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Paridad de Cervantes y don Quijote


Francisco Luis Bernárdez





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Cervantes tiene las espaldas muy anchas. Algo así he dicho más de una vez refiriéndome a la prodigiosa capacidad demostrada por el glorioso manco a lo largo de los siglos para resistir los elogios, las censuras, las biografías malévolas, las interpretaciones antojadizas y las descabelladas hipótesis que sobre él y sobre sus inmortales creaciones literarias han llovido desde la centuria decimoséptima. Pocos hombres en la historia del mundo han originado tantos y tan encontrados comentarios. Y ningún personaje de ninguna literatura dio lugar a tantas exégesis y explicaciones como el que nació de la pluma cervantina para asombrar a la humanidad con su humanidad desbordante. Si habéis tenido la curiosidad de examinar varias ediciones críticas del Quijote os habrá sorprendido sin duda el desacuerdo que existe entre quienes las hicieron. Cada comentarista contradice a los que te antecedieron en la consideración del libro incomparable. Cada escoliasta parece gozarse en poner de manifiesto la presunta sandez o la posible miopía de quienes redactaron, con anterioridad a él, los escolios al margen de tal o cual pasaje de la gran obra. Y al final el lector queda sumergido en la mayor perplejidad. Y Cervantes, con su paciencia inmortal, sonríe y sonríe, quizá por estar él en el secreto de lo que provoca tan continuo disentimiento; tal vez por saber él, no con instinto de novelista ahora, sino   -526-   con sabiduría de alma ascendida a la percepción eterna de la verdad, hasta dónde puede llegar la vanidad en nosotros. Todo se ha dicho y repetido acerca del genial escritor. Que si tuvo origen humilde, que si fue de buen linaje, que si llevó vida así o de este otro modo, que si fue feliz o desventurado como marido, que si había razón para ser (como fue) perseguido por la justicia, que si todo el proceso ha de ser mirado como una injusticia infame, que si esto o aquello o lo de más allá... ¿Y con respecto a su criatura máxima? ¿Qué no se ha dicho de ella? Que si don Quijote significa tal cosa o tal otra. Que si sus actos tienen esta intención o precisamente la contraria. Que si el conjunto de su conducta responde a tal concepción moral o a otra diametralmente distinta. Todo. Todo se ha expresado acerca del buen caballero, que allá arriba, y a pesar de la tristeza inmortal de ser divino en que vive envuelto, sonríe también, como su padre, o con más piedad aún, porque para eso fue él, desde el día ele su primera salida a la vida pública, la esencia misma de la bondad, de una bondad que aquí abajo necesariamente tenía y tiene que parecer locura rematada. También lo pareció, y a muchos todavía lo parece, la infinita caridad de quien, siglos antes, vino a la tierra para redimirnos de la maldad, del egoísmo y del error.

Don Quijote y Cervantes, pues, han sido vistos y considerados con los ojos más dispares y con los criterios más diferentes. He leído alguna vez algo en que se atribuía al maravilloso narrador móviles decididamente ocultistas en determinados lugares de su novela más famosa. Y como remate de inconcebibles hipótesis, he escuchado no hace mucho a quien decía que cierto episodio quijotesco tenía que ver con el asunto de la explotación del cinabrio en Almadén y era una sátira contra los reyes por la concesión que para   -527-   aquellos trabajos habían concedido a no sé quién. Un puro disparate, en fin. Un disparate que también divertirá, en los Campos Elíseos, al Caballero de la Triste Figura y a quien para siempre lo engendró. Ahora bien: todas estas son tesis más o menos aventuradas y más o menos disímiles, pero todas concuerdan en admitir, de manera tácita o expresa, la subordinación lógica del hijo al padre, del personaje al novelista, de la criatura a su creador, de don Quijote a Cervantes. Todas menos una, una que, por ser de quien es y por venir de quien viene, no puede ser desechada así como así, sino que merece un examen respetuoso y atento. Porque procede nada menos que de Unamuno.

Ya conocéis esa tesis. Es aquella que, con paradójico ingenio, empieza por atribuir más realidad a don Quijote que a su progenitor literario, y termina asegurando, casi, casi, que el héroe de Lepanto no debió percatarse muy bien de lo que hacía cuando estaba escribiendo el libro de los libros en la cárcel de Sevilla. La cosa, claro, es interesante. Hace pensar. Recordando aquello de que para decir la verdad hay que exagerar uno encuentra en estas exageraciones una ayuda a menudo muy útil y servicial, puesto que, con el desconcierto que al principio causan, obligan a no fiarse de tópicos y a observar con ojos nuevos y limpios aquello de que se trata. Obligan a sobreponerse a las ideas hechas. Lo que sin duda ha provocado la exageración de Unamuno en el caso particular de esta tesis suya ha sido el advertir que los cervantófilos españoles han dado siempre más importancia al autor que a la obra hecha por él. Han hablado más de las circunstancias biográficas de aquél que del sentido y alcance de ésta. Han puesto menos atención en el relato que en quien lo llevó a cabo, cosa que a mí, por mi parte, me ha extrañado en todo momento. Pero de eso no   -528-   tiene Cervantes la culpa sino quienes hacen profesión de conocerlo y comentarlo hasta la saciedad. El pecado es de los eruditos, generalmente cortos de vista si de lo que se trata es de indagar en los textos algo más que la corteza literal.

Esto es verdad. Hasta Unamuno ningún español que yo sepa vio a don Quijote en su realidad circunscripta de personaje independiente de su autor, en su virtud de criatura autónoma, con su propia vida, con su destino particular. Al famoso libro en que el autor de Paz en la Guerra consignó las consecuencias de su contemplación trascendental, Teixeira de Pascoaes solía llamarle, con acierto, el Nuevo Testamento del Quijote, porque él revela cabalmente el sentido del personaje y de sus actos, porque en él se cumplen las profecías. Pero de ahí a admitir como válida la afirmación de que Cervantes está menos vivo que su criatura, y que el creador de ella no sabía de modo claro lo que hacía cuando la engendraba, hay una distancia sideral. Si Cervantes escribió el Quijote fue porque, por lo menos, era igual a él en grandeza y en vitalidad de existencia. El fruto se conoce por el árbol, y el árbol por el fruto. No, no estaba en lo justo el gran don Miguel, el de Salamanca y no el de Alcalá, cuando para dar más vida al hijo se la negaba al padre. A tal semilla tal flor. Ni Cervantes es más ni don Quijote es menos. Ni viceversa. Tanto vale el uno como el otro. Porque don Quijote y Cervantes son un ente indivisible e indisoluble. Poseen la misma vida y la misma realidad, y se confunden en la perennidad de la misma gloria.

Francisco Luis Bernárdez

Madrid, septiembre de 1959.





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