Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Partir a tiempo

Comedia en un acto y en prosa

Mariano José de Larra



PERSONAJES
 

 
DON COSME GONZÁLEZ,   comerciante.
DOÑA ANA,   su mujer.
CARLOS,    su sobrino.
ISABEL,    su sobrina.
EL VIZCONDE DE MIRALTA
RODRÍGUEZ,    dependiente de don Cosme.
 

La escena se figura pasar en Madrid en casa de DON COSME.

 




ArribaActo único

 

El teatro representa un salón; puerta en el fondo. A la derecha del actor la puerta de la habitación de DOÑA ANA, a la izquierda la del despacho de DON COSME: una mesa junto a la puerta de la derecha.

 

imagen


Escena I

 

ISABEL, junto a la mesa; DON COSME, en pie, dando unas letras a un criado.

 

COSME.-  Dos mil... cuatro mil... ocho mil... doce mil... en letras, y seis mil en oro... Lleva estos dieciocho mil reales a don Jorge, mi cajero... son los fondos para su viaje.  (Sale RODRÍGUEZ.) 

ISABEL.-  Al fin se va... ¡pobrecillo...! ¡Recién casado...!

COSME.-  Sí, sobrina mía... si no dispones otra cosa, hoy mismo a las cuatro camino de Cádiz... y de allí a la Habana. ¿Qué haces tú ahí?

ISABEL.-  Estoy repasando mi lección de italiano.

COSME.-  ¡Pues! De italiano..., ¿para qué sirve eso? Si fuera de castellano... vaya... y aun eso... aquí estoy yo... que en mi vida he abierto un libro, a no ser de caja. Y sin embargo, no por eso he dejado de hacer pesetas... digo... me parece que he hecho una pacotilla muy decente, pues empecé sin nada.

ISABEL.-  ¿Decente? Considerable... ¿y no tenía usted nada?

COSME.-  ¡Oh! Aquellos eran otros tiempos; todavía me parece que me estoy viendo en Sevilla de mancebo de una tienda. ¡Qué calor, hombre, en aquel Sevilla! Bien que entonces no necesitaba yo mucho para que se me calentasen los cascos.

ISABEL.-  Dicen que los ha tenido usted muy ligeros, querido tío.

COSME.-  Un poco, querida. Y las manos listas. Eso es todo lo que me ha quedado de mis juventudes. Por fortuna, ahora todos me obedecen. «Señor don Cosme, por arriba; señor don Cosme, por abajo.» ¡Ya se ve! A fuerza de vender por cuenta de otros he llegado a vender por mi cuenta. El aguardiente sobre todo es el que me ha hecho hombre. Hasta que me cansé y dije: «Basta de comercio. Negociante, girante de letras, especulador en grande, empresario.» No siendo de teatros, se entiende. Ese es mal comercio. Quiebra segura. El público consume más aguardiente que comedias. Me he hecho de oro, y me parece que no empleo mal mis riquezas.

ISABEL.-  Seguramente. Ha ayudado usted a sus parientes.

COSME.-  ¡Ah! Por desgracia ya quedan pocos. Ya no tenía más que a ti y a tu primo Carlos; los tres no bastábamos a consumir tanto. Entonces los amigos me dijeron: «González, cásate»; los amigos siempre aconsejan estas cosas. Doy en pensarlo, y al cabo un día veo a una muchacha. ¡Voto va! «Ésta, dije para mí, ésta.» Por desgracia era la hija de una condesa... familia interminable, la más encopetada que se paseaba por el Prado.

ISABEL.-  Era cosa de desesperarse.

COSME.-  Yo lo creo; pero de allí a poco averiguo que era una casa arruinada, el padre emigrado, perseguido, ya se ve, liberal... el año veinticinco, confiscado por Calomarde. «Ánimo, dije yo. Ésta es la mía. Hable el dinero.» Y habló: toma si habló, mejor que un procurador. Se discutió mi petición, y resultó algo de la discusión, porque de allí a poco nos casamos. Entonces conocí lo que valía el dinero. Abrí mi caja, y contemplando por un lado mi mujer, por otro mis doblones: «¡Viva el presupuesto!», exclamé. Otros se andan rompiendo los cascos para encontrar la felicidad; yo eché por el atajo, la compré. Sí, señor; la muchacha más bonita y más amable de Madrid.

ISABEL.-  Sí por cierto.

COSME.-  ¿No es verdad? ¡Qué talento, hombre! Y luego ha tenido la bondad de amarme y hacerme feliz. Sólo una cosa me incomodaba al principio. Yo no había de votar, no había de jurar, no había de decir diferiencia sino diferencia. ¡Vea usted ahora! ¿No soy yo el que hablo? ¿No tengo dinero? Y si alguna vez se me escapaba alguna de esas tonterías, ya tenía encima a mi mujer, y a todos esos señorones que la visitan; ¡qué risas! ¡Qué algazara! ¡Por vida de...!

ISABEL.-  ¡Tío!

COSME.-  No tengas miedo; ahora no está mi mujer aquí. Déjame desahogar siquiera un rato por la mañana. A mis solas. Así es que he llegado a aborrecer a todos esos marqueses y señoritos que hablan pulido, monadas.

ISABEL.-  Sin embargo, querido tío, ¡los hay tan amables!

COSME.-  ¡Hola! ¿Tú también? Ya se ve, el baile, y el piano, y la cavatina, y el italiano, ¡voto va...! Pues si te caso, descuida, que no ha de ser.

ISABEL.-  ¿Qué dice usted?



Escena II

 

Dichos; RODRÍGUEZ, saliendo de la habitación de DOÑA ANA.

 

RODRÍGUEZ.-  La señora pregunta por la señorita...

ISABEL.-  ¡Ay! Y yo me estoy aquí charlando.

COSME.-  ¿Qué importa? Espérate.

ISABEL.-  Bien quisiera, pero me estará aguardando mi tía para darme lección; es tan buena... ella misma se ha encargado de mi educación. Cuando me hizo usted venir a Madrid, yo no sabía nada; era tan torpe... ¡Todo el mundo se reía de mí! No decía más que tonterías.

COSME.-  Pues así te quería yo... podíamos hablar al menos, y nos entendíamos.

ISABEL.-  Sí; pero ya ve usted, ¿quién se hubiera querido casar conmigo? Mi tía me dice siempre que en el matrimonio no hay felicidad posible cuando uno de los dos consortes tiene que avergonzarse del otro... y como ya en el día en la sociedad todo el mundo tiene buena educación...

COSME.-  ¿Quieres dejarme en paz? ¡Oiga! ¡Pobrecilla! Pues no cree que va a encontrar un marido en la lección de geografía y de historia... ¡Teniendo dote! Esto no es cuento: esta es la verdadera historia, la historia de España de ahora y la de siempre, y la de todos los países. Pero haz lo que quieras. Me has hecho hablar más que un ministro, y tengo sed. ¡Rodríguez! Dame una copa de aguardiente.  (ISABEL hace una seña a RODRÍGUEZ.)  ¿Qué es eso? ¿No has oído?

ISABEL.-  Pero, tío, ¿no se acuerda usted de que el médico le ha prohibido a usted...?

COSME.-  El médico, el médico... ese es otro... que me quiere educar a mí también. Empeñados todos en que tengo la misma enfermedad que mi padre: ¡mentira! Mi padre no tenía un cuarto: por fuerza se había de morir. ¡Una campanilla! Tu tía llama.

ISABEL.-  Voy, voy.

COSME.-  Oyes, no vayas a decirle una palabra de lo que ha dicho el médico; se asustaría.

ISABEL.-  Bien, tío.  (Vase.) 

COSME.-  Y no me dejaría beber más que vino mezclado con agua, y pardiez que eso es echar a perder dos cosas buenas. A ver, tú... echa ahí, echa; esta vida se ha de pasar a tragos.  (Apurando la copa.)  ¿Qué tal?

RODRÍGUEZ.-  Esa es filosofía.

COSME.-  Es la verdadera. Bruto, toma tú, y ayúdame.

RODRÍGUEZ.-  ¡Yo, señor!

COSME.-  ¡Vamos! Lo mando yo. Así. A tu salud.

RODRÍGUEZ.-  A la de usted. (Éste es todo un amo: llano, sin etiquetas. El pan, pan, y el vino, vino.)



Escena III

 

Dichos, el VIZCONDE, y después CARLOS.

 

VIZCONDE.-   (Al paño.)  Vamos, sube... si me has de presentar.

COSME.-   (Apurando la copa.)  ¿Qué es eso?

VIZCONDE.-  A ver.  (A DON COSME.)  ¿Está su ama de usted visible?

COSME.-  ¡Mi ama!

VIZCONDE.-  Sí; mi señora doña Ana... anúncieme usted.

COSME.-   (Furioso.)  ¡Que le anuncie!

CARLOS.-   (Entrando.)  ¡Buenos días, querido tío!

VIZCONDE.-   (Asombrado.)  (¡Su tío! ¡Qué diantres he hecho yo...!)

CARLOS.-   (Presentando su tío al VIZCONDE.)  Don Cosme González.  (A su tío.)  El señor vizconde de Miralta.

COSME.-  Pues, un vizconde; ya me lo podía yo haber figurado.

CARLOS.-  Ha conocido este verano pasado a mi tía y a mi prima en los baños de Sacedón.

VIZCONDE.-  Donde he tenido la fortuna de prestar algunos servicios de poca entidad a esas señoras.

COSME.-  Cierto; mi mujer me lo escribió.

VIZCONDE.-  Y a mi vuelta he recibido un convite, de que vengo a darle las más expresivas gracias.

COSME.-  Siendo gusto de mi mujer...  (A CARLOS.)  ¿Dónde diablos vas tú a buscar esos conocimientos?

CARLOS.-  Es un amigo antiguo... un compañero del colegio de San Mateo.

COSME.-  (¿Sí, eh...? es lástima que sea vizconde. ¡Pobrecillo!) Siendo amigo de mi sobrino, caballero, siempre seréis bien recibido; ¿quiere usted tomar alguna cosa?, ¿una copita de aguardiente? ¡Vaya! Anímese usted.

VIZCONDE.-   (Riendo.)  (¡Esto es magnífico! Me convida a echar el aguardiente.)

CARLOS.-   (Bajo a DON COSME.)  Tío... esas cosas no se hacen.

COSME.-  ¿Eh? ¡Vaya! Pues, Rodríguez, llévate eso. Pido a usted mil perdones, caballero, por mi atención; le dejo a usted con mi sobrino; está usted en su casa; Carlos es mi hijo, o lo mismo que si lo fuera.

CARLOS.-  ¡Querido tío!

COSME.-  Y eso que ahora nos tiene abandonados; esto es un sentimiento ciertamente para todos.

CARLOS.-  ¡Oh!

COSME.-  Además, está triste; está muy mudado.

CARLOS.-   (Esforzando una sonrisa.)  No, tío mío.

COSME.-  ¿Pues qué, eso no se ve?

VIZCONDE.-  Dice bien el señor; ayer en la ópera, por ejemplo, tenías un aire tan abatido... creí que estabas malo. ¿Qué diablos tienes?

CARLOS.-  Había trabajado demasiado.

COSME.-  Muy mal hecho: las matemáticas van a acabar con él. Tiene demasiado juicio. Yo le quisiera más calavera. Usted podía ponérmelo al corriente, señor vizconde. ¿Te hace falta dinero? ¿Quieres algo? Aguarda... triste y en la ópera... ¡voto va! Hay por allí alguna... apostaría...

CARLOS.-  ¡Tío!

COSME.-  Cierto que eso es cuenta tuya. No digo más palabra. Voy a avisar a mi mujer: la diré que hay aquí un vizconde que quiere verla. Aun así, Dios sabe si estará visible, porque hace algún tiempo que anda mala también, y taciturna, y... Servidor de usted.  (Vase.) 



Escena IV

 

CARLOS, el VIZCONDE.

 

VIZCONDE.-  ¿Conque este es don Cosme González, ese negociante tan rico, tan considerado, y de quien me ha hecho su mujer tantos elogios?

CARLOS.-  El mismo. Es un señor excelente, a quien lo debo todo, mi existencia, mi educación. Daría la vida por él.

VIZCONDE.-  ¡Oh! Lo sé; no se me ha olvidado todavía aquel lance que tuviste en una ocasión con un caballerete insolente que quiso burlarse de él, y quedó suficientemente escarmentado. Pero cuando me recuerdo de su mujer, cuyo buen tono y distinguidos modales...

CARLOS.-  ¡Ah! Eso es lo menos en ella; fuera imposible encontrar reunidos más virtud y más juicio. Casada por orden de sus padres, cuyo bienestar aseguraba este enlace, con un hombre cuyo género de vida y cuya educación no podían simpatizar nunca con ella, no desconoció los inconvenientes de su posición. Pero ha sabido triunfar de ella, y donde otra hubiera visto tan sólo un deber, ella ha sabido encontrar la felicidad.

VIZCONDE.-  ¿De veras?

CARLOS.-  Podrán hacerla sufrir las aprensiones de su marido, pero tiene bastante talento para no sonrojarse; ella le protege con su dignidad, le ennoblece a los ojos del mundo; en una palabra, le estima tanto, que obliga a los demás a imitarle, y estimarle también. Esa es la sociedad, la mujer es la que hace al marido respetable o ridículo.

VIZCONDE.-  ¿Es decir que le quiere?

CARLOS.-  Sin duda, porque sabe muy bien sus deberes.

VIZCONDE.-  ¿Y crees que sea feliz?

CARLOS.-  Eso sólo Dios lo sabe, pero al menos parece serlo; tal vez lo será también. Yo bien sé que mi tío es a veces impaciente, colérico, pronto; es el hombre del pueblo, de la naturaleza, con todos sus arrebatos generosos y todos sus defectos de educación; pero es tan bueno para su mujer... la quiere tanto... ¡Oh! Sí, indudablemente es un matrimonio feliz. Por otra parte ella posee un encanto inexplicable que comunica su felicidad a cuantos la rodean.

VIZCONDE.-  ¿A quién se lo dices? Este verano he pasado tres meses a su lado, y te confieso que he estado a dos dedos de perder la cabeza.

CARLOS.-  ¿Eh? ¿De veras?

VIZCONDE.-  Y bien, ¿qué te da? ¿Quieres impedir que guste tu tía? Trabajo te mando; ni era yo el único: cuantos jóvenes había en Sacedón le hicieron la corte. Por lo que hace a mí, más ducho que otros en esos negocios, conocí desde luego que era tiempo perdido y toqué retirada.

CARLOS.-   (Cogiéndole la mano.)  ¡Querido vizconde!

VIZCONDE.-   (Riéndose.)  Parece que me lo agradeces. Pues, amigo, no fue virtud. Pero ella no echó en saco roto la delicadeza de mi conducta; me granjeé su amistad, y esto era ya pagarme acaso con usura: y yo, por otra parte, en vez de una pasión loca que me hubiera hecho culpable o desgraciado, he encontrado en otra ese amor puro y verdadero, nunca perturbado por los remordimientos, nunca emponzoñado por el temor; amor que hará en lo sucesivo la felicidad de mi vida; en una palabra, quiero casarme.

CARLOS.-  ¿Tú? Te felicito, y aun más a la elegida.

VIZCONDE.-  Pues la conoces.

CARLOS.-  ¡Yo!

VIZCONDE.-  Sí; y acaso no te hago esta confianza sino con miras interesadas. Hace dos años encontré en algunas sociedades a una joven bella como un sol, pero sin educación, sin... desconocía enteramente los usos del mundo; era casi un objeto ridículo; yo era el único que, no sé por qué, la había defendido algunas veces... a lo mejor desapareció; de entonces acá apenas me había vuelto a acordar de ella, cuando este año la vuelvo a ver en los baños... figúrate, amigo mío, la gracia, la elegancia personificadas, y, sin haber perdido su primitiva sencillez y candor, un entendimiento claro, cultivado. Dos años de educación esmerada y de estudio habían llevado a cabo este prodigio; y, lo que más me ha llegado al corazón, es que se me ha figurado que el deseo de parecerme bien ha tenido alguna parte... no lo puedo dudar.

CARLOS.-  ¿Es posible?

VIZCONDE.-  Sí; eso, y la bondad, el esmero de tu tía...

CARLOS.-  ¿Es mi prima? ¿Isabel?

VIZCONDE.-  La misma.

CARLOS.-  ¿Y piensas en casarte con ella? Tú, joven, rico, de ilustre cuna.

VIZCONDE.-  ¿Y porqué no?

CARLOS.-  ¡Ah! Querido vizconde, nunca me hubiera atrevido a desearle a mi prima un enlace tan ventajoso. Debo, sin embargo, franquearme contigo. Mi tío, a quien el trabajo y el comercio han elevado a una fortuna colosal; mi tío, que es en el día uno de los primeros negociantes de Madrid, ha empezado su carrera por ser en Sevilla mozo de una tienda, y nada más.

VIZCONDE.-  No lo sabía, y ahora no me perdonaré nunca de haberme reído de él: para empezar de ese modo y acabar así, es preciso algún mérito indudablemente. En adelante le respetaré.

CARLOS.-  ¿Esa circunstancia no altera tu resolución?

VIZCONDE.-  ¿Te chanceas? ¿No somos compañeros? ¿No hemos estudiado juntos?

CARLOS.-  Pero tu familia acaso...

VIZCONDE.-  Mi familia piensa como yo. En el día, amigo mío, el comercio, la industria, la riqueza, el talento, la cuna, todas son aristocracias; se dan la mano... ¿Quién gobernará mañana, quién mandará? Un grande, un procurador, tú, yo, si nuestro talento nos da aptitud: en el día no hay más que dos clases en la sociedad: los que tienen educación y los que no la tienen; esos son los únicos enlaces desiguales, esos son los desgraciados. Por consiguiente, y gracias al mérito que se ha sabido crear tu prima, no estamos en ese caso, y aquí me tienes con mi pretensión, que traía escrita por más señas.

CARLOS.-  ¡Querido amigo!

VIZCONDE.-  Espero que mi ejemplo te anime, y que lanzarás lejos de ti esas ideas melancólicas y sombrías... haz, como yo, una buena elección y una buena boda. Eso te distraerá.

CARLOS.-  ¿Yo? ¡Qué diferencia! Es imposible...  (Suspirando.)  No hay felicidad para mí.

VIZCONDE.-  ¿Y por qué?

CARLOS.-  ¡Ah! Si supieses... si yo pudiera confesarte... ¡Silencio!  (Mirando a la puerta.)  Aquí tienes a mi familia... te dejo con ella.



Escena V

 

DON COSME, DOÑA ANA, el VIZCONDE, CARLOS.

 

ANA.-  Mil perdones, vizconde; le he hecho a usted aguardar... no esperaba visitas tan temprano...

VIZCONDE.-  Efectivamente; yo soy el que debo disculparme...

ANA.-  Todo lo contrario: nos trata usted como amigos. Mi esposo me lo decía ahora mismo: debemos estar agradecidos...

VIZCONDE.-  ¡Señor...!

COSME.-  Usted es muy amable. (Es mucha mujer; ella me hace decir siempre mil lindezas, sin que a mí me cueste trabajo pensarlas.)

ANA.-   (Viendo a CARLOS, que ha cogido su sombrero.)  Adiós, Carlos; ayer te esperábamos para comer, y no viniste; nos tuviste con cuidado.

CARLOS.-  ¡Querida tía!

COSME.-  ¿No te lo decía yo?  (A CARLOS.)  Maldito si yo te entiendo jamás. Lo mismo que por la noche: yo contaba contigo para que la acompañases al baile... y nada.

CARLOS.-  Me fue imposible.

COSME.-  ¡Imposible! Y poco después doy el brazo a mi mujer, que iba hecha un cielo por cierto, y me veo al caballerito a diez pasos de nosotros en medio de la calle, con el agua que caía, viéndola subir al coche. ¿Y todo para qué? Para irse luego con el señor vizconde a suspirar y gemir a la ópera.

CARLOS.-  No lo creáis.

ANA.-  Y aun cuando eso fuese...  (Esforzando una sonrisa.)  ¿qué habría de malo? ¿Me crees tan severa por ventura? Carlos, en siendo tú feliz, no deseo yo otra cosa. Esas son cuentas  (Señalando al VIZCONDE.)  por consiguiente del señor; ahora, en teniendo penas, las reclamo; tengo derecho a ser tu confidenta; este es el privilegio de las tías, no sirven para otra cosa.

CARLOS.-  ¡Señora!

COSME.-  Así, así; ¡si has de ser el hijo de la casa!, en atención a que yo no he tenido ninguno de mi mujer, lo cual no es culpa mía.

ANA.-  ¡Cosme!

COSME.-  Lo digo, porque pudiera creerse.

ANA.-   (Apresurándose a interrumpirle.)  Vizconde, ¿nos hará usted el favor de comer hoy con nosotros?

VIZCONDE.-  Señora, será para mí una felicidad.

COSME.-  Bueno, e irán ustedes hoy al teatro. Supongo, Carlos, que hoy acompañarás a tu tía.

ANA.-  Acaso tendría más gusto en ir a la ópera; yo no voy a la ópera esta noche.

CARLOS.-  Seguramente no lo cree usted como lo dice.

COSME.-  Me alegro, porque en la ópera... francamente, me duermo.

ANA.-  Carlos, ¿quieres decir que vayan por un palco?

CARLOS.-  Iré yo mismo, si usted gusta.

VIZCONDE.-  Abajo tengo mi coche; puedo llevarte.

CARLOS.-   (Bajo al VIZCONDE.)  ¿Y tu pretensión?

VIZCONDE.-   (Id. a CARLOS.) No me atrevo delante de tu tío.

imagen

CARLOS.-  Vamos, pues.

VIZCONDE.-   (A DOÑA ANA.)  Creyendo que no estaría usted visible tan temprano, me había tomado, señora, la libertad de escribir a usted...

COSME.-  ¿Eh?

VIZCONDE.-  Y a usted, señor don Cosme, acerca de un asunto que me interesa sobremanera.

COSME.-  ¿Asunto para mí?

VIZCONDE.-  Quiero, pues, dejar a ustedes en libertad para que lo piensen detenidamente. Ahí está; a mi vuelta sabré la respuesta. Vamos.



Escena VI

 

DOÑA ANA, DON COSME.

 

ANA.-  ¿Qué significa esto?

COSME.-  Para ti es el sobre: no acostumbro a leer las cartas de mi mujer; dicen que es malo.

ANA.-   (Con alegría.)  ¿Qué es esto? ¿Quién hubiera imaginado? Pide la mano de Isabel.

COSME.-   (De mal humor.)  ¡Oiga!

ANA.-   (Asombrada.)  ¿No te llena de gozo como a mí la idea de un enlace tan ventajoso?

COSME.-  ¡Maldito!

ANA.-  ¿Y por qué?

COSME.-  No te diré que tengo antipatía a los señores; esto sería una necedad, porque al fin un hombre vale siempre tanto como otro hombre. En todas las clases hay hombres de mérito; y, en resumidas cuentas, no es culpa suya si es vizconde; pero sí te dirá que mi sobrina puede contar con un dote de veinticinco mil duros lo menos, que le tengo apartado; y ¡pardiez!, que no me he tomado yo el trabajo de atesorarlos para enriquecer a un extraño.

ANA.-  Es que el vizconde es rico.

COSME.-  Él u otro, ¿qué más me da? No es uno de los míos, y yo quiero que lo que he ganado con el sudor de mi frente no salga de la familia; es suyo, les pertenece, y lo tendrán. No conozco más que un marido que pueda convenirle a Isabel: Carlos, mi sobrino.

ANA.-  ¿Carlos?

COSME.-  ¿Dónde hay un muchacho más honrado, de mejor índole, más juicioso, más valiente? ¡No quieres que dé Isabel a mi sobrino!

ANA.-  Sí, esposo mío, sí; me parece muy natural, (¡pobre Carlos!), pero...

COSME.-  Pero, pero... ¿qué diablos de objeciones me vas a hacer? ¡Es posible que en quedándonos solos siempre has de hacer la oposición! Sólo delante de gentes eres ministerial. Pues, no hay más; ese ha sido siempre mi plan, y si no te lo he dicho antes, es porque hace tiempo que he notado una cosa que me aflige por cierto.

ANA.-  ¿Qué cosa?

COSME.-  Tú sabes cuánto quiero a Carlos; es mi consuelo, mi apoyo; después de ti, es la persona que más quiero en el mundo. Ya se ve, como tú eres buena y amable, le quieres porque yo le quiero, por darme gusto, pero no es eso lo que yo quisiera.

ANA.-  ¿Qué dices?

COSME.-  En una palabra, te cuesta trabajo; ¡no parece sino que tienes miedo de agasajarle, de manifestarle cariño! A veces le tratas con cumplimiento, y aun a veces mal; sí, señor, mal.

ANA.-  ¡Yo!

COSME.-  Te lo probaré; por ejemplo, no pudiendo yo abandonar mi casa y mis negocios, deseaba que él te hubiese acompañado en tu viaje; tú preferiste ir sola con tu sobrina y una doncella. Yo no te quise contradecir, pero fue para mí un sentimiento, y para él también.

ANA.-  ¿Para él?

COSME.-  ¡Voto va! Él no gasta parola; no dice frases, no dice nada; pero allá en sus adentros ya sé yo que nos quiere... a los dos. Mientras yo he estado malo, él se ha puesto a dirigir la casa; y ¡pardiez!, aunque no era esa su carrera, lo hacía mejor que yo; mejor: al cabo tiene sobre mí la ventaja de la poca edad, de la actividad... ¡y qué celo! Pues ¿y para contigo? No digo nada. Siempre a tus órdenes: se dejaría él matar por alcanzarte un billete para la ópera o para un baile. Y eso, eso es lo que necesitamos para ser felices; eso vale algo más que un extraño, que un desconocido. Está resuelto; y, supuesto que hemos hablado de esto, hoy mismo es preciso que empieces a darle a conocer nuestros planes.

ANA.-   (Turbada.)  ¡Yo!

COSME.-  Tú. ¿Quién mejor...? Él no se opone nunca a tus deseos; a ti te será más fácil que a nadie persuadirle.

ANA.-   (Turbada.)  Probaré al menos.

COSME.-  Es preciso; si no creeré que tienes un interés decidido en proteger al vizconde.

ANA.-  ¿Pudieras creer...?

COSME.-  ¡Oh! Sí; tú siempre te has inclinado a los señores; ya se ve, la cabra tira al monte. Pero yo, que no tengo nada que ver con ellos...

ANA.-  ¡Esposo mío!



Escena VII

 

Dichos; CARLOS, pensativo, y hacia el fondo.

 

COSME.-  Ahí le tienes; siempre pensativo, siempre triste. ¿Qué diablos tiene? Carlos...

CARLOS.-   (Volviendo en sí.)  ¡Ah! Tío.

COSME.-  Acércate; tu tía tiene que hablarte.

CARLOS.-   (Con viveza.)  ¿De veras? Aquí estoy.

COSME.-   (Sonriéndose.)  ¡Hola! Parece que eso te ha sacado de tu letargo. Yo tengo que dar algunas instrucciones a mi cajero, que marcha dentro de poco.

CARLOS.-  Lo sé. Para esa empresa que piensa usted establecer en la Habana.

COSME.-  Precisamente.

CARLOS.-  Bonita especulación; bien manejada sobre todo.

COSME.-  Así lo espero. Pero tengo entre manos otro proyecto por acá que me interesa más... aquí nos estábamos ocupando de él... pienso en tu porvenir, en tu felicidad. Mi mujer te contará. Ahí te quedas, pues, charlen ustedes.  (Vase.) 



Escena VIII

 

DOÑA ANA; CARLOS, asombrado y siguiendo con los ojos a su tío.

 

CARLOS.-  ¿Qué tiene mi tío?

ANA.-  ¿Qué tiene? Carlos, quiere casarte.

CARLOS.-  ¡Ah! ¿Eso llama él mi felicidad? Espero que no tratarán de hacerme feliz a pesar mío, y como yo no he de consentir...

ANA.-  ¿Cómo? ¿Sin conocer a la que te destinan?

CARLOS.-   (Amargamente.)  No dudo que será rica, joven, amable; en una palabra, perfecta. Pero, sea quien fuere, desde ahora rehúso todo partido. Ni amor, ni matrimonio... jamás. Bien estoy así.

ANA.-  ¡Tan feliz eres!

CARLOS.-  ¿Feliz yo? Soy el más desdichado de todos los hombres.

ANA.-   (Con viveza.)  ¿Por qué?

CARLOS.-  Ni lo sé. Una fiebre lenta me consume y me mata; sin esperanza, sin porvenir, esta vida, que empiezo ahora a recorrer me parece acabada para mí.

ANA.-  ¿Quién, sin embargo, pudiera tener esperanzas más lisonjeras? Estimado, querido de todos, la fortuna te llama... la gloria acaso, los honores.

CARLOS.-  ¡Gloria! ¡Honores! ¿Y para qué? ¿A quién puedo ofrecer esos bienes? ¿Quién se interesa por mí?

ANA.-  ¿Quién? ¿Nosotros, Carlos, no somos nadie, tus parientes, tus amigos?

CARLOS.-  Sí; yo lo sé, todos ustedes me quieren...

ANA.-  Pues, si lo sabes, ¿por qué hablar así? No me toca a mí, lo sé, aconsejarte. Pero si mi edad me priva de ese derecho, mi cariño, acaso, me le da. Vamos a ver; confíamelo todo; soy tu tía, tu amiga.

CARLOS.-  Bien... sí... su confianza de usted obliga la mía. Usted sola conocerá mi situación. Amo, pero sin esperanza de ser amado, más, sin querer serlo jamás; porque si lo fuese huiría al fin del mundo.

ANA.-  ¡Insensato! ¿Has podido dar entrada en tu corazón a una pasión culpable?

CARLOS.-  ¿Culpable? ¿Quién lo ha dicho?

ANA.-  Las penas que sufres, porque un amor puro y legítimo no proporciona más que felicidades. Pero vuelve en ti, reflexiona adónde puede conducirte un amor semejante.

CARLOS.-  ¡Ah! Nunca ha amado usted cuando me hace esa reflexión: ¿adónde puede conducirme? A amar, a sufrir, y esos tormentos mismos constituyen la felicidad de mi existencia. Lejos de evitarlos, los busco, los deseo, y, últimamente, mi tío lo ignora: me habían ofrecido un destino, un buen destino, lo he rehusado; era preciso alejarme de ella, era forzoso salir de Madrid.

ANA.-   (Conmovida.)  ¡Ah! ¿Está en Madrid?

CARLOS.-  ¡En Madrid!

ANA.-  ¿Y no has pensado nunca en su tranquilidad, que podías perturbar... en su vida, que podías llenar de amargura...?

CARLOS.-  ¡Ah! Señora, si ese amor tan dulce a la par y tan cruel pudiese alterar su tranquilidad... si yo pudiese creerlo... Es imposible, su virtud la coloca sobre mí, y a Dios gracias, yo soy solo el desgraciado.

ANA.-  Si lo eres, es porque quieres, porque te entregas sin defensa al peligro, en lugar de huir de él, o de arrostrarle. Yo no soy más que una mujer, y harto débil sin duda, pero si algún día, por mi desgracia, tuviese que luchar con sentimientos semejantes a los tuyos, lejos de ceder a ellos cobardemente, moriría, tal vez, pero triunfaría. ¿Tendrás tú menos valor? ¿Tendré que darte yo lecciones de valor y de energía? Vamos, Carlos, amigo mío, créeme; no hay sentimiento, por profundo que sea, que la razón no pueda subyugar, ¡ni desgracia tan grande que no pueda soportar y vencer nuestro corazón! Yo te ofrezco mi apoyo, mi auxilio, y, si eres lo que creo, si eres digno de mi aprecio, tú seguirás mis consejos.

CARLOS.-  Bien. Hable usted.

ANA.-  Tu tío quiere casarte con Isabel.

CARLOS.-  ¿Isabel, mi prima? Imposible; la quiere otro, el vizconde mi amigo.

ANA.-  Es preciso persuadírselo a tu tío.

CARLOS.-  Lo haré.

ANA.-  Otros partidos habrá.

CARLOS.-  Jamás para mí: lo he jurado. Nada espero de la que amo, pero le conservaré siempre entero este amor, que ella ignora, y unos juramentos que no ha recibido.

ANA.-  Enhorabuena. Hay otro medio que asegurará tu tranquilidad, y la suya tal vez... ese destino que te han ofrecido, y que te aleja de Madrid, es preciso aceptarle.

CARLOS.-  ¿Privarme de su presencia? ¡De mi felicidad! ¿Qué le he hecho yo a usted para que me dé un consejo de esa especie?

ANA.-  Sin embargo, es preciso seguirle; sólo así puedes conservar mi amistad: elige.

CARLOS.-  Jamás.

ANA.-  Caballero, le creí a usted digno de mis consejos, le dejo a usted abandonado a sí mismo; nada tengo que decirle.  (CARLOS se aleja, echa una mirada al salir a DOÑA ANA, que no le mira; suspira y sale.)  ¡Ah, qué mal proceder!



Escena IX

 

DOÑA ANA.

 

DOÑA ANA.-  ¿Por qué me inquieta su partida? Desterremos para siempre su memoria: quiero, sí:  (Se sienta.)  no puedo... presente le temo; ausente, le echo menos, al verle me sonrojo, su nombre me hace temblar. Sin embargo, nunca me ha dicho que yo... debiera ignorarlo. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Dame fuerzas para resistir; protégeme contra mí misma.



Escena X

 

DOÑA ANA, DON COSME.

 

COSME.-  Vamos.  (Al paño.)  ¿Qué niñerías son estas?

ANA.-  ¡Mi marido!

COSME.-   (Hablando consigo mismo.)  ¿Los hombres han de ser hombres?

ANA.-  ¿Qué hay?

COSME.-  Don Jorge, mi cajero, que, cuando yo le estoy hablando de vinos de Málaga, de azúcar y de café, da en la gracia de enternecerse; casi iba a llorar.

ANA.-  ¿Por qué?

COSME.-  Ni me escuchaba pensando en su mujer y en su hijo. ¿Qué diablos? Es preciso estar en lo que se hace; además, que hay tiempo para todo. Yo no digo que no sea uno sensible, pero a ciertas horas, acabados los negocios. Aquí me tienes a mí; ya estoy libre. ¿Y qué? ¿Has visto a Carlos? ¿Cuándo es la boda? ¿Está ya decidido?

ANA.-   (Turbada.)  No del todo, pero espero que...

COSME.-   (Alegremente.)  Eso es otra cosa, con tal que al fin se verifique; si ellos no tienen prisa yo tampoco, gracias a una idea que me ha ocurrido.

ANA.-  ¿Cuál?

COSME.-  La ausencia de don Jorge me va a sobrecargar de negocios, y he pensado en agregarme mi sobrino, que precisamente está desocupado.

ANA.-  (¡Dios mío!)

COSME.-  Me le asocio; vivirá con nosotros, al lado de su prima, de su futura; no se separará ya nunca de nosotros.

ANA.-  (¡Soy perdida!) ¿Y crees que lo aceptará?

COSME.-  Estoy seguro; por darme gusto, me ayudará a llevar mi casa, me servirá de compañía continuamente, y en mis ausencias no te quedarás tú sola, él te distraerá, te consolará; ahora sobre todo, has dado también en la flor de hacer la sentimental, y de estar siempre mala, y...

ANA.-  Es verdad, pero creo que me aliviaría mucho si tuvieses la bondad de concederme lo que tantas veces te he pedido.

COSME.-   (Admirado.)  ¿Cómo? ¿Ese proyecto de que me volviste a hablar el otro día?

ANA.-  Precisamente. Déjame salir de Madrid, déjame ir a pasar algunos meses a nuestra hacienda de Andalucía.

COSME.-  ¡Qué diablo de idea! ¡Es que cuando las mujeres se empeñan en una cosa! ¡Desde que empezó el invierno le ha tomado una afición al campo! ¡Vaya, Señor! Ya van cuatro veces que viene con la misma canción, ¡y en qué tiempo...! Hágame usted el favor.

ANA.-  No me importa. Todas las estaciones me son iguales.

COSME.-  Pues a mí no. ¿Acaso puedo yo estar separado todo el año de ti? Pues qué, ¿se me ha olvidado ya el verano? Mi sobrino y yo, aquí solos, ni sabíamos qué hacernos, ni... en este caserón que me parece mayor todavía cuando tú no estás. Adiós sosiego, y felicidad, y... no parece sino que te lo llevas todo contigo.

ANA.-   (Enternecida.)  Pues bien, vente conmigo.

COSME.-  ¿Contigo? Ya se ve que iría, si pudiera, pero ¿y mi comercio, y la casa? ¡Oh! No, no, no. Yo no puedo apartarme de mi casa, y, después de haber trabajado todo el día, necesito verte a mi lado, y hablar, y... Esto me distrae, me alegra; en una palabra, te necesito, no puedo vivir sin ti, es imposible.

ANA.-  Sin embargo, si me quieres, acabarás por concederme lo que te pido: padezco aquí demasiado.

COSME.-  Si fuese por tu salud no vacilaría; pero precisamente los médicos han dicho que no te conviene.

ANA.-  No importa; déjame partir.

COSME.-  Pero ¿quién diablos te echa de aquí? ¿Qué te obliga?

ANA.-  Es preciso.

COSME.-  ¿Y por qué? Sepamos.

ANA.-  Querido esposo, ¿no tienes bastante confianza en tu mujer para...?

COSME.-  ¿Confianza? Ilimitada.

ANA.-  Entonces no me preguntes más, fíate de mí, y déjame partir.

COSME.-  No, ¡pardiez!, no; mil veces no. Maldito si comprendo un empeño semejante; preciso hay algo aquí. ¡Oh! Yo lo sabré, quiero saberlo; lo exijo.

ANA.-  Imposible.

COSME.-  ¿Conque hay algo? ¿Y no lo sabré? Pues bien, no concedo nada, no te separarás de mí.

ANA.-   (En la mayor turbación.)  ¡Dios mío! No queda ningún medio, que yo sepa al menos.

COSME.-  ¿Qué dices?

ANA.-  Que, sometida a ti, a mis deberes, he creído por espacio de mucho tiempo que no había cosa en el mundo ajena de ellos que pudiese hacerme impresión; me he equivocado. Hay sentimientos que no dependen de nuestro corazón ni de nuestra voluntad, que nacen a pesar nuestro, y contra los cuales no hay defensa, porque cuando una empieza a temerlos han echado ya raíces.

COSME.-  ¿Cómo?

ANA.-  No; no es decir que debas alarmarte, ni que este corazón haya dejado nunca de ser tuyo; es tuyo, sí, por deber, por gratitud, por... y a Dios gracias soy digna de ti, nada tengo que echarme en cara, pero acaso no pudiera decir siempre otro tanto. Tú eres mi mejor amigo, mi guía, mi protector... permíteme que ceda a unos temores infundados acaso, pero que suscita en mí la conciencia de mis deberes y el cariño que te tengo.

COSME.-  ¡Santo Dios! ¿Qué acabo de oír? ¿Amarías a otro?

ANA.-   (Bajando los ojos.)  No, no; pero temo... No sabe... no lo sabrá jamás.  (Con viveza.)  Y para afianzarlos más, quiero huir.

COSME.-  ¿Y ese hombre quién es? ¿Quién?

ANA.-  ¿Qué te importa?

COSME.-  ¿Y por qué le amas?

ANA.-  No he dicho eso.

COSME.-  Pero yo lo sé, lo creo.  (Fuera de sí.)  estoy seguro, era preciso haberlo impedido, no haberlo sufrido jamás, dominarse, vencerse; siempre es uno dueño de sí mismo.

ANA.-  ¿Lo eres tú en este momento?

COSME.-  ¡Voto va! ¡Eso es otra cosa! No es amor lo que yo tengo, es ira, es rabia; contra ti, contra todo el mundo.

ANA.-  ¿Qué más he podido hacer yo sin embargo? ¿He hecho mal en confiarme a ti?, ¿en recurrir a mi marido?, ¿en implorar su protección?

COSME.-  No, no; eso no, has hecho bien, sí. Yo soy quien pierdo la cabeza... aunque jamás se haya hecho a un marido semejante confesión, te creo, eres virtuosa, te estimo, te respeto. A él solo es a quien aborrezco. ¿Cómo se llama? ¿Quién es? Nómbramele, su nombre. ¡Oh! Estoy seguro de que le conozco, de que le detesto, de que le he abominado siempre, y si le encuentro...



Escena XI

 

Dichos, RODRÍGUEZ.

 

RODRÍGUEZ.-   (Anunciando.)  El señor vizconde de Miralta.

ANA.-  ¡El vizconde! ¡Ah, Dios mío! Vendrá por la respuesta.

COSME.-  En eso estamos pensando. ¡Que se vaya!

ANA.-  ¿Qué haces? Una grosería; imposible, pero, ¿cómo recibirle ahora, cómo disculpar...? En este momento, suplícale que espere en la sala.  (A RODRÍGUEZ.)  Dile que voy allá, que una ocupación... que me estoy vistiendo.

RODRÍGUEZ.-  Bien, señora, bien.  (Vase.) 

COSME.-  ¡Cuántos cumplimientos para un vizconde! (¡Ah! ¡Qué idea! Si fuese... los baños... Él es, sí, estoy seguro.)

ANA.-  ¿Qué tienes?

COSME.-  Nada, absolutamente nada; déjame, éntrate ahí.  (DOÑA ANA va a salir por la puerta del foro, DON COSME le señala la de la derecha.)  No, ahí, a tu cuarto.

ANA.-  Pero ¿qué significa esto?

COSME.-   (Conteniendo su cólera.)  Quiero que me deje usted; lo exijo, lo mando.

ANA.-  ¡Ah! Me haces temblar; obedezco, obedezco.



Escena XII

 

DON COSME.

 

COSME.-  Sí, sí, es él, debe ser él, yo lo sabré: le insultaré delante de todo el mundo, si es preciso; le preguntaré por qué quiere a mi mujer, por qué es correspondido. ¡Oh! No temo el ruido, me es igual, necesito escándalo; y, si se ofende, le mataré, o me matará él a mí. Está en mi casa, está aquí, espera a mi mujer. No será ella quien reciba su visita: yo, yo.  (Da un paso para salir, y entra CARLOS.)  ¡Mi sobrino!



Escena XIII

 

CARLOS, DON COSME.

 

COSME.-  ¡Cielos!

CARLOS.-  ¿Qué tiene usted?

COSME.-  ¡Oh, cómo deseaba verte y abrazarte...! Adiós, adiós.

CARLOS.-  ¿Adónde va usted?

COSME.-  A vengarme.

CARLOS.-  ¿De quién? Por Dios modérese usted, no dé usted una campanada, no provoque un escándalo. ¿Quién le ha ofendido? Hable usted.

COSME.-  ¡Ah! Bien quisiera; pero no puedo, no me atrevo... si, bien, ¿a quién pediré consejo? ¿A quién confiaré mis penas, sino a mi mejor amigo?

CARLOS.-  ¡Penas! ¿Y quién las causa?

COSME.-  ¿Quién sino la persona que amo más en el mundo? ¡Mi mujer! ¡Tú sabes si la quiero...! Pues bien... en este matrimonio, en esta intimidad nunca he tenido un solo instante de completa felicidad... nunca he podido mirarla como mi igual... No sé qué especie de respeto y de superioridad me aleja de ella y me impone... Ni a amarla me atrevo, y por colmo de mi desgracia... yo mismo, a pesar del estudio que ponía en agradarme, he conocido mil veces que no es dichosa, que se avergüenza en el mundo de su marido...

imagen

CARLOS.-  ¿Qué dice usted?

COSME.-  Sí, y esa es mi desesperación, el haber de conocer yo mismo que le soy inferior, que no la merezco... ¿Por qué la han sacrificado...? ¿Por qué me la han vendido? Yo hubiera encontrado entre mis iguales una compañera educada como yo, una mujer de mi clase que nunca me hubiera despreciado.

CARLOS.-  ¡Qué idea!

COSME.-  Que me hubiera estimado y respetado, querido tal vez.

CARLOS.-  ¿Y qué puede usted pedirle a la que ha escogido? ¿Puede usted dudar por ventura de su cariño?

COSME.-  Sí, Carlos, sí; dudo: hoy dudo; ni ¿cómo pudiera ser de otra manera? Me contemplo a mí mismo, y me hago justicia. En esa sociedad que la rodea todos tienen otra educación, otro talento, otro... ¡qué sé yo! ¿No son todos jóvenes más amables que yo? ¡Voto va!

CARLOS.-  ¿Y puede usted suponer que su mujer... que la virtud misma fuese capaz de engañarle...?

COSME.-  ¡Engañarme! No es eso lo que quiero decir... antes me quejo de su franqueza. ¿Por qué ha tenido tanta confianza, o por qué no la ha tenido completa? Sí; porque... ella ha sido,  (A media voz.)  ella misma, la que me ha confesado... ahora... que prefiere, que ama a otro.

CARLOS.-   (Fuera de sí.)  ¿Qué oigo? ¡Cielos! ¿Y lo ha sufrido usted, y lo sufre usted todavía?

COSME.-  Carlos, tú, que hace poco me encargabas la moderación...

CARLOS.-  Es que yo soy quien debe castigar semejante ultraje.

COSME.-   (Deteniéndole.)  ¡Carlos, amigo mío!

CARLOS.-  Déjeme usted. ¡Estoy furioso!

COSME.-  No saldrás de aquí... lo exijo; lo mando.

CARLOS.-  Es inútil... su nombre nada más... su nombre.

COSME.-  He ahí precisamente lo que yo no sé... lo que se ha negado a confesarme. Pero sospecho que es el vizconde.

CARLOS.-  ¡El vizconde!

COSME.-  A eso salía cuando has entrado; a averiguarlo, a hacérselo confesar a él mismo.

CARLOS.-  ¿Qué dice usted? ¿Iba usted a comprometer a su mujer? Por otra parte, es un error. El vizconde tiene otras miras, lo creo al menos... ¿Y por parte de mi tía qué motivos tiene usted para sospechar...?

COSME.-  Escucha... Es un hombre a quien teme... de quien quiere huir... Ya varias veces antes de ahora me había hablado de un viaje... pero de una manera vaga, sin insistir... Pero hoy ha sido con empeño... me lo ha rogado... ¡al instante, dice...! Preciso es, pues, que hoy mismo, esta mañana, hace poco, la presencia de alguien haya despertado esos sentimientos en su corazón y la haya decidido a hacerme una confesión, de esa especie.

CARLOS.-  ¡Cielos!

COSME.-  ¿Tú sabes acaso...?

CARLOS.-  No, nada,

COSME.-  Pues bien, yo lo sabré... Preciso será que me lo diga; de lo contrario, infeliz... No me conoce.

CARLOS.-  Por Dios, cálmese usted.

COSME.-  Dices bien: podría echarlo todo a perder, conozco que yo no haré más que desatinos. Pero tú, tú que eres nuestro amigo, tú tendrás acaso más ascendiente, más talento... es preciso que la hables.

CARLOS.-  ¡Yo!

COSME.-  Por su mismo interés, aconséjala que me lo diga; si cede, no hay cosa que yo no pueda hacer por ella; pero si se resiste, hazle ver que la paz de nuestro matrimonio, que nuestro porvenir, que toda nuestra felicidad pende sólo de eso. En fin, Carlos, fío en ti, arréglalo lo mejor que puedas... ¿Me lo prometes? ¿Sí...? Adiós, Carlos, adiós.  (Se entra por la izquierda.) 



Escena XIV

 

CARLOS.

 

CARLOS.-  ¡No puedo explicarme lo que pasa por mí! Pero, a pesar mío, se ha deslizado una idea en mi corazón, una idea que me haría el más feliz de todos los hombres, o acaso el más desgraciado. No, no, no es posible... ¡no quiero pensar en ello! ¿Yo criminal? Jamás; yo propio me daría el castigo. ¡El exceso mismo de mi felicidad me mataría!  (Va a salir a tiempo que entra DOÑA ANA.)  ¡Es ella!



Escena XV

 

DOÑA ANA, CARLOS.

 

ANA.-  ¡Yo muero de impaciencia...! Mi marido... Es preciso verle... ¡Cielos! ¡Carlos!  (Dejándose caer sobre un sillón.)  ¡Dios mío!

CARLOS.-  Señora, ¿qué tiene usted?

ANA.-  Nada... no quiero nada... quiero estar sola.

CARLOS.-  ¿Cómo he de abandonarla a usted en ese estado?

ANA.-  No tengo nada;  (esforzando una sonrisa)  acababa de tener con tu tío una explicación, en la cual la razón estaba sin duda de su parte.

CARLOS.-  No creo...

ANA.-   (Admirada.)  ¿Quién te ha dicho...?

CARLOS.-  Él mismo, que acaba de confiarme la causa de sus penas.

ANA.-  ¿A ti...? ¡Santo Dios!  (Conteniéndose y procurando disimular.)  Espero, Carlos, que conociendo, como yo, el genio de tu tío, y sus arrebatos, no darás crédito a ideas cuya falsedad no tardará él mismo en conocer.

CARLOS.-  Señora, sólo creo que usted merece el respeto del mundo entero, y que es usted la misma virtud.

ANA.-  ¡Ah! Estoy lejos de merecer esos elogios.

CARLOS.-  Y muchos más todavía.

ANA.-  ¿De qué lo sabes?

CARLOS.-  Todo lo demuestra... todo lo prueba... y yo, por mi parte, muy otro ya de lo que era esta mañana, probaré en lo sucesivo, no a igualarla a usted, eso fuera imposible... pero al menos a imitarla, a seguir de lejos sus huellas.

ANA.-  ¿Qué dices?

CARLOS.-  Que ahora ya puedo morir, he agotado en un solo instante toda la felicidad que podía experimentar en la tierra... nada tengo ya que desear, nada que envidiar. Dígame usted solamente que mi corazón ha adivinado el suyo.

ANA.-   (Levantándose espantada.)  ¡Ah! ¿Habrá vendido mi secreto?

CARLOS.-  No... ese secreto le pertenece a usted todavía. Nada ha dicho usted; nada sé... he podido equivocarme en tanto que vuestros labios no han destruido ni confirmado mis sospechas, pero, sea cual fuere su fallo, todo lo olvidaré, lo juro... todo... excepto el honor y la gratitud.

ANA.-  Pues bien, pruébamelo.

CARLOS.-  Dócil a las órdenes de usted, las espero.

ANA.-  Esta mañana me decías: «Si fuese amado, huiría al fin del mundo.»

CARLOS.-  Lo he dicho; es cierto.

ANA.-  Partid.

CARLOS.-   (Arrojándose hacia ella.)  ¡Ah! ¿Qué acabo de oír?

ANA.-  Ni una palabra más, conozco mis deberes, tú conoces los tuyos. Cualesquiera que sean mis órdenes, me has prometido obedecerme, y, si fueses capaz de vacilar un solo momento, dejarías de ser temible para mí.

CARLOS.-  Obedeceré. No hay sacrificio de que no me sienta capaz. Tengo felicidad bastante ya para toda mi vida. Mi tío...



Escena XVI

 

Dichos, DON COSME, y luego el VIZCONDE e ISABEL.

 

COSME.-   (A CARLOS.)  ¿La has hablado? ¿La has decidido a no tener secretos para mí?

ANA.-  Sí; estoy decidida: todo lo sabrás.

COSME.-  ¡Ah! Querido Carlos, ¡qué agradecido debo estarte! En cambio te prometo cuanto exijas: habla, dicta condiciones. Sepa yo su nombre, y consiento en todo...

ANA.-  ¡Bien! Tus sospechas se habían fijado en el vizconde.

COSME.-  Cierto... y todavía...

ANA.-  Silencio: él es.  (Entra el VIZCONDE dando la mano a ISABEL.)  Para probarte hasta qué punto estabas equivocado, y para desvanecer completamente en tu imaginación semejantes ideas, exijo en primer lugar que consientas en su boda con Isabel, a quien ama, y de quien es amado.

COSME.-  ¿Yo consentir?

ANA.-  ¿Empiezas ya a faltar a tu palabra?

COSME.-  No; pero eso es cuenta de mi sobrino, a quien yo la destino, y que no sufrirá jamás, según creo...  (El VIZCONDE mira a CARLOS, que le coge la mano y le tranquiliza.) 

ANA.-  Carlos me ha dado ya su consentimiento. Pregúntale si no.

COSME.-  ¿Es posible?

CARLOS.-  Sí, querido tío.  (Bajo al VIZCONDE.)  ¿No te lo dije?

VIZCONDE.-   (A CARLOS.)  ¡Querido amigo!

ISABEL.-  ¡Carlos!

COSME.-   (A CARLOS.)  ¿Y tú también? Puesto que lo he prometido, y que se abusa de esta manera de mi palabra...

CARLOS.-  Para hacer felices a dos amantes.

COSME.-  Enhorabuena, que lo sean, si pueden. Quedándome mi sobrino, ¡me consolaré...!  (A DOÑA ANA.)  ¿Es eso todo?

ANA.-  No, no es Isabel la única persona por quien tengo que hablar. Tengo que pedir para Carlos.

COSME.-  ¿Y por qué no habla él mismo?

ANA.-  No se atreve, y me ha dado a mí esa comisión.

COSME.-   (Asombrado.)  ¿No se atreve...? ¿Qué diablos?

ANA.-  Es natural que a su edad busque medios de instruirse, de ver mundo; hace tiempo que tiene proyectado un viaje.

COSME.-   (Furioso.)  ¿Cómo? ¿Más viajes? ¿Qué quiere decir esto?

ANA.-  He ahí lo que le impedía hablar, el temor de incomodarte; sin embargo, ese es el secreto que le hace desgraciado, y, si le quieres, no te negarás por más tiempo a sus ruegos, y a los míos.

CARLOS.-  Sí, tío mío; es preciso: y si me negáis esa gracia...

COSME.-  ¿Te atreverías a marcharte a pesar mío?  (A media voz.)  ¿Cómo, Carlos, quieres abandonarme? ¿Y tú has podido concebir una idea semejante? ¡Voto va! ¡Qué va a ser de mí!  (Mirando a DOÑA ANA.)  ¿A quién confiaré mis penas? ¿Qué significa esa comezón de viajar, ese vago deseo de ver tierras? ¿Hallarás otra en que seas más querido que en ésta? ¿Por ventura yo y tu tía no te sabemos hacer feliz? Enhorabuena; aumentaremos nuestro cariño: sólo te pido en cambio, Carlos, que permanezcas a mi lado; quédate, hijo mío, quédate.

CARLOS.-  ¡Ah, querido tío!

COSME.-  ¡Cede! ¡Se enternece!  (Al VIZCONDE y a ISABEL.)  Amigos míos, ayudadme.  (A DOÑA ANA.)  Y tú también, estás ahí sin decir nada; no parece sino que tienes deseos, interés en que se vaya.

CARLOS.-  No insista usted, tío mío; mientras más me abrume usted de bondades, más conozco que debo ratificarme en mis proyectos.

COSME.-  ¡Qué dices!

CARLOS.-  No tengo otro modo de pagar sus beneficios; este viaje no será inútil para usted. En lugar de un dependiente, en lugar del cajero don Jorge, que nunca podrá mirar con grande interés sus especulaciones de usted, yo seré el que las haré prosperar. Yo iré en su lugar.

COSME, ANA e ISABEL.-  ¡Cielos!

COSME.-  ¡Quieres ir hasta la Habana!

CARLOS.-  Sí, señor.

COSME.-  ¡Y los peligros de la travesía! ¡Y la mudanza de clima! ¡Si cayeses enfermo!

CARLOS.-  ¡Qué importa!  (Con alegría.)  (¡Soy amado!)

COSME.-  Y aunque te librases de tantos riesgos, dentro de algunos años, a tu vuelta, si el médico tenía razón, acaso ya no me encontrarás.

CARLOS.-  ¡Qué dice usted!



Escena XVII

 

Dichos, RODRÍGUEZ.

 

RODRÍGUEZ.-   (A DON COSME.)  Señor, don Jorge me envía a decir a usted si tiene alguna otra cosa que mandarle: la silla de posta está abajo enganchada y pronta a partir.

CARLOS.-   (A RODRÍGUEZ.)  ¿Y don Jorge, dónde está?

RODRÍGUEZ.-  Abajo con su mujer, que llora y se desespera.

CARLOS.-  (¡Otro más a quien hacer feliz!)  (A RODRÍGUEZ.)  Dile que se quede... que yo voy en su lugar. Aún es hora; con la misma silla iré a mudar el pasaporte, y que me envíen a Cádiz mi equipaje.

RODRÍGUEZ.-  ¡Usted, señorito!

CARLOS.-  Anda aprisa.  (Vase RODRÍGUEZ.) 

COSME.-  ¡Es decir que no hay modo de detenerte!

CARLOS.-  Adiós...  (Tendiendo la mano a todos)  quédese aquí cuanto me interesa, cuanto me es caro.

ANA.-  Carlos, eres un hombre de bien.

COSME.-  ¡Pardiez! ¡Y quién lo duda!  (Mirando a DOÑA ANA, que se vuelve.)  ¡Ah! ¡Ella también llora! ¡Gracias a Dios! Pensé que le veía marchar tranquilamente sin echar una lágrima.

CARLOS.-   (A DON COSME.)  ¡Adiós, tío mío, padre mío!

COSME.-  ¡Ah! ¡Ingrato!  (Vuelve la cabeza hacia ISABEL y el VIZCONDE, y se aparta con ellos mientras que CARLOS se acerca a DOÑA ANA.) 

CARLOS.-   (A DOÑA ANA.)  ¿He cumplido con mi deber?

ANA.-  Sí.  (DON COSME se sienta en un sillón, abrumado de dolor, y el VIZCONDE e ISABEL a su lado tratan de consolarle.) 

CARLOS.-  A usted lo debo,  (con gozo)  y parto feliz sin remordimientos.  (DOÑA ANA le tiende la mano.) 

CARLOS.-   (Cogiendo su pañuelo.)  ¡Ah! Está empapado en sus lágrimas; nunca me separaré de él, ¿lo consiente usted?  (DOÑA ANA abandona el pañuelo. CARLOS le oculta en su seno y corre hacia el fondo.)  ¡Adiós, no me olviden ustedes, y sean felices!  (Vase, y salen tras de él ISABEL y el VIZCONDE.) 

COSME.-   (Tendiéndole los brazos.)  ¡Carlos! ¡Hijo mío! ¡Oh! ¡Ya partí!  (Queda solo con DOÑA ANA; después de una ligera pausa se levanta y se acerca a ella.)  Tú lo has querido; he obedecido en todo, he consentido en su boda, más aun, en esa partida. Ahora, te toca a ti, reclamo tu palabra. Su nombre.  (Con cólera reconcentrada.)  ¿Quién es ese hombre?  (Se oye el ruido de un carruaje en el patio que arranca: este ruido estremece a DON COSME, que se pone una mano en el corazón.)  Habla, su nombre. ¿Dónde está?

ANA.-   (Tendiendo los brazos hacia la parte donde se ha oído el carruaje.)  ¡Ya ha marchado!  (DON COSME lanza un grito y esconde la cabeza entre sus manos.) 





 
 
FIN DE LA COMEDIA
 
 


Indice