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Pensamiento y poesía en la vida española

María Zambrano




Propósito

Las siguientes conferencias pronunciadas en México, bajo los generosos auspicios de La Casa de España, que de tantas maneras llenas de inteligencia y eficacia, hace posible la continuación de nuestra vida intelectual lejos de España, no son sino breves trozos de algo pensado, y más que pensado, intuido, con mucha mayor amplitud. He de confesar que, hasta julio de mil novecientos treinta y seis, en que España se lanza a la hoguera en que todavía arde con fuego recóndito, no me había hecho cuestión de la trayectoria del pensamiento en España. Absorbida enteramente en temas universales, resbalaba sobre mi atención, eludiendo muchas veces la naciente extrañeza que me producían las peculiaridades extremas del pensar español, es decir, de la función real y efectiva del pensamiento en la vida española. Son abundantes los tópicos que circulan acerca de ella, pues la situación de España en el concierto de la cultura, es tan singular, que necesitaba de una explicación y no obteniéndola, ha engendrado tópicos a granel. De ellos nos hemos nutrido.

Pero, la tremenda tragedia española ha puesto al aire, ha descubierto las entrañas mismas de la vida. Esto por una parte, y por otra, que en los trances decisivos, el amor surge absorbente, intransigente. Y así, eso que se llama patria y que antes los españoles, al menos, no nos atrevíamos a nombrar, ha cobrado en su agonía todo su terrible, tiránico, poder. Imposible liberarse de su imperio; imposible, porque tampoco queremos librarnos, sino entregarnos, como todo amor ansía, más y más. Y la mente va allí donde el amor la lleva, y así, he de confesar que tengo ante mí una larga cadena de temas hispánicos, de los cuales he entresacado los de estas conferencias que pertenecen a una serie titulada toda ella: Pensamiento y poesía en la vida española.

Se tiende ante mí inabarcable casi, al menos para mis alcances y mis días. Pero, me daré por satisfecha si puedo, al menos, entregar mi esfuerzo hacia algo tan inédito, tan virgen en el terreno del conocimiento, y tan precioso para los tiempos que han de venir. A veces, un temor me asalta: ¿es que se irá a convertir España para los españoles, en tema de «hispanismo»? ¿Es que el afán de conocerla se originará de que no la hemos sabido hacer? Todo es posible, pero mi actitud no es ésa; muy al contrario, si siento tiránicamente la necesidad de esclarecimiento de la realidad española, es porque creo que continuará existiendo íntegramente en espera de alcanzar, al fin, la forma que le sea adecuada; porque espero que España puede ser, es ya, un germen, aunque en el peor de los casos, este germen no fructifique dentro de sí mismo. Porque al fin, la dispersión puede ser la manera como se entregue al mundo la esencia de lo español.

En todo caso, el conocimiento es una forma de amor y también una forma de acción, la única quizá que podamos ejercitar sin remordimiento en los días que corren; la única cuya responsabilidad esté en proporción con nuestras fuerzas. Desde este horizonte amplio, como dos brazos tendidos que México nos abre, esperamos proseguir a fondo lo que estas conferencias solamente anuncian.






ArribaAbajoRazón, poesía, historia


ArribaAbajoLa crisis del racionalismo europeo

La poesía unida a la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia. El pensamiento, el riguroso pensamiento filosófico tradicional separó a ambas y casi las anuló reservándose para sí la realidad íntegra, para sustituirla en seguida por otra realidad, segura, ideal, estable y hecha a la medida del intelecto humano. Hoy, a una cierta distancia ya de la gran tradición filosófica que va de Parménides a Hegel, vemos que en su idealismo radical había una formidable fuerza, la fuerza de estabilizar las perturbadoras apariencias, haciendo de ellas un mundo; mundo por ser trasmundo. Y ese trasmundo ideal, arquitectura del ser que el pensamiento filosófico descubriera en Grecia con tan enérgica decisión, ha servido para que el hombre se sintiera habitante de un orbe estable, definido aunque ilimitado. Y le ha dado durante siglos la medida justa de la seguridad y la inseguridad, de lo claro y de lo incógnito, de la verdad y la ilusión, en una proporción tan sabia en su conjunto, que le permitía sostenerse y al par avanzar, en ese movimiento fecundo que ha engendrado toda la cultura de occidente. A este equilibrio, a esta medida afortunada se ha llamado razón y razonable la vida que más se conformaba a ella.

Hay, pues, un horizonte amplio desde Grecia -la Grecia parmenidiana- a la Europa de Hegel, en que el hombre, todo hombre, ha sido racionalista con un racionalismo esencial, de base, de fundamento, que podía, inclusive, escindirse en teorías o «ismos» de enunciación opuesta. Mas, esta oposición no alteraba la medida, la proporción de verdad, seguridad y liberación que habían hecho de la confusa realidad virginal, del indefinido, ilimitado apeiron, de las oscuras y terribles pasiones, un mundo habitable, un orbe donde el hombre instalado ya casi naturalmente, se sentía con potencia para edificar y con humildad para contemplar lo edificado, con violencia para desprenderse de mucho y con amor para adherirse profundamente a algo.

Hoy este mundo se desploma. Nos ha tocado a nosotros, los vivientes de hoy, pero todavía más a los que atravesamos la difícil edad que pasa de la juventud y no alcanza la madurez, soportar este derrumbamiento; y digo «soportar» porque es el mínimo exigible y no me atrevo a expresar afirmativamente lo que late en el fondo de cada uno de nosotros. Porque no me atrevo a aceptar, sin más, el mandato, cuya voz de tantas maneras evitamos el oír: la voz que nos llama más allá del mero soportar este derrumbamiento para participar en la creación de lo que le siga. Porque algo forzosamente le ha de seguir.

Puesta así la situación que ante nosotros nos hemos encontrado, ¿no viene a ser preciso y urgente lanzar una mirada hacia una tierra, un pueblo que ha permanecido casi indiferente, con una rebeldía virginal ante esto que hoy nos abandona y que vemos tan claramente en su totalidad, justo, porque nos abandona?

Mientras este racionalismo greco-europeo ha estado todavía vigente, el hombre que vivía dentro de él percibía las divergencias que en su seno había: las disputas, las disonancias producidas por su íntima complejidad. Percibía la complejidad inmediata por encima de la unidad fundamental, al igual que aquel que habita dentro de un edificio no puede percibir su silueta. Mal síntoma es cuando percibimos la silueta total de algo; por lo menos es signo de que comienza a abandonarnos. Así las edades de nuestra propia vida. Vemos el sentido de la confusa adolescencia cuando se retira de nosotros, porque ya en nosotros algo nuevo ha nacido, y entonces, de la múltiple heterogeneidad de tantos momentos confusos, vemos surgir algo redondo, homogéneo y coherente. Porque la unidad en la vida es anuncio de la muerte. Según van muriendo nuestras edades: el niño, el muchacho que fuimos, los vemos recortarse enteros fuera de nosotros: imagen, figura solidificada de la fluidez viva de ayer. Los instantes idos, tan dispersos en su transcurrir, han dejado como residuo al alejarse una unidad compacta y terriblemente esquemática.

No sucede otra cosa en la vida de todos, en esa vida anónima que llamamos sociedad, que se sostiene mediante una cultura y que trasciende en la historia. Vemos un horizonte histórico cuando ya no estamos propiamente bajo su curva, cuando ya se ha congelado en algo escultórico, fundido en el hielo inmortal de toda muerte (allí donde acaban todas las confusiones, todas las disputas). Pero hay un instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un firmamento organizador. Tan sólo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas de la impostura.

¿Es extraño, pues, que en trance tal nos volvamos a investigar hasta donde nos sea posible, la forma de ser y vivir de un pueblo inmensamente fecundo y al par fracasado, cuyo horizonte de vida y pensamiento nunca coincidió del todo con este grandioso horizonte que nos deja? Pueblo rebelde, inadaptado, glorioso y despreciado, enigmático siempre, que se llama España. Su enigma nos presenta hoy, un enigma universal, una interrogación sobre el porvenir. Su pasado está vivo por lo tanto, ya que en él laten las entrañas de este porvenir incierto y que tan desesperadamente esperamos.

Mas, antes de seguir adelante es preciso que preguntemos: ¿Qué es lo que se va? De este horizonte de veinticuatro siglos de razón. ¿qué es lo que nos deja o nos ha dejado ya? Muchas cosas; mas para lo que nos proponemos tendremos que concretar solamente algunas, pues el referirnos a todas sería tanto como recorrer el campo inmenso de toda la complejísima cultura actual. Y lo que nos importa no son tanto las cosas de la cultura como la cultura misma; el horizonte y el suelo que la hizo posible. Y este horizonte fue el racionalismo. ¿En qué consiste, pues, en esencia, el racionalismo, el racionalismo como horizonte, como suelo, no como teoría metafísica o filosófica de un grupo o un hombre por muy glorioso que sea? Tendremos que acudir a sus orígenes de lucha, pues si nació con tan poderoso impulso, algo, sin duda, tendría frente a sí. Toda filosofía es polémica en su esencia y lo que triunfó con Parménides triunfó frente a algo. Triunfó conquistándose la realidad indefinida definiéndola como ser; ser que es unidad, identidad consigo mismo, inmutabilidad residente más allá de las apariencias contradictorias del mundo sensible del movimiento; ser captable únicamente por una mirada intelectual llamada noein y que es «idea». Ser ideal, verdadero, en contraposición a la fluyente, movediza, confusa y dispersa heterogeneidad que es el encuentro primero de toda vida. Frente a Parménides estaba Heráclito cuyos aforismos misteriosos de una doble profundidad filosófica y poética, quedaron ahí casi al margen durante siglos. Pero también estaba algo que no era filosofía y que creció paralelamente a ella: la poesía y la tragedia. También otro saber más cercano a la ciencia, pero desconectado de ella: la historia. No es tema de este momento entrar en las relaciones delicadas entre ellas. Bástenos saber una cosa: que el pensamiento de Parménides alcanzó el poder en su sometimiento de la realidad al ser, mejor dicho de lo que simplemente encontramos, al ser ideal captado en la idea y cuyo rasgo fundamental es la identidad de la cual se deriva la permanencia, la inmutabilidad. Lo demás, el movimiento, el cambio, los colores y la luz, las pasiones que desgarran el corazón del hombre, son «lo otro», lo que ha quedado fuera del ser. Y bien pronto va a surgir con Sócrates y Platón, una moral correspondiente a este género de pensamiento, la moral ascética que condena a la vida para salvar la unidad del ser transferida al hombre; la moral que va a transformar las dispersas horas de cada vida humana en una eternidad, unidad más allá del tiempo sensible.

Fácilmente se comprende que todo ello significa una condena de la poesía. Y en efecto, jamás ha salido de labios humanos una condena tan taxativa y extremada como la de Platón. Y bien se comprende, además, por un motivo personal: Platón era poeta y abandonó la poesía por la filosofía. En realidad siguió siendo poeta, puesto que hay mercedes irrenunciables, y así, era de sí mismo de quien se defendía al condenar a los poetas. Es justamente en Platón en quien ya la filosofía se despide definitivamente de la poesía, se independiza de ella y para hacerlo hasta el fin, tiene que atacarla, como a lo que en realidad es: su mayor peligro, su más seductora enemiga, a la que nada hay que conceder para que no se quede con todo. Como Ulises ante las sirenas, tiene que taparse los oídos para no escuchar su música, pues si escuchara, ya no volvería a escuchar otra cosa. Platón el poeta, «el divino», tiene que cerrarse a toda justificación del poeta y tiene que alejarlo de su República, pues si le diera entrada, ¿qué iba a hacer él, Platón, sino poesía? Había que elegir y nadie podía sentir con más fuerza el conflicto que quien llevaba dentro de su ser ambas posibilidades; quien era poeta por naturaleza y filósofo por decreto del destino. (Como no es ahora de Platón de quien nos proponemos hablar, no podemos detenernos a mostrar cómo en los trances supremos de su filosofía acude al mito poético para revelarnos las verdades supremas y entonces las largas cadenas de razones quedan atrás, ante la luminosidad del misterio revelado. ¿Sabría Platón entonces, que estaba haciendo poesía?).

Y mientras tanto, de otro lado el poeta seguía su vía de desgarramiento, crucificado en las apariencias, en las adoradas apariencias, de las que no sabe ni quiere desprenderse, apegado a su mundo sensible: al tiempo, al cambio y a las cosas que más cambian, cual son los sentimientos y pasiones humanas, a lo irracional sin medida, íbamos a decir sin remedio, porque esto es sin remedio ni curación posible. La Filosofía fue además -alguien se hizo plenamente cargo de ello- curación, consuelo y remedio de la melancolía inmensa del vivir entre fantasmas, sombras y espejismos. Pero la poesía no quiso curarse, no aceptó remedio ni consuelo ante la melancolía irremediable del tiempo, ante la tragedia del amor inalcanzado, ante la muerte. Más leal tal vez en esto que la filosofía, no quiso aceptar consuelo alguno y escarbó, escarbó en el misterio. Su única cura estaba en la contemplación de la propia herida y, tal vez, en herirse más y más.

Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. «De todos los saberes ninguno más inútil, pero ninguno más noble», nos dice Aristóteles; pero no sabemos cómo vino a parar enseguida en ser un poder y aún en pedir el poder con toda obviedad, según hace Platón en La República. No vamos a averiguar ahora cómo la filosofía, tan desinteresada, vino a engendrar la idea del Estado que nace de ella sin esperar a mucho ciertamente. Y si Platón pudo arrojar de su república ideal, al poeta, fue porque el Estado, el poder, vino a ser cosa del desinteresado saber filosófico.

Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.

Y con esto, hemos tocado el punto más íntimo y delicado de la divergencia -que muchas veces ha sido enemistad- entre filosofía y pensamiento, entendiendo por filosofía esta del racionalismo tradicional: la diferencia frente al hecho del humano fracaso. Porque, toda vida humana es en su fondo una vida que se encuentra ante el fracaso, sin que el reconocer esto lleve por el momento ninguna calificación de pesimismo, pues quizá sea la previa condición para no llegar a él. Pertenece a la contextura esencial de la vida el serse insuficiente, el verse incompleta, el estar siempre en deficit. De no ser así, nada se haría ni se hubiera hecho. Y hay muchas maneras de salvar este fracaso; hay la manera apresurada e ingenua que pretende llenar de «cosas», de éxitos, este vacío, como el que quiere cubrir un abismo y el abismo se traga todo lo que se echa en él y siempre sigue ahí con su boca abierta, ávido y siempre necesitado de más.

Ante este fracaso originario, la poesía no toma conscientemente posición alguna, no se hace problema y aquí está la divergencia porque la filosofía es problema ante todo. Para la poesía nada es problemático sino misterioso. La poesía no se pregunta ni toma determinaciones, sino que se abraza al fracaso, se hunde en él y hasta se identifica con él. No pretende resolverlo, porque no le interesa actuar; su único actuar es su decir y su decir es una momentánea liberación en que el grado de libertad es el mínimo, pues vuelve a caer en aquello de que se ha liberado. Poesía es siempre retorno; subir para caer de nuevo; por esto hay quien ha visto solamente el instante en que cae y la identifica con la caída, porque no ve ni su vuelo ni su morosa reiteración que es causa de su eterno retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta es inagotable, como para todo amante.

Pero, aún tenemos que tocar otros puntos de los muchos que nos quedan por examinar en este esquemático paralelismo: la poesía tiene su «más allá» también; tiene su trasmundo o su transrealidad. Algo que es con respecto a las simples apariencias que el poeta toma, lo que la idea, el ser, con respecto a las apariencias de la doxa. Y tal vez, esto sea causa en parte, del otro hecho que tenemos que tomar en cuenta, y es: que dentro del ámbito, del horizonte, del idealismo, del ser, se dé más tarde, siglos más tarde, un espléndido desenvolvimiento de la poesía. El trasmundo del pensamiento y el trasmundo de la poesía, se llegaron a juntar formando así un orbe único de una doble y compleja idealidad. En Dante, en San Juan de la Cruz, la poesía se ha salvado, sobrepasándole, de Platón. Hay una poesía platónica que es la mejor venganza, la única que le ha estado permitida al poeta, de la severa sentencia del filósofo erigido en poder.

La integración poética filosófica, por ironía del destino, no alcanza a verificarse, tal vez, más que dentro de esta corriente platónica; sólo en la tradición del pensador que la desestimara encontró cobijo para anidar, cielo para levantar su más alto vuelo. Fuera ha quedado toda una gran masa poética que no coincide con este ámbito; fuera también queda una más rigorosa, ambiciosa filosofía que no ofrece, ni permite sombra ninguna. ¡Quién sabe si hoy por la vía de una novísima filosofía sea posible y aún necesario enlazarlas!

Pero, quedaba otra cosa, un saber acerca de lo temporal denominado historia, la usteria de Herodoto, saber de lo temporal, del acontecimiento contingente que esclaviza, del dato cierto del que no cabe liberación; saber de este mundo sin trasmundo posible, ni vuelo. Oscilante entre el saber y la ignorancia, entre el poder y el desinterés, llena de consideraciones concretas y rebasando lo concreto a cada paso. Mientras ha durado el amplio racionalismo de que hablamos, la historia no ha alcanzado categoría de saber con plenitud. «Semiciencia» y «semiarte», razonable y sin ser plenamente racional. Pero no podemos dejar de señalar que es con Hegel, cumbre del racionalismo, con quien la historia se alza hasta la razón misma. Es porque se la ha identificado con la propia razón, al ser la razón despliegue en el tiempo. La razón se manifiesta temporalmente y este manifestarse es la historia. Ha ganado rango la Historia, no puede en realidad llegar a más: pero no ha ganado sino tal vez perdido la escasa autonomía de que gozara. Quiere decir esto que seguía la ceguera para lo originalmente histórico, que quedaba en Hegel encubierto, totalmente absorbido bajo la razón. No se había hecho sino asimilar imperialmente la historia. La razón había subido a su más alto punto y con ello había llegado justamente a su límite, a su dintel. Más allá no podría proseguir.

Lo que queda claro es que adentrándose en el ámbito de la razón, la historia subió de rango, se relacionó íntimamente con el saber esencial; mas no se encontró consigo misma. Ha sido necesario que a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida, para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud. La vida misma del hombre es historia, toda vida está en la historia por lo pronto, sin que sepamos si ha de salir de ella. Antes se creía que sólo algunas vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida dramático de la actual filosofía que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista.

¿Mas qué tiene que ver todo esto con el problema de España? Por lo pronto que ello nos explicaría el porqué de la ignorancia del español de sí mismo, aunque en esta ignorancia vayan también ingredientes específicos, el que el español haya sabido mejor que nada lo que no es, va a permitirnos intentar entrar, bien que de puntillas, en la íntima complejidad de la historia de España. Para entender su historia, los grandes hechos, es menester tener antes algún diseño o esquema de la vida española en su raíz. Hay que intentar ver qué le ha pasado, realmente, al hombre español, cuáles son los actos de su drama. En definitiva, cuál es el argumento de la historia española. Toda historia tiene su argumento; ni es una cadena de hechos rigurosamente delimitados, que al fin nada nos dicen, sino los hechos mismos, ni es la pura razón desplegándose libre de contacto alguno. Es la vida y la vida tiene una cierta estructura; la vida no es informe y lo que hay que buscar, precisamente, son esas categorías que nos dan el esquema de ella.




ArribaAbajoSoberbia de la razón

Los breves pasos en que hemos acompañado a la razón en su caminar por nuestro angosto mundo de Occidente, son suficientes, creo yo, para poder advertir que la razón se ensoberbeció. No me atrevo a decir que en su raíz; creo, por el contrario, que en sus luminosos y arriesgados comienzos con Parménides y Platón, la razón pudo pecar de otras cosas, mas no de soberbia. La soberbia llegó con el racionalismo europeo en su forma idealista y muy especialmente con Hegel. Soberbia de la razón es soberbia de la filosofía, es soberbia del hombre que parte en busca del conocimiento y que se cree tenerlo, porque la filosofía busca el todo y el idealista hegeliano cree que lo tiene ya desde el comienzo. No cree estar en un todo, sino poseerlo totalitariamente. La vida se rebela y se revela por diversos caminos ante este ensoberbecimiento y se va manifestando. El último período del pensamiento europeo se puede llamar: rebelión de la vida. La vida se rebela y se manifiesta, pero inmediatamente corremos otro riesgo: la vida sigue por los mismos cauces de la razón hegeliana y la sustituye simplemente, y allí donde antes se dijera «razón» se dice después «vida», y la situación queda sustancialmente la misma. Se cree poseer la totalidad, se cree tener el todo. Y es porque f alta esa conciencia de la dependencia, de la limitación propia que es la humildad. La humildad intelectual compañera indispensable de todo descubridor. El pensamiento en tiempos de crisis es el pensamiento descubridor y las virtudes del descubridor han sido siempre dos, algo contradictorias en apariencia: audacia y humildad. Hay que atreverse a todo con la conciencia de la propia limitación, de la particularidad de nuestra obra. Sólo es fecunda esta conjunción, de amplitud ilimitada en el horizonte y conciencia de la pequeñez del paso que damos.

Evitando la soberbia de la razón y la soberbia de la vida, esta nueva historia puede constituir el más fecundo saber de nuestros días, aquel que le advierte al hombre, que le guíe y sobre todo: que le enamore o le reenamore. Nada más infecundo que la rebeldía, aquella que mantiene al hombre suelto, ensimismado, sin hondura; confinado, en la miseria del aislamiento, que algunos se empeñan en llamar libertad o independencia; que algunos otros llegan hasta a llamar poderío, pero que es sólo miseria.

Y al llegar a este punto, vemos que la nueva historia se va a juntar inmediatamente con otra cosa relegada y humillada por la soberbia filosófica, se va a juntar con la poesía. Porque, el poeta ha sido siempre un hombre enamorado, enamorado del mundo, del cosmos; de la naturaleza y de lo divino en unidad. Y el nuevo saber fecundo sólo lo será si brota de unas entrañas enamoradas. Y sólo así será todo lo que el saber tiene que ser: apaciguamiento y afán, satisfacción, confianza y comunicación efectiva de una verdad que nos haga de nuevo comunes, participantes; iguales y hermanos. Sólo así el mundo será de nuevo habitable.

La Filosofía ha dado paso a la revelación de la vida y con ella a la historia; la historia llama a la poesía, y así, este nuevo saber será poético, filosófico e histórico. Estará de nuevo sumergido en la vida y quién sabe si haciéndonos posible liberarnos también de ella. Será un saber regulador que le dé al hombre conciencia de su pasado, que le libre de la carga del pasado cuando nos es desconocido o semi-desconocido. Se ha creído liberarse ingenuamente del pasado con la ignorancia y la ignorancia no ha resultado nunca arma de liberación: sólo el conocimiento libera, porque sólo el conocimiento unifica. Absorbamos nuestro pasado en nuestro presente, incorporémosle al hoy, mejor al mañana; no dejemos ningún residuo muerto, opaco; no le dejemos nada a la muerte. Sabiendo nuestro pasado es como será verdaderamente nuestro, es como estará vivificado, plenamente presente en este instante, en cada instante de la vida.

En suma, este saber nuevo tendrá que ser un saber de reconciliación, de otro entrañamiento.

Y podemos, por lo menos, esperar que surja por este camino la nueva medida que ocupe el lugar de la antigua medida razonable. Lo que se ha llamado también objetividad. Objetividad era el orbe, el horizonte formado por la trascendencia de los objetos, orbe inteligible dentro del cual el hombre se entendía a sí mismo, dentro del cual se encontraba con imagen y figura. La objetividad que parecía ser algo exclusivamente lógico, al faltarnos hoy en el desgraciado mundo europeo, vemos que era ante todo objetividad social, viva objetividad como una mano paternal, firme y protectora, que fuese atando disparidades, desenlazando nudos, señalando el camino posible entre la maraña. Hoy todo esto lo hemos perdido y hace tiempo que el hombre se volvió una maraña para sí mismo, un enigma indescifrable porque ni quiere ni se deja descifrar.




ArribaAbajoEl peso del pasado

Otro elemento de esta situación es, sin duda alguna, el peso del pasado. En época alguna del mundo, el hombre ha tenido tanto pasado gravitando sobre sí; en época alguna ha sentido tanto el fardo de esto que se llama ayer, tradición. Comparada con cualquier otra época vemos la nuestra en este crítico instante en que es preciso volver la vista atrás, si se quiere seguir adelante. Y en la vida el seguir adelante es la única forma de sostenerse. El saber acerca del pasado no es ya una curiosidad lujosa, ni un deporte que pueda permitirse inteligencias en vacaciones, sino una extremada, urgentísima necesidad. Por el peso del pasado, podíamos decir, por la cantidad de pasado que gravita sobre nuestras espaldas, y también por otras características de nuestra época, por las revoluciones. Estamos en el ciclo todavía de las revoluciones y toda revolución -hasta la contrarrevolución- se anuncia a sí misma rompiendo con el pasado; todas aparecen en guerra con el ayer, con el ayer más próximo. Y sólo por el pronto, hace eso la revolución: romper con el pasado. ¿Mas no será la segunda e inmediata necesidad de toda revolución entrar en explicaciones con ese pasado? ¿Puede una época mantenerse en ruptura absoluta con el ayer, porque en ese ayer hayan existido cosas que ella viene a romper o corregir?

Reconciliación con el pasado, lo cual vale lo mismo que liberarse plenamente de él vivificándole y vivificándonos. Tal debe hacer la nueva historia.

Con estas ideas previas quizá podamos y, atrevernos a algo que muchos han estado tocando con la punta de los dedos y no llegaron a hacer. Estaban condenados a ser fragmentos, estaban destinados a crecer dentro de unas tapias sin encontrarse con su complementario. El poeta que siente la filosofía como última perspectiva de su poesía; el filósofo que no se conforma con usar de la razón, que no se resigna a renunciar a la belleza; el historiador que se sentía penetrado por el tedio de las citas, de la mezquindad del hecho.

Frente a ellos estaba la vida proponiéndoles el enigma de su ser temporal, excitándoles para que se descubrieran su sentido. Porque o la vida tiene sentido, o no es nada, y hay que sumergirse en la vida de un pueblo, perderse primero en ella, en su complejidad ilimitada, para salir luego a la superficie con una experiencia en la que se da el sentido. El sentido ordena los hechos y los encaja entre sí al encajarlos en su unidad. Y puede acontecer que en momentos de hondo, terrible fracaso de un pueblo, éste necesite hundirse en su ser para arrancarse su sentido, para llegar hasta el sentido del fracaso, la razón de la sinrazón.

España es hoy ese pueblo. La razón de tanta sinrazón y el sentido de tan inmenso caos, la razón del delirio, de la locura y hasta de la vaciedad, hemos de atrevernos a encontrarla.




ArribaAbajoVida española

Vamos a penetrar en la vida española, pero ¿en cuál? Si la vida está moldeada por el tiempo, la vida española será distinta de la vida humana en general no solamente por la condición española, sino porque esta vida española, a su vez, será distinta según el tiempo en que corra. Y así es, pero querríamos perseguirla a través de los varios tiempos para dar con sus instantes fundamentales, con sus cambios decisivos. Trataremos de encontrarla en su origen. Más, ¿cómo hallar sus orígenes entre el sin fin de acontecimientos, entre la heterogeneidad de sucesos y tiempos? La vida, hemos dicho, toda vida tiene una forma, posee una cierta estructura y es la que previamente hay que diseñar. Esto equivale a decir que la vida tiene sus categorías. Y el que las tenga es lo que hace posible la historia. Si fuese una simple fluencia regida por deseos, instintos y apetitos fijos como en el animal, entonces nunca propiamente pasaría nada, ni nada habría que conocer ni que contar. Hemos señalado que la razón, el pensamiento en España, ha funcionado de bien diferente manera y que por ello España puede ser el tesoro virginal dejado atrás en la crisis del racionalismo europeo. España no ha gozado con plenitud de ese poderío, de ese horizonte. Se nos ha echado en cara muchas veces nuestra pobretería filosófica y así es, si por filosofía se entiende, los grandes sistemas. Mas de nuestra pobretería saldrá nuestra riqueza.




ArribaAbajoPensamiento y poesía en la vida española

Es evidente que dentro de la vida española, pensamiento y poesía han tenido un funcionamiento bastante dispar al que tuvieron en el orgulloso continente que se llama Europa, en la soberbia cultura de Occidente. En dos hechos podemos fundar esta diferencia por un afán de puntualizar, pues la diferencia es tan notoria que en rigor no haría falta sino señalarla. Los hechos son: la falta absoluta de grandes sistemas filosóficos, cual los ha habido en los demás países creadores de la cultura europea, y el gran decaimiento que acaeció en la vida española en todos los órdenes incluso en el del pensamiento, cuando adivino la edad de oro de la cultura de Occidente: la edad moderna. Dudoso es y muy discutido, que hayamos tenido o no Renacimiento, también lo es que hayamos tenido Reforma, pues el hecho de la Contrarreforma podría ya significar una reforma a nuestra manera. Pero lo que no puede entrar en discusión por su evidencia misma, es la decadencia rapidísima, casi mortal, que sufrió el espíritu español al triunfar con plenitud la edad moderna, la edad de la burguesía. España no supo vivir con plenitud, con brillantez en esta época, en este clima del capitalismo burgués europeo; no estaba hecha a su medida; se encontró sorprendida, ajena y en seguida hostil contra todo esto tan grandioso, tan potente. Y es más de señalar, cuanto que España realizará dos de las hazañas más fabulosas que inauguran y dan sentido a esta Edad Moderna: la creación del Estado netamente moderno, con los Reyes Católicos, y el Descubrimiento de América. América ensanchando el horizonte, redondeando realmente el mundo abre esta nueva época. El Estado nacido en el Renacimiento, crea un nuevo instrumento de poder y un nuevo ámbito de convivencia humana y política. España más que nadie, más que nadie en Europa, está presente en ambas cosas y luego se detiene, y es Europa quien va a sacar provecho de todo ello. Es el Occidente orgulloso y soberbio en su ciencia y en su filosofía, quien va realmente a ganar con estos descubrimientos tan esencialmente españoles. ¿Qué ha pasado en España? ¿Qué ha pasado en el mundo?

No es tema nuestro escarbar en este hondísimo y punzante problema, sino más bien esclarecer la estructura íntima de la vida española, cosa que permitiría el mejor enfoque de este y otros problemas igualmente graves, relacionados con ella. Lo que quisiéramos hacer a lo largo de estas conferencias y su continuación, es algo previo y necesario al planteamiento de los problemas esenciales de la historia de España, y por analogía a la de cualquier historia, pues no es posible hacer historia como se ha venido haciendo, sin base, sin fundamento. Y esta base y este fundamento no pueden ser otros que el diseño previo de la vida, de la íntima estructura vital de la que se va a hacer historia.

Saber en suma de qué y de quién se va a hacer la historia, señalar y esclarecer el sujeto de la historia, hasta ahora tomado en bruto, tal y como se nos da en el conocimiento vulgar. La Filosofía de la historia es o ha sido un a posteriori de la historia, una reflexión sobre ella, mas no se trata aquí de nada semejante, se trata de algo que no es Filosofía de la historia, ni pretende por un instante serlo, sino sencillamente, de esclarecer previamente al estudio de la historia, la estructura íntima de la vida, lo que podríamos llamar su historia esencial, fundamental, sobre la que luego se van a señalar, a insertar los acontecimientos históricos. Para explicarnos los cambios de España en el conjunto de la historia universal, tendremos que haber visto antes quién es España, qué personaje es este que entra en el drama, y cuál es su íntima y verdadera constitución; cuáles son los sucesos fundamentales que la determinan, que la conforman. Esos sucesos creemos son aquellos que se transparentan en sus formas más verídicas de expresión: pensamiento y poesía, tomando como género de la poesía, igualmente, la novela.

El saber, el saber filosófico, ese del cual «todos los hombres tienen deseo natural», desembocó bien pronto en la forma cerrada y poderosa de la filosofía sistemática. Desde Santo Tomás ha sucedido de modo evidente y significativo. Dante y Santo Tomás, todo el siglo XIII, deja establecida y podríamos decir «cerrada» a Europa. Lo que va a seguir está ya en esas bases y es, en realidad, su despliegue, su desarrollo. Pues bien, en el orden del pensamiento es la inauguración de la era del sistema; la forma sistemática, cerrada, absoluta, es la forma que adquiere el saber filosófico, de tal manera que llega a parecernos hasta hoy tan evidente, tan natural, como el que el agua tenga la forma líquida. Es la forma indisputable del pensamiento. Pero ¿por qué? Todavía hoy no se sabría dar cumplida respuesta a la pregunta, aunque tengamos bastantes sospechas para adivinarla. España no produce sistemas filosóficos; entre nuestras maravillosas catedrales, ninguna de conceptos; entre tanto formidable castillo de nuestra Castilla, ninguno de pensamientos. No es genio arquitectónico lo que nos falta, no es poder de construcción, de congregar materiales y someterlos a la violencia de un orden. En el terreno del poder también supimos y pudimos -bien que ello entrañe nuestra más grande tragedia- levantar un estado, que es orden y violencia. Solamente en el terreno del pensamiento, la violencia y el orden no fueron aplicados; solamente en el saber renunciamos o no tuvimos nunca este ímpetu de construir grandes conjuntos sometidos a unidad. Podríamos decir que en cuanto al pensamiento fuimos anárquicos, si por anárquico se entiende simplemente lo que la palabra manifiesta: sin poder, sin sometimiento.

Y es que en el origen de la filosofía está la admiración, según textos muy venerables nos dicen, pero está también la violencia según otros, no menos venerables, nos aseguran. Admiración y violencia. De esta rara conjunción se ha engendrado la filosofía, tan mixta por ello, tan poco pura como haya podido serlo el Amor a través de las palabras de Diotima a Sócrates. Si el Amor es hijo de la pobreza y la riqueza, de la esplendidez y la miseria, la Filosofía es hija a su vez, de dos contrarios: admiración y violencia. La primera nos mantiene pegados a las cosas, a las criaturas, sin podernos desprender de ellas, en un éxtasis en que la vida queda suspensa y encantada. De ella sola no podría derivar algo tan viril y activo, como el pensamiento inquiridor, como el pensamiento desvelador. Hace falta que intervenga alguien más: la violencia, para que surja algo que se atreva a levantar y rasgar los velos en que aparecen encubiertas las cosas. ¿Y de dónde nace esa violencia? ¿Qué quiere esa violencia? Y lo hemos dicho: quiere. La violencia quiere, mientras la admiración no quiere nada. A ésta le es ajeno perfectamente, absolutamente, el querer; le es ajeno y hasta enemigo todo lo que no sea proseguir su inextinguible pasmo extático. Y sin embargo, la violencia viene a romperla y rompiéndola en vez de destruirla hace nacer algo nuevo, un hijo de ambas: el pensamiento, el incansable pensamiento filosófico.

El camino, largo y un poco complicado por el cual este hijo de la admiración y la violencia va a parar inexorablemente en una forma sistemática, no es cosa que debamos de tratar ahora. Solamente teníamos que decir esto para que tengamos alguna perspectiva en qué poder enfocar la peregrina situación de que en la vida española el pensamiento no aparezca jamás en forma sistemática, de que no tengamos ninguna obra que ofrecer al mundo análoga, por el pronto en porte, a la Crítica de la razón práctica, por ejemplo. ¿No será tal vez que el pensamiento español no sea hijo de la violencia sino únicamente de la admiración, o que haya intervenido la violencia en forma más débil que en el pensamiento clásico ejemplar, o que en lugar de la violencia haya intervenido quizá, algún ingrediente distinto; algo que confiera a nuestro modesto y humilde pensamiento su manera de ser específica?

Nada de esto es descabellado pensar, pues aun en el supuesto de no llevar ninguna certeza estas reflexiones, siempre tendríamos la nitidez de los hechos que reclaman una explicación, un esclarecimiento. Y no es malo que alguien se equivoque en el camino para enseñanza de quienes lo emprenden después.

Desposeídos pues, de la violencia en el origen de nuestro pensamiento, ello explicaría, por el pronto, no la existencia del pensamiento, puesto que de la otra raíz: la admiración, no puede únicamente surgir; pero sí nos pone en la pista de los caracteres originales, originalísimos de nuestro vivir y nos lleva como de la mano a cosas tan esenciales e inquietantes como lo que se ha llamado «realismo español», «materialismo español», queriendo con ello designar sin duda alguna, aun en los casos de mayor miopía mental, algo bien diferente de los demás realismos y sobre todo de los demás materialismos que han circulado por el ámbito de la cultura europea.

Pensamiento desarraigado de la violencia y por lo tanto del querer, pensamiento no complicado con ningún querer ajeno, en la medida que esto sea posible, pensamiento no absoluto, no unitario; libre, disperso. Su forma no es el sistema; no se ofrece en principios nombrándose a sí mismo, estableciéndose a sí mismo, sino a través de otras cosas, envuelto en otras formas. La necesidad ineludible de saber que tiene todo hombre y todo pueblo sobre las cosas que más le importan, se ha satisfecho en España en formas diríamos «sacramentales» con la novela y su género máximo, la poesía. Novela y poesía funcionan sin duda, como formas de conocimiento en las que se encuentran el pensamiento disuelto, disperso, extendido; por las que corre el saber sobre los temas esenciales y últimos sin revestirse de autoridad alguna, sin dogmatizarse, tan libre que puede parecer extraviado. Visto el pensamiento español, presenta graves cuestiones en esta su forma de existencia, vagabunda y anárquica. ¿Es que la voluntad, origen de la violencia, se ha quedado, fuera del pensamiento en España? ¿Se explicaría con ello -aunque esto haya que tomarlo por el pronto, como una enorme exageración de un hecho cierto-, el que el pensamiento haya estado tan ausente de la política y el que la política haya sido casi siempre, ciega expresión de voluntad bruta, estallido de violentísimo querer?

Entramos ya aquí en el laberinto de la vida española, en su ardiente atmósfera, en sus peligrosos enigmas. Y perdonadme, que si para vosotros no tenga el tema el interés de vida o muerte que tiene para quien os habla y para todo español, os lo haya ofrecido sin embargo. España forma parte de vuestra Historia que es formar parte de vuestro destino de un modo u otro. Y además, hay otro motivo para que me haya atrevido a pedir vuestra atención, y es aquella frase de Hegel, de que toda «Historia, es historia sagrada». Y yo al menos diría, toda historia, es historia universal, y cuando más hondamente descienda en el fondo complejísimo, obscuro y contradictorio que es la vida de un país, más universal resultará.

Pero, antes de ingresar en este fondo enigmático, tenemos que detenernos unos instantes en algo que, por otra parte, nos deslizará en él, en algo que es ya ese fondo y esa vida hechas estilo, hechas expresión, y es el tantas veces mentado y comentado «realismo español» y el no menos nombrado «materialismo», tan socorridos para explicar lo inexplicable, tan sufridos porque han soportado lo que se haya querido decir acerca de ellos.




ArribaAbajoEl realismo español

De todas estas pobrezas y limitaciones del entendimiento español, inepto para la filosofía sistemática, limitaciones y pobrezas que ya hemos anotado, pudieran ser no del entendimiento sino de la voluntad representada por la violencia, surge una riqueza. Es, pues, la voluntad española la indócil a ejercitarse en la violencia la que engendra el pensamiento, la que elige otros senderos para imponerse. El conocimiento es cuestión de voluntad, y esto es una verdad evidente con sólo mirar a la filosofía europea. El conocimiento no brota con independencia de sus puras y alejadas fuentes, sino que nace enlazado a una cuestión del qué hacer en la vida, supeditado a una dirección, por la que el conocimiento corre, pero que él no ha elegido. El conocimiento en sí mismo, no elige, sino que corre indiferenciadamente por todo aquello que se le presenta. La pura admiración, el zaumasein, brota ante cualquier cosa, no elige, porque en el elegir habría ya una traición a sí misma, o al menos una limitación.

La pura admiración, sorpresa o extrañeza, surge ante todo y se extiende ante todo como un aceite igualitario. ¿Por qué conduce a la idea de ser, por qué lleva inclusive a la misma idea, que es ya algo separado y por tanto parcial? El problema que entraña el conocimiento filosófico es, a mi entender, este: el que el conocimiento filosófico que brotó del puro asombro ante todo, ante todas las cosas, vaya a parar en verterse sobre algo separado, en algo que se escinde de lo demás; vaya a parar en quebrar la ingente realidad unitaria, indiferenciada, en dos vertientes irreconciliables: la de lo que es y la de lo que no es. Del apeiron de Anaximandro a la idea platónica y todavía más a la definición aristotélica, el drama se ha consumado ya por completo. La suerte está echada; la suerte de la filosofía, la suerte de la cultura y también de la religión de Occidente.

También de la religión, pues el cristianismo triunfante no habría hallado tan fértil instrumento para toda la elaboración intelectual que le precisaba a su subida al poder. Atrás quedaron, superadas y para siempre, todas las religiones no unitarias, no ascéticas. Si el monoteísmo judeo-cristiano pudo tan íntimamente entroncarse con la filosofía griega, tan íntimamente que juntos pasan y se desarrollan, es porque por lados diferentes vino a verificarse algo esencial, lo que podríamos llamar ascetismo. Ascetismo en la idea, ascetismo en la vida. Y tan es así, tan fue así, que aquello que en el cristianismo es más que ascetismo, lo que en el cristianismo es vida, caridad, misericordia, encarnación, quedó sin pensar, sin incorporarse al pensamiento filosófico, inclusive dentro de la misma iglesia católica. Quedó al margen, cebo para las almas piadosas, o entregado al encarnizado amor de la mística.

Todo es consecuencia de la violencia como engendradora de la filosofía; ese ímpetu que hace romper las cadenas del filósofo en el mito platónico de la caverna, ese no poder soportar las tinieblas arriesgando los ojos mismos por donde entra la luz, para llegar hasta la propia luz, esa avaricia de verdad compensada luego, es cierto, por su vuelta a la caverna a libertar a sus compañeros (vuelta mediadora, misericordiosa, prometeica, cristiana), ese avariento afán de verdad, revela muy claramente el ascetismo de la verdad filosófica. Su verdad no era, por lo pronto, de este mundo. Y este mundo quedaba en la sombra; este mundo quedaba fuera de la mirada del avariento conocimiento, del codicioso afán de verdad.

Ascetismo idealista era lo que así triunfaba en toda la línea; las otras religiones cuyo rastro nos es casi borrado, quedaron asfixiadas, sin campo para actuar y sin clara doctrina filosófica en qué apoyarse. La más fuerte, el gnosticismo, que en España encarnó en el priscilianismo, se apoyaba en un Plotino nebuloso, casi desvanecido. La poderosa y alerta censura eclesiástica, la desvelada atención de la Iglesia para ir delineando cada vez más neta y dura su doctrina, ha hecho el resto, resto que era sólo complementario de la principal y decisiva: la falta de atmósfera vital, cultural, que hiciera posible su desarrollo. Como caminos posibles de la cultura humana, han quedado por el momento vencidas.

Nuestra España según los historiadores, había tenido una fuerte civilización, especialmente en algunos de sus rincones, muy anterior a la llegada de la colonización griega no muy profunda en su penetración, y mucho más anterior naturalmente, al cristianismo. ¿Sería demasiado suponer como hipótesis o atisbo a comprobar por la ciencia adecuada, que pudiera provenir de aquí ese fondo originario reacio a lo griego, y que da su peculiarísimo cariz a la religión católica en España? ¿No habrá como fondo íntimo de España una y aún varias religiones anteriores al cristianismo, no muertas todavía, y que borradas de la apariencia histórica hayan seguido prestando su savia y sentido; hayan moldeado imperceptible pero continuamente todo lo venido a ellas?

Uno de los pocos documentos historiográficos españoles, la bellísima y poética Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo, hace sospechar la hipótesis de la existencia de una o varias religiones, vencidas por el cristianismo triunfante, por el catolicismo romano. Religiones vencidas, mas no muertas, de las que se nutrirían todos los brotes heterodoxos acaecidos aun bajo otras doctrinas: la reformista por ejemplo. El estudio documentado y minucioso de los procesos de la Inquisición y de los lugares de España en que aparecieron con más fuerza los focos de los heterodoxos, iría alumbrando este problema de tanta trascendencia para ir entendiendo algo de nuestra historia, previo por ello a los demás. ¿Cuál es la religión ibérica, las religiones ibéricas que laten todavía, que dan su savia, que imprimen su huella en los rincones, tal vez, más inesperados de nuestra cultura?

Un poco largo parecerá el camino que va desde estas ligeras consideraciones sobre un tan grave problema, hasta el llamado «realismo español», tan mentado y renombrado, pero sobre el cual no sabemos todavía si es un modo de conocimiento, un estilo de arte o una genérica forma de expresión, una filosofía o una «concepción del universo».

Y sin embargo, forzoso es tomar la cuestión desde tan lejos, una vez reconocida la diferencia de origen del conocimiento español, al del pensamiento greco-cristiano europeo. Y una vez reconocido que la voluntad representada por la violencia parece no intervenir en nuestro conocimiento, una vez reconocido que la voluntad española, en suma, no ha caminado como la greco-europea acuciando al entendimiento admirativo, y así vino a quedar nuestro conocimiento desasido, desprendido y ametódico, ¿no será necesario retroceder siquiera intencionalmente hasta algo originario, matriz en nuestra cultura, hasta su último fondo religioso?

Mas, quede esto, como es natural, para otros días y tal vez para otros entendimientos; hoy sólo dejemos aquí suspendida la sospecha, iniciada la perspectiva.

De ello solamente podemos sacar la raíz profunda de este realismo y verlo así como un modo de conocimiento, desligado de la voluntad, desligado de toda violencia más o menos precursora del apetito de poder. Esto hace que veamos al realismo español como algo ante todo que no es idealismo, y que no lo es por proceder de otros íntimos orígenes. Idealismo y practicismo no se oponen como miradas superficiales han creído, sino el idealismo es el primer supuesto de la razón práctica. El idealismo en Europa lejos de ser paralizador de la acción, la ha hecho posible en su más alta escala, le ha dado perspectivas ilimitadas, horizonte. Y en su forma más extrema -la de Fichte- idealismo es «activismo», la idea es el ser y el ser es la «actividad pura».

Alejada la vida española de estas raíces, el realismo español será ante todo un estilo de ver la vida y en consecuencia de vivirla, una manera de estar plantado en la existencia. No hay nada, ningún dogma de este «realismo» que nos permita cómodamente situarlo, enfrentarnos con él y analizarlo. No; nunca las cosas españolas son tan cómodas. El realismo, nuestro realismo insobornable, piedra de toque de toda autenticidad española, no se condensa en ninguna fórmula, no es una teoría. Al revés; lo hemos visto surgir como «lo otro» que lo llamado teoría, como lo diferente e irreductible a sistema. Intentar sistematizarlo sería hacerle traición, sería suplantarlo por una fría, muerta máscara; sería traer en vez de la viva substancia, su hueco molde. No hay fórmula, no hay sistema que compendie el realismo, nuestro arisco e indómito realismo y nos permita traerlo como un cadáver a la sala de disección del pensamiento; nos hemos de contentar si es que la fortuna nos ayuda, con evocarlo.

Cruza por toda nuestra literatura, hasta por allí donde menos se le creyera entrometido: por la mística y por la lírica. Imprime su huella en nuestra pintura, y da su ritmo a las canciones y lo que es todavía más importante, marca con su ritmo el hablar, el callar de nuestro pueblo en su maravillosa cultura analfabeta, moldea nuestros pueblos, y marca con una huella tan fuerte como difícil de descifrar, todos los resortes íntimos del movimiento y la quietud española. ¿Qué motivos son los hondamente reales para que nuestro pueblo se decida a algo? ¿Cuáles aquéllos que a través de las más enconadas apariencias, le mantienen en ese equilibrio milagroso al borde de la locura? En el realismo van envueltos, tanto la forma del conocimiento, como la forma expresiva, como los motivos íntimos, secretos, de la voluntad. Lograr vislumbrarlo sería vislumbrar el horizonte máximo de nuestra vida. Hagamos referencia por el momento solamente a una cosa, a lo más ostensible de este realismo: el predominio de lo espontáneo, de lo inmediato. Comparada con la vida española cualquier vida parece moldeada de forma, transida de ella. Hay un símbolo plástico: el desarrapado de Goya, aparece multiforme en todos sus cuadros, cartones y aguafuertes; pero hay uno, el más destacado, el más inolvidable, uno de los que van a ser fusilados en el cuadro de los «Fusilamientos de la Moncloa»: toda su humanidad se vuelca hacia fuera en un gesto pletórico de vida al borde mismo de la muerte. La camisa está desgarrada, diríase que por el inmenso ímpetu vital del pecho que no alcanza a cubrir. Es muy poca cosa un guiñapo blanco para cubrir el pecho de un hombre. Y así se enfrenta a la muerte, tan palpitante, tan rebosante de sangre y empuje, que parece imposible, imposible, que la muerte cuaje aquel caudal arrollador de sangre y enfríe tan ardiente fuego como se aprieta en él, concentrado. Es el hombre, el hombre íntegro, en carne y hueso, en alma y espíritu, en arrolladora presencia que todo lo penetra. El hombre entero, verdadero.

No ha surgido todavía en la cultura humana en orden alguno, ni en el del poder, ni en el del conocimiento, ninguna forma que se muestre capaz de encerrar adecuadamente tal tesoro, tal riqueza humana. Cualquier hábito con que vaya revestido será desgarrado por su pecho; cualquier cobertura deshechada por su frente, cualquier manto, quedará insuficiente para la amplitud y el brío de su gesto. Y así en las ideas: ninguna que no le venga chica, que no le quede despegada, ninguna que pueda contenerle en cierta amplitud y lo represente dignamente. El universo entero está en él, en sus elementos y en su plenitud; él sólo nos da idea de la infinitud del mundo y de su cohesión y de su dureza y de su fuego. Es la imagen de un hombre que a nada ha renunciado, que de nada se ha desprendido. Es la figura íntegra, entera como una piedra recién salida de la creación; ninguna substracción, ningún pulimento. Es el hombre escapado, más que salido de las manos del creador. Escapado. Su soledad no admite tutela, ni puede confundirse con el desamparo; en su soledad lo lleva todo consigo mismo y parece ahora un hombre de otra especie por la cual la humillación no hubiera jamás pasado su lengua helada. Tan virginal e íntegro es, que ni ante el terror de la muerte inmediata muestra un solo rastro de experiencia. Está rebosando vida y es como si nunca hubiera vivido, pues la vida ha sido tan inmediatamente consumida que ninguna huella ha dejado; ningún residuo mecánico, muerto.

Ni experiencia, ni memoria; si escapara ileso del mortal peligro, todo volverla a cogerle inocente, todo volvería a sorprenderle; nada hay lo suficientemente fuerte que modifique su contextura íntima, nada hay diríamos digno de él, hecho a su medida para modificarle. Sabe ya todo lo que tiene y puede saber y ninguna ciencia puede modificarle. Está hecho de una vez para siempre.

De tales determinaciones de este personaje puede inferirse que es un ser ahistórico, que pertenece a la naturaleza siempre virgen, no a la historia poblada de huellas y rastros. No es así, sino que este hombre representativo como ningún otro del estilo autóctono del vivir y del morir español, esta criatura es la base, el elemento permanente que presta a un pueblo su eterna imperecedera juventud, el ser desnudo, pelado, en toda su arisca independencia. El ser, la criatura que todo español no pervertido lleva dentro, en sus entrañas, debajo de su ser histórico, debajo de sus ideas. En la intimidad de todo español de veras, por muy alta que sea su representación espiritual, alienta siempre este desarrapado, esta criatura arisca y desgarradora, y a poco que acerquemos nuestro oído a su pecho oímos su respiración poderosa. En toda voz española de las que se dejan oír sobre el murmullo de cada día, oímos inequívoco el sonido virginal como de agua rebotando entre piedras, de esta voz originaria para cuyo son, parece haberse hecho la palabra dura, compacta y transparente, vivo cristal de roca de nuestro idioma.




ArribaAbajoEl realismo español como origen de una forma de conocimiento

De tal ser ha de surgir forzosamente una forma de conocimiento. El realismo lo es, y es una forma de conocimiento porque es una forma de tratar con las cosas, de estar ante el mundo, es una manera de mirar al mundo admirándose sin pretender reducirle en nada, como ya hemos creído mostrar. Y tal es la manera de conducirse del enamorado. El realismo español no es otra cosa como conocimiento que un estar enamorado del mundo, prendido de él, sin poderse desligar, por tanto. Y eso explica que un ser que tanto anhela la independencia, tan poco se afane y se plantee la libertad. Porque la libertad jamás ha sido planteada por ningún amante con respecto al objeto de su amor; el amante sólo piensa en la libertad y se afana en ella cuando algún obstáculo se interpone entre el objeto que le enamora y él. No es el problema intrínseco del amor, la libertad, porque el enamorarse es forjar unas cadenas, es estar y vivir encadenado sin dolor, con gozo y plenitud en este encadenamiento. Quien mira al mundo como enamorado, jamás querrá separarse de él, ni cultivar las barreras que le separan ni las distinciones que le distinguen. Sólo buscará embeberse más y más. Primeramente en su actitud más ingenua, no se hará problema de su relación con la realidad que le enamora; después de que el fracaso, el inevitable fracaso de toda vida haya surgido, de que haya aparecido aunque sea no más que la conciencia de la imposibilidad de vivir embebido en su puro arrobamiento, aparecerá entonces el problema de su relación con él, de su enfrentamiento con esa realidad, pero no pide liberarse de ella sino tenerla de alguna otra manera. Tal vez sea esta la raíz de la mística española tan diferente de la mística alemana, a la que hay que considerar como prototipo de la mística europea.

La mística alemana predecesora de la Reforma protestante, parte de la soledad más absoluta del hombre frente a la tiránica voluntad divina, es mística asentada en el esfuerzo angustioso para consolidar la existencia, es mística de náufragos, de agonizantes que se agarran a la indescifrable potencia de Dios; en esa mística no está como en la nuestra la misericordia; no está tampoco la presencia maravillosa del mundo y sus criaturas, como en San Juan de la Cruz; no está la carne, la materia humana con sus palpitaciones, la materia misma de las cosas consideradas maternalmente como en Santa Teresa. El místico norteño es un hombre solo, que en su absoluta soledad no es ni padre ni hijo, ni tal vez hermano de nadie; el místico del norte está en la filosofía, en la angustiosa filosofía idealista que tiene en ellos con toda seguridad, su raíz.

Si hemos nombrado al místico tratándose de «realismo español» como forma de conocimiento, ha sido para que veamos como hasta allí donde se parece estar más lejos de él, aparece su fondo. En España, ni el místico quiere desprenderse por entero de la realidad, de la idolatrada realidad de este mundo. La realidad que es la naturaleza, la naturaleza que son las criaturas humanas y también las cosas. ¡La importancia enorme, la consagración que diríamos de las cosas, en la cultura viva, popular, efectiva y creadora de España!

Este apego a la realidad tiene sus consecuencias: imposible el sistema, imposible casi la abstracción, imposible casi la objetividad. ¿Cómo entonces ha funcionado la vida española? La condición del género del saber predominante en una época o en un pueblo, no es ajena ni mucho menos, a la función social de ese saber. No cumple socialmente la misma función la religión, o la poesía, que la ciencia, ni la filosofía. Este realismo español, al no querer contradecir la realidad, ha sido un saber popular. Las raíces con el saber popular no han sido cortadas en España; en ninguna otra parte del mundo, en ninguna otra cultura la conexión íntima entre el más alto saber y el saber popular, ha sido más estrecha y sobre todo más coherente.

Las formas mismas en que el saber se vaciaba, han tenido que ser y han sido sin esfuerzo, formas populares, asequibles al entendimiento despierto, sin supuestos científicos. Nada menos escolástico ni académico que este nuestro realismo que parece ser la forma de conocimiento en que el hombre ingenuo plantado en la realidad sin volverse un solo instante de espaldas a ella, adopta. Es así, su creación.

Y tan fuerte es su profundo arraigo en la mente del español, que puede comprobarse fácilmente en todos los intentos de «teorizar» que ha existido. Un cuento popular con visos de apólogo, narra el caso ejemplar de un buen hombre, de un pueblo de Extremadura, que acosado por la pobreza, lanzóse al camino junto con su hijo idéntico a él en condición moral, para convertirse en ladrón. A los primeros convecinos que pasaron corrieron a detenerles diciéndoles que iban a robarles y como los transeúntes tomaran a broma el suceso, aseguraron ellos muy seriamente: «ya no somos Fulano y Mengano vecinos de nuestro pueblo, sino ladrones que os venimos a robar». No se amedrentaron los así interpelados, sino que viendo sin duda brillar íntegro el fondo de intacta honradez de los ojos de aquellas buenas gentes, les dijeron: «será así como decís», y les dieron un cigarrillo que juntos encendieron, poniéndose a continuación a hablar de algunos temas propios de sus preocupaciones: del tiempo, de la cosecha... y así anduvieron el camino y llegaron al pueblo, donde cada uno quedó en su casa, separándose con un honrado «buenas noches, que queden con Dios». Y así terminaron los improvisados ladrones.

Tal podría ser, extremando un poco las cosas como las extrema todo ejemplar apólogo, tal podría ser, la verdadera suerte que en España han corrido todos los intentos teóricos, todas las empresas de someter a sistema filosófico nuestro montaraz y generoso «realismo» indomeñado.

A lo largo de los tiempos se ha verificado este suceso, pero de modo más claro por tener casi ante los ojos su resultado, en el siglo XIX. «Somos krausistas», dijeron un día unas buenas gentes, unas magníficas gentes lanzadas al empeño de reformar en algunos de sus aspectos la vida española... Y cumplieron en parte su reforma, y atravesaron toda la península vientos que traían nuevas maneras y hábitos de vida y se levantaron algunas fundaciones que modificaron, en buena parte, la mísera estructura de nuestra pobre vida intelectual de entonces, y una más afinada sensibilidad pulió la vida social... Sí, pero ¿y el krausismo? ¿qué se hizo de la teoría?... Había quedado olvidada, como el propósito de atentar a lo ajeno, de los buenos vecinos de nuestro cuento extremeño. Debajo del krausismo como debajo de cualquier otra teoría de mayor o de menor rango importada, existía vigoroso, virginal, intacto, un entendimiento realista español, un temperamento activo, un corazón enemigo de la abstracción y el análisis que ningún krausismo del mundo pudo torcer, ni disipar.

Forzoso nos es aquí no dejar en silencio la memoria de un nombre, cima del pensamiento filosófico español: José Ortega y Gasset. En él, la filosofía bebida en Alemania en fuentes neokantianas, ha sido asimilada, incorporada, viva y actuante, a su vigorosísimo pensamiento. Es un hecho histórico el que una filosofía tan extraña haya prendido tan profundamente en la mente de un español tan de raza, tan auténtico. Pero veamos, veamos un libro, el segundo de Ortega y Gasset, discípulo de Cohen y Natorp, abramos las bellísimas páginas de las Meditaciones del Quijote -están escritas en la juventud del filósofo-, ¿qué neokantismo nos traen? La verdad que muy poco o ninguno, comenzando con que es bien poco neokantiano el hecho de que un catedrático de Metafísica, aunque sea in partibus infidelium, escriba un libro tan llano, tan transparente; tan ágil, tan fragante, tan caritativo. Por sus páginas aparecen y reaparecen, rebeldes y vigorosas, unas cuantas intuiciones fundamentales de una mente insobornable; intuiciones que años más tarde van a plasmarse, a sistematizarse en forma muy poco -clásicamente- sistemática, muy original. En algo por vez primera hispánico dentro de la esfera del pensamiento filosófico con todo su rigor, muy conforme con las exigencias clásicas de la filosofía y rebasando por entero su tradicional contenido, algo que desde el pensamiento español es la superación de lo esencial de la Filosofía europea: el idealismo, y que fue llamado por su descubridor, Razón Vital, más tarde Razón Histórica. Estaba ya en las juveniles hojas de las Meditaciones del Quijote, inequívocamente, y es toda una superación de todo idealismo, dentro del cual tenían su lugar propio sus respetados maestros neokantianos. Al aprender la doctrina había surgido original, insobornable, la superación, el cuño hispánico.

No, no soporta la mente española ningún traje; ningún hábito cortado a ajenas medidas puede encubrirla por mucho tiempo. Repose en esta certeza nuestra esperanza, de que bien pronto el fondo de nuestro realismo improstituible desgarrará toda máscara, aunque la forjen de acero.




ArribaAbajoMaterialismo español

Si el realismo es una forma genérica, tan genérica que abarca a casi todas las manifestaciones del entendimiento y de la vida española, el «materialismo» vendría a ser dentro de él algo más delimitado y específico; vendría a ser un extremismo, una actitud de la mente de llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias; algo más deliberado y consciente, también más apasionado. Vendría a ser una metafísica, una metafísica cósmica; extremismo, condensación formulada de todo lo que en el realismo despreocupadamente implica. Es la consagración de la materia, su exaltación, su apoteosis; es un fanatismo de lo material, de lo táctil y de lo visual sobre todo, fanatismo que ha engendrado lo mejor de nuestra pintura: el mismo Greco. Y nadie vaya a escandalizarse por ello, pues no se ha dicho que este materialismo español conciba a la materia como algo estático, inerte y opaco, sino que la materia de la cual más que una teoría es un culto, una tenaz adoración, es materia sagrada, es decir, materia cargada de energía creadora, materia que se reparte en todo y todo lo identifica, que todo lo funde y trasfunde. Es el vehículo, la unión: la comunión asequible y concentrada por la cual todo va a todos.

Imposible asumir frente a esta materia ardorosa y creadora, infinitamente fecunda, una actitud contemplativa. Entrar en relación con ella es existir ya en ella, es entrar en su atmósfera, en su círculo donde nada permanece separado de nada, donde nada conserva su individualidad limitada y opaca. Entrar en relación con ella es lo más parecido a entrar en la luz, donde seguimos siendo lo que éramos, pero transformados, pues el estar iluminado no es una simple adición. Imposible contemplación desinteresada, es decir, que no modifique la condición del que contempla.

Pero es ya algo más cercano del dogma. Es un dogma afirmativo, existencialista, que postula, diríamos, la divinidad del mundo visible, el entrañamiento en él de todo lo que le supera, su embebimiento supremo en todo lo que le podía separársele como propio de otra esfera; su glorificación, en suma.

Dentro del catolicismo este materialismo toma caracteres de mística sensualidad, de una transfusión de cielo y tierra, en que a la tierra han sido traspuestos todos los valores celestiales y al cielo han ascendido todos los gozos terrenos. Sin que sea eso exactamente, pero no podemos dejar de señalarlo por honradez mental, a lo que indefectiblemente recuerda es al Islam, con su mística sensualista, con su poesía en que todas las materias quedan traspasadas como moviéndose continuamente en una ascensión, quemándose en su propio fuego purificador.

No será menester recabar la absoluta independencia de este materialismo fanático español con respecto a todos los materialismos europeos. Ninguna raíz común, ninguna forma análoga. El materialismo europeo es una teoría metafísica análoga en su estructura y en su pretensión a las demás, lo más exacto sería decir de ella que se trata de un idealismo invertido. No así el español, que apenas guarda relación con el idealismo, ni con el racionalismo, pues está fuera de su órbita, cae fuera de allí donde ellos pueden alcanzar. Y sin embargo es lo más teórico tal vez, por ser lo más dogmático, lo más fanático. Teórico solamente a fuerza de partidismo, de apasionamiento. Se llega a verificar en él algo semejante, en cierto modo a la abstracción, puesto que en este materialismo español funciona una forma de abstracción no de origen intelectual, sino engendrada por ser un extremismo. Pero al fin, una idealidad. ¿Toda idealidad no viene a ser también un extremismo? Por eso, con orígenes tan diferentes, el materialismo español y cualquiera otro «ismo» de la filosofía europea, viene a tener este parecido: ser fanáticos de una parte de la realidad, ser extremistas.

Este materialismo se dilata en un aspecto puramente poético quizá, el más fecundo e interesante: el que se refiere al sentido y a la significación, la preponderancia que adquieren dentro de él, las cosas. Las cosas son casi las protagonistas de nuestros mejores libros, de nuestros mejores cuadros. En una obra como el Quijote, donde la figura señera del héroe alcanza tan inmensas proporciones, queda sin embargo intacta debajo de su sombra una estupenda novela castellana, donde los protagonistas son los caminos, las ventas, los árboles, los arroyos y los prados, los pellejos de vino y aceite, los trabajos de todas clases, en suma: las cosas y la naturaleza.

Naturaleza escueta sin mezcla de panteísmo alguno, hasta ahí se diferencia lo más renacentista de nuestra literatura del naturalismo panteísta del Renacimiento europeo. No aparece el panteísmo; la naturaleza ella misma se basta. Pero no es la naturaleza lo central de este materialismo, sino las cosas, y el aludir al Quijote, ha sido tan sólo para mostrar esto que queda apagado por la gigantesca figura del héroe y que hasta ahora, que sepamos, no ha sido recogido por ningún crítico: la magnífica novela realista que en él hay. La novela, con abstracción de la tragedia quijotesca de la existencia. La magnificencia de las cosas más humildes, de las criaturas más vulgares a las que el tema trágico no ha podido anular.

Pero se ve mejor refulgir este materialismo amante de las cosas, a medida que lo histórico baja de tono y se desvanece, a medida que lo heroico desaparece. Entonces quedan las cosas solas, entonces ellas muestran que con cosas, con nada más que cosas, brilla un universo en el que hay la huella del hombre, huella que es posible por esa cercanía o entrañamiento en que el hombre ha vivido con ellas. Lo mejor de nuestra novela moderna se nutre de esto: Galdós y Gómez de la Serna, en forma más escueta, hacen la novela española de las cosas y de la tierra.

La tierra española tiene también su novela porque tiene su suceso. Y claro está que no podría tenerlo por sí misma, no podría tenerlo si no hubiese entre la tierra y el hombre una íntima y estrecha relación y hasta una afinidad. Por eso duele la tierra de España: sus olivos y sus encinas, sus retamas, sus trigales y hasta su ancho cielo, su luz... duele.




ArribaAbajoLa problemática de la vida española

Con lo que llevamos dicho y no son sino atisbos no muy firmes que algún día será menester fundamentar, fácilmente se comprende que la vida española ha de poseer una estructura íntima bastante diferente de la vida europea, lo suficientemente diferente como para que explique, si logramos hacerlo desde su raíz, las diferencias de ritmo y acontecimiento; el gran anacronismo, el perenne anacronismo de ella, su indescifrabilidad. Parte de una raíz distinta, y está enclavada en un horizonte conformado de diferente manera.

Toda vida es en el fondo problema; vida y problematismo caminan juntas siempre. Pero no toda vida tiene los mismos problemas y aun podríamos afirmar con cierta audacia -pues que por ahora no nos es posible demostrarlo- tiene una manera diferente de problematismo y ello haría justamente que existan diferentes culturas.

Partiendo la vida española de su raíz más honda, de este apegamiento a la realidad, a la realidad en toda su plenitud, no puede poseer ese racionalismo esencial que nace de Grecia y conforma luego la vida europea, al menos, en sus minorías dirigentes. Racionalismo que consiste, ante todo, en buscar la verdad en la razón, en el orden del conocimiento, en la sumisión sin discusiones a ella. Y en la conducta, en aceptar como motivos las razones. En tener un pensamiento y una conducta asentados en la firme creencia de que el mundo, la realidad, es en su última instancia racional.

Los problemas de la vida española derivan ante todo, de lo que vemos en su realismo. El español no ha reducido la realidad a nada, no la ha reducido, en primer término. Vive en medio de ella, de toda su multiplicidad cambiante y por ello hay un sentimiento fundamental en la vida española: la melancolía. La melancolía que lejos de empañar los minutos contados de nuestra vida, hace quemarlos con más brillo y luz, hace desgranarlos uno a uno y contarlos apasionada y avarientamente, hace estrecharlos contra el pecho sin que traigan bienandanzas ni fortuna, por el solo hecho de ser instantes, cuentas del rosario del tiempo limitado, de nuestras contadas horas. Pero la melancolía que encontramos en primera instancia no es problema puesto que no nos mueve a solución; lo que en ella se transparenta es insoluble y los problemas se caracterizan porque mueven a buscarles solución, salida. No es la melancolía un problema sino una forma de sentir la vida, de sentirla ante todo como tiempo irreversible; es sentir cada uno de los momentos de que el tiempo está compuesto. Una manera de sentir la vida como bien fugitivo ante todo, como corriente de instantes que van hacia su fin. «Nuestras vidas son los ríos»... esto es lo que primariamente siente el español, lo que siente; «que van a dar a la mar que es el morir», es ya lo que piensa. La idea, la primera idea a que el español se siente abocado en su sentimiento de la vida como temporalidad es, sin duda, la de la muerte como término, como remanso en que la corriente del tiempo desemboca haciéndose tiempo compacto, macizo. Y esta consideración, este sentimiento así que se transforma en consideración o meditación, sólo puede llevar a dos maneras de agotar la vida: o entregarse al momento, a cada uno de ellos elevándolos a gozosísima plenitud, o a recoger la vida en su totalidad abrazándola en su redondez compacta, en su totalidad. En ganar la vida en su dispersión ganando cada uno de los instantes, tal don Juan Tenorio y tal el pícaro también, o en dejar pasar los momentos en su diversidad en espera de recogerlos todos cuando ya no pasen, cuando ya no se nos vayan de entre las manos como el agua entre un cesto de juncos; tal el místico. El poeta queda entre ambos, sin decidirse a dejar pasar el momento portador, en su fragilidad de una diversidad que al retirarse, se hace rítmica. El poeta que no quiere renunciar a cada uno de los instantes que pasan ni tampoco a la totalidad de ellos, ni quiere pasar sin desgranarlos, sin gustarlos uno a uno, ni deja el ansia amorosa que pide eternidad. En él están latentes las dos actitudes; y el poeta no reposa, no descansa porque no es extremista de nada; todo le retiene y le enamora y su ser tendría que despedazarse. Tendría que morir si eligiera.

La consideración de estos tipos no puede dejar de hacerse al intentar dibujar la problemática especial de la vida española; son ellos quienes nos la dan encarnada, verdadera, viva y concreta, pues son problemas vivientes los que queremos apresar en nuestras palabras. Problemas vivientes, no teóricas delimitaciones.

Si el poeta tiene de común con don Juan y el pícaro el aferrarse al instante huidizo, el deseo con el místico tiene el afán de integridad, el amor. Amor y deseo engendran el ansia de resurrección, de resurrección de la carne, de las almas y de los cuerpos, sin que nada se pierda, resurrección de lo temporal más allá del tiempo; trasposición del mundo temporal allí donde no sea posible la melancolía, porque ya nada pasa, sino que todo está en íntegra presencia corpórea sin posible corrupción.

Como se ve, ya el primer paso que damos dentro de la problemática española tropezamos con anhelos disparatados, tropezamos con el imposible como meta, como solución. Y esto sí, nos atrevemos a afirmar con seguridad de dogma, esto sí es lo propio de lo español, de la vida española y del hombre que la vive: el imposible, el imposible como único posible horizonte.

De ahí que todo el vivir español sea un debatirse contra las rejas de lo imposible. El pensar español ya en su primer paso tropieza contra la muerte. El amor y el deseo se enredan en la fugacidad del tiempo. Anhelo y pensamiento juntos van a edificar su solución más allá de la muerte, sin renuncia alguna, exigiendo de la vida, de su responsable máximo que le depare la unidad de los contrarios: un mundo temporal que no pase jamás.




ArribaAbajoLas categorías de la vida

Si tomamos a la vida humana individual, nos dará, al darnos su entronque con la historia, la historia misma de un pueblo; en cada individuo de ese pueblo están presentes y vivas, es decir, causando efecto, los sucesos decisivos de su historia, de manera que sin que los conozca, conforma en gran parte su vida. Ninguna vida por individual que sea deja de estar engarzada con la cultura de que forma parte, con su historia; ninguna vida por anónima que sea, deja de formar parte de la historia, deja de ser sostén de ella y de padecer sus consecuencias. El hombre padece la historia. Las categorías, pues, afectan por igual a la historia de un pueblo que a las vidas sencillas de quienes le integran; de no ser así la historia sería un cuento de unos pocos, algo que para la mayoría no habría en realidad pasado.

Y en efecto, de que así al menos se haya considerado implícitamente, proviene el ver a los pueblos, a la anónima masa popular como algo indiferenciado, como algo intercambiable, internacional, como algo que sólo tiene una historia, la historia de la masa amorfa indiferenciada. En rigor, en los pueblos la cultura es algo que ha pasado solamente a unos pocos, quedando la gran masa al margen de estos sucesos que para nada le han afectado.

Sin extenderse a hacer una crítica de estas creencias, en las que se fundamentan ideas muy extendidas, sí he de decir en lo que concierne al pueblo español, que tal cosa no es nada verídica. Los sucesos que han pasado a todos los españoles son muchos, la historia vivida en común alcanza gran volumen, diríamos que es toda la esencial. Historia vivida con diferentes grados, claro está, de conciencia. Pero aun en esto la homogeneidad es, por desgracia, bastante grande (por desgracia en este punto) porque la conciencia y sobre todo el saber, la posesión de ideas y conceptos claros con respecto a los más decisivos acontecimientos de nuestra historia, es algo tan raro y poco común entre los españoles, que bien podríamos afirmar que la única diferencia grosso modo entre el pueblo y la minoría a este respecto, es que el pueblo conserva una intuición más fresca y pura de sus íntimos sucesos, mientras el culto la ha perdido, borrada por algunos tópicos más o menos desgraciados. Apenas por diferentes caminos se ha intentado algo de lo más urgente: la purificación de la historia en nosotros, el análisis y la restauración de lo que cada español individual, por el simple hecho de serlo, arrastra consigo lo que en su anónima vida lleva de historia. Y si algo se ha intentado, confesemos que no ha sido por el camino de la filosofía, sino por el de la novela o el ensayo, de manera más eficaz y rica, sin duda alguna que por la novela, cosa que arranca en el Quijote y alcanza en nuestros novelistas modernos, desde Galdós a Gómez de la Serna, un amplio desarrollo. Pues al fin, la necesidad íntima de saber acerca de si el alma española sentía, le fue más directa e inmediatamente revelada a los artistas que a los pensadores, aunque los nombres de Ortega y Unamuno nos muestran una obra gigantesca pero aislada.

Nuestra historia se explicaría por algunas situaciones o conflictos sumamente graves desde luego, que han cambiado la vida de todos los españoles. Baste fijarse en una cosa simplemente: el ensanchamiento o el empequeñecimiento del horizonte, de las perspectivas que el español tenía ante sí según el momento en que naciera; las posibilidades de que venía cargado según su destino individual. Imprimen su huella los sucesos históricos de dos maneras: directamente en la vida individual hallándola o poblándola de dificultades y también en otra forma: a través de la estructura social que se modifica según el curso de la historia. La sociedad es el medio inmediato en que el individuo se encuentra implantado y de ella recibe sugestiones en uno u otro sentido, de ella recibe prohibiciones y a su través circulan corrientes de inhibición o de intrepidez. Por ella se expanden ondas de desesperanza o de entusiasmo y por ella circulan también los más tremendos venenos.

La necesidad de una sociología española por modesta que sea, es tan urgente como la de una historia. En rigor no pueden ir ya la una sin la otra. La vida española social fue cargándose de venenos en estos últimos tiempos. Rápidamente iba creciendo la intoxicación, acumulándose los errores de varios siglos; hasta que en un momento determinado los conflictos históricos por resolver se acentúan, la historia deja de sentir todo su peso y la vida individual pierde toda su libertad; el rastro en ella de la historia a través de la sociedad, se adueña de todo y cierra todo horizonte. Llega el momento en que el individuo es apenas otra cosa que función social, instrumento de ella; no le queda horizonte propio, independencia. Es el momento de la desindividualización, de la deshumanización también.

Si algo hemos aprendido últimamente, es que el conocimiento no es jamás desinteresado y una sociología española hubiera sido necesaria, lo será tal vez más, para descongestionar la apretada vida, para devolverle su fluidez, su continuidad, el grado de cohesión verdadera y normal. Se había llegado en la vida española a un extremo de desintegración, de aislamiento; precisamente al sentirse el individuo sin horizonte se sentía, no ligado, sino aislado. Es lo que sucede siempre que la relación entre lo íntimo, lo individual y lo social ha sido alterada. Resulta una mecanización de la vida social que encubre una perfecta anarquía, una desoladora insolidaridad, un absoluto desamparo del individuo que queda inerme.

En ese sentido, la interpretación de nuestra literatura es indispensable. Al no tener pensamiento filosófico sistemático, el pensar español se ha vertido dispersamente, ametódicamente en la novela, en la literatura, en la poesía. Y los sucesos de nuestra historia, lo que real y verdaderamente ha pasado entre nosotros, lo que a todos los españoles nos ha pasado en comunidad de destino, aparece como en ninguna parte en la voz de la poesía. Poesía es revelación siempre, descubrimiento; y sucede en nuestra cultura española que resulta muy difícil, casi imposible, manifestar las cosas que más nos importan, de modo directo y a las claras. Es siempre sin abstracción, es siempre sin fundamentación, sin principios, como nuestra más honda verdad se revela. No por la pura razón, sino por la razón poética.




ArribaAbajoConocimiento poético

Porque al fin, todo converge para que el conocimiento español, el realismo, el materialismo tan al margen de la filosofía sistemática europea, se haga razón, conocimiento poético.

En un extremo de la cultura clásica está la filosofía, el metódico conocimiento racional, el esfuerzo de la mente para adquirir la verdad separándose violentamente de las cosas, de las apariencias que cubren al mundo. Este saber llega a ser sistema, sistema en que la totalidad del mundo quiere ser abarcada, en que la infinita multiplicidad de las cosas pretende ser poseída.

En el otro extremo de la cultura clásica quedó la poesía. La poesía... Cuentan que los soldados de Alejandro el Grande al llegar a la India, encontraron en los bosques confundidos entre los árboles a los «yogas», hombres consumidos por la contemplación, hombres sumidos en éxtasis a quienes la continuidad extática había convertido casi en árboles, en un árbol más; sobre sus hombros habían anidado los pájaros. Tal era su resignación vegetal, tal su inhumana mansedumbre.

Debajo del cielo, confundido, inmerso en la naturaleza, el poeta puede estar simbolizado por ese hombre-árbol. Sobre los hombros del poeta anidan también los pájaros; con los brazos abiertos ante la creación el poeta se abre a todas las cosas, se ofrece, íntegramente sin ofrecer resistencia a nada, quedándose vacío y quieto para que todas las criaturas aniden en él; se convierte en simple lugar vacío donde lo que necesita asentarse y vaga sin lugar, encuentre el suyo y se pose. Tal puede ser el símbolo del poeta.

Entre ambos extremos se alza la cultura española, su conocimiento poético. Pues el hombre en cuyos hombros anidan los pájaros, es el poeta, sí, mas tan grande es el vacío que para las cosas ha hecho, tan completa su mansedumbre y entrega, que se ha vaciado completamente. Ya él no existe sino las cosas en él, llenándole tan por completo, que no le queda distancia suficiente para poder expresarlas. Y no puede tampoco expresarlas porque nada suyo tiene, porque toda expresión requiere una cierta violencia. En rigor, la expresión nace en la queja; y la queja implica una cierta rebeldía, una independencia y una afirmación de existencia de quien se queja, que así se defiende; así se afirma. Puede ser esta la razón de por qué el hombre ha alcanzado la más alta cima de expresión, mientras que la mujer normalmente apenas balbucea. Es porque la mujer no se queja, no se rebela, ni se revela, queda oculta detrás de los acontecimientos que la conmueven; detrás de ellos, sentada como en el fondo de su casa. El hombre, en cambio, se queja y en quejarse está su poder de expresión, su capacidad maravillosa de dar forma a lo que por él pasa. El yoga de la India ha aniquilado en sí mismo toda capacidad de violencia expresiva y por eso siendo el símbolo del poeta, no puede hacer poesía, pues la poesía como todo lo humano, requiere su dosis de violencia.

El conocimiento poético de España tiene ¿cómo no? una inmensa, terrible violencia expresiva; adolece quizá de excesivo ímpetu que a veces le borra, le obscurece las cosas; va más allá, con frecuencia, de donde apunta. Pero está ahí, al cabo de los siglos, irreductible al poderosísimo racionalismo europeo. Es conmovedor ver la situación de España, su helada castidad frente a la audacia del conocimiento europeo en su época de brillo, en los momentos en que imperialmente llegaba a todo, lo abarcaba todo. España siguió, recogida en sí misma, pobretona, al margen de tanta magnificencia. Era imposible que participara en ella, imposible que no dejara de resistir en la forma espléndida, como sabe hacerlo cuando hace falta: resistiendo pasivamente, no dándose por enterada, prefiriendo su pobreza, acogiéndose a su silencio, metiéndose en sí misma. En esto ha sido, sí, ejemplar.

Su forma de conocimiento poético seguía su curso mientras tanto, por los caminos más insospechados, caminos que son a veces vericuetos. Conocimiento poético en que ni se escinde la realidad, ni se escinde el hombre, ni se escinde la sociedad en minorías de selección y masa desamparada. Si en algo ha conservado España su unidad ha sido la unidad de la gracia. Bien poco vale para el español auténtico aquello que sólo se debe al esfuerzo; es como un saber ilegítimo, un saber desgraciado en que se muestra más la presunción del hombre, su vanidad o su soberbia, que la verdad; un saber que no es deseable.

El conocimiento poético se logra por un esfuerzo al que sale a mitad de camino una desconocida presencia y le sale a mitad de camino porque el afán que la busca jamás se encontró en soledad, en esa soledad angustiada que tiene quien ambiciosamente se separó de la realidad. A ése difícilmente la realidad volverá a entregársele. Pero a quien prefirió la pobreza del entendimiento, a quien renunció a toda vanidad y no se ahincó soberbiamente en llegar a poseer por la fuerza lo que es inagotable, lo que nos rebasa, a ése la realidad le sale al encuentro y su verdad no es nunca verdad conquistada, verdad raptada, violada; no es alezeia, sino revelación graciosa y gratuita; razón poética.

Y en realidad, el español solamente es capaz de encontrar su equilibrio así, sólo es capaz de conservar la fluidez de su vida por la poesía, por el conocimiento poético de las cosas y los sucesos que le incorporan a la marcha del tiempo. Si se hace racionalista se cierra, pierde su fluidez y se dogmatiza, se hace absolutista, en suma; reaccionario, enemigo de la esperanza.

Cuando un español se aparta de esta vivificadora corriente en que se unifica con su pueblo, cae en ser minoría. Cae, sí, pues de verdadera caída se trata. En España perder la comunidad con el pueblo no conduce a nada positivo, tan sólo a desviar la ruta o a estancarse en el escepticismo, como es bien fácil demostrar.

Equilibrio individual y comunidad. Por el conocimiento poético el hombre no se separa jamás del universo y conservando intacta su intimidad, participa en todo, es miembro del universo, de la naturaleza y de lo humano y aun de lo que hay entre lo humano y más allá de él.

Pero este conocimiento poético maravilloso, confesémoslo, no es mucho más todavía que una promesa, porque no había sonado su hora. De su plenitud puede surgir toda una cultura en la que ciencia y conocimientos hasta ahora errabundos, como la historia, sean la médula; en la que ciencias como la Sociología, nacientes aún, alcancen su pleno desarrollo; en que el saber más audaz y más abandonado sea por fin posible: el conocimiento acerca del hombre.

Conocimiento del hombre que no será sino el movimiento de reintegración, de restauración de la unidad humana hace tiempo perdida en la cultura europea. No hace falta insistir en mostrar la atomización de todo lo humano, la tristísima fragmentación a que se ha llegado, primero en el pensamiento, luego en el arte, y por último en el hombre mismo, en el hombre vivo al cual se le ha mutilado con la más horrible de las mutilaciones extrayéndole su dignidad, extrayéndole su primacía moral. La moral es convertida en pura fórmula social sin contenido vivo y actuante, o en vacía desnudez, que llaman cinismo. Y tal vez sea esto lo mejor. Recordemos a Nieztsche cuando decía: «Hay un género de nobleza que pueden tener las almas toscas: el cinismo».

Como signo y manifestación de una crisis tan profunda como aquella en que naciera, resurge en Europa el cinismo y precisamente en los medios más altamente intelectuales. Y es, repetimos, lo mejor, pues al menos permite y aun ofrece, un claro diagnóstico patente para todos los entendimientos. Pero no deja por eso de mostrar el mismo mal, el mismo parcelamiento humano que ha hecho posible la magnificencia de la técnica, el esplendor inclusive de la ciencia, mientras el hombre cada vez más miserable desaparece asfixiado. Tal cultura no puede, no podrá salvarse a sí misma.

Necesita para su continuidad esta cultura, que vaya en su ayuda aquella otra que se ha mantenido tan valerosamente al margen como una hermana cenicienta: necesita alimentarse de lo que desdeñó.

Confiemos en que suceda así y en que suceda, según parece, del modo más congruente con esta dispersa y humilde cultura española: dispersamente, lejos de Europa y fuera de la tierra matriz. España, maestra en la dispersión y en la prodigalidad, cumplirá sin duda su obra de acuerdo con su íntima esencia, prodigándose y dispersándose, sembrándose, desapareciendo en la obscuridad para fecundar y fecundarse. De la soberbia española, nuestro más terrible pecado, salió el absolutismo, cascarón muerto de la verdadera España. Cascarón estéril y seco. Final, falso camino de una ruta sostenida solamente por una soberbia obstinación. De la melancolía española, de su resignación y de su esperanza saldrá quizá la nueva cultura.

Es la cultura que anuncia la España del fracaso, la más noble o quizá la única enteramente noble. Tenía forzosamente que fracasar porque ha ido más allá de su época, más allá de los tiempos y hay un ritmo inexorable de la historia que condena al fracaso a todo aquello que se le adelanta. Fracaso en razón de su misma nobleza, en razón de su insobornable integridad en un mundo donde la medida de la integridad se ha perdido. Fracaso también porque en el fracaso aparece la máxima medida del hombre, su plenitud en su desnudez, lo que el hombre tiene tan desprendido de todo mecanismo, de toda fatalidad que nada puede quitárselo. Lo que en el fracaso queda es algo que ya nada ni nadie puede arrebatar.

Y este género de fracaso es la garantía justamente de un renacer más amplio y completo. Del conocimiento poético español puede surgir la nueva ciencia que corresponda a eso tan irrenunciable: la integridad del hombre.





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