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Pedro Salinas, novelista

Ricardo Gullón





Entre los escritores de la generación de 1925 acaso sea Pedro Salinas el más europeo, el que siendo, como sin duda lo es, españolísimo en sus gustos y en sus inclinaciones, supera a los demás en capacidad para aprehender la vibración de las corrientes del pensamiento y el sentimiento universal. A Salinas pudiera caracterizársele como el antiprovinciano, en cuanto por provinciano se entienda la sólita deformación y la falta de perspectiva en que suelen incurrir quienes contemplan el mundo a través de un desconsiderado y exclusivo apego a los lugares comunes cotidianos. El punto de vista de Salinas es siempre personal, como establecido sin tener demasiada cuenta de los prejuicios dominantes y circulantes a su alrededor; por personal resulta a menudo fructífero y original, y acierta a descubrir los acontecimientos con impensado sesgo, revelador de aspectos y circunstancias que pueden explicar lo hasta entonces inexplicable.

En la mentalidad de Salinas lo universal y lo castizo coinciden en dichosa armonía. Sus obras están transidas de españolismo, cuando no por el tema, por la actitud, pero al mismo tiempo implican la superación de lo meramente local por una viva urgencia de participar en los anhelos generales, sentidos como propios. Un sentimiento de esta clase ha sido la raíz de La bomba increíble, su libro penúltimo (hay otro, posterior en fecha de edición, pero de él ignoro hasta el título), la lectura del cual me ha sugerido las apuntadas reflexiones.

La bomba increíble no es precisamente «novela», aunque desde luego sea obra novelesca. El autor la denomina fabulación, y el término parece adecuado. Es una historia imaginaria adscrita al género llamado «anticipaciones», muy en boga actualmente para responder a la ansiedad colectiva, afanosa de levantar siquiera una punta del velo ocultador del futuro. La corriente de profetismo, generalmente pesimista y desesperanzada, produjo en fecha reciente una obra maestra: 1984, de George Orwell. La narración de Pedro Salinas no podía tener, ni tiene apenas, puntos de contactos con esta y otras obras análogas. Es una anticipación, ciertamente, pero sin el acento patético que Orwell o Arthur Koestler imprimieron a sus ficciones futurizantes. Más cerca está del huxleyano ¡Dichoso mundo nuevo! Desde la primera línea el ingenio animado y vario del escritor español infunde al texto una irónica vivacidad: el mundo que presenta no está dominado por la crueldad, como el de Orwell, o por la frivolidad y el miedo, como el de Koestler, sino por la técnica puesta al servicio de una violencia fría e impersonal.

El suceso referido en esta sátira -pues de sátira se trata, entre otras cosas- puede resumirse en corto espacio: en el museo de la Paz de un país imaginario -el E. T. C. o Estado Técnico Científico-, donde se exhiben las armas utilizadas por el hombre a lo largo de la Historia, aparece súbitamente una bomba nueva, desconocida. Los científicos, reguladores de la vida del Estado, estudian la bomba en los campos de investigación, sin llegar a descubrir procedencia ni composición. Enloquecido, uno de los técnicos acuchilla la masa inerte; cede ésta al acero y sufre siete heridas, de las que brotan estridentes burbujas, enorme masa de efluvios que son quejidos, insoportables e irresistibles ayes de dolor, que poco a poco van invadiéndolo todo y obligando a evacuar campos y poblaciones.

Los hombres no pueden soportar la invasión sonora sin enloquecer; las máquinas se paralizan en cuanto las anega la inmensa ola de quejumbres; imposible obliterarse el conducto auditivo, y hasta el cerebro de los sordos llega abrumadora y taladrante la horrible queja. El último capítulo de la narración, titulado «Apocalipsis y albor», explica cómo al fin, cuando el país está desierto, dos seres, un hombre y una muchacha, únicos que pudieron soportar la invasión, descubren el secreto de la bomba y la manera de cortar el torrente de gritos: en la dolorida masa de clamores vencedora de la técnica y la ciencia se acumulaban los gemidos de todas las víctimas, de los muertos en todos los siglos por mano del hombre, pues el dolor de los innumerables Abeles de la Historia, de los caídos por la maldad de sus hermanos, continuaba existiendo y se hacía tangible en el prepotente quejido. Y lo que no lograron los científicos en fuga, lo consiguió una mujer: acabar con los ayes, yendo a la bomba y abrazándose a ella hasta cerrar «las siete bocas surtidoras del plañir». No la ciencia, sino el amor salvará al mundo, y las criaturas supervivientes iniciarán nueva vida soñando «una humanidad donde el morir jamás le viniese al hombre de mano del hombre: sólo de la voluntad de la Muerte. Hacia un mundo sin el ¡ay! de Abel».

El pesimismo queda compensado por la fe en un acto final salvacionista, inspirado. Frente al incesante y fatal desarrollo de los medios de destrucción, frente a un cientifismo incapaz de defender los valores humanos, Salinas imagina la incontenible invasión de los ayes acumulados por el sufrimiento de millones de víctimas. La utopía apunta en la página postrera y queda sin escribir. Como en el cuento de Graham Greene en que el asesino del último cristiano, al verlo morir, se siente portador de su fe, también aquí, en esas líneas finales, Salinas -de manera muy distinta- ofrece una visión del futuro renaciente bajo la destrucción, de la vida tornando a ser desde el punto extremo de la muerte. La fuerza del amor y la fe vencen al enemigo, que no lo es aquella fluida masa de concentrados padeceres, sino la barbarie personificada en los técnicos del monstruoso Estado por ellos erigido y gobernado.

Pedro Salinas

Pedro Salinas

La bomba «increíble» responde al anhelo de muchos corazones que desearían cortar con un ¡basta! tajante la marcha ciega del llamado progreso técnico. ¡Cuántas ansias no dichas y temores callados en el hombre actual! Está claro que el progreso técnico no significa progreso moral, antes parece oponérsele, y de esa oposición brota un malestar que no por silencioso resulta menos cierto y opresor.

Para dar a la fabulación apariencias de realidad, Salinas escogió la forma que podía hacerla más verosímil: el libro es la crónica de ciertos hechos, narrados con la sencillez de quien está refiriendo episodios corrientes y vulgares. Una historia dicha del modo más natural, sin que la voz deje traslucir (salvo en un par de momentos) la eventual emoción del cronista. La forma es adecuada porque, como señaló André Maurois, para dar sensación de verosimilitud es recomendable rehuir la gesticulación y el énfasis y contar los sucesos extraños del modo más llano posible. Las resistencias del lector ante lo raro del caso deben de ser vencidas en su raíz por la naturalidad del lenguaje, que apunta brotes de popular desgarro y muestra a veces sutilísima vena arcaica e incrustaciones tópicas.

Tal lenguaje sirve para manifestar sin traicionarla la ironía, no diré agazapada, pero sí discreta en segundo término, contrapunto de los agitados movimientos a que se ven impelidos los personajes. Y al escribir la palabra «personajes», echo de ver la necesidad de una inmediata aclaración: ¿existen realmente personajes en La bomba increíble? Strictu sensu, no. Las figuras ficticias funcionan y se mueven, pero sin personalidad, no indiferenciadas, sino someras en la individualización; arquetípicas, cada una en su papel, ligada al plan y a la falsilla necesaria. En esta obra se dicen muchas cosas acerca del comportamiento humano, pero no del funcionamiento de un corazón en particular. Todo el interés del autor se centra en la organización y desarrollo del conflicto, narrado como si hubiera sido vivido, o mejor dicho, no: narrado con más dominio del asunto del que puede tener el espectador de sucesos reales, tan a menudo subyugado por ellos.

El Regente, los Ministros, la orgullosa cohorte de científicos, incluso Víctor y Cecilia (los dos supervivientes), son elementos de la composición del gran fresco cuyo protagonista es la bomba. Los hombres viven en la angustia, no sin paralelo con los habitantes del presente, y esa angustia constituye el tema de la narración. La bomba es el misterio, la amenaza difusa e invencible que no puede ser contenida con las habituales defensas. Frente a ella el hombre adviértese inerme y desamparado: sin fe y sin esperanza, desvalido y pronto a dejarse vencer. Simbólicamente, es una muchacha, sabia en su ignorancia, quien osa afrontar lo oscuro y reducir al silencio los clamores con un sencillo acto de amor: abrazándose sin miedo a la sorprendente máquina que los contiene, y acallándolos en el abrazo.

Salinas ha desparramado en estas páginas una multitud de pormenores convincentes, los «petits faits vrais», caros a Stendhal. La anécdota, sobre referida con naturalidad, está trufada de verísimos detalles: así, el episodio del periódico, para quien el estupendo hallazgo de la bomba representa no más que la oportunidad de obtener un éxito sobre sus colegas, de «hacer migas» a los diarios rivales. La reunión de los Ministros con el Regente, y más aún la reseña del plebiscito montado para decidir el ulterior destino de la bomba, tienen el movimiento y la vivacidad de un gran reportaje. En cada coyuntura el ingenio del autor sazona la narración con notas de picante realismo, bien observadas y transcritas con gracejo. Así, las medidas de urgencia adoptadas por el Gobierno para distraer el ánimo de los ciudadanos: puesta en circulación de libros incluidos en el Índice Científico Social por sus tendencias irracionales, tales como el Don Quijote, Fausto, La Odisea; exhibición de viejas películas de asuntos imaginarios y, por lo tanto, contrarias a los severos dogmas de la racionalidad imperante. El drama crece sin que cambie el tono del narrador, y la confusión se describe con imperturbable mesura. La incorporación al relato de incidencias normales revigoriza su verosimilitud. El tratamiento del tema no puede ser más realista ni el humor más adecuado para sofrenar el romanticismo latente. Pues nótese esto: La bomba increíble acaba en una exaltación del amor, en una afirmación seguramente «romántica» y desde luego cristiana: el progreso moral será obra del amor y la caridad, no de la presuntuosa técnica.

En este libro, como se advierte en la nota editorial, vuelve Salinas a desarrollar el tema de su poema Cero (incluido en Todo más claro): el hombre, «autor de nadas», logra al fin, en su lucha con el hombre, crear el cero absoluto, el naufragio total. Y yo diría que en el relato consiguió el autor dar más completa expresión a aquella gran paradoja notada en el prólogo a los versos mencionados: «que en los cubículos de los laboratorios, celebrados templos del progreso, se elabora del modo más racional la técnica del más definitivo regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser». En la fabulación presente el tema aparece en tal extremo de madurez, que serenidad e ironía no cercenan el soterraño crecer de la angustia, ni impiden escuchar el rumor de la esperanza. La bomba increíble es una iluminación del tipo de las que Salinas quiere crear en sus poemas; iluminación que explica la desesperanza presente y las razones para confiar en un renacimiento posible.

Pedro Salinas aporta a la literatura novelesca española contemporánea algo que falta -o al menos escasea mucho- en ella: una imaginación capaz de superar los linderos de lo cotidiano desplazándose a un mundo distinto y no menos real. La imaginación de Salinas nos introduce de golpe en el universo temible y soñado por la general zozobra. La gran farsa de la vida acaba en tragedia con un lejano horizonte auroral. Justamente el mínimo de aurora para que el temeroso lector sienta robustecidas sus razones para creer y esperar.





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