambio de plano, la obtención de efectos por insistencia, la acumulación, el giro inesperado, el empleo ingenuo del adverbio, la falta de economía en el adjetivo y de ahí la sobrecarga en la coloración, son los términos que animan el lenguaje sarmientino y tienden a crear una relación con el lector.

No me voy a detener en los detalles de este sistema expresivo pero creo que todos responden a un juego de tendencias igualmente opuestas pero que deben convivir; tendencia a la precisión y tendencia a la generalización, tendencia a la fuga por encadenamiento de ideas y por asociaciones y tendencia al análisis localizado, tendencia al sentimentalismo y al rigor objetivo, tendencia a la espontaneidad en la expresión y a la economía, tendencia, finalmente, al sometimiento y a la liberación. Y bien, estas tendencias pueden explicarse, en mi concepto, si tenemos en cuenta que el Facundo es ante todo una experiencia de la escritura en la cual las aproximaciones a la realidad luchan contra sistemas previos, como si el bagaje intelectual con que Sarmiento afronta su tema estuviera sometido a un bombardeo de lo que ve y siente o aun de lo que descubre por las necesidades de desarrollar determinados términos o aspectos. De este modo, lo intelectual, que es lo aprendido según un modelo apreciado por la conciencia, sufre el choque de lo inmediato, de lo que es aprendido por propia creación. A nivel de la escritura, Sarmiento expresa un conflicto profundo del pensamiento latinoamericano: la tentativa del modelo exterior por aplastar y la lucha que sostiene la propia creatividad para sobrevivir. Conflicto rico, mientras perdura, vigorosamente generativo y que acaso esté en la raíz de la expresión de nuestros mejores escritores. Podemos decirlo de otro modo: es como la lucha que sostiene la conciencia nacional para no ser ahogada por la penetración imperialista.

Dramáticas tensiones, por lo tanto, reveladoras de conflictos trascendentes a los que alude la escritura sarmientina y que aparecen con más nitidez todavía si se consideran los otros aspectos estructurales que he indicado. Lo que nos permitiría conjeturar que Sarmiento tuvo la evidencia de los términos en que se planteaba y debatía la cultura y la política latinoamericana. Pero si recordamos sus problemas frente al texto mismo, concluiremos que sacrificó sus evidencias, que las ahogó en un nivel pretendidamente racional a pesar de ser consciente de que dicho nivel era propio del sector deformante, la monstruosa Buenos Aires, victimaría del país. Por eso, no resulta extraño que haya tomado el partido de Buenos Aires después de la caída de Rosas; todos sus mecanismos lo conducían a escindir la conveniencia que residía en él -digamos respetuosamente la eficacia- de la fulgurante verdad que también residía en él y a no rendirse a la segunda; todos sus mecanismos lo llevaban a realizar ciertas experiencias y a rechazarlas. No es extraño, por lo tanto, que su libro haya servido para consolidar ese liberalismo que llevó al país a la época moderna pero cuya historia en particular es homologa de la historia de las escisiones que se advierten en el Facundo. Sarmiento quiso con el Facundo prevenir los dramas del desarrollo argentino y su fórmula mágica fue el liberalismo pero -y esto ilumina la índole de uno y otra- el liberalismo no lo pudo hacer porque así como en el Facundo el a priori se sobrepone a la realidad el liberalismo se sobrepuso a la Argentina y en esta violación engendró una historia de violencia a cuyo final estamos actualmente asistiendo.





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