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- XI -

Mi novia

     Cuando llegué a casa de mi novia, ella me estaba esperando en la puerta, como de costumbre, pues yo no había hecho aún la famosa «pregunta». Estaba nerviosa porque a la hora que llegué era más tarde de lo habitual. Debía ser una hora más tarde. Aunque me recibió de morros, y a pesar de que mi novia no era nada del otro jueves, me pareció aquella noche guapísima, hermosísima.

     -¡Hola, chata! -la saludé dándole un pellizco en la mejilla.

     -¡Ya está bien! ¡Vaya horas de venir! -refunfuñó.

     -Es que he estado en casa de don Anselmo y me ha entretenido más de la cuenta -le dije arrimándome mucho a ella.

     -¿Tú en casa de don Anselmo? ¿Desde cuando vas tú a casa del cura? ¿A qué has ido tú allí?

     -Le vimos esta tarde cuando veníamos del monte por leña, nos la compró y nos dijo que la lleváramos directamente a su casa y que fuéramos esta noche a cobrar. Pero lo más importante es que tiene cosas para nosotros.

     -¡O sea, que has estado, como siempre con tu amiguito Rafael!

     -Sí, claro. Íbamos los dos juntos.

     -¡Claro! ¿Cómo no? ¡Ya me extrañaba que fueras tú solo, sin la compañía de Rafael! [142]

     -Olvida ahora a Rafael y pensemos en nosotros, chata mía -y me arrimé más a ella dándole un achuchón.

     -¡Quien le tiene que olvidar eres tú! ¡Eso es lo que tienes que hacer, olvidarte para siempre de ese!...

     Nada. Basta que yo tuviera ganas de fiesta, para que ella las tuviera de gresca.

     -Ya está olvidado, hija; no empieces otra vez a quemarme la sangre con Rafael.

     Me arrimé más a ella, la cogí por la cintura e intenté besarla en la boca, al tiempo que la decía con pasión:

     -¡Hermosa!

     Ella se zafó de mí, diciendo:

     -¡Uf! ¡Hueles a vino que apestas! Conque en casa de don Anselmo, ¿eh? ¿Tú te has creído que soy tonta?

     -¡Que sí! Se lo puedes preguntar a él, tú que vas a misa.

     -De eso no te quepa la menor duda, porque no me lo creo. Has estado bebiendo vino con Rafael.

     -Sí, he estado bebiendo vino, pero...

     -¡Y no le da vergüenza a ese chulo estar bebiendo vino, teniendo a su mujer muerta de hambre!

     -¡Que no, muchacha! ¡Que el vino nos lo ha dado don Anselmo!

     -¡Bueno, está bien! ¿Para qué caldearme si tú no haces caso de nadie? ¿Para qué discutir?

     -¡Ahora lo has dicho! ¿Para qué discutir? ¡Quiero verte alegre, con esa cara tan requetebonita y esa boquita de piñón! -y de nuevo volví al ataque abrazándola más fuerte e intentando besarla. Pero, de nuevo se desprendió de mí. [143]

     -¡Estás borracho! ¡Apestas a vino! ¿Se puede saber qué te ha pasado para que estés tan fogoso esta noche?

     -Lo que me pasa es que te quiero, que estoy loco por ti, que me gustas mucho, que te voy a comer...

     -Eso me lo dices cuando estés sereno.

     -¡Y dale! ¡Que no estoy borracho!

     -Borracho, no; pero un poco caliente sí que lo estás.

     ¡Y tan caliente! Ella lo decía por el vino; pero si hubiese sabido el origen de mi calentura...

     -¿Y qué importa eso? Lo que importa es que te quiero, que me tienes loco, que te voy a comer esa boquita...

     -¡Tú, qué vas a estar loco por mí! ¡Lo que pasa es que estás como una cuba! ¡Déjame! ¿No ves que puede venir alguien y vernos así?

     -Pues vámonos a dar una vuelta.

     -¿Una vuelta a estas horas?

     -¡No es tan tarde!

     -¡No tengo ganas de dar vueltas! Y lo que tú necesitas es irte a la cama a dormir la mona.

     -¡Y vuelta a lo mismo! ¡Que no estoy borracho te digo!

     -Pues entonces no sé qué te pasa para que estés tan así.

     -¿Qué tan así?

     -¡Tan meloso, tan pegajoso!

     -Porque te quiero mucho. ¿No soy tu novio?

     Eso me lo dices cuando estés sereno. El cariño hay que demostrarlo de otra manera.

     -¿De qué manera te lo voy a demostrar?

     -De sobra lo sabes. Te lo he repetido mil veces. [144]

     Y es cierto que lo sabía. Ella no tragaba a Rafael y lo que quería, igual que mi familia, era que me apartara de él, que no le hablara, siquiera. Pero yo en aquel momento no estaba para disgustarme, sino para desahogarme, no discutiendo, claro, sino de otra manera, porque el fuego que me había encendido Mari Pepa estaba en todo su apogeo. Insistí de nuevo y la abracé intentando besarla.

     -¡No digas tonterías, chata mía! Te quiero más de lo que tú crees.

     -¡No es verdad! -me rechazó de nuevo empujándome y di un traspié, que por poco me tira-. ¡Y no digo tonterías, porque te estoy hablando muy en serio!

     Ya me empecé a cabrear; me acerqué a ella en plan de mandarla a tomar vientos, porque el fuego ya se estaba apagando; encendí un pitillo y la dije como escupiendo por un colmillo.

     -Está bien; hablemos en serio. ¡A ver: qué coño te pasa!

     -¡De sobras lo sabes!

     -¡Pues quiero que me lo repitas! -dije yo hecho todo un chulo.

     -Lo que quiero es que sepas, de una vez y para siempre, que yo no tengo madera de mártir, como Antonia.

     -Bueno. ¿Y qué?

     -Pues que no estoy dispuesta a pasarme la vida como ella, con esa angustia y esa agonía.

     -¿Y quién te ha dicho que vas a vivir como ella?

     -El refrán.

     -¿Qué refrán?

     -Dime con quien andas... [145]

     -¡Ya! -dije apretando los dientes y tirando con fuerza el cigarrillo contra el suelo-. Mira, ¡so payasa! ¡Ni tú ni yo juntos valemos ni la mitad de lo que vale Rafael!

     -¡A mí no me insultes!

     -¡Calla, y métete bien en la mollera lo que te voy a decir! Rafael es más que un hermano para mí. ¡Es mi amigo! Le quiero con toda mi alma, y mucho más ahora que todos le aíslan y le desprecian. Ahora es cuando he visto lo grande que es, porque una situación como la suya no hay tío que la resista. Si crees que porque me pongas más morros que una vaca; si crees que porque me calientes la cabeza todos los días con la misma murga, vas a conseguir que deje su amistad, estás muy equivocada. ¡Pero muy equivocada!

     Mi novia nunca me había visto caliente en ningún aspecto, pero esa noche se enteró. Me miró como si no me hubiese visto nunca, porque a ese Sebastián ella no le conocía. Yo continué:

     -Mujeres las hay a patadas, pero amigos verdaderos, muy pocos. Si no estás conforme de mi amistad con Rafael, ahora mismo rompemos, y se acabó. ¡Me voy, y ahí te quedas!

     Estaba que echaba fuego por la boca. Ella me cogió las manos y rodeó su cintura con ellas. Me abrazó después, restregando su tetamen contra mi pecho, y me dio un beso en la mejilla, dulcificando su tono al decir:

     -No te pongas así, Sebastián. Perdona si te he herido. Yo te quiero mucho, ¿sabes, tontín? Yo también te quiero mucho porque eres muy hombre -y me besó de nuevo.

     -¡Bueno! -dije yo con frialdad, porque el fuego lo tenía en la cabeza-. ¡Déjate de sobeos y zalamerías! [146]

     -Pero, chatito -me susurró al oído muy melosa abrazándome con más fuerza-. ¿Con lo cariñoso que venías y ahora no quieres que te acaricie?

     -¿No decías que venía caliente? ¡Bueno, pues ya me he enfriado! ¡Ya no quiero sobeos, ni besuqueos, ni achuchones!

     -¡Qué tontito eres! Yo te quiero mucho, ¿sabes?

     Y continuó restregando su pecho contra mi pecho y mordiscando una de mis orejas. Me apretó más fuerte contra ella, me acarició la nuca y buscó mi boca con la suya.

     Las aguas volvieron a su cauce: Es decir, el fuego, a instalarse en el mismo sitio que estaba cuando llegué. [147]



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- XII -

La cacería

     La cacería proyectada para el domingo se hizo, por fin, y allí me vi con Rafael, aunque bien a mi pesar.

     Durante todo el camino hasta que llegamos a Zarzarromero no dejé de darle vueltas y más vueltas a la cabeza. Pensé, para tranquilizarme, que ese trabajo nos lo había facilitado don Anselmo y él no iba a colaborar en una trampa. Me tranquilicé, pero sólo por un momento. Una nueva duda me vino a la cabeza: ¿Ese trabajo lo buscó él, o se lo ofrecieron? Porque si era lo segundo, la cosa cambiaba mucho. Rechacé aquella idea y pensé adrede que la iniciativa había partido del cura. Pero ni eso me tranquilizó. Porque también fue él quien nos mandó a casa de Mari Pepa, y no creo que se hubiese imaginado lo que iba a hacer la buena señora. Me vino a la memoria lo que aquella tarde de la leña me había dicho Rafael: que don Anselmo era un instrumento en la mano de los ricos. También reflexioné mucho acerca de lo que me había dicho sobre el temor. Me hice el fuerte y me sacudí todos los pensamientos negativos. [148]

     Sin embargo, la mosca la seguía teniendo detrás de la oreja. Y todo por lo que había dicho el tío Ambrosio aquella noche que nos topamos con él. ¿No sería yo, como él, un miedoso? Sí; de eso no me cabía la menor duda. Toda mi vida he sido un miedoso. Realmente estaba muy preocupado y confuso y tenía la cabeza como un bombo, me daba vueltas y sentí que me iba a estallar. Así, que decidí liarme la manta a la cabeza y no pensar más en aquel asunto. Lo que estuviera por pasar, que pasara. Que fuera lo que Dios quisiera.

     Llegamos a la finca al amanecer. Aunque aún no habían llegado todos los ricos, ya estaban allí la mayoría. Los obreros estábamos todos, incluso el señor Senén. Como le vieron integrado al trabajo, los compañeros pensarían que ya se había roto el cerco y podían hablarle con toda libertad. Fue celebrada por todos su presencia, y le preguntaban por su estado de ánimo y le felicitaban. Estaban todos contentos de tenerle con ellos. También lo estaban de ver a Senén.

     Yo le había visto dos o tres veces por la calle, pero nunca hablé con él, como ya dije antes. Era un hombre alto, enjuto, serio, con apariencia de humildad. Pero no me había parecido ni fu ni fa. Hasta que Rafael me habló de él. A partir del día que estuvimos en el monte sentía ganas de verle más de cerca. Y la ocasión se presentó con la cacería. Pero si era un hombre que estaba enfermo, que, además, había estado en prisión, ¿cómo es que los ricos le daban trabajo? [149]

     Pero esa pregunta casi valía para Paredes. ¿Cómo le daban trabajo con la que lió con la huelga? La respuesta la encontré analizando las circunstancias de Rafael. Si Senén y el padre de Paredes habían sido compañeros, lo más seguro es que hubiera tenido los mismos enfrentamientos con el cura, aunque yo no los hubiera presenciado. Yo estoy casi seguro que el cura y Senén se vieron y hablaron cuando éste volvió al pueblo. Pero, en fin, eso no me importaba mucho en aquel momento.

     Formábamos un grupo todos los ojeadores apartados de los señoritos. Llegaron, por fin, los que faltaban. Había bastantes forasteros. Casi todos eran altos, bien plantados y hasta guapos, con sus cazadoras, y sus cananas a la cintura, y sus escopetas dobladas y abiertas colgadas en el brazo. Uno de ellos dio una voz dirigiéndose a nosotros.

     -¡Eh! ¡Ustedes! ¡Vengan a tomar una copa!

     Nos acercamos sorprendidos, pues no era normal aquello, al menos en las cacerías a las que yo había asistido antes. Claro, que entonces eran todos del pueblo. Pero aquellos eran señores finos, educados, alegres y agradables.

     Tenían allí botellas para parar un tren y nos dijeron que nos sirviéramos lo que quisiéramos. Yo vi una botella de güisqui y me lancé a ella. En mi vida había bebido yo aquello, pero cuando los ricos lo bebían sería porque era bueno. Me eché en un vaso y lo bebí, como la copa que por las mañanas tomábamos en el bar, de un trago. Sentí que me quemaba todo el gañote y por un momento quedé congestionado. Pero pasó, y al rato me sentía muy bien. Los del pueblo no nos dijeron nada; al contrario, nos miraban como si estuviéramos cometiendo un crimen. Sobre todo, el Colorado. [150]

     Al cabo de un rato de hablar entre ellos decidieron empezar con el sorteo de los puestos. Yo puse todos mis cincos sentidos para ver cual le tocaba a cada uno. Había uno de la finca, que debía ser el mayoral encargado de organizarnos a nosotros. Cuando averigüé el puesto que les había tocado a cada uno, yo le pedí al mayoral que nos pusiera a Rafael y a mí en la zona que estaban los forasteros, que casualmente les había tocado a todos en el mejor sitio. A mí me pareció aquello demasiada casualidad, pues a nuestro lado estaba Senén, también. Pero deseché la idea negativa que empezaba a invadirme otra vez. Pensé que era una deferencia de los ricos del pueblo con los forasteros, que al parecer, eran peces gordos y los estaban haciendo la pelota para tenerlos contentos.

     Aquel trabajo de espantapájaros, como decía Rafael, a mí me gustaba. Consistía, claro, en espantar la caza. Pero no ser un monigote en medio de un sembrado. Quienes se lo pasaban de rechupete eran los ricos apostados en sus parapetos, con su botella de licor y su puro en la boca. Pero a mí me gustaba. ¡Qué bonito era ver saltar a los conejos y el revolotear de las perdices! Las liebres salían corriendo delante, pero los conejos saltaban para atrás y teníamos que obligarles a pasar por donde estaban los cazadores. Se nos escurrían entre las piernas. Tan cerca de nuestros pies pasaban que daba la tentación de tirarse a ellos y atraparlos con las manos.

     También las perdices corrían que se las pelaban hasta que nuestro acoso las hacían levantar el vuelo. El vuelo de la perdiz era corto, pero caían abatidas pronto por los tiros. Era un espectáculo precioso pasear por el monte -pues no era otra cosa que pasear-, dando palos a las jaras y las chaparreras para hacer saltar a las piezas. [151]

     Aunque la mañana estaba bastante fría, yo me había pegado tres lingotazos de güisqui, ante la mirada asesina de uno de los ricos del pueblo, que parecía como si le doliera que un pobre bebiera güisqui. Y eso que la bebida la habían traído los forasteros porque, ellos, aunque estaban podridos de dinero, eran unos mugrientos.

     ¡Qué olor más rico había en el monte! Aquello era disfrutar de la Naturaleza y no cuando íbamos a arrancar raíces. Nunca me pareció el monte tan bonito como aquella mañana. Yo estaba disfrutando de lo lindo. Hasta que sonó el primer disparo; a partir de ese momento ya se me jodió la fiesta para casi todo el día. Otra vez empezó a darme vueltas la cabeza y me di en pensar que quizá había hecho mal eligiendo aquella zona. Rafael estaba a unos diez metros de mí y no le perdía de vista. Pero él no disfrutó como yo lo había hecho. Iba con una rama en la mano golpeando, como un autómata, los matorrales y las chaparreras.

     «¡Soy más tonto que Pilote!» -pensé, acusándome de imbécil. Porque si hubiese elegido por la zona norte, los del pueblo, aunque odiaban a Rafael, y a Senén, no se atreverían a hacerles daño, pues la gente les acusaría de asesinos, aunque hubiese sido realmente un accidente. Pero la gente que teníamos delante eran todos forasteros, no nos conocían de nada, y si algo le pasaba a Rafael, o a Senén, se consideraría un accidente de verdad.

     «¡Yo mismo se lo he puesto en bandeja!» -continué diciéndome con rabia-. «Así, sus amigos forasteros se encargarán de hacer lo que ellos no se atreven. Por eso no pusieron la menor objeción cuando yo, voluntariamente, elegí la zona que ellos deseaban. ¡Cómo iban a ponerlas, si yo les facilitaba el camino!» [152]

     Lo pasé bastante mal, a pesar de lo bonito del monte, de aquel olor tan rico a jara, a romero y a tomillo; de la belleza de las perdices y conejos saltando a nuestros pies.

     Pero cada vez que sonaba un tiro me entraban escalofríos y miraba a Rafael con temor de verle caer.

     A mediodía hicieron una caldereta que sólo con olerla tiraba de espaldas. También sacaron un vino de la tierra, pero mucho mejor que el que tomamos en casa de don Anselmo. Debía ser de una solera de antes de la guerra.

     Yo creí que nosotros íbamos a comer aparte, como era normal. Pero mi alegría fue grande cuando uno de los forasteros, que parecía el más importante del grupo, nos dijo que nos acercáramos. Yo me puse junto a él por aquello de que «a quien buen árbol se arrima»... Los forasteros eran gente educada, amable, nos trataban como si fuéramos compañeros. Distribuyeron la caldereta en dos calderos y en torno a ellos se hicieron dos corros. Se pinchaba una presa y se daba un paso atrás para que todos tuviéramos libre acceso a la comida.

     ¡Me puse de comer como el tío Quico! ¡Y de beber buen vino, también! Algunos lo tomaban en vaso, pero yo prefería la bota. Mientras bebía el fino chorro observaba a los ricos del pueblo, que me miraban con ojos asesinos; pero yo, para más recochineo, cerraba media boca y por la comisura de la otra media recogía el chorrillo. Yo sabía que aquello les cabreaba, por eso lo hacía cuando me miraban. Les daba coraje que un pobre bebiera aquel vino que ellos reservaban para las grandes ocasiones. [153]

     Después de comer tomamos café y copa. Yo me aficioné al güisqui. ¡Sabe Dios cuando volvería a probarlo! Por la mañana, la primera copa me supo muy mal, pero harto de comer, me supo a gloria bendita.

     «¡Vaya vidorra que se pegan éstos tíos!» -pensé-. «Esto es vida, y no la que nosotros tenemos en el pueblo.

     Y la idea de irme a Madrid se hacía cada vez más vehemente. Me obsesionaba la idea de irme de aquel pueblo para siempre. Yo tenía la certeza de que en Madrid iba a encontrar algo bueno. Y mucho más conociendo ya a aquellos señores; ya me las apañaría yo para averiguar sus señas.

     Rafael no comió casi nada y se retiró del grupo. Se sentó en una piedra y allí estaba meditabundo. Pero su aspecto no era normal. Algo le atormentaba. Pensé que quizá fuera porque él no quería haber ido a la cacería.

     El señor importante de Madrid, del que yo no me despegaba, le vio y me dijo:

     -¿Qué le pasa a ese hombre?

     -Está un poquino triste -le contesté-. Es mi amigo, ¿sabe usted?

     -¡Vaya por Dios! -exclamó el caballero-. ¡Triste en un día tan hermoso! Eso no se puede consentir. ¿Cómo se llama?

     -Paredes. Rafael Paredes.

     -¿Rafael Paredes? -dijo pensativo-. ¿No será hijo de Rafael Paredes?

     -¡Sí, señor: el mismo! -dije yo, muy alegre.

     -¿De Rafael Paredes, el anarquista? [154]

     «¡Ay mi madre!» -exclamé yo para mí-. «¡Ya he metido la pata, ya la he liado!»

     Senén también se sintió interesado al oír a aquel señor.

     -Sí, sí, señor -le dije-. Pero él es una bellísima persona. Es un hombre honrado, con un corazón así de grande y se esfuerza en hacer el bien por los demás. Lo que pasa es que tiene mala fama, precisamente por eso. Pero usted no se crea lo que le digan de él.

     -Entonces, ya no me cabe la menor duda: es él.

     Yo me eché a temblar. Aquellos cabrones del pueblo ya le habrían informado y le habrían puesto tibio. Sobre todo el Colorado, que fue quien fue a buscarlos a Madrid. El caballero se acercó a Rafael y le tocó en el hombro, muy correctamente. Rafael volvió la cabeza y al verle, se levantó. Ambos se miraron. Rafael, extrañado; el señor, mirándole asombrado de arriba abajo.

     -¡Claro! -exclamó muy sonriente-. Es usted clavado a él: la misma estatura, la misma complexión, la misma cara de su padre.

     El Colorado se acercó a ellos, con mucha curiosidad. Lo mismo hicieron los otros y Senén. Los compañeros nuestros quedaron alejados, pero atentos.

     -¿Usted conoció a mi padre? -dijo Rafael, vivamente interesado. [155]

     -¡Sí! ¡Ya le conocí! Gracias a él puedo estar hoy aquí. Le conocí en la guerra. Él era capitán del ejército rojo; yo estaba al mando de una compañía de nuestro Glorioso Ejército Nacional. Nos vencieron en una batalla, cerca de Talavera de la Reina, y toda mi compañía quedó prisionera. Los rojos nos querían fusilar, pero él lo impidió; incluso advirtió a sus soldados que no nos hicieran el menor daño. A mí me trató con todos los honores y deferencia a mi graduación. Me podía haber humillado, ultrajado, incluso fusilado; pero no hizo nada de eso. Se presentó y me dijo que se llamaba Rafael Paredes. Era extremeño. Me lo dijo él. Pero ignoraba de qué pueblo. La Divina Providencia me ha puesto frente a usted. Me habló de la -para él- maldita guerra, que tantas cosas buenas había destrozado.

     -¿Qué pasó después? ¿Qué fue de mi padre? -preguntó, vivamente interesado, Rafael.

     No menos interés advertí en el rostro descolorido de Senén, que al oír aquello se le tensaron todos sus músculos, en cuyas fláccidas carnes se veían.

     -Nuestras tropas, que iban avanzando hacia Toledo para liberar el Alcázar sitiado, les tendieron una emboscada al atardecer del día siguiente de nuestra derrota. Fue una matanza horrible. Al amanecer estuve recorriendo todo el campo de batalla buscando, entre los cadáveres, a su padre. Afortunadamente, no lo encontré. Había logrado escapar. Me hubiese gustado encontrarlo con vida para devolverle el trato de favor, con la hidalguía conque me trató a mí.

     -Yo también celebro haberle conocido a usted. Desde que se fue del pueblo nunca tuve noticias de él. Hablaron de muchas cosas, por lo que se ve. [156]

     -Sí. Me habló de las comunidades agrarias, de su ideal de libertad, de igualdad y de fraternidad. Una utopía, claro, como la de todos los anarquistas.

     Senén intervino y le preguntó al señor:

     -¿No fusiló a nadie?

     -¡Oh! ¡No, no! ¿Por qué lo pregunta usted?

     -Simplemente por curiosidad. [157]

     -Yo, sinceramente, no le hubiese dado cuartel, porque era una lucha a vida o a muerte. En la guerra se dilucidaba estar bajo la tiranía del comunismo, o en la civilización de los nuestros valores eternos de nuestro Imperio Español. Era matar o morir, sin paliativos ni atenuantes. Su padre creía que acabarían pronto con nosotros. Y no le faltaban datos para creerlo. Ellos lo tenían todo, menos la razón -como dijo nuestro Generalísimo, Francisco Franco-. La República era un barullo desconcertante, inquietante, peligroso. Había muchas clases de partidos republicanos que concebían la República de dieciocho formas diferentes; exactamente como ocurrió en la I República: cuatro presidentes en sólo dos años, y cuatro modelos distintos de República. Y aparte de ellos, estaban los comunistas, que andaban a la greña con los troskistas; los socialistas, unos como U.G.T. y otros como PSOE, que tenían conceptos diferentes de organización social, como Largo Caballero y Besteiro; los anarquistas de la C.N.T. y los de la F.A.I, etc. ¿Cómo era posible hacer un Estado sólido, estable y equilibrado con aquel galimatías? Nosotros, en cambio, sólo teníamos un ideal: el de José Antonio y una sola autoridad: del Generalísimo. ¡Un solo jefe, un solo partido, un solo ideal! Así se lo expliqué a su padre de usted en aquella conversación que tuvo la delicadeza de concederme. Y se lo dije con ardor, con amor, con la admiración que sentía por él. Con el mismo ardor que él puso hablándome de sus quiméricas ideas. Se limitó a pronunciar un discurso, como el pesado de Don Quijote les dedicó a los cabreros. Traté de convencerle, de que se pasara a nuestro lado, pues con sus valores hubiera llegado a puestos muy altos. Pero, desdichadamente él era un fanático del anarquismo. Y eso le perdió. [158]

     -Perdón, señor -intervino Senén-. En el anarquismo, mejor dicho, en el Movimiento Libertario no había fanáticos. No mezcle usted a Angiolillo, o a «Seisdedos», por ejemplo, con las realizaciones que los ácratas hicieron en muchos sitios de España. Las comunidades agrarias e industriales no eran un cooperativismo convencional, en que solamente se implica la economía, sino un sistema que abarcaba a la totalidad del hombre y la sociedad, basado en la cultura popular.

     Yo me acerqué a Rafael y entre dientes, le dije: «¡Cállate, Rafael, que la cagamos! Este Senén nos va a joder el chollo».

     -¡Cállate, coño! -exclamó por toda respuesta, por lo bajo.

     Y mientras yo estaba temblando, Rafael estaba embobado escuchando al Senén de los cojones, que nos iba a aguar la fiesta con sus ideas.

     -¿Cultura popular? ¿Qué clase de cultura podían tener los cientos de analfabetos que componían esas comunidades? [159]

     -Una cultura distinta a la que ustedes imparten. A ustedes les enseñan cosas que tienen que aprenderse de memoria. Al terminar sus estudios tienen un bagaje, un instrumento útil para la vida. Pero esa cultura no es más que eso: un conjunto de conocimientos. La cultura popular de los analfabetos -como usted dice-, no consistía en aprender de memoria cosas; no era algo que les venía de fuera, sino que se sacaba de la profundidad del corazón del individuo. La cultura era CULTIVO de sus sentimientos y aptitudes, cultivo del hombre integral, no solo de su memoria. Al hombre se le enseñaba a preguntarse a sí mismo, a hacerse preguntas constantemente, a reflexionar. El hombre no percibía la verdad fuera de él, sino dentro de sí mismo, profundizando en su corazón, como ya decían los griegos: "Conócete a ti mismo y conocerás el mundo". La cultura no era una enseñanza, sino un descubrimiento personal de eso que usted llama «valores eternos». La cultura, por tanto, no era una cosa adquirida, ni quedaba fuera del hombre, como un objeto, como un adorno, sino que formaba parte de su naturaleza, de lo más profundo de su ser, que acababa transformándole en un ser nuevo que, a su vez, transformaba su ámbito existencial creando un mundo nuevo, fecundo, exuberante: como añadidura, también se les enseñaba ciencias y técnicas, por supuesto; pero la ciencia y la técnica emanada de aquellos hombres, eran humanas, es decir, se ponían al servicio del hombre y de la comunidad, no al servicio del dinero, de la economía, o del poder. Pero la cultura que hacen los sistemas totalitarios no consiste en que el hombre se pregunte, sino en darle respuestas previamente elaboradas. Y eso lo hace el fascismo y el comunismo, ideológicamente tan distantes entre sí. [160]

     -En el espíritu individualista, independiente del español es imposible hacer una comunidad paradisíaca, cenobítica o monacal, como usted lo pinta. Al indómito espíritu del español sólo puede dominarle el orden y la disciplina; no la anarquía. Eso es lo que enseñamos en nuestro Frente de Juventudes.

     -La disciplina que usted dice, es militarización de la sociedad civil; domesticación y sumisión; hacer títeres, robots que se mueven al toque de un silbato o un cornetín. No se enseña a ser solidarios, sino rivales. Se enseña a competir con el otro, a ser el mejor; pero lo mejor es siempre enemigo de lo bueno porque descalifica a los demás. Creen que cultivan su inteligencia, pero se olvidan de su corazón. Así han conseguido que el hombre sea un lobo para el hombre. En aquellas comunidades existía disciplina, pero sólo como austeridad y templanza. Todos sus componentes eran libres, iguales y con espíritu de hermandad. No había un pensamiento único, rígido y uniforme, sino libre, abierto, rico en ideas e iniciativas nuevas.

     -¡Se les enseñaba a ser revolucionarios! [161]

     -Sí, por supuesto. Pero no a revolucionarios convencionales. El comunismo, el socialismo, el republicanismo, el franquismo, persiguieron la toma del Poder para desde allí hacer su revolución. Una revolución que, al final no es más que una dictadura. ¿Qué más da una dictadura comunista que una dictadura fascista? Los anarquistas hicimos en España una revolución, un cambio total, sin necesidad de Estado, ni de Ejército, ni de Gobiernos, ni de patronos, ni de diputados, ni de alcaldes. Ustedes sólo hablan del comunismo como el feroz enemigo. Los anarquistas eran más peligrosos. Fueron los auténticos revolucionarios, porque hicieron una revolución jamás conocida, pero siempre soñada por la utopía de los más ilustres pensadores de la Historia de la Humanidad.

     El hombre aquel observó detenidamente a Senén, en una pausa que a mí me pareció eterna. Su respiración se alteró, sus fosas nasales se abrieron en su totalidad. Su frente quedó estirada y tersa. Yo pensé que iba a montar en cólera, que desde allí nos iba a mandar directamente al cuartel, por culpa de Senén. Pero se contuvo. Se volvió lentamente hacia los amigos suyos y dirigiéndose a los del pueblo, que escuchaban atónitos a Senén, les dijo:

     -Este hombre es muy peligroso.

     -No es necesario que usted les advierta eso -dijo Senén muy tranquilo-. Ellos ya lo saben. Pero no se preocupe usted, me quedan pocos días de vida. Me han dado la libertad para que muera en casa. El delito de ser anarquista me llevó a prisión, donde me destrozaron físicamente, hasta hacer de mí una piltrafa humana.

     -¡No sería por ese delito! ¡Usted combatió en la guerra! [162]

     -Sí, señor; defendiendo la legitimidad de la República; por patriotismo.

     -¡Lo de usted no es patriotismo, sino por fanatismo, por defender una causa que llevaba a España al abismo! ¡Nosotros somos los patriotas, quienes hemos hecho de España una, grande, y libre! Una España donde el obrero está protegido por nuestro Sindicalismo Vertical, por el Fuero del Trabajo, principio fundamental de nuestro Glorioso Movimiento Nacional.

     -Con la condición de que permanezca con la boca cerrada.

     -¡No! En nuestro sindicato vertical están integradas todas las fuerzas sociales: patronos, obreros, profesionales. Unidos en el diálogo, en la negociación, y no en el enfrentamiento. La justicia social está garantizada.

     -Pues debe ser en Madrid, porque aquí la justicia social brilla por su ausencia.

     -¡Usted es un demagogo! ¿Qué quiere usted decir?

     -Eso se lo puede contar a usted Rafael, el hijo de Paredes.

     -¿Qué me dice usted? -preguntó a Rafael aquel caballero.

     «¡Nada, que la lía!» -pensaba yo para mí-. «¡Que de aquí vamos a salir como el gallo de Morón!» «Rafael, por tu padre, cállate, no digas nada que vamos a estropear las cosas más de lo que están». Pero sí, sí. ¡Se iba a estar callado!

     -Que le digan ellos lo que han hecho conmigo, porque si se lo digo yo, dirá usted que soy demagogo, revolucionario o anarquista.

     -¡Bueno, vamos a ver qué ha pasado! ¡Quiero enterarme! A ver, ¿quién de ustedes va a contar eso que dice este señor? [163]

     Pero allí no piaba ni Dios; todos se hacían los remolones. Y yo, tragando saliva y con los ojos saltones, expectante. El hombre, ya escamado, se dirigió a Rafael:

     -Por favor, señor Paredes, le ruego que me diga usted toda la verdad, sin miedo. ¿Qué es lo que ha pasado aquí?

     -Bien, ya que ninguno quiere hablar, se lo diré yo. Hace algún tiempo que existe la norma legal de que el patrón pague al trabajador un sello por cada día de trabajo para que lo pegue a la cartilla, y así tenga derecho a todos los seguros sociales. Pero ellos no lo pagaron nunca. Yo escribí a la Mutualidad Agraria de Madrid para recabar información. Y como me asistía ese derecho, lo reclamé exigiendo el sello; pero se reían de mí. Una chica necesitó ser operada en la Seguridad Social en Madrid de un tumor, pero como no había cotizado nunca, no la pudieron operar, y murió. Yo hice un llamamiento a todos los trabajadores para no ir a trabajar si no nos daban el sello. Al final hicimos una huelga -porque ellos se negaban a dar el sello, a pesar de lo que pasó-, y triunfamos. Pero a mí me negaron el trabajo y a mis compañeros les prohibieron que se acercaran a mí, que se juntaran conmigo, que ni siquiera me miraran, bajo amenaza de negarles el trabajo. Así, durante meses, vivo en la más absoluta indigencia, recurriendo a penosas actividades para no morir de hambre. Y si hoy estoy aquí, es por el cura que, no sé por qué medios, ha logrado que me admitieran a mí y a Senén.

     -¿Es verdad todo eso que está diciendo éste hombre? -preguntó mirando severamente a los ricos del pueblo.

     Nadie respondió. Se hizo un silencio sepulcral. El hombre miraba inquisitivamente a todos. [164]

     -¡Es verdad lo que ha dicho éste hombre! -gritó frenético y como fuera de sí, mirando al Colorado.

     -Pues, sí -dijo el Colorado, más colorado que su nombre y muy nervioso-. Es que sublevó contra nosotros a los trabajadores. Hicieron una huelga, y eso está prohibido en nuestro ordenamiento jurídico. Intervino la Guardia Civil y quisieron llevarle detenido, pero don Anselmo, el párroco, se metió en medio y al atestado no se le dio el trámite reglamentario.

     - La huelga, en efecto, es un delito de sedición. Pero él ha denunciado cosas muy graves. Yo quiero que ustedes confiesen el porqué se llegó a aquel estado de cosas.

     -Pues verá usted -dijo el Colorado-: El campo está muy mal y todo son cargas, impuestos, contribuciones. Aquella nueva ley del sello era onerosa para nosotros. Lo discutimos, pensamos en dar los sellos; pero más adelante, cuando el campo se pusiera en mejores condiciones. [165]

     -¡Luego ustedes infringieron un Decreto Ley del Ministerio de Trabajo! ¡Pensaron que era gravoso para ustedes, pero no pensaron en que era un derecho de los trabajadores! ¡Han atentado ustedes contra el Fuero de los Españoles! ¡Contra los Principios Fundamentales de nuestro Glorioso Movimiento Nacional! ¡Esto es una vergüenza! ¡Una deshonra! ¡Y una humillación, por enterarme en presencia de ese hombre! -lo dijo por Senén-. ¡Me han quedado ustedes en ridículo! ¡Está bien! La semana que viene mandaré aquí un inspector para que levante acta. Y si éste caballero no está trabajando como los demás; si, por el contrario, me entero de que sufre cualquier tipo de represalia por lo ocurrido hoy aquí, pensaré que se burlan ustedes de mí. Y si usted, don Rafael Paredes, observa la menor injusticia, por pequeña que sea, le ruego que me lo transmita; pero, por favor, no haga usted huelgas. Confíe usted en que nuestro ordenamiento social, el Fuero de los Españoles y nuestro Nacional Sindicalismo están para defender a todos los trabajadores. Si así no fuera, no ostentase yo el cargo que desempeño en el Ministerio, y dimitiría. He tenido el verdadero placer de conocer al hijo de aquel gran hombre equivocado por un ideal utópico. Quiero demostrarle que en nuestro Régimen existe el preclaro y excelso ideal de José Antonio, y que el honor es nuestra divisa. Considero que es usted tan honesto y tan noble como su padre y quiero rendirle tributo de agradecimiento en homenaje al hombre que me salvó la vida.

     Y muy ceremoniosamente se cuadró ante Rafael, inclinó la cabeza y le estrechó la mano. [166]

     «¡Ole tus cojones!» «¡Este tío nos va a solucionar el porvenir!» -me dije alborozado-. Pero a mí no se había dirigido en ningún momento y quise reivindicar mi parte en el conflicto de los sellos y sus posteriores consecuencias. Así que se lo solté sin más:

     -¡Oiga, jefe: que a mí me han tratado igual que a Rafael! Yo tampoco tengo curro. ¿Qué va a pasar conmigo?

     -Usted tendrá las mismas prerrogativas que él.

     Yo no sabía que cosa eran las «prerrogativas», pero algo bueno debía ser. Sacó su cartera del bolsillo y de ella una tarjeta de visita. Se la iba a dar a Rafael, pero yo me adelanté y se la arrebaté de la mano. La contemplé como si fuera un tesoro. Me miró con curiosidad, y sonriendo sacó otra y se la dio a Rafael. Miró a Senén, muy serio, le midió con la mirada de arriba abajo y le dijo:

     -En cuanto a usted, le advierto que sus ideas son muy peligrosas y dañinas. Es usted libre para tenerlas, pero de no de propagarlas. Con sus antecedentes, volvería inmediatamente a la cárcel. Nos ha costado tres largos años de guerra desterrar la anarquía de España. Le he escuchado con benevolencia, con educación, con paciencia y generosidad. No voy a hacer nada contra usted. Pero ándese con cuidado -y dirigiéndose a todos sus amigos les dijo muy correcto, pero con firmeza-: Señores, la fiesta ha terminado. Les estoy muy agradecido por su invitación. Buenas tardes. [167]

     Y recogiendo sus cosas se fueron rápidamente hacia los coches. El Colorado y los demás también se fueron. Allí se quedaron todas las piezas sin que ninguno reparara en ellas. Cuando nos quedamos solos los trabajadores, le dimos un fuerte aplauso y vítores a Rafael y a Senén. El mayoral repartió varias piezas entre nosotros. Una sorpresa inusitada, pues los gestores de aquel cortijo, desde el cornudo del guarda, hasta el mayoral, siempre habían mostrado ante nosotros una actitud hierática, distante, mayestática, como si fueran los reyes. Tal vez, el rapapolvo de aquel señor de Madrid le había impactado también al mayoral.

     Había sido un triunfo en el tiempo y lugar más insólito. [169]



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- XIII -

Discurso de Senén

     Volvimos al pueblo todos agrupados, excepto dos que se fueron delante desgajándose del grupo. Era temprano. La cacería terminó tres o cuatro horas antes de lo previsto. Todos estábamos impacientes por oír hablar a Senén. Nadie preguntaba nada, pero todos le miraban expectante. Él se percató de ello. Antes de que se decidiera a hablar, yo le hice una pregunta:

     -Señor Senén...

     -Te prohíbo que me llames señor y me hables de usted. Somos compañeros y debemos tutearnos. ¿Qué ibas a decir?

     -Es que no he entendido eso que ha dicho de la cultura, eso de que lo bueno está dentro del hombre y lo que le viene de fuera no vale. Yo, por ejemplo, soy un analfabeto. Dentro de mí no tengo más que ignorancia. Yo creo que lo importante es saber cosas y tener cultura. Y todo eso viene de fuera. [170]

     -Yo no he dicho que lo que viene de fuera sea malo. Lo que llega de fuera es necesario: son los medios, por los que hay que luchar para que todos tengan acceso a ellos. El agua, el estiércol, el abono, son necesarios para lograr una buena cosecha. Pero la espiga no puede nacer del agua, ni del abono, ni de la fertilidad de la tierra: nace sólo del grano. El grano de trigo, la semilla, encierra dentro de sí el potencial necesario para reproducirse y multiplicarse. Por eso todo lo bueno reside dentro de ella. Está claro que para que dé frutos sean necesarios esos medios, el cuidado de la tierra donde se ha de sembrar. Todo eso es bueno para su desarrollo. Pero el sujeto es la semilla y el objeto, todo lo demás.

     -¡Joder! ¡Pues no es eso complicado! -dije yo-. Mis entendederas no dan para tanto.

     -Quiero deciros, en definitiva, que lo más importante no reside en los medios, sino en el interior del hombre, porque dentro de él está el verdadero tesoro. El hombre autodidacto no ha tenido profesores, ni colegios, ni universidades para realizarse a sí mismo. Es igual que las plantas y las flores del campo que nacen y se desarrollan sin que nadie se ocupe de cultivarlas. La cultura verdadera debe ser antropocéntrica, homo cultura, cultivo del hombre en toda su integridad. Son necesarios los medios y por ellos hemos de luchar; pero no podemos estar ociosos mientras esperamos que lleguen. Tenemos que ponernos de pie, elevarnos sobre nosotros mismos, tener una alta estima de nuestra naturaleza humana para no degradarnos y envilecernos, sino buscar lo bueno, amar a los demás, desarrollar el espíritu de solidaridad, de fraternidad, pues así es como alcanzaremos la igualdad de todos los hombres y la libertad. [171]

     -No entiendo cómo tú -dijo uno-, que tantos años te has pasado en prisión, hables del amor a los demás y no estés lleno de odio y rencor. ¿Tanto dolor no te ha llevado a renunciar y abandonar tus ideas?

     -No. Me han llevado, por el contrario, a reforzarlas, a profundizar en ellas. A replanteármelo todo desde otra perspectiva.

     -Tú eres anarquista y estás contra el Estado. ¿No te lleva eso a odiar a los que nos gobiernan?

     -Yo no lucho contra los hombres, sino contra las instituciones represoras de la libertad. El mayor enemigo de la sociedad es el Estado y toda la estructura social que comporta, que oprime a los ciudadanos en vez de servirlos. El Estado siempre favorece a los ricos en detrimento de los pobres, de los débiles.

     -Pero, si no hubiera Estado, esto sería el disloque -dijo otro-. El Estado es necesario.

     -¿Por qué? El Estado es una forma de organización social. Pero las formas de organización social son infinitas. Desistir de la búsqueda de otros modos y otros medios es renunciar a la rica imaginación creadora del ser humano, que es la que puede transformar el mundo. Pero eso no interesa al Poder. De ahí la opresión política, por un lado, y la alineación cultural, para que la gente no piense, para que no se desarrolle su intelecto y su inteligencia.

     -¡Jopé! -dije yo-. ¿Es que el Estado no existía antes? [172]

     -No. El Estado es un instrumento, a través del cual, el capitalismo chupa la sangre del pueblo. El capital puede ganar dinero, cuanto más, mejor y el Estado no le pone topes, sino que le ayuda. Una empresa puede ganar un veinte o un treinta por ciento, el doble que el año anterior, pero al trabajador se le controla el aumento del salario. Así las diferencias económicas son mayores cada vez. Por eso hay que atacar al Estado.

     -¡Sí, sí! -dije yo-. Con el Ejército que le guarda, cualquiera.

     -Como poder del Estado hay que atacarle también. El pueblo no necesita militares. ¡Qué hubiese hecho el Ejército en la guerra de la Independencia sin la colaboración del pueblo! El Ejército es el puntal que sostiene al Estado y no está tanto para proteger de las agresiones de fuera, sino de la rebelión desde dentro.

     -Eso se hace con la lucha de clases, ¿no? -dijo Rafael.

     -¡No, no! La lucha de clases no es un método de lucha ni de combate, como el fascismo y el capitalismo os ha hecho creer, sino el producto o fruto de las diferencias económicas, las cuales originan la marginación social, caldo de cultivo de la explotación laboral. Cuando los marginados y explotados claman por la justicia entra en juego la opresión política para sofocar cualquier intento de subvertir ese orden establecido.

     -Y contra eso no hay quien pueda -dije yo-. Por eso aquí no se mueve ni Dios.

     -La opresión política, no solo produce un desgaste en quien la ejerce, sino, además, cada vez es peor vista por la democracia de los países desarrollados. ¿Cómo, pues, dar libertad sin que peligre el orden instituido? Sencillamente, con la alienación cultural. [173]

     -La revolución de Rusia es la esperanza del proletariado. ¿No te parece bien esa revolución? -preguntó uno.

     -No. Y eso ya quedó claro en la Primera Internacional, celebrada en Londres medio siglo antes de que se estableciera el comunismo en Rusia. En aquella Internacional no había trabajadores redimiendo a la Humanidad, como advirtió Anselmo Lorenzo, que asistió a ella, sino burgueses disputándose el liderazgo del Movimiento Obrero, no su liberación.

     -Pero en Rusia estudian los obreros -dijo el mismo de antes-, y hay muchos que llegan a los más altos puestos, como ingenieros, arquitectos, científicos. ¿No es esa, acaso, la mayor revolución social que han conocido los siglos?

     -Sí, en efecto. Es un paso gigantesco en la Historia. Pero no por eso es el más plausible, puesto que existe una férrea dictadura.

     -Si no fuera así, los ricos ya la hubiesen aplastado.

     -No. Un pueblo de hombres libres organizados en la base es una gran potencia. El pensamiento de todo un pueblo es más rico y fecundo que el de un comité central. Ya en la Primera Internacional surgió ese tema, porque ante la lucha de clases había dos posturas distintas: las de Marx y Engels, y la de Bakunin.

     -¿En qué se diferenciaban? -preguntó Rafael. [174]

     -Los primeros decían que suprimiendo las diferencias económicas se acabaría con la marginación social, con la explotación laboral, con la opresión política y con la alienación cultural. Y nada de eso ha desaparecido en Rusia, sólo ha cambiado de signo. Ahora es el Estado el que margina a los que no comulgan con sus ideas, el que explota, el que oprime políticamente y el que obliga a todo el pueblo a tener un pensamiento único. Exactamente, como hace el fascismo. ¿En qué se diferencia eso de la dictadura franquista? Tal vez, en el color, en que unos son rojos y los otros azules.

     -Lo siento, Senén -volvió a repetir el mismo que ya había hablado antes-. No estoy de acuerdo contigo. ¿Cómo entonces se puede acabar con la lucha de clases y lograr la paz, la justicia y la fraternidad?

     -Sencillamente, invirtiendo el orden. Empezando primero a luchar contra la alienación para que el hombre esté integrado en sí mismo, y no alterado, fuera de sí, vacío, embobado por imbecilidades para que nunca desarrolle el potencial que como criatura humana lleva dentro de sí. Cuando un hombre tiene plena conciencia de su dignidad no se deja avasallar, y lucha con uñas y dientes por su libertad, por su autonomía, aunque en ello le vaya la vida.

     Todos miraron a Rafael de soslayo, pues eso que dijo Senén era como un retrato de Paredes. [175]

     -Cuando un hombre tiene plena conciencia de su dignidad no se doblega ante ninguna opresión política y lucha contra la explotación para que no haya marginados y la riqueza y los bienes sociales lleguen a todos los hombres. La voluntad implícita en el corazón del hombre, aunque no se vea explícitamente, por estar emborronada por la alineación y no se tenga clara conciencia de ello, es la libertad, la igualdad y la fraternidad.

     -Sin embargo, esta gente dice que tú eres malo porque incitas a la lucha de clases -dije yo, pues eso lo había oído en más de una ocasión.

     -Sí; es cierto. Cuando yo despierto vuestras conciencias, naturalmente, os incito a luchar por la promoción colectiva, que se enfrenta a los intereses de los poderosos.

     -Pero es lucha de clases -insistí-. Y eso está muy perseguido. Te pueden meter en la cárcel.

     -Claro. Eso supone enfrentarse con la opresión política del Estado y su Ejército, con esa valla protectora de los ricos. Eso, naturalmente, es estar metidos en la lucha de clases. Pero, también ellos cuando defienden el orden que han implantado están inmersos en la misma lucha de clases que yo. De nada sirve que se acepte o se rechace la lucha de clases. Esa es una realidad que está ahí y, se quiera o no, todos estamos metidos dentro de ella, ricos y pobres.

     -Yo no estoy metido en la lucha de clases porque nunca me he metido en política -dije yo-. Yo soy neutral. [176]

     -En la sociedad, nadie es neutral. El que cree serlo, se equivoca, o miente descaradamente. Si ante una situación permanente de injusticia, no gritas y protestas, estás al lado de los que cometen las injusticias, eres cómplice de ellos.

     A mí eso no me convenció, pero me callé. Sin embargo, Senén percibió mi falta de convencimiento.

     -Sí, Sebastián. En la sociedad nadie es neutral. O estás al lado de los explotados o en contra de ellos, si no luchas por la libertad, la igualdad y la fraternidad.

     -Todo eso que tú dices -intervino otro- es pura teoría. Eso es de la Revolución francesa.

     -No. Las voces de Libertad, Igualdad y Fraternidad no nacieron con la Revolución Francesa. Ese sueño ha estado en el corazón de la criatura humana oprimida desde la noche de los tiempos, desde mucho antes de la rebelión de Espartaco contra la esclavitud de los romanos, y los más ilustres pensadores de la Historia, desde Platón a Tomás Moro, pasando por los idealistas que dieron forma al sentir de los pueblos, como Cervantes, como Fray Luis de León -el gran místico que la Iglesia no santificó por su ideal de una sociedad sin clases-, o como el poeta alemán, Schiller, acariciaron esa utopía. Pues ese sueño eterno de la Humanidad, que nosotros hicimos realidad en nuestras comunidades agrarias, sigue ahí latente en los corazones de todos los hombres oprimidos. No, compañero; no es una teoría. Es un sueño, un anhelo, un deseo.

     -¿Qué opinas tú de los curas y del tinglado de la Iglesia? -preguntó Rafael. [177]

     -¡Ah! Tu padre, en eso era un especialista, tenía las cosas muy claras. Bueno, la Iglesia y los curas son un instrumento de alienación, de opresión y represión al servicio del Estado. Pero Jesucristo era otra cosa. Los curas han falseado el evangelio y han hecho opaco para los pobres el luminoso mensaje de Jesús. Y si volviera a nacer, le volverían a matar.

     ¿Y qué diferencia hay entre Jesucristo y la iglesia? -preguntó vivamente interesado Rafael.

     -Mucha. Jesucristo es el arquetipo de hombre honesto, heroico, generoso, preclaro, puro, perfecto, amigo de los pobres El hombre más excelso que ha dado la Humanidad.

     -En cambio -dijo Rafael-, los curas y la iglesia son amigos de los ricos, se pegan a ellos como lapas y con eso del cielo y del infierno, logran que les donen sus fincas y su dinero antes de morir. Así engordan y son cada vez más ricos, pero sin ningún provecho para la sociedad.

     -La iglesia -continuó Senén- ha hecho de Jesucristo una cuestión cultual, le han hecho Dios y sólo se han dedicado a rendirle culto. Pero el mensaje de Jesucristo está sin estrenar.

     -Me resulta curioso -dijo uno- que tú, siendo anarquista, hables tan bien de Jesucristo. ¿Dónde aprendiste esas cosas?

     -Paredes era un entusiasta de Jesucristo y tenía un evangelio que compró. A mí, entonces, no me interesaba ese tema ni aquel personaje. Fue en la prisión donde lo leí. Era uno de los pocos libros que nos dejaban leer. Yo, no solo lo leí, sino que lo analice palabra por palabra. En la prisión hay tiempo para todo.

     -Jesucristo era pobre, como nosotros, ¿verdad? -dijo otro. [178]

     -Sí. Decía que hasta las zorras tenían su madriguera, pero él no tenía donde reclinar la cabeza.

     -Él, que multiplicaba los panes y los peces y convertía el agua en vino, si pasaba hambre es que estaba tonto -dije yo-. Eso no lo entiendo.

     -Predicaba con el ejemplo. Es curioso que la palabra pobre o relativa a la pobreza, es la más repetida en el evangelio. Tuve curiosidad de contarlas: Más de veinte veces. Hay otra cosa que el evangelio repite con insistencia: los milagros. Pero la mayoría de los milagros eran para curar a los enfermos y lisiados. Según la creencia judía, la enfermedad era castigo de Dios por pecados del enfermo o de los padres, por lo que eran considerados impuros y, por ello, marginados de la sociedad y, por lo tanto, pobres. Si añadimos esto, las citas de los pobres llegan a cien.

     -Eso está muy bien -dije yo-. Pero los curas, cuya carrera es de las más largas, han estudiado más que tú el evangelio. Sin embargo, ninguno es pobre. Yo no creo que Jesucristo viniera por los pobres, como dices.

     -Sí, Sebastián. La respuesta que Jesús dio a los enviados del Bautista preguntando si era él el que tenía que venir, o tenían que esperar a otro, fue: los ciegos ven, los sordos, oyen, los cojos andan, los enfermos son curados y se anuncia el evangelio a los pobres. Por eso la palabra pobre es la que más se repite en el libro que os digo. ¿Es eso una casualidad, o tiene alguna finalidad?

     ¿No vino él a hacer la revolución? -preguntó Rafael. [179]

     -Sí, pero no como tú te lo imaginas. Él dejó muy claras sus ideas. En el discurso más bello que se ha hecho en toda la historia de la Humanidad, el llamado sermón de la montaña, habló de los pobres como bienaventurados.

     -¿No es burla llamar bienaventurado a los pobres? -dije yo.

     -No. Él era un hombre serio. En un momento de su vida dio gracias a Dios porque todo eso que predicaba se lo había mostrado a los pobres y se lo había ocultado a los poderosos. A sus seguidores les dio la consigna de que debían predicar por todo el mundo aquella buena nueva, pero sin llevar alforjas, ni dinero; desprenderse de todo y dárselo a los demás. Y para los que tenían miedo a la pobreza, les ponía de ejemplo a los pájaros y a los lirios para que no se afanaran en acaparar. Los más fieles seguidores suyos, lo hicieron así. Ahí está Francisco de Asís, que sólo servía, por mandato de Jesús, a su dama, la pobreza. Y es ahí, en la pobreza, donde está el grandioso misterio del mensaje de Jesús. Un misterio que sólo unos cuantos privilegiados lo entendieron y lo pusieron en práctica. Pero los curas, las monjas y los frailes hicieron lo contrario: sociedades capitalistas, ricas, burguesas y opulentas.

     -Yo no entiendo nada del evangelio -le dije-. Pero eso que dices tú me parece que no... -no me atreví a decir que era mentira, pero él lo percibió.

     -¿Por qué no? [180]

     -Porque eso no es lo que todos nosotros creemos. Yo soy pobre y he pasado mucha hambre y soy un tarugo que no sé hacer la o ni con un canuto. La pobreza es lo peor que hay en la vida; es la peor lacra que padece el mundo. Eso lo sabemos bien los pobres. Pero, según tú, parece que Jesucristo lo que quería era una sociedad de pobres, de indigentes y de mendigos.

     -No, Sebastián -me dijo con una dulce sonrisa, pero tal vez un poco molesto por oponerme tanto a sus palabras-: Jesucristo no quería una sociedad de pobres, sino todo lo contrario.

     -Pues los curas -insistí yo-, que saben mejor que nadie lo que dice el evangelio, viven muy bien. De pobres, nada. A mí eso de la pobreza no me convence.

     -La pobreza tiene muchos aspectos, según por donde se la mire. Está la pobreza de situación, que es a la que tú te refieres. De la misma forma te sientes pobre tú, que no tiene para vivir con la dignidad que te corresponde como ser humano, como aquel, que sin faltarle lo más necesario, carece de las comodidades que son corrientes y habituales en el medio donde vive.

     -Esa pobreza es horrible. A mí eso de la pobreza no me convence, que no, vaya.

     -Esa pobreza de situación siempre es relativa, porque siempre hay uno más pobre detrás. Pero nos han enseñado, no a mirar hacia atrás, sino adelante, al que más tiene, a ser codiciosos, egoístas, insolidarios. Y, claro, cuando esa pobreza no se ha elegido voluntariamente, constituye, lógicamente, un malestar físico y un deterioro moral, como puede ser la envidia, el rencor, la tentación de robar, incluso la pereza, la indolencia, el fatalismo y la desesperación. [181]

     -Todo eso es lo que me pasa a mí -dije.

     -Y a todos nosotros -dijeron varios más.

     -Existe otra clase de pobreza, como virtud humana. Es aquella que no faltando lo necesario para vivir como es debido, se renuncia a cosas superfluas y se lleva una vida austera y sencilla, por creerlo más conforme a la libertad de espíritu.

     -Pero eso no es pobreza -insistí yo-. Los ricos de este pueblo están podridos de dinero, no se ven hartos nunca, pero algunos son mugrientos y se gastan menos que Tarzán en alpargatas. Pero a veces, eso es verdad, dan dinero al cura para obras de caridad a los pobres y para los chinitos.

     -Dan limosnas a los pobres, no tanto por amor a los pobres ni a Dios, sino como confortable autocomplacencia.

     -Para ir al cielo. Después de vivir como Dios en la tierra se quieren asegurar el cielo cuando se mueran.

     -Puede que sea por eso. Por otra parte está la pobreza que Jesús predicó, y la que sus más distinguidos seguidores practicaron, renunciando a todo y entregándose al servicio desinteresado de los demás.

     -Pero si uno trabaja duro en la vida para juntar unas perras -dije-, si se lo das a los demás, ¿qué te queda a ti? ¿Para qué trabajar y afanarse? Claro, así, los que se benefician son los que no dan ni golpe. Pues si todos hicieran igual...

     -Y esa pobreza -intervino Paredes-, que puede servir para santificarse el que la practica, ¿tiene alguna utilidad para la sociedad en general? [182]

     -Mucha. Esa pobreza es la antítesis del egoísmo, de la codicia, de la avaricia, que es el origen del acaparamiento de unos y de la miseria de otros, y factor primero y fundamental de la lucha de clases: las diferencias económicas. Observad la Naturaleza. Todos los seres y todas las plantas toman de la tierra lo que necesitan para su desarrollo, pero no más. Así hay un equilibrio perfecto, una armonía universal. A ninguna criatura le falta nada de lo que necesita para su desarrollo y todos aportan a la vida los frutos de su esencia. Esa es la pobreza que digo, no la miseria y el hambre. Ese es el mundo perfecto, que nosotros hicimos realidad en nuestras comunidades: cada uno aportaba según su capacidad y obtenía según su necesidad. Esa pobreza consiste en renunciar a lo pequeño propio para poseer la grandeza de todos. Jesucristo predicó esa pobreza, y los primeros cristianos lo entendieron así crearon comunidades en la que todo lo tenían en común. Muchos santos, después, lo hicieron también para que su ejemplo se extendiera a toda la sociedad. Pero los frailes traicionaron el espíritu de los fundadores, viviendo sólo para ellos y prostituyeron el mensaje de Jesús.

     -Y después de lo que ha pasado en la guerra -dijo Rafael-, después de pasarte media vida en prisión, ¿aún crees que eso se podrá arreglar algún día? ¿Esa sociedad que mi padre y tú pretendíais, crees que se podrá conseguir algún día? ¿No es eso una utopía? [183]

     -Sí, claro que es una utopía. Pero las realidades de hoy son las utopías de ayer. La gente tiene una idea peyorativa de la utopía, como si fuera algo malo por ser irreal. La realidad no es fantasía, es algo palpable, tangible, objetivable, y eso es en lo único que cree aquel que no ve más allá de sus narices, y aconseja a los demás que sean realistas -no sé, pero me pareció que me miraba a mí-. La realidad no es fantasía, está claro; pero la fantasía sí es realidad.

     -¿Cómo va a ser realidad una fantasía? -dijo uno rascándose la cabeza y mirando a Senén con cara de pensar que lo que oía no era más que una trola.

     -Cuando alguien piensa que algo que aún no existe puede ser posible, ya es una realidad; mejor dicho, es el principio, el germen de una nueva realidad en vibración, en movimiento. Todo lo creado ha sido antes deseado, imaginado, soñado.

     -Si tú lo dices, será verdad -dije yo, incrédulo. Durante toda mi vida yo había soñado e imaginado la forma de hacerme rico; pero ni deseando, ni imaginando, ni soñando pude salir nunca de pobre. Para mí Senén era un fantasioso, un chalado que se había vuelto tarumba en la prisión. [184]

     -El sueño que el poeta Shiller escribió para la novena sinfonía de Beethoven -continuó dando el coñazo-, de un mundo en el que todos los hombres algún día volverán a ser hermanos, es una realidad en embrión, en evolución, en convulsión. Un sueño que está en lo más profundo de los corazones de los hombres honestos, de los limpios de corazón. Y esa fantasía es una realidad en movimiento, que poco a poco va fertilizando y transformando la mentalidad de los que, por ignorancia, por pereza, por indolencia, por fatalismo, permanecen alienados. Pero un día vendrá en que los hombres luchen por la felicidad de sus semejantes sin ningún interés, sólo por el generoso altruismo de hacer bien a los demás.

     -¡Yo no entiendo nada, lo siento, soy un zoquete! -dije yo, que cada vez entendía menos lo que Senén nos explicaba-. Pero todo eso que tú dices es muy difícil, creo que imposible de que se pueda realizar algún día. Cada día hay más egoísmo. [185]

     -Hay que sacudirse el pesimismo y el fatalismo, Sebastián. Hay que levantar la cabeza y el corazón, con brío, y con espíritu entusiasta, elevar la moral, tener fe en el hombre, transmitir a los demás el optimismo, la alegría, la esperanza de que la utopía no es sueño, sino vida que constantemente está fecundando los corazones de los hombres para hacerlos mejores, más generosos, más íntegros, más solidarios y más valientes. Hermandad, amor, fraternidad. Eso es lo que debemos de ir construyendo entre nosotros. Si nuestras camas tienen chinches, las matamos sin esperar a que nadie lo haga; si está sucia, la limpiamos. Cuando nos hacemos un traje, el de la boda, que es el único que nosotros nos hemos hecho, nos lo hacemos a nuestra medida. Sin embargo, el destino de nuestras vidas nos lo dan hecho de serie, y siendo lo más importante, lo aceptamos con resignación bovina por culpa de la alienación. El hombre debe tener la fortaleza y la valentía para hacerse a sí mismo, sin esperar a que nada ni nadie programe y planifique su vida.

     -Pero si eso no nos lo permite el Sistema que tenemos -volví a insistir yo-, si nos lo prohíben ¿qué podemos hacer?

     -¡Pues hacerlo sin permiso, coño! -me increpó Rafael-. ¡Siempre estás con miedo, siempre tirando para atrás! Si fuera por ti nos asfixiaría la mierda, nos comerían las chinches, se nos caería la casa.

     -¿Y qué partido es el que nos propones? -le dije yo, algo cabreado, esperando que de una puta vez dejara de cacarear y pusiera el huevo-. Porque hablando de Jesucristo, a lo mejor no te hacen nada. Incluso con eso se puede sacar tajada. [186]

     -No os estoy proponiendo hacer un partido político. Ni siquiera el anarquismo, que jamás fue un partido. No. Los partidos tienen todos los mismos defectos y contradicciones. Dicen que luchan por la democracia, pero no la toleran dentro de sus organizaciones. Todo partido político es una dictadura en sí mismo. Sólo manda el comité central y en éste, el secretario general o el presidente. Algún día desaparecerán los partidos, pues después de más de dos siglos de lucha siguen con los mismos defectos de siempre. Entreteniendo a la gente con el mito de la izquierda y la derecha, cuando con cualquiera de ellos en el poder, quien manda y ordena es el gran capital monopolista. La política será en el futuro una profesión, como la medicina o la abogacía y sólo estarán en ella los que de ella vivan directamente. Pero los militantes generosos, desinteresados, sacrificados, entregados a la lucha por una sociedad mejor, abandonarán esas corporaciones y buscarán otros cauces, otros caminos donde ejercer su ansia de libertad, de igualdad y fraternidad para todo el mundo. Y esos cauces diversos no se enfrentarán entre sí, como lo hacen los partidos. Serán, como los arroyos, riachuelos y grandes ríos, que por diversas y opuestas vertientes se funden en el mismo mar: el mar de la solidaridad y de la felicidad de la Humanidad. Y eso no solo lo harán los generosos militantes de base de los partidos políticos; lo harán también lo profesionales. Los ingenieros, que demolerán muros, alambradas que separan a los pueblos y construirán caminos sin fronteras, para que los hombres se encuentren y [187] se abracen; los maestros llevarán, no la puerca cultura que el capitalismo ha elaborado para alienar y enfrentar a los pueblos, sino la cultura de la solidaridad para la suprema salud espiritual; y tras ellos irán los médicos para restablecer la salud de sus cuerpos; y con ellos, los farmacéuticos, como apoyo logístico; y los poetas dejarán de decir sandeces sobre la primavera y su atardecer y cantarán las delicias del alba de la nueva civilización, como ya lo dijo el gran poeta Shiller, al que Beethoven puso la más hermosa música jamás oída. Ya no harán falta cañones para destruir al capitalismo. Caerá solo, podrido por tanta molicie acumulada.

     Nada, nada. Senén era para mí Antoñita la fantástica y cada vez me convencía menos lo que decía.

     El capitalismo, como dijo Marx -continuó-, sólo caerá por sus propias contradicciones. El capitalismo se frota las manos con los partidos políticos. La mejor gestora de los asuntos del capitalismo es la socialdemocracia. La perversidad del sistema capitalista alienta el enfrentamiento entre partidos, y éstos, a su vez, siguen dócilmente esa perversa enseñanza y hace que los hombres sean enemigos entre sí. Eso es lo que le interesa al capitalismo y lo promueve. Pero hay que gritar contra eso. ¡No, el hombre no es enemigo del hombre! ¡El hombre es hermano del hombre! Y esa contradicción de los partidos acabará con ellos, porque los hombres buscarán, no el odio y el enfrentamiento, sino el amor y la solidaridad. Socorrer y ayudar a aquellos hermanos que no tuvieron suerte en la vida, eliminando las fronteras que los separan.

     -Eso ya es demasiada utopía, Senén -dijo uno. [188]

     -Esto no es más que las reflexiones de un hombre que ha luchado por una sociedad libre, sin clases, igualitaria en los medios que cada hombre necesita, solidaria, y que por eso ha sufrido la tortura de sus semejantes, que han hecho de mí un anciano prematuro, un enfermo al borde de la sepultura.

     -¿Y después de pasar todo eso, todavía tienes ganas de seguir armándola? -de seguir jodiendo la marrana, quise decirle mejor; pero le dije-. ¡Sólo con pensar lo que tú has pasado se me ponen las carnes de gallina!

     -A pesar de todo eso, no han matado mi esperanza de que este mundo algún día será un mundo donde todos los hombres volverán a ser hermanos. Entonces, el mensaje de Jesús, el líder más grande que jamás tuvo la humanidad, el amigo de los pobres, de los bienaventurados, se habrá hecho realidad, porque el espíritu de ese líder va delante, al frente de ese ejército de voluntarios que llevan la paz y la fraternidad. Pero los encargados de proclamar esa verdad, callan.

     Hizo una pausa para respirar, pues noté como si se asfixiara. [189]

     -Y ese convencimiento -continuó- me inunda de esperanza y alegría. Una esperanza que os quiero transmitir con emoción. ¿Acaso ese deseo no está latente en vuestros corazones? ¿Acaso ese anhelo de libertad, de igualdad y de fraternidad no lo tenéis vosotros, los pobres, los que sufrís, los que lloráis, los que tenéis hambre y sed de justicia? Jesús dijo que eran bienaventurados todos los que padecían eso. Sin embargo, la última bienaventuranza, la principal, la que es el colofón y coronamiento de todas ellas, es para los que sufren persecución por la justicia. ¿Pero quienes son los perseguidos? ¿Los que callan y se humillan? ¿Los cobardes y miedosos? ¿Los egoístas e insolidarios? ¿O los que luchan contra la iniquidad y el despotismo por una sociedad mejor, más equitativa? Jesucristo ya se lo anunció a sus seguidores: «Os perseguirán» ¿Persiguen a los curas en la sociedad capitalista, que sólo ignominia e injusticia siembra por doquier? Hay que luchar, aunque nos parezca que nuestra lucha no vale para nada. Cada vez que en cualquier parte del mundo, por remota y aislada que se encuentre, un hombre o un pueblo lucha por la libertad, está luchando por mi libertad, por la libertad de toda la Humanidad, pues con su lucha está elevando el listón de la dignidad humana. Y, por el contrario, cuando un hombre se deja humillar y envilecer está retrasando el progreso con su cobardía, ¿no es eso motivo para aumentar nuestra fe y nuestra esperanza de que el mundo será algún día el edén donde todos los hombres serán iguales, felices y hermanos?

     Se había acalorado tanto en su discurso que le produjo un golpe de tos. Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso en la boca tratando de sofocarlo. Cuando lo retiró, vi que estaba manchado de sangre. [190]

     -Hay que ponerse en pie, elevar nuestra auto estima, tener fe en el hombre, en el otro, cosa que no hace el Estado, ni los partidos, ni los ricos, ni los curas.

     Volvió a toser y vi su pañuelo más empapado de sangre.

     Rafael se acercó a él y le dio su pañuelo, pues el de Senén ya estaba saturado de sangre.

     -No hables más, Senén. Calla y vámonos para el pueblo.

     -Hay que gritar -continuó casi congestionado- contra los que nos ponen una mordaza para que callemos.

     -Calla, Senén. No te sofoques -dijo Rafael.

     -Jesús gritó contra los fariseos, y Santiago gritó contra los ricos que defraudaban el jornal de los que segaban sus campos. Pero los curas callan. ¿Quién proclamará el mensaje de Jesús a los pobres?

     -Ya nos lo explicarás otro día. Estás muy mal, Senén.

     -No. Sé que la muerte me está esperando cerca. Sin embargo, Rafael, este es el día más feliz de mi vida por poder comunicaros todo esto que llevo dentro de mi corazón. Gracias, compañeros, por haberme escuchado. Yo me voy ya de este mundo; vosotros seguiréis. Sólo os pido que recordéis mis palabras.

     Todo ese brío y entusiasmo se reflejaba en su rostro macilento. Pero a mí no me entusiasmaba ni me convencía. Por mucho que dijera Senén, para mí todo eso no era más que fantasía monda y lironda. Pero eso que dijo, que los bienaventurados son los que luchan y por eso son perseguidos, me molestó. Eso lo decía por Rafael y por mí. Rafael le alababa y a mí me tenía por cobarde.

     Y para no liarla, me callé y no hablé más. [191]

     ¡La pobreza! ¿A mí me iba a convencer de que la pobreza es buena? ¡Vamos, que eso de la pobreza no se lo cree ni el Papa! Si eso lo dijo Jesucristo, me jodió la poca fe que yo tenía en ese hombre. Porque Rafael me lo pintaba como un tío muy bueno que había venido a defender a los pobres. ¿Y Jesucristo decía a los pobres que tenían que ser más pobres todavía para ser buenos? ¡Vamos, anda!

     El hambre es la consecuencia más directa de la pobreza. Mucha gente habla del hambre. En esas campañas que se hacen contra el hambre, con esas fotos de niños desnutridos, los que las hacen, no tienen ni puta idea de lo que es el hambre. Los únicos que sabemos lo que es el hambre somos los que la hemos pasado un día y otro día; un año y otro año. Esos que hacen esas campañas sabrán mucho de teoría sobre el hambre, pero nada más. Nadie mejor que un dentista conoce las causas de un dolor de muelas y las consecuencias que de ello se pueden derivar; pero, a pesar de toda su sapiencia odontológica, jamás sabrá lo que es un dolor de muelas hasta que lo padezca en sus propias encías. [192]

     Pero, claro, no iba yo a discutir con Senén, porque él era muy culto y yo, sólo un destripaterrones. Por otra parte, Paredes, y casi todos los demás, estaban embobados con su discurso. A mí, eso de que la pobreza es buena no me lo hacen tragar ni con sonda. El hambre es criminal, asesina. Todos los que hemos pasado hambre de niños tenemos las células de nuestro cerebro debilitadas, disminuidas, por lo que nuestro cociente intelectual es muy bajo. Por eso son raros los pobres que llegamos a ser algo en la vida; en cambio, los ricos, los que han comido bien en la niñez, los que han tenido perras para estudiar y todo eso, son altos, listos, con carrera, y hasta guapos son los cabrones. En cambio yo, siempre he sido canijo, debilucho, feo, y más bodoque que el burro de Buridán.

     Sin embargo, a pesar de eso, me gustaba oír a Senén. El tío se explicoteaba de maravillas. Era un hombre serio, humilde, sencillo, debilitado por la enfermedad, con aspecto cadavérico; pero cuando cogía la palabra parecía otro. Su cara se transfiguraba. No me extraña que en su tiempo convenciera y arrastrara a la gente. Era un hombre que tenía el arte de persuadir y entusiasmar.

     Pero en el año 50, con la represión que había, que por menos de un pitillo te pegaban dos hostias los civiles, cualquiera se metía en berenjenales políticos. Además, que a mí la política no me ha gustado nunca. Todos los que se meten en política es para chupar. Todos los que se meten a curas, a chupar. [193]

     A mí, lo único que me preocupaba era yo, mi vida, mi situación. ¿Que para eso me tenía que arrimar a los curas y a los políticos? Pues claro; ¿cómo si no iba a solucionar mi vida? Senén hablaba mucho de preocuparse por los demás, cosa que no lo veo del todo mal. Y para eso ponía ejemplos de la Naturaleza. Pues yo veo que los pájaros se preocupan de sus polluelos con un esmero que da gusto verlos. ¿Pero a que ninguno se preocupa de dar de comer a las crías ajenas? ¿Eh? ¿A que no? Pues eso: en esta vida cada uno va a lo suyo.

     Pero si yo le digo esto a Senén, me revuelca dialécticamente. Por eso me dije: ¡Chitón, y punto en boca! A disimular, a aplaudir, a decir a todo amén y a nadar en todas las aguas.

     Yo no estaba de acuerdo con nada de lo que dijo Senén, como tampoco estaba de acuerdo con todo lo que hacía y decía Rafael, que sólo palos y amargura nos traía. Bonito panorama el que nos presentaba. Sin embargo, yo sentía por Senén un gran afecto. ¡Y no digamos por Rafael! Y eso es lo que yo me he dicho siempre y nunca he logrado entender. Si Paredes era tan distinto a mí y yo tan contrario a sus ideas, ¿por qué le quería yo tanto, que no era capaz de separarme de él?

     La tarde estaba alegre; entre el vino que nos dieron y el discurso de Senén, los ánimos estaban calientes, todos disfrutaban. No iba a ser yo el aguafiestas.

     Senén se puso ya imposible y casi estaba moribundo. Entre Rafael y yo le cogimos colocando sus brazos sobre nuestros hombros y así fuimos al pueblo, relevándonos en la carga. Carga para mí, porque los demás estaban todos deseando llevarle en sus brazos. [194]

     Aquel discurso de Senén no me produjo la menor impresión. Pero a Rafael sí le afectó bastante. Y noté un cambio en su carácter y en su actitud. Muchos de los consejos de Senén eran contrarios a la actitud que Rafael había tenido hasta entonces. Paredes odiaba a los ricos caciques y este sentimiento le consumía. [195]



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- XIV -

Vuelta a la normalidad

     Llegamos al pueblo todos agrupados, y llevamos a su casa a Senén. Fuimos después a una taberna donde todos los obreros iban en cuadrilla al volver de trabajos como la escarda, la siega, la corta de leña en el monte para los carboneros y piconeros; en fin, en épocas de bonanza, al volver del trabajo, por la tarde, en vez de ir directamente a casa, parábamos en aquella taberna. Nos sentábamos en torno a una mesa, o simplemente en corro, y con una botella de vino con una caña, bebíamos todos. Se cantaba flamenco. Había tres o cuatro buenos cantaores y dos que bailaban muy bien; había otro que recitaba poesías que ponían los pelos de punta. Mientras se cantaba y bailaba, otros clientes, obreros también, bebían en la barra sin reparar en nosotros. Pero, cuando recitaba aquel hombre una poesía, en el bar no se oía una mosca. Eran poesías que emocionaban, que llegaban a lo más hondo de los sentimientos. [196]

     Era normal que en el corro en torno a la mesa estuvieran sólo la cuadrilla que había estado trabajando junta ese día. Pero aquella tarde fue muy especial. La voz de lo ocurrido en Zarzarromero corrió de boca en boca. La taberna se hizo demasiado pequeña para acoger a tantos compañeros que querían sumarse a nuestra alegría. También preguntaban todos por Senén, pues se habían enterado del rapapolvo que le dio a aquel señor de Madrid.

     Pero el pobre Senén estaba muy grave. Para él, sin duda, fue un gran día, pues nunca tuvo ocasión para explayarse como lo hizo aquella tarde mostrando sus ideas. Para todos los jornaleros fue un día gozoso en verdad. Y aquellas ideas se comentaron al día siguiente en la plaza y en los tajos para todo el pueblo. Para la gente de mi edad, Senén era un desconocido en el pueblo. A partir de aquel día todo el mundo le alababa y le miraba con simpatía y respeto. El padre de Paredes era igual que él. Pero aquella era una casta de hombres totalmente distintos a los de hoy, una casta que quedó sepultada en los cementerios, podridos en las cárceles o exiliados lejos de España.

     Volvimos a casa más tarde de lo normal de aquellas francachelas después del trabajo. Había anochecido y nadie tenía prisa en marcharse.      Como Rafael había estado tan atareado recibiendo los abrazos de los compañeros, yo cargué con las piezas que nos dio el mayoral. Pasé a su casa para dejarle la mitad. Antonia nos recibió alegre y gozosa. Se había arreglado un poco y sonreía. La diferencia de aquella tarde, a la que volvimos del monte con la leña, era como la del día y la noche. No me extrañó su actitud, pues ya estaría enterada, como todo el pueblo, de lo ocurrido. Pero eran más poderosas sus razones: [197]

     -Esta tarde han venido don Daniel y su señora -dijo toda alborozada.

     -¿Don Daniel y su señora? ¿Y quienes son esas gentes?

     -El Colorado y su señora, Mari Pepa.

     -¡Ah! -dijo Rafael sin el menor entusiasmo.

     Antonia le miraba esperando verle saltar de alegría. Pero Rafael no se inmutó, sino más bien lo contrario. Le vi palidecer.

     -¿No te interesa saber a qué han venido? -dijo muy extrañada, Antonia.

     -¡Oh! Sí, claro que sí. ¿A qué han venido?

     -¡No te lo vas a creer! -exclamó, radiante de alegría-. ¡Han venido a buscarte para trabajar! ¡Pero no para un día ni dos, no, sino para todo el año, fijo, como manigero!

     La noticia no era nueva para nosotros. Ya lo esperábamos por parte de Mari Pepa. Pero Antonia no lo sabía. Contempló a Rafael, que no había reaccionado como ella hubiese esperado.

     -Ya sé lo que te pasa -continuó Antonia con el mismo gozo-. Te ha cogido tan de sorpresa como a mí. ¡Yo no podía creerlo, me parecía mentira! ¡Qué alegría, Dios mío! ¡Qué alegría! ¿No te alegras tú también?

     -Sí, claro que me alegro. [198]

     -Pues lo dices con una cara, como si te molestara. ¡Con lo feliz que estoy yo! ¡Esta es nuestra salvación, Rafael! ¿No lo comprendes? Pero, claro, estás impresionado por la noticia, como me pasó a mí. Cuando se fueron, todas las vecinas salieron a la calle a felicitarme. Dicen que ha ocurrido una cosa, no sé qué, con un señor muy importante que ha venido de Madrid. Yo pensé de pronto que la habías liado otra vez, pero enseguida me dijeron que no, que quien la había liado era el señor Senén. Todas están muy contentas, pero con mucha envidia. Tú tienes ahora un trabajo fijo, mientras que sus maridos, sólo lo que les caiga cada día.

     Hizo una pausa para secarse las lágrimas con el mandil, pero sonreía. De pronto todas las perspectivas se habían tornado en color de rosa. Las lágrimas amargas, tantas veces derramadas, ahora eran dulces, de consuelo y de felicidad. No parecía la misma mujer adusta y agresiva de la etapa anterior. Para ella, aquel trabajo en casa del Colorado era un premio que Dios le había concedido por todos sus sufrimientos anteriores. Recordé aquello de «bienaventurados los que lloran». Ella ya había sido consolada. ¿Cuándo me llegaría el turno a mí, cuándo me llegaría a mi una racha de suerte? ¡Pero de mí no se acordaba ni Dios!

     -Estoy deseando que pase por lo menos una semana -continuó Antonia-. Voy a ir al tendero con la cabeza muy alta, le pagaré todo lo que le debo y le voy a decir unas cuantas cosas muy bien dichas que le tengo guardadas desde hace tiempo. Ya me veo saliendo de la tienda con la cesta llena y la cabeza muy alta, y a las vecinas contemplándome con envidia. ¡Poco ancha que voy a ir por la calle!

     -Bueno, tranquilízate. [199]

     -¿Tranquilizarme? ¡Estoy contenta! Y, sobre todo, cuando doña María Josefa me dé la ropa que me ha dicho que me dará. Me la tendré que arreglar, porque con lo rellenita que está la señora, me estará muy ancha. ¡Y anda que no son buenos los vestidos que gasta la señora! ¡Menudo género es! Y en cuanto ahorre un poco de dinero te hago a ti un traje a medida que se van a morir de envidia todas las vecinas. Porque don Daniel también nos podría dar sus trajes usados, pero con lo chiquinino que es a tu lado, no te valdrán. ¡Yo te haré uno a la medida! De momento tienes el de la boda, que está nuevo, porque sólo te lo pusiste cuando fuimos al médico a Badajoz. También te compraré camisas, y corbatas, y hasta un par de zapatos. ¡Sí, sí, zapatos y unas botas de cuero! Ya es hora de que puedas ir bien calzado y no con esas alpargatas rotas.

     -¿Cuándo tengo que empezar? -preguntó Rafael con la misma cara que podía decir: «¿cuándo me llevan al patíbulo?». [200]

     -Me ha dicho don Daniel que cuando vinieras, te pasaras por su casa para ajustar el jornal y el día que has de empezar. A mí no me quiso hablar del jornal, porque dijo que eso era cosa de vosotros dos. Pero, como yo insistí, me dijo que aparte del jornal, nos dará una arroba de aceite, una saca de harina, tres arrobas de vino, dos costales de cebada para cebar a un guarro para la matanza. ¡Matanza, Rafael! ¡Vamos ha tener matanza y todo! Bueno, no sé cuántas cosas más me dijo que te daría. Pero todo eso para todo el año, no te creas. Yo he pensado que como la burra ya no te va a hacer falta, la podíamos vender. Con eso te puedo comprar, no solo el traje, sino mudas, porque de ropa interior estamos muy mal. Y con lo que nos sobre de la venta de la burra podemos arreglar un poco el tejado, porque hay muchas goteras en invierno. Y la fachada hay que enjalbegarla; pero de eso me encargo yo sola. Con media arroba de cal y un cacho de pellejo de oveja me basta.

     -Bueno, mañana iré.

     -¡Mañana, no! ¡Tienes que ir esta noche!

     -Estoy cansado, Antonia. Mañana tengo tiempo.

     -¡Si no vas esta noche, lo mismo mañana se echan otras cuentas y se arrepienten!

     -¿Cómo se van a echar otras cuentas? Si han venido a buscarme será porque les interesa, ¿no?

     -¿Y cuánto vas a tardar en ir a su casa? Además, allí vas a estar sentado. ¡Anda, lávate en la palangana y cámbiate de ropa para que te vean bien presentado! Ya te he puesto encima de la cama el traje, la camisa y la corbata.

     -¿Ahora me voy a poner el traje de la boda? ¡Tú estás loca! [201]

     -¡Claro, qué mejor ocasión! Además, te tienes que ir acostumbrando al traje, porque no voy a ir yo bien vestida con los vestidos de doña María Josefa, y tú, a mi lado, hecho un pingajo. ¡De eso, ni hablar!

     -¡Yo no me pongo el traje!

     -¡Qué cabezota es este hombre, Dios mío! -dijo llevándose las manos a la cabeza, desesperada-. ¿No ves que es una visita muy importante?

     -Sí; pero lo que quieren es un manigero y no un mayordomo. Además, a mí me da vergüenza ir vestido así. En un día de boda o de bautizo, o para ir al médico, bueno, pero para ir a casa del Colorado a que me den trabajo, no.

     -¡Pues no hay vergüenza que valga! Ahora mismo te pones el traje. ¿Te enteras?

     -Te he dicho que no.

     -¡No, si como tú te empeñes en meter la cabeza por un sitio, te la romperás, pero la metes! Ahora que tú te pones ese traje esta noche, o la vamos a tener gorda.

     -¡Pues estamos arreglados!

     -¡Chitón! Y cuando estés allí, habla lo menos posible, ¿me oyes? Porque tú eres capaz de soltar alguna de las tuyas. Y a ver si te vas a venir sin darles las gracias. Cuando termines allí, te pasas por casa de don Anselmo y le das las gracias también. Le dices que la semana que viene le llevaré un pollo a él y una vela a la virgen. A mí me gustaría que vinieras conmigo a la iglesia, pero como tú no crees... ¡Con lo bueno que es Dios con nosotros!

     Rafael salió al corral y se lavó la cara. Mientras se secaba, Antonia siguió hablando con la misma energía. [202]

     -Nuestro porvenir está ya resuelto, Rafael. No volveremos a pasar hambre ni a enfadarnos entre nosotros. Después de estar tanto tiempo disgustados, esta noche va a ser como nuestra noche de bodas. ¡Pobrecito mío, qué abandonado te he tenido! Pero ya pasó todo y te haré muy feliz, amor mío. ¡Te haré muy feliz!

     Yo me marché. Lo había oído todo desde el corral. Al salir vi a Antonia, que tenía toda la cara bañada en lágrimas, pero sonriente.

     Media hora después, cuando pasé a buscarle para irnos hacia arriba, él a casa del Colorado y yo a buscar a la novia, le vi con el traje hecho un dandy. Pero nada más salir de casa se quitó la corbata y se la metió en el bolsillo. Como Rafael tenía muy buena planta, el traje le sentaba muy bien. Parecía un señorito. Sin embargo, yo le notaba a disgusto. Se quitó la chaqueta, se la echó por los hombros, se remangó la camisa y se desabrochó los tres primeros botones. Exceptuando el traje, volvía a estar como de costumbre y no parecía que lo llevaba puesto.

     Cuando habíamos andado unos doscientos metros desde su casa me agarró por el brazo y me dijo:

     -Vamos a casa del cura.

     -¿A casa del cura? -exclamé yo con extrañeza-. ¿Y qué vamos a hacer en la casa del cura?

     -Calla y sígueme.

     -¿Pero, no vas a ir a casa del Colorado?

     -Sí; después. Pero antes tengo que ir a ver a don Anselmo.

     -¿Y no me puedes decir qué se te ha perdido en casa de don Anselmo para ir a estas horas?

     -Ya lo sabrás después. Ahora calla y déjame pensar. [203]

     -Está bien, hombre está bien.

     Y en silencio nos encaminamos a donde quería. Cogimos al cura en la puerta de su casa; se disponía a salir. Se sorprendió mucho al vernos.

     -¡Hola muchachos! ¿Qué tal la cacería? ¿Lo habéis pasado bien?

     -Sí, muy bien. Le dijimos.

     -Anda, Rafael, que buena la has armado. Está todo el pueblo revuelto: unos por la alegría y otros por el enfado. Yo me alegro. Por fin, vuelve la paz. Ya me he enterado de que el Colorado ha ido a buscarte a tu casa. Muy fuerte son sus razones para que el humillador sea ahora el humillado. Supongo que irás a trabajar con él.

     -Sí.

     -Ahora debes tener cuidado y ser prudente. Parece ser que las razones proceden del señor que ha venido de Madrid. Sin embargo, creo que Mari Pepa ha jugado también un papel fundamental. Debes andar con pies de plomo, pues para él la situación va a ser muy tensa, aunque su esposa tratará de suavizarla. Debes ser humilde -ante un gesto de Rafael, él añadió enseguida-: ¡No, no! No quiero que me interpretes mal. Nada tiene que ver el orgullo con la soberbia. Nada tiene que ver la humildad con la humillación. La primera es virtud, la otra es abyección.

     -No se preocupe usted. Sé cómo debo comportarme. Yo venía a tratar con usted lo que hablamos la otra noche aquí, en su casa, sobre el trabajo en Madrid.

     -¡Ah! Sí. Escribí a mi amigo. Le urgí tanto la necesidad de proporcionaros un trabajo, que ahora se va a sorprender cuando le escriba diciendo que... [204]

     -De eso quería hablarle. No le escriba usted. Quiero irme a Madrid tan pronto como pueda.

     Tanto para don Anselmo como para mí aquello fue una sorpresa increíble. El anciano sacerdote parecía no haber oído bien. Se quitó las gafas, las limpio. Se sacudió la cabeza como para expulsar una pesadilla.

     -¡Caracoles! ¿Es que se ha arrepentido el Colorado?

     -No. Voy ahora a su casa para ajustar las condiciones.

     -Entonces no entiendo por qué te quieres ir ahora que tienes trabajo. Antes de tenerlo, no te querías marchar.

     -¡Que me maten si te entiendo! -exclamé yo, igualmente confundido.

     -Es que soy así de raro. Quiero irme tan pronto como pueda.

     -De modo, que rechazas el trabajo en casa del Colorado.

     -No. No lo puedo rechazar. Por eso quiero irme del pueblo.

     -Te da vergüenza trabajar con él. ¿No es eso?

     -No. No es esa la razón.

     -Está bien, hijo. Está bien. No logro entenderte, pero haré lo que me pides. ¿Qué dice Antoñita de esto? ¿Cómo lo ve ella?

     -Ella aún no sabe nada de lo que le estoy diciendo a usted.

     -¡Pero, muchacho! -gritó- ¿Tú estás loco, o qué? ¿Es que no has pensado en el trauma que puede suponer para Antoñita esta decisión?

     -Sí. Llevo pensándolo varios días. Le aseguro que me da vueltas la cabeza. [205]

     -No me extraña, con semejante locura. ¡Porque es una locura, qué caramba! Y si a ti no te importa el sufrimiento de tu mujer, a mí sí. Y desde ahora mismo te digo que no quiero participar en ese desatino. Antes, que nadie te daba trabajo, no te querías ir ni a tiros, y ahora que lo tienes, quieres salir de estampida. Tú no estás bien de la cabeza. ¡Tú estás loco!

     -No; es una decisión muy meditada.

     -Pues explícate para que, al menos, yo comprenda esas razones. Porque no entiendo nada tu actitud.

     -Lo siento. No se lo puedo explicar.

     -¡Claro! ¡Como que tamaña locura no tiene explicación!

     -¡Bueno, está bien! Ya sé que mi mujer ha sufrido y que le tocará sufrir. Yo también he sufrido, estoy sufriendo y me tocará sufrir más. Pero a nadie le han importado jamás mis sufrimientos. ¡Todos me trataban de loco! ¡Todos: mi mujer, Sebastián, usted!... Nadie se ha parado a pensar que soy un ser humano, que tengo un corazón y unos sentimientos. ¿Qué hace falta para que se apiaden de uno? ¿Ir lloriqueando como una plañidera? He sufrido como nadie se imagina por el cerco que me han hecho sus ejemplares feligreses. He sufrido, pero me he mordido el corazón para poder resistirlo, para no caer derrotado, para mantenerme erguido, firme, como un hombre ante la adversidad, contra la injusticia y la tiranía. Pero nadie ha reparado en eso. Todos decían lo mismo: ¡Loco, loco, loco! -hizo una pausa bajando la cabeza-. Sólo yo sé lo que me cuesta tomar esta decisión. ¿Qué le importa a nadie si sufro y me pudro? [206]

     Estaba excitadísimo. Don Anselmo, tan asombrado como yo, no supo articular palabra. Su gesto era grave. Hubo un silencio impresionante debido a la tensa situación. Don Anselmo se acercó con mucho cariño a Rafael y, como mucha dulzura, le dijo.

     -Escúchame, Rafael, hijo mío: yo sé que tú no crees en la iglesia, ni en los santos sacramentos, ni en el ministerio sacerdotal que desempeño. Pero puedo escucharte en confesión y nadie sabrá, más que Dios y tú, los secretos que torturan tu alma. Te puedo ayudar, hijo. Te liberarás de esa carga que te agobia.

     -No se lo puedo decir.

     -¿No confías en mí, ni siquiera como amigo?

     -No es que no confíe en usted, don Anselmo. Pero no se lo puedo decir.

     -Como quieras -hizo una pausa larga, se paseó pensativo y, por fin, continuó-: Tan pronto como tenga noticias de mi amigo, te lo comunicaré.

     -Gracias, don Anselmo.

     Salimos a la calle. A mí me pasaba lo que al cura, que no me explicaba aquella súbita determinación de Rafael, aunque algo barruntaba.

     -Bueno, pues ya la has liado otra vez.

     Él no me decía nada. Caminaba en silencio como un sonámbulo. Me recordó aquella mañana durante la cacería. Entonces ya le noté raro, pero lo achaqué a que aquel trabajo de levantar la caza no le gustaba. Ahora me daba cuenta que no era aquella la razón, que era otra muy distinta. [207]

     -A mí me viene de perillas irme para siempre del pueblo -continué-. Ya sabes tú que la idea de irme de este asqueroso pueblo la tengo metida en la cabeza desde hace mucho tiempo. Pero, ya has visto a tu mujer; la pobre está tan entusiasmada con tu trabajo, que cuando se entere de que quieres irte le va a dar un patatús. ¿No me quieres decir lo que te pasa?

     Él seguía sin escucharme, sin hacerme caso.

     -¿Quieres que te lo diga yo? -insistí. Él persistía en su actitud-. Yo sé por qué te quieres ir.

     Pero, nada; él seguía sin hablar y ya me estaba hartando tanto mutismo. Le cogí del brazo y le obligué a detenerse.

     -¿Qué te pasa? -me dijo como si le hubiera despertado, mirándome extrañado.

     -Eso es lo que quiero saber yo hace un rato: saber lo que te pasa. Pero no me haces ni puto caso.

     -Déjame, Sebastián. Mañana hablaremos con calma. Ahora estoy aturdido. Déjame.

     -No te dejaré. Y te voy a decir unas cuantas cosas. A mí, la idea de irme a Madrid me entusiasma, ya lo sabes tú. Pero quiero recordarte tus propias palabras del otro día. Tienes miedo. Te asusta tu nueva situación. Te vas porque tienes miedo. Huyes de alguien, ¿no es cierto?

     -Sí; pero este miedo es distinto.

     -¿Por qué es distinto? Todos los miedos producen los mismos efectos: la huida. Y eso es lo que vas a hacer tú ahora, huir. Y eso es una cobardía por tu parte. [208]

     -No huyo de nada ni de nadie. Nunca he tenido miedo. Ahora es distinto. Huyo de mí mismo.

     -¡Qué tontería! ¿Cómo puedes huir de ti? Huyes de Mari Pepa. Te asusta lo que puede ocurrir si os descubren algún día. Lo que tienes que hacer es ignorarla. Y no te preocupes, porque entonces no necesitarás huir, será ella la que te echará. Entonces ya tendrás un motivo y una excusa para irte a Madrid. Hazme caso, Rafael. Tú mismo me decías la otra noche que esa mujer está hambrienta de hombre y que puede perder a cualquiera. Esa tía es insaciable, es una golfa.

     -¡Cállate!

     -¡No me callo! ¡Porque no me da la gana de que a estas alturas, huyas de una puta!

     -¡Cállate! -gritó cogiéndome por la solapa y mirándome con fiereza. Me asusté de verle así.

     -¿Pero, puede saberse qué es lo que te pasa?

     -¡No quiero que llames golfa a esa mujer, me oyes! No es una golfa. Es una mujer buena, pero muy desgraciada. Lo malo no está en ella, sino en mí. Siento por ella una gran atracción, una inmensa estimación.

     -¡No me digas que te has enamorado!

     -No sé si esto es amor, o qué será. Pero me asusta la idea de volverla a ver. Durante todos estos días ha sido para mí una terrible pesadilla. No sé qué hacer. Me atormenta esta situación. Esto tiene que tener un desenlace y no encuentro más salida que irme del pueblo. ¿Pero cómo justificar esto? Ese es mi dilema. [209]

     -Pues lo tienes crudo, macho. Pero hay que pensar con más frialdad. Ya verás como encontramos una solución. Mira, yo soy capaz de hacer una trastada. Como ahora vas a ser el manigero y tienes que coger a alguien para las faenas, me llamas a mí. Déjame pensar y ya verás como organizo una para que nos echen del pueblo a los dos; pero que aparezca yo como único culpable.

     -Algo hay que hacer, y no sé el qué. Pero no quiero implicarte a ti. Bastantes problemas te he causado ya. Anda, vete, que estamos llegando a casa del Colorado.

     -Bueno, pero tú tranquilo, ¿eh? En esta vida hay soluciones para todo. Déjame pensar.

     Nos despedimos. Durante el trayecto a casa de mi novia le fui dando vueltas a la mollera. Mi sesera no era una lumbrera, como la de Rafael o la de Senén, pero en cuanto a pillería y picardía, ellos, a mi lado eran unos pardillos. Ya se me ocurriría algo. De momento me preocupaba la situación anímica de Rafael.

     Habían sido unos meses muy duros, y más aún en los últimos días; las discusiones con el cura y con su mujer. No entendí, así de pronto, el afecto que sentía por Mari Pepa. No me extrañaba nada que le gustara como mujer, pues la tía estaba como un tren, y desnuda como la vi yo, era para resucitar a un muerto. Pero de eso a sentir amor, no me cabía en la cabeza. Que eso me hubiese ocurrido a mí, aún tenía explicación. Yo estaba soltero y no tenía la experiencia de poseer a una mujer, y mucho menos de las proporciones de una mujer como Mari Pepa, pues para encontrar una hembra como aquella había que organizar un concurso. [210]

     Pero Rafael estaba casado y quería a su mujer; de eso no me cabía la menor duda, a pesar de las trifulcas que tuvieron; tenía experiencia sexual, y un incidente como aquel no era para que se quedara atrapado. ¿Entonces por qué? No, no lograba entenderlo.

     Sin embargo, volvieron a mi mente algunos recuerdos. Recordé sus palabras de hacía un rato en casa de don Anselmo. Todos estábamos contra él; contra su actitud, mejor dicho. Se sintió acorralado por todos sin que nadie, ni yo mismo, aunque le quería, como ya es sabido, le diera un poco de afectividad, una prueba de cariño. Y eso es, a mi entender, lo que encontró en Mari Pepa. Ella había sido como el buen samaritano, del que una vez me habló Rafael; la única persona que había curado sus sangrantes heridas; la única que puso en su espíritu un bálsamo de afecto, de cariño, de ternura. Sobre eso tenía yo mucha experiencia, precisamente con Rafael, pues en múltiples ocasiones había sido mi buen samaritano. Y yo sé el hondo sentimiento que se produce hacia las personas en esas circunstancias.

     Una mujer casada que se ofrece a un hombre de esa forma tan descarada, no merecía más que un calificativo. Pero sólo pensar en lo que había hecho por mi amigo, de darle amor entre tanto desprecio e incomprensiones, me cayó muy simpática. ¡Muy simpática! [211]



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- XV -

Las cosas se complican

     Rafael empezó a trabajar en casa del Colorado, y al tío Ambrosio, más achacoso que viejo, le jubilaron. Aunque por la época que era no había trabajo excesivo en las tareas del campo, de cuando en cuando necesitaban algún jornalero para ayudar a Rafael y, como es natural, me avisaba a mí.

     Así pasó casi un mes. Yo no me atrevía a preguntar nada a Rafael sobre el asunto de Mari Pepa, y como él tampoco me decía nada, pues estaba a dos velas.

     Durante el tiempo que trabajé con él, yo les observaba a los dos con mucho disimulo; más por las tardes, al volver del campo, pues a la hora que salíamos, ella debía estar acostada. [212]

     La primera vez que la vi, después de aquel asunto con Rafael, la encontré totalmente distinta. No tenía maquillaje ni los labios pintados, como aquella noche. La encontré, no sé si por eso, pálida, la cara un poco más delgada y unas leves ojeras. No estaba provocativa como entonces y, sin embargo, la encontré más bonita; en su cara se reflejaba un aura de nobleza.

     En esos momentos, aunque fugaces, observé que ella se lo comía con los ojos. Él, no; era más discreto, pero, de vez en cuando observaba en él algún gesto que me confirmaba que la cosa iba para adelante.

     Lo que no sé es si durante ese tiempo mantuvieron relaciones sexuales. Pero me parece a mí que, con lo fogosa que estaba ella y lo enamorado que estaba él, como antes no se hubiesen provisto de cinturones de castidad... Yo de historia sé poco, no estoy muy ducho, pero me parece que por aquellos tiempos ya no existían tales adminículos. [213]

     Mas tal asunto no me preocupaba. Quien me preocupaba era la criada: Teresa. Para esas cuestiones, las mujeres tienen un olfato especial. Eso de enterarse de las andanzas amorosas ajenas es algo irresistible en ellas. Teresa estaba en casa todo el día, tenía acceso a su alcoba para hacer la cama y podía cotillear en la mesilla de noche, o donde quisiera. La tenía delante todo el día, veía sus estados de ánimo, sus reacciones ante la presencia de Rafael o del marido. En fin, yo estaba seguro de que ella sabía algo. No sé por qué, pero lo barruntaba. Y no era eso lo que me preocupaba, sino que se fuera de la lengua e hiciera cualquier comentario. Sólo con eso bastaba para que en el pueblo ya no se hablara de otra cosa. Pero lo que más me temía es que se chivara y se lo dijera a Antonia, de la que era amiga, o lo había sido, al menos, en la juventud.

     Todo eso me preocupaba por las terribles consecuencias que podía acarrear. Supongo que Rafael también lo pensaría. Mari Pepa, una mujer con fama de honestidad, muy cristiana, con mucho prestigio en el pueblo, verse de pronto metida en un escándalo de adulterio... No quería darle vueltas al asunto, pues mi imaginación se ponía calenturienta y ya oía tiros y veía sangre. [214]

     Antonia ya había empezado a realizar sus ambiciosos proyectos. Era una mujer nueva, distinta, con unas energías impropias de su carácter tímido y apocado. La vi un día encalando la fachada de su casa. En el extremo de una gruesa caña había colocado un trozo de pellejo de oveja, como si fuera una brocha, pero resultaba más útil para alguien que no fuera profesional en la pintura. Con aquel artilugio llegaba a lo más alto sin necesitar escaleras. Era la forma habitual que tenían las mujeres de enjalbegar las paredes, pues esa era una labor femenina, habitualmente. Estaba cantando alegre.

     Su actitud con Rafael había cambiado. Cuando llegaba del trabajo le recibía con cariño, le mimaba. Me dio pena de Rafael, porque durante los meses anteriores todo había sido rencillas en su casa, por lo que era fácil imaginar que durante aquel tiempo ambos hubieran permanecido en una casta abstinencia.

     Pero con la alegría debieron llegar las relaciones amorosas. Le compadecí. ¿Cómo se las apañaría para satisfacer y dar el correspondiente suministro a dos mujeres a la vez? Claro, que él era fuerte, no como yo, que soy un canijo.

     En mi casa ya no me decían nada por juntarme con Rafael. Tampoco mi novia me daba la lata con el mismo tema, pues gracias a él ganaba el jornal muchos días. Pero en mi casa notaba que la envidia se los comía, y yo disfrutaba con aquello. Para mí era una gozosa venganza, aunque no discutiera ni les torturara, como ellos habían hecho conmigo. [215]

     También había cambiado la actitud de los compañeros, que ya le hablaban con la misma libertad que lo hacían antes del conflicto de los sellos, pero con más simpatía y respeto. Todos le admiraban y le querían. Menos los pelotilleros de siempre.

     Aunque los cuatro o cinco labradores más importantes del pueblo permanecían en su actitud soberbia con Rafael, lo cierto es que el Colorado fue felicitado por muchos labradores, y don Anselmo había dicho en las misas, según me dijo mi novia, que la suya era una actitud cristiana y ejemplar. También los obreros le miraban con simpatía. Así que el pobre cornudo estaba más ancho que largo y más contento que un chiquillo con juguete nuevo. Aquella imagen que yo conservaba en mi memoria cuando los hombres se vieron obligados a ir a pedir trabajo, me parecía mentira. O quizá no era la escena en sí, sino el Colorado. Yo noté durante los días que trabajé en su casa que miraba a Rafael con simpatía. ¡Y me daba una pena el pobre hombre! Mi novia me dijo que las beatas ricas habían elegido a Mari Pepa como presidenta de las damas de la caridad, a lo que ella se negó y declinó aquel honor en otra. Aquella prueba de humildad fue muy comentada en el pueblo, viendo en ella un bello ejemplo de humildad, sencillez y santidad.

     En mi pueblo, la gente es así. Como le den por criticar y fastidiar a alguien, son implacables; pero si le dan por alabarle, le ponen por las nubes. No hay término medio. Y es que como mi pueblo era aburridísimo, en algo se tenía que entretener la gente; creo yo que debía ser por eso. Allí nunca pasaba nada, y cuando algo ocurría era recordado, comentado, traído y llevado durante años. [216]

     Como yo caí en mi pueblo en el grupo de los criticados y fastidiados, el recuerdo que conservo de él, no puede ser más nefasto.

     Uno de los días que no trabajé con Rafael en casa del Colorado fui al monte para hacer un saco de picón y coger algunos espárragos. Volví a media tarde, y después de lavarme y cambiarme de ropa me fui a la plaza a echar una partida en el bar con los compañeros, hasta que llegara la hora de ir a buscar a la novia. Al pasar por la iglesia vi a don Anselmo que estaba cerrando la puerta. Al verme, me llamó. Yo me acerqué.

     -Ya me han contestado de Madrid -me dijo.

     -¿Sí? -exclamé yo muy alegre por aquella, para mí, venturosa noticia-. ¿Y qué? ¡Cuénteme!

     -No son muy alentadoras, que digamos. Me dice que en fábricas es muy difícil. Para eso hay que estar allí, presentarse, echar la solicitud y esperar. Al principio puede facilitaros algo en la construcción. Lo malo es la vivienda. En eso sí que no puede hacer nada.

     -¡Bueno! -dije sin amilanarme por eso-. Lo importante es estar en Madrid y tener algo para empezar. Lo demás no me importa. Al principio nos meteremos en una pensión. Y, si no, debajo de un puente. Yo por estar en Madrid soy capaz de lo que sea. ¡Muchas gracias, don Anselmo!

     -¿Y qué hay de Rafael? ¿Se le ha pasado ya la idea de irse? [217]

     -¡Qué va! -dije yo; pero, inmediatamente me arrepentí y traté de arreglar mi metedura de pata-. Bueno, yo no sé. Lo único que sé es que mi menda se va. A mí, el pueblo no me gusta; tengo aspiraciones muy altas, que aquí jamás lograré alcanzar. Quiero estudiar un poco de cultura general y trataré de colocarme en algún sitio menos duro que la construcción.

     -Tú tienes mucha amistad con Rafael. Tú sabes lo que va a decidir. Debes procurar quitarle esa idea de la cabeza. Ahora son felices, tiene trabajo y el pueblo le quiere.

     -Yo en eso no me meto. Allá él. Que haga lo que mejor le parezca.

     -Me preocupa mucho éste muchacho. Es tan impulsivo y apasionado que temo que haga las cosas a la ligera.

     -¿Y cuándo nos podemos marchar?

     -Cuando quieras. Lo único que me queda por hacer es escribir una carta para que se la entreguéis en mano a mi amigo.

     -¡Pues ya puede ir escribiéndola, porque me marcho ya!

     -Así lo haré. Voy a casa de Senén. Está muy enfermo. Le busqué el trabajo de la caza creyendo que el aire puro del monte le sentaría bien a sus pulmones. Pero me he enterado del enfrentamiento dialéctico que tuvo con ese señor de Madrid y del discurso que os dio después a vosotros. Eso es lo que le ha emocionado. En estos últimos días ha dado un bajón enorme. Temo que esta recaída sea ya irreversible. No sé si Rafael lo sabe. Díselo tú. [218]

     Me afectó un poco la noticia sobre la salud de Senén, pero más me afectó la que me dio el cura sobre el trabajo en Madrid. Y más alegre que unas pascuas me marché hacia el bar. Tomé un vaso de vino. Unos amigos me invitaron a echar la partida; ¡pero para partidas estaba yo! La noticia del cura me había puesto nervioso. No hacía más que darle vueltas a la cabeza. ¡Madrid, Madrid! ¡Mi sueño adorado, la esperanza de toda mi vida! Una serie de planes y de proyectos se amontonaban en mi cabeza. Cuando pudiera iría a una escuela para aprender algo y colocarme de oficinista o de listero, o de lo que fuera. El caso era tener un trabajo que no me exigiera mucho esfuerzo físico, dada la lesión de mi pierna. Pero para eso necesitaba cultura, pues era casi un analfabeto. Y casi lo sigo siendo. Y es que el que nace lechón, muere cochino y no vale darle vueltas. Para mí, los libros eran el aburrimiento más grande. Cogía uno cualquiera y se me caía de las manos. Si todos fueran como yo, los escritores iban a comer alfalfa.

     Tomé dos o tres chatos y me fumé seis o siete cigarros, uno detrás de otro, sin parar. Miré el reloj de la iglesia. Estaba anocheciendo. Rafael ya debía estar en casa del Colorado echando el pienso a las bestias. Me fui hacia allí. Antes de llegar vi a Teresa, la criada de Mari Pepa. Le pregunté si estaba Rafael. Ella me miró con una sonrisita especial y me dijo:

     -Sí; ahí están -y se fue dejándome confundido. Me dijo, ahí están, como si yo le hubiese preguntado por los dos y no solo por Rafael. Estaba convencido de que ella estaba enterada de todo, de que tenían relaciones y se veían en secreto. [219]

     La duda que yo tenía desde el principio de que ella sabría algo del lío de los dos, se me despejó. ¡Menuda cotilla era! Pero mientras no se fuera de la lengua no había problemas. Lo malo es que se lo encasquetara a su amiga Antonia. Pero era igual. Ya nos íbamos a ir y el asunto me importaba poco.

     La puerta falsa estaba entornada. Esta puerta, por la que entraba el carro y las mulas, era contigua a la casa y conducía directamente al corral, donde se comunicaba con la casa a través de un patio, en el que había una parra que lo cubría en su totalidad, formando en verano un dosel que daba sombra. Todo el patio estaba atestado en sus laterales de macetas; en la pared frontal a la puerta de la casa había tres escalones, todos llenos de macetas. En el ángulo que dada a la entrada desde el corral había un pozo; el agua era salobre y no se utilizaba para beber, sino para regar, para fregar el suelo y para dar de beber al ganado. Todo el pavimento del patio estaba solado con baldosas de cerámica, y las paredes, hasta metro y medio de altura, estaban alicatadas con mosaicos arabescos, rematados con una tira azul. Todo el corral estaba empedrado. Al fondo estaban las cuadras y el pajar, cuyas puertas confluían en el centro. A la derecha del pajar, había una bodega con tres conos, dos tinajas y dos cubas de roble. En los conos se guardaba el vino de la última cosecha, el cual lo vendían por arrobas a la gente del pueblo. Las tinajas conservaban los de cosechas anteriores, y los barriles, el vino de solera de sabe Dios de cuántos años. [220]

     En el rincón que formaba la cuadra con la pared medianera estaba el hoyo del estiércol, donde iba a parar toda la basura y los excrementos de las bestias. En otoño se sacaba todo y era un abono muy bueno para las tierras. Sobre el hoyo del estiércol había una empalizada, a modo de techumbre, sobre la cual se ponían los sarmientos en pequeñas gavillas, que se utilizaban para encender la lumbre. Y arrimado a la pared del estiércol, una pila de leña de encina para la chimenea.

     Cuando llegué al corral oí ruido en la cuadra y deduje que Rafael ya estaba allí. Pero le oí hablar en forma no habitual en él, es decir, con el tono de voz muy bajo, como si temiera ser oído fuera de aquel recinto.

     Sospeché que hablaba con otra persona y estas sospechas se confirmaron enseguida al oír la voz de Mari Pepa en el mismo tono susurrante.

     Ya estaba casi en la puerta de la cuadra y no me atreví a interrumpirlos; sabe Dios lo que estarían haciendo. Pero de pronto un temor me invadió. ¿Y si salía de pronto Mari Pepa y me veía allí? Lo mismo pensaría que estaba espiándoles. [221]

     Intenté volver sobre mis pasos y marcharme. Pero si me veían salir sin decir nada Mari Pepa podía pensar que había entrado a robar. O por lo menos, que tenía mucho morro y muy poca vergüenza. Porque esa puerta falsa estaba abierta durante todo el día y por allí entraba todo el mundo, pues iban por el vino. La puerta principal sólo se abría de noche, cuando la otra se cerraba. Al entrar en las casas, como la puerta estaba abierta, se solía dar una voz diciendo: «¿quién vive?», o «¿se puede?», o algo por el estilo. Yo no había dicho nada, por cuya causa me hubiesen podido llamar la atención, con toda la razón del mundo.

     Entonces decidí marcharme. Pero si en ese momento salía Mari Pepa y me veía se pondría grave la cosa. Estaba hecho un verdadero lío y no me decidía a tomar una decisión. Sin pensarlo más, me metí en el pajar. Este se comunicaba por el interior con la cuadra. Estaba oscuro, pero yo conocía bien todos sus rincones con los ojos cerrados pues había entrado en el muchas veces por el pienso y la paja para las mulas. Me escondí tras unas alpacas de alfalfa que estaban al lado de la paja. Cuando ella se fuera, yo saldría y entraría en la cuadra por la puerta del corral, como si acabara de llegar de la calle. [222]

     Pero un temor grande me vino entonces. Porque ¿y si entraban en el pajar? Si querían hacer el amor, el pajar era un lugar más idóneo que la cuadra. ¿Cómo justificar mi presencia? Entonces sí que Mari Pepa hubiese pensado que estaba escondido para espiarlos. Aquello me llenó de vergüenza. Me gustaría ser como esos hombres aplomados, seguros de sí mismos, que no dudan ni vacilan. Me quedé acurrucado allí, diciéndome: «Que sea lo que Dios quiera, pero de esta no me salva ni la caridad. ¡Anda, que si me llegan a dar ganas de estornudar, menuda es la que lío!»

     Contuve todo lo que pude la respiración, procurando no hacer ni el más leve ruido. Mira que si se me llena ahora el cuerpo de pulgas -pensé aterrorizado.

     Ellos seguían hablando, pero yo, con mis angustias y preocupaciones, sólo pude escuchar el final de la conversación:

     -No puedes abandonarme, Rafael. No podré resistirlo -decía sollozante, Mari Pepa.

     -Es necesario, Mari. No podemos continuar así. Algún día nos descubrirán. Para mí es muy violenta esta situación. Me da vergüenza. No sé cómo explicarlo.

     -Tendremos precaución. Sólo nos veremos una vez a la semana, o al mes, si tú quieres; pero perderte para siempre, no. Tú eres el primer amor de mi vida. Desde el primer día que hiciste la huelga me prendé de ti, por tu hombría de enfrentarte con ellos.

     -¡Maldita huelga y la madre que la parió! -profirió.

     «Te jodes -dije para mis adentros-, por no haberme hecho caso a mí. Ya te lo advertí yo». [223]

     -Todas mis amigas hablaban de ti. Todas se sentían atraídas por ti, por tu virilidad. Yo, también. Y sentía celos cuando ellas hablaban de ti. Me tenía que arriesgar, si quería conquistarte. Por eso me mostré ante ti de aquella forma. ¿Cómo abogar ante mi marido para que te contratara, si después tú me rechazabas? No me atrevía a sufrir las consecuencias que eso hubiera producido. Necesitaba estar segura. Y me jugué el todo por el todo -hizo una pausa en la que oí unos sollozos y sonarse la nariz-.Tú eres el primer amor de mi vida; pero no es el amor de la adolescencia, ni el de la juventud; es el amor de la madurez. El más tremendo, el más hermoso, el más irrefrenable. Sólo a tu lado he descubierto la razón de ser mujer, el orgullo y las ansias de vivir. ¿Cómo puedo renunciar a todo eso?

     -Yo también te quiero, o por lo menos siento por ti un enorme afecto. Eres el único ser que me dio cariño en el momento que más lo necesitaba. Pero esto hay que cortarlo.

     -Espera un poco. [224]

     -No. He resistido todos los ataques; he aguantado firme el infame acoso que me hicieron; he demostrado con dolor, pero con orgullo, a mis compañeros una actitud, valiente, combativa contra toda injusticia y un afán decidido de enaltecer su dignidad. ¿Qué sería de toda esa lucha si descubren lo nuestro? Quedaría como un cerdo. Y tú... ¡Ni lo quiero imaginar! Si mi padre levantara la cabeza se avergonzaría de mí. Si Senén lo supiera, me escupiría a la cara. Me tengo que ir del pueblo. No me queda otra salida. Lo que no pudieron todos los caciques, ni la Guardia Civil, ni los políticos fascistas, lo has podido tú. Pero no te acuso por ello. Conservaré siempre un bellísimo recuerdo de una mujer que, a pesar de poner los cuernos a su marido, la considero una mujer buena y honesta.

     -Yo también conservaré el dulce recuerdo de tu amor. No me siento culpable por haberme entregado a ti, porque lo he hecho por amor. De lo que realmente me siento culpable es de haberme casado con mi marido sin quererle, sólo por su dinero. Muchas veces he meditado en mis oraciones en qué me diferencio de una pobre prostituta que vende su cuerpo por dinero, si yo me entregué por su dinero a ese hombre. Y es en esos momentos cuando me sentía sucia, envilecida. Y mucho más lo sentí cuando encontré el verdadero amor. ¿No es un sarcasmo que este amor verdadero, este amor con el que me siento realizada como mujer y sublimada, sea un pecado? ¿Acaso no es más pecado el otro, por su falsedad? Siempre me dio asco dormir con él. Ahora cierro los ojos y sueño contigo, y le noto más feliz que nunca. [225]

     -Yo no puedo decirte lo mismo. Quiero a mi mujer. Es la compañera que ha compartido a mi lado las penas y las alegrías. Me siento culpable, y no sabes el remordimiento que tengo cuando me acuesto con ella. Pero también te quiero a ti, de forma distinta. Me volveré loco amando a dos mujeres a la vez.

     -No, Rafael, no. Tú tienes un corazón capaz de amar a toda la Humanidad -hubo una pausa en la que oí unos sollozos-. ¿Qué le vas a decir a tu mujer para justificar tu marcha?

     -Aún no lo sé. ¡Si supieras lo que sufro pensando en eso! No solo he de justificarlo ante ella, sino ante los compañeros. No hago más que pensar en ello y aún no he encontrado la forma.

     -¿Por qué te torturas tanto?

     No sé si me mujer me perdonará, con lo feliz que es ahora. Es posible que no lo asuma de momento, pero con el tiempo lo comprenderá. Lo que nunca me perdonaría sería si descubriera lo nuestro. Tampoco sé si tú me podrás perdonar. Si podrá perdonarme mi amigo por todo lo que ha sufrido por mi culpa.

     Dijo mi amigo. Aquella palabra me llenó de emoción y sentí que una lágrima empañaba mis ojos. Porque aquel «amigo» no era otro más que yo. [226]

     -Yo no tengo que perdonarte nada, amor mío, sino todo lo contrario -hubo otra pausa entre gemidos-. Sabía que este momento llegaría algún día. Te agradezco que seas tú el que lo cortes, porque yo no sería capaz. Y te lo agradezco más porque sé que me amas, aunque tú te resistas a pronunciar esa palabra por respeto a tu mujer. Un hombre puede no estar seguro del amor de su mujer; una mujer siempre sabe con absoluta certeza si es amada de verdad. Y yo estoy segura de tu amor. ¿Te das cuenta del maravilloso recuerdo que conservaré siempre de ti? ¡Que Dios te bendiga, amor mío! ¡Que Dios te bendiga!

     Y la oí salir precipitadamente, atravesar el corral y entrar en la casa por el patio.

     «Y ahora, ¿qué hago?» -me dije. Porque el diálogo que escuché era tan íntimo, que salir en ese momento me parecía una profanación. Esperé un rato, pero con un miedo terrible de que entrara por pienso para las mulas. Así que salí del pajar, me fui hasta el centro del corral y allí di las voces de rigor, las que debía haber dado al principio, cuando entré. Él salió y, al verme, me invitó a pasar a la cuadra. Colgado de un clavo había un farol con una vela dentro casi consumida, que daba una pálida luz al recinto.

     -¿Qué te trae por aquí?

     -Pues nada, que pasaba por ahí, vi la puerta abierta y he entrado a verte.

     No me atreví a darle la noticia de don Anselmo en aquellos momentos. Luego pensé que quizá hubiera sido el más propicio; pero no se lo dije, me dio pena. Claro, que a él quizá le hubiese dado alegría. ¡Yo qué sé! [227]

     Lo que sí le dije fue lo de Senén. Que según me dijo don Anselmo, estaba grave. Terminó de echar de comer al ganado y salimos a la calle.

     Fuimos directamente a la casa de Senén. Era como la nuestra, pero más abandonada. Su mujer había muerto estando él en prisión. No tuvo hijos. Dos hermanos que tenía, uno fue fusilado, el otro se fue al exilio y nunca más se supo de él. Vivía en la más absoluta soledad e indigencia, pues aunque de vez en cuando le daban trabajo, no era suficiente para llevar una vida digna. La gente le llevaba comida y ropa, pero él no quería nada. Sin embargo, don Anselmo le ayudaba. Eso lo sabíamos todos, incluso los ricos, que veían muy mal las frecuentes visitas del cura al anarquista Senén. A pesar de lo que nos dijo en el monte sobre los curas, se hizo muy amigo de don Anselmo. Pero esa amistad estuvo más impulsada y cultivada por el anciano sacerdote que por él. En el fondo eran como dos niños que regañaban, pero se querían. Yo me enteré que muchas tardes, después del rosario, el cura iba a su casa y le llevaba algo para comerlo entre los dos, porque si no era así, Senén no aceptaba limosnas de nadie. Pero no era por orgullo, no. Senén era un asceta, místico ateo. Don Anselmo llevaba entre la sotana una botella de vino y algún chorizo y comía, para que Senén comiera. Esto cabreaba a los ricos, porque Senén era un rojo.

     Cuando entramos en la casa, don Anselmo le estaba cerrando los ojos y echándole la bendición. Miró a Rafael con una mirada profunda y se echó a llorar, como un chiquillo, y le abrazó, como dándole el pésame. El cura sabía lo mucho que Paredes quería a Senén, pues era para él su segundo padre. [228]

*****

     La muerte de Senén fue un acontecimiento. No como el de Encarnita, sino totalmente distinto.

     Apenas había muerto cuando la casa se llenó de gente. De jornaleros, claro, porque de los ricos no apareció ni uno. Le velamos toda la noche y al día siguiente por la tarde nos dispusimos a enterrarle.

     Don Anselmo llegó a la casa mortuoria, como era costumbre, vestido con los aparejos que usan los curas en esos casos y con los trastos de echar el agua bendita. La caja -no se le podía llamar ataúd, pues eran cuatro tablas mal clavadas, como todas las cajas de los pobres-, estaba en el zaguán esperando a que el cura le cantara el gorigori. Cuando terminó el paternóster ese que le dicen a los muertos, Rafael y otros tres hombres más se echaron la caja a hombros y salieron a la calle, que estaba llena de gente. Y así, el cura delante y todos detrás de la caja, encarrilamos calle arriba, hasta la plaza. El cura se dirigió a la iglesia y todos detrás de él. [229]

     En la puerta de la iglesia estaban todos los caciques, lo cual no nos sorprendió, pues a los entierros acudía todo el pueblo. Pero no estaban todos los ricos con los que siempre habíamos estado enfrentados. No estaba el Colorado. Quienes estaban allí eran los políticos, aunque todos los ricos también lo fueran, claro. Me refiero a los falangistas. Estos eran más jóvenes, algunos de ellos hijos de los ricos, pero otros, no. Estos se habían hecho falangistas para vivir a la sombra del Régimen en enchufes y empleos, tanto en la Hermandad, como en el Ayuntamiento. Con éstos falangistas no tuvimos nunca problemas los jornaleros. Eran unos tipos arrogantes, altaneros, engreídos, presuntuosos y fachendosos, pero la mayoría, señoritos de quiero y no puedo. Llegamos a la iglesia, y los caciques y los citados señoritingos estaban en la puerta, como una muralla. El cura iba a entrar, pero se lo impidieron.

     -¿Adónde va usted? -le dijo uno que era el jefecillo de todos ellos.

     -Al funeral de córpore insepulto -contestó.

     -¿Un funeral en la iglesia a un ateo, a un enemigo de Cristo? ¿Una misa a quien tuvo encerrados prisioneros en la Iglesia a los cristianos en la guerra? ¡Usted está loco!

     -A este hombre le he dado yo la extremaunción y ha muerto con todos los auxilios espirituales.

     -Todo lo que usted quiera. Pero ese no pasa por esta puerta.

     -¡Pero, hombre, esto es un atropello y un sacrilegio! -exclamó desconcertado don Anselmo. -¡No podéis hacer esto!

     -¡Sacrilegio es lo que usted pretende hacer! -dijo otro.

     -¡Y de esto se va a enterar el obispo esta noche mismo! ¡Es una falta de respeto que se le diga una misa a un anarquista! [230]

     -¡Pues no faltaba más! ¡Un rojo! ¡Un enemigo de Dios!

     -Un funeral de córpore insepulto sólo se le hace a grandes personalidades y a quien puede pagarlo. Y ese, ni es una personalidad ni tenía dinero para pagarlo.

     El cura se volvió y miró a la multitud, desconcertado, sin saber qué hacer. Rafael, que llevaba la caja, se la cedió a un compañero. Se fue a donde estaba el cura y le dijo, muy alto, para que todos le oyeran.

     -Don Anselmo, nosotros pagaremos entre todos lo que cueste eso. En la iglesia manda usted. Decida qué hacemos. Si usted quiere que entremos, éstos chulos no nos lo impedirán. ¡Se pongan como se pongan!

     -¡Esto te va a costar caro, anarquista! -dijo el jefecillo a Rafael-. ¡Hemos tenido contigo demasiada condescendencia y te has hecho muy gallito! -y dirigiéndose a don Anselmo-: En cuanto a usted, esta misma noche llamaré al obispo. Daré parte de usted a la autoridad provincial, porque esto es intolerable.

     -¡Por Dios, no quiero riñas ni peleas! -dijo el cura temeroso y sorprendido de que uno de sus más fieles feligreses le hablara así.

     -¡Usted es el culpable! -dijo otro politiquillo-. ¡Meter a ese rojo en la iglesia es un insulto a los cristianos! ¡Un sacrilegio!

     -Ese hombre ha muerto en olor de santidad. Yo le di la extremaunción. Era un santo.

     -¡Eso es una blasfemia contra Cristo Rey! -dijo un falangista santiguándose.

     -Que vaya uno a avisar a la Guardia Civil -dijo el jefe-, pues capaz serán de enterrarle en el cementerio cristiano. Que intervengan ellos para poner orden. [231]

     -¡Qué orden ni qué coños! -surgió una voz de entre los jornaleros-. ¡Ese hombre se tiene que enterrar como se entierra a todo el mundo! ¡Como Dios manda!

     -¡Fuera esos chulos! -dijo otra voz.

     -¡Fuera, fuera! -gritaron a coro todos los jornaleros.

     Y de pronto una marea humana nos empujó sobre la puerta. Pero los caciques no cedían y, claro, se armó la de Dios es Cristo. Algunos cayeron al suelo por la fuerza de la masa, y el ataúd, rodando por encima de las cabezas, iba dando vueltas, hasta que cayó al suelo. La frágil caja de madera de chopo se reventó y el cadáver quedó en el suelo.

     Empezaron a llover puñetazos. A mí, como siempre, por estar en medio, me tocó la mejor tajada; me dieron una hostia que me quedó mareado. Luego, una patada en las espinillas. Yo estaba deseando de salir de allí, pero era casi imposible. Seguí recibiendo tortazos, hasta que me pude zafar. Por fin me sentí libre de aquella lluvia de golpes y respiré aliviado. Pero vi a la Guardia Civil, que venía a toda prisa, y casi me cagué de miedo. Como siempre, vendrían dispuestos a repartir leña. Me fui a la parte de atrás para ocultarme a su vista. Contemplé a Senén en el suelo, con la boca semiabierta y los ojos en blanco. Yo estaba aterrado, pues a mí los muertos me han dado siempre mucho miedo. Sin embargo, por un momento, le envidié. Él ya descansaba en paz sin miedo y sin temores.

     La contienda cesó a la vista de los civiles. Don Anselmo fue hacia los guardias seguido por el jefe fascista y su pandilla, que hablaban atropelladamente. El cabo ordenó silencio y dijo al cura que hablara. Pero no se oía desde allí. [232]

     Entre unos pocos arreglaron la caja y metieron en ella al pobre Senén. Los guardias despejaron la puerta y el ataúd entró en la iglesia con el cura delante. Y detrás toda la gente, menos los falangistas que se oponían a que Senén entrara en el templo muerto, cuando nunca entró estando vivo. Colocaron la caja en el pasillo central, y dos guardias se pusieron al lado mirando a la puerta y de espaldas al altar. Los otros guardias se quedaron en la calle con los políticos Éstos seguían protestando dando voces y gritos de arriba España, viva Franco y viva Cristo Rey.

     Yo había entrado pocas veces en la iglesia. En algún bautizo o boda que me invitaban entraba, sólo por curiosidad, pero me salía enseguida y esperaba en la plaza. A mis compañeros les ocurría igual, que ninguno entraba nunca. Pero aquella noche entraron todos y se sentaron los que pudieron, pues no había asientos para tanta gente.

     Don Anselmo subió al altar y empezó el rito habitual. Pero el pobre anciano estaba temblando, nervioso, me parece que no daba pié con bolo en lo que hacía y decía porque tan pronto se iba a un lado del altar como al otro, murmurando; pero como lo decía en latín, nadie sabía si lo que decía estaba bien o mal. [233]

     Hasta que se fue haciendo con los mandos y se fue serenando. Todo esto lo hacía de espaldas a nosotros. Cuando terminó de leer se volvió a nosotros. Se quedó mirando a los que abarrotábamos la iglesia. Una clientela como aquella nunca la había visto en su parroquia. Estuvo un rato predicando cosas del evangelio y después dijo que Senén era un hijo pródigo al que el padre le acogía con alegría y emoción, que era un bienaventurado, pues todas las bienaventuranzas confluían en él; que ahora estaba junto a Jesucristo, al que tanto admiraba, y que los ángeles cantaban con alegría. Fue muy bonito el sermón y a todos nos gustó mucho, porque lo había dicho todo con mucho sentimiento.

     Cuando terminó el funeral nos dispusimos a llevar a Senén al cementerio. Don Anselmo rogó a los guardias que nos acompañaran. Yo esperaba una salida más tumultuosa que la entrada. Todavía tenía la cara ardiendo por los tortazos que me dieron y me dolía mucho la espinilla por las patadas.

     Pero no pasó nada. La Guardia Civil estaba allí expectante. Y con todo orden y tranquilidad llegamos al cementerio. Allí estaba el sepulturero al lado de la fosa abierta en la tierra. Entonces, los pobres se enterraban en la tierra. Sólo la gente acomodada tenía nichos para enterrar a sus muertos.

     Los jornaleros cogían terrones, los besaban y los tiraban sobre la caja. Eso era costumbre generalizada, pero sólo lo hacían los cuatro que estaban en primera fila. [234]

     Pero en el caso de Senén todos querían echar un puñado de tierra sobre él, como si fuera un ramo de flores. Era el sentimiento de todos los pobres, que con un beso querían que quedara impreso en la caja el cariño, el respeto y la admiración que todos sentían hacia él. Por eso, el rellenar la tumba tardó más de lo normal.

     Era costumbre, después del entierro, volver a casa de los deudos a darles la condolencia. Pero Senén no tenía familia, al menos familia cercana, y nadie se puso en la puerta de su casa a recibir el pésame de los vecinos.

     Así acabó aquel idealista, aquel anarquista, aquel ateo que no creía en Dios, pero que Jesucristo era su modelo y su guía, como dijo don Anselmo en el sermón. [235]



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- XVI -

El desenlace

     Varios días después del entierro, cuando volví a casa después del trabajo, fui a buscar a Rafael para irnos un rato al bar de la plaza a tomarnos un vaso de vino. Necesitaba hablar con él para anunciarle lo del viaje. Por más vueltas que le daba a la cabeza no lograba imaginar las razones que pondría para justificar aquella marcha repentina. ¿Qué le iba a decir a Antonia si no tenía razones convincentes? ¿Y cómo iba a reaccionar Antonia cuando se lo dijera? Ella tenía lo que siempre había deseado, un trabajo fijo para su marido, un trabajo privilegiado, porque lloviera o tronara, el jornal lo tenía asegurado. Mientras más vueltas le daba al asunto más preocupado estaba. Estaba convencido de que su salida del pueblo iba a resultar tumultuosa para él.

     Tan pronto como salimos de su casa, le abordé impaciente:

     -¿Sigues pensando irte a Madrid?

     -Sí. [236]

     -¿Has pensado bien lo que vas a hacer?

     -Sí.

     -¿Le has dicho algo a tu mujer? ¿Le has sugerido algo para que no le coja por sorpresa?

     -No. Lo sabrá en el momento oportuno.

     -Pues ese momento ha llegado ya. Don Anselmo ha recibido carta de su amigo. Me lo dijo el otro día.

     Y le expliqué las condiciones en que tendríamos que ir. Le noté que la noticia le afectó; le vi palidecer y el tono de su voz adquirió gravedad.

     -¿Por qué no me lo has dicho antes?

     No supe responder de momento.

     -Porque con la muerte y el entierro de Senén no me acordé.

     Me miró incrédulo y traté de salir del paso lo mejor que pude.

     -Bueno, sí me acordé, pero es que no sabía cómo decírtelo. Como estás colocado, pues...

     Vi que mi excusa no le convenció; yo sabía que quería irse porque se lo oí decirlo en la cuadra a Mari Pepa, pero yo no podía darme por enterado. Me daba miedo su decisión de irse. Estaba seguro de que el famoso «dos de mayo» iba a resultar un juego de niños comparado con la que se iba a liar. Pero no sabía lo que iba a hacer ni a decir. Si al menos yo lo supiera, sólo por tratar de evitar o suavizar ese momento. Pero Rafael era una tumba.

     -Pues si quieres ir a Madrid -me dijo con gravedad-, ya puedes ir haciendo la maleta.

     -Entonces, tú te quedas, ¿no?

     -No. Nos iremos juntos.

     -Pero, ¿y Antonia? [237]

     -De momento la dejaré aquí, hasta que encontremos una vivienda en Madrid.

     -No, si eso es lo de menos. Lo que te pregunto es qué le vas a decir para explicarle por qué te vas dejando un trabajo tan bueno.

     -No hará falta decirle nada.

     -¿No pensarás irte sin despedirte?

     -¿Cómo no me voy a despedir?

     -Pero algo le tendrás que decir.

     -No será necesario.

     -¿Es que ella sabe ya lo de Mari Pepa?

     -¡Entre Mari Pepa y yo no hay nada! ¿Te enteras? -dijo gritando y mirándome como una fiera-. ¡Nada!

     -Bueno, hombre. No hace falta que te pongas así. Si tú dices que entre Mari Pepa y tú no hay nada, yo me lo creo.

     Hubo un silencio mientras caminábamos despacio.

     -Entonces, no comprendo por qué dices que no será necesario explicarle tu marcha.

     -No será necesario, porque cuando me vaya ella sabrá la razón por la que me tengo que ir.

     -Entonces es que piensas decírselo, ¿no?

     -¿Decirle, qué?

     -Pues lo de Mari Pepa... ¡Ay! Perdona, ya sé que de eso no hay nada de nada.

     Seguimos andando en silencio y yo, venga a darle vueltas a la cabeza, sin entender nada. Ya, cabreado por tanto misterio, exclamé:

     -¿Pero se puede saber cómo se va a enterar ella de las razones si tú no se lo dices? [238]

     -Porque ella las sabrá sin necesidad de que se lo diga yo.

     -¿Pero qué es lo que va a saber ella?

     -Las razones por las que me tengo que marchar.

     No había forma de sacarle nada. Yo estaba ya casi frenético cuando le dije:

     -¿Y qué razones son esas, si es que las puedo saber? ¿O es que yo no puedo saberlas?

     -Tú también las sabrás a su debido tiempo.

     -¡Bueno! -exploté-. ¡Si don Anselmo tiene razón!

     -Razón, ¿en qué?

     -¡En decir que estás loco! ¡Y tiene toda la razón, sí, porque cada vez te entiendo menos! ¡Tanto misterio y tanta intriga! ¿Por qué y para qué? ¡Sólo hay una explicación: que estás loco!

     -Tienes razón -dijo suavemente, con tristeza.

     -¡La razón se le da a los locos para que se callen!

     Y seguimos andando en silencio. De pronto, le dije:

     -¡Ah! Luego piensas que el loco soy yo, ¿no es así?

     -No te he dicho eso. Te digo que tienes razón porque si no estoy loco, acabaré loco de verdad.

     -¡Y lo malo no es eso! -le grité-. ¡Lo malo es que tú vuelves loco a todo el que está a tu lado!

     -¡Pues si te vuelvo loco, vete a la mierda y déjame en paz!

     Aquellas palabras me hirieron en lo más profundo, porque jamás pensé que me iba a hablar así. Nunca me habló de aquella manera. Yo estaba muy acalorado y le contesté de la misma forma.

     -¡A la mierda te vas tú! ¡No te digo, el hurraco éste, con lo que sale ahora! [239]

     -¡Vete! ¡No quiero nada contigo! ¡Vete y no me vuelvas a hablar más!

     -Conque esas tenemos, ¿eh? ¡Pues claro que me voy y no volveré a hablarte nunca! ¡Y a Madrid me voy yo solo! ¡Si tú quieres ir, vete con Rita la cantadora!

     -¡Te he dicho que me dejes en paz! ¡No quiero verte nunca más! ¿Me oyes? ¡Nunca más!

     -¡Claro! ¡Como ahora tienes un buen trabajo no quieres nada con los pobres! ¡Vergüenza debía darte! ¡Mal amigo! ¡Desgraciado!

     -¡Vete, o no respondo de mí! ¡Vete, te he dicho!

     Y allí mismo nos separamos. Él se fue calle arriba, hacia la plaza, y yo desconcertado no sabía dónde ir en ese momento. Le estuve observando hasta que le perdí de vista. Me quedé allí un rato maldiciendo la hora en que me hice amigo suyo. Algunas mujeres de las casas ricas se asomaron a la puerta por las voces que habíamos dado y que ya daba yo solo; me miraban como si fuera un bicho raro. Me dispuse a marchar sin rumbo, aún. Había una que no dejaba de mirarme con cara de desprecio. Me dio rabia que me mirara con tanto descaro; cuando pasé a su lado, le dije de pronto:

     -¡Uuuuh! ¡Beata! ¡Lechuza!

     Ella dio un grito, sorprendida y asustada. Ya había pasado cuando la oí reaccionar:

     -¡Sinvergüenza!

     Las demás vecinas corrieron a su lado formando un grupo. Ya estaba lejos, pero aún las oí gritar:

     -¡Tío fresco, sinvergüenza! ¡Os tenían que dar una buena lección a los dos! [240]

     -¡Lechuzas! ¡Cotorras!

     Doblé una esquina y las perdí de vista. Con un ánimo de perros llegué a casa de mi novia. Estaba ya en la puerta esperándome.

     -¡Ya está bien! ¡Vaya horas de venir!

     -¡No me chilles, porque estoy harto!

     -¿Encima? ¿Qué te he hecho yo ahora?

     -¡Nada! ¡Estoy harto de Rafael!

     Mi novia se quedó con la boca abierta y noté en sus ojos un brillo de satisfacción.

     -¡Por fin! -dijo juntando las manos como dando gracias a Dios-. ¡Ya te lo decía yo, pero nunca me hiciste caso! ¡Es un desgraciado, un muerto de hambre que no se ha visto nunca harto de pan, y como ahora tiene trabajo a ti te da de lado! ¡Antes no trabajabas por culpa suya! ¿Y ahora, qué? Eso te pasa por idiota. ¡Mira que te lo decía, pero tú, como si nada! ¡Has estado ciego!

     -¡Cállate! ¡Pues sólo me faltaba que ahora me calentaras tú la cabeza más de lo que la tengo!

     -¡No, si al niño no se le puede decir nada!

     -¡Que te calles, te he dicho!

     -Bueno, bueno. Espera que termine de arreglarme. Ahora salgo. Tarde y regruñendo, como siempre. [241]

     Se metió en casa. Encendí un cigarro y me puse a pensar. Jamás, ni por lo más remoto, pensé que Rafael hiciera una cosa así conmigo, su más fiel amigo desde la infancia. Empecé a pasear dando largas zancadas. Me vinieron a la memoria todos los recuerdos de mis andanzas con él. En aquellos momentos, sólo recordaba los hechos con que yo le había favorecido, olvidando todo lo que él había hecho por mí, como queriendo acumular razones para despreciarle. Así estuve un buen rato. Recordé la noche última que estuvimos con don Anselmo, antes de ir a casa del Colorado. Recordé la escena que tuvimos en la calle poco después. Recordé la escena que escuché desde el pajar aquella tarde. Estaba decidido a irse, pero no sabía qué hacer para justificar su marcha. Estaba desesperado por eso. ¿Lo habría decidido ya? ¿Qué haría?

     De pronto me invadió un terrible presentimiento y, como loco, salí corriendo hacia la plaza con todas las fuerzas que me permitía mi pata coja. Llegué al bar donde nos reuníamos los obreros, pero allí no había nadie. ¡Qué raro! Entonces miré hacia el casino de los ricos. La puerta estaba llena de todos los jornaleros observando el interior. ¿Por qué aquella expectación? Corrí hacia allí. Me abrí paso entre ellos y vi dentro a Rafael de pie frente a los caciques que le observaban temerosos. Me sorprendió ver a un socio, un dependiente de comercio, que hablaba por teléfono, mientras que los demás estaban fijos mirando a Rafael. [242]

     -Sí. Esa es toda la verdad -decía Rafael-. Sois un hatajo de criminales, que matasteis a gente inocente; que violasteis a mujeres por un pedazo de pan; que os hicisteis ricos con robos y extorsiones; que hozáis en el lodazal de la marginación para engordar explotándonos a los jornaleros. Y si no fuera por el Régimen que os ampara, estaríais todos en prisión. Esto soy yo el único en el pueblo que tiene cojones para decirlo porque habéis sembrado el miedo y el terror. Pero eso lo saben todos. ¡Hatajo de mafiosos! Pero llegará el día en que pagaréis juntas todas vuestras maldades.

     De pronto se oyeron rumores en el grupo de los jornaleros, que observaban atónitos a Rafael; miraban hacia atrás. Eran los civiles que llegaban. Todos se apartaron temerosos, pues venían con caras de pocos amigos y vergajos en la mano.

     Yo entré corriendo en el casino para coger a Rafael y salir huyendo por otra puerta. Los caciques, al ver a los civiles se envalentonaron y se lanzaron contra Rafael. El primer puñetazo que se perdió me lo encontré yo en toda la cara y me derribó. Los civiles se liaron a palos, vergajazo va y vergajazo viene; más bien viene que va, pues todos vinieron a parar en las costillas de Rafael y las mías.

     La paliza fue terrorífica. Oí fuera silbidos e insultos. Eran los compañeros que protestaban por lo que nos estaban haciendo. De pronto, los cristales de las ventanas saltaron hechos pedazos por las pedradas que tiraban desde fuera. Los gritos y silbidos se oían más firmes. Los civiles salieron a atacar a los jornaleros, pero estos huyeron sin dejar de abuchearlos y de tirarles piedras. Los civiles volvieron al casino a terminar la tarea conmigo, hasta que perdí el conocimiento. [243]

     Cuando volví en mí, estaba tirado en el suelo, pero no veía ni oía nada. Todo estaba oscuro y en silencio. De pronto oí un gemido a mi lado. Era Rafael y estábamos en el calabozo.

     -¡Rafael! -dije sobresaltado- Rafael, ¿estás bien?

     -¿Por qué viniste? -dijo con palabras entrecortadas por el dolor-. ¿No te dije que no quería verte más? ¿No te dije que te fueras? ¿Por qué tuviste que meterte en esto?

     -¿Estás bien? -dije arrastrándome hacia él, pues me dolía todo el cuerpo-. ¿Te encuentras bien?

     -Sí. ¿Y tú? -dijo al tiempo que me palpaba la cabeza, los brazos, las piernas y todo el cuerpo-. ¡Canallas! ¡Te han pegado a ti también! ¿Puedes levantarte?

     -Creo que sí -lo intenté y, no sin dificultades, me puse en pie-. Levántate tú.

     Le ayude a levantarse y le palpé todo el cuerpo, como él había hecho conmigo. No teníamos fracturas, sólo magullamiento general. Rafael no cesaba de repetirme una y otra vez:

     -¿Por qué viniste? ¿No te dije que no quería hablarte más?

     Todo esto me lo decía abrazado a mí, acariciándome la cara y los cabellos, y besándome.

     -No hables ahora. Tranquilízate.

     Y me harté de llorar, no por el dolor de los palos, sino por la ternura de las caricias de Rafael. [244]

     Yo estaba seguro de que su partida iba a suponer un «Dos de mayo». Lo que nunca pude sospechar es que yo iba a ser el protagonista. Con razón me decía que no sería necesario explicarle nada a su mujer. Yo esperaba lo peor. Íbamos a salir del pueblo; pero esposados y conducidos a prisión.

     Al día siguiente por la mañana nos sacaron del calabozo. En el patio estaban los civiles, el alcalde, el cura, el Colorado, que la noche anterior no estaba en el casino, y el médico. Este nos reconoció a los dos. Mientras lo hacía, el alcalde, que era un labrador de los ricos, le dijo a Rafael que era un perro rabioso. Que gracias al Colorado y a don Anselmo no nos harían nada. Pero que en cuarenta y ocho horas no nos quería ver ni en cien leguas a la redonda.

     Cuando el médico terminó su labor, salimos a la plaza. Estaba atestada de gente. Algunos jornaleros se acercaron a nosotros mostrando su solidaridad y sus simpatías. Nos pasaron al bar y nos dieron unas copas de coñac, con las cuales se aliviaron un poco los dolores. Yo me fui para mi casa. Pero nada más ver la cara a mi padre y a mi hermana, me volví para atrás. Me miraban con asco y desprecio. Esperaba mitigar mi dolor en el amor de la familia; pensaba en mi madre como la imagen de la Piedad, acogiéndome en sus brazos. ¡Pero, menuda cara me pusieron! Me fui a casa de Rafael.

     Antes de llegar vi salir a Teresa de la casa de Paredes. ¿A qué habría ido allí? ¿Tal vez a llevarle algo por encargo de Mari Pepa, o a decirle a Antonia la verdad? Pensaba entrar en la casa, pero Teresa, sin dejar de andar calle arriba, me miró y me indicó con un gesto que la siguiera. La seguí y ya bastante alejado de la casa, me dijo rápidamente: [245]

     -Me ha dicho Mari Pepa que vayas esta noche a su casa a las ocho en punto. No faltes. Pero tienes que ir tú solo. ¿Entendido?

     -Sí, sí. Iré a las ocho en punto.

     Y se fue calle arriba. Yo me quedé allí y anduve sin rumbo fijo calle arriba. La gente me miraba en silencio. No me había mirado al espejo y no sabía cómo tenía la cara. Dos dientes se me movían y notaba hinchazón en la boca. El cuerpo lo tenía molido.

     Andaba como un gilipollas, sin saber qué hacer ni adónde ir. Menos mal que se presentó Rafael pues se había entretenido con el Colorado, primero, y con los compañeros, después. Me abrazó, me acarició.

     -¿Cómo estás? -me dijo.

     -Poco más o menos que tú.

     Y juntos entramos en su casa. Antonia estaba muy seria y con unos morros que se los pisaba. «Aquí se prepara la tormenta -pensé-, y yo, como siempre, en medio de ella». Rafael no le dio importancia a la actitud de Antonia y, como si nada hubiera pasado, dijo:

     -Hola Antonia. ¿Y el niño?

     -¡En la escuela! -contestó con sequedad.

     -Cuando me voy por las mañanas, está durmiendo. Y cuando vuelvo por las noches, también. Así todos los días. Desde que empecé a trabajar en esa casa no le he visto despierto nada más que una vez. Algún día nos vamos a cruzar en la calle y no nos vamos a conocer. Quiero hablar contigo, Antonia.

     -¡Ah! ¿Sí? -dijo con la misma acritud. [246]

     -Sí. Hemos estado varios meses en que sólo nos hablábamos cuando teníamos algo desagradable que decirnos. He reflexionado mucho durante este tiempo y me he dado cuenta de los muchos errores que he cometido. Sobre todo, contigo.

     -¡Menos mal que lo reconoces!

     Rafael se percató de su tono e inquirió:

     -¿Qué té pasa? ¿Te ocurre algo malo?

     -¡No, qué va! ¡A mí no me ocurre nada!

     «¡Ay, ay, ay!» -exclamé yo para mis adentros-. «¡Ya está liada! ¡Tengo que salir echando leches de aquí!»

     Pero estaba en la puerta del corral y para salir tenía que pasar por en medio de los dos. Preferí hacer mutis por el foro y salí al corral. Aproveché para lavarme la cara en un cubo de agua.

     Rafael se acercó a ella, cariñoso, pero ella le repudió, hecha una fiera:

     -¡A mí no me toques, ni te acerques, siquiera!

     -¿Quieres hablar de una vez? Ya sé que ha estado mal lo que he hecho.

     -¿Lo que has hecho? ¡Sé de sobra lo que has hecho! ¡No pongas esa cara de mosquita muerta!

     -¡A mí no me hables así! ¿Me oyes? Si tienes algo que decirme, dilo con respeto.

     -¿Con respeto? ¿Qué respeto has tenido tú conmigo?

     -Ya sé que ha estado mal lo que he hecho. De eso precisamente quería hablarte. [247]

     -¡A buenas horas! ¡Durante meses he estado aguantando sin protestar demasiado, pasando hambre y humillaciones! ¡Pero no tenías bastante con eso! ¡Necesitabas hacerme más daño todavía! ¡Humillarme más y más!

     -Sí; ya te he dicho que te he hecho daño y quería pedirte perdón por lo sucedido.

     -¡No seas hipócrita! ¡No me refiero al escándalo que has armado en el casino! ¿Dónde tienes esa dignidad de la que tanto presumías? ¡No tienes vergüenza! ¡Me das asco! ¡No vuelvas a tocarme! ¡Vete con esa puta asquerosa!

     -¿Quién te lo ha dicho? -dijo Rafael, abatido.

     -¿Qué te importa a ti? ¡Es lo más bajo que podías hacerme! ¡Te juro por lo más sagrado que nunca esperé eso de ti!

     -Escúchame, Antonia.

     -¡Antes, la gente volvía la cabeza por no mirarme, por pena! Pero a pesar de mis padecimientos, yo, en el fondo, estaba orgullosa porque mi marido era un hombre honrado y valiente y los demás, unos cobardes. ¡Pero ahora me mirarán con una sonrisa sarcástica al ver que voy presumiendo con los vestidos de esa asquerosa! ¡Dios mío, qué vergüenza! ¡Ahí tienes ese saco con toda la ropa de esa golfa! ¡Yo seré pobre, pero honrada! ¡Llévaselo tú, porque si voy yo, la dejo calva!

     -¡Escúchame! ¡Déjame que te explique!

     -¡No me digas nada! ¡No quiero nada contigo! ¡No quiero verte nunca más! ¡Vete a Madrid, o donde te dé la gana, porque para mí has terminado! [248]

     -Tienes que escucharme, Antonia. Fue un momento de debilidad. ¡Te juro que eso me ha torturado desde aquel día! Quiero pedirte perdón.

     -¡No quiero que me pidas perdón ni que me digas nada! ¡Vete con esa golfa, vete con ella!

     -¡Me quieres escuchar! -gritó Rafael pegando un puñetazo en la mesa.

     -¡No! ¡No me asustan tus puñetazos, ni tus voces! ¡Has perdido todo lo que representabas para mí! ¡Ya no eres nada para mí! ¡Te odio!

     -¿Que me odias? ¡He sufrido, como nadie puede imaginar, por el implacable acoso que me hicieron esos bandidos! ¡Los compañeros no me hablaban; el cura me acusaba de rebelde y orgulloso; mi amigo Sebastián se pasaba todo el tiempo regañando a mi lado, recordándome mi fracaso; contigo no podía hablar serenamente porque me rehuías, o te revolvías contra mí; no tenía a nadie que me dijera una palabra de aliento, que comprendiera, al menos, mi actitud! ¡Tú eras la única que podías haber hecho eso, pero me atacabas con saña, por lo que estar en casa era más terrible que estar ahí fuera con todos contra mí!

     La escena adquiría cada vez más virulencia. Rafael estaba con toda la cara marcada por la paliza y eso le daba un aspecto más sobrecogedor a sus palabras. [249]

     -¡Cuántas noches, mientras tú dormías, me tenía que beber las lágrimas y revolcarme de dolor, resistiendo para no salir corriendo y pedir perdón a esos hijos de puta, como hicieron todos! Todo aquel dolor, toda esa tortura la sufría, me la comía yo solo, porque no tenía a nadie con quien poder compartirla. Y para una vez que dentro de esa angustia alguien me sonríe, me acaricia y me trata con cariño, ¡cosa que no supiste hacer tú!, me tratas como a un cerdo y me repudias por el solo hecho de que esa afectividad me la dio una mujer. ¿Cuántas caricias me hiciste tú desde que me negaron el trabajo? Ni caricias, ni palabras de consuelo. Sin embargo, te volcaste cuando encontré trabajo. Yo entonces pensé muchas cosas de ti, pero me las callé. Por no herirte, para que no lloraras, no quise decirte que habías prostituido el amor, porque solamente lo dabas cuando había dinero por medio.

     Aquello era demasiado fuerte. Antonia, horrorizada, se refugió en la habitación. Yo salí indignado también, dispuesto a marcharme. Pero Rafael me paralizó al verme, con una voz desgarrada y potente:

     -¡Sebastián! ¿A qué hora pasan mañana los autobuses para la estación del tren?

     -Pues... creo... creo -balbucí- que a las ocho de la mañana.

     -¡Pues vete haciendo la maleta! ¡Mañana a las ocho nos vamos! -inicié el camino para mi casa, pero de nuevo me detuvo-. ¡Espera! Tengo ahí un litro de vino que me dio el Colorado. Ven. Quiero beber. ¡Necesito emborracharme! [250]

     Y por primera vez en mi vida le vi llorar. Cogió la botella y, sin utilizar vaso ninguno, se la llevó a la boca. Yo no sabía qué hacer, si quitarle la botella o dejarle que se emborrachara. ¡Qué inútil he sido siempre, que en los momentos más críticos nunca supe cómo actuar! Se trincó media botella de un golpe. Hizo una pausa para respirar, pero yo se la quité de las manos. ¡El que necesitaba emborracharse era yo! Él fue a la mesa, se sentó y ocultó la cabeza entre sus manos. Acabé con la bebida. Vi a Antonia salir lentamente secándose los ojos. Miró a Rafael. Se acercó a él, le puso una mano en el hombro, y con mucha dulzura le dijo:

     -No puedes irte así. Perdóname. Estaba histérica y no sabía lo que decía. Nos iremos los dos juntos con el niño.

     -No. Debes esperar. No sé siquiera dónde caeré. Si no encuentro trabajo en Madrid, me iré a Barcelona, o a Valencia, o a Bilbao. No quiero que paséis calamidades. En peor situación mi padre no quiso que fuéramos con él.

     -No quiero que te vayas con el recuerdo de la riña que hemos tenido. Me has dicho que he prostituido el amor, y eso no es verdad, Rafael.

     -Olvídalo. No sabía lo que decía. ¿Quién te ha dicho lo de Mari Pepa?

     -Teresa. Ha venido hace un rato. Y lo ha hecho por defender nuestro matrimonio. Si tenía en cuenta sólo lo que hiciste anoche, te tendría como un loco y jamás te hubiese perdonado la destrucción de tu trabajo y de nuestro hogar. Vino a explicarme las razones porque lo hiciste. Pero los celos crisparon todo mi ser. Tenía que elegir entre los dos males y ella eligió el más leve, el que menos daño me hiciera.

     -Si mi padre levantara la cabeza se avergonzaría de mí. [251]

     -Perdóname tú también.

     -Yo he tenido la culpa de todo. Mi padre nos hacía participar a mi madre y a mí de todas sus actividades. Había comunicación y diálogo entre nosotros. A mi madre la llamaba compañera. Yo, en cambio, no he sabido hacerlo contigo. Te he relegado a la casa y a la cama. No he sabido hacerte mi compañera.

     -No pienses más en eso; tranquilízate. No es verdad lo que te he dicho antes. Te quiero y estoy orgullosa de ti.

     -No he sabido hacer nada como lo hacía mi padre. Él fomentaba la colaboración entre los compañeros. Aunque las decisiones fueran suyas, todos las ejecutaban convencidos de que era iniciativa de todos. Él formaba a la gente con la acción, pero las acciones nunca las decidía él, sino que hacía que los demás descubrieran esa necesidad. Yo, en cambio, he sido un franco tirador y por eso mi lucha no ha servido para nada. Ni en el tajo con los compañeros, ni en mi casa, con mi mujer y mi hijo.

     -¡No digas eso! ¡Tus compañeros te quieren y te respetan, aunque no lo digan, porque son cortos de palabra. Tu lucha ha servido de mucho, aunque no veas el resultado. Has sembrado mucho y eso dará fruto algún día. Aunque no lo creas, yo he aprendido mucho de ti; muchas cosas que antes no entendía, ahora las comprendo, porque fui guardándolas en mi corazón. Yo quiero que mi hijo tenga una vida mejor que la que nos ha tocado vivir a nosotros. Estoy convencida de que eso no se podrá lograr sin lucha. Y también he comprendido que la lucha obrera no es sólo cosa de hombres. Estás cansado y desmoralizado; pero de aquí en adelante no será así, porque yo seré tu compañera; tu compañera del alma. Tu compañera. [252]

     Rafael estaba sentado y ella lo abrazaba por detrás, besaba sus cabellos y lo regaba con sus lágrimas.

     Yo salí del corral y, de puntillas, para no hacer ruido, me fui. Comprendí que en aquel momento debían estar solos para desahogarse, para reconciliarse de una vez por todas. Sentí vergüenza por haber estado allí, por estar siempre metiendo las narices donde no debía, escuchando conversaciones íntimas.

     Me fui al bar. No tenía otro sitio donde ir. Los compañeros me rodearon con simpatía y me invitaron a beber vino. Me preguntaban por mi estado físico y emocional. Jamás había sentido tan de cerca el afecto de los compañeros. Porque cuando nos metieron en el calabozo por lo de la huelga y la noche anterior, por lo del bar de los señoritos ellos estaban allí, solidarizándose con nosotros, pero todas las atenciones, todas las palabras de afecto, todas las simpatías eran para Rafael. Yo era un cero a la izquierda. Pero entonces estaba solo, no estaba Paredes para hacerme sombra y robarme el afecto de los compañeros. ¡Con la de veces que había estado junto a ellos y jamás había sentido esa sensación tan confortable! Me sentí un hombre nuevo, mi autoestima subió muchos grados, pues siempre estaba bajo cero. Me sentí importante. Las espaldas, la cara y la boca que lo tenía todo ardiendo y con escozor ya no lo sentía. Me desapareció el dolor. Bebí rodeado por todos, que se deshacían en elogios y ánimos. ¡Qué feliz me sentí en aquellos momentos! ¡Y cuanto cariño sentí entonces por todos ellos! [253]

     Yo no tenía ninguna prisa por irme. ¿Adónde iba a ir si mi casa era un infierno para mí? Pero los demás, poco a poco, se fueron, hasta que me quedé solo. Aquella soledad me llenó de congoja. Salí a la calle sin saber adónde dirigirme. ¿Otra vez a casa de Rafael? ¡Ya estaba bien de ser un pelmazo!

     Pasé al lado de la iglesia y me topé con don Anselmo. Me miró a la cara con gesto de horror debido a la hinchazón que tenía.

     -¿Cómo estás, Sebastián? ¿Te duele mucho?

     -No, señor. Ya se me ha pasado. Mañana estaré bien del todo. Por la mañana nos iremos a Madrid. Eso me quita las penas. Estoy deseando que pase esta noche.

     -Voy a ir a casa de Rafael. Tengo que decirle unas cuantas cosas antes de que se vaya.

     ¡La jodimos! -dije yo para mí. Ya tenemos otra bronca a la vista.

     -Yo le acompaño, si quiere.

     -Sí. Te lo agradezco. Sé que vive en una calle de ahí abajo, pero no recuerdo bien. Iba a preguntar, pero si tú me acompañas, mejor. [254]

     Y enfilamos calle abajo camino de la casa de Rafael. No hablamos nada durante el camino. Don Anselmo iba con la cabeza baja, ensimismado, preocupado. Y yo no sabía qué decirle para iniciar una conversación. La gente que se cruzaba con nosotros le saludaban con afecto. Era un hombre querido y respetado por todos. Los jornaleros nunca tuvimos contacto con él, pero desde el entierro de Senén, don Anselmo se ganó el afecto y simpatías de todos. Y eso lo notó él ostensiblemente, pues antes, los jornaleros casi no le saludaban, incluso se iban por la acera contraria para no rozarse con él. Pero a partir de aquel día de la misa por Senén, todos le daban los buenos días sonrientes. Aquel cambio de los jornaleros respecto a él, tuvo la contrapartida de los fachas, que le retiraron el saludo y se iban al pueblo de al lado los domingos para oír misa. Pero eso sólo lo hacían los politiquillos. Los ricos seguían yendo a misa como si nada.

     El cura había discutido con Rafael cuando volvimos del monte con la leña; había desaprobado su odio y resentimiento con los ricos. Con la que armó la noche anterior, era de suponer que le iba a poner de vuelta y media.

     Pero, no. El hombre se presentó de lo más humilde y pacífico. Antonia le abrió la puerta, muy emocionada de ver al cura en su casa. Rafael estaba al fondo mirando incrédulo la visita. Le invitó a pasar hasta la cocina. El cura se sentó junto a Rafael, y sacando su petaca y el librillo de papel, se echó una porción de tabaco en la mano y le ofreció la petaca a él. [255]

     Yo me senté en una silla baja junto al fuego. Antonia se disculpó diciendo que iba a la tienda y que volvería enseguida. La dije que iba yo, con el fin de que ella se quedara; pero no quiso. Cogió una cesta y se fue. Hubo un silencio prolongado. Miré a hurtadillas. Estaban los dos liando el cigarro con parsimonia. Yo, que estaba impaciente por saber lo que iba a decir el cura, nada, ni mú. Parece como si hubiesen hecho una apuesta para ver quién tardaba más en liarlo. Noté que el cura quería hablar. Él debía saber las verdaderas causas de la actitud de Rafael. Mari Pepa solía ir a misa todos los días y, lógicamente, debió confesarse y contárselo todo.

     -Rafael -dijo después de encender el cigarro-: En una ocasión te dije que me quitabas el sueño con tus problemas, pero no era totalmente cierto. Me preocupabas, sí, pero no hasta ese extremo. A veces nos preocupamos por cosas de poca monta. Eso lo descubrimos cuando realmente llega una causa importante de verdad.

     -¿Qué quiere usted decir?

     -Lo que quiero decir, lo sé. Pero no sé por dónde empezar.

     -Si lo hace por no herirme, no se preocupe, estoy acostumbrado. Dígame todo lo que quiera, todo lo que se le ocurra, porque tendrá toda la razón y no se lo voy a discutir.

     -Siento mucho que pienses que he venido a decirte algo desagradable e hiriente, porque es todo lo contrario.

     -¿Entonces ve usted bien lo que he hecho?

     -No he venido a hablarte de lo de anoche. Desde aquella tarde que nos vimos en el camino, yo tenía ganas de hablar contigo. Pero mucho más desde que enterramos a Senén.

     -Es posible que ya no nos volvamos a ver nunca. Usted dirá. [256]

     -Claro, que de paso he venido a unirme al dolor de un hombre que sufre.

     -¿Quién es ese hombre? ¿Hay algún enfermo en esta calle?

     -¡Quién demonios va a ser! Tú.

     -¿Yo? Yo no sufro.

     -¡Cómo no vas a sufrir, cabezota! Lo que pasa es que te gusta presumir de hombre fuerte.

     -Bueno, si usted lo dice, sufro. Le agradezco en el alma que haya venido. Ya sé que es usted el consuelo de los pobres y desamparados.

     -Tu ironía me hace daño, Rafael. Desde aquel día que te he dicho, he pensado mucho en los dos.

     -¿En los dos? -dijo Rafael poniéndose lívido.

     -Sí, en los dos. Me preocupas mucho, y ahora puedo decirte de verdad que me quita el sueño.

     -Me lo imagino.

     -No te lo imaginas. Mi preocupación es de otro tipo.

     -Lo siento. Ya me voy, y sus preocupaciones cesarán. Todo quedará cortado para siempre.

     -No es tan fácil como crees, hijo. Hay cosas que no se pueden cortar.

     -Pues yo las he cortado. No es cierto lo que le dije antes, usted tenía razón: sufro mucho, como nadie se lo puede imaginar. Pero, hay cosas que se deben cortar de raíz, antes de que produzcan males mayores. Cortarlas, aunque para ello tenga que morderme el corazón.

     -Yo no te he dicho que lo tengas que cortar de raíz. Tú, siempre tan tajante: por aquí corto y por allí rajo. Debes ser prudente, cauteloso, eso sí, pero de ningún modo cortarlo de raíz. [257]

     -¡Ah! ¿No? ¿Y es usted, precisamente, el que me aconseja eso? -exclamó asombrado Rafael.

     -Pues claro que sí, ¡qué caramba! ¡Y con toda mi alma, además!

     -Pues, no lo entiendo.

     -Ya sé que no lo entiendes. Yo tampoco lo entendía. Desde aquel día que te he dicho hay muchas cosas que han cambiado dentro de mi conciencia.

     -¿Hasta el punto de ver bien mi actitud?

     -Bien del todo, no. Pero hay mucho de positivo en ese amor que llevas dentro de ti. Ese amor y esa pasión es lo que jamás debes cortar.

     Rafael, y yo también, estaba confundido y hecho un lío.

     -¿De qué amor y de qué pasión me habla usted?

     -De tu amor por la justicia, de tu...

     Rafael, y yo también, dimos un resoplido de alivio. Habíamos creído que se refería al asunto de Mari Pepa. Sin embargo, no hizo la menor referencia a la riña de la noche anterior.

     -Eso no lo podré cortar mientras viva. Sería una traición a la clase obrera, a mi padre.

     -Eso es, precisamente, lo que me gustaría que modificaras. Ya sé que amas a tu padre con toda tus fuerzas, con todas tus ansias, con toda tu alma. Lo has convertido en tu Dios.

     -Para mí, lo es.

     -Haces mal. Eso te incapacita para encontrar la Verdad. Lo mismo que le pasó a Senén.

     -¿Qué verdad?

     -La única Verdad, con mayúscula. [258]

     -Y esa verdad con mayúscula es la de usted, ¿no?

     -Mía, no. La verdad es patrimonio del mundo, de todos los hombres. Pero la Verdad está fragmentada y cada uno coge el trozo que más le conviene. Senén cogió una parte, los ricos del pueblo tienen otra. Cada cual lee el evangelio y saca conclusiones personales. Cuando todos los hombres acepten la Verdad entera, Cristo, que es al Camino, la Verdad y la Vida, reinará en los corazones.

     -Eso no se conseguirá nunca.

     -Y, sin embargo, crees que tus ideas sí se podrán realizar.

     -Sí.

     -Hay algo que siempre he admirado en ti: tu enorme capacidad de entusiasmo. Y es una pena.

     -¿Una pena? ¿No dice que la admira?

     -Escucha, hijo. El hombre ha sido creado para tener ideales grandes, dignos y nobles. Pero es una pena que tanta capacidad la utilices para una cosa tan pequeña. A nadie le sorprende que un escarabajo haga una pelotilla; lo sorprendente sería que eso lo hiciera la abeja, pudiendo hacer tan rica miel.

     -Es una forma muy diplomática, digna de usted, de decir que el ideal que llevo dentro es una mierda.

     -Yo no he querido decir eso exactamente. [259]

     -Pero lo ha dicho. Y ahora, ya que estamos en este plan, le voy a decir una cosa que también yo quería decirle desde hace mucho tiempo. Esa «Verdad», con mayúscula que usted dice, no se podrá realizar jamás; pero la mía sí. ¿Y sabe usted por qué? Porque los hombres de mis ideas, como mi padre, como Senén, como tantos otros, son luchadores valientes, con espíritu de sacrificio, desinteresados, entregados generosamente a los demás. Mientras que los que dicen estar en la «Verdad», son gentes egoístas, explotadoras, codiciosas, indolentes, comodonas, embusteras e inmorales, porque dicen creer en una verdad con la que no son consecuentes. Todas sus creencias son falsas. Todo es mentira.

     -Eso es lo que me preocupa, Rafael. Tú me dijiste el otro día que los pobres han sido desplazados de la Iglesia y que los ricos están allí como zorras guardianas del gallinero. ¡Si supieras, hijo mío, lo que esas palabras me han hecho reflexionar! Sobre todo el día que enterramos a Senén. También tu padre me dijo muchas cosas, pero ninguna me ha impactado tanto como las tuyas. A tu padre siempre lo consideré un peligro para la Iglesia. Eran tiempos difíciles. También yo era más joven y con menos experiencia de la vida. Después de irse él vi muchas cosas horrorosas. Cosas que jamás me atreví a denunciar. Fue a partir de entonces cuando comprendí que el peligroso no era tu padre; pero ya era tarde.

     -Le agradezco que me lo diga. [260]

     -El obispo me ha citado para mañana. Tal vez me trasladen o me jubilen. Pero eso no me preocupa. Hice lo que Jesús manda: ir por la oveja perdida. Senén no creía en Dios. Sólo admiraba al Jesucristo como hombre histórico. Sin embargo, Dios, sin que él lo supiera estaba metido dentro de su corazón.

     -No lo creo. Senén no creía en Dios.

     -Eso no importa. La creencia no es más que un aserto intelectual. «Nadie viene a mí si el Padre no le envía», dice Cristo. Quiero decirte otra cosa que no sabes. Tu padre me hizo tutor tuyo y de tu madre. Gracias a mí no la fusilaron, como hicieron con tantos inocentes. No mantuve mucho contacto con ella, pues noté que no me apreciaba. Pero en la sombra la favorecí cuanto pude procurando que no le faltara trabajo. Lo mismo me pasó contigo. Me preocupé de que no faltaras al colegio, pero nada más. Cuando creciste y te hiciste hombre ya perdí tu pista. Yo había cumplido la misión que me había encomendado tu padre y olvidé el asunto. Pero el problema de los sellos hizo que me fijara de nuevo en ti. No tuve contacto contigo antes, pues sabía que tú tampoco me apreciabas.

     -Yo no le he despreciado nunca.

     -El menosprecio es el mayor de los desprecios. El primer contacto que tuve contigo fue la tarde que nos vimos cuando venías del monte. Aquella tarde me dijiste cosas muy fuertes y fueron como un trallazo en toda la cara.

     -Lo siento y le pido perdón por ello. He sido demasiado radical en mis ideas y actitudes. Recuerdo bien aquella tarde. Me porté mal con usted. Lo siento. [261]

     -No, no. Tus palabras fueron muy fuertes, pero fue la misma fuerza que derribó a Pablo del caballo, camino de Damasco. Dios no vino a escoger a los sabios, a los poderosos, a los hombres de estudios para anunciar su mensaje, sino que se lo anunció a los pobres, a los débiles, a los analfabetos, a los marginados de la sociedad. Pero nosotros hemos cerrado la puerta a los pobres, sólo les permitimos que estén en la puerta pidiendo limosnas. Hemos montado un tinglado para evangelizar a los pobres, cuando son ellos, los pobres, quienes nos tienen que evangelizar a nosotros.

     Ya noté que don Anselmo cuando íbamos andando a casa de Paredes iba con la cabeza baja, ensimismado. Yo creí que estaba preocupado, pensando. Entonces comprendí que lo que le pasaba es que estaba borracho como una cuba.

     -¿Los pobres vamos a evangelizar a los curas? ¿Sabe usted lo que está diciendo? [262]

     -Sí, Rafael. Es ahí donde Jesucristo quiso estar. Esa es la locura de los designios de Dios que nos dice San Pablo. Pero nosotros hemos despreciado ese camino y hemos elegido el que Cristo no quiso tomar, el de los sabios, el de los poderosos. Y Jesucristo dijo que hasta las prostitutas entrarían antes que nosotros en el reino de los cielos. ¿Qué es esto, Dios mío? ¿Qué locura estamos cometiendo? Tu padre me dijo que si de verdad existía Dios, yo estaba cometiendo sacrilegios al bendecir a los que explotan a los pobres y a los marginados. Y es verdad. El capítulo XXIII de San Mateo está dedicado a los fariseos, a los hipócritas que se daban golpes de pecho a los falsos. Los comparaba con los sepulcros, que por fuera están blanqueados (ahora diría lápidas de finos mármoles), pero dentro de ellos no hay más que podredumbre. Eso lo he comprendido ahora, a mi vejez, al borde ya de la tumba, y me lo ha enseñado Senén, cuando apenas me queda tiempo de corregirme. Pero tengo fe; me fío de la palabra de Dios cuando dice que Él no ha venido por los justos, sino por los pecadores, y que hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos. Ahora comprendo, en toda la profundidad de su lirismo y de su belleza, el entusiasmo de Jesús en aquella oración: «Gracias te doy, Padre, porque todo esto se lo has ocultado a los ricos, a los sabios y poderosos y se lo has mostrado a los pobres».

     Se había emocionado, sacó el pañuelo y se secó los ojos. Rafael le contempló en un respetuoso silencio.

     - No sé qué decirle, don Anselmo. Lo único que sé es que me agradan sus palabras. [263]

     -Yo te ruego, hijo mío, que no juzgues a la Iglesia por el testimonio de éste pobre pecador que te habla. ¡La Iglesia, Rafael, es santa! Tú has leído el evangelio, lo sé. Tu padre presumía de conocerlo mejor que yo. Senén me dio lecciones que nunca sospeché en un ateo como él. Tú sabes quien fue Pedro y Santiago, y Tomás...

     -Sí. Unos cobardes traidores que abandonaron a Jesucristo cuando más los necesitaba. Y al más cobarde de todos, al que tres veces negó conocerle, a ese le hizo jefe de la iglesia. Esa actitud de Jesucristo es incomprensible; me resisto a creerlo. Eso lo tienen que haber amañado los curas. [264]

     -No he venido a discutir contigo, Rafael. He venido a arrodillarme, a confesar mis debilidades y mis pecados. La Iglesia está necesitada de hombres con ese espíritu que tú dices: luchadores valientes y generosos con espíritu de sacrificio; apóstoles que lleven en el ejemplo de sus vidas el mensaje eterno de Jesús; de apóstoles surgidos del medio en que Cristo los eligió: obreros, pescadores, gentes del pueblo humildes y sencillos. Ese mundo de los trabajadores, ese mundo de los pobres tiene que conocer a Cristo, han de conocer ese mensaje de amor, de justicia, de fraternidad, pues sólo en Cristo es posible realizar ese sueño eterno de la Humanidad, como me decía Senén. ¡Sin Cristo es imposible! Ellos, los pobres, los obreros, los trabajadores han de aportar a la Iglesia, atiborrada de dogmas, de misterios y de teologías, una nueva savia, un nuevo dinamismo, pero con la sencillez del evangelio, lejos de teólogos enrevesados que ni los curas entendemos; con lo sencillo que hizo Jesús su mensaje, que hasta los más incultos lo entendían, y lo complicado que lo hemos hecho nosotros. La iglesia necesita descubrir sus verdaderas raíces, la de los santos padres de la iglesia primitiva, la del Santo de Asís, para que sea lo que fue: una Iglesia militante y no la Iglesia descansante y acomodaticia en que la hemos convertido los cristianos.

     Hizo una pausa para encender el cigarro, que se le había apagado. Pero estaba ya en la colilla y muy mojado. Miró buscando un cenicero. Yo lo advertí y me acerqué a él con un badil en la mano para que echara la colilla. Me lo agradeció con una sonrisa. Sacó la petaca y volvió a liar un nuevo cigarro. [265]

     -Todo esto es lo que quería decirte -continuó- antes de que te vayas para siempre. La misericordia de Dios ha venido a iluminar mi vejez con el radiante destello de su Verdad. Cuando estés en Madrid olvídate de este pueblo y de mí, para que nuestros malos ejemplos como cristianos no te sirvan de prejuicios contra la Iglesia.

     Terminó de liar el cigarro y lo encendió. Hubo un silencio profundo. Don Anselmo bajó la cabeza. El pobre anciano se había emocionado. Se sonó la nariz con el pañuelo y, disimuladamente, se secó los ojos. Paredes le contempló en silencio, conmovido, igual que yo.

     -Es usted un hombre bueno, don Anselmo -dijo al fin.

     -Tú sí que eres bueno, Rafael. Aquí en el pueblo las cosas seguirán igual durante años, incluso durante siglos. Pero ahora vas a Madrid, a un mundo efervescente, dinámico, rico en posibilidades para un hombre de tus características. Allí, en la zona periférica donde tendrás que vivir, o en el tajo, encontrarás sacerdotes jóvenes, sacerdotes obreros, sacerdotes encarnados en el medio en que Cristo se encarnó, en el mundo de los pobres y de los marginados. Sólo te pido que observes sin prejuicios a los hombres que allí luchan por un mundo mejor, por una Iglesia mejor. Y después tomas la decisión que consideres más correcta. No quiero entretenerte más. Vete tranquilo, pues igual que cuidé de tu madre cuando tu padre se fue, cuidaré de Antoñita y de tu hijo.

     Se levantó y tendió su mano a Rafael. Pero en ese momento entró Antonia sofocada con la cesta. Traía una botella de vino y pequeños envoltorios de embutidos. Los puso sobre la mesa y con una sonrisa le dijo a don Anselmo:

     -Siéntese usted, padre; vamos a merendar un poco. [266]

     Don Anselmo la miró, vio las cosas que trajo, igual que cuando él nos invitó aquella tarde en su casa, claro, que en miniatura. Pero el cura, un hombre inteligente y perspicaz supo valorar el sacrificio de Antonia para agasajarle. Se sentó y yo me acerqué a la mesa. El cura observaba a Antonia como queriendo adivinar su estado de ánimo; pero ella estaba tranquila, como si nada hubiera pasado. Y los cuatro comimos entre sonrisas, con alegría.

     Al final, se levantó y me tendió la mano. Miré aquella mano tendida hacia mí con extrañeza, incrédulo de que el hombre más importante del pueblo me diera la mano a mí, a un destripaterrones. Me limpié las manos en el pantalón por temor a mancharle y la estreché con mis dos manos, emocionado. Las quise besar, pero él hizo fuerza para evitarlo. Después acarició las mejillas de Antonia, sonriente, con un guiño de tranquilidad. Dio la mano a Rafael, pero éste la rechazó y le dio un abrazo fuerte, prolongado.

     Adiós, Rafael. Que Dios te bendiga. [268]



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- XVII -

La despedida

     A las ocho de la tarde fui a la casa de Mari Pepa, como me había dicho Teresa. ¡Qué guapa estaba la tía! Me pasó al cuarto de los sillones, donde ya estuve en la última ocasión. Tenía puesta la misma bata que entonces, pero abrochada hasta el cuello, recatada. No estaba maquillada, como entonces. Su rostro mostraba una palidez intensa y sus ojos tenían unas profundas ojeras. Pero, todo ello, en vez de restarle encanto, se lo daba.

     -Quiero pedirte un favor -me dijo tan pronto como me senté, y sin rodeos.

     -Usted dirá -dije yo comiéndomela con los ojos.

     -Rafael es un hombre bueno y trabajador. Mi marido y yo le habíamos cogido mucho afecto. Me imagino lo que va a padecer por esos mundos de Dios. Tengo unos ahorrillos y he pensado que nadie más que él los va a necesitar. Pero quiero que me prometas una cosa. Usa este dinero para hacerle la vida un poco más amable, pero no le digas jamás que yo te lo di, pues lo rechazaría.

     Me dio un pequeño envoltorio de papel atado con un cordón de seda rojo y me lo guardé en el bolsillo. [269]

     -Está bien; prometido. ¿Desea usted algo más de mí?

     -Sí. Me gustaría pedirte otro favor.

     -Todos lo que usted quiera.

     -Él te quiere mucho. He comprobado en el tiempo que has trabajado en esta casa, que eres un hermano para él.

     -También él lo es para mí.

     -Entonces, no te costará mucho lo que voy a pedirte.

     Me miro fijamente a los ojos y sentí un escalofrío en todo mi cuerpo. Tenía los ojos empañados por una lágrima que quería contener, y eso la hizo más bonita todavía.

     -No le dejes nunca, Sebastián; no le abandones nunca. Es un hombre bueno, pero está desesperado. Tiene un ideal que nunca podrá realizarse. Un ideal grande y noble, como es él. Pero, precisamente, por serlo, puede llevarle a la frustración, a la desesperación y tal vez a cosas peores. Y eso va a depender mucho de ti. Por eso te pido que no le abandones jamás. ¿Me lo prometes?

     -Eso no es necesario que se lo prometa. Sólo él me ha querido en la vida. En él me refugio y él es mi salvación. Si no fuera por él ya me hubiese ahorcado. Sólo él ha dado sentido a mi vida. ¿Cómo cree usted que le voy a abandonar? El miedo que yo tengo es que me abandone él a mí.

     -Es tan hombre, que casi parece un niño, ¿verdad? ¡Un niño grande! Este mundo es demasiado pequeño para un corazón tan grande. Por eso necesitará a su lado siempre a un amigo fiel, un amigo leal, un hermano, un ángel de la guarda que le proteja y le bendiga -y de pronto se echó a llorar. Se había estado conteniendo, por si eso delataba sus sentimientos. Se levanto precipitadamente y me dijo: [270]

     -Vete, Sebastián. Que Dios os bendiga.

     Salí a la calle. Cuando entré aquella noche en su casa me pareció guapa, me encandilaba su belleza, pero he de confesar que lo que vi no era su cara, sino el recuerdo del ojo de una cerradura. Me avergoncé de pensar aquello cuando salí. Me maldije por ello. Aquella noche vi una mujer totalmente distinta. ¡Con cuánta ternura debió amar a Rafael! ¡Qué hermoso hubiese sido encontrar una mujer que me hubiese querido como ella quiso a Rafael!

     Pero a mí me tocó la china, como siempre. Por culpa de ella quedó embarazada mi novia y meses después se me presentó en Madrid con el paquete, y me tuve que casar por el sindicato de las prisas. ¡Vaya ganga de mujer que me tocó! Y es que yo soy el tío más desgraciado que ha parido madre.

*****

[271]

     A la mañana siguiente iniciamos el camino hacia el destierro. Antonia se había quedado en casa con el niño. Rafael no quiso que saliera a despedirle a la parada. Se dieron un fuerte abrazo largo y prolongado. Antonia lloraba, pero sin gemidos. Luego besó al niño. Era demasiado pequeño para hablarle como su padre lo había hecho con él. Me dio mucha envidia ver aquella escena; mucha envidia y mucha pena. Mi familia me despidió con una frialdad que me dolió más que la paliza que me habían dado en el casino. Mi novia hizo poco más o menos. Claro, que yo tenía una cara como un mapa; más bien como una berenjena: toda amoratada. Tal vez, por eso no encontró un sitio sano para darme un beso. Todo lo que hizo fue tocar mi mejilla con la suya, fría como un témpano.

     A las ocho de la mañana estábamos en la parada del autobús que nos llevaría hasta otro pueblo, por donde pasaba el tren. Todos los compañeros, que a esa hora deberían estar en la plaza esperando el jornal, estaban allí en la parada. Fue una despedida silenciosa, sin gritos, sin abrazos ni nada. Todos nos miraban en un silencio respetuoso y con cara de tristeza. Cuando el autobús arrancó, todos se quitaron la boina, como si fuera un entierro. En el fondo, el pueblo, para ellos era eso: un sepulcro donde se pudrían sus esperanzas. Nos envidiaban. Ellos seguirían allí, yendo cada mañana a la plaza a esperar un jornal; o irían por leña, o picón, o a hormigueros, o por cardillos, o por bellotas; todas aquellas penosas actividades que había que hacer para mal comer. Habían tenido una experiencia de lucha por los sellos y un líder que los condujo. Ahora quedaban a merced de las arbitrariedades de los caciques, que imponían su ley. [272]

     Una hora después estábamos subidos en un vagón de tercera. Rafael estaba en el pasillo mirando por la ventanilla. Yo me senté en mi asiento. Al meterme la mano en el bolsillo noté algo extraño. Lo saqué. Era el envoltorio que la noche anterior me había dado Mari Pepa. Yo sabía que era dinero, porque ella me lo había dicho, pero no lo había abierto. Desaté el nudo y quité el cordón. En el cordón iba sujeto un escapulario. Abrí el papel y vi el dinero: ¡Eran cinco mil pesetas!

     Miré a mi alrededor, por si alguien me observaba, y me lo metí todo de nuevo en el bolsillo precipitadamente.

     ¡Cinco mil pesetas! Aquello equivalía, teniendo en cuenta que los jornales de entonces eran de veinte pesetas, a diez meses de trabajo. Desde la noche anterior lo había llevado en el bolsillo, tan tranquilo. Pero cuando vi la cantidad que era me entró un nerviosismo y un miedo espantoso a perderlo o a que me lo robaran.

     Me lo metí de nuevo en el bolsillo, pero sin soltarlo de la mano, mirando con recelo a los que compartían los asientos de madera cercanos. Me saqué la mano y me lo metí en el bolsillo interior de la chaqueta. Al rato lo volví a sacar de allí y lo metí en otro bolsillo. Pero ningún sitio me parecía seguro. De buena gana se lo hubiese dado a Rafael y cargarle a él con el soponcio. Pero habría hecho demasiadas preguntas acerca de su procedencia, y si le decía la verdad, capaz hubiese sido de tirarlo. Así, que desistí. [273]

     De pronto se me vino una idea. Me levanté con sigilo mirando a mi alrededor y me metí en el retrete. Me aseguré que la puerta estuviera bien cerrada. Saqué el dinero, deshice el nudo del cordón, que llevaba un escapulario. Puse el dinero pegado al colgante y lo até firmemente. Volví a hacer un nudo con los dos cabos y me lo colgué al cuello ocultándolo bien bajo la camisa.

     Volví del aseo más tranquilo y me reuní con Rafael. Tenía la mirada fija en el exterior, pero no miraba el paisaje porque sus ojos estaban fijos, perdidos. Quise hablarle, decirle algo, conversar. Mas estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no quise distraerle. Su perfil desencajado y viril parecía una estatua: no pestañeaba siquiera.

     Me quedé mirando, como él, hacia fuera. Yo tampoco veía el paisaje, sólo las imágenes de mi perra vida desde niño, comiendo la carne enterrada cruda y casi putrefacta, recibiendo palizas de mi padre, de los amos, mi caída del carro cuando trabajaba siendo niño que me quedó un traumatismo para toda la vida. Y de mi agitada y desventurada vida al lado de Rafael, como si fuera su perro fiel, su lazarillo. A mí nunca me odiaron con la saña conque le odiaron a él, aunque por estar a su lado recibí más palos que una estera. A mí nadie me odió nunca; me trataron mucho peor: con indiferencia.

     Rafael fue muy odiado, pero también fue muy amado: su padre y su madre; Antonia; Senén, el cura; el tío Ambrosio, Mari Pepa; los compañeros, en fin. Vi muy de cerca el amor, el cariño, la ternura, pero de nada de eso gocé lo más mínimo. Estaba sediento y el agua la tenía cerca de mí, pero nunca la pude beber. Sólo palos, desprecios y humillaciones. [274]

     Estaba contento de ir a Madrid, de abandonar el pueblo para siempre; iba camino de mi meta soñada y eso era suficiente motivo para estar alegre. Sin embargo, aún no sé por qué, me eché a llorar.

     Apoyé la frente en el borde de la ventanilla, sobre mis brazos cruzados sobre ella. La amargura y el desconsuelo de mi llanto pronto cambiaron a unas lágrimas serenas de felicidad.

     Rafael, en silencio, acariciaba suavemente mis cabellos.



SE ACABÓ

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