Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Pasos sobre el papel

Jaime Siles






Arriba


Hoy todas las palabras me vinieron a ver.
Iban todas vestidas y yo las desnudé.
Tenían agua dentro y yo se la quité.
Bebí toda su agua y me quedó su sed.
No me quedó su habla: me quedó su mudez.  5

Hoy todas las palabras me vinieron a ver.
Todas iban vestidas y yo las desnudé.
Ni debajo ni dentro había ningún ser
sino un lento perfume de luz sobre su piel:
un líquido contacto de tinta y de papel.  10

Nada más. Eso es todo lo que recuerdo ver.
Recuerdo las palabras: eran una mujer,
una luz, un perfume, una tinta, una piel.
Oigo pasos que vuelven y vuelven a volver.
No existen: vuelven sólo e insisten otra vez.  15

Las palabras son pasos dados sobre el papel
hacia nosotros mismos pero con otra piel.
Ellas y nosotros formamos un vaivén
en el tiempo que dura nuestro yo en otro quien.

En las palabras vive lo que vivió una vez  20
aunque nunca lo mismo tenga segunda vez.

(Valencia, 1951). Jaime Siles estudió en su ciudad natal desde la primaria hasta el fin de los cursos comunes de la carrera de Filosofía y Letras. De ahí pasó a la Universidad de Salamanca donde cursa la especialidad de Filología Clásica, licenciándose en 1973. Continuará sus estudios en Tübingen con el renombrado latinista Antonio Tovar y se doctora en Salamanca (1976). Al año siguiente se casó con la canaria Ela María Fernández-Palacios. Ha desempeñado puestos de profesor y catedrático en las universidades de Salamanca, Alcalá de Henares, La Laguna, Viena, Salzburg, Gratz, Valencia y Sankt Gallen, entre otros. Ha sido también director del Instituto Español de Cultura en Viena (1983-1985) y agregado cultural de la embajada española en esa ciudad. Reúne la doble condición de latinista y de estudioso de las literaturas vivas junto a la de poeta. La obra poética, y cito sólo los títulos principales, se inauguró con Génesis de la luz (Málaga, 1969). Poco después aparecieron: Biografía sola (Málaga, 1971), Canon (Barcelona, 1973), que obtuvo el Premio Ocnos de 1973, Alegoría (Barcelona, 1979), Música de agua (Madrid, 1983), Premio de la Critica en 1983, y Semáforos, el Premio Fundación Loewe, 1989. Su última entrega es Himnos tardíos (Madrid, 1999), obra ganadora del primer Premio Internacional de Poesía Generación del 27. Una buena bibliografía de y sobre Siles se halla en Amparo Amorós (ed.), Palabra, mundo, ser: La poesía de Jaime Siles, Málaga, Litoral, 1984.





Procederé al comentario del poema elegido en tres partes. La primera sólo pretende describir el tipo de poesía fraguada en los versos comentados. Igualmente breve será la siguiente parte, donde especificaré el tipo de discurso poético utilizado. En la tercera y última parte analizaré estrofa por estrofa el poema entero.

La poesía de Jaime Siles ha experimentado a lo largo de su trayectoria un cambio notable, de un primerizo subjetivismo poético en el que se evidencian sus numerosas lecturas, que pasa luego por una breve etapa de indefinición irracionalista, se estabiliza en la poesía que lo va a caracterizar, que mezcla, y Jorge Rodríguez Padrón lo ha descrito ampliamente1, el rigor de la escritura orientada a la exploración de la realidad esencial, todo ello sometido a un vaivén pendular que va de la afirmación de la potencia del existir y del ser a la negación y la nada. Canon fue el libro que mejor condensaba lo que entendíamos hasta hace poco como la poesía de Siles: el intento de plasmar reflexivamente la esencia inasible de la vida. Su último volumen de versos, el espléndido Himnos tardíos2, da un giro a su trayectoria, pues el yo, el ser, se desplaza de su anterior lugar en la poesía de Siles, muy en el centro, dejando que el acento caiga ahora en la vida, en la existencia, y, a su vez, el pensamiento, lo abstracto, tan presente en sus versos, se vitaliza de una manera innovadora.

Lo sorprendente del poema seleccionado, que aparece en Himnos, es la naturalidad con que el poeta mezcla formas estéticas a la vez clásicas y modernas y afirma la peculiaridad de la belleza lírica silesiana3.

O dicho más en concreto: la voz poética declara que la leve huella que imprimen las palabras en nosotros al leer un poema, evocadora de un perfume de luz, contiene una representación poética de la vida. Lo clásico aparece en esa huella: un poeta desde tiempo inmemorial lo es porque sabe desarrollar un discurso sobre el otro lado de la realidad, donde los contrarios nunca llegan a encontrarse, a diferencia del discurso cotidiano, que siempre tiene que acabar definiéndose, singularizándose, porque si no nadie lo entiende. Por eso además la metáfora y el símbolo han sido universalmente las formas de captar esa realidad en tensión, poética, debido a que son tropos que dejan las espadas del significado en alto. Lo moderno proviene en poesía de la clara conciencia de que un poema es un texto donde plasmamos de una manera consciente nuestras creaciones, definidas por una forma concreta. El poema moderno conoce en todas sus muestras un fin circunscrito, algo que lo redondea; además, el poeta moderno es, sin escape, formalista y artista autoconsciente4. La modernidad y autoconciencia de Siles se manifiesta, como en el caso de Juan Ramón Jiménez, en un encuentro verbal, en el conocimiento de que en última instancia la poesía sólo puede nacer del instante en que una palabra sencilla, que apenas puede acarrear sentido, se enfrenta con la inmensidad significante de la vida.

La primera poesía de Siles es afín a la de los novísimos, en su gusto culturalista, lo que podemos situar bajo otra rúbrica, para dejar un poco de lado la confinante de José María Castellet (Nueve novísimos españoles, 1970), de hegeliano. Hay en sus libros, con excepción hecha del primerizo, un gusto por ponderar la belleza en sí, la belleza literalizada, la proveniente del espíritu, dejando de lado cuanto proviene de la naturaleza. Por eso, le denomino hegeliano.

Esta poesía es la que Juan Ramón llamaba poesía desnuda5. Mas, y aquí la originalidad del presente Siles, el poeta valenciano no busca llegar a la esencia, como hiciera el vate de Moguer, sino simplemente constatar que las palabras que componen el verso conservan los pasos del hombre. Aunque, como dice el título y se relata en el poema, estamos ante un poema sobre las palabras y los recuerdos que llevan y sugieren, que cabría denominar como palimpsesto. Aunque en este caso el palimpsesto no permite reconocer otra escritura debajo, a través de la que aparece en la primera superficie, sino que percibimos los sedimentos de lo sensible, el magma vital que a veces el poeta en su viaje es capaz de captar en las palabras, las que cruzan, con pasos callados, la página, el poema, y donde encontramos esos restos de vida. La desnudez en otras palabras no es la metafísica de Juan Ramón, es la del que literalmente apenas tiene ropas para cubrirse. Parece como si la desnudez de Siles se hubiera vestido de esa vitalidad en ruinas que encontramos en el último Federico García Lorca, en Luis Cernuda y en Jaime Gil de Biedma, entre otros. Casi diría que los versos han sido visitados por un levísimo expresionismo, entendiendo por tal el arte que reconoce al hombre (lo representa) en una simple traza expresiva, un gesto, el final de un movimiento.

Cuando se piensa sobre qué es la poesía, el pensamiento poético, siempre recordamos un salto, que atraviesa de golpe ese golfo que separa una realidad de su doble, el correlato poético. Cuando ese salto es ciego, nos hace atravesar regiones donde desaparecen todas las ataduras con el sentido lógico de la palabra, y cabe entonces hablar de la metáfora. Si la palabra poética nos mantiene agarrados de la mano mientras damos el salto le denominamos símil, y así. Siempre se piensa que la poesía, de alguna manera o de otra, nos eleva sobre la realidad y nos lleva a ese espacio difuminado. Éstas son las maneras digamos retóricas de entender la poesía, las que buscan variaciones de una misma cosa. Lo peculiar de Siles en este poema es que crea la poesía no dando un salto lírico, sino que ha reordenado el espacio en el que se mueve y al hacerlo la sustancia verbal se impregna de inquietud vital. La palabra, el lenguaje poético, en estos versos funciona un poco como los cansados gritos de un ahogado que lucha por mantenerse a flote, porque le lleva la corriente. Aquí es la vida, y no las corrientes marinas, las que amenazan con llevarse al hombre, al darse cuenta de que esas barquillas que son las palabras apenas son capaces de llevar el esbozo de un grito, de un olor, de algo que existió una vez.

El poema «Memoria del disfraz» (p. 60), del mismo libro, viene a decir con claridad que en un momento poético anterior las palabras fueron el lugar donde ocultarse, una especie de parapeto desde el que contemplaba la vida, cuando el ritmo sintáctico le ganaba la batalla al latido vital. Ahora el poema se llena de sed, de mudez, de piel, de pasos, de un discurso poético en que domina la apertura significativa. Nada de lo que allí se expresa es definitivo, pues por mucho que bebemos volverá la sed, y el silencio seguirá indefectiblemente al ruido, y la piel no dejará de registrar los infinitos cambios de luz...

Si tuviera que titular este comentario, lo llamaría, análisis de un palimpsesto. Ya lo apunté antes, aunque decía que la voz poética no busca sólo las huellas de lo escrito debajo de las que mejor se leen. El empeño poético supera la recuperación verbal y llega al centro vital. Los palimpsestos tienen ese no sé qué de arqueológicos, nos llevan a buscar la huella de lo escrito. Es lógico que lo que se cincela en piedra, y perdóneseme la paradoja, tiene que ser lapidario. Lo que busca este palimpsesto es dejar que a través de las líneas, de la tinta, podamos encontrar las huellas de la vida que en los versos quedan impresas.

El título, «Pasos sobre el papel», anuncia que se trata de una recuperación: de unos pasos dados sobre el papel, y que éste, la materia inerte, recogerá la presencia de quien quiere dejar constancia de su camino en la vida. Si pensamos, para contextualizar históricamente el poema, en el arpa abandonada en el rincón de Gustavo Adolfo Bécquer, sabremos de la diferencia. En el poema romántico la poesía se alberga en las cuerdas dormidas del arpa, aquí tenemos al papel, a la conciencia de la escritura en primer plano. El camino a recorrer por la sensibilidad en su labor creadora incluye esa estación inicial, el yunque que la modernidad impuso, donde el poema tiene que verse trabajando su materia prima, las palabras.

La primera estrofa comienza declarando la importancia de quienes hablan y leen el poema, pues ellos son visitados por las palabras y no viceversa. La voz poética baja ya en el primer verso a la poesía del pedestal donde puede ser admirada, la hace frágil en vez de estatuaría. La palabra poética carece de la grandeza de los discursos donde uno acude para saber y conocer la verdad, llamémosles en forma telegráfica, ideológicos; su papel es mucho más modesto. Reacciona contra el acicalamiento tradicional de la poesía, el gusto por presentarse con galas aristocráticas, que llevaron a Rubén Darío a equiparar a los poetas con torres de Dios, y al lector a confundir la palabra poco usada o incluso rebuscada con el verbo poético. La voz poética la despoja de esos ropajes, que dicen apenas que el que se las puso tenía sobra de adornos.

Es más, la desviste, le quita los ropajes, pero no para vibrar ante su desnudez, como Juan Ramón («Y se quitó la túnica / y apareció desnuda toda... / ¡Oh pasión de mi vida, poesía / desnuda, mía para siempre!»), sino para ver que permanece tras la palabra. Juan Ramón queda extasiado ante la belleza desnuda en un intento de penetrar allá donde el pensamiento racional no llega, a ese lugar donde el espíritu cincela lo sublime, lo que la grosera naturaleza nunca pudo crear. Siles deshace la palabra, como si fuera una leve flor que anuncia la primavera, esas campanillas de nieve que tienen sobre todo agua dentro, que apenas conocen otra estructura orgánica que la que les concede el agua de que están hechas. Vienen vestidas de, quizás, una bella impresión, un color, una disposición en la página, pero la voz poética, el lector, las desnuda. Y ellas, dentro, no tienen como las hojas o la materia orgánica una organización capaz de soportar demasiado, tienen agua, que es lo que les extrae. La voz poética beberá todo el agua, pero le queda la sed, porque lo que contiene el verso es tan poco que no consigue calmarla, únicamente nos hace saber que ansiamos calmar la sequedad. Tampoco la sonoridad de las palabras, su habla le dejó colgado del oído un imperceptible rumor; nada le queda, pues, sólo su mudez. La poesía tiene, insisto, agua, algo que podría calmarnos la sed de saber, de ser, pero es tan escasa la sustancia que lleva que nos deja con sed, y su sonido también acaba extinguiéndose.

Cuando la voz ha desnudado las palabras, dejándolas en su esencia, en vez de hallarse ante una belleza insondable se encuentra con que la poesía ofrece un camino de conocimiento similar a una travesía por el desierto, donde la única agua, lo único que calma la sed es chupar las palabras, y éstas tienen poco que ofrecer. Qué distinta esta visión de la poesía de la grandilocuente, que cree encontrar en la literatura, en las gracias y sutilezas del estilo, la verdadera literatura.

Subyace a esta estrofa, al poema entero, un dinamismo en bosquejo, del agua que fluye, del paso que se da. No obstante, el pie nunca acaba de dejar una huella indeleble en el suelo, sólo una marca pasajera de su presencia. Ni el líquido, ni el paso, como aduje ya, realizan su potencialidad en pleno, resultan meros bosquejos de pasos de movimiento. Creo que proviene, en parte, de que lo físico no es en última instancia lo que le interesa a Siles, y lo digo para que no confundamos este nuevo tipo de sensualidad que propongo en la lectura de este poema, de este libro, con la propia de los llamados poetas de la experiencia. Sí ha recuperado para su poesía esa capacidad del ánimo, de las sensaciones, de poseer un elemento físico, cuyo movimiento complementa los de la reflexión, los del espíritu.

Para leer el poema es preciso además seguir su peculiar ritmo. Termina la primera estrofa con esos versos que concluyen en sed y mudez. Toda la estrofa, de acentuación aguda, produce el efecto de algo que concluye, y que la siguiente estrofa es una vuelta a empezar. No hay continuación, encabalgamiento de versos, continuidad. Al finalizar la lectura de la primera estrofa estamos en el nadir de la poesía, o mejor dicho, en el centro significante de la poesía moderna, el discurso oximorónico, en un verso que dice callado. Nos deja sin sonoridad y lo que nos trajo no pudo calmar nuestra sed.

En la segunda estrofa el poeta reitera que en la visita hubo de desnudar las palabras, porque iban vestidas, traían el cuerpo cubierto, como con un adorno exterior al modo que lo hacen las mujeres para resultar atractivas. Debajo no había ser alguno, ninguna mujer bella; lo que quedaba de las palabras era un recuerdo sensual. Permanecía «ese lento perfume de luz sobre la piel» y, su complemento, el líquido de la tinta al secarse sobre el papel en que está escrita o impresa. La sensualidad de la poesía proviene, en principio, de esa conjunción de la forma gráfica de las palabras constituidas por las figuras de las diversas letras impresas sobre el papel, que en su estado líquido, en ese momento supremo cuando se constituye la palabra impresa la tinta todavía está líquida. Ese fluido recoge la esencia de lo que la palabra escrita dice y el lento perfume de luz que conservan las palabras sobre su piel. Vemos de nuevo que es un sentido, en este caso el de la vista, el que dota a la poesía, a las palabras, el don de avivar en el lector unas percepciones nuevas. No son, insisto, los ropajes de las palabras ni los conceptos, sino esa capacidad que poseen de captar un poquito de sensualidad por medio de las palabras y de consignarla en la página.

Estas dos primeras estrofas ponen otras fronteras a la poesía. La belleza no es algo que se parece a la belleza desnuda clásica, de un desnudo, de un espíritu que con sus elevadas miras es capaz de superar a la naturaleza. No, la poesía vuelve a sus orígenes, a la difícil enunciación verbal, que sirve para llevar apenas casi nada. Es como si Siles nos estuviera diciendo, en este poema, y en toda la sección del libro a la que se incorpora, «De Vita Philologica», que debemos volver a empezar por el verbo, pero un verbo desnudo de literatura. Enseguida comentaremos la propuesta complementaria de que lo llenemos de vida.

En la siguiente estrofa, la tercera, el poeta se vuelve hacia sí mismo para reflexionar; se deja llevar por el recuerdo, como si lo que acabara de confiarnos sobre la poesía resultara insuficiente. Ha dicho poco, y por eso vuelve sobre lo escrito, en busca de sentidos olvidados; quizá la poesía oculta algo más. Pero no, el recuerdo le trae palabras conocidas: «una mujer, una luz, un perfume, una tinta, una piel». Ya las conocíamos todas, menos la palabra mujer. La sensualidad se ve ahora completa, pues incluye al ser humano. En cambio, el poema, el recuerdo de sus palabras no le dice nada nuevo, vuelve a intentar indagar en el recuerdo, y el esfuerzo prueba ser infructuoso. Nada de regresos becquerianos, que traen al menos a las golondrinas, el recuerdo del amor que fue, llenándonos de melancolía. Aquí regresamos a lo enunciado, a sentir una pequeña decepción hacia las palabras portadoras de la misma carga expresiva.

La voz poética explicita en la cuarta estrofa el carácter de las palabras poéticas o, mejor dicho, el efecto que producen en la audiencia. Las palabras son los pasos que enseña a dar el poeta, pasos sobre el papel, como anuncia el título del poema. El poeta, a modo de maestro de baile, nos lleva agarrados de la mano enseñándonos a seguir los giros sobre el papel, en la pista, aunque en verdad la poesía nos obliga a bailar solos por los versos, y cuando nos lanzamos perdemos un poco la cabeza. La emoción nos lleva a dejar de ser quienes somos para ser otro. Porque leer poesía es dar pasos sobre el papel en la piel de otro. La poesía posee el don de dejarnos percibir con los sentidos de un ser ajeno, el poeta.

El hecho de que las palabras sean pasos confunde además el género, al hacer equivalente un nombre femenino con uno masculino. Esto contribuye a desasir el discurso poético de cualquier posible identificación entre la voz poética y sus recuerdos, tiene la levedad de lo que aún busca su identidad.

El poema se cierra con una estrofa de dos versos, una especie de dicho, que resume el valor de toda la experiencia poética, que en cierta manera desdice lo anterior sin hacerlo del todo. Las palabras recogen lo que una vez, un momento, en el de la composición, experimentó el poeta. Algo que nunca nadie volverá a experimentar. Los instantes poéticos, cuando la inspiración surge, el poeta capta, escribe, lo que la ocasión le dicta con la esperanza de que una traza, un resto, una huella permanezca. Lo que escuchamos al fondo es que ni las experiencias ni las palabras poseen la capacidad de permanencia, de fijar nada.

Este poema es lo que venimos llamando un poema espacial, porque falta en él toda alusión a la temporalidad. El poema crea un espacio que recoge los pasos dados por el poeta en sus líneas, los rastros de esa jornada, una evidencia residual. Esta negación, ausencia, de lo temporal, la reitera la misma palabra «paso», que es utilizada en su significado espacial y ni siquiera se alude al paso del tiempo. Porque el tiempo suele pensarse en la sucesión, en el arrosariamiento de acontecimientos, mientras la espacialidad permite una mayor conjunción de lugares, de espacios, es más palimpséstica. La temporalidad entraña desarrollo y síntesis, cuyo devenir deja una enseñanza, mientras la espacialidad resulta de mayor modernidad por su levedad significativa. Parece una forma apropiada para el siglo XXI, cuando hemos perdido la fe en las enseñanzas no de la Historia, sino de las historias sesgadas que la suelen escribir.

Lejos quedamos de la razón subjetiva como de la poesía social, del culturalismo, de los novísimos, y de la poesía de la experiencia. Nos encontramos ante un poeta que quiere recomenzar la construcción de sus mundos interiores, releyendo sus palabras, releyendo la literatura, buscando restos, huellas, residuos apenas rastreables de la vida. Es un poeta que se acerca como autor a la obra, que quiere dejarse asomar a ella con la prudencia -ya hay demasiados que gustan de mostrarse viajando en metro-, con sensibilidad, dejándonos saber que el viaje lírico exige que miremos a ambos lados, a la manera en que percibimos, y a distinguir entre lo que vemos. Se trata de un biografismo cargado de materiales del pasado, tanto de bagaje literario como personal, si bien cernido por la más estricta condensación poética, dejando que sólo pase al papel una deleble traza de lo humano.

¿Cuál es «El lugar del poema»?, se pregunta Siles. Y contesta inequívoco:


No está el poema, no, en el lenguaje
sino en el alfabeto de la vida.


(p. 59)                


Las palabras, pues, son esos bajeles que llevan la experiencia de la vida, que conoce su propio alfabeto; el poeta será quien sepa impregnar a la palabra de vida, para enseñarnos a leer en el libro de la existencia. Tal es el lugar del poema.





Indice