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Una tierra infeliz, áspera y dura |
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donde trabajan tristes los vivientes, |
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empapadas las almas de amargura |
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y de sudor las abatidas frentes; |
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campos de sol y estériles arenas |
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que en cambio de trabajo y de quebranto |
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a una raza maldita dan apenas |
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pan miserable que humedece el llanto; |
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los hijos del oprobio engrandeciendo; |
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orgullosas ciudades delincuentes, |
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de donde las virtudes van huyendo |
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y las manos torciéndose dolientes; |
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el orgullo infernal hallando abrigo |
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lo mismo del magnate bajo el techo |
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que dentro del tugurio del mendigo; |
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el odio y el dolor en cada pecho: |
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sobre las cumbres las espesas nieblas; |
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la inocencia y justicia prostituidas; |
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la muerte, espectro ciego, en las tinieblas |
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riendo feroz y arrebatando vidas; |
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aquí las soledades abrasantes, |
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allá del polo los eternos hielos, |
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océanos que rebraman espumantes |
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escupiendo su cólera a los cielos; |
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y todas las pasiones engendrando |
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todos los males, todos los dolores; |
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las grutas a las fieras abrigando, |
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ocultando a los áspides las flores; |
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continentes cubiertos de humo y ruido |
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donde la guerra infame centellea; |
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luto, crimen y llantos y rugido |
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salvaje del furor de la pelea; |
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pueblos que se desgarran palpitantes |
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del odio de Satán, de rabia y celo, |
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sangrientos, rencorosos, blasfemantes... |
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�Y todo esto es un astro allá en el cielo? |
(M. Hartman)
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La dulce claridad de la mañana |
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apareciendo ya, |
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en la tierra cubierta de rocío |
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veía reflejar. |
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Estaba yo sentado de una casa |
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en el modesto umbral, |
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era aquella la casa de mi madre, |
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aquel era mi hogar. |
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Las ventanas cerradas y las puertas |
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me puse a contemplar, |
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y corrían por mi rostro muchas lágrimas, |
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y corrían más y más. |
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Estaba yo a la puerta de mi casa; |
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y no quería llamar; |
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no quería ahuyentar el blando sueño, |
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el sueño matinal, |
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de aquellos ojos, cielo de los míos, |
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que tantas veces �ay! |
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que tantas veces sólo por mi causa |
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lloraron sin cesar. |
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Dicen que el sueño tregua da a las penas |
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que afligen al mortal, |
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fuerza da al corazón para que pueda |
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más penas soportar; |
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que el dulce sueño que mi santa madre |
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aun disfrutando está, |
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fuerza la dé esta vez para la dicha |
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de verme al despertar. |
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Y lleno el corazón de una ternura |
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que no puedo explicar, |
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con los ojos mojados, y temblando |
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besaba aquel umbral. |
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Porque en aquel umbral en que mi labio |
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posaba con afán, |
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el polvo, de las plantas de mi madre |
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aun estaba quizás. |
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En este mismo umbral los afligidos |
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detiénense a buscar |
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para sus corazones, esperanza, |
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para sus labios, pan. |
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�Cuántas veces he visto de mi madre |
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la ardiente caridad, |
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la dádiva celeste del consuelo |
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a su óbolo agregar! |
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�Oh! si me ha sido grato, de la vida |
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en la lucha mortal, |
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sufrir por los que sufren, y mi llanto, |
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a los que lloran dar; |
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si he podido llegar al sacrificio, |
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al martirio quizá |
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por los que sufren, temblorosos miembros |
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del Cristo celestial: |
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yo sé a quién debo, por haberlo hecho, |
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mi gratitud alzar; |
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yo sé a quién debo que jamás en mi alma |
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se entibie la piedad. |
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Si las chispas de amor que hay en mi pecho |
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no han de morir jamás, |
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yo sé de qué alma vienen a la mía, |
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y yo sé de qué hogar. |
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Yo canto a la mujer santa y sencilla |
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que ignora en su bondad |
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�cuánto en su corazón hay de sublime! |
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�cuánto de celestial! |
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Yo canto a la mujer que se llenara |
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de asombro sin igual, |
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si llegara a saber que sus virtudes |
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quiero glorificar. |
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Canto a mí mismo corazón, mi madre, |
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el ángel del hogar; |
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y tiembla mi alma de ternura, y siento, |
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mis lágrimas rodar. |
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�-Mis Furias están ya viejas y torpes�, |
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Plutón dijo a Mercurio, mensajero |
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que se halla de los dioses al servicio. |
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�Necesito cambiarlas: ve a la tierra, |
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y búscame tres mozas |
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lozanas y capaces del oficio.� |
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Desde luego, Mercurio, diligente, |
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el coturno con alas |
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como pudo calzose prontamente, |
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y atravesando las etéreas salas, |
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ligero y volador como ninguno |
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a la tierra subió. |
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La diosa Juno, |
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poco tiempo después a su doncella, |
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esto es, su camarista, Isis bella, |
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también le dijo: �-Mira: Citerea, |
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con mengua del honor de las mujeres, |
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se jacta de que ya no hay en el mundo |
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ninguna de ellas que su fiel no sea |
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y que culto no rinda a los placeres. |
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Para burlarme de ella y del dios ciego |
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baja a la tierra luego, |
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y tráeme por lo menos, tres doncellas; |
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mas... doncellas... �entiendes? |
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enteramente castas todas ellas.� |
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Isis partió también. Valle y montaña, |
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alcázar y cabaña, |
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ciudad, pueblo, aldehuela, y aun ermita, |
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todo lo registró la pobrecita; |
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mas �ay! que todo en vano; |
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y paso a paso y mano sobre mano, |
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cansada y triste, regresó solita. |
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�-�Cómo! �es posible...? �sola? -gritó Juno |
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mirándola llegar con faz airada. |
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�Oh virtud! �oh, pureza...! �Conque nada?� |
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Isis le dijo: �-�Nada! �Qué oportuno |
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hubiera sido, el viaje más temprano! |
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Estuviera cumplido |
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�oh, diosa! tu mandato, soberano; |
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hubiérate traído |
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lo que tú me pediste... tres doncellas. |
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Las encontré en verdad; y eran de aquéllas |
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que nunca conocieron un amante, |
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que jamás le pusieron, |
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jamás, a hombre ninguno buen semblante; |
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ni en sus glaciales senos |
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consintieron la llama devorante |
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de amorosa pasión... ni mucho menos. |
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Tres doncellas, en fin (sin que esto alarde |
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sea de ojo certero), |
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purísimas, castísimas, sin pero, |
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como tú las querías... �Llegué tarde...!� |
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�-�Cómo tarde?� |
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-Mercurio en este instante |
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para el fiero Plutón las embargaba. |
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�-�Eso no puede ser...! �Cuando pensaba |
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vengar yo de su sexo las injurias...! |
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Y..., �para qué las quiere?� |
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�-�Para Furias!�. |
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�Adiós, mi bien! Es el postrer instante... |
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Pero seca en tu pálido semblante |
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�ay! ese llanto que vertiendo estás, |
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Lejos me voy, tristísimo y errante, |
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más no te olvida el corazón jamás. |
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�Jamás? |
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�Jamás, mi bien! La noche de la ausencia |
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enlutará mi huérfana existencia |
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y tú mi corazón no alumbrarás; |
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en vez de tu dulcísima presencia |
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tu bella imagen miraré no más. |
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-�No más? |
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�No más, mi bien! Levanta tu cabeza, |
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déjame ver tu pálida belleza |
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aun otra vez... la postrimer quizás. |
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De este tu adiós supremo la tristeza, |
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�ay! �cómo, ingrato, olvidaré jamás? |
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-�Jamás? |
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�Jamás, mi bien! En mi alma, dondequiera, |
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hasta el instante de mi luz postrera, |
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la inolvidable, la única serás... |
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Y tú �me llorarás cuando me muera? |
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�En mi tan sólo pensarás no más? |
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-�No más! |
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�No más, mi bien? De querubín el canto |
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es la palabra que diciendo estás... |
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�Adiós...! �Un beso...! �Beberé tu llanto...! |
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-�Te olvidarás de la que te ama tanto...? |
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-�Jamás, mitad del corazón...! �Jamás...! |
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Por la mañana en el desierto inmenso |
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humeaba el arenal, y sus vapores |
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se alzaban cual las nubes del incienso. |
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Luego, en la tarde, cuando el sol moría |
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de ocaso entre los tibios esplendores, |
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de oro y de fuego deslumbrantes flores |
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en el madero de la cruz ponía. |
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Y por la noche, cuando ya la oscura |
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majestad de la sombra acrecentaba |
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el solemne pavor de la llanura, |
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y de estrellas el cielo se llenaba; |
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cuando tan sólo se escuchaba incierto |
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ese rumor apenas percibido |
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que parece el suspiro del desierto |
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en su infinita soledad dormido; |
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entonces a mi espíritu perdido, |
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en su éxtasis de fe, le parecía |
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que ese vago rumor, que la honda noche, |
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y el silencio, los seres, y las cosas... |
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Naturaleza toda que yacía |
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en tal recogimiento, |
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mientras oraba sobre el polvo frío |
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de mi lóbrega gruta, se juntaban, |
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se juntaban a mí para llevarte |
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mi alma y mi fe con mi oración, �Dios mío...! |
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�Y ahora...? Rezos, plegarias, asunciones |
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de alma a Dios, extáticas visiones |
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que llenaban de júbilo mi pecho, |
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trasportes del espíritu en el santo |
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fervor de la oración... �qué os habéis hecho...? |
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Por el antiguo bosque del encanto, |
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del vago ensueño y misterioso asilo, |
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caminaba al azar y sin espanto. |
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Su blando aroma derramaba el tilo |
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y de inefable paz mi alma llenaba |
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de la alta luna el esplendor tranquilo. |
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Profundo era el silencio que reinaba; |
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pero de pronto acarició mi oído |
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la música de una ave que cantaba. |
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Era el canoro ruiseñor hundido |
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en la blanda espesura de las hojas |
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que cantaba, volando, junto al nido, |
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los goces del amor y sus congojas. |
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Pero aquel su volar era tan triste |
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como el suspiro, corazón, que arrojas |
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recordando la dicha que perdiste; |
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mientras que tan alegre era el lamento |
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cual tu esperanza cuando niño fuiste. |
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Así es que al escuchar aquel acento, |
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tan triste y tan alegre a un tiempo mismo, |
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levantarse sentí en mi pensamiento, |
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como del vago fondo de un abismo, |
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esperanzas, recuerdos y tristezas |
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con mis viejos ensueños de idealismo. |
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Siguiendo entre las bravas asperezas |
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de aquella hermosa selva, vi que erguía |
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un castillo, sobre áridas malezas |
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su vieja torre en ruinas, y sombría. |
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En las almenas de zarzal cubiertas |
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ningún viviente ser aparecía. |
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Las ventanas cerradas y las puertas |
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estaban, y silencio pavoroso |
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reinaba en torno de las cosas muertas, |
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como si aquel recinto misterioso |
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la misma muerte hubiérase escogido, |
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para el horrible hogar de su reposo. |
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Ni una voz, ni un acento, ni un gemido: |
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era aquella la ausencia de la vida, |
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en el silencio eterno del olvido. |
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Del castillo a la puerta derrüida, |
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y en granito durísimo tallada |
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la misteriosa Esfinge vi tendida. |
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Era su aspecto horrible a la mirada, |
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pero atractiva a la ánima medrosa. |
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Con cuerpo estaba de león formada |
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y rostro y seno de mujer |
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de mujer hermosísima. Brillaba |
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su pupila salvaje y voluptuosa |
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con sensual embriaguez, y desmayaba, |
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mientras el beso del placer ardiente |
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en su labio de piedra palpitaba. |
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Sintió terror el ánima tremente, |
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pero al par que terror sintió contento. |
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Entonces el ruiseñor cantó impaciente |
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y ya no puede resistir... Violento |
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a la Esfinge di un beso... Y mi alma loca, |
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presa quedó de aquel encantamiento. |
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Porque vida y acción cobró la roca, |
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la Esfinge suspiró con embeleso, |
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�y, con sed ardentísima, en mi boca |
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bebió toda la llama de mi beso...! |
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Y yo sentí que mi postrer instante |
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se me escapaba entre sus brazos preso. |
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Pues mientras que convulsa, jadeante |
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de voluptuosidad me acariciaba, |
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mi carne estremecida y palpitante |
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con sus garras de fiera destrozaba, |
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y entre horribles dolores y delicias |
|
sin nombre y sin igual, me aniquilaba. |
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�Oh de la muerte vívidas primicias! |
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�Oh martirio sin fin, oh goce eterno! |
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�Oh lágrimas mezcladas con caricias! |
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En tanto que la garra me rompía |
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la carne, y penetraba hasta mis huesos, |
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yo de placer y de dolor moría |
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al contacto monstruoso de sus besos... |
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y cantó, el ruiseñor allá en la oscura |
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soledad de los árboles espesos: |
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�-�Oh secreto del cielo y de natura! |
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�Oh amor, oh bella esfinge! �por qué enlazas |
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en tu seno el placer a la tortura? |
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�Por qué con garra el corazón abrazas? |
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�Oh inexplicable Amor, Esfinge hermosa! |
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�por qué, cuando acaricias, despedazas...? |
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�Cuál es, di, la palabra misteriosa |
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que el hondo enigma de tu ser esconde?� |
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Cesó el canto la Esfinge pavorosa |
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en piedra convertida, no responde. |