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Pardo Bazán y la moda

Marina Mayoral

A doña Emilia le gusta vestir bien, acorde al momento y las circunstancias, y, además, le interesa la moda. Sobre lo primero hay una divertida anécdota que nos llega a través de las memorias de Narcís Oller. Doña Emilia va a Barcelona para asistir a la Exposición Universal de 1888 y su buen amigo, con el que mantiene una animada correspondencia, se encarga de buscarle alojamiento y la acompaña a la inauguración. La escritora no se percata de que se trata de pasear por unos jardines y se viste como para asistir a una fiesta en salones cerrados. Lo inapropiado de su vestimenta despierta miradas en las señoras que esperan la aparición de la reina. Doña Emilia se va poniendo de mal humor y finalmente le dice a Oller: «Tenga la bondad de acompañarme a la fonda a cambiarme de calzado, que se me ha llenado de arena». Tardan media hora en conseguir un coche y otra media hora de espera en el hotel, hasta que finalmente «Baixa tota vestida mès senzillament de cap a peus», dice Oller1. Cuando llegan a la Exposición todo el mundo está ya saliendo y a doña Emilia, de muy mal humor, nada le parece atractivo.

De su gusto por la moda veremos múltiples ejemplos en sus crónicas de La Ilustración Artística que llevan por título «La vida contemporánea» y se extienden desde 1895 a 1916.

Suele utilizar metáforas que adornan sus comentarios, y así dice que en primavera la mujer cambia su vestimenta, «se cubre de flor y hoja», como los árboles, pero enseguida añade un comentario de carácter socioeconómico, que es muy habitual en ella: ese cambio supone un gasto grande para las familias:

«La primavera es doblemente incitadora al gasto en perifollos y a la variación y caprichos de las toilettes [...]. Sumando lo que cuestan esas menudencias tan sopladas, tan abuñoladas y vaporosas, asusta el total que arroja la suma»2.

(17 de mayo de 1897: 81)



Con motivo de un Congreso de Higiene expone la necesidad de mejorar el sistema de alcantarillado, y aprovecha la ocasión para arremeter contra el uso de las faldas largas en la calle, que es uno de sus caballos de batalla.

«La mujer necesita que le reformen el traje, si ha de vivir con salud, haciendo el necesario ejercicio. Me gustan mucho las faldas largas y las considero irreemplazables para los salones; pero en la calle les atribuyo todo género de inconvenientes y les achaco todo linaje de perjuicios. Recogen la suciedad y los microbios, y los insinúan en el organismo; barren las basuras y las traen a casa con el mayor cuidado, como si fueran algún tesoro. Imposibilitan casi la marcha: hacen perder el uso de una mano, dejando a la mujer manca, al obligarla a alzar y sostener la falda de encima para que al cabo y al fin siga con la de debajo evitando molestias a los barrenderos asalariados de la villa y atesorando porquerías y detritus arrojados a la vía pública».

(18 de abril, 1898: 103)



Reside en Madrid, pero sus frecuentes viajes a París le permiten hacer comparaciones entre la vida de las dos ciudades. El 15 de mayo de 1899 dice, refiriéndose a la moda de las clases altas y de los salones:

«La moda de este año casi desnuda a la mujer: en Madrid todavía se lleva ropa interior, enaguas y mangas en los cuerpos: en París la falda del traje modela estrictamente las formas, la manga ha desaparecido, el busto surge entero del corpiño, sujeto solo en los hombros por ligera guirnalda de flores o cadenilla de brillantes o de perlas. En Madrid todavía se ven cabezas reducidas: en París los peinados son enormes, anchísimos, crespos, y los adornos sobresalen a uno y otro lado de la sien, como en el famoso busto de Elche. Amenaza el turbante imperial y asoma ya el inmenso pájaro del paraíso que lucían nuestras abuelas».

(131)



Sus opiniones no se limitan a la estética de la moda, sino que suelen ser de carácter sociológico y económico. Así nos habla de la necesidad de adaptar la moda al clima. Se compadece de los hombres que «bajo temperaturas de África» han de ir con su cuello tieso y prendas de lana, bajo las cuales llevan una camisa «que parece de cinc barnizado», cubierta por un chaleco, y a veces también una camiseta de punto. «Sólo con pensar en ponerse todo eso, se experimenta sensación de angustia». Y pone como ejemplo de traje racional masculino el de los marineros, en contraposición al uniforme de los oficiales:

«En los barcos de guerra el oficial no suelta el uniforme de paño, mientras sus subordinados van limpios, a gusto y con una silueta mucho más airosa dentro de la planchada camiseta».

(20 de agosto, 1900: 164)



Ese cuello duro, criticado por doña Emilia, es suprimido a raíz de la guerra de 1914 y la escritora deja constancia de ello:

«Va a desterrarse, por la guerra, una de las modas más dañinas, la de los cuellos almidonados, causa de congestiones a la cabeza y de furúnculos. No quieren los alemanes que se gaste una forma del trigo, el almidón, en una fruslería como esa, y hacen bien, pues era un suplicio el tal cuello tieso y duro».

(22 de marzo, 1915: 551)



Sobre este tema de las ropas de verano traza un bonito cuadro de costumbres, a propósito de un viaje en tren, contraponiendo el retrato de una portuguesa, vestida a la moda inglesa invernal, que se derrite de calor en un vagón de tren español, y el de una viajera inglesa, «delgadita y alta, lisa de espalda y rasa de pecho», indiferente a las molestias del calor, que lee a Kipling, «rumiando su sueño imperialista» (20 de agosto de 1900: 164).

Cuando se celebra la exposición de la Historia del traje femenino, dedica toda la crónica a comentarla. Se nota que disfruta enumerando los detalles de cada uno de los cuadros. Critica la ampulosidad de la época de Luis XIV y las modas del Segundo Imperio a las que siempre califica de «incoherentes y desairadas, sin modestia» (19 de noviembre de 1900: 170).

A lo largo de los años hace muchos comentarios sobre los sombreros femeninos. Reconoce que es un tema manido, pero vuelve a él una y otra vez.

A propósito de unas representaciones de Molière, comenta que no son del gusto del público, que prefiere los dramas románticos, y reconoce que sería mejor que las señoras se quitasen el sombrero, pero arrima el ascua a la sardina de sus reivindicaciones feministas. Dice que a la mujer se la critica cuando va contra hábitos inveterados de la sociedad y que solo en casos particulares, como el de los sombreros, los hombres quieren que cambien sus costumbres. Pues a aguantarse tocan, les dice doña Emilia, y glosando a Sor Juana concluye: «O hacednos cual nos queréis, o comprended que seamos cual somos» (11 de mayo de 1903: 234).

Unos meses más tarde, informa de la decisión del Congreso de prohibir los sombreros de señoras en el teatro. Le parece bien, porque el diámetro de las alas alcanzaba ya el tamaño «de una sombrilla regular». Pero cree que la medida debía extenderse a las tribunas del Congreso, que ella frecuenta, y así podrían despojarse de los «tocados de fieltro peludo que ahora se estilan» (7 de diciembre de 1903: 249). Unos días después defiende la medida en contra de quienes quieren distinguir entre espectáculos y conciertos, ya que también en estos últimos, dice, «puede interesar ver el rostro de los artistas» (21 de diciembre de 1903: 250).

Además de la ropa, a doña Emilia le gustan las joyas. En la actuación de Cleo de Merode, a la que describe como «rosa de beldad ya marchita por el cierzo de otoño», critica su maquillaje: «su cara es un bloque de yeso». El vestuario le parece inferior en calidad al que lucen las tiples del teatro Apolo, pero alaba sus joyas, sobre todo «unos brillantes como garbanzos, sujetos por un hilo de platino tan sutil que parece un cabello». Buen ojo tenía la condesa (12 de febrero de 1906: 306).

Ese gusto por la ropa y las joyas se ve también en la descripción de la comitiva nupcial de Alfonso XIII y Victoria Eugenia y de la multitud que la contempla. Y en el detalle de darnos la descripción del vestido de la nona cuando va ha estallado la bomba arrojada por Mateo Morral: «La real desposada baja de la carroza, reprimiendo las lágrimas, envuelta en los pliegues rígidos de su manto blanco, bordado de plata y salpicado de sangre» (18 de junio de 1906: 315).

Me parece interesante señalar que doña Emilia destaca con admiración que la disciplina se impuso a la confusión del momento:

«La comitiva solemne se ha roto un momento; pero ni aun así se impone la confusión. Los soldados, silenciosamente, sin vacilar un segundo, sin mirar a los que han caído, cubren otra vez la fila; reemplazan los vivos a "las bajas"; la disciplina restablece su imperio... el orden se rehace, los reyes prosiguen su camino hacia Palacio».

En una ocasión, doña Emilia dedica la crónica a hablar de las deficiencias del servicio doméstico en España. Señala que mientras obreros y artesanos normalmente conocen su oficio cuando llegan a una casa para hacer una reparación, las que pretenden ser doncellas o cocineras vienen en realidad a que les enseñen. Pardo Bazán traza un divertido cuadro de costumbres reproduciendo la conversación con una de ellas, que no sabe hacer nada, y que lo disimula con una muletilla que todas repiten, «si la señora me explica, porque, ¿verdá usté?, cada amo tiene su gusto y en cada casa hay sus estilos». En cuanto a su vestimenta y tocado, dice doña Emilia:

«Lo que os salta a los ojos, en las mujeres que se dedican al servicio, es el falso lujo, unido al absoluto desconocimiento del traje convenable para su labor. Se peinan con sobra de coquetería abusando de los peinecillos y peinetas; lucen blusas con entredoses y adornos, mientras llevan los bajos sucios y desflecados y chancletean en zapatillas a cualquier hora; prefieren las telas de colorines para los contados vestidos, a veces tan contados que no pasan de uno, que traen en su baúl; se dan polvos de arroz con olor de patchulí, y os atosigan y encalabrinan al acercarse; y os miran abriendo mucho los ojos, cuando les ordenáis -al regalarles ropa negra- que la usen siempre y no sólo los domingos, y que lleven un cuello blanco muy limpio, un delantal de nieve... Filas creen "más elegantes" sus faldetas de medio color, sus blusas rosas o azules, su toquilla colorada».

(13 de agosto de 1906, n. 1285; 522)



Se ocupa también de adornos para el cabello y da consejos. Recomienda para adornar el peinado o el tocado alfileres y horquillas que sean joyas valiosas, y los justifica ingeniosamente: «Lo más económico en materia de alfileres es hacerlos de perlas o de oro, porque así se tiene cuidado de no perderlos. Lo más económico en materia de horquillas es la horquilla de concha rubia legítima, que cuesta quince o veinte francos: entonces se procura conservar siempre el juego completo, recogiéndolas cuidadosamente todas las noches» (marzo de 1907: 335).

Explica que ella compra en Francia por kilos los alfileres y un paquete de horquillas cada ocho días, pero ambos adminículos «desaparecen, se evaporan, se disipan» y se pregunta si van a la basura o al moño de las sirvientas.

A sus cincuenta y seis años, critica la moda que unifica la vestimenta de chicas jóvenes y personas mayores, y califica de extravagancia extranjera el abuso de toda clase de plumas que adornan los tocados. Así comenta la vestimenta de las mujeres que asisten a un torneo de tiro de pichón:

«Algunas se visten como sportwomen; lucen abrigos que casi son de viaje, gorras caprichosas que casi son de automóvil. Hay una nota de extravagancia extranjera en ciertas toilettes de "alta fantasía", y las plumas de gallo, de avestruz, de lofóforo, de gallina de Guinea, revolotean alrededor de las caras..., no todas juveniles, ¡ni mucho menos! Pero es una característica de la moda presente, que no hace diferencia de edades ni de figuras; que ha suprimido la divisoria entre los atavíos y tocados de las mamas y hasta abuelas y los de las niñas; que ya no se ve una honesta "capota" ni un traje de líneas tranquilas y reservadas; y que aquella oleada de locura en la indumentaria que señaló la época del Directorio, parece arrollarnos».

(junio de 1907: 340)



El 9 de noviembre de 1908 dedica todo el espacio de su página de La Ilustración Artística a hablar de la moda, destacando su importancia social y dejando clara su tendencia antidemocrática desde las primeras palabras, que resumen el contenido del artículo: «La nivelación casi absoluta del modo de vestir amaga a Europa, introduciendo en las diversas clases sociales fermentos de inquietud y corrupción».

Cree que el buen sentido y el buen gusto podrían frenar al actual «desorden en la indumentaria». Toma como ejemplo de ese desorden el uso de los sombreros, que en su opinión debería reservarse para las clases sociales pudientes, mientras que la mujer trabajadora o de escasos medios económicos debería llevar pañuelo, una vez que la mantilla cayó en desuso. Hace una excepción con el uso del sombrero en Francia: «Las francesas pobres tienen el arte de arreglarse unos sombreritos baratos y adecuados a su objeto, con los cuales están graciosas y monísimas».

Lo ha contado en sus novelas, y lo dice más claro aun en el periódico: para la clase media pobre, el sombrero adquiere una categoría de símbolo. Representa los deseos de sobresalir, de igualarse con la clase superior, los sueños de grandeza de una clase que no puede permitírselos y que, además, cae en el ridículo al no encajar el sombrero con el resto de la indumentaria y con la falta de un vehículo desde el cual lucirlo: «La mujer que va en coche puede permitirse sombreros que están vedados a la infantería».

Pero también arremete contra las que pueden permitirse usarlo, y comprar cinco o seis por temporada. Le parecen mal las extravagancias; las medidas excesivas: pamelas de un metro y medio de diámetro o que pesan un kilo o kilo y medio y que cuestan tres mil francos, sombreros que a doña Emilia solo le parecen apropiados para «una actriz, una hetaira o una chiflada suelta». El precio de un buen sombrero estaba entonces en unos 15 o 20 duros, cantidad considerable para una economía de clase media (9 de noviembre de 1908: 378).

Tres años después vuelve a tocar el tema, que en ese momento califica de «manoseado», y critica de nuevo el precio, el tamaño y el peso. Cuenta que conserva dos sombreros, uno diminuto, de 1904, propio para ser usado por una muñeca y no por una mujer, y otro de 1911, que tiene un metro de diámetro. Los considera «dos monumentos del desvarío humano» (27 de febrero de 1911: 436).

En 1913 los sombreros han disminuido drásticamente de tamaño, «se han reducido, encogido y estrechado» -nos dice-, pero no ha disminuido su precio. «Se habla de quinientos y de mil francos, lo mismo que de un duro». Doña Emilia se escandaliza: «Cada cual gasta su dinero en lo que le parece, ya lo sé. Pero un sombrero de mil francos es la patente de tontería de una dama» (23 de junio de 1913; 498).

Gran parte de sus comentarios sobre los sombreros procede de su convencimiento de que la igualdad social no es posible, y lo manifiesta sin ambages: «La igualdad social es imposible, ya que hay gente rica y gente que pasa apuros. ¿Por qué esta última se ha de empeñar, en todos los sentidos, para hacer, servilmente, lo mismo que la otra? No todas las señoras, por distinguidas que sean, disponen de medios para la adquisición de diez sombreros al año, a los precios que alcanza este artículo».

Para remediar esta situación doña Emilia propone que se reinstaure el uso de la mantilla española. Y, de igual modo que hay una congregación de mujeres para que no se usen trajes provocativos o deshonestos, deberían hacer una cruzada «para combatir los trajes y adornos que van contra el honrado equilibrio de los ingresos y gastos domésticos». Y asegura que «las modestas» estarían guapísimas con la mantilla (20 de abril de 1914: 519).

Cree Pardo Bazán que la moda no es una cuestión baladí, porque responde a condiciones sociales, y pone el ejemplo del velo musulmán o la deformación del pie en China. Ella cree que la moda europea, que entorpece la facilidad de movimiento a la mujer, como las faldas, que arrastran por el suelo, es un símbolo de represión, de vuelta a los tiempos en los que la mujer no salía de casa. Sin embargo, no le gusta la falda pantalón, de la que dice que «ni es cómoda ni es decente». Ella aboga por la llamada falda trotona, que propone recortar un poco más, hasta la altura del tobillo.

Pero todo esto no cuenta para la moda en los salones. Allí no le parece mal el derroche, que incluso, dice, ayuda al desarrollo del comercio. La exhibición de lujo en la vestimenta de una miss americana la afianza en sus posturas antidemocráticas:

«Ese país nuevo, los Unidos Estados, creyérase que sin clases, sin aristocracias, ha venido únicamente al estadio de la historia para confirmar, con la desigualdad esencialísima de! dinero, la noción de la imposibilidad de todas las igualdades».

(9 de noviembre de 1908: 378)



París es una referencia constante en sus comentarios. Francia dicta la moda y doña Emilia está muy enterada, aunque lo critique. A la vuelta de una estancia en París, en 1909, comenta que allí han dado en la manía de aligerar la ropa, evitando la pesadez pero también lo que abriga, y reduciéndola a la mínima expresión exigida por el pudor. No escatima las imágenes:

«Un traje de hoy es una cáscara de cebolla, un poco de aire tejido, un papel de seda, una envoltura transparente de crisálida [...]. Todo parece pesado, todo lo encuentran poco souple; el afán es suprimir volumen y peso. Un vestido es una pluma; un abrigo, una ilusión; una falda bajera, un sueño... Las medias son caladas de arriba abajo; los boas parece que van a levantar el vuelo y perderse en el espacio...».

(7 de junio de 1909: 392)



Esta escasez de material no se acompaña de una reducción de precio, sino al contrario: «a medida que abulta menos, la ropa va costando más».

Pese a sus críticas, se nota que no le desagrada, aunque no la siga, esa moda que convierte a las mujeres, según su expresión, en Tanagras, Josefinas o Recamieras. Lo que decididamente no le gusta es el otro extremo, la que adopta el paño de los trajes varoniles y una clase de hechuras «que les presta vaga silueta de clérigos protestantes»:

«Una falda ceñidísima; una levita larga y sosa, sin más adorno que desaforados botones; unos zapatos de enorme hebilla que completan el aire eclesiástico; un sombrero de alta copa y ancha ala, que tampoco desdice del conjunto [...]. Parecen, lo repito, unos curitas».

(7 de junio de 1909: 392)



Su comentario concluye con una alabanza a la libertad de París, que se advierte también en lo que respecta a la moda. Allí, dice, cada uno viste como quiere y nadie se escandaliza, ni nadie molesta, como sucede en España, a quien se aparta de la norma. «La tolerancia está en las costumbres».

Entre los accesorios del vestido femenino, doña Emilia tiene palabras muy agudas para el abanico. Diferencia claramente el artístico, al que llama «de dama», y el que sencillamente sirve para darse aire. Y puntualiza sobre el gesto de abrirlo y cerrarlo:

«El ruido rasgado del abanico, que tiene cierto parentesco o afinidad con el de los muelles de la navaja, será cosa muy pintoresca, pero el abanico lino, delicado, señoril, no puede abrirse con ese garbo manolesco... porque se haría trizas».

(18 de abril de 1910: 414)



Pardo Bazán, que tiene una buena colección de abanicos, es una experta en este tema, al que en una ocasión dedica la página entera de su crónica, haciendo una historia de su evolución y distintas funciones. Seguramente es un resumen de lo que será la conferencia que le ha encargado el Ministerio de Instrucción Pública, y que impartió en el Ateneo de Madrid (5 de enero de 1914: 512).

A veces la crítica moral se une a la estética. En 1911, doña Emilia crítica una moda que va «contra las reglas elementales del pudor». Los trajes actuales, dice, «más que visten, desnudan a la mujer; dibujan sus formas lo mismo que un trapo mojado, y las acusan con precisión muy poco honesta». Para esta moda le parece una buena solución la implantación del pantalón femenino, que antes había criticado. De igual forma que, con gran apertura mental, se dejó influir y enriqueció su estilo de escritora con las aportaciones del naturalismo, el psicologismo de la novela rusa y, ya en su etapa final, del modernismo, doña Emilia pasó de repudiar la falda pantalón a aceptar esta prenda como un signo de la nueva mujer:

«Los pantalones responden a salvar la decencia, al mismo tiempo que condicionan a la mujer para las necesidades de la vida [...] permitirá a la mujer subir sin riesgo y sin compromiso, sin que escandalice, a trenes, coches, etc. Resuelve, pites, todos los problemas y llena todas las exigencias».

(27 de febrero de 1911; 436)



Dos meses después informa de «la gazapera» que se organizó en Madrid cuando aparecieron las faldas pantalón en la calle y cómo la represión por parte de la fuerza pública y la ayuda de la prensa, que califica de «brutos, cafres y degenerados» a los motineros, acabó en una semana con la repulsa popular (20 de marzo de 1911: 438).

Aunque menciona en varias ocasiones que la moda de fin de siglo «desnuda» a la mujer, suprimiendo muchas prendas interiores, solo en una ocasión se refiere claramente a la lencería. Habla de una ropa interior a la que llama «peleles», que son «elásticos» y «se pegan a la carne como el guante a la mano», abrigan y le parecen más útiles y estéticos que «la burda y hórrida bayeta amarilla» con la que se confeccionaban los calzones. Los peleles pueden ser de hilo, de algodón, de lana, de seda y se adaptan «a todas las estaciones y a todos los climas». Vienen a ser, concluye, como una segunda piel, que preserva a la primera tanto del frío como del calor (24 de noviembre de 1913: 509).

Mi buen amigo José Manuel González Herrán me hace llegar un texto del libro hasta ahora inédito Apuntes de un viaje. De España a Ginebra, redactado en 1873, y ahora publicado por él, que demuestra que doña Emilia se interesaba también por la ropa interior refinada:

«Y ya que de trousseaux y bodas me ocupo, no quiero olvidar un pequeño detalle de refinamiento que he visto en el trousseau de una americana riquísima. Eta una de esas prendas del traje femenil que están destinadas a que no las vea sino su dueña, y que de ordinario se hacen con bombasí o piqué, hecha de raso blanco bordado, y perfumada con un perfume especial que había costado por sí solo 100 francos. ¿Qué tal la hija de los trópicos?»3.

Para doña Emilia hay una regla infalible en materia de ropa femenina, que, sin embargo, casi nunca se cumple, y es que la forma del cuerpo debe ser respetada y sus formas naturales deben aparecer a través de la ropa sin ser «exageradas, ni borradas, ni adulteradas de ningún modo». Ese ideal solo lo ha visto realizado en la Exposición de París de 1889. A partir de ahí llegaron las extravagancias: las mangas globo, que abultaban más que el cuerpo, y después la supresión total de estas en los trajes «de baile y sociedad» (art. del 23 de febrero de 2014: 515); los sombreros desmesurados, la excesiva ligereza de las prendas, y las últimas novedades: la falda hendida por el costado, que deja velen parte la pierna, y el abdomen puntiagudo o meriñaque delantero, que hace parecer embarazadas a quienes lo llevan, las sandalias y anillos de pedrería en el pie desnudo y las pelucas de colorines. Podas estas extravagancias le parecen a doña Emilia propias de un pequeño grupo de extranjeras que viven en París, cerca del gran mundo, pero sin pertenecer a él y del que la escritora dice: «Es el plantel de las neuróticas, de las morfinómanas, de las...». Y unos puntos suspensivos ponen fin a su crítica (22 de diciembre de 1913: 511).

Esas extravagancias quedan muy atemperadas en España, como sucede con la falda hendida por el lado, de la que dice:

«El decreto de los modistos al rajar la falda, sin ser desacatado, se cumple del modo más tímido y vacilante. Siempre son una singularidad las que enseñan algo sobre la garganta del pie».

(23 de febrero de 1914; 515)



Tras varios meses de guerra, doña Emilia hace consideraciones económicas sobre la Moda. Piensa que la guerra está impidiendo la exportación en Francia y Alemania de moda femenina, y cree que es una excelente ocasión para promocionar la industria textil y los modistas españoles. Comenta que años atrás las señoras de su clase se vestían en París, pero que en la actualidad muchas lo hacen con modistas españolas, aunque lo ocultan, y que estas no tienen ya nada que envidiar a las extranjeras. Cuenta la anécdota del fracaso el año anterior en Madrid de Paquín, el «superferolítico mago de la rue de la Paix», e insiste en la conveniencia de aprovechar las circunstancias de la guerra para abrirse camino, «cuanto menos en las Américas» (19 de octubre de 1914: 536).

Señala también que en ocasiones la moda de París toma elementos de la española y los generaliza como propios, y pone el ejemplo de la capa, que en tres ocasiones fue divulgada desde París. La primera vez la puso de moda el «arrogante general Quiroga», que, tras el pronunciamiento de Riego, se refugió en París y paseaba por los bulevares «su hermosa estampa de emigrado». La segunda vez fue por los años 1894-1895, una capa «castiza, con sus embozos de terciopelo, su esclavina bordada y atrencillada, su paño reluciente, sus conchas de plata, tan chulas». Y la tercera vez, en 1914, una capa «ya afrancesada, por supuesto menos bonita, lánguida como todas las prendas de hoy», y que es de uso general entre las jóvenes de clase media humilde (19 de octubre de 1914: 536).

Un año más tarde, vuelve sobre el tema. Los periódicos han hecho una campaña en pro del casticismo que incluye el uso de la capa. Doña Emilia reconoce que esa prenda «con gracia y donaire se ciñe al tronco de los buenos mozos, y (es) la que mejor hace resaltar la elegancia de un frac y de una fina, blanca pechera, si la adoptan los muchachos de la buena sociedad como salida de baile» (noviembre de 1915: 575).

Tras un año de guerra, doña Emilia observa las transformaciones en el país vecino y, en lo que respecta a las mujeres, dice:

«Las mujeres de París han renunciado a sus extravagancias, a sus lujos absurdos, a su continuo jadear iras la última moda, con la lengua fuera. Y se visten con extrema sencillez, de medio color; y comen dos platos, eso las que son ricas; y parece que está resuelto fundar, al terminarse la guerra, la Liga de los dos platos: liga a la vez moral e higiénica, de la templanza en comer».

(9 de agosto de 1915: 565)



Otra consecuencia de la guerra en la vestimenta femenina es la reducción del tiempo de luto, que, según dicen, en Alemania se ha reducido a tres meses. A doña Emilia le parece una medida adecuada porque el negro deprime y, además, en su opinión, el luto debería reducirse a un lazo o cualquier signo convencional que expresase el dolor por la situación. Critica el gasto excesivo que el luto origina en España: todo ha de ser mate, apagado y sin brillo y, en consecuencia, los guantes y calzados han de ser de antílope (no de cabritilla, que es lustrosa y más barata). Nada del vestuario anterior es aprovechable: los abrigos han de ser de paño deslustrado, las pieles, de astracán; las telas, «un océano de crespón inglés»; las joyas, cadenas, dijes y brincos, de pasta o madera comprimida; «todo lo cual cuesta mucho bajo apariencia de modestia, y es frágil y se aja enseguida». También de Alemania, para reducir un 25% el gasto en telas, llega la recomendación de que las mujeres no sigan la moda de las faldas de vitelo, que vuelven «tras un largo período de funda de paraguas» (20 de septiembre de 1915: 570).

A pesar de la guerra, la vida sigue y con ella la moda. En 1916 los trajes femeninos recuerdan los trajes de los beligerantes, tanto en colores como en telas y guarniciones. No se sorprende doña Emilia que comenta que, ya en otras ocasiones, la moda siguió los episodios bélicos, como fue el caso del «color Bismarck» con el que ella misma, siendo casi una niña, adornó sus trajes. Lo que la sorprende es la fealdad de los sombreros femeninos «calados hasta la nariz», a los que atribuye «la expresión de atontamiento y fatiga que se nota en muchas damas». Critica las actuales flores de badana o paño y los grupos de limones que se colocan en «esta especie de cacerolas y empanadas que se ponen en la cabeza las elegantes». Dice que abundan las toquitas flanqueadas de orejas de jumento... «o cosa que parece tal» y que ha visto sombreros guarnecidos con ranas verdes y hasta con una lagartija «artísticamente enroscada alrededor de la copa» (14 de febrero de 1916: 583).

Finalizamos ya este repaso por sus opiniones sobre la Moda. ¿Qué conclusiones podemos sacar de ellas? Las mismas que del resto de su obra. Doña Emilia está toda ella en todo lo que escribe y su gran independencia de juicio y su notable valentía para exponerlo son cualidades que encontramos siempre. Ella misma, que de modesta no pecaba, lo dejó escrito a propósito de su neutralidad política en la Primera Guerra Mundial: «La suerte me ha hecho independiente. Mi pluma no se haya adscrita a partidos, bandos ni empresas. Es libre, y lo ha demostrado bravamente en cien ocasiones» (29 de mayo de 1916: 593).

Y así hemos visto que informa sobre moda, opina sobre ella, crítica lo que considera extravagante, aunque provenga de París, y lo adoba todo con comentarios de tipo económico-social. Al fondo, está la idea de que no todo el mundo debe vestir igual, cada uno debe acomodarse a su situación y no hacer dispendios para aparentar lo que no es. Cree que la igualdad social es una utopía peligrosa, pero defiende a muerte la igualdad de oportunidades para las mujeres: su defensa de la falda acortada guarda estrecha relación con su lucha por incorporar a la mujer a la vida activa. Y también en este campo de la moda la hemos visto evolucionar, adaptarse a los tiempos, como lo hizo en su estilo literario: tras un rechazo inicial por razones estéticas, aceptó el pantalón como un símbolo de la nueva mujer, como la vestimenta adecuada a los tiempos modernos.

Era bajita y gorda, pero cuidaba su vestuario y seguía la muda, como podemos ver por los retratos que le hizo Joaquín Vaamonde. Y, ya que empezamos con un paseo por la Feria Universal del brazo de Narciso Oller, rematemos con otro por las calles de Madrid. Doña Emilia le escribe a Galdós, rememorando un encuentro: «Releo tu carta y me río con el episodio de aquella prenda íntima. ¿Qué habrá dicho el guarda de la Castellana al recogerla? ¿Qué implosión moral será la suya? ¿Cómo juzgará de las costumbres de la high-life [...] Por fortuna esa prenda no tenía la marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada...»4.

Doña Emilia, también en lo que respecta a la Moda, supo sacar buen partido de todos sus talentos.

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